Capítulo ocho
Al oír los pesados pasos de Benson descendiendo por la escalera, Ana dejó a la hermana Josepha y a Jessie, que seguían hablando de las ventajas y desventajas de vivir en Nuevo México. Benson bajaba torpemente los peldaños con la cartera oscilando libremente a su lado, de tal modo que parecía que en cualquier momento se le escurriría de los dedos y caería rodando delante de él.
Cuando llegó al pie de la escalera, suspiró y abrió los pasadores de la cartera, dejando salir la fragancia del cuero de primera calidad, el papel y la tinta. Revolvió entre el contenido y luego miró a Ana con expresión sombría.
—Antes de continuar, debo decirte por última vez que en mi opinión tu plan es absurdo. Creo que debería romper estos documentos ahora mismo y olvidarme de todo el asunto.
—¿Los ha firmado? —preguntó Ana.
Benson le enseñó el espacio donde Adam había firmado. La firma era de trazo poco firme, pero sin lugar a dudas era la suya.
—Le dije que eran anexos de rutina. No se molestó en leer ninguno de ellos.
Ana examinó brevemente los documentos y se los devolvió.
—Benson, sé que esto es difícil para ti, pero es la única manera de asegurarme de que Teddy vendrá.
—Esto no garantiza nada —dijo Benson, negando con la cabeza de modo tan enérgico que la papada se le movió—. Y no tiene por qué ser un acuerdo tan extremo.
—Valdrá la pena —respondió Ana.
Benson volvió a guardar los documentos en su cartera y la cerró.
—¿Cuándo los recibirá?
—Peter me ha dicho que Teddy está de vuelta en la ciudad, en casa de su madre. Haré que le lleguen esta misma tarde —respondió Benson—. De hecho, se los entregaré yo personalmente.
Ana se sintió aliviada al oír esto.
—¿Tienes tiempo para quedarte a almorzar? —preguntó.
—Tengo que ir al despacho —Benson casi nunca rechazaba una invitación a comer.
—¿Volverás pronto?
—Me pasaré esta noche de camino a casa, pero ahora no quiero entretenerte, Adam está preguntando por ti.
Ana dio a Benson un rápido beso en la mejilla y subió disparada la escalera con renovada energía. Se volvió cuando él ya salía por la puerta.
—Una vez más, gracias —dijo.
—Sabes que haría cualquier cosa por ti, Ana. Solo espero que sepas lo que estás haciendo.
—No te preocupes, Benson. Nunca he estado más segura de nada en mi vida.
Adam se estremecía cada vez que respiraba y Ana se enfadó consigo misma por haber dejado que Benson le visitara durante tanto tiempo. Contó rápidamente las píldoras, pero él giró la cabeza cuando se las acercó a los labios.
—Has esperado ya demasiado tiempo —dijo Ana.
Adam susurró con voz ronca.
—Quiero hablar contigo.
Sostuvo las píldoras en la mano ahuecada y se inclinó hacia delante, de modo que estuvo lo bastante cerca para sentir el calor de su aliento en la cara.
—¿Qué pasa, mi amor?
—Se trata de Benson.
El corazón de Ana comenzó a latir sin freno, mientras ella pensaba en lo que Benson podía haberle contado.
—Es un hombre bueno —dijo Adam.
—Sí, lo sé. Y un amigo maravilloso —respondió Ana, sin poder apenas soportar la ansiedad y el dolor del sufrimiento de su amado.
—Siempre ha sentido afecto por ti.
—Y yo lo siento por él —respondió Ana, pero lo único que quería en ese momento era que él se tomase sus medicinas para que cesara el sufrimiento. Adam abrió los ojos de par en par y miró fijamente, pero estaban centrados muy lejos, más allá de ella. Ana aprovechó la oportunidad para ofrecerle de nuevo las píldoras, y esta vez él las aceptó. Inmediatamente después de tragarlas, se tranquilizó y cerró los ojos. Entonces extendió de pronto una mano y agarró la de ella con una fuerza sorprendente. Abrió los ojos y dijo:
—Quiere que te vayas con él.
—Me voy a quedar aquí contigo. No me voy a ir con Benson ni con nadie.
—Después —susurró—. Cuando haya terminado.
Cuando su amado se quedó dormido, Ana dejó que las lágrimas fluyeran, y lloró en silencio en su manga para no despertarlo. Luego apiló los vasos vacíos que estaban en la mesita de noche y dobló las sábanas limpias que había traído la víspera del lavadero. Una vez terminados estos quehaceres, se sentó de nuevo en su silla y le miró a la cara, saboreando la tranquilidad y el sosiego del momento y dando gracias a Dios por cada soplo de aire que entraba sin dolor en los pulmones de Adam.
Unos instantes después, Jessie entró en la habitación, se sentó a los pies de Ana y apoyó la cabeza en sus rodillas.
—Parece tranquilo otra vez —dijo.
—Dormirá una hora o más —susurró Ana.
—No quiero que te vayas a Nuevo México —dijo Jessie.
—No me voy a ir a ninguna parte ahora —murmuró Ana.
—Pero ¿y más tarde…, después…?
Ana apartó con suavidad el cabello de la frente de Jessie.
—Pensemos solo en el presente.
Las rosas estaban en plena floración, y a Millie le gustaba tanto que hubiera flores recién cortadas en su cocina que dediqué casi una hora entera a escoger las más hermosas para que pusiera un ramo en agua fresca. Jessie estaba conmigo en su cochecito y cada vez que cortaba un tallo con las tijeras de podar ella chillaba encantada y movía sus bracitos y sus piececitos en el aire. Después, de pronto, se quedaba quieta y me miraba fijamente con sus grandes ojos llenos de curiosidad. Dejando las tijeras en el suelo, me puse de rodillas a su lado y la miré. Cada vez que yo sonreía, ella sonreía. Si me ponía seria, ella hacía lo mismo, sin dejar de mirarme atentamente, intentando adivinar el siguiente movimiento que yo haría. Entonces, solo por hacer una gracia, le saqué la lengua. Pareció confusa por un instante, pero después, ante mi asombro, ella también sacó la lengua.
Faltó poco para que me cayera de espaldas sobre los talones y sonrió como si estuviera al borde de la locura. La saqué de su cochecito y se rio con satisfacción. En ese momento me di cuenta de que Lillian estaba mirándonos desde la ventana de su dormitorio. Le hice una seña con la mano y ella me respondió con un gesto desganado. Me evitaba desde que la descubrí con Jerome hacía varias semanas, y en general yo me alegraba. Me sentía violenta y avergonzada con ella y me embargaba una profunda tristeza por el señor Trellis. También me sentía culpable por el papel que me había tocado desempeñar, pero cada vez que me convencía a mí misma de que lo que correspondía hacer era contarle lo que había visto, me daba cuenta de que eso también estaría mal, y, como mi madre me decía siempre, «lo que sucede entre un hombre y una mujer es un asunto privado».
No obstante, pensé que había llegado la hora de zanjar aquello, así que subí a toda prisa la escalera con Jessie en los brazos, decidida a que representara para su madre el pequeño milagro que yo acababa de presenciar. Estaba convencida de que esto mitigaría la tensión entre nosotras. Llamé a la puerta del dormitorio y entré. Ella seguía mirando por la ventana, con sus preciosos ojos alternando entre la tristeza y la alegría de ver a su nenita.
—Acaba de hacer algo increíble —dije, dejando a la niña en las rodillas de su madre, y entonces le expliqué cómo me había sacado la lengua.
—No puede ser —dijo Lillian, impresionada como correspondía.
—Le juro que lo ha hecho. Pruebe a ver si lo hace otra vez.
—¿Así? —dijo Lillian, sacando la lengua como una colegiala.
—Sí, pero tiene que ser cuando la esté mirando directamente a los ojos.
Y de ese modo, al cabo de algunos intentos más, Jessie representó el pequeño milagro para su madre, que la recompensó con un aluvión de besos por toda la cara. Pero entonces el placer de Lillian se convirtió en dolor y sus lágrimas comenzaron a manar. Le llevé la caja de Kleenex de su tocador. Sacó varios pañuelos y se sonó la nariz.
—Oh, Ana, no sé qué hacer —dijo—. Tengo la sensación de estar muriendo por dentro.
Me senté a su lado.
—¿Está enamorada del pintor, Jerome? —pregunté, sintiendo que de alguna manera me había ganado el derecho a hacer la pregunta.
Echó la cabeza hacia atrás y se rio, y por un instante me pareció exactamente la misma que cuando estaba acostada con él en el segundo piso. Luego se encogió de hombros y se enjugó las lágrimas.
—Estoy enamorada de su cuerpo y de cómo me hace sentir, eso es todo.
El impacto me hizo guardar silencio.
—Tal vez te resulte difícil creerlo, Ana, pero cuando tenía tu edad me había acostado ya con infinidad de hombres.
Era ridículo asociar una imagen así con una mujer tan bella y refinada como Lillian. Para mi mentalidad, las mujeres que hacían eso eran chicas que no tenían la suerte de poseer una belleza natural. Si querían que alguien se fijara en ellas no tenían otra elección que practicar el comportamiento más escabroso. Pero Lillian no tenía más que hacer ojitos para que todo un regimiento de hombres se postrara de rodillas a sus pies.
Como respuesta a mi expresión de perplejidad, dijo:
—Las mujeres como yo no nacen, se hacen, y mis lecciones comenzaron a muy temprana edad.
—Lo siento, señora Lillian, pero no lo entiendo.
Jessie comenzó a tirar del collar de perlas de su madre; Lillian se lo quitó, se lo dio a su hija y sentó a la niña en el suelo cerca de sus pies, donde se quedó alegremente ocupada.
—Cuando era una niña más o menos de la edad de Teddy, la mujer que me cuidaba no se parecía en nada a ti. Era holgazana y no disfrutaba cuidando a los niños. Una de las obligaciones que menos le gustaba era bañarme. Yo salpicaba tanto que terminaba empapada. Así que cuando su hijo adolescente nos visitó un verano, delegó en él la tarea del baño y a mí me gustó el acuerdo aún más que a ella. Era un chico guapo al que le gustaba lavarme de la manera más meticulosa que puedas imaginar. No le importaba mojarse y a menudo se desnudaba y se metía en el baño conmigo. Oh, cómo jugábamos. Yo no quería que se acabara nunca la hora del baño —dijo.
—Eso se llama abuso infantil —dije.
—Oh, de eso me doy cuenta ahora —respondió—. Pero en aquella época aquel secreto «juego de las cosquillas», que así lo llamábamos, era lo más divertido que había conocido hasta entonces, y lo eché muchísimo de menos cuando tuvo que volver a la escuela.
—¿No le contó nunca a nadie lo que pasaba?
—No podía traicionar a mi mejor amigo —dijo Lillian con los ojos bien abiertos—. Al menos así era como le consideraba entonces. Me dijo que los adultos nunca entenderían el secreto que compartíamos, y mantener el secreto era casi tan divertido como el juego mismo —Lillian retorció el pañuelo que tenía en la mano y algunos trocitos de papel cayeron al suelo—. Esto solo fue el principio de mi historia, y le siguieron muchas aventuras más —dijo, con los ojos ensombrecidos por el arrepentimiento—. Aprendí cosas que no debería haber aprendido, y el intentar desaprenderlas ha sido mi perdición —se volvió hacia mí con una expresión tan seria como yo nunca la había visto—. No tardé más de uno o dos minutos en entender que Jerome estaría abierto a mis insinuaciones.
—Lo que le hizo aquel chico está mal, señora Lillian. Puede conseguir ayuda profesional, y si lo hace tal vez sus secretos no le hagan tanto daño como le hacen ahora.
Se alisó la falda con las palmas de las manos.
—Créeme, Ana, he recibido tanta terapia que es probable que mi cerebro parezca una pieza de queso suizo.
—¿Lo sabe el señor Trellis?
—Sabe algo —dijo, asintiendo mecánicamente—. Sabe que tuve una adolescencia bastante alocada y que recibí más psicoterapia que Patty Hearst y Sybil juntas. Pero, en lo que a él respecta, he superado más o menos mis adicciones.
—¿Adicciones?
Si hasta ese instante estaba desconcertada, ahora me quedé completamente perpleja.
—Señora Lillian, no tiene más que mantener la mente centrada en su esposo y en sus queridísimos hijos y anteponerlos a cualquier otra cosa, eso le dará suficiente fuerza para mover montañas.
—Eso es lo que piensas, ¿no es así? —dijo, al tiempo que se le endurecía la expresión, pero no pudo mantener su porte duro y las lágrimas no tardaron mucho en correr de nuevo—. Ayúdame, Ana. Ayúdame a cambiar para poder salvar mi matrimonio y ser mejor esposa y madre.
—No sé qué puedo hacer, señora Lillian. Nunca hasta ahora he ayudado a nadie que tuviera esta clase de problema.
—Pero yo sé que puedes ayudarme, Ana. Por eso estás aquí. Por eso no nos has dejado.
Mirando su cara suplicante, no pude encontrar las palabras para responder y entonces recordé lo que me sucedió aquella mañana temprano cuando subía del río con un cubo de agua limpia para mi madre. El cubo pesaba tanto que temí que se me rompieran los dedos bajo la tensión del asa, así que me paré y lo dejé en el suelo un momento para descansar. Fue entonces cuando vi al esposo de Dolores detrás de su cabaña orinando contra el mismo árbol que utilizaba para practicar la puntería con el machete. Tenía los pies separados para no salpicarse los zapatos buenos. Es probable que no hubiera pasado la noche en casa. Todo el mundo sabía que al marido de Dolores le gustaba frecuentar los salones de baile de la ciudad, pero nunca con ella.
Al principio no me vio, pero luego se dio la vuelta y me miró directamente mientras su orina seguía fluyendo en un chorro abundante. Yo sabía que no era de buena educación sostenerle la mirada, pero sentí que debía seguir la misma regla que cuando me encontraba con una serpiente en el camino: no apartar nunca la vista porque en cuanto lo hiciera me atacaría. Así que, sin apartar mis ojos de su cara, cogí el cubo y retrocedí despacio. Quería moverme más deprisa de lo que lo hacía, pero el pesado cubo me lo impedía.
Aquel hombre no dejaba de mirarme atentamente, y el chorro de su orina se convirtió en un hilillo y finalmente se detuvo. Después, con el pene todavía en la mano, se giró por completo para mirarme de frente. Comenzó a moverlo trazando círculos hipnotizadores, moviendo los dedos de arriba abajo del miembro hasta que se puso duro como una estaca de las de colgar las ollas y las cacerolas. Me paré y miré su pene rígido, asombrada por la manera en que lo acariciaba como si fuera un encantador de serpientes, manipulándolo suavemente, sosteniéndolo para que yo lo admirase. Comenzó a andar hacia donde yo estaba moviendo la boca en una sonrisa indecente. Yo quería salir corriendo, pero el horror que sentía me desconcertaba y paralizaba cada parte de mi cuerpo a excepción de los ojos, que iban y venían rápidamente de su cara a su entrepierna mientras él seguía masajeándose con más energía.
Mientras yo estaba allí, sus pies avanzaron arrastrándose hasta que estuvo lo bastante cerca para que pudiera ver con claridad la piel brillante de su pene y el bulbo hinchado y rojo en la punta. Los labios húmedos de baba se estiraban cruzando su cara para formar una horrorosa sonrisa burlona. Olía como si no se hubiera lavado desde hacía días.
Cuando estuvo lo bastante cerca para tocarme, estiró una mano temblorosa, me agarró por la coronilla y comenzó empujarme hacia abajo en dirección a su entrepierna al tiempo que murmuraba «sabe a caramelo», una y otra vez. Pero su contacto me hizo recuperar la cordura, dejé caer el cubo de agua en sus zapatos y salí corriendo hacia mi cabaña sin mirar atrás.
Cuando recuperé el resuello, le conté a mi madre todo lo que me había pasado y la razón de que no le trajera agua, ni siquiera el cubo. Mientras escuchaba, los ojos se le estrecharon y se quedó mirando fijamente hacia el rincón de la habitación. Cuando terminó de pensar, se puso sus zapatos y su vestido buenos y se peinó el largo cabello hacia atrás en una coleta. Luego cogió del mueble de la costura una de las vestiduras del sacerdote que había terminado de arreglar poco antes, la examinó, la volvió a doblar y la guardó en una bolsa.
—Espérame aquí, Ana —dijo.
—Pero yo quiero ir contigo, mamá.
—No. Tienes que esperarme aquí —repitió en tono tan severo que supe que no serviría de nada seguir insistiendo. Miré desde la ventana mientras ella recorría el camino hacia la iglesia del pueblo. Unos veinte minutos más tarde volvió a aparecer con el padre Lucas a su lado, y los dos se encaminaron a la cabaña de Dolores. Estuvieron allí un buen rato, pero yo me quedé en la ventana esperando, mirando y preocupándome. Pensé en la tía Juana, en Carlitos y en mis otros primos, que se habían marchado la víspera a la feria de la ciudad. Me habría ido con ellos, pero mamá quiso que me quedara en casa para que la ayudara en su trabajo. Puede que ahora lamentase no haberme dejado ir con ellos.
Vi por fin a mi madre y al padre Lucas subiendo el sendero con el cubo que yo había soltado en su mano, aunque por la manera ligera y fácil en que oscilaba en sus dedos supe que estaba vacío. Cuando entraron en la cabaña, el padre Lucas me hizo muchas preguntas sobre lo que había sucedido aquella mañana y sobre lo que había visto, mientras mamá se quedaba más atrás escuchando sin que su cara dejase ver la más leve emoción. Me hizo las mismas preguntas por segunda vez. Sin duda, el marido de Dolores lo había negado todo, y ahora el padre Lucas no sabía a quién creer. Le conté otra vez todo lo que había pasado y con lágrimas en los ojos añadí:
—Y dejé caer el cubo de agua y eché a correr todo lo rápido que pude…
Al padre Lucas se le levantaron las orejas.
—¿Qué hiciste? —preguntó.
—Eché a correr.
—No, antes de eso.
—Yo… dejé caer el cubo.
—¿Estaba lleno o vacío?
—Estaba lleno. Por eso lo dejé caer, porque pesaba tanto que no podía correr con él.
El padre Lucas pareció ahora más convencido de mi historia.
—¿Dónde lo dejaste caer?
—En el suelo y en los zapatos buenos del marido de Dolores.
El padre Lucas se dirigió a mi madre.
—Eso explica por qué los zapatos y los calcetines estaban puestos a secar delante de la puerta principal.
El padre Lucas recitó después varias oraciones por mí, algunas de ellas en latín, y los tres rezamos el rosario juntos. Me mandó que tuviera encendida una vela en el altar de la Virgen durante nueve días y después todos los domingos a partir de entonces.
—Así se purificará tu alma y hará que seas siempre tan niña a los ojos de Dios —dijo el padre Lucas con tal seguridad que no me quedó la menor duda de que así sería.
Volví a centrar la vista en la cara de Lillian.
—¿Me ayudarás, Ana? —preguntó de nuevo—. ¿Me ayudarás a ser mejor esposa y madre? —y ante mi silencio, agregó—: Oh, ya sé que Millie te llena la cabeza de mentiras acerca de mí, pero en mi corazón sé que no la escuchas y que no me juzgas, ni siquiera ahora.
—Ni por un momento apruebo lo que hizo, señora Lillian, y me siento muy mal por haberla ayudado a salirse con la suya.
Lillian me miró con desesperación a los ojos.
—Pero me ayudaste, y creo que lo hiciste porque sabes que soy una buena persona y que soy capaz de cambiar. Dios sabe que Adam se merece una esposa mejor de lo que yo lo he sido para él.
—Sí, se lo merece —respondí en voz baja.
—Te dije antes que no le amaba, pero sí le amo. Esta loca obsesión puede controlar mi mente y mi cuerpo, pero no controla mi corazón —cogió mi mano y dijo—: Sé que con tu ayuda podré cambiar.
—No estoy segura de cómo puedo ayudarla, pero por su matrimonio y por sus hijos haré cuanto esté en mi mano.
Abrumada de gratitud, Lillian apoyó su frente en mi mano y, cuando miré a Jessie, me regaló otra de sus preciosas sonrisas desdentadas.
Querida hermana Josepha:
Le escribo esta carta llena de congoja porque, lamentablemente, mis planes han vuelto a cambiar. Esperaba reunirme con usted dentro de unas semanas, pero mis obligaciones aquí me impiden marcharme ahora. Sé que usted necesita mi ayuda mientras pone en marcha su escuela y, como siempre, me sigue estimulando profundamente la idea de trabajar a su lado. Sé también que, como usted sugería, me haría bien salir y volver a valorar mi convicción por una vida religiosa. ¿Y qué mejor manera de hacerlo que trabajar codo con codo con mi amiga más querida y mentora? No obstante, temo que si abandono ahora a la familia Trellis les causaré perjuicios, y de modo muy especial a los niños. Aunque lo intento, no comprendo qué es lo que provoca el espíritu destructivo que acecha dentro de los muros de este bello y elegante hogar. Tal vez si usted estuviera aquí podría ayudarme a entender cómo unas personas que tienen la suerte de tener tanto pueden ser tan desdichadas. Y tal vez entonces sabría mejor cómo ayudarlas.
Pienso a menudo en el dolor y el sufrimiento de mi país y espero que un día cercano el mundo sabrá la verdad de lo que allí sucedió y que el mal cesará. Si hay esperanza de que una nación se cure, también debe haber esperanza para una familia. Hasta entonces, le ruego que su ofrecimiento de trabajar en su nueva escuela continúe abierto para mí una vez que la situación se haya resuelto…
La señora Lillian y los niños comenzaron a venir a la iglesia conmigo los domingos mientras Adam y Benson jugaban al golf, y cuando la misa terminaba siempre encendíamos velas en el altar de la Virgen María. Después Lillian se arrodillaba y rezaba durante un rato muy largo y a menudo nos quedábamos allí hasta que éramos los únicos en la iglesia. Cuando los niños se ponían quisquillosos y sus aullidos resonaban por todo aquel edificio grande y tenebroso, yo le tocaba en el hombro y entonces descubría que tenía los ojos llorosos.
A medida que las semanas y los meses transcurrían, el tiempo que Lillian pasaba en oración disminuyó un tanto, pero su comportamiento general mejoró sobremanera. Estaba más fresca, ligera y encantadora que nunca. Su vida social floreció de nuevo y programó reuniones a la hora del almuerzo y excursiones de compras con sus amigas varias veces a la semana, sin dejar de asegurarme mientras tanto que mantenerse ocupada era bueno para ella.
Poco después de su revelación había prestado a Lillian el rosario que la hermana Josepha me había regalado cuando entré en el convento. Le dije que rezase el rosario todos los días por la mañana y por la tarde hasta que sintiera paz en su corazón. Después debía rezarlo solo una vez al día. Unos tres meses después encontré el rosario en un sobre debajo de mi puerta con una nota que decía: «He encontrado mi paz. Gracias, Ana».
Saqué el rosario del sobre, besé el crucifijo y lo guardé de nuevo en mi cajón. En términos generales estaba contenta con los cambios que había observado en Lillian. Parecía menos propensa a los estallidos de cólera y no tan dominada por las pasiones que tiraban de ella en tantas direcciones. Habría jurado que se vestía con más recato y que no estaba tan obsesionada con su aspecto ni se dejaba manipular con tanta facilidad por los halagos. Se mostraba más amable con Millie y parecía disfrutar de pasar más tiempo con sus hijos. Se esforzaba por jugar con ellos por la tarde cuando se despertaban de su siesta, y más de una vez venía a ayudarme con ellos en la hora del baño. Cuando Jessie agitaba los brazos y le empapaba su blusa de seda nueva, Lillian solo se alteraba moderadamente, cuando antes se habría puesto furiosa. Solo podía suponer que su matrimonio también había mejorado porque no había sido testigo de ninguna pelea más, pero no me sentía cómoda para preguntárselo directamente. Así pues, me daba por satisfecha con saber que el remedio que el padre Lucas prescribiera para mí hacía tantos años parecía estar funcionando también para la señora Lillian.