Capítulo diecinueve

Salí de la casa de los Trellis inmediatamente, sabiendo que eso era lo que Teddy quería. La hermana Josepha insistió en que me fuera a vivir de nuevo al convento con ella durante unos días. Cuando me sintiera más fuerte nos iríamos juntas a Nuevo México, donde comenzaría una nueva vida. Accedí a secundar su plan porque necesitaba estar cerca de ella y porque me faltaba fuerza y claridad de mente para proponer cualquier otro.

La madre superiora se alegró al verme de nuevo y se preocupó de visitarme de vez en cuando. Parecía que los años la habían ablandado, o tal vez me habían endurecido a mí, porque cuando me miraba fijamente en silencio durante esos largos instantes de discernimiento, como solía hacer, nuestras miradas se encontraban sabiendo que, viera lo que viera en mí ahora, yo podía hacer muy poco para cambiarlo. Yo era quien era. Y aunque su interés y su preocupación me llegaban al fondo del alma, siempre me sentía aliviada cuando nuestros breves encuentros tocaban a su fin porque era cada vez más difícil aparentar que iba mejorando.

La verdad es que nunca en mi vida había conocido un silencio tan profundo y absoluto. Se filtraba a través de mi piel y se hundía en los poros de mis huesos como lava derretida. Se endurecía hasta convertirse en una gruesa costra que me aislaba del resto del mundo. Voces incorpóreas circulaban alrededor de mi isla oscura, voces bienintencionadas me hablaban de la sensibilidad del dolor como si fuera una enfermedad benigna que tenía que seguir su curso. «Solo el tiempo puede curar la herida de semejante pérdida», decían, y «Ahora tienes que cuidar de ti misma». «Reza y entrega tu dolor al Señor. Él nunca te abandonará.» «Sigue adelante y llora y deja que tus sentimientos fluyan. No puedes contenerlos más de lo que puedes contener un río enfurecido.» «La muerte es parte de la vida.»

Sabía que todas esas cosas eran verdad, pero no solo había perdido a mi amado sino también el pilar en el que se sostenía el tejado que daba cobijo a mi vida. Y ansiaba la muerte como un nuevo día. Era el sol oscuro elevándose en el horizonte, y cuando me imaginaba mi cuerpo flaco yaciendo al lado de mi amado en un lecho de descomposición sentía que la paz me envolvía como una mortaja de seda. «Llévame, Señor amado», rezaba, «llévame para poder estar con aquellos a quienes amo y que me aman». Pero mi corazón seguía latiendo y no era capaz de dejar de respirar.

La víspera del funeral de mi amado, Benson vino a verme. Por la manera de arrastrar los pies y de agachar la cabeza pude saber que había venido a decirme algo y que le resultaba difícil.

—¿De qué se trata, Benson?

—¿Tan fácil soy de interpretar? —preguntó con una sonrisa avergonzada que no hacía más que acentuar la tristeza de sus ojos. Suspiró—. Teddy me ha llamado esta mañana y me ha pedido que te diga que no asistas al funeral. Lillian está completamente histérica. Parece ser que de pronto se ha convertido en la desconsolada viuda —dijo, poniendo los ojos en blanco—, y a Teddy le preocupa que tu presencia sea una humillación insoportable para ella delante de sus amistades y que pueda hacerle perder los estribos.

—Entiendo —respondí, en absoluto sorprendida al oírlo. Lillian solía derrumbarse de ese modo después de haberse portado mal, y aunque no estuviera dispuesta a admitirlo ante nadie más, yo sabía que se sentía mal por la manera en que había tratado a Adam aquellos últimos días. Es más, sabía que no podía resistir el papel dramático de la todavía joven y bella viuda.

—No digo que no debas ir, Ana. Solo te transmito su mensaje, eso es todo.

Estábamos sentados en el banco que había debajo de un sauce.

—¿Qué piensas que debo hacer? —pregunté.

—Pienso que debes hacer lo que sea adecuado para ti —respondió Benson—. Si quieres ir, estaré a tu lado y haremos frente a la locura de Lillian. ¿Qué puede haber de malo en ello?

Conociendo los sentimientos de Benson con respecto a Lillian y lo poco que podría ayudar, no pude por menos que sonreír.

—Gracias, Benson —dije—. Lo pensaré y veré qué me parece mañana. Puede que ni me vea.

—Esa es una posibilidad nada desdeñable. Tengo entendido que asistirán cientos de personas. Lillian ha contratado músicos y el servicio de catering está preparando ya la comida para la recepción —hizo una pausa al ver la expresión de mi cara—. ¿Qué pasa?

—Parece otra más de las espléndidas fiestas de Lillian que Adam siempre intentaba evitar por todos los medios.

Benson asintió con expresión triste.

—Esta vez él no tiene elección.

Jessie se presentó esa misma tarde con un mensaje muy diferente.

—No me importa lo que quieran Teddy y mamá —dijo agarrándose a mi brazo mientras estábamos sentadas una al lado de la otra en el jardín—. Quiero que vayas, Nana. Necesito que estés allí.

—Pero si tu madre se molesta podría ser una situación muy incómoda para todo el mundo —respondí.

Jessie negó con la cabeza y cerró los ojos con fuerza.

—¿Por qué todo el mundo anda siempre de puntillas alrededor de mi madre como si fuera una especie de muñeca de porcelana que pudiera romperse en mil pedazos? La verdad es que está hecha de goma enriquecida. Siempre ha ido dando tumbos por la vida sin hacerse un rasguño y siempre será así. Ahora que papá ya no está, llora a lágrima viva cada cinco minutos y dice que era el hombre más tolerante y maravilloso del mundo. La semana pasada le llamaba de todo lo que está escrito. No me lo trago. Creo que está llena de mierda —concluyó con un resoplido.

—Estoy de acuerdo con tu madre. Tu padre era el hombre más maravilloso y tolerante del mundo —respondí.

—Ya sé que lo era, pero…

Le apreté suavemente el brazo.

—Jessie, hay personas que no saben apreciar lo que tienen hasta que lo pierden. Conociendo a tu madre, está sufriendo tanto como nosotros, si no más, porque además de su dolor tiene que hacer frente a su sentimiento de culpa.

Jessie negó con la cabeza vehementemente, negándose a aceptar mis palabras, y luego se vino abajo y la abracé mientras lloraba.

—Quiero odiarla pero no puedo —dijo.

—Odiar nunca es la respuesta —dije recordando las sabias palabras que me dijo la hermana Josepha hacía ya tanto tiempo, pero me faltaron fuerzas para decir nada más.

Jessie me miró fijamente, suplicando con los ojos.

—Por favor, ven mañana —dijo—. Te echo mucho de menos y tengo la sensación de que te estoy perdiendo a ti también.

—Haré todo lo posible —dije.

Pero a la mañana siguiente no podía bajarme de la cama sin estar a punto de desplomarme. La hermana Josepha se quedó a mi lado y rezó, pero esto no pudo acallar la sensación de acidez de mi estómago ni el dolor incesante de mis huesos. Sentía que sería incapaz de retener los alimentos o el agua, pero la hermana Josepha insistió en traer la comida a mi habitación, algo que no estaba bien visto en el convento. Solo las hermanas más mayores disfrutaban de ese privilegio, y solo cuando estaban enfermas y no podían acudir a la mesa. Como había infringido las reglas por mí, hice un esfuerzo para comer un poco más, pero solo pude retener unos pocos bocados. Me hundía atravesando las capas de oscuridad una a una y una mano fuerte me conducía a mi muerte. No podía asistir al funeral de mi amado pero sabía que pronto estaría con él. Y cuando cerraba los ojos y contenía la respiración casi podía oír su música sonando en mi corazón.

En ese estado era difícil saber cuántas horas o cuántos días habían pasado. No tenía ninguna duda de que Benson y Jessie vendrían finalmente a verme, pero confiaba en que no se presentaran en unos días. Necesitaba tiempo para que mi mente y mi cuerpo descansaran, para meditar y rezar y para encontrar de nuevo mi camino. La hermana Josepha estaba contenta por poder pasar largos periodos conmigo en mi habitación o en el jardín. Rezábamos el rosario juntas y a veces nos sentábamos en el jardín y escuchábamos a los pájaros. Me miraba como si fuera un huevo a punto de romper el cascarón. Yo sabía que estaba esperando a que se levantara la niebla de mi corazón y de mi alma, pues era consciente de que una curación como aquella no podía hacerse deprisa y corriendo. Me llevaba caldo y té y no dejaba que las otras hermanas se acercaran, asegurándoles con amabilidad que estaba bien y que había sufrido una gran conmoción y que lo único que necesitaba era tiempo para recuperarme, tiempo para encontrar de nuevo mi camino en la vida. Cuando decía estas cosas yo la escuchaba como si estuviera hablando de otra persona, pues más que nunca sentía que estaba atrapada en una corriente que me llevaría muy lejos para siempre, y me alegraba irme.

Casi nunca me dejaba sola, pero una tarde tuvo que salir del convento para hacer un recado y me encontré a solas por primera vez en varios días. Me senté en una silla en mi habitación y mis ojos se posaron en la mesita de noche. Era raro verla limpia y no atestada con la multitud de medicinas de Adam y vasos de agua medio vacíos. Era raro no estar esperando más, y daba la impresión de que por fin el tiempo había encontrado una manera de detenerse, pero ahora yo quería que corriera lo más rápido posible. No había nada a lo que esperar, nada en lo que tener esperanza ni por lo que vivir. La hermana Josepha había salido hacía solo unos minutos, pero ya parecía que llevaba fuera horas.

Oí unos leves golpecitos en la puerta y una de las jóvenes novicias me informó de que tenía una visita que me estaba esperando en la sala del piso de abajo. Le di las gracias suponiendo que serían Jessie o Benson, que estarían disgustados porque no había asistido al funeral. Pero ¿cuándo se celebró? ¿Fue ayer o anteayer? ¿Podía haber sido hacía una semana? Me pasé un peine por el pelo y me esforcé cuanto pude por recordar. No quería que se preocuparan por mí. Y de pronto sentí que una ráfaga de algo esperanzador me atravesaba. «Voy a dejar este mundo pronto», pensé. «No tengo por qué preocuparme por ir a ninguna parte o volver a empezar. La debilidad que se ha apoderado de mí es mucho más que dolor.» Y este pensamiento me llenó de tal paz que sentí una mayor ligereza en mis pies mientras bajaba la escalera.

Cuando entré en la sala me quedé sorprendida al ver levantarse de su silla a una mujer vestida con elegancia, de etéreos ojos azules y melena de color caoba.

—Señora Lillian —murmuré, sin poder ocultar mi conmoción.

Se acercó a mí y sus ojos me escrutaron de pies a cabeza.

—¿Qué te ha pasado, Ana?

—Estoy cansada, eso es todo —respondí, observando que su preciosa cara parecía demacrada y que se había aplicado el lápiz de labios con mano temblorosa. Se sentó en el sofá junto a la ventana. Yo esperé un momento y me senté en la silla que estaba enfrente de ella. Sentí palpitaciones en el corazón y me resultó difícil recobrar el aliento.

—Me han dicho que te vas a ir pronto a Nuevo México —dijo, cruzando las piernas por los tobillos.

—Sí, dentro de unos días me iré con la hermana Josepha a su escuela.

—Debes de estar deseando marcharte —dijo asintiendo con cortesía—. Me encantaría hacer lo mismo si pudiera. Te envidio de verdad.

La miré mientras ella toqueteaba el pasador de su bolso con unos dedos que no dejaban de temblar. Los hoyuelos alrededor de su boca y la tensión de sus ojos me decían que se estaba esforzando al máximo para no llorar.

—¿Por qué ha venido aquí, señora Lillian? —pregunté.

Me miró y luego volvió a desviar la mirada. Dejó a un lado el bolso y cruzó las manos en el regazo.

—He venido a pedirte ayuda —dijo—. No para mí, para Teddy.

—¿Qué le pasa? —pregunté mientras las palpitaciones de mi corazón se hacían más fuertes.

—Está muy disgustado desde el funeral de su padre. Entiendo que es perfectamente normal que un hijo esté disgustado en un momento así, pero hay algo más. Darwin habló con él después del funeral. No tengo ni idea de lo que le dijo, pero desde entonces Teddy se comporta de una manera muy extraña y no me contará de qué hablaron.

—¿Se lo ha preguntado al señor Darwin?

La señora Lillian hizo un gesto de menosprecio con la mano.

—Oh, ya conoces a Darwin, se ha marchado a una de sus aventuras y solo Dios sabe cuánto tiempo estará fuera y cuándo volveremos a verlo. Supongo que dependerá de lo que tarde en gastarse el dinero que le dejó Adam.

—Ya volverá —murmuré.

Lillian se inclinó hacia delante en su asiento.

—Pero, mientras tanto, Teddy no saldrá de su habitación y no hablará con nadie. Ni conmigo, ni con Jessie, ni con nadie.

—Lamento oír eso, señora Lillian, pero sigo sin entender por qué ha venido.

—Quiero que hables con él, Ana —sentí que las manos resbalaban una contra otra, noté un zumbido en los oídos y sacudí la cabeza mientras el zumbido se hacía más fuerte—. Hablará contigo, sé que lo hará…

—Se equivoca. Soy la última persona del mundo con la que Teddy hablaría precisamente ahora. Si fuera allí, solo serviría para empeorar las cosas.

Lillian comenzó a retorcerse las manos y su pecho pareció hundirse en sí mismo mientras se esforzaba por encontrar las palabras para continuar.

—No lo entiendes, Ana, lo estoy perdiendo. Estoy perdiendo a mi amadísimo Teddy. Y he venido aquí para pedirte, no, para rogarte que te vengas a casa conmigo ahora —las lágrimas corrieron por sus mejillas y rebuscó en su bolso hasta que encontró un pañuelo de papel y se sonó con fuerza la nariz—. Sé que no tengo ningún derecho a pedirte esto después de todo lo que ha pasado, pero sé que si oye tu voz al otro lado de esa puerta contestará. Siempre ha sido a ti a quien más ha querido —me tendió las manos—. Por favor, Ana. Te ruego que me perdones todas mis estupideces y que te vengas conmigo ahora, antes de que suceda algo terrible.

Sentí que la presión se congregaba dentro de mí como si un huracán hubiera aterrizado en el centro mismo de mi pecho y mis manos comenzaron a temblar de ira.

—La perdono, señora Lillian, pero no puedo ir con usted —dije.

—Por favor —suplicó Lillian—. Conozco a mi hijo, y sé que él…

—¡Usted no lo conoce! —me levanté de la silla de un salto y me alejé de ella—. ¡No lo ha conocido nunca!

—Pero aun así le quiero —dijo, agachando la cabeza.

—Entonces encontrará una manera de hablar usted misma con él.

—¡Lo he intentado pero no sé cómo! —gimió Lillian—. No sé cómo, Ana. Por eso estoy aquí —lloró durante algún tiempo tapándose con el pañuelo.

Me encaminé a la puerta. La cabeza estaba a punto de estallarme y podía sentir la presión que se acumulaba detrás de los ojos. Otra migraña se acercaba y podía decir que sería peor que todas las anteriores. Por primera vez en mi vida no pude dejar a un lado mi pena y mi dolor para atender a otra persona. Esa parte de mí había muerto con Adam y, por más esfuerzos que hacía para que volviera, para sentir empatía por Lillian y sus peleas con Teddy, no podía encontrar ni el valor ni la voluntad para hacerlo.

—Lo estoy intentando —lloriqueó Lillian de nuevo—. Lo estoy intentando con todas mis fuerzas.

—Nunca lo ha intentado de verdad —dije—. Siempre se ha dejado llevar por su debilidad y se alejó de su familia cuando más la necesitaban. Si de verdad quiere a Teddy, encontrará la manera de llegar a él ahora.

—Pero Ana…, no está en su sano juicio.

—¡Pero yo no soy su madre, señora Lillian, lo es usted! —dije en voz alta, casi gritando —Lillian me miró con los ojos como platos y heridos—. Usted es su madre —repetí en voz baja—. Y a quien necesita es a usted, no a mí.

La dejé encorvada y llorando en la sala. Y cuando cerré la puerta detrás de mí el dolor punzante de la cabeza me empujó a subir a toda prisa a mi habitación y a quedarme en la oscuridad hasta que la hermana Josepha regresara.

Cuando abrí los ojos algún tiempo más tarde, vi a la hermana Josepha de pie junto a mi cama, pero no estaba sola. Para mi sorpresa, Benson y el doctor Farrell estaban a su lado. A Benson le temblaba la papada y el doctor Farrell estaba sombrío y tenía una carpeta de papel manila bajo el brazo.

—Dadas las circunstancias, he pensado que lo mejor era que estos caballeros te vean aquí —dijo la hermana Josepha en voz muy baja—. Pero, por favor, no levantemos la voz. No está permitida la presencia de hombres en esta parte del convento, y si los descubren la madre superiora se enfadará bastante conmigo.

El doctor Farrell se sentó en la silla al lado de la cama y me observó con esos ojos proféticos que tan bien conocía.

—Ana, tengo una noticia que probablemente debería darte en privado.

La hermana Josepha profirió un gritito ahogado al oír esto y comprendí que dejar a un hombre y una mujer solos juntos en la zona de dormitorios era impensable.

—No me importa que la hermana Josepha y Benson se queden, doctor Farrell. De hecho, lo prefiero.

—Muy bien —dijo con un suspiro atribulado. Abrió la carpeta de papel manila y se ajustó las gafas—. No sé si recuerdas que le dije a la enfermera que te extrajera sangre hace unos días —levantó la vista, con los ojos rebosantes de pesar—. Debo admitir que con todo lo que ha sucedido no miré los resultados hasta esta misma mañana, y cuando lo hice me quedé atónito. Yo… lo siento, Ana. Debería haberlos examinado y haberte llamado inmediatamente. Quiero que sepas que esto no suele pasarme.

—Por el amor de Dios, Peter —dijo Benson con la cara cada vez más hinchada—. Nos estás metiendo el miedo en el cuerpo.

—Lo siento, desde luego no era mi intención…

Me senté en la cama sintiéndome más calmada y más lúcida que en los últimos días.

—Doctor Farrell, ya sé lo que me va a decir. Hace bastante tiempo que lo sospechaba.

—Sí —respondió, toqueteando nervioso la carpeta que tenía en el regazo—. Pensaba que así sería.

Miré a la hermana Josepha y a Benson, que me observaban con grave preocupación. Pude ver en sus ojos que ahora comprendían lo que yo siempre había sabido.

—Tengo un cáncer creciendo dentro de mí —dije—. No quise decir nada para que Adam no se preocupara, pero me alegro de que ahora estéis aquí los dos conmigo.

Benson se sentó a los pies de mi cama y apoyó la cabeza en sus manos mientras la hermana Josepha cogía su rosario.

El doctor Farrell me miró fijamente durante algún tiempo, pestañeando sin cesar detrás de las gafas.

—Debo informarte de que lo que está creciendo dentro de ti no es un cáncer, Ana, sino un bebé.

—¿Un qué? —dijo Benson, levantando la vista sobresaltado.

Peter cerró la carpeta.

—Un bebé —repitió—. Según estos resultados, Ana está justo de tres meses.

—Dulce madre de Dios —exclamó la hermana Josepha, y el rosario se le escurrió entre los dedos y cayó al suelo.

—¿Estás seguro? —preguntó Benson.

—Los análisis de sangre son muy precisos —respondió Peter—. Estoy tan seguro del embarazo de Ana como de mi elevada tasa de colesterol.

La hermana Josepha se acercó a la cabecera y me agitó suavemente.

—Ana, ¿te encuentras bien? —como no contesté, se dirigió al doctor Farrell—. Creo que se ha quedado en estado de shock, doctor.

El doctor Farrell me puso los dedos en la muñeca para tomarme el pulso. Cuando estuvo satisfecho, preguntó en voz baja:

—Ana, ¿no te diste cuenta de que habías dejado de tener la regla?

—Yo… estaba tan ocupada cuidando de Adam que no presté mucha atención, y luego, como pensaba que estaba enferma, yo… —volví a centrar la mirada en la cara del doctor Farrell—. ¿Cómo ha podido pasar esto? —pregunté, y las caras de las tres personas que me acompañaban se ruborizaron al unísono.

Mientras hablábamos de aquella extraordinaria revelación y de lo que significaba y de lo que yo debía hacer a partir de ese momento, mi tumba de agua negra comenzó a girar y minúsculas burbujas llenas de luz se arremolinaron a mi alrededor, haciéndome cosquillas en la nariz, explotando en minúsculos estallidos junto a mis oídos y despertándome de mi sueño. Y entonces, despacio, muy despacio, mi cuerpo comenzó a elevarse desde el fondo y mis brazos buscaron la superficie mientras me sometía a la fuerza de aquella nueva vida que crecía en mis entrañas.

«La vida será mejor de lo que has conocido hasta ahora, pequeñín. Te lo prometo.»

Benson regresó al día siguiente, pero esta vez me sentí lo bastante bien para reunirme con él en la zona de recepción del piso de abajo. Notó la diferencia en mí y lo comentó.

—Puede parecer un lugar común, pero estás realmente resplandeciente —dijo—. Me cuesta creer que esté mirando a la misma mujer.

—El doctor Farrell dijo que si no empiezo a comer y a cuidarme más perderé al bebé, y no voy a dejar que eso suceda —cogí su mano—. Oh, Benson, la profunda tristeza que sentía ayer ha sido sustituida completamente por la mayor alegría que he conocido nunca. Y algo me dice que Adam lo sabía…, en su corazón lo supo siempre.

Benson toqueteaba nervioso el pasador de su cartera.

—Pues si no te conociera tan bien como te conozco, estaría tentado de creer que lo planeaste en todo momento.

—¿De qué diablos estás hablando?

—Los documentos que Adam firmó decían específicamente que la casa era para sus hijos, y, si sigues cuidándote, dentro de seis meses habrá otro vástago de los Trellis…, otro heredero de sus bienes.

Me recosté en el respaldo de la silla, conmocionada por sus palabras.

—No me importan los bienes. Me voy con la hermana Josepha a Nuevo México. Me ha dicho que es una escuela estupenda y un lugar precioso para criar a un niño.

Benson se inclinó hacia delante y me apretó la mano.

—Estoy seguro de que si la hermana Josepha dice que es maravilloso, lo será, pero dentro de unos meses serás madre. Piensa en lo que eso significa, Ana. Tienes que pensar en el futuro de tu bebé, y ¿no crees que habría que decirles a Teddy y a Jessie que pronto tendrán un nuevo hermano o hermana?

—Supongo que sí —murmuré—. Pero no sé cómo reaccionarán al conocer la noticia, y aunque pueda parecer egoísta, no quiero que nada perturbe mi felicidad ahora. Para que mi bebé sea más fuerte tiene que saber y sentir que su madre es feliz.

Benson me soltó la mano y suspiró.

—Puede que no te guste saber lo que te voy a decir, pero ayer me tomé la libertad de llamar a la casa, solo para hacerme una idea de cómo andan las cosas por allí. Hablé con Jessie y me dijo que Teddy está muy deprimido. Se ha encerrado en su habitación, apenas come y se niega a hablar con nadie, pero ella cree que tal vez esté dispuesto a hablar contigo.

Sentí sequedad en la boca y tomé un sorbo de agua.

—Sí, me he enterado, pero tú sabes tan bien como yo que si me presento allí precisamente ahora solo serviría para empeorar las cosas.

Benson se encogió de hombros.

—Eso le dije yo, pero puede que solo esté buscando un pretexto para hacerte volver a casa.

—Esa ya no es mi casa. La hermana Josepha y yo nos marcharemos dentro de unos días. Llevo veinte años poniéndole excusas para no irme con ella, y no tengo intención de hacerle esperar más.

Benson sonrió con ternura.

—Sé cómo se siente —dijo.