Capítulo uno

Mientras el sol salía, Ana esperaba la llegada del coche del doctor Farrell mirando desde la ventana del primer piso. Un resplandor anaranjado había comenzado a derramarse por el cielo, y las formas imprecisas que unos momentos antes parecían criaturas siniestras dispuestas a abalanzarse se transformaban en los inofensivos arbustos y árboles del jardín. Mientras todo se impregnaba de una tenue luz plateada, Ana aguardaba a que aquella sensación mística de esperanza se adentrase en su alma como siempre sucedía cuando veía salir el sol. Pero esta mañana el frío con el que se había despertado continuaba intacto. En vez de recibir el don de un nuevo día, sintió como si le hubieran robado lo que para ella era ahora lo más valioso: el tiempo.

Unos instantes después, los faros del coche del doctor atravesaron la verja de la entrada y Ana se apresuró a bajar la escalera para llegar a la puerta antes de que tocara el timbre. Quería evitar que su voz profunda y melancólica resonara en toda la casa a una hora tan temprana, pero no pudo impedir el dolor en la boca del estómago. La única manera de amortiguar el terror era recordarse una vez más los milagros que la medicina moderna podía lograr. Los médicos volvían a unir miembros cercenados y trasplantaban órganos de un cuerpo a otro y, si se detectaba con suficiente antelación, hasta eran capaces de curar el cáncer. Cuando pensaba en ello desde este ángulo parecía de todo punto racional, incluso razonable, seguir teniendo esperanza. Tal vez la razón de que el doctor Farrell se pasara por la casa tan temprano era que estaba deseoso de hablarle de un nuevo tratamiento del que había tenido noticia y quería ponerlo en marcha sin pérdida de tiempo. Pero cuando Ana abrió la puerta, en el instante mismo en que él se disponía a tocar el timbre, y le miró a los ojos derrotados y percibió sus hombros cargados y la curva descendente de su boca, supo que habían llegado finalmente al desenlace.

Unos meses antes esta revelación habría supuesto una conmoción total para todo aquel que conocía a su amado. Siempre había sido un individuo sumamente sano y robusto, y Ana, en su fuero interno, creía que había sido bendecido con una fortaleza sobrehumana que le hacía inmune a las insignificantes dolencias que aquejaban a los simples mortales. Pero esto le servía de poco consuelo mientras escuchaba al doctor Farrell.

Asintió en silencio mientras el médico le explicaba los resultados de las más recientes pruebas de laboratorio tras aquella última tanda de quimioterapia. Adam no había respondido al tratamiento como esperaban, y se había descubierto otro tumor en la parte inferior de la espina dorsal que había comenzado a infiltrarse en los huesos de las caderas y no tardaría mucho en perder la movilidad de las piernas y sus funciones corporales más básicas. Detrás de los gruesos cristales de sus gafas, los ojos del doctor Farrell se pusieron llorosos mientras decía que todos los esfuerzos debían dirigirse ahora a mantenerlo lo más cómodo y sin dolores que fuera posible y que Ana también tenía que cuidarse a sí misma.

—Estos últimos días son siempre los más duros para la persona que cuida al enfermo —dijo. Era así como se refería a ella, pero a Ana no le molestaba porque entendía que el doctor Farrell recurría a su jerga profesional para mantener la compostura. Era uno de los amigos más antiguos y queridos de Adam.

A Ana le fallaron los pies y el doctor Farrell la agarró por los hombros para sujetarla.

—¿Te encuentras bien? —preguntó.

—Sí, estoy bien —respondió Ana.

—Tu aspecto no es muy bueno. Has vuelto a perder peso.

—No mucho —respondió Ana, intentando no darle importancia.

—Pero no puedes permitirte caer enferma ahora, Ana. En cuanto me vaya quiero que te acuestes a descansar. Parece que no duermes desde hace días —aunque tenía más de cuarenta años, y su cabello corto y oscuro estaba surcado de mechones plateados, en aquel momento Ana parecía tan vulnerable como un niño perdido.

—Así lo haré —respondió en voz baja.

—¿Has hablado con los chicos hace poco?

—Ayer hablé con Jessie. Debería llegar hoy.

—¿Y Teddy?

Ana miró hacia el suelo sin poder ocultar su turbación.

—Le llamaré yo —dijo el doctor—. Sacaré tiempo esta mañana.

Ana levantó la vista, con los ojos secos y centrados una vez más.

—Dile que su padre necesita verlo ahora más que nunca.

—Se lo diré —dijo el doctor Farrell, echando una mirada a su reloj—. He dispuesto que la enfermera venga esta tarde, pero yo volveré mañana a primera hora. No tengo programada ninguna intervención quirúrgica, así que podré quedarme más tiempo —la agarró por los hombros con afecto paternal—. En realidad, quiero que antes de acostarte comas algo. ¿Podrás hacer eso por mí?

A Ana se le revolvió el estómago solo de pensar en la comida. Desde que Adam había dejado de comer ella tampoco podía comer, y cuando los tratamientos de quimioterapia le provocaban arcadas, a ella le entraban ganas de hacer lo mismo. No obstante, le aseguró a Peter que comería algo enseguida, y luego esperó hasta que su coche traspasó la verja de entrada para volver dentro de la casa.

Aturdida y agotada como estaba, necesitó cada gramo de su fuerza para subir la escalera que había bajado dando saltos unos momentos antes, cuando pensaba que aún podía haber esperanza. Ahora temía que caería resbalando hasta abajo si no ponía cuidado en cada escalón que subía. Aun así, le fallaron los pies una o dos veces y tuvo la sensación de que nunca conseguiría llegar arriba. Cada peldaño le traía a la mente todo lo que tenía que hacer, preparar y planear.

Cuando llegó al último escalón, miró a su alrededor como aturdida, como si no hubiera pasado los últimos veinte años de su vida en aquella casa. Si alguien le hubiera preguntado dónde estaba o incluso su nombre, es posible que no hubiera sabido responder.

Agarrándose con fuerza al pasamanos, miró hacia el fondo del largo pasillo, que se ondulaba ante ella como una serpiente interminable, había muchas puertas para elegir, pero de alguna manera logró encontrar aquella detrás de la cual Adam dormía. Y con movimientos leves y bien estudiados entró en la alcoba, y el aire denso y viciado de la habitación del enfermo la devolvió a la realidad.

Se acercó a la cabecera y le miró largamente. Acurrucado entre tantas almohadas y mantas, le pareció increíblemente pequeño y tierno, más parecido a un recién nacido que comienza a vivir que a un hombre al borde de la muerte. Seguro que todavía quedaba tiempo para ellos. Tal vez incluso más tiempo de lo que el doctor Farrell creía.

Inspirada por este pensamiento consolador, Ana alisó las mantas. Ordenó las colecciones de píldoras en la mesita de noche y luego pasó suavemente su mano por la frente de su amado. Sus párpados se movieron suavemente, haciéndole saber que era consciente de su presencia, y ella sonrió.

Se sentó en su silla junto a la cabecera y cruzó los brazos en el regazo. Cerró los ojos y sus labios comenzaron a moverse en una oración silenciosa. Mientras la luz del sol entraba a raudales por la ventana del dormitorio, el dolor de Ana comenzó a disminuir con su calor, pero entonces se acordó de lo que el doctor Farrell acababa de decirle y el malestar en el estómago volvió a invadirla. Intentó superarlo con una oración, pero el malestar la golpeaba y aullaba, creando un clamor tan horrible en su interior que arrolló sus ordenadas salmodias y la dejó de nuevo con una sensación de desesperanza. Sin su optimismo natural que le levantara el ánimo, se sumió de nuevo profundamente en un lugar lúgubre y bien conocido.

—No quiero que me dejen otra vez —murmuró—. Por favor, no quiero vivir sin él.

Una voz que hacía un gran esfuerzo para ser oída por encima de su angustia le respondió, aunque más tarde se preguntaría si lo había soñado.

—Tienes que mirar hacia atrás, hacia donde has estado, para saber adónde vas —dijo la voz.

—¿Y qué diferencia hay? El pasado no cambia el presente ni el futuro.

Esperó una respuesta y, al no producirse, un silencio sepulcral se extendió sobre ella una vez más, robándole el aliento poco a poco. Al cabo de algún tiempo abrió los ojos e intentó aclarar sus pensamientos y calmar su corazón, prepararse para aquella despedida que temía que no estuviera al alcance de sus fuerzas soportar. Pero como era débil, no pudo resistir la llamada a «mirar hacia atrás», y se encontró buscando en aquella lastimosa parcela de tiempo que se le había concedido con una convicción recién descubierta. Tal vez pudiera estirarlo más allá de sus límites hasta que se deshilachara y desgarrara por las costuras de su entendimiento. Entonces podría volver a tejerlo todo junto otra vez, una preciosa hebra tras otra, para crear un nuevo entendimiento de sí misma y de su vida.

Su cuerpo se fundió con la silla y su cara se relajó.

—¿Qué otra cosa puedo hacer sino recordar? —murmuró. El sonido de su voz hizo que su amado girase ligeramente la cabeza hacia ella, pero estaba demasiado ensimismada en sus recuerdos para darse cuenta.

—Haces demasiadas preguntas, mija —dijo mi madre, levantando la vista de su costura con una mirada crítica.

—Solo quiero saber cómo era. ¿Era alto o bajo? ¿De qué color tenía los ojos?

—Tu padre no es un hombre que valga la pena recordar. Cuanto menos sepas de él, mejor —dijo bruscamente.

Pero a menudo se venía abajo y me hablaba de él cuando se sentía más frustrada con la vida. Cuando nos robaron las pocas gallinas que teníamos en el patio y nos quedamos sin carne ni huevos durante meses, no se quedó corta a la hora de manifestar su desprecio hacia él. Y cuando se lastimó un dedo mientras reparaba el tejado durante un temporal de lluvias especialmente intenso, su nombre junto con una sarta subida de tono de descripciones malsonantes salía a borbotones de su boca con cada martillazo, llenándola de fuerza y convicción y recordándonos a las dos que su ausencia no nos derrotaría. Todo lo contrario, en aquellos tiempos yo estaba agradecida de que no tuviéramos que hacer frente a un «borracho asqueroso y haragán que no era capaz de encontrar trabajo de día ni el camino de su casa por la noche».

Cuando se tranquilizaba, mi madre también se culpaba a sí misma mientras se lamentaba de los innumerables defectos de mi padre.

—Fui más que tonta al creer que las dulces palabras y las caricias de un hombre podían aliviar las realidades de la vida.

En el pueblo donde vivíamos no había electricidad ni agua corriente, y cuando llegaba la estación de las lluvias no era infrecuente que un torrente de agua fangosa arrastrase varias cabañas. Después, durante semanas, los niños rastreaban las orillas del río fangoso en busca de ropa y utensilios de barro para cambiarlos por unas monedas si la suerte les acompañaba. En nuestro mundo las duras realidades eran tan comunes como los mosquitos en una noche húmeda, y era absurdo imaginar la vida sin mosquitos.

Mi madre no era la única que pasaba apuros. Muchas mujeres de nuestro pueblo habían sido abandonadas por sus maridos y tenían que criar solas a sus hijos. Y había pocas esperanzas para aquellas que habían logrado conservar a sus hombres bajo sus techos durante un poco más que las demás.

—Solo es una cuestión de tiempo antes de que tu tía Juana se entere de que Carlos no está escondido en las montañas para eludir a la Guardia Nacional. Tiene otra mujer, y además otra familia entera —decía mi madre—. Y luego sabrá lo que yo supe en el instante mismo en que puse los ojos en él.

—¿Y qué fue eso, mamá?

—Que es un sinvergüenza sonriente que no cambiará nunca —me contestó encogiéndose ligeramente de hombros en actitud de desdén.

—¿Pero tú lo has visto de verdad con la otra mujer? —pregunté.

—No, pero lo veo en su manera de mirar a cada mujer que se cruza en su camino. Y si estuviera ciega, también podría olerlo —sus ojos oscuros ardían con un fuego interior—. A veces desearía no haber visto todo lo que vi.

Mi madre había predicho demasiadas calamidades para que yo dudase de ella. Era una mística práctica que podía evaluar las circunstancias que tenía ante ella y entender en cuestión de segundos lo que otros tardaban semanas, meses o incluso años en comprender. A diferencia de muchas de las otras mujeres que habían sufrido, ella había aprendido de sus errores y había encontrado una manera de transformar su dolor en sabiduría, una sabiduría que aplicaba a su propia vida una y otra vez.

—¿Por qué no saludas al hombre de la ciudad que te sonríe, mamá? ¿No crees que estaría bien casarse con un hombre rico y bien parecido?

Mi madre pensó un instante en lo que le había dicho.

—A veces pienso que estaría bien, pero… —chasqueó la lengua como lo hacía para echar a las gallinas de la casa—. La verdad es que contigo no me hacen falta más quebraderos de cabeza —dijo con una sonrisa burlona.

A nuestro alrededor se desarrollaba sin interrupción una representación del drama humano que confirmaba la exigente visión que mi madre tenía de la humanidad y nos ofrecía también una suerte de sórdido espectáculo. Una vez, lo recuerdo muy bien, volvía caminando a casa desde el mercado cuando vi a nuestra vecina Dolores arrojarse a los pies de su esposo. Él había estado fuera, escondiéndose durante algún tiempo de la Guardia Nacional en las montañas, y era bien sabido que en su ausencia ella había ganado un dinero extra cocinando y limpiando para el mismo hombre rico que siempre sonreía a mamá. También se sabía que el marido de Dolores era un hombre muy celoso, y que la sola idea de que su esposa estuviera en la casa de otro hombre lo volvería loco.

Dolores se arrojó a sus pies, sollozando mientras él fruncía el ceño como si sus zapatos se le hubieran mojado no por las lágrimas de una mujer desesperada, sino por un perro que se orinase en ellos. Yo tenía miedo de que la rechazara con una patada en la cara, pero le ordenó que volviera a la casa y ella salió disparada de inmediato hacia dentro, agradecida, al parecer, de que no la hubiera golpeado. Luego él sacó el machete del cinturón y comenzó a lanzarlo contra un árbol cercano, una y otra vez, dando siempre en el blanco con alarmante puntería.

Mi madre asintió mientras escuchaba el relato apasionado de lo que acababa de ver y oír.

—¿Crees que la va a matar con el machete? —pregunté horrorizada.

—No —respondió—. Perderá la vida poco a poco, no de una vez.

No estaba segura de haber entendido lo que quería decir con aquello, pero unos días más tarde vimos a Dolores en el mercado, con los dos ojos bordeados por los tonos más espectaculares de morado y azul que había visto en mi vida. Estaban tan hinchados que era un prodigio que pudiera ver los pimientos que metía en su cesta, y me fijé en que la cesta estaba llena de verduras y además había un pollo recién sacrificado. Al parecer, después de pegarle una buena somanta, su marido le había permitido gastar el dinero que había ganado.

—Ya lo ves —susurró mi madre, triste por Dolores, pero no obstante satisfecha por haber hecho otra predicción acertada—. Si Dolores quiere seguir trabajando para ese hombre rico tendrá que pagarlo con moretones y fracturas de huesos. Y un día, cuando no queden huesos que romper, o no queden ojos que ennegrecer, la matará de una vez por todas.

—Pero eso es terrible, mamá. Deberíamos avisarla para que se vaya lejos de él antes de que sea demasiado tarde.

Mi madre negó con la cabeza.

—Es inútil, mija. Mírala. Está contenta porque hoy su cesta está llena y su marido está en casa. No puede ver más allá de eso.

No era hasta que dábamos por terminada la jornada y yacíamos en nuestras hamacas escuchando los sonidos de la noche, los rumores y los gritos de las criaturas que vivían en la jungla cercana, cuando mi madre se permitía un par de pensamientos románticos carentes por completo de sabiduría práctica. En aquellas ocasiones me susurraba con una voz etérea llena de posibilidades:

—Imaginemos, mija. Imaginemos que flotamos en un barquito en medio del océano muy lejos de aquí, y que millones de estrellas centellean sobre nuestras cabezas, y que otros tantos peces de colores nadan bajo nuestros pies.

O bien:

—Imaginemos, mija. Imaginemos que estamos durmiendo en una casa magnífica con enormes ventanales y suelos de baldosas, y por la mañana nos despertamos con un suave rasgueo de guitarras.

Cada noche, preciosas imágenes como estas coloreaban mis sueños, y gracias a ellas, no importaba cuántas duras realidades encontrase durante el día, nunca tenía problemas para dormir.

Mi compañero de juegos preferido era mi primo Carlitos. Lo que más nos gustaba era jugar a la orilla del río, donde podía modelarse el barro para hacer toda clase de objetos para nuestra diversión. A veces, cuando éramos todavía demasiado jóvenes para avergonzarnos de nuestra desnudez y el río bajaba lo bastante alto para llegarnos a la cintura, nos desnudábamos y nos embadurnábamos con una capa tras otra de barro hasta que era imposible saber quién era la chica y quién era el chico. Si por casualidad nos encontrábamos con alguien conocido, lo desafiábamos a adivinarlo y, desternillándonos de risa, nos metíamos saltando en el río y nos lavábamos solo para demostrar lo equivocado que estaba.

A menudo me preguntaba cómo sería Carlitos cuando creciera y se hiciera un hombre. ¿Sería un mujeriego como su padre o como los otros hombres del pueblo que pegaban a sus esposas? No parecía posible que el dulce y encantador Carlitos pudiera ser nunca así, y se me ocurrió que si alguna vez esperaba casarme, podía ahorrarme no pocos sufrimientos casándome con él. Se lo insinué a Carlitos, que, tal como esperaba, pensó que era una buena idea, y una tarde después de haber estado jugando en la orilla del río, nos presentamos ante el cura del pueblo y le pedimos que nos casara en aquel mismo instante.

—Será un honor para mí —dijo—. Pero dentro de unos diez años.

—No queremos esperar tanto —proclamé, y Carlitos me cogió de la mano, algo que me pareció enternecedor.

El sacerdote se rio, y luego nos tomó más en serio.

—Sois demasiado jóvenes todavía para casaros, pero os impartiré una bendición prematrimonial —dijo, y poniendo sus manos sobre nuestras cabezas salpicadas de barro musitó una rápida oración. Con eso era suficiente por el momento, y Carlitos y yo estuvimos diciendo por ahí a todo el mundo durante días que éramos marido y mujer hasta que nos cansamos de hacerlo y nos inventamos un nuevo juego.

El único hombre al que mamá respetaba era monseñor Romero. También es cierto que en nuestro pueblo todo el mundo no solo lo respetaba sino que lo veneraba. Era el arzobispo de nuestro país, y cuando estalló la guerra civil muchos de los de su clase nos dieron la espalda. Él condenó abiertamente la violencia que tenía lugar en pueblitos como el nuestro por todo el país. En aquella época la gente necesitaba más oírle hablar que comer, y se congregaba en torno a cualquier aparato de radio que funcionara que pudiera encontrar. Mamá me había dicho que escucharlo la ayudó a entender que todo ser humano tiene derecho a vivir con dignidad por muy pobre que pudiera ser, y que para conseguirlo la gente tenía que organizarse.

Por muy difícil que fuera para mí comprender los problemas que se producían entre hombres y mujeres, me resultaba casi imposible captar aquel problema más grande en el que estaban implicados soldados, presidentes y sacerdotes. No había visto los combates con mis propios ojos, pero había oído hablar de los asesinatos que se cometían y me había percatado de que eran más los hombres jóvenes que desaparecían de los pueblos. Cuando le pregunté a mi madre por ello, me dijo que, por su fuerza física y su insensatez, eran los hombres quienes combatían en las guerras.

Sintiéndome como algo parecido a una aprendiza de mística, ofrecí mi propio chisme filosófico para que ella lo considerase.

—Tal vez sea por eso por lo que a veces los hombres son crueles con las mujeres, porque son ellos quienes tienen que ir a la guerra.

Mi madre levantó sobresaltada la vista de su costura, con la mirada inmóvil mientras su mente daba vueltas a lo que yo había dicho. Pensé que estaba a punto de poseer la misma iluminación que la adornaba, pero entonces hizo desvanecerse mi visión meneando rápidamente la cabeza.

—Mejor dilo al revés, mija. Si hay guerras es porque los hombres son crueles —dijo, y volvió a su labor.

Si mi madre decía que la guerra estaba a nuestro alrededor, yo sabía que tenía que ser verdad, pero la vida en nuestro pueblo parecía relativamente sin cambios por su causa. Los adultos seguían trabajando en las plantaciones de café de las proximidades mientras los niños atendían a sus quehaceres y asistían a la escuela. Al caer la noche, las mujeres cocinaban mientras los hombres que quedaban se congregaban en la plaza para beber. La mayor parte de los días no era infrecuente entrar en nuestra propia cabañita y encontrar la mesa en el centro de la estancia cubierta de ricos tejidos de vibrantes tonos morados y azules con ribetes de complicados bordados y oír el suave y rítmico sonido de la máquina de coser de mi madre. Además de sus talentos filosóficos, mi madre era también la mejor costurera en kilómetros a la redonda, y los sacerdotes de las parroquias de la zona siempre le encargaban sus composturas.

Lo único que salvaba a mi padre era que antes de desaparecer había regalado a mi madre una magnífica máquina de coser, con su pedal y su mueble de madera tallada debajo. A mí me fascinaba el brillo de la máquina negra que mi madre lustraba regularmente con un paño húmedo, y a menudo pasaba los dedos por los bonitos relieves florales que adornaban las puertas del mueble de abajo. La nuestra era la única máquina de coser que había en el pueblo, y mi madre decía que mi padre probablemente la había robado, pero esto no parecía importarle mucho y nunca intentó encontrar a su verdadero dueño.

Era una maravilla ver nuestra humilde cabaña llena de unos colores tan espléndidos que brillaban con su propia luz sagrada, y cuando tocaba los tejidos imaginaba que así era como debía de ser tocar a un ángel. Me sentía privilegiada de poder tener aquella fugaz visión entre bastidores de la gloria de Dios, y por supuesto estaba muy orgullosa de tener una madre a la que se consideraba digna de arreglar semejante esplendor. Uno de mis pasatiempos preferidos consistía en mirarla cuando trabajaba con su máquina de coser mientras la aguja avanzaba valientemente hacia su destino, y en algunas ocasiones sostenerle los tejidos cuando me decía que la ayudase, y aprender a coser yo misma, aunque nunca con su precisión y finura.

Sentada derecha en su silla mientras trabajaba de manera que la punta de su larga coleta negra apenas rozaba el suelo de tierra, a menudo me contaba su sueño de ser propietaria de una pequeña tienda de confecciones.

—Acudirá gente de todas partes a comprar la linda ropa que hago. O si no, traerán su ropa para que se la arregle cuando engorden demasiado o adelgacen demasiado. Me pagarán bien, y podré ahorrar suficiente dinero para comprar una casa solo para ti y para mí. Esa casa tendrá agua corriente, electricidad y un tejado que no haga ruido cuando llueva.

Aquellos sueños me parecían maravillosos, y cuando me enseñaba su excelente trabajo parecía muy probable que un día se hicieran realidad.

—¿Es eso lo que ves en tu futuro, mamá? —le pregunté, con la esperanza de que sus poderes de predicción pudieran aplicarse también a esto.

Mamá negó tristemente con la cabeza.

—No puedo ver cosas para mí misma. Si pudiera, nunca habría empezado a juntarme con tu padre. Por supuesto —dijo, animándose y dirigiéndome otra de sus escasas sonrisas—, sin él no te tendría a ti.

Cuando mi madre terminaba sus composturas yo la ayudaba a doblar las largas vestiduras y a guardarlas, siempre con cuidado de que las esquinas quedasen estiradas y de doblarlas por las costuras. Esto no era fácil porque las dos éramos pequeñas y teníamos que subirnos a una silla para que los tejidos no tocasen el suelo. Luego ella los guardaba en el mueble tallado que había debajo de su máquina de coser que reservaba para sus mejores trabajos. Estaba segura de que allí no cogerían polvo, y mis primos y yo sabíamos que tocar cualquier cosa que estuviera guardada dentro del mueble de la máquina de coser de mamá daría lugar a un castigo inmediato y cierto.

Por mucho que sonara nuestro tejado de lata cuando llovía, yo vivía feliz debajo de él con mi madre, mi tía Juana y mis cuatro primos. La vida era por lo general tranquila, pero finalmente, tal como mamá había predicho, la tía Juana se enteró de que su marido la estaba engañando y lo echó de casa, diciendo que no quería volver a verlo nunca y que, aunque fuera el último hombre que quedara en el planeta, no dejaría que le pusiera un dedo encima. Aun así, el tío Carlos aparecía de vez en cuando y dormía con la tía Juana en su hamaca hasta que ella le echaba de nuevo.

Dormíamos en hamacas detrás de mantas que colgábamos del techo para guardar la intimidad, y por la noche, cuando él estaba con nosotros, a veces les oía a él y a mi tía Juana gemir y jadear detrás en su hamaca. Si había luna llena, miraba por las rendijas entre las mantas y alcanzaba a verlos con los brazos y las piernas enroscados uno alrededor del otro como si estuvieran luchando.

—Duérmete, mija —susurraba mi madre cuando me veía espiándolos—. ¿Quieres que las cucarachas te entren por los oídos y te salgan por los ojos?

—No, mamá.

—Pues eso es lo que le pasa a la gente que espía.

Volvía a acostarme en la hamaca a su lado, tan preocupada por la tía Juana como por las cucarachas.

—Me parece que esta vez podrían matarse el uno al otro —susurré.

—No la va a matar —respondió mamá—. Estas cosas son las que hacen juntos los hombres y las mujeres por la noche. Es un asunto privado.

—¿Por qué hacen esta cosa privada?

—Es así como hacen los bebés, y también como tratan de olvidarse de ellos mismos, aunque solo sea por unos segundos —respondió con una risita cínica.

—No lo entiendo, mamá. ¿Por qué quieren olvidar?

—Ya está bien de preguntas por ahora, mija. Ahora duérmete.

Pero a veces era imposible dormir con tantos enredos, y con unos sonidos extraños que me recordaban a las palmadas y los sorbetones que Carlitos y yo hacíamos cuando jugábamos con el barro húmedo a la orilla del río. Por muy privado que fuera este asunto entre los hombres y las mujeres, yo pensaba que debían ser un poco más silenciosos. Y si la tía Juana tenía que estallar en un arrebato de cólera y comenzar a chillar con toda la fuerza de sus pulmones por las nuevas mujeres que él tenía y los otros hijos que había engendrado, entonces nadie dormía, ni siquiera Carlitos, de quien todo el mundo se burlaba diciendo que era capaz de dormir mientras había un terremoto.

El tío Carlos no era de esos hombres que pegan a las mujeres para controlarlas. Por el contrario, cuando la tía Juana le acusaba, agachaba la cabeza y asentía, como si estuviera de verdad avergonzado. Luego se marchaba a las montañas o a la casa de la otra mujer y no volvía a aparecer durante semanas. Mucha gente consideraba que era débil y que no merecía respeto por la manera en que toleraba a la tía Juana. Durante las fiestas, cuando los hombres se juntaban para beber aguardiente en unas jarritas que se pasaban de uno a otro, era raro que lo invitaran a unirse a ellos. Aun así, cuando mis primos eran más felices era siempre cuando él estaba en casa, y tengo que admitir que aunque no era mi padre, también tenía una misteriosa sensación de plenitud cuando él se encontraba con nosotros, la sensación de que habíamos cogido un sueño de otra vida y lo habíamos hecho nuestro.

Yo envidiaba en secreto a mis primos por saber quién era su padre. Y por mucho que mi madre y la tía Juana lo criticaran sin piedad cuando se había marchado, cuando volvía a casa por la tarde y no encontraba al tío Carlos sentado a la mesa o dormitando en la hamaca colgada fuera de la cabaña, lo echaba de menos e imaginaba que se había ido para encontrarse con mi padre en la inmensa selva. En mi visión los dos llevaban pistolas sujetas con correas a su cuerpo y juntos luchaban contra el mal que asolaba nuestra tierra. Un día regresarían al pueblo como héroes, salvadores no solo de nosotros sino de todos los hombres, por lo que incluso mi madre no tendría otra elección que darles la bienvenida a casa. Por supuesto, todo esto no eran más que ilusiones que no estaba del todo dispuesta a compartir con ella.

Una noche estaba acostada en mi hamaca cuando la tía Juana llegó a casa, sin resuello y sollozando tan intensamente que apenas podía hablar. Al principio pensé que por fin se había encontrado con el tío Carlos en compañía de su otra mujer y sus hijos. Durante sus furibundos ataques a menudo le había oído decir que si eso llegaba a suceder le mataría con el machete que llevaba siempre con ella precisamente por esa razón. Pero, mientras escuchaba, no tardé en caer en la cuenta de que su disgusto no tenía nada que ver en absoluto con el tío Carlos sino con la guerra. Mi madre y la tía Juana solían hablar en voz baja entre ellas cuando estábamos dormidos, pero su horror era demasiado grande y nuestra casa demasiado pequeña para impedir que oyéramos lo que tenían que decir.

A la tía Juana le temblaba la voz mientras contaba lo que había oído en la radio durante su reunión de estudio de la Biblia, que habían matado a tiros a monseñor Óscar Romero en el altar de su iglesia inmediatamente después de pronunciar su homilía. El único hombre que había tenido el valor de hacerle frente a presidentes y generales y al mundo entero y de condenar públicamente el asesinato de los campesinos más pobres de nuestro país ahora estaba muerto, y no quedaba nadie que pudiera defendernos.

Cuando la tía Juana terminó de contar a mamá lo que había oído solo hubo silencio. Temblando, me bajé de mi hamaca y miré detrás de la manta. Mi madre se quedó sentada muy quieta y con la mirada perdida en el espacio, como si pudiera ver más allá de las paredes de nuestra cabaña, atravesando la selva y por encima de las montañas hasta el futuro. La tía Juana tenía la cabeza apoyada en la mesa, y lo único que se movía en la estancia era la llama parpadeante de la lámpara de queroseno que creaba un truculento dibujo de sombras y luces en la habitación, como si los demonios del infierno bailaran con placer al haberse enterado de la noticia.

Al día siguiente, cuando mamá y yo estábamos solas en la casa, vació el mueble de bisagras metálicas de su máquina de coser. Luego me ordenó que me metiera dentro. Aunque no tenía la menor idea de lo que tramaba, hice lo que me mandaba. Entraba muy apretada pero si me ponía las rodillas en el pecho y agachaba la cabeza ella podía cerrar las puertas sin demasiada dificultad.

—¿Puedes respirar? —me preguntó.

—Sí, pero es muy incómodo —respondí.

—Está bien. Siempre que puedas respirar. Eso es lo único que importa.

Cuando le pregunté por qué me había mandado que hiciera aquello, no me contestó, pero vi en sus ojos el mismo miedo y la misma resignación que había visto cuando se enteró de la noticia sobre monseñor Romero.

El dolor por el asesinato de monseñor Romero se vio mitigado por la presencia de un nuevo sacerdote en el pueblo, llegado de San Salvador. Él también hablaba sin pelos en la lengua y hacía que la gente se olvidara por un momento de su miedo y creyera que la vida podía ser mejor si no se dejaba llevar por él.

—La organización con fines pacíficos es vuestro derecho —decía, y los habitantes del pueblo aplaudían. Golpeaba el púlpito con el puño y gritaba—: ¡La política nunca debe prevalecer sobre la vida humana! —y los vecinos manifestaban ruidosamente su aprobación.

Como los otros sacerdotes, el padre Lucas venía a menudo a nuestra casa con su trabajo de costura para mamá y, aunque siempre tenía una sonrisa para mí, yo me sentía intimidada por él y tenía miedo de que si le miraba demasiado tiempo a los ojos él pudiera ver la imperfección de mi alma en todo su horrible detalle. Mi madre y la tía Juana hablaban con él de muchas cosas, y con la ayuda de ellas comenzó a organizar reuniones de la comunidad, algunas de las cuales duraban hasta que mis primos y yo nos hubiéramos acostado. Cuando ellas regresaban a casa siempre estaban muy animadas, pero yo deseaba que estas reuniones dejaran de celebrarse, o al menos que mamá no asistiera y se quedara en casa conmigo. Cuando le pedí que dejara de ir, me miró con el ceño fruncido.

—Tenemos que ser valientes, mija. Es la única manera de sobrevivir a esta guerra que nos rodea.

Todas aquellas palabras en relación con el valor y la organización y el nuevo orden tenían muy poco sentido para mí. Sabía que nunca sería valiente como mi madre. Era una vulgar cobarde a quien no le gustaba escuchar tantas historias que hablasen de muerte y martirio. No provocaban en mi corazón otra cosa que miedo. Por primera vez me costaba dormir, y en caso de que soñara por la noche, siempre era con la huida. Corría por espacio de varios kilómetros hasta penetrar en las selvas de color verde azulado que cubrían las montañas que nos rodeaban. Corría en medio de la oscuridad, más allá del miedo y de la necesidad de valor y resistencia y vigilancia, hasta el lugar donde solo existe el sosiego y la paz.

Una noche me despertó un ruido sobrecogedor y atronador. No era algo inhabitual oír a los perros callejeros por la noche, y a veces incluso a los coyotes que se llamaban unos a otros en las montañas, pero este alarido era diferente, como si los animales estuvieran acercándose a nosotros desde más allá de la selva. Me hizo incorporarme en mi hamaca y escuchar con más atención. Mi madre también estaba despierta, con el oído prestando atención a aquel misterioso sonido. Con un susurro, para que los demás no la oyeran, me dijo:

—Duérmete, mija, solo son los perros.

Hice lo que me había dicho, pero me desperté varias veces más a lo largo de la noche, y cuando miraba la cara de mi madre, sus ojos seguían abiertos.

A la mañana siguiente, muy temprano, antes de que saliera el sol, hubo una gran conmoción en el pueblo. Había llegado un grupo de soldados de la Guardia Nacional y exigían que todo el mundo saliera y se presentara en la plaza. A quienes no lo hicieran les dispararían en el acto. Mis primos comenzaron a gimotear y a ir de un lado a otro corriendo mientras la tía Juana iba de acá para allá y gritaba órdenes por su cuenta. Carlitos me empujó en el hombro cuando se hubo vestido para que me pusiera en marcha, pero yo estaba demasiado asustada para bajarme de la hamaca y esperé las instrucciones de mi madre.

La tía Juana reunió a su prole y salió por la puerta. Desde allí se volvió hacia mi madre, que no había hecho todavía ningún preparativo para salir, y dijo:

—Por una vez haz lo que te dicen, María. No seas idiota.

Estaba preparándome para bajar de la hamaca y seguirlos al otro lado de la puerta cuando mi madre me detuvo poniéndome una mano en el hombro. Sin decir palabra, me llevó hasta el mueble de la máquina de coser que ya había vaciado en un rincón de la habitación, y vi las hermosas vestiduras del sacerdote que ella había arreglado tiradas en el suelo de tierra. Comencé a temblar de miedo.

—Imaginemos, mija —dijo—. Imaginemos que somos pájaros y que hemos encontrado un lugar para descansar. Aquí estarás a salvo hasta que yo venga a buscarte de nuevo.

Mientras miraba a mi madre a los ojos, la conmoción en la calle se hizo menos perceptible, hasta que finalmente dejé de escucharla. Oía solo la voz de mi madre, hablando con delicadeza y calmando mis temores. Subí al mueble que ella había mantenido abierto para mí, me agaché y doblé las rodillas hasta tocar el pecho. Cuando cerraba las puertas, dejé una fuera para detenerla y dije:

—Mamá, me da miedo estar sola. Quiero estar contigo y con los demás. Pero sobre todo, quiero estar contigo.

—Siempre estaré contigo, mija —dijo—. Ahora tienes que estar callada. Oigas lo que oigas, no tienes que salir de tu nidito hasta que yo venga a por ti.

—¿Y cuándo vendrás a por mí? —pregunté.

—Pronto —dijo—, muy pronto.

Luego cerró las puertas y puso las vestiduras encima de la máquina de coser. Oí sus pasos mientras salía corriendo por la puerta de nuestra cabaña y se encaminaba a la plaza.

No sé cuánto tiempo estuve esperando, quizá una hora, tal vez dos. Pronto comenzó a dolerme la espalda y sentí la imperiosa necesidad de estirar las piernas y enderezar el cuello, pero en ningún momento se me pasó por la cabeza la idea de que podía salir del mueble. Tenía que esperar a mi madre tal como ella me había ordenado. Regresaría a por mí, de eso no tenía ninguna duda.

Desde dentro del mueble, con las vestiduras cubriendo la parte de arriba, podía oír muy poco de lo que pasaba afuera. Resonaron un par de disparos, pero eso fue todo, y la frenética conmoción pareció haberse calmado. Quizá los soldados se habían marchado y pronto se me permitiría salir de mi escondite. Casi me había convencido a mí misma de que esto era lo que sucedería cuando sentí vibrar el suelo bajo mis pies a través del mueble. Alguien se acercaba a la cabaña, pero no eran los pasos livianos y ágiles de mi madre. Eran los pasos lentos y pesados de un soldado furioso.

De pronto, la ligera puerta de madera se abrió de una patada con tal fuerza que golpeó contra la pared de la cabaña, haciendo sonar el techo y caer del estante varios objetos que se hicieron añicos en el suelo. ¿Cuántas veces había hecho lo mismo mi primo Carlitos? ¿Y cuántas veces la tía Juana le había dado un azote por ello?

Cerré los ojos y contuve la respiración en un intento de dejar de temblar. Me imaginé que era aún más pequeña de lo que era. No era ya un polluelo de pájaro que esperaba el regreso de su madre, sino un huevo incapaz de respirar o de moverse o de hacer siquiera el menor ruido. A través de mi cascarón oí la respiración del intruso en lo más profundo de su garganta, sus gruñidos mientras desgarraba las mantas y las tiraba una a una desde el techo. Más allá de la cabaña y por la puerta abierta oía a los soldados afuera riendo y mofándose como idiotas borrachos, tirando piedras a un perro callejero y aplaudiendo cada vez que la piedra daba en el blanco. El chucho ensangrentado se fue cojeando y gañendo para prepararse para morir solo. Nunca entendería cómo el sufrimiento y la muerte podían llegar a ser tan divertidos, y de pronto una certeza se abrió paso desde lo más recóndito de mi alma y oí las lastimeras voces de las mujeres y los niños, de mi madre, mi tía y mis primos llorando, respirando con dificultad e implorando por sus vidas. Los vi de rodillas en la tierra manchada de sangre, algunos con los ojos vueltos hacia el cielo y con la vista fija al frente. Uno a uno resonaron los disparos, y cayeron uno encima de otro hasta que no quedó nadie de pie. Y entonces oí el aullido del viento soplando a través de un campo frío y yermo, sin árboles ni montañas ni valles. Y un río manaba desde la herida de mi corazón. Sangró a través de todo lo que yo había conocido, esperado o creído.

El soldado derribó a patadas las sillas y la única mesa que había en nuestra cabaña, arrancó las hamacas de las paredes y tiró todo lo que había en los estantes, haciendo estrellarse contra el suelo el mundo que yo conocía y todo lo que había dentro de él. Aplastó los restos de mi vida bajo sus botas, pero nunca llegó a poner su mano en la máquina de coser y el mueble del rincón, cubierto con los ricos tejidos de color morado y dorado.

Se marchó en dirección a la cabaña siguiente y yo quedé sumida en un amargo silencio.

No sé cuánto tiempo más permanecí en la oscuridad con las rodillas apretadas contra el pecho, la cabeza inclinada sobre todo mi cuerpo. Pudieron ser días, o tal vez solo unas horas. Lo único que recuerdo es que mis brazos y mis piernas estaban entumecidos y solo podía respirar en inspiraciones breves y superficiales. Cada vez que pensaba en salir de mi escondite, me acordaba de las palabras de mi madre. No importaba lo que hubiera oído o lo que hubiera sucedido, tenía que esperar hasta que ella viniera a por mí. Nos lo dijimos la una a la otra con susurros mientras nos balanceábamos en nuestra hamaca que estaba colgada entre el cielo y la tierra.

—¿Cuándo vas a volver a por mí, mamá? ¿Qué hago hasta que vuelvas? ¿Dónde estás ahora? ¿Por qué no estás aquí conmigo?

—Debes tener paciencia, mija —decía—. Y tienes que recordar que siempre estaré contigo. Siempre.

Oí pasos que se acercaban desde muy lejos y una voz familiar, pero mis sentidos estaban tan distorsionados que al principio no pude reconocer el sonido como humano. Finalmente me di cuenta de que era un hombre, llamando, buscando a la gente. ¡Era el padre Lucas! El querido padre Lucas. Había viajado a San Salvador por unos días y ahora había vuelto. Seguro que mamá no había querido decir que me escondiera del padre Lucas.

Llamó de nuevo, con voz lastimera y temblorosa.

—¿Hay alguien aquí? —dijo—. Si pueden oírme, contéstenme.

Yo no quería hacer otra cosa que contestar saltando como un resorte del mueble con los dos brazos extendidos, pero no era más que una masa paralizada y comprimida de carne y huesos, y ni siquiera podía estar segura de si mis ojos estaban abiertos o cerrados. De alguna manera, logré mover el dedo gordo del pie y pude acercarlo a una de las paredes del mueble. Al mover el dedo pude mover también el pie por el tobillo, y al golpear pude hacer un ruido apenas audible que se fue haciendo más fuerte y constante, pero seguía sin poder hablar. Mi garganta se había cerrado, paralizada, y cuando intenté responder al ruego desesperado del padre Lucas, emití un sonido como de un pajarito al piar que no habría pasado siquiera por el chillido de un ratón. Pero milagrosamente las vestiduras se cayeron de encima de la máquina de coser y las puertas del mueble se abrieron lentamente.

—Ana, ¿eres tú? —preguntó.

No podía moverme, y como tampoco podía hablar, le contesté con mis pensamientos: «Padre Lucas, estaba esperando a que volviera mi madre. Me dijo que la esperase todo el tiempo que hiciera falta, pero no creo que pueda esperar más».

—Dulce madre de Dios —exclamó, y luego se acercó y me sacó del mueble, como si estuviera ayudando a traer al mundo a un niño deforme y horrible. Acercándome a su pecho, me tapó la cara con su mano y me llevó fuera de la cabaña, pero por los espacios entre sus dedos alcancé a ver los cadáveres ensangrentados que yacían por todo el pueblo. Estaban esparcidos como prendas de la colada que hubieran sido arrancadas del tendedero durante una tormenta violenta. Un chico calzado con una sola zapatilla deportiva blanca tenía las manos atadas a la espalda. Le habían abierto el vientre y sus intestinos estaban esparcidos por el suelo, donde yacían como una masa reluciente de enormes gusanos de color rosa y azul. Al instante supe que era Manolo porque era el único chico del pueblo que tenía un par de zapatillas deportivas blancas y era objeto de no poca envidia por ello. Cerré los ojos con fuerza y me pegué al padre Lucas, sin querer ver ya los horrores que había más allá de sus dedos, pero durante el resto de mi vida recordaría aquel tobillo retorcido y la zapatilla deportiva.

Hablando entre dientes de modo ininteligible, el padre Lucas me llevó en brazos por la carretera hasta la iglesia del pueblo, donde me depositó en el suelo ante el altar. Se arrodilló junto a mí temblando y rechinando los dientes mientras se apretaba la frente y después apretaba la mía con las manos manchadas de sangre varias veces atrás y adelante, hasta que nuestras caras quedaron cubiertas de sangre y suciedad. Las lágrimas que se le saltaban de los ojos creaban regueros en sus mejillas y su garganta, humedeciendo el borde de su cuello ensangrentado.

—Tu madre me dijo que si algo sucedía debía buscarte debajo de las vestiduras de la iglesia. No supe a qué se refería, y le dije que no se preocupara, que no pasaría nada. ¿Cómo he podido estar tan equivocado, Ana? ¿Cómo he podido estar tan equivocado?

Me dio la espalda para mirar de frente hacia el altar y siguió llorando y rezando durante muchísimo tiempo mientras yo yacía como un feto a su lado.