Capítulo diez

Jessie levantó la cabeza del regazo de Ana.

—¿Estás cansada, Nana? —preguntó.

Todavía un tanto aturdida, Ana respondió:

—Solo un poco, supongo.

—Tal vez deberíamos salir a respirar aire fresco. No parece que papá vaya a despertarse hasta dentro de un rato.

Aunque sabía que Jessie tenía razón, Ana dudó y se inclinó un poco más para acercarse y asegurarse de que Adam seguía durmiendo plácidamente. Convencida de que todo estaba bien por el momento, dejó que Jessie la precediera hasta el piso de abajo y para salir al patio, donde se sentaron juntas debajo de las sombrillas que daban sombra a las tumbonas. Era un día cálido, pero la brisa estaba refrescando.

—Cuando era niña, este era mi lugar preferido —dijo Jessie—. ¿Te acuerdas de cómo recogíamos flores aquí para hacer ramitos para mis muñecas?

—Pues claro. Y pasteles de barro en cantidad suficiente para abrir nuestra propia pastelería —dijo Ana con una sonrisa, y cuando se volvió vio que Jessie también sonreía ante aquel recuerdo.

Pero después su sonrisa se desvaneció.

—Ojalá pudiéramos volver a como eran las cosas antes —las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas. Ana le agarró la mano sabiendo exactamente cómo se sentía, pero las palabras de consuelo no acudieron a su boca y se quedaron sentadas en silencio durante algún tiempo.

Finalmente Jessie habló.

—Llevo pensando en esto desde que comenzó el problema con Teddy —se volvió hacia Ana, haciendo todo lo posible para contener sus emociones—. Creo que deberíamos contarle la verdad acerca de todo.

—¿A qué verdad te refieres exactamente?

—Ya sabes, a lo de mamá y el tío Darwin.

Ana sintió un peso en el pecho que le impedía respirar con facilidad.

—Un hijo no debe saber unas cosas tan feas sobre su madre y un tío al que quiere mucho. No, Jessie, no quiero que se lo cuentes.

—¿Y yo qué? —preguntó un tanto exasperada—. He tenido que enfrentarme a la desagradable verdad desde que soy capaz de recordar. De hecho, conservo todavía aquella imagen que dibujé de mamá cuando los vi juntos y, por muy doloroso que sea, me obligo a mirarla de vez en cuando para poder recordarme todo lo que no quiero ser.

—Eres muy dura con tu madre —dijo Ana—. Ella intentó hacer mejor las cosas.

—No se esforzó lo suficiente, y si Teddy lo entendiera tal vez no juzgaría con tanta severidad a papá… ni a ti.

Ana volvió de nuevo su cara al sol.

—Todos cometemos errores, Jessie. Tal vez si encuentras una manera de perdonar a tu madre, estimulará a Teddy para perdonar a su padre… y a mí.

La barbilla de Jessie comenzó a temblar.

—Soy capaz de tolerarla mejor que antes, pero no estoy dispuesta a perdonarla por lo que le hizo a papá —se puso de pie de pronto, deseosa de dar por concluida la conversación—. Voy a buscar a la hermana Josepha. ¿Vienes?

—Iré dentro de un momento —dijo Ana, sintiendo que la tensión de su pecho comenzaba a remitir—. Pero necesito descansar un poquito más.

Jessie cruzó el patio y Ana la estuvo mirando hasta que la perdió de vista. Entonces sus ojos se fijaron en el reflejo de la luz en la piscina de los pavos reales mientras brillantes triángulos de luz azul y verde bailaban ante sus ojos.

La señora Lillian se convirtió en miembro activo de la asociación benéfica de mujeres de la zona el mismo año en que Teddy celebró su octavo cumpleaños y comenzó a jugar en la liga de béisbol infantil. Nunca hasta entonces había visto a la madre y al hijo tan excitados por nada. Ella explicaba muy gustosamente, a mí y a todo aquel que quisiera escuchar, que su asociación estaba formada exclusivamente por mujeres dignas de buena posición social que se sentían impulsadas a dedicar su tiempo y sus energías a causas benéficas. La señora Lillian estaba especialmente encantada porque le habían encargado presidir la gala anual, lo cual significaba que aplicaría sus espléndidas dotes organizativas por una buena causa. Era estupendo ver que la valoraban por algo que no fuera su encanto y su belleza, y pareció que esto la ayudaba también a superar su insaciable apetito por otros hombres.

Debido a la frenética agenda de la señora Lillian, yo llevaba a Teddy a todos sus entrenamientos y a la mayoría de los partidos. De vez en cuando el señor Trellis podía asistir a los partidos, pero su negocio de inversiones seguía prosperando y le exigía una parte cada vez mayor de su tiempo. Si llegaba a casa a tiempo para cenar dos veces a la semana nos dábamos por contentos.

Me gustaba ver los partidos de Teddy, aunque cuando le tocaba el turno con el bate, o cuando la pelota estaba cerca de él en el campo, sentía una gran ansiedad y tenía que recordarme una y otra vez que estaba viendo a niños de ocho años jugando al béisbol y no un campeonato del mundo profesional.

Me sentaba con los otros padres en la tribuna descubierta y les oía proferir gritos de ánimo cuando sus hijos estaban bateando. Cosas como «¡Vamos, bateador, enséñales de qué pasta estás hecho!», o «¡Pégale a la luna, chaval!». Aunque sus hijos casi nunca les respondían con algo más que un movimiento de cabeza forzado, daba la impresión de que como consecuencia de aquellos ánimos se plantaban un poco más erguidos y hacían oscilar sus bates con más seguridad y potencia.

Cuando Teddy se dirigía a la base del bateador, yo también quería gritarle algo, pero al ser la única niñera presente me sentía incómoda. Así que me quedaba sentada con mi ansiedad reprimida como un puño silencioso en mi garganta.

Cuando Jessie me acompañaba, solía perder todo el interés a la mitad de la primera entrada y se iba a practicar sus volteretas laterales a un campo de hierba cercano donde yo podía tenerla a la vista. Estaba matriculada en una clase de gimnasia con otra veintena de niñas de cinco años que soñaban con llegar a ser estrellas de los juegos olímpicos aun cuando solo una o dos de ellas habían conseguido dominar la voltereta lateral.

En el trayecto de vuelta a casa, a Teddy le gustaba repasar conmigo el partido y su actuación.

—¿Has visto cómo he atrapado ese golpe en la línea, Nana? —preguntaba con excitación.

—Sí, ha sido una captura increíble —le respondía, sin saber del todo qué era un golpe en la línea—. Y también la devolviste muy bien.

—Sí, tengo un buen brazo —decía Teddy—. Pero no soy un bateador muy bueno. El entrenador dice que tengo que avanzar hacia la bola y no tenerle miedo.

—¿Y tú qué piensas? —le preguntaba.

—Creo que tiene razón, pero cuando la bola te golpea, hace daño de verdad, Nana.

—Seguro que sí.

A veces lanzaba pelotas a Teddy en el jardín de la parte trasera y encomendaba a Jessie la tarea de ir a buscar las que se extraviaban. Teddy se quejaba de mis dotes de lanzadora, que yo tenía que admitir que eran horrorosas, pero cada vez que le proponía salir a la parte de atrás para practicar nunca me decía que no. Algunas veces, cuando nos veía y tenía tiempo, el señor Trellis se ponía de lanzador y Jessie y yo corríamos las bases imaginarias solo para divertirnos mientras devolvíamos las pelotas. Sus dotes como lanzador eran bastante buenas y era un placer verlo con la camisa remangada y un guante de receptor en la mano derecha. A veces yo dejaba de correr detrás de las pelotas para observarlo durante un rato y, si lanzaba una bola en mi dirección, como hacen los lanzadores para poner a prueba a sus jugadores de base, después de atraparla sentía que tenía el mundo en mis manos.

Una tarde, después del entrenamiento, me acerqué al banquillo desde atrás mientras Teddy hablaba con un compañero de equipo.

—¿Quién es esa señora bajita que te lleva siempre a los partidos? —preguntó el otro niño.

—Es mi niñera —respondió Teddy.

—Eres un mentiroso. Apuesto un millón de dólares a que es tu mamá.

—No es mi mamá —replicó Teddy en tono más convincente.

—Sí que lo es —se burló el otro niño—. ¡La señora bajita y fea es tu mamá!

Sin decir palabra, Teddy se levantó y le pegó un puñetazo en la cara al niño con toda la fuerza de que fue capaz. El chico se cayó del banquillo y dio una o dos vueltas después de caer en el suelo. Teddy se puso de pie encima de él con los puños todavía cerrados.

—No es fea —dijo furioso.

Los entrenadores, los jugadores y varios padres acudieron corriendo para enterarse de qué pasaba. Para entonces el chico estaba ya sentado y berreaba mientras se agarraba la nariz ensangrentada. La visión de la sangre aumentó el disgusto de todo el mundo, y la madre del niño herido, cuyo nombre era Joseph Waller, me hizo un gesto admonitorio ante la cara con el dedo y me dijo que tenía intención de llamar a la madre de Teddy. Los entrenadores, sin embargo, estuvieron mucho más simpáticos con Teddy. Al parecer, Joseph Waller tenía antecedentes de provocar peleas y no era esa la primera vez que le sacudían un puñetazo por ello.

De camino a casa, Teddy me preguntó:

—Nana, ¿cómo es que mamá no viene a ninguno de mis partidos?

—Tiene muchas reuniones a las que asistir en esta época, pero estoy segura de que si tuviera más tiempo vendría.

Teddy pensó en ello un momento.

—A lo mejor tú podrías ir a sus reuniones y ella venir a mis partidos.

—Hablaré con ella sobre eso —dije.

Casi habíamos llegado a casa cuando Teddy dijo:

—Le he pegado un puñetazo a Joseph porque dijo cosas malas de ti.

—¿Me estabas protegiendo?

Sin dejar de mirar hacia delante, asintió con la cabeza, mientras recuperaba su furia anterior.

—¿Te sientes mal por haberle pegado un puñetazo a Joseph Waller? —pregunté.

Los ojos se le llenaron de lágrimas. Luego, volviéndose hacia mí, se levantó la camisa de béisbol para que viera debajo la camiseta de Supermán que su tío le había regalado con ocasión de su cumpleaños. Insistía en llevarla puesta a todos los partidos y yo la había lavado tantas veces que el color de la S comenzaba a perder intensidad.

—Me sentí mal, pero también me sentí fuerte, como Supermán —dijo.

—Bueno, pues yo me he enterado de que hasta Supermán llora a veces —dije. Y aquello pareció hacerle sentirse un poco mejor.

El equipo de Teddy llegó hasta las semifinales de la liga, pero quiso la suerte que el partido se jugara el mismo día de la gala benéfica de la señora Lillian a la que ella y el señor Trellis debían asistir. Aunque Millie, Jessie y yo intentamos ser enérgicas animadoras, Teddy estuvo hosco durante todo el camino hasta el campo. Pero poco después del primer lanzamiento vi al señor Trellis con su esmoquin que cruzaba el aparcamiento en dirección a la tribuna descubierta. Y cuando Teddy lo vio fue como si un par de manos invisibles hubieran enderezado sus hombros y levantado su barbilla. Dio un codazo al niño que estaba a su lado y señaló a su padre con una sonrisa de oreja a oreja.

El señor Trellis se sentó entre Millie y yo y puso a Jessie en sus rodillas.

—Estoy seguro de que me dará tiempo a llegar al acto de Lillian. Espero que no se dé cuenta si llego un poco tarde —añadió con una sonrisa de culpabilidad. De pronto el cuadro estaba completo y el partido adquirió una mayor trascendencia.

Nadie supo con certeza cómo pasó, pero estábamos en el final de la sexta entrada cuando sobrevino el accidente. A los jugadores siempre se les ordenaba que guardaran una distancia de seguridad con respecto al bateador, y Teddy no era de los que desobedecía las órdenes, pero tal vez estaba tan excitado por contar con la presencia de su padre que se olvidó de ponerse el casco de bateo y, cuando intentó coger su bate para comenzar sus golpes de práctica, no vio al bateador.

Nunca olvidaré el horrible sonido del bate al golpear el cráneo de Teddy. Inmediatamente se desplomó y comenzó a girar y retorcerse en el suelo. El señor Trellis se levantó de un brinco y echó a correr hacia él. Corrió con su hijo en brazos mientras me gritaba desesperadamente que le siguiera, y mientras corría tras él ordené a Millie que llevara a Jessie a casa.

Mientras el señor Trellis conducía como un poseso rumbo al hospital, yo iba sentada con Teddy en el asiento trasero y lo acunaba en mis brazos. Le hablé en la lengua de mi corazón y él se estremeció. «Tienes que ser fuerte, mijo. No te olvides que siempre estamos contigo y que te queremos mucho. Usa nuestro amor como tu coraje y tu fortaleza

Pero sentí que se escabullía y estábamos en mi mueble de coser negro, oscilando entre la vida y la muerte, esperando que el pisotón de una bota o un grito de furia determinasen nuestra suerte. Pero a diferencia de la vez anterior, habría cambiado mi alma por la vida de Teddy.

Cuando llegamos al hospital, me arrancaron a Teddy de los brazos. El señor Trellis corría y yo hacía todo lo posible para no quedarme atrás. Llevaban en una camilla el cuerpo ahora inmóvil de Teddy a otra sala al final de un largo pasillo mientras un trajín de médicos y enfermeras aparecía para atenderlo.

El señor Trellis comenzó a discutir con una de las enfermeras que se negaba a dejarle ir más lejos.

—No puedo hacer excepciones —respondió en tono sereno y profesional—. Su hijo está en buenas manos.

Cuando la enfermera se fue, el señor Trellis se desplomó en una silla cercana mientras yo me quedaba de pie impotente al lado. Luego puso su mano en la silla vacía que estaba junto a la suya.

—¿Por qué no te sientas, Ana? —dijo—. Estoy seguro de que vamos a tener que estar aquí un rato.

Me senté y, mientras camilleros y enfermeras y pacientes quejosos desfilaban ante nosotros, el señor Trellis agachó la cabeza y lloró. Sin pensarlo, estreché con mis brazos sus anchos hombros y lo mantuve cerca de mí como había tenido a Teddy unos momentos antes. Y mientras asimilaba la plenitud de su fuerza y su dolor, me sentí de pronto fortalecida como cuando la hermana Josepha y yo escapamos a través de la selva hacía tantos años. Entonces, como ahora, estaba convencida de que Dios nos salvaría.

—A Teddy no le va a pasar nada. Sé que será así —susurré.

Se puso tenso en mis brazos y con un leve desdén en la voz preguntó:

—¿Cómo lo sabes? ¿Has hablado con tu Dios?

—Sí, y Él ha hablado conmigo.

—Bueno, por si sigue escuchando —dijo en tono sarcástico—, dile que haré cualquier cosa que me pida con tal de que salve a mi hijo.

—Le salvará —respondí.

El señor Trellis se volvió hacia mí, con el puño cerrado entre nosotros.

—Ni necesito ni quiero tus perogrulladas. Pregúntale, maldita sea, y dime qué te dice.

Cogí su puño y lo sostuve en mis manos.

—Perdónese, señor Trellis. Mi Dios le ruega que se perdone, eso es todo lo que le pide a cualquiera de nosotros.

Se tranquilizó y su mano se abrió poco a poco en la mía. Después la retiró y miró hacia otro lado. Sintiéndome de pronto avergonzada por haberme comportado de una manera tan impropia y atrevida, me disponía a levantarme cuando susurró:

—No te vayas, Ana. Te necesito aquí conmigo.

Así que me senté de nuevo en la silla y esperé con él hasta que la señora Lillian irrumpió en la sala de urgencias llevando un espectacular vestido de color carmesí y preguntando por Teddy presa de un pánico histérico. Varios miembros del personal de enfermería le dijeron que se calmara y se sentara, pero estaba demasiado alterada para escucharlos. Cuando vio a Adam se precipitó a su lado y se dejó caer a sus pies, aunque yo me había levantado ya de mi silla para que ella pudiera sentarse junto a él.

—¿Cómo está? ¿Cómo está mi niño? —preguntó.

—No lo sabemos todavía —contestó Adam con calma—. Ha sufrido un golpe considerable en la cabeza.

Las delicadas venas de su garganta le sobresalían debajo del collar de piedras preciosas.

—¿Cómo has podido dejar que pasara esto? ¿Quién le ha hecho esto?

—Ha sido un accidente, Lillian —dijo—. No se puede echar la culpa a nadie.

Unos instantes después vimos que uno de los médicos que habían entrado apresuradamente detrás de Teddy avanzaba por el pasillo hacia nosotros. Su expresión era de cautela, pero no de derrota.

—¿Es usted la madre de Teddy? —preguntó, dirigiéndose primero a Lillian.

—Sí, sí —gimoteó—. ¿Cómo está mi niñito?

El médico asintió.

—Síganme, por favor.

Me dejaron allí y se fueron con él al otro lado de las dobles puertas al final del pasillo. Esperé donde estaba mientras pacientes de todas las edades pasaban delante de mí transportados en camillas plegables y mientras enfermeras y personal sanitario se tomaban sus descansos. Advertí que algunos de ellos se alejaban de sus puestos a toda prisa, deseosos de marcharse para hacer una llamada telefónica o fumar un cigarrillo nada más traspasar las puertas de la sala de urgencias. Otros no se tomaban ningún descanso y parecía cautivarles su trabajo y sus pacientes, y me pregunté qué clase de enfermera sería si me brindaran la oportunidad. Y después recé para que se asignara a Teddy una enfermera que no fumase, solo porque me parecía que eran más felices y quería que Teddy viera una cara sonriente cuando abriera los ojos como yo sabía que haría.

Estuve esperando mientras el conserje fregaba el pasillo de punta a punta y levanté los pies del suelo cuando se acercó a mí para que pudiera pasar la fregona por debajo de mi silla. Finalmente entraron nuevas enfermeras para sustituir a las que terminaban su turno y fue entonces cuando alcancé a ver al señor Trellis avanzando por el pasillo en dirección a donde yo estaba. Se sentó a mi lado.

—No han encontrado ninguna hemorragia, lo cual es una muy buena noticia. Van a tenerlo en observación unos días, pero parece que todo va a ir bien.

—Gracias a Dios —dije mientras me agarraba las manos entrelazando los dedos.

—Eso me recuerda algo —continuó, mirando al frente—. Me preguntaba si podrías hacerme un favor.

—Por supuesto.

Me miró y luego desvió la mirada.

—Dile a tu Dios que voy a pensar seriamente en su petición.

—Se lo haré saber —respondí.

Me dejaron ver a Teddy un poco después, y se pareció tanto a sí mismo que hizo que se me saltaran las lágrimas.

—Nana —dijo frunciendo el ceño—, me han cortado mi camiseta de la suerte —señaló hacia un montón de ropa encima de la silla. Levanté la camiseta y vi que la habían cortado con habilidad exactamente por el centro, separando «Super» y «man».

Doblé la camiseta y me la guardé en el bolso.

—No te preocupes, yo te la arreglaré.

Teddy me miró con expresión de duda.

—¿Cómo vas a poder arreglar eso, Nana?

—Ya lo verás —dije, dándole un pellizquito en la nariz.

Adam y Lillian habían salido de la habitación por un momento y, cuando regresaron, Lillian se dirigió a la cabecera de su hijo.

—Mi vida, mamá está agotada y estos pies me están matando. Voy a tener que marcharme para ponerlos en remojo en una bañera caliente, pero volveré mañana a primera hora.

—Está bien —respondió Teddy alegremente, y le dio un beso y una sonrisa a su madre, pero en cuanto salió se dirigió a mí y su sonrisa desapareció—. Tú no te vas también, ¿verdad que no, Nana? —preguntó.

—No te preocupes, Teddy. No me moveré de aquí.

Teddy volvió a casa desde el hospital un par de días después y Jessie anduvo rondando cerca de él con los ojos bien abiertos y llenos de curiosidad, mirando fijamente a su hermano como si acabara de regresar de otro planeta. Estuvo excepcionalmente atenta y le llevó varios de sus juguetes favoritos para que jugara con ellos. En circunstancias normales, Teddy habría rechazado aquellos juguetes de niña, pero agradeció su amabilidad e hizo un esfuerzo para considerar respetuosamente cada uno de los que le ofrecía. Solo cuando ella había salido de la habitación me pedía que pusiera sus juguetes en la silla lejos de él.

Una noche, más o menos una semana después, cuando los niños estaban dormidos y todo estaba en silencio en la casa, acerqué mi silla a la lámpara portátil que estaba junto a mi cama y enhebré una aguja. Me puse un dedal en el dedo corazón de la mano derecha como mi madre me había enseñado y comencé a arreglar la camiseta de Supermán de Teddy.

Durante años creí que si cogía el hilo y la aguja sentiría con más intensidad la ausencia de mi madre, pero estaba equivocada. Noté su presencia en la habitación mientras trabajaba, guiando mi mano y mirándome, hablando cuando pensaba que mi puntada no estaba lo bastante bien o dándome masajes en las manos si se me entumecían.

—Debes tener paciencia, mija. Arreglar una prenda exige centrarse y no puedes hacerlo deprisa. De esta manera los hilos pueden encontrarse unos a otros y el tejido se cura en tus manos.

Eran casi las doce de la noche cuando terminé, pero cuando contemplé mi trabajo me agradó. Las puntadas no eran tan esmeradas y precisas como las de mi madre, pero estaban bastante bien. Y pensé que la línea arreglada que recorría el centro de la camiseta era interesante, como una cicatriz que Supermán hubiera sufrido en una batalla cósmica. Solo me quedaba esperar que Teddy lo viera de la misma manera.

Cuando me acosté y apagué la luz, volví a balancearme en mi hamaca.

—Imaginemos, mija. Imaginemos que una música preciosa llueve del cielo y fluye sobre nosotras y sobre todo lo que vemos y se lleva todos nuestros miedos y nuestras dudas. ¿La oyes?

—Sí, mamá, la oigo.

Y mientras dormía, la melodía flotaba y giraba a mi alrededor, como si alguien la arrancara del arpa de un ángel, y la sentí durante gran parte de la noche. Aunque me había acostado más tarde de lo habitual, a la mañana siguiente me desperté con la sensación de estar muy descansada. Después de ir a ver cómo estaban Teddy y Jessie, que seguían profundamente dormidos, fui a la cocina en busca de un café, pero Millie ya estaba esperándome, con los ojos brillantes.

—¿Oíste la música anoche? —susurró llena de excitación.

—Sí —respondí, asombrada de que ella también la hubiera oído, cuando estaba segura de que había sido un sueño.

Las mejillas de Millie temblaban de emoción.

—Oírle tocar de nuevo después de tantos años —se agarró las manos— me dejó sin habla.

En ese momento, la señora Lillian entró en la cocina vestida con su atuendo de yoga.

—¿Qué estáis cuchicheando vosotras dos con tanto misterio? —preguntó mientras se servía una taza de café.

—¿No oyó la música anoche, señora Lillian? —pregunté.

Se quedó inmóvil, con el borde de la taza de café pegado a los labios.

—¿Qué música?

Millie me miró con recelo.

—Ana y yo estamos seguras de que oímos música de piano anoche. Solo puedo suponer que era Adam.

—No seas ridícula —dijo con un movimiento brusco de la cabeza—. Sabes tan bien como yo que Adam no toca desde hace años. De hecho, tengo ganas de vender ese piano o regalárselo a alguien —se tomó de un trago el café y metió un plátano en su bolsón—. Yo diría que las dos estabais soñando. O tal vez —dijo, abriendo bien los ojos con un miedo imaginario— era un fantasma.

Cuando la señora Lillian salió, Millie y yo fuimos directamente a la sala de música. Los muebles estaban esparcidos por todas partes en desorden, pero cuando nos acercamos al piano vimos que habían levantado la tapa de las teclas que siempre estaba cerrada. Y la tira de tejido de fieltro que cubría las teclas la habían doblado con todo cuidado y estaba en el suelo al lado de la banqueta.

—Vaya, vaya —dijo Millie, cruzándose de brazos—. Parece que nos ha estado rondando un fantasma musical al que se le olvida dejar las cosas otra vez en su sitio. Además —continuó, señalando con la cabeza la jarrita que estaba en la mesa—, a nuestro fantasma parece gustarle el café.

Al volver a casa después de dejar a los niños en el colegio, encontré a Millie trabajando afanosamente en la sala de música. Había limpiado a fondo el polvo del piano de modo que cada palmo de su superficie brillaba y había reordenado los asientos para que estuvieran de frente al piano como estarían durante un recital. Esa noche, cuando el señor Trellis volvió a casa del trabajo, nos encontró congregados en torno al instrumento. Teddy se había acomodado en la banqueta y aporreaba las teclas mientras Jessie se había sentado debajo de su hermano y empujaba los pedales con las manos, fascinada por su efecto místico sobre las notas de Teddy. Cuando vimos al señor Trellis en la puerta mirándonos, Millie y yo contuvimos la respiración. Hasta Teddy y Jessie se quedaron en silencio. Finalmente Teddy preguntó:

—¿Quieres que toque una canción para ti, papá? Millie y Nana piensan que es muy buena.

El señor Trellis se tomó un momento para pensarse el ofrecimiento de su hijo. Después negó con la cabeza, obviamente decepcionado.

—Antes de poner las manos en las teclas tienes que aprender a sentarte como es debido en la banqueta. Mira lo torcido que estás, hijo. Ponte derecho, levanta la barbilla —le ordenó.

—Pero entonces no puedo ver las teclas —se quejó Teddy.

—Eso vendrá más tarde —dijo, y en tres zancadas estaba sentado al lado de Teddy y haciendo una demostración de la postura y la colocación adecuadas de las manos.

—Millie dice que tocabas bien de verdad. ¿Vas a tocar para mí, papá? —preguntó Teddy.

—¡Y para mí también! —terció Jessie—. ¡Toca para mí también!

Nos dedicó a Millie y a mí una mirada no del todo avinagrada, puso los dedos sobre las teclas y cerró los ojos. Las notas que tocó fueron vacilantes al principio, como si estuviera buscando su música entre una tormenta de recuerdos rotos. Pero cuando encontró lo que buscaba, creó un sonido tan hermoso que me sentí transportada a un reino en el que no había estado nunca. Mientras escuchaba, sentí que mi espíritu volaba más allá de este tiempo y este espacio a una eternidad que no podía comprender. Y mientras me mecía al compás de su música pude ver en lo más recóndito de su alma, y la belleza que allí vi hizo que se me saltaran las lágrimas.

Cuando terminó, nos quedamos en silencio, abrumados por la maestría de lo que acabábamos de escuchar. Y entonces la señora Lillian, que sin que nos diéramos cuenta había entrado en la sala mientras tocaba, comenzó a aplaudir y exclamó:

—¡Ha sido espectacular, querido! Insisto en que toques en el acto de la asociación que estoy preparando para el mes que viene. El tema es «Una velada en Salzburgo», ¡y tú serías perfecto!

La señora Lillian no daba tregua. Cada vez que la veía con su esposo estaba hablando de «Una velada en Salzburgo», y el hecho de que hubiera dicho ya al comité organizador de la gala que él tocaría, y lo importante que era que tocase, y cómo la actuación elevaría su posición en la asociación, etcétera, etcétera. A pesar del entusiasmo que ponía, el señor Trellis permanecía estoico y sin comprometerse.

—No lo entiendo, Ana —se quejó la señora Lillian una tarde mientras yo doblaba la ropa de los niños en la cocina—. Adam tiene la suerte de poseer un talento extraordinario y es realmente mezquino con él.

Cuando insistió para que le diera una opinión, me limité a decir:

—Estoy con usted en que estaría bien que compartiera su talento con otras personas, pero tal vez sea demasiado pronto. Creo que debe tener más paciencia con él.

—Ana, llevo años esperando oírle tocar —dijo Lillian con un bufido—. ¿Cuánta paciencia más puedo tener?

El señor Trellis prefería tocar a altas horas de la noche, cuando todo el mundo se había acostado ya. Adopté la costumbre de dejar abierta la ventana de mi dormitorio para poder oír con más claridad la música que subía a través del patio. Una noche en particular me quedé tan hipnotizada por la belleza de su música que me resultó difícil dormir. Oí el sonido melancólico de sus notas, cómo persistían como si flotaran y buscaran la esperanza. Unas veces sonaba como si llorase inconsolablemente a través de su música, y otras se elevaba con una alegría sin freno.

Un sábado por la mañana estaba en el suelo del vestíbulo recogiendo a gatas los juguetes que Teddy y Jessie habían dejado cuando el señor Trellis entró dando grandes zancadas y anunció:

—He decidido no tocar en la asociación. Se lo acabo de decir a Lillian y quería que tú también lo supieras —y como respuesta a mi expresión desconcertada, añadió—: Lillian me ha dicho que pensabas que soy egoísta.

—Estoy segura de que lo malinterpretó —respondí, aturullada.

Cruzó los brazos en el pecho y afianzó la barbilla.

—Tal vez sea egoísta, pero yo… no me siento cómodo exhibiéndome de esa manera. Cuando era un niño, hacía lo que me mandaban, pero ya no soy un niño —dijo con un bramido defensivo que me resultó atractivo—. Y si no disfruto tocando para extraños como si fuera una especie de mono amaestrado, entonces eso debería ser suficiente explicación.

—Por supuesto —respondí—. Y la señora Lillian acabará por entenderlo.

—¿Y tú qué? ¿Lo entiendes?

—Señor Trellis, yo… yo no tengo ni idea de cómo debe ser tocar como usted lo hace, pero cuando le escucho es como…, es igual que cuando describió cómo fue para usted cuando vio por primera vez a su padre operar del corazón.

—Lo único que recuerdo haber dicho es que olía muy mal. ¿Estás diciendo que mis interpretaciones apestan? —preguntó con una sonrisita.

—Oh, no, nada más lejos de eso —respondí—. Pero también dijo otra cosa, ¿no lo recuerda? Dijo que era como la vida luchando con su propia mortalidad. Y eso es lo que oigo cuando usted toca. En lo que a mí respecta, le corresponde a usted decidir cuándo y cómo y a quién decide revelárselo.

Se quedó pensativo un momento y después se arrodilló ante mí de modo que nuestros ojos quedaron a la misma altura, y, mientras me miraba fijamente, me tocó con suavidad la mejilla con las yemas de los dedos. Después, como si recordase de pronto quién era y dónde estaba, se levantó y me dejó con mi tarea sin decir palabra. Pero apenas pude ver lo que estaba haciendo por las lágrimas en mis ojos y el martilleo en mis oídos que su contacto me había provocado. Levanté la vista cuando él entraba en su estudio, con la cabeza agachada y los anchos hombros encorvados como si soportasen un enorme peso. Y entonces tuve que aceptar plenamente lo que llevaba años negando.

Supliqué a Dios que me perdonase cuando caí en la cuenta de cuáles eran mis verdaderos sentimientos por aquel hombre difícil, brillante y excepcional. Quería a los niños, de eso no cabía ninguna duda, y había desarrollado un profundo afecto por Millie y también por la señora Lillian. Pero la verdadera razón de que no hubiera regresado al convento, ni hubiera viajado a Nuevo México para trabajar con la hermana Josepha, era que no podía soportar la idea de dejarle a él.

Estaba perdidamente enamorada de Adam Trellis.