Capítulo seis
Ana se levantó de la silla y miró fijamente el rostro de su amado. No se había movido, pero advirtió que su respiración estaba alterada por espasmos entrecortados que parecían brotar de lo más profundo de su pecho. A él no parecía importarle, pero Ana lo anotó mentalmente para hablarlo con la enfermera cuando esta llegara esa misma tarde. Fue entonces cuando oyó sonidos que llegaban de abajo y supuso que la hermana Josepha había ido en busca de algo para el almuerzo. No le gustaba que la mimaran y era más que capaz de cuidar de sí misma, pero la cocina estaba en una situación tan caótica que Ana sabía que le resultaría difícil encontrar nada.
Esperó a que Adam inspirase y espirase unas pocas veces más y de mala gana le dejó para bajar, pero cuando entró en la cocina se sorprendió al encontrar no a la hermana Josepha, sino a Jessie con los brazos metidos hasta el codo en agua jabonosa lavando platos y gimoteando ruidosamente mientras lo hacía.
—Jessie, no me había enterado de que estabas aquí —dijo Ana, y la joven se dio la vuelta. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos, y a Ana le recordó el aspecto que tenía cuando era una niña pequeña, pero Jessie ya no era una niña. Era una joven que estaba estudiando en el extranjero y tenía un nuevo novio del que decía que era «especial», tal vez incluso «único». Ana se maravilló ante la posibilidad de que antes de que pasara demasiado tiempo la pequeña Jessie pudiera ser esposa y madre con hijos propios.
Ana fue hacia ella y, aunque le sacaba casi una cabeza, Jessie se desplomó en los brazos de la mujer más pequeña.
—Oh, Nana —exclamó Jessie—. Estoy muy asustada. No creo que sea capaz de subir a ver a papá.
—Ya sé lo difícil que es —respondió Ana—. Ahora está durmiendo, pero cuando se despierte se pondrá muy contento de verte.
Ana la ayudó a sentarse a la mesa de la cocina, y Jessie se secó los ojos con una servilleta.
—Cuando hablé con Peter hace unos días, me dijo que papá estaba peor. No sé qué puedo esperar. ¿Crees… crees que me reconocerá? —preguntó con los labios temblando.
—Por supuesto que sí —dijo Ana—. Hoy se encuentra bien, un poco mejor que ayer, y ha preguntado por ti y por Teddy.
—¿Cómo puede estar pasando esto, Nana? Papá siempre estuvo tan sano y tan fuerte. Yo creía que iba a vivir siempre.
Ana apretó los labios, no muy dispuesta a hablar con tanta franqueza del asunto de la muerte de su amado cuando ella misma no estaba convencida en aquel momento de que fuera inminente, dijeran lo que dijeran Peter y otros médicos.
Jessie agarró a Ana de un brazo.
—Por favor, sube conmigo, Nana. No creo que pueda entrar sola.
—Iré contigo —dijo Ana, dándole una palmadita en el brazo—. Y entonces verás que las cosas no están tan mal como crees.
Fortalecidas por estas palabras, salieron de la cocina y comenzaron a subir la escalera con Ana delante. Cuando estaban a punto de llegar al piso de arriba, Ana preguntó:
—¿Sabes algo de Teddy?
—Sí —respondió Jessie en voz baja.
—¿Crees que…?
—Dice que no va a venir —dijo Jessie bruscamente—. Es eso lo que ibas a preguntarme, ¿no es así?
Ana asintió, sin dejar de mirar hacia delante. Pero cuando llegaron al rellano, dijo:
—Cuando tu padre te pregunte por él, como sé que hará, quiero que le digas que Teddy no tardará en estar aquí.
—Pero eso no es verdad. Me ha dicho que no va a venir, Nana, ¿no me has oído?
—Confía en mí para esto, Jessie.
—Confío en ti más que en nadie, pero no quiero mentir a papá, y mucho menos ahora.
Recorrieron el pasillo agarradas del brazo sin decir nada hasta que llegaron a la puerta. Ana puso su mano en el pomo.
—Teddy vendrá. Sé que vendrá —dijo, y entraron en la habitación a oscuras.
Temblando de emoción, Jessie se acercó con cautela a la cabecera y miró el rostro y el cuerpo mustio de su padre. Puso suavemente su mano sobre la de él y los ojos se le llenaron de lágrimas al sentir el débil latido de su pulso bajo las yemas de sus dedos. Ana acercó la silla para Jessie mientras ella se quedaba de pie más atrás, cerca de la ventana, dando las gracias por aquel lapso de tiempo en el que un minuto podía durar un mes y una hora un año si ella necesitaba que así fuera, hasta que su amado se despertara y la devolviera al presente.
Dos semanas antes de que Lillian saliera de cuentas, pasé a su lado de camino a la cocina mientras ella hojeaba una revista en el jardín de invierno e intentaba ponerse cómoda en la tumbona. Teddy no estaba conmigo, pues acababa de acostarlo. Sin levantar la vista, dijo:
—Adam sigue disgustado conmigo. No se ha recuperado del incidente de la piscina —cerró la revista y frunció el ceño—. Siempre está disgustado conmigo o con alguien. No he conocido nunca a un hombre tan infeliz.
Habían pasado varios días desde la fiesta, y yo había notado que la distancia entre ellos crecía aún más. Casi todas las noches desde entonces, Lillian tomaba sus comidas en la habitación mientras que el señor Trellis comía solo en su estudio. Imaginaba que las cosas no mejoraban cuando él subía a acostarse, y me preguntaba cómo era posible que los hombres y las mujeres fueran capaces de dormir juntos en la misma cama en circunstancias tan incómodas. «Estoy segura de que a él se le pasará cuando llegue el nuevo bebé», me dije, intentando tener esperanza.
Lillian levantó la mirada con sus grandes ojos llenos de melancolía y luego, girando la muñeca, me hizo señas para que cerrara la puerta que llevaba a la cocina.
—Ya sabes que Millie anda siempre rondando por ahí con esas gigantescas orejas que tiene —dijo cuando me hube sentado a su lado—. ¿Tienes tiempo para hablar? —preguntó.
—Teddy se despertará dentro de unos veinte minutos —respondí.
De pronto, los ojos de Lillian comenzaron a llenarse de lágrimas y se tapó la cara con las manos.
—Oh, Ana —dijo—. A veces me siento la peor esposa y la peor madre del mundo. Estoy más que harta de estar embarazada. Y no puedo limitarme a esperar hasta que tenga este maldito bebé para recuperar mi vida, por no hablar de mi figura. ¿Te parece que estoy diciendo algo horrible?
—Recuerdo que en el centro había madres que se sentían igual cuando se acercaba el final de su embarazo. Procure no ser tan dura con usted.
—Pero debería estar pensando en el nuevo bebé, y estar entusiasmada con su habitación y con todos los vestiditos que voy a comprar para ella, pero la verdad es que ahora mismo no me preocupa nada de eso. No me preocupa —concluyó con un mohín insolente. Suspiró profundamente mientras dejaba caer los brazos en los costados—. Apenas me queda energía para levantar la cabeza últimamente, pero el doctor dice que tengo que hacer un esfuerzo para caminar un poquito cada día. ¿Te importaría andar conmigo, Ana?
Ayudé a Lillian a ponerse de pie y comenzamos a caminar agarradas del brazo por el sendero del jardín. Era un hermoso día de verano y hacía bastante calor, así que pensé que lo mejor era que nos dirigiésemos hacia una sombra.
—Me he dado cuenta de que tú y Millie os lleváis bastante bien —dijo Lillian.
—Es una mujer muy simpática —respondí.
—No dejes que te ponga en mi contra, Ana.
—Por supuesto que no —respondí riendo.
—Sabes que es una borracha, ¿verdad?
—Yo… yo… no sé de qué está hablando.
—Créeme —dijo Lillian, asintiendo con la cabeza en gesto de complicidad—. Cada vez que dice que va a dar una cabezadita también va a echar un traguito y, si no estoy equivocada, tiene debilidad por el whisky. Adam lo sabe todo al respecto, pero no me dejará que me la quite de encima.
No quería creer esto sobre Millie, pero no podía negar que explicaba la extraña expresión vidriosa que había visto en sus ojos después de sus siestas y también sus súbitos cambios de humor.
—Me sorprende que el señor Trellis lo tolere —dije finalmente.
—En circunstancias normales no lo haría, pero estoy segura de que Millie te lo contó todo sobre el accidente —me miró—. Conociendo a Millie, te lo contó todo antes incluso de que tuvieras ocasión de deshacer la maleta.
—Todo esto es muy triste —dije—. Millie debía de amar mucho a su esposo y es evidente que le sigue echando de menos.
La señora Lillian se apoyó con más fuerza en mi brazo mientras cruzábamos hasta el sendero que nos llevaría a la parte más sombreada del jardín.
—Adam me contó que eran recién casados y que Millie esperaba un bebé. Lo perdió casi inmediatamente después del accidente. Supongo que fue la impresión por todo aquello, o tal vez fuera el whisky. En cualquier caso, lo cierto es que se aprovecha de la lástima que Adam siente por ella. Puede ponerse como una cuba y dedicar todo el tiempo que debería estar trabajando a «dar una cabezadita» en su habitación. Cualquier cosa menos prender fuego a la casa, y sabe que siempre tendrá un trabajo aquí.
—No me había dado cuenta —dije entre dientes.
—Y por eso no podría soportar que tú y yo no fuéramos amigas por su culpa. Siento tanta cercanía a ti, Ana, como si te conociera de toda la vida y no desde hace solo unas semanas.
—No se preocupe, señora Lillian —respondí, afectada por lo que había dicho. Nunca hasta entonces se había referido a mí como amiga suya, pero no podía negar que desde la noche de la fiesta la actitud de Lillian hacia mí había cambiado. Una calidez auténtica irradiaba de sus ojos cuando hablaba conmigo, y no desaprovechaba la oportunidad de confiarse a mí, incluso para compartir chismes incómodos, como el hecho de que se había hecho pis en la cama unas noches antes a causa de la presión del bebé en su vejiga.
Salimos de debajo de la sombra de los árboles cogidas del brazo y nos dirigimos hacia uno de mis lugares preferidos. Las rosas habían comenzado a abrirse y su delicado aroma flotaba a nuestro alrededor. Era suficiente para hacerte olvidar cualquier preocupación, pero noté que los pensamientos de Lillian eran tan sombríos como siempre. Después de varios minutos de silencio, dijo:
—Todos los que conocían a Adam antes del accidente me dicen que era un pianista increíble, pero por mucho que se lo suplique no tocará ni una sola nota. Imagina lo maravilloso que sería para Teddy oír a su padre tocar el piano.
—Sería maravilloso, pero supongo que debe de traerle demasiados recuerdos dolorosos.
Lillian me tiró del brazo con actitud exasperada.
—La vida sigue, Ana. Aprendí hace mucho tiempo que lo mejor que se puede hacer es olvidar el pasado y seguir adelante. A Adam le digo lo mismo, pero ya no me escucha —suspiró y se detuvo un momento para descansar—. ¿Has estado enamorada alguna vez? —me sentí confusa ante aquella pregunta inesperada, pero ya me estaba acostumbrando a la manera en que la mente de Lillian se dispersaba sin ton ni son a veces. Para seguir sus pensamientos y sus estados de ánimo había que estar dispuesto a pasar de un tema a otro y divagar, además de asumir el riesgo de perderse.
—Yo, oh, no —contesté riendo—. No sé nada de romances.
—Bueno, si alguna vez lo estás, lo sabrás porque el corazón late aceleradamente con solo pensar en la persona amada, y no te puedes concentrar en otra cosa que no sea él. Querrás estar cerca de él, hablando con él, tocándolo, amándolo cada segundo que estés viva —se quedó en silencio por un momento y añadió—: Así es como siempre esperé que sería con el hombre con quien me casé, pero nunca me he sentido así con Adam.
Me sorprendió oírle decir aquello. No pensé que Lillian fuera de esas mujeres que se conforman con algo menos que la perfección.
—¿Entonces por qué se casó con él? —pregunté.
Me agarró del brazo y reanudamos el paseo.
—Cuando Adam se fija en algo o en alguien no hay forma de escapar de él. Me sentía impotente ante él, aunque he de reconocer que sentir esa devoción de un hombre no se parecía a nada que hubiera experimentado antes o que haya experimentado después. Por supuesto, ahora estoy peor porque últimamente apenas sabe si estoy viva.
—Oh, no, señora Lillian. Estoy segura de que está equivocada. El señor Trellis la sigue amando mucho.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
—Lo veo en la manera en que la mira. Es como si el amor en su corazón inundara su alma y le brotara por los ojos.
Al oír esto, Lillian se echó a reír.
—Válgame Dios, Ana. Puede que sepas de romances más de lo que piensas.
Mientras seguíamos caminando me di cuenta de que me sentía no solo como una amiga, sino también como un miembro de una familia otra vez. Y a medida que pasaban los días y las semanas, los recuerdos de mi otra vida y mi otra familia comenzaron a aparecer poco a poco y quedarse en mi mente, a veces inundándome con tantas emociones e imágenes que en varias ocasiones me desperté sin saber muy bien dónde estaba. Podría haber jurado que estaba balanceándome suavemente en mi hamaca y que la fragancia de la selva me rodeaba, que mi madre estaba dormida a mi lado y que podía oír a mi primo Carlitos roncando cerca.
Cuando era una niña y acudía a la hermana Josepha en busca de consuelo, me decía que solo el tiempo podía curar las heridas del corazón y que, cuanto más profundas son las heridas, más tiempo tiene que pasar. Y decía que a veces esas heridas eran tan profundas que no había tiempo que pudiera curarlas y que solo el infinito amor de Dios podía ofrecer esperanza. Supuse que con los años que habían transcurrido y la ayuda de la gracia de Dios mientras tanto, mi corazón se había curado finalmente lo bastante para hacerme comenzar a recordar.
Varias noches después oí unos golpes frenéticos en la puerta de mi cuarto y me incorporé de un brinco en la cama, preocupada porque le hubiera pasado algo a Teddy. Y entonces oí al señor Trellis llamarme por mi nombre al otro lado de la puerta, lo que hizo que mi pulso latiera aceleradamente.
—Ana, despierta —dijo.
Abrió la puerta y yo mantuve las mantas pegadas a la barbilla, al tiempo que me preguntaba qué le habría llevado a mi habitación a tan altas horas de la noche. A la tenue luz vi que llevaba puestos unos vaqueros y que la camisa colgaba por fuera de los pantalones.
—Lillian te necesita —dijo.
—¿Ocurre algo? —pregunté, con cuidado de bajarme el camisón por los muslos al salir de la cama.
—Tú baja lo antes que puedas —dijo bruscamente, mientras apartaba la vista.
—Se lo diré a Millie, por si Teddy se despierta.
—Ya lo he hecho yo —dijo el señor Trellis—. Y date prisa. Lillian es muy rápida dando a luz.
Me vestí deprisa, bajé corriendo la escalera y encontré a Lillian esperándome en la puerta trasera mientras el señor Trellis traía el coche. Tenía la cara pálida y contraída por el dolor, y cuando le agarré la mano apretó con fuerza, a punto de romperme los huesos.
—Es peor que la otra vez —dijo entre jadeos cuando la contracción hubo pasado—. Dicen que te olvidas del dolor, y tienen razón. No recuerdo que nunca fuera tan malo.
—Estoy segura de que todo irá mejor cuando llegue al hospital —dije, comenzando a temblar, pero intenté calmarme pues no quería agravar su ansiedad.
—Gracias a Dios que estás aquí —dijo Lillian, apoyando la cabeza en mi hombro—. Siento tanta paz cuando estás cerca.
El señor Trellis trajo el coche y, después de ayudar a Lillian a subir al asiento del acompañante, subí a toda prisa a la parte de atrás y arrancamos. En mi vida había viajado en un vehículo que se moviera a tal velocidad. Circulando a tan altas horas de la noche me sentía como un astronauta cayendo por el espacio infinito mientras Lillian gemía e incluso chillaba cuando aparecía otra contracción. Recé con todo mi corazón para que no diera a luz en el coche. «Oh, por favor, Dios, no dejes que dé a luz en el coche. No sabré qué hacer. Te lo ruego, Señor.»
Gracias a Dios, mis oraciones fueron escuchadas, y el personal médico nos estaba esperando con una silla de ruedas en la entrada del hospital. Llevaron enseguida a Lillian a la sala de maternidad mientras el señor Trellis y yo les seguíamos de cerca. Tenía los ojos brillantes y relucientes y las mejillas sonrojadas, y me recordaba el aspecto que tenía Teddy después de un mal sueño.
En la sala de partos, Lillian siguió chillando mientras el doctor la examinaba, y por nada del mundo podía yo entender por qué no le daban algo para el dolor. Las mujeres de mi pueblo siempre habían gritado como si las estuvieran desollando vivas, pero estábamos en un hospital moderno y yo creía que las cosas serían diferentes aquí. Contuve la respiración y agarré su mano, intentando mantenerme serena y dándole ánimos para que se sintiera bien.
El señor Trellis le agarró la otra mano y le puso una compresa fría en la frente. También hacía todo lo posible para guardar la calma, pero cada vez que la enfermera y otros sanitarios entraban y salían de la sala, advertí que los miraba con un creciente desdén.
Cuando la enfermera entró para tomarle la presión arterial por tercera vez, no pudo contenerse más.
—¿No pueden darle algo para el dolor? Es cada vez peor.
—Es demasiado tarde para eso, señor Trellis —respondió la enfermera en tono cortante—. No podemos dar nada a la madre cuando el parto está tan avanzado. No es bueno para el bebé.
La cara del señor Trellis se fue poniendo más roja por segundos.
—Tiene que haber algo que pueda hacer por ella. ¿Dónde está su médico? ¿Por qué no está aquí todavía?
—Veré lo que puedo hacer —dijo la enfermera, y salió en el mismo instante en que Lillian profería otro grito que helaba la sangre y que al señor Trellis y a mí nos hizo dar un salto. Se retorcía de dolor y esta vez tuve la certeza de que no sobreviviría. El rostro del señor Trellis, antes colorado, se había puesto blanco, pero no se fue de su lado. Qué diferente de los hombres de mi pueblo, que dejaban a sus mujeres dando a luz mientras ellos se emborrachaban con los otros hombres en la plaza. A veces el nuevo padre tardaba más en recuperarse de la resaca que la madre del parto.
Al escuchar los gemidos de Lillian me fijé en el surco de la frente del señor Trellis y en las gotas de transpiración que se congregaban a lo largo de su labio superior, y recordé que ya había experimentado esto antes en otra vida y en otro tiempo. Cerré los ojos y los gritos de Lillian se convirtieron en los gritos de la tía Juana, que podían oírse desde la orilla del río, haciendo que Carlitos y yo levantásemos la vista de nuestro juego. Carlitos volvió de inmediato al montón de piedras que estaba recogiendo, sabiendo que no tendría que hacer nada mientras su nuevo hermanito o hermanita venía al mundo. Yo estaba demasiado asustada por el sonido de los gemidos de la tía Juana para seguir jugando. Dejé caer las piedras y me quedé agachada y confié en que aquello no fuera lo que temía. Tal vez mi tía solo estaba disgustada porque un perro se había cagado en la puerta. Una vez, después de pisar un montón de mierda, chilló tan fuerte que tuve la certeza de que alguien le había asestado una puñalada en el corazón.
Pero cuando oí los gemidos otra vez no tuve ninguna duda de que la tía Juana estaba por fin de parto. Mamá me llamó y volví corriendo a nuestra cabaña sin decirle nada a Carlitos. Mientras me agachaba para entrar por la puerta, me volví y vi que mi primo me miraba con los ojos abiertos de par en par y llenos de asombro y miedo. Me sentía exaltada y extrañamente poderosa de cruzar por primera vez aquel misterioso umbral femenino, pero no tenía ni idea del horror que aquella iniciación completa me causaría.
Lo primero que vi al entrar en la cabaña en penumbra fue a la tía Juana retorciéndose en una manta en el suelo, desnuda de cintura para abajo y con las piernas bien abiertas mientras la vieja comadrona, mi madre y otras dos vecinas estaban arrodilladas a su lado.
—Ana, tráeme la manta que está encima de la mesa —dijo mi madre, sin levantar la vista. Le di la manta y ella la colocó bajo la cabeza de la tía Juana. La cara de la tía Juana estaba pálida y le caían gotas de sudor. Tenía los ojos vueltos en las órbitas y la mandíbula apretada con tanta fuerza que pude oír cómo le rechinaban los dientes, segura de que se le aflojarían y no tardaría mucho en escupirlos uno a uno.
Las mujeres hablaban en voz muy baja mientras la tía Juana gemía y lloraba. A veces arqueaba la espalda y la levantaba del suelo, y todo su cuerpo se estremecía. Mi madre me había dicho hacía poco que Dios quería que las mujeres sufrieran durante el parto para que amasen más profundamente a sus hijos. Yo no entendía esa relación, pero mi madre no era capaz de explicarlo mejor. Y decía que, como había comenzado a tener la regla, quería que estuviera presente cuando la tía Juana tuviera a su niño para que empezara a comprender el compromiso y el sufrimiento que los hijos llevaban a la vida de una mujer.
Me mandó que me sentara cerca de los pies de la tía Juana y desde aquella posición privilegiada pude ver la hendidura sanguinolenta entre sus piernas. Con cada chillido y cada empujón de su cuerpo, se ponía más ancha y más húmeda, hasta que por fin comenzó a fluir un espeso hilillo de sangre y agua. Entonces, de pronto, despidió una deposición acuosa que llenó la pequeña cabaña de un olor tan fétido que estuve a punto de desmayarme. Mi madre limpió la caca con un trapo y luego me lo lanzó, diciendo: «No dejes que se lo lleven los perros. Me estoy quedando sin trapos».
Sin saber qué otra cosa hacer, coloqué el hediondo revoltijo a la puerta de la cabaña. Si los perros se lo llevaban, haría pedazos mi propia manta para tener trapos, cualquier cosa con tal de no estar cerca de él otra vez. La cabeza me daba vueltas y el estómago me daba saltos mortales cuando volví a mi puesto a los pies de la tía Juana. Alguna fuerza invisible y despiadada tiraba de ella para abrirla hasta que el espacio entre sus piernas hubo crecido hasta diez veces el tamaño que tenía unos momentos antes. Incapaz de soportarlo, dejé de mirar aquella horripilante escena. Y entonces oí un extraño sonido de borboteo que salía de lo más profundo de la garganta de la tía Juana, como si estuviera ahogándose, y al volverme vi apenas cómo la comadrona separaba las carnes desgarradas de entre las piernas de la tía Juana para dejar al descubierto una sanguinolenta masa de pelo y pus solidificada que me pareció un animal en estado de descomposición. La tía Juana lloró y gimió y se retorció un poco más mientras empujaba y empujaba. Las dos mujeres le sostenían las piernas mientras mamá presionaba hacia abajo en el enorme vientre de la tía Juana. La comadrona hundió entonces sus dedos ensangrentados en la entrepierna de la tía Juana, sin que le afectaran los gritos de desesperación y las súplicas de que parase. Y entonces una gran descarga de fluido salió de ella como si fuera una fuente, cubriéndome de sangre y de un líquido espeso y maloliente. No pude controlarme, grité aún más fuerte que la tía Juana y salí corriendo de la cabaña lo más rápido que pude. Corrí derecha al río, donde Carlitos seguía trabajando en su construcción de piedras, y me zambullí en sus aguas turbias. Carlitos me miraba con una mezcla de conmoción y curiosidad, pero no me preguntó qué pasaba. Creo que le daba miedo saberlo, y yo me alegré porque no tenía palabras para describirlo.
Esa misma tarde, cuando regresé a la cabaña, todo estaba en silencio y el nuevo bebé estaba acostado durmiendo al lado de la tía Juana en su hamaca. Mi madre permanecía sentada ante su máquina de coser, y por la larga mirada que me dirigió pude deducir que se sentía decepcionada conmigo.
—Lamento haber salido corriendo, mamá —dije susurrando para no despertar a la tía Juana y a su bebé.
Ella asintió y volvió a su costura.
—Ver el nacimiento de un niño te dará fuerza cuando te llegue la hora, y también te recordará que esperes hasta que llegue su momento.
Negué categóricamente con la cabeza.
—Eso está muy bien porque hoy he decidido que nunca voy a ser madre.
Las cejas de mi madre se juntaron.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué no?
Me sorprendió que tuviera que preguntarlo, pero le contesté de todos modos.
—Porque no quiero gritar de dolor y sangrar entre las piernas y sentir que mi cuerpo se desgarra cuando sale el niño.
Mi madre dejó la costura a un lado.
—¿Qué vas a hacer si te enamoras de un hombre que quiere tener hijos? ¿Qué le vas a decir?
Me crucé de brazos.
—Le diré que, si de verdad me ama, debe tener bastante conmigo.
Al oír esto mi madre soltó una carcajada, haciendo que la tía Juana se moviera y hablara entre dientes en su sueño. Luego dijo en un susurro:
—Si alguna vez encuentras a ese hombre, rodéalo con tus brazos y no lo dejes escapar. Por supuesto, descubrirás que estás soñando y que el hombre que tienes entre los brazos es la almohada —hizo un ademán desdeñoso con la mano y volvió a su costura—. Un hombre así no existe, mija.
Me pregunté si mi madre estaba en lo cierto mientras observaba cómo el ceño del señor Trellis se ahondaba después de que Lillian le apretara la mano con más fuerza que antes. La señora Lillian también apretó mi mano y, aunque intenté evitarlo, esta vez hice una mueca de dolor. La enfermera que había ido antes en busca del médico miraba ahora al señor Trellis con cierto interés, mientras el doctor, un hombre bajito con barba, seguía desapareciendo bajo el dosel de sábanas sobre las rodillas separadas de Lillian. Tras decidir que el bebé ya no corría peligro, le había administrado un anestésico que había ayudado a calmar un poco los dolores de parto, pero era evidente que su comportamiento sosegado no se veía perturbado fácilmente por los dolores de sus pacientes. De hecho, parecía estar casi aburrido mientras entraba y salía agachándose de entre las piernas de Lillian.
—¿Quiere ver la coronilla? —preguntó al señor Trellis, que declinó la invitación con una sacudida furtiva de la cabeza.
El doctor se dirigió entonces a mí.
—¿Y usted?
La idea de mirar entre las piernas de la señora Lillian me horrorizaba por muchas razones, y me disponía a rechazar también la invitación cuando me sobresaltó un ruidoso estrépito. Cuando levanté la vista, el señor Trellis no estaba.
—Ajá, tal como pensaba —dijo la enfermera, negando con la cabeza—. Nunca son tan fuertes como parecen —y pasó a atender al señor Trellis, que estaba tumbado boca arriba en el suelo, con los ojos cerrados como si de pronto hubiera decidido dar una rápida cabezada. Despojado de sus bruscas defensas, parecía tan vulnerable como un niño y sentí envidia de la enfermera cuando se arrodilló a su lado para ponerle una almohada debajo de la cabeza. Luego sacó un tubo de algo de su bolsillo y se lo pasó por debajo de la nariz. El señor Trellis volvió en sí casi de inmediato, guiñando los ojos de una manera desconcertada, exactamente igual que hacía Teddy cuando se despertaba sobresaltado.
Lillian acababa de recuperarse de una fuerte contracción, pero cuando se dio cuenta de lo que había pasado, comenzó a reír.
—Oh, Adam, qué gracioso eres. Te has desmayado de verdad. ¿A que es divertido, Ana?
No sabía bien qué hacer o decir. Por la mirada herida de sus ojos pude deducir que el señor Trellis estaba bastante humillado y que quería con urgencia levantarse del suelo.
—¿Puede ayudarme a levantarme? —preguntó a la enfermera.
—No sé. Es usted un hombre bastante corpulento —dijo ella, con una risita—. Y no puede andar cayéndose por todas partes. Creo que todos estaremos más seguros si se queda así un rato.
—Por favor —dijo, suplicándole con los ojos.
Conseguí soltar mi mano de la de Lillian y me arrodillé para ayudar. El señor Trellis puso un brazo sobre cada uno de nuestros hombros. Pesaba más de lo que yo esperaba, y su torso era firme e implacable contra mí, pero entre la enfermera y yo logramos llevarlo a la silla, donde esbozó una pequeña sonrisa de gratitud.
Unos minutos más tarde, la pequeña Jessica venía al mundo y, cuando el doctor la sostuvo en alto para que sus padres la admirasen, me quedé sin habla y sobrecogida ante aquella criaturita que se estremecía. Ayudé a la enfermera a contar los deditos de sus manos y de sus pies y me fijé por primera vez en los dulces hoyuelos de sus mejillas regordetas. Cuando chilló con toda la fuerza de sus pulmones, me quedé atónita ante el sonido tan fuerte que podía producir un ser tan pequeño.
El señor Trellis se puso de pie al lado, pero no demasiado cerca, y miró a su nueva hijita como si estuviera mirando la faz del Todopoderoso.
—Qué preciosa es —murmuró.
La enfermera levantó entonces a la niña para que pudiéramos verla con más claridad, pero yo no pude apartar la mirada de la cara del señor Trellis. El amor brotando de sus ojos era como la salida del sol, y me dejó embelesada.
Adam se volvió hacia su hija con un aleteo de los párpados.
—¿Quién está aquí? —preguntó.
—Soy yo, papá —respondió Jessie en voz baja mientras se tragaba las lágrimas.
—¿Quién? —preguntó, con los ojos todavía cerrados.
—Soy Jessie, tu hija —contestó con voz extraña.
Abrió los ojos y su cara se iluminó con una radiante sonrisa. Su piel pálida adquirió un brillo de seda y todo su cuerpo pareció fortalecerse.
—Jessie —susurró—. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—No mucho.
Hizo esfuerzos para sentarse y enseguida Ana le ayudó a levantar la cama hasta que estuvo cómodo, y luego dio un paso atrás.
—Eres tan… preciosa —dijo.
Jessie emitió una débil risa y se echó hacia atrás con los dedos el cabello sin peinar.
—Si tú lo dices, papá.
Adam rio y tragó saliva. Ana le acercó una taza de agua a los labios y él tomó un sorbito. Volviéndose a su hija, dijo:
—Bueno, háblame de…, ¿cómo se llama?
Jessie se echó a reír, pero esta vez con el placer típico que irradiaba cuando su padre le tomaba el pelo.
—Venga, papá, ya sabes cómo se llama.
—No, te lo juro —dijo, mirando a Ana en busca de confirmación—. En estos días se me olvida casi todo, ¿no es verdad, Ana?
—Algunas cosas —replicó Ana con una sonrisa burlona por su parte. Pero estaba asombrada por la súbita transformación que había experimentado.
—Se llama Jacob, papá —dijo Jessie, poniendo los ojos en blanco.
—Jacob Papá —repitió Adam con expresión de perplejidad—. Qué nombre tan extraño.
—No, Jacob sin más, papá —dijo Jessie, dando a su padre un travieso codazo en el brazo—. Quiero decir Jacob, Jacob sin más.
—¿Jacob Sinmás, o Sinmás Jacob? —preguntó Adam con aspecto más perplejo que antes.
Jessie soltó una risita y se tapó la cara, como hacía cuando tenía tres años.
—Oh, papá —dijo, negando con la cabeza.
Adam mostró su alegría por la reacción previsible de su hija y después la sonrisa se le borró de la cara.
—¿Teddy le conoce? —preguntó.
—Todavía no —respondió ella, recuperando la seriedad al oír el nombre de su hermano—. Nadie le conoce.
La cara de Adam perdió un poco de tensión.
—¿Has hablado con tu hermano últimamente?
—Hablé con él precisamente ayer, pero ya conoces a Teddy: no le gusta mucho hablar por teléfono.
Adam cerró los ojos y volvió a hundirse en sus almohadas, mientras su animación anterior se desinflaba a cada segundo que pasaba.
Jessie se volvió a mirar a Ana, que le hizo una señal de ánimo con la cabeza.
—Pero parece que está bien, y… y dijo que va a venir a verte, papá.
Adam abrió los ojos y hubo un destello de esperanza más allá de la fatiga.
—¿Ah, sí?
—Sí —respondió ella.
El pecho de Adam se ensanchó al inspirar profundamente y después levantó la cabeza para mirar a su hija.
—¿Cómo te va con esa clase de contabilidad? —preguntó.
—Por favor, no saques ese tema otra vez. Estoy a esto de abandonarla —dijo Jessie, pellizcando el aire con los dedos índice y pulgar.
—La contabilidad es fácil —dijo el padre.
—Fácil para ti, pero no para mí…
Convencida de que todo iba bien, Ana salió sigilosamente de la habitación con la intención de tomar una taza de té, pero decidió quedarse en el pasillo para disfrutar del alegre sonido de su conversación, que era infinitamente más relajante que una infusión. Mientras estaba al otro lado de la puerta, sus ojos se detuvieron en el retrato que estaba colgado delante de ella. En él, Lillian estaba vestida de blanco con sus dos hijos acurrucados a sus pies. Era una imagen encantadora, pero Ana pensó que el pintor no había logrado captar la verdadera esencia del carácter de Lillian. Había elegido representarla como una matrona y no había visto más allá de la perfección angelical de sus rasgos, el cutis perfecto y la postura elegante. Era una dama, desde luego, pero una dama regida por motivaciones complejas y deseos morbosos que Ana nunca llegaría a comprender del todo.
Por muy encantadora que estuviera Lillian durante su embarazo, lo estaba aún más un par de meses después de dar a luz, revoloteando entre sus diversas aventuras como un hada mágica. Los niños y yo a menudo dejábamos nuestros juegos para mirarla flotar cruzando nuestro mundo hasta que desaparecía de nuestra vista, donde estaba la mayor parte del tiempo. Estaba tan ocupada en la resurrección de su vida social que ahora casi nunca tenía tiempo para sus baños por la mañana.
No obstante, cuando llegó el primer día de Teddy en el jardín de infancia, Lillian hizo un hueco en su agenda matinal para poder llevarlo. Todo fueron sonrisas cuando salieron de la casa, pero regresaron al cabo de menos de una hora deshechos en un mar de lágrimas. Tenía a Jessie en el baño cuando la oí hablar con Millie sobre lo que había pasado, pero rápidamente la envolví en una toalla y la llevé conmigo al piso de abajo.
Teddy parecía haberse calmado un tanto, pero Lillian estaba todavía angustiada.
—Oh, Ana —dijo cuando me vio descender por la escalera—. No puedo hacerlo. No puedo.
—¿Qué ha pasado? —pregunté, tomando nota de la expresión avergonzada de Teddy.
—Teddy no paraba de llorar, y pensar que iba a estar allí completamente solo con todos esos niños extraños durante tres horas seguidas. No podía hacerlo.
—Pero todos los niños lloran el primer día —dije—. A veces los padres también lloran, pero al final todo el mundo lo supera.
—Eso es lo que yo le he dicho —dijo Millie, negando con la cabeza—. No se puede dejar que unas cuantas lágrimas se interpongan. Todo es perfectamente normal.
Lillian lanzó una mirada de desprecio a Millie y luego su boca se torció en un simpático mohín.
—¿Cómo puede ser eso normal, todos esos padres y niños llorando a lágrima viva? ¿Cómo puede ser bueno para nadie?
Jessie empezaba a escurrirse de mis brazos, así que me la recoloqué en la cadera y cargué mi peso sobre la otra pierna.
—Teddy tiene que ir al jardín de infancia —dije—. Si no va, estará más atrasado que los otros niños cuando empiece a ir a preescolar.
Lillian pensó en lo que yo había dicho, mientras acariciaba el pelo de Teddy. Luego se arrodilló delante de él para estar a la misma altura.
—Teddy, has visto lo disgustada que estaba mamá hoy, ¿verdad? —Teddy asintió, mientras retorcía nervioso unos deditos con otros—. Y no quieres que mamá se disguste más, ¿verdad? —Teddy negó con la cabeza—. Pues entonces, ¿qué tal si Nana te lleva al cole mañana?
El niño negó con la cabeza y sacó el labio inferior.
—Teddy no gusta cole. Teddy queda en casa con Nana y bebé.
—Pero Teddy ya es mayor —respondió Lillian en voz baja—. Y Teddy tiene que ir al cole para saber mucho y ganar un montón de dinero como su papá.
Teddy la fulminó con la mirada y dio un pisotón en el suelo para que quedara claro. Lillian me miró y preguntó:
—¿Te importa, Ana?
Más tarde, cuando estábamos solas en la cocina, Millie me preguntó:
—¿Y quién supones que os llevará a Teddy y a ti al jardín de infancia cada mañana? Yo —contestó, asintiendo enérgicamente—. ¿Y estará disponible la madre amantísima para vigilar a su bebé mientras llevamos a su hijo al cole por ella? No, no lo estará. ¿Cómo iba a poder cuidar de su bebé y acudir a la peluquería al mismo tiempo?
—No te preocupes, Millie. Pondré a Jessie en su sillita para el coche y dormirá todo el trayecto de ida y vuelta, ya lo verás.
—Oh, no estoy preocupada —dijo—. Indignada es más exacto.
—Y mientras lo planeamos… —dije como de pasada—, ¿te importaría muchísimo dar tu cabezadita de la tarde después de recoger a Teddy? Es solo… por si te quedas dormida, no quiero hacerle esperar.
Millie se lo pensó un momento.
—No me importa —dijo, desviando la mirada—. Pero deberías pensar en aprender a conducir —le brillaban los ojos cuando volvió a mirarme otra vez—. ¿O es que a las monjas no se les permite conducir?
A la mañana siguiente acompañé a un Teddy de lo más sombrío hasta su clase mientras Millie y Jessie esperaban en el coche. Hasta aquel momento Teddy se había portado bastante bien. Yo le había mantenido la mente ocupada hablando de una excursión al zoo que pensábamos hacer el fin de semana, pero en cuanto vio la puerta de su clase se negó a dar un paso más.
—Teddy no va hoy —dijo, con la carita rígida como una piedra.
—Puedes hacerlo, Teddy —dije, adelantándolo, pero cuando me di la vuelta seguía parado en el mismo punto, fulminándome con la mirada y desafiante como siempre.
—¿Qué tengo que decirle a la señora Crandall? —pregunté.
—¡Dile que Teddy dice no! —gritó.
—La señora Crandall se pondrá triste.
—¡No! —chilló Teddy, cruzando los brazos con fuerza en el pecho.
—Ah, bueno —dije suspirando y encogiéndome de hombros—. Supongo que Jessie tendrá que ocupar tu lugar, y entonces ella será la mayor que irá a la escuela. Cuando tu papá vuelva a casa de trabajar esta noche le diremos lo mayor que es Jessie y todo lo de la escuela.
Comencé a caminar hacia el coche para coger a Jessie, pero no había dado tres pasos cuando Teddy llegó hasta mí corriendo y gritando y empujándome en las piernas.
—¡No, Nana! ¡No! Teddy mayor. Teddy grande, Jessie no.
—Bueno, entonces ¿quién va a ir al cole? ¿Teddy o Jessie?
Le temblaron los labios cuando dijo:
—Teddy va.
Gimió como un león marino herido cuando le dejé con la señora Crandall, pero al terminar la semana ya solo gimoteaba y era capaz de despedirse con un desganado gesto de la mano, como si se hubiera resignado a la indiferente crueldad del mundo. Al término de la segunda semana, no podía esperar para ir a la escuela y apenas le quedaba tiempo para despedirse con la mano cuando yo le decía adiós.
—Ya es mayor, Jessie —le decía mientras lo mirábamos por la ventana, y cuando él nos miraba—: Digamos adiós a tu hermano —Jessie me miraba y me ofrecía una sonrisa desdentada cuando yo le levantaba su manita regordeta y la agitaba. No pasó mucho tiempo hasta que ella dijo adiós por sí sola.
Y al terminar el mes, ante la insistencia de Millie, comencé a recibir clases de conducir.
Desde el día en que nació, Jessie había sido siempre la viva imagen de la salud. Me encantaba mirar sus ojos brillantes e imaginar cómo sería cuando fuera adulta. Su cuerpecito era fuerte y pudo mantener la cabeza erguida casi de inmediato y mirar alrededor de su cuna para observar todo lo que había por allí. Podía estar sin apartar la vista de las tres ramas que se balanceaban al otro lado de la ventana de su dormitorio durante largos periodos y las prefería con mucho al móvil de animales del zoo que estaba colgado encima de su cuna.
A pesar de su evidente fortaleza, a los seis meses contrajo una tos que no se le quitaba. Perdió tanto peso que sus muslitos regordetes comenzaron a parecer largos y demacrados. Había contraído alguna clase de infección pulmonar que exigió que Lillian la llevara al pediatra casi todas las semanas y que le prescribieran antibióticos que tenían que ser administrados con un cuentagotas varias veces al día y una fórmula especial. Yo seguía religiosamente las órdenes del doctor. Rezaba casi constantemente mientras ella dormía y colocaba una medalla de la patrona santa Bernadette en la mesa al lado de su cuna.
Un par de semanas después de que comenzara el tratamiento pareció que Jessie iba mucho mejor, pero una tarde, después de que la señora Lillian hubiera regresado de la consulta del pediatra, la oí sollozar al pasar junto a su habitación. La puerta estaba entreabierta y cuando miré adentro la vi sentada en su tocador con la cabeza agachada y los hombros temblando. Mi corazón se quedó paralizado. Tal vez la pequeña Jessie no iba mejor al fin y al cabo. Tal vez su enfermedad era aún más grave de lo que pensábamos. Y entonces recordé la multitud de minúsculos ataúdes de madera que había visto cuando era niña. La muerte de niños era tan habitual en mi pueblo que a menudo me preguntaba si la infancia misma sería una enfermedad. Me imaginé la cara angelical de la pequeña Jessie metida en el ataúd toscamente tallado con su manta de encaje rosa enmarcando su cuerpo y yo también comencé a temblar de miedo.
Cuando entré lentamente en la habitación y me acerqué a Lillian, noté la abrumadora fragancia de su perfume. Venía del otro extremo de la habitación, y cuando miré vi que uno de sus caros frascos de perfume lo había hecho añicos contra la pared.
—Señora Lillian —dije, con voz entrecortada—. ¿Qué le pasa, señora Lillian?
Levantó la vista y me miró con los ojos hinchados y nublados de lágrimas, y luego se sentó derecha cuando llegué a su lado. Negó con la cabeza sin decir palabra y miró su reflejo en el espejo, y después sus manos.
Me agaché a su lado.
—Vengo ahora de la habitación de Jessie y parece que está descansando plácidamente.
Ella asintió en silencio.
—¿Qué le ha dicho hoy el doctor? ¿Han sido… han sido malas noticias?
Al oír esto se volvió hacia mí, con los ojos abiertos por la sorpresa, y luego negó con la cabeza y miró de nuevo hacia abajo.
—¿Entonces qué pasa, señora Lillian? ¿Por qué está tan disgustada?
Sin decir palabra, levantó sus manos y separó el cabello en las sienes, con los ojos vidriosos de absoluta resignación. Miré el pálido cuero cabelludo debajo de su cabello cobrizo, pero no tenía ni idea de lo que quería que viera.
—Lo siento, no la entiendo, señora Lillian —dije.
Ella dejó caer las manos y frunció el ceño.
—Por el amor de Dios, Ana. Lo tienes ahí, delante de tus narices, y a la vista de todo el mundo. Cuatro espantosas canas —se apartó el cabello de nuevo—. Ahí, ¿las ves ahora?
Me acerqué más, entrecerrando un poco los ojos, y entonces vi los pelos ofensivos.
—Sí, las veo —dije entre dientes.
Dejó caer los hombros.
—Estoy envejeciendo, Ana —dijo—. De pronto, parece como si lo hubiera perdido todo.
Miré fijamente su precioso rostro, manchado de lágrimas, y apenas supe qué responder.
—¿Cómo puede decir eso, señora Lillian?
—Porque es verdad —respondió mientras se miraba otra vez en el espejo—. Cuando las canas aparecen, empieza a caerse la piel de la cara y a aparecer las arrugas. Cualquier día comenzaré a perder los dientes, pero no pasa nada. Me limitaré a convertir el puré que Millie hace para Jessie en mi comida. Estoy segura de que no supondrá ningún problema extra para ella.
Me reí entre dientes al pensarlo.
—Señora Lillian, usted es todavía una mujer muy joven.
Me miró y puso los ojos en blanco.
—Para ti es fácil decirlo porque eres cinco años más joven que yo. A las mujeres más jóvenes les encanta decir a las mujeres mayores que no son tan viejas. Es como si una mujer flacucha le dice a una mujer corpulenta: «Oh, no estás tan gorda», cuando lo que en realidad quiere decir es: «¡Estás como una vaca horrenda!».
Negué con la cabeza, desconcertada.
—¿Ha oído hablar de la belleza sin edad, señora Lillian?
Hizo un mohín y negó con la cabeza.
—Mi madre solía decirme que algunas mujeres nacen con una belleza sin edad, y que el paso del tiempo no degrada su encanto, sino que lo refina aún más. Es usted muy afortunada por haber sido bendecida con ese don.
La señora Lillian se sorbió la nariz y me miró.
—¿De verdad piensas así?
—Lo pensé desde el primer instante en que la vi. Pero debe tener cuidado. Puede ser algo peligroso ser tan absolutamente hermosa.
La señora Lillian intentó contener la sonrisa que afloraba en las comisuras de su boca. Después se enderezó en su asiento y levantó la barbilla. Mientras miraba su reflejo en el espejo, su disgusto anterior se desvaneció hasta que sus ojos brillaron con coquetería. Luego se ahuecó el pelo y se empolvó la cara. Complacida con su imagen, se aplicó un poco de colorete y también de carmín. Era difícil creer que unos momentos antes hubiera estado llorando como una histérica.
—Voy a teñirme el pelo —anunció con orgullo—. No me permitiré envejecer y ponerme cetrina —se volvió hacia mí, plenamente reafirmada—. Voy a vivir peligrosamente, Ana.
A partir de aquel día llegué a comprender que los estados de ánimo de Lillian eran tan fugaces como una tormenta de verano. Al principio me sentí incómoda por ello, pero pronto aprendí a leer su temperamento y a predecir el tiempo como un meteorólogo maestro. De hecho, llegó a dárseme bastante bien incluso alterarlo una vez que entendí que la vanidad de la señora Lillian era su fuente primaria de placer y dolor.
El señor y la señora Trellis recibieron muchas visitas después del nacimiento de Jessie. La mayoría de ellas venían a ver a la recién nacida, pero sospecho que tenían los mismos deseos de ver a Lillian en su radiante estado de posparto. Cuando había visitas en la casa yo prefería estar fuera de la vista, y utilizaba la escalera de servicio para ir y venir de la cocina al cuarto de los niños. Si era necesario, Lillian me hacía saber cómo quería que vistiera a la niña y a qué hora tenía que llevarla abajo. Si las visitas llegaban cuando la niña ya estaba acostada, no solían llamarme para nada.
En cierta ocasión, eran casi las nueve de la noche y los dos niños estaban en la cama cuando bajé en pijama con la intención de prepararme un sándwich. Se oían los sones de la música entrando desde el patio y me dirigí en silencio a la cocina por la entrada de servicio, como de costumbre. Volvía con mi sándwich en la mano cuando vi el reflejo de un hombre de pie ante el inodoro del tocador de señoras. Habría desviado de inmediato la vista si no me hubiera parecido tan extrañamente familiar.
De pronto su mirada se cruzó con la mía y sonrió, empujando con suavidad la puerta del tocador de señoras con el pie e impidiéndome el paso. Se cerró la cremallera de los pantalones y en unos instantes nos encontramos cara a cara. Su cabello abundante y ondulado era casi tan negro como el pantalón y la camisa de seda que llevaba abierta en la garganta, y sus ojos de color ámbar brillaban con picardía mientras me observaba de los pies a la cabeza.
Me sentí incómoda de inmediato, y quise dejar caer el sándwich y salir corriendo, pero no pude dejar de mirarle a la cara. Podía jurar que le había visto antes en alguna parte.
—Echando una miradita, ¿no? —preguntó en tono burlón.
—Yo… yo… le pido disculpas —dije, sintiéndome sumamente incómoda—. No me di cuenta.
—¿No habías visto nunca a un hombre orinando? —cruzó los brazos en el pecho—. ¿Tal vez esperabas ver algo más?
No tenía ni idea de cómo responder a aquel comentario, y no pude hacer otra cosa que quedarme allí sosteniendo mi plato.
En ese momento entró otro hombre con la intención de usar también los servicios. Tenía el cabello rojizo claro y llevaba unas gafas gruesas detrás de las cuales bizqueaba de una manera curiosa. El hombre del cabello oscuro pasó su brazo por los hombros del otro.
—Peter, he pillado a una mirona. Una mirona de lo más mona a quien le gusta merodear por ahí en pijama, pero una mirona de todos modos. Te aconsejo que cierres bien la puerta del cuarto de baño cuando entres.
Peter puso los ojos en blanco.
—Si no estuvieras siempre buscando problemas quizá no fueras tan propenso a encontrarlos —luego se dirigió a mí—. ¿Y usted quién es, joven? —preguntó.
—Soy Ana.
—Ah, ¿la joven que cuida de Teddy y la niñita?
—Sí —respondí, agradecida de que se me conociera como algo más que una mirona.
Al oír esto, los ojos del hombre de cabello oscuro se abrieron en una demostración exagerada de respeto y admiración.
—¿Esta es la famosa Ana? —preguntó—. ¿La heroína que salvó a mi querido sobrino de ahogarse?
Y entonces caí en la cuenta de quién era el hombre moreno.
—Y usted debe de ser el hermano menor del señor Trellis —dije.
Hizo una reverencia.
—Veo que mi fama me precede. Soy, en efecto, Darwin Trellis, el siniestro y apuesto hermano pequeño del que tanto has oído hablar. Y este es el doctor Peter Farrell, que compensa su falta de belleza con su talento. Te aseguro —añadió— que si alguna vez necesitas librarte del apéndice o de la vesícula, o —ahuecó las dos manos y se las puso en el pecho— si necesitas unas más grandes, el doctor Farrell es tu hombre.
El doctor Farrell negó con la cabeza y miró al otro hombre con estudiada consternación.
—Bueno, no exactamente, pero estoy a tu servicio de todos modos, Ana. Ahora, si me excusáis —dijo, y entró en el tocador de señoras y cerró con pestillo la puerta tras él, en el preciso instante en que un golpeteo de piececitos podía oírse bajando la escalera. Teddy apareció en el pasillo y cuando vio a su tío sus ojos se iluminaron y echó a correr deprisa hacia él con los brazos extendidos.
—¡Tío Dawin, tío Dawin, has venido a verme, has venido a verme! —gritó. Darwin lo levantó en alto y le hizo girar sobre su cabeza mientras Teddy chillaba encantado.
—¿Cómo está mi pequeño Supermán favorito en el mundo entero? —preguntó Darwin, mientras miraba a Teddy con tal ternura que mi desagrado inicial hacia él quedó momentáneamente en suspenso.
Teddy apretó con sus manos las mejillas de su tío.
—¿Puedes darme vueltas otra vez? ¡Por favor! ¡Por favor!
—Puedo hacer algo mejor que eso —respondió su tío, y lo levantó en alto y recorrió de este modo el pasillo entero mientras Teddy adoptaba la postura de Supermán en pleno vuelo.
Cuando terminaron, Darwin preguntó:
—¿Se ha portado bien Supermán con Ana?
Teddy frunció el ceño y volvió a apretar las mejillas de Darwin.
—Nana —dijo Teddy—. Se llama Nana.
—Le gusta llamarme Nana —dije encogiéndome de hombros—. He intentado corregirle, pero no sirve de nada.
Darwin se rio, y dejó que Teddy siguiera contorsionándole la cara.
—De acuerdo, que sea como tú dices. Nana —repitió, lo cual hizo que Teddy echara la cabeza hacia atrás entre carcajadas.
—Dilo otra vez, tío Dawin. Estás divertido, como un pez.
Agarrando todavía mi sándwich, que estaba casi hecho pedazos, dije:
—Es muy tarde, Teddy. Tenemos que irnos arriba ya.
—¡No, Nana, no! —dijo Teddy gimiendo y agarrándose al cuello de su tío como si le fuera la vida en ello.
—¿Es así como se porta Supermán? —dijo Darwin, haciéndole a Teddy un mohín.
Teddy se soltó de su tío y Darwin le puso de nuevo en el suelo. Teddy agarró entonces mi mano extendida, pero no pudo borrar la expresión avinagrada de su cara.
—Buenas noches, señor. Ha sido un placer conocerle —dije, y comenzamos a recorrer el pasillo.
—Buenas noches, Nana. Buenas noches, Supermán.
—Buenas noches, tío Dawin —dijo Teddy.
Habíamos subido ya la mitad de la escalera cuando Darwin llamó en voz lo bastante alta para que el doctor Farrell, que estaba todavía en el tocador de señoras, pudiera oírlo también.
—Y haz el favor de guardarme el secreto del prodigioso tamaño de mi anatomía. No necesito a más mujeres llamando a mi puerta.
No respondí, pero su risa molesta nos siguió en nuestro camino al piso de arriba y Teddy comenzó a reír socarronamente como su tío. Mientras le metía de nuevo en la cama, dijo:
—Tío Dawin es diver.
—Sí —respondí—. Es divertidísimo.
Cuando le dije a Millie que había conocido al hermano pequeño del señor Trellis, Darwin, le faltó tiempo para contármelo todo sobre él, y cuando hablaba sus ojos brillaban encandilados, de modo muy parecido a los de Teddy la noche anterior. Me informó de que había sido un deportista de talento en el instituto y habría conseguido una beca de fútbol americano en cualquier universidad que hubiera elegido, pero el accidente de coche le había causado lesiones tan graves en la espalda que pusieron fin a su carrera como jugador.
—Se lo tomó muy mal —dijo Millie—, y durante años estuvo enfadado con su hermano y le echó la culpa por haberle sacado del coche. No sabría decirte cuántas veces me dijo que habría preferido morir. Oh, al final lo superó, pero, cuando lo hizo, aquel maldito gen del juego afloró de mala manera y no lo abandonó. En unos años consiguió despilfarrar una buena parte de su herencia. Llegó a estar tan mal que intentó convencer a Adam de que vendiera la casa. Tuvieron algunas discusiones terribles a causa de ello, pero Adam se negó a vender la casa o cualquiera de los bienes adscritos a ella. En cambio, le compró su parte a su hermano y entonces Darwin se marchó más o menos en la misma época en que Lillian comenzó a husmear por aquí, intentando engatusar a Adam y coger su cartera —Millie suspiró—. Desde entonces, Darwin suele ir y venir. Cuando sus bolsillos están llenos no lo vemos ni sabemos de él durante meses seguidos. Suele viajar a Europa. Dice que las mujeres europeas tienen una mentalidad más abierta y exigen menos que las mujeres norteamericanas. Cómo le echo de menos cuando se va.
Darwin apareció de forma inesperada unos días después mientras yo estaba en la cocina ayudando a Millie con los platos de la cena.
—¿Cómo está la mujer más cautivadora del mundo? —preguntó, sobresaltándonos a las dos.
Millie emitió encantada una risita tonta cuando le vio y se puso las manos llenas de jabón en las caderas.
—La señora Lillian está arriba —dijo remilgadamente.
—Sabes perfectamente que no me refiero a Lillian —replicó Darwin, que abrazó a Millie con evidente afecto, sin preocuparle que sus manos enjabonadas tocaran por todas partes su cara chaqueta. Cuando la soltó, ella estaba arrebatada de placer.
—¿Y cómo estás esta noche, Ana? —dijo, con un movimiento de cabeza seco y respetuoso—. ¿Sigues ocupándote de mi queridísimo Teddy?
—Sí, señor, y también de Jessie —respondí.
—He venido a hablar con Adam —dijo, dirigiéndose de nuevo a Millie—. ¿Sabes si está aquí?
—Está en su estudio, como de costumbre —dijo Millie haciendo un ademán con la mano—. Asegúrese de volver por aquí antes de marcharse y tendré unas galletitas recién horneadas para usted.
—¿De harina de avena? —preguntó, mientras se frotaba las manos con glotonería.
—¿De qué, si no? —respondió Millie, y Darwin se dirigió al estudio con la promesa de volver.
En cuanto salió, la sonrisa se borró de la cara de Millie, que negó con la cabeza llena de consternación.
—Es bueno verlo, pero cuando empieza a aparecer por aquí me preocupa que pueda estar metido en alguna clase de lío de dinero, de mujeres o las dos cosas —Millie siguió negando con la cabeza con infinito pesar—. No sé cuántas veces le he dicho que se busque a una buena mujer y siente la cabeza, pero para este chico todas las mujeres son como un paquete interminable de chicle. Desenvuelve una barrita, la mastica durante un tiempo y después la tira en cuanto el sabor comienza a desaparecer. Luego desenvuelve sin más otra barrita y vuelta a empezar. Es tan condenadamente guapo y encantador que no parece que le falte nunca una remesa nueva. La única mujer de la que no parece cansarse es la esposa de su hermano —dijo Millie, frunciendo la boca con desagrado—. No está bien la manera en que toma el pelo a ese pobre hombre y se burla de él.
—¿Te refieres a la señora Lillian?
—¿A quién si no? —respondió Millie echando la cabeza hacia atrás.
Me di la vuelta, sintiendo la repentina necesidad de defender a la señora Lillian.
—Tal vez solo compadezca al señor Darwin —dije.
—¿A santo de qué? —preguntó Millie.
—Porque no pudo jugar al fútbol después del accidente, y porque tiene tantos problemas con el dinero y las mujeres.
Millie negó con la cabeza como si sintiera vergüenza de mí y mi ignorancia.
—No cabe ninguna duda de que tienes talento para los niños, Ana —dijo—. Pero en lo que se refiere a los adultos, no tienes ni la más remota idea.
Me enteré, a través de Millie, de que Darwin había encargado a un artista que pintara un retrato de la señora Lillian y los niños como una sorpresa para su hermano el día que cumpliera treinta y cinco años. Y quiso la suerte que conociera al artista adecuado para hacer el trabajo.
Una tarde especialmente gris, Jessie estaba durmiendo y Teddy y yo estábamos leyendo en el cuarto de los niños cuando Millie subió a buscarnos. Giró la mano ante ella e hizo una reverencia como si fuera una sirvienta de la realeza.
—El artista ha llegado y se requiere la presencia del principito y la princesita en el salón —anunció, arrastrando ligeramente las palabras.
—¿Quieres decir ahora mismo?
—A los genios artísticos no les gusta que les hagan esperar —dijo, y cuando salió el olor agrio del whisky persistió en el aire.
Confié en que Teddy no hubiera notado su extraño comportamiento, pero en los últimos tiempos miraba a Millie de una manera más estudiada, como si hubiera captado que algo no estaba del todo bien. Como era perspicaz, yo sabía que no tardaría mucho en imaginarse qué era.
Jerome estaba esperando en el salón junto a la ventana más grande, inclinado sobre sus herramientas de artista, que estaban esparcidas a su alrededor. Había decidido no despertar a Jessie por el momento, pues sabía que se convertiría en una criatura muy malhumorada si lo hacía. Teddy no perdió el tiempo y echó a correr en dirección a las pinturas de colores, a las que tomó por juguetes. Conseguí interceder antes de que hubiera abierto uno de los tubos de pintura, recordando la semana anterior cuando desapareció en la sala de música con una caja de lápices de colores. No estuvo fuera de la vista más que unos minutos, pero en ese tiempo logró cubrir una pared entera de dibujos de sus bichos favoritos, todo ello con amplias sonrisas burlonas de felicidad.
—Teddy, estos no son juguetes para ti —dije con delicadeza—. Son para que el artista pinte con ellos.
Teddy hizo un mohín y me puso las manos en las mejillas.
—Pero yo quiero pintar dibujo para ti, Nana —dijo, confiando en que esto me hiciera cambiar de opinión.
Jerome se aclaró la garganta y le miró directamente a él por primera vez desde que entró en la sala. Sonrió, dejando ver una hilera de dientes blancos uniformes. Su piel era igualmente perfecta y su cabello era de un brillante tono dorado. Poseía una belleza suave y radiante poco corriente en un hombre, pero su cuerpo tonificado y perfectamente proporcionado era sin lugar a dudas masculino. Teddy y yo lo miramos durante unos instantes, totalmente abrumados por su apariencia irreal.
—Qué niño tan guapo —observó—. Y usted debe de ser Lillian —dijo, dirigiendo una mirada educada a mi cara. Su sonrisa siguió siendo cortés, pero no pudo ocultar su decepción.
—Oh, no, no soy Lillian —dije, ruborizándome—. Cuido a los niños, me llamo Ana.
—¡Nana! —corrigió Teddy, como de costumbre.
Era evidente que Jerome estaba acostumbrado a pintar niños y comprendía la importancia de atraerlos antes de pedirles que posaran. Tenía pinturas y pinceles reservados especialmente para ellos, y habló alegremente con Teddy sobre los diferentes colores que pensaba usar y también los pinceles, respondiendo a todas sus preguntas aunque no fueran perfectamente comprensibles. Teddy sonreía con brillante curiosidad mientras interactuaba con aquella fascinante nueva visita, mientras yo estaba sentada cerca de la puerta esperando a que llegara Lillian. Entonces me haría saber si quería que me quedara durante la sesión.
Unos instantes más tarde, Lillian hizo su entrada llevando un vestido blanco entallado que a mí me recordó al primer día que la vi. Me había acostumbrado a su belleza espectacular, en la que a veces no me fijaba mucho a menos que estuviera en compañía de alguien que no la conocía. Los ojos de Jerome recorrieron de arriba abajo su esbelto cuerpo y se posaron en su rostro. Estaba claramente deslumbrado y quizá incluso un tanto molesto porque tuviera que compartir el lienzo con los niños.
Lillian sonrió y le ofreció su mano, totalmente satisfecha por la admiración que leía en los ojos del artista. El rubor le encendió las mejillas y la hizo aún más atractiva. Teddy comenzó sus dibujos mientras ellos empezaban a hablar del proceso del retrato. Me alegró oír que los niños no tendrían que posar durante más de unos minutos cada vez, y que Jerome era capaz de captar una excelente semejanza observándolos en su entorno natural, así como con el uso de fotografías.
—Puedo empezar hoy con algunos bocetos preliminares si lo desea.
—Eso sería estupendo —respondió Lillian con excitación—. ¿Se ha despertado Jessie de su siesta? —preguntó, dirigiéndose a mí por primera vez desde que comenzó la entrevista.
—No lo sé. Iré a ver —dije, levantándome.
—Teddy, vete con Ana. Pórtate bien.
Teddy frunció el ceño ante la perspectiva de interrumpir su sesión de dibujo, pero cuando vio la seriedad en los ojos de su madre soltó de inmediato su pincel y corrió hacia mí. Salimos de la sala juntos y solo nos habíamos alejado un par de pasos de la puerta cuando me paré para atar el cordón de una de las zapatillas de deporte de Teddy.
—Se me ha ocurrido una idea tonta. Casi me da vergüenza preguntarlo —oí decir a Lillian.
—Pues entonces no hay duda de que debe preguntarlo —respondió Jerome con una intimidad tan pícara que resultaba difícil creer que se hubieran visto por primera vez solo unos momentos antes.
—¿Pinta usted desnudos? —preguntó Lillian.
Él se tomó un momento para contestar y después respondió con voz entrecortada.
—Pinto todo aquello que mis clientes solicitan.
Jerome venía a la casa dos veces a la semana, el martes por la mañana y el jueves por la tarde. Los martes, los niños se vestían con las prendas del retrato, pantalón blanco y camisa blanca abotonada de arriba abajo y con cuello para Teddy y un precioso vestido blanco bordado para Jessie. Disfrutaba haciéndole tirabuzones con sus rizos de color zanahoria y distribuyéndolos alrededor de la cabeza. Pero los jueves por la tarde los niños no estaban presentes en la sesión, y solo podía suponer que aquel era el momento reservado para «el desnudo». Hacía todo lo posible por mantener a los niños lejos del salón convertido en estudio, y no le conté a Millie lo que había oído por casualidad. No parecía correcto compartir algo que para empezar yo no debería saber. De todos modos, no hacía falta que nadie alimentara el arsenal de quejas de Millie contra Lillian. De hecho, cada vez que Jerome llegaba, Millie cruzaba los brazos sobre el pecho y le miraba con recelo.
La mayoría de las sesiones comenzaban hacia las doce del mediodía y duraban entre dos y tres horas, lo cual significaba que Jerome se marchaba siempre mucho antes de que el señor Trellis volviera a casa. Lillian me explicó que de este modo no había ninguna posibilidad de estropear la sorpresa de cumpleaños para su marido.
Cada vez que pasaba junto a la puerta del estudio cerrada, me estremecía al pensar que la señora Lillian estaba posando desnuda delante de aquel hombre extraño. La única vez que había estado desnuda delante de un chico fue cuando Carlitos y yo jugábamos en la orilla del río y nos cubríamos de barro. Y las hermanas en el convento habían insistido en que guardara un recato absoluto. Nuestras duchas eran privadas y siempre nos vestíamos completamente de la cabeza a los pies antes de salir del cuarto de baño. Nos ocupábamos incluso de lavar nosotras mismas nuestra ropa interior para que ninguna mano humana salvo las nuestras tocase nunca aquello que tocaba las partes más íntimas de nuestro cuerpo.
Un jueves por la tarde, tres semanas después del comienzo de las sesiones, dejé a los niños con Millie en el patio para ir a buscar el balón de Teddy al cuarto de los niños. Cuando pasaba delante de la sala de dibujo, dudé delante de la puerta cuando oí un sonoro estrépito que venía de dentro. La puerta estaba ligeramente entreabierta, así que miré dentro pero solo encontré la sala vacía, aunque pude ver que el lienzo de Jerome se había caído del caballete, y era probable que hubiera hecho el ruido que había oído unos momentos antes. Estaba pensando en entrar en la sala para ponerlo en su sitio cuando oí el chasquido de la puerta principal y los pasos familiares del señor Trellis acercándose por el pasillo. Había llegado a casa mucho antes de lo habitual y, aunque estaba aturullada, conseguí cerrar la puerta antes de que diera la vuelta a la esquina.
—Hoy ha vuelto a casa temprano, señor Trellis —dije con toda la tranquilidad que me fue posible.
—Tengo que hablar con Lillian sobre algo. ¿Está en casa? —preguntó.
—Sí…, yo… yo… creo que sí —balbuceé.
—¿Dónde puedo encontrarla?
—No lo sé con exactitud —respondí, preguntándome dónde diablos podía estar—. Puedo ir a buscarla si lo desea.
—Te lo agradecería —dijo con un profundo suspiro—. Dile que la estaré esperando en el estudio.
En cuanto entró en su estudio y cerró la puerta, corrí de acá para allá sin saber con certeza por dónde comenzar mi búsqueda, y los frenéticos latidos de mi corazón lo único que hacían era agravar mi indecisión. Comprendí que mi ansiedad no tenía nada que ver con que el regalo de cumpleaños siguiera siendo una sorpresa, sino con asegurarme de que el señor Trellis no se enteraba de que su esposa posaba desnuda para el apuesto artista de cabello dorado porque, si la descubría, estaba segura de que algo horrible sucedería. Intenté calmarme y comencé mi búsqueda de manera metódica. Empecé por la planta baja, buscando en las habitaciones de una en una, incluso en la sala de música y en el lavadero, donde era sumamente improbable que estuvieran. Registré el primer piso de la misma manera y hasta tuve el atrevimiento de abrir la puerta del dormitorio del señor y la señora Trellis después de llamar y decir: «Señora Lillian, el señor Trellis ha llegado a casa pronto. Oh, señora Lillian, su esposo ha llegado». Pero todas las habitaciones del primer piso estaban vacías, por lo que subí de mala gana al segundo piso.
Desde mi primera y única visita allí, había dejado claro a Teddy que no tenía que subir cuando jugaba al escondite, y que si me desobedecía no volvería a jugar a ese juego con él nunca más. Era tanto por su seguridad como por mi comodidad. No tenía ninguna gana de volver a visitar lo que consideraba el lugar más desagradable de la casa.
Subí a paso ligero por la escalera de servicio, haciendo todo lo posible por ignorar el olor a moho y las colgaduras de telarañas que me rozaban la cara y los brazos. Cuando llegué al rellano, se me hizo un nudo en la garganta y un escalofrío me recorrió la espina dorsal de arriba abajo. Noté enseguida que no estaba sola. «¿Hay alguien aquí?», susurré, casi ahogándome con mis palabras, y como solía hacer cuando sentía ansiedad o miedo, guardé silencio, confiando en que aquello que temía no me encontrase.
Di varios pasos por el corredor y advertí que una de las puertas de la otra punta estaba ligeramente entreabierta. Me paré y escuché, convencida de que había oído un ruido, pero quizá no era nada más que los pasos de las cucarachas y los ratones por debajo de las tablas del suelo. Avancé otro paso y entonces tuve la certeza de oír algo; era la voz susurrante de mi madre: «Lo que un hombre y una mujer hacen juntos es privado y no debes mirar».
Incapaz de hacer caso de su advertencia, miré a hurtadillas por la puerta abierta y vi el pálido cuerpo desnudo de Lillian recostado en el sofá, con las piernas cruzadas recatadamente y las manos detrás de la cabeza como si estuviera tomando el sol. Jerome, también desnudo, estaba echado junto a ella. Su cuerpo musculoso y bronceado hacía que el de Lillian pareciera infantil, y estaba acariciando ligeramente la cara interna del muslo de Lillian como si fuera un animal de compañía, avanzando lentamente hasta su entrepierna mientras ella susurraba con placer.
Sin saber qué hacer, empujé la puerta y la abrí. Cuando Lillian me vio de pie en la entrada sus ojos se abrieron de par en par y Jerome se levantó inmediatamente de un brinco y gritó, pero lo único que oí fue un sonido extraño, como un zumbido dentro de mi cabeza. Me quedé paralizada, sin poder moverme ni emitir un sonido, convencida de que si lo hacía el suelo desaparecería bajo mis pies y la casa entera se desmoronaría a nuestro alrededor. Solo podía mirar fijamente a los etéreos y asustados ojos azules de la señora Lillian, buscando orientación. Pero ella también estaba paralizada, mirándome como si fuera una fiera que pudiera devorarla de una sola dentellada.
Finalmente rompí el impuro encantamiento que crecía entre nosotras.
—Señora Lillian, su esposo acaba de llegar a casa. Quiere hablar con usted en el estudio.
Los músculos de la delicada garganta de Lillian se tensaron y tragó saliva. Estaba esforzándose por guardar la calma y centrarse ante aquella crisis absurda.
—Ana, escúchame —dijo con voz casi tranquilizadora. No podemos dejar que Adam encuentre a Jerome en la casa. Baja y dile que me siento enferma y que bajaré dentro de unos minutos.
—Sí, señora Lillian —dije entre dientes. Sin decir palabra, Jerome se dio la vuelta con aspecto más decepcionado que alarmado y se dirigió a grandes zancadas hacia el lugar donde su ropa estaba amontonada. Su pene semierecto se balanceó ligeramente mientras caminaba y pude advertir que su vello púbico era castaño oscuro y no dorado como el pelo de la cabeza. Se puso los pantalones y gimió cuando la cremallera le pilló la carne suelta de la entrepierna. Me pregunté por qué no llevaba ropa interior ya que estaba convencida de que todos los hombres la usaban.
La señora Lillian se levantó y se encogió de hombros en su bata mientras Jerome terminaba de vestirse.
—Y debes tener ocupado a Adam hasta que estés segura de que Jerome está fuera de la casa, ¿lo entiendes?
Asentí, pero no fui capaz de moverme, lo que hizo a Lillian decir con aspereza:
—Ya me has oído, Ana. ¡Vete ya! No tenemos mucho tiempo.
De pronto cobré vida y bajé de dos en dos los dos tramos de escaleras, oyendo vagamente el sonido de los pies de Jerome detrás de mí. Pasé corriendo junto al salón y corrí directamente a la cocina, donde hice una pausa para recobrar el resuello. Desde allí pude oír a Jerome haciendo ruido en el salón mientras recogía sus cosas, pero sabía que necesitaría varios minutos para hacerlo. Temblando de la cabeza a los pies, me acerqué al fregadero y me salpiqué la cara con agua fría. Cuando me sentí más o menos serena, continué hasta el estudio, donde el señor Trellis estaba mirando unos papeles en su escritorio. Cuando entré, noté que le decepcionó comprobar que era yo y no su esposa quien estaba de pie en la puerta.
—Empezaba a pensar que te habías olvidado de mí —dijo.
—Lo siento, yo… yo…
—¿Qué pasa? —preguntó, levantándose a medias de su silla—. ¿Son los niños?
—No, están bien.
—Bueno, ¿has encontrado a Lillian? —preguntó.
—Sí —respondí—. Pero no… pero no se encuentra bien.
Sus ojos se cubrieron de un velo de preocupación.
—¿Qué le pasa? Parecía encontrarse muy bien esta mañana.
De alguna manera las palabras consiguieron salir de mi boca.
—Tiene… tiene problemas femeninos.
—Entiendo —dijo, apartando la vista con torpeza—. Bueno, esto puede esperar, ¿está arriba?
—No… no estoy segura —tartamudeé.
—Creí que habías dicho que acababas de hablar con ella.
—Sí, pero es posible que no esté donde la he visto la última vez —respondí nerviosa.
Se levantó y rodeó su escritorio.
—¿Y dónde fue eso exactamente?
Alcé la vista hacia él durante unos instantes, con la mente completamente en blanco.
—Ana, ¿pero qué demonios te pasa? Tienes un aspecto muy extraño.
—No lo sé.
—¿Que no lo sabes? ¿Cómo puedes no saberlo?
—Yo… yo… supongo que yo tampoco me siento muy bien.
—¿Tú también? —preguntó con incredulidad—. Muy bien, iré a buscar a Lillian yo mismo y entonces tal vez ella pueda decirme algo de esa misteriosa enfermedad que parece rondar por aquí —fue hasta la puerta y la abrió en el preciso instante en que oí que Jerome recorría el pasillo, con su caballete chocando por todas partes en su camino a la puerta principal. Sin saber qué otra cosa hacer, di un grito ahogado y caí desplomada en el suelo.
El señor Trellis corrió a mi lado.
—Ana —dijo, dándome unos suaves golpecitos en las mejillas—. Ana, ¿puedes oírme? —al no responderle, pasó sus manos por debajo de mi cuerpo y me llevó al sofá. Su cercanía hizo que me sintiera cálida y viva, como si un río hubiera atravesado de repente mi alma. Deseé que pusiera su cabeza en mi hombro y descansara conmigo mientras esperábamos juntos a que pasara el peligro. Pero no volvió a tocarme.
Cuando por fin abrí los ojos, él estaba mirándome, sin lugar a dudas preocupado.
—Estás pálida. ¿Has comido algo hoy? —preguntó, y el sonido profundo de su voz tan cerca de mi oído me hizo sentir débil y maravillosamente a la vez.
—Solo un pequeño desayuno —dije entre dientes.
—¿No has tomado nada en el almuerzo?
Negué con la cabeza, deseando que se quedara de rodillas junto a mí, respirando sobre mí, preocupado por mi bienestar, porque de pronto mi vida parecía absolutamente completa.
—Tienes que comer más, Ana. Estás demasiado delgada.
—Sí —dije, mirándole a los ojos, que estaban tan cerca que podía ver el negro de sus pupilas sobre el castaño oscuro de sus iris. Hasta aquel momento no me había dado cuenta de verdad de los ojos tan bonitos que tenía, tan brillantes y oscuros, tan expresivos.
Antes de que pudiera decir nada más, la puerta del estudio se abrió. Lillian entró en albornoz y con el pelo envuelto en una toalla, como si acabara de salir de la ducha.
Se alarmó al verme tendida en el sofá y a su marido de rodillas a mi lado.
—¿Qué le pasa a Ana? —preguntó.
—Iba a buscarte cuando se desplomó —respondió el señor Trellis.
Me tragué mis emociones lo mejor que pude.
—No me sentía bien, señora Lillian, y… y todo se puso negro.
Ella no dijo nada, pero asintió para indicar que lo entendía. El señor Trellis dijo:
—Voy a pedir a Peter que venga a echarte un vistazo.
—Estoy segura de que no es necesario —dije, incorporándome—. En cuanto tenga algo en el estómago me sentiré mejor, y Millie lleva ya demasiado tiempo con los niños.
Lillian me dirigió una mirada de agradecimiento, cogió la mano de su marido y lo condujo suavemente a la puerta.
—Dejemos que Ana descanse un poco más. ¿Querías hablar conmigo?
Esa noche, después de dejar a los niños, estaba en la cocina preparando una taza de té cuando Millie entró en busca de algo de comer. Se tambaleaba sobre sus pies y noté el olor a whisky en su aliento, que siempre era más intenso de noche.
—¿Te encuentras mejor después de tu desmayo? —preguntó, acercándose sigilosamente a mí.
—Sí, mucho mejor.
Fue hasta el frigorífico y, después de rebuscar un poco, lanzó jamón y queso en la encimera y se puso a hacerse un sándwich.
—Apenas has cenado nada. ¿Quieres que te prepare un sándwich?
—Eso estaría muy bien. Gracias, Millie.
Empezó a untar cuatro rebanadas de pan con mantequilla y mostaza mientras tarareaba una alegre cancioncilla.
—Qué cosa más curiosa —dijo sin dejar de trabajar—, cuando Adam llegó a casa esta tarde vi a ese artista, Jerome, corriendo hacia su coche como si lo persiguiera una jauría de perros salvajes —Millie esbozó una sonrisa tonta y torcida—. Y podría haber jurado que llevaba la camisa puesta del revés —dijo mirándome con ojos inocentes—. ¿A que es curioso?
No dije nada mientras daba un sorbo a mi té.
—Y vaya pelea que han tenido esos dos mientras tú descansabas en el estudio. ¿Has oído algo? —preguntó Millie, mientras cortaba en dos los sándwiches.
Negué con la cabeza, agradecida por mi ignorancia.
—Bueno, no pude entenderlo todo porque Lillian estaba más histérica de lo habitual, pero sé que tenía algo que ver con la sorpresa de cumpleaños de Darwin para su hermano. Parece ser que se encargó del retrato, pero se olvidó de encargarse del pago —dijo Millie, empujando el sándwich por la encimera hacia mí—. Me imagino que por error se ha enviado la factura al despacho de Adam y ahora la sorpresa se ha estropeado —Millie chasqueó la lengua—. ¿O podría ser que a Lillian le dio lástima Darwin y le dijo que facturase a su marido en vez de pagarlo él? ¿Crees que pudo ser esto lo que pasó?
—No lo sé —dije toqueteando mi sándwich.
—Esa mujer es tan condenadamente desinteresada —dijo—. ¿Quién iba a imaginar que había un santo viviente entre nosotros? —Millie miró detenidamente mi sándwich intacto—. ¿Qué pasa, Ana, he puesto demasiada mostaza?
—No, es que no tengo mucho apetito después de todo.
—Sigues estando un poco pálida. Puede que este lugar te esté afectando finalmente.
—Solo necesito descansar un poco. Estoy segura de que mañana me sentiré mejor.
—Sí, mañana —dijo Millie con una radiante risita socarrona que hizo que cayeran sobre la encimera algunos trocitos de sándwich a medio masticar—. Otro día lleno de armonía y dicha familiar. Ya puedes escribir sobre ello en tus cartas, Ana. Que las hermanas lo sepan todo de esta buena familia para la que trabajas. Y dales recuerdos míos, ¿lo harás?
Nunca había anhelado tanto la paz y la tranquilidad del convento. Si pudiera acurrucarme en mi pequeña celda y dormir tranquila hasta que me despertara la campana que llamaba a la oración de la mañana, sabría que todo volvía a estar bien. Después del desayuno le diría a la madre superiora que la vida fuera del convento no era para mí. Estaba llena de demasiado dolor y engaño, y nunca encontraría sentido en el caos. No era en modo alguno mejor que la guerra civil de mi niñez, un lugar sin Dios ni bondad, y algunos días me sentía como si caminase descalza por un camino interminable de cristales rotos. No podía entender lo que había visto aquella tarde, y menos aún la ternura cada vez mayor que sentía por el señor Trellis.
Estaba casi dormida, reconfortada por el pensamiento de que dentro de solo unas semanas estaría de vuelta en el convento, que era mi sitio, cuando oí a Teddy llamándome con su vocecita lastimera. Me puse la bata y corrí en su busca. Con el resplandor de su lamparilla de noche vi la ansiedad en su cara.
—Nana, mi Nana —dijo extendiendo los brazos hacia mí.
—¿Qué te pasa, Teddy? ¿Has tenido otro mal sueño? —pero cuando entré en la habitación percibí un olor hediondo y familiar.
El labio inferior de Teddy temblaba.
—He hecho caca en el pijama —dijo.
Acudí rápidamente a ayudarle a salir de la cama y le puse en remojo en una bañera de agua caliente mientras le cambiaba las sábanas.
Cuando estuvo limpio y metido otra vez en la cama recién hecha, dijo:
—No digas a mamá y papá, por favor. ¿Vale, Nana?
—Ha sido un accidente. Estoy segura de que lo entenderían.
—¡No, Nana! —dijo, agarrándome del brazo—. No quiero que lo sepan. No se lo digas, por favor.
—De acuerdo, no se lo contaré —dije, convencida de que no se habría dormido si le hubiera dicho lo contrario. Aun así, estuvo gimoteando al menos media hora antes de que pudiera cerrar los ojos de nuevo. Cuando volví a mi cama, podía detectar todavía el olor a excrementos. Me levanté y me restregué las manos otra vez hasta que estuvieron en carne viva, con cuidado de limpiar debajo de las uñas y hasta las muñecas y los codos. Me cambié de camisón por si acaso y revisé mis sábanas por segunda vez. Todo estaba limpio, pero el olor no se fue en toda la noche.
Al día siguiente, el señor Trellis regresó a casa del trabajo a la hora de costumbre y dijo que quería hablar conmigo en su estudio. Todavía temblorosa por los acontecimientos del día anterior, me horrorizaba ponerme delante de él, convencida de que esta vez vería la culpabilidad en mis ojos. Cada vez que pensaba en cómo había colaborado con Lillian para engañarle, sentía una vergüenza tan dolorosa en la boca del estómago que era incapaz de comer.
Entré en el estudio y me di cuenta de que el hombre que estaba sentado detrás del escritorio no era el mismo al que había visto mi primer día. Aunque seguía siendo corpulento y un tanto amenazador, era también vulnerable y cargado de una gran tristeza que yo no comprendía. Era extraño que aquel hombre al que yo consideraba la personificación de la fuerza masculina que me atemorizaba me recordase también a una de las delicadas hermanas a las que tanto echaba de menos. Me sentía atraída por él, y tratar de negarlo era como tratar de engañar a Dios. Pero, aun así, podía implorarle a Él que me protegiera de aquellos pensamientos y sentimientos irresistibles, y esto es lo que hice mientras caminaba hacia el escritorio del señor Trellis.
Nuestras miradas se encontraron y le noté pensativo. A estas alturas sabía ya que el señor Trellis no era de los que se permitían emociones desenfrenadas. Medía cada momento por lo que valía y después decidía qué hacer y qué decir. Me indicó con una seña que me sentara.
—¿Cómo te ha ido el día, Ana? —preguntó.
—Muy bien. Los niños se lo han pasado bien en el jardín. Ha sido una tarde muy bonita.
—¿Ah, sí? —preguntó enarcando las cejas—. Cuando me fui a trabajar esta mañana estaba oscuro y también estaba oscuro cuando salí para volver a casa, así que no tengo ni idea de qué clase de día ha hecho.
—Quizá trabaja usted demasiado, señor Trellis.
—Quizá —dijo, desechando el pensamiento. Después dirigió su atención a una carta abierta que estaba encima de su escritorio—. Esta carta acaba de llegar hoy mismo. Es de Flor. No volverá como tenía previsto. Parece ser que su hermana ha muerto y tiene que quedarse en México para cuidar de sus sobrinas y sobrinos, que ahora se han quedado huérfanos.
—Lamento enterarme de ello —dije mientras se me encogía el estómago.
—Soy consciente de que tenías previsto regresar al convento después de estos seis meses, pero confío en poder convencerte de que te quedes con nosotros durante unos meses más.
Parecía extraño que estuviera hablando de este asunto con el señor Trellis y no con Lillian o incluso con Millie. Por supuesto, Lillian había estado evitándome desde el día anterior, y yo sospechaba que seguiría haciéndolo durante algún tiempo más. Probablemente habría pedido a su esposo que hablara conmigo en su nombre con un pretexto u otro.
Me habría resultado fácil explicar a Lillian o a Millie que se esperaba que estuviera de vuelta en el convento y que aplazar mi regreso lo retrasaría todo varios meses. No podría tomar mis votos hasta el año siguiente y no me cabía ninguna duda de que la madre superiora se sentiría decepcionada por mí. Pero con el señor Trellis me sentía deshecha y confusa en todo el asunto. Era como si una mano invisible hubiera trastocado de repente mis planes y los hubiera vuelto del revés.
—Sería solo para unos meses más —dijo como respuesta a mi persistente silencio—. Y también te pagaré un salario mayor —pareció animado y, al mirarlo, me sentí mareada como si estuviera respirando aire enrarecido. Y entonces recordé cómo Lillian había descrito aquel efecto sobre ella cuando le conoció. «Cuando Adam quiere algo, va tras ello hasta que lo consigue. No podía hacer nada contra él.»
Él quería que me quedara y lo único que importaba en aquel momento era la esperanza que veía en sus ojos. Yo quería agradarle, aliviar la ansiedad que sintiera por los niños o por cualquier otra cosa, y este sentimiento era más fuerte que mi deseo de regresar al convento.
—Muy bien, mañana informaré a la madre superiora de que me quedaré unos meses más —dije.
—Gracias, Ana —respondió con un suspiro de alivio—. Millie y Lillian se alegrarán mucho cuando se enteren, pero estoy seguro de que Teddy y Jessie serán quienes más se alegren.
«Y usted», anhelaba preguntar. «¿Cómo se siente con ello?» Y entonces agaché la cabeza, deseando con todo mi corazón y mi alma que aquellos extraños sentimientos desaparecieran. El señor Trellis se aclaró la garganta y yo levanté la vista. Nuestra conversación había terminado y pude ver que estaba esperando que me marchara, así que salí a toda prisa del estudio y me dediqué a mis quehaceres habituales. Mientras preparaba a los niños para acostarse, mi mente estaba preocupada por la forma en que le comunicaría a la madre superiora mi decisión de quedarme sin darle la impresión de que mi convicción por una vida santa se estaba debilitando lo más mínimo.
«Pero se está debilitando», susurró una voz en lo más profundo de mi alma. «Has encontrado una nueva pasión. Una que hace que tu vida sea no solo una recompensa por el pasado, sino una reconciliación para el futuro.»
Al día siguiente llamé a la madre superiora y le expliqué detenidamente que Flor estaba todavía en México y lo de la muerte de su hermana y los niños huérfanos, diciendo al respecto más de lo que el señor Trellis había dicho, quizá adornándolo un poquito más de lo que debería haber hecho. Confiaba en que considerase que mi decisión de quedarme con la familia Trellis era un acto desinteresado y generoso, pero yo sabía que, a pesar de mi sincero compromiso con la familia, era algo más que eso. Me estaba permitiendo algo maravilloso que no comprendía, y, hasta que descubriese lo que era, nunca regresaría al convento.