Capítulo tres

El sonido lejano de la puerta de un coche al cerrarse hizo que Ana se sobresaltase y dirigiese su mirada hacia el rincón más alejado del jardín. Sin apartarse de la ventana, pudo ver el lugar en el que el camino de entrada giraba hacia la verja donde estaba casi segura de que había movimiento al otro lado de los laureles. Entonces recordó que no había cerrado la verja cuando el doctor Farrell se marchó aquella mañana, y se disponía a bajar para hacerlo cuando se dio cuenta de que una mujer vestida con una capa oscura y cubierta con un velo avanzaba por el sendero en dirección a la casa. Era un tanto corpulenta y se bamboleaba sobre los pies al caminar por la grava, pero era capaz de recobrar el equilibrio con su bastón y avanzaba con lentitud pero de manera constante.

La mujer envuelta en la capa surgió de debajo de la sombra de los árboles y Ana reconoció de inmediato la cara redonda de la hermana Josepha, que, cosa rara en ella, estaba tensa mientras se concentraba en su caminar sobre un terreno tan irregular. Ana dio un grito ahogado y la invadió un repentino rayo de energía. Después de asegurarse de que Adam seguía dormido, se precipitó escaleras abajo y salió por la puerta principal con la exaltación propia de un niño. Corrió rápida y ágil sobre la grava, agitando la mano mientras avanzaba y llamando:

—¡Espere, hermana Josepha! Espere y la ayudaré a llegar a la puerta.

Cuando Ana llegó junto a ella, la hermana Josepha sonreía y entrecerraba los ojos detrás de sus gafas cuadradas. Ana la envolvió en un abrazo tan apasionado que a la anciana se le cayó el bastón, pero se reía y era evidente que estaba encantada de ser recibida con tal entusiasmo.

—Ana, querida —dijo, enderezándose las gafas, que se habían descolocado durante el abrazo—. Qué maravilloso es verte.

Sin aliento después de su carrera, y mientras se agachaba para recoger el bastón de la hermana Josepha, Ana respondió:

—Lo maravilloso es verla a usted, hermana. Y es un milagro que esté aquí porque precisamente estaba pensando en usted. Ahora mismo —dijo Ana, señalando con excitación hacia la ventana—. Cuando la vi… estaba recordando…

—¿No recibiste mi carta? —preguntó la hermana Josepha frunciendo el ceño mientras cogía su bastón.

—Pues sí, pero tenía la cabeza llena de tantas cosas que me olvidé de que llegaba usted hoy —Ana se dio cuenta entonces de que el conductor había dejado la pequeña maleta de la hermana Josepha apoyada en la puerta de entrada. Pensaba traerla en cuanto la hermana Josepha se hubiera instalado en su habitación, pero por ahora solo quería pasar unos minutos con ella.

La hermana Josepha asintió con comprensión y se agarró del brazo de Ana mientras comenzaban a caminar juntas hacia la casa.

—Debes apoyarte en tu fe en estos momentos difíciles, Ana, es tu mayor consuelo.

—Lo intento, pero ya sabe que siempre he sido cobarde.

—No es eso lo que yo sé —dijo bruscamente la hermana Josepha—. Has sobrevivido a lo que pocas personas pueden imaginar. Válgame Dios, cada vez que pienso en lo bien que te las arreglaste cuando te traje aquí me sobrecojo. Tenías toda la razón del mundo para estar furiosa y asustada, pero te adaptaste sin el menor atisbo de amargura en tu corazón —sonrió con dulzura—. Una cobarde nunca podría haberlo hecho.

Ana le dio una palmadita afectuosa en la mano a la hermana Josepha.

—Pero usted siempre estuvo conmigo. Si no hubiera estado ahí no habría podido sobrevivir y no estaría aquí ahora.

Negando con la cabeza, la hermana Josepha se detuvo para recobrar el resuello y después levantó la vista para admirar la gran casa que se alzaba delante de ellas.

—Dios nos ha bendecido a las dos —dijo—. Y Él nos bendecirá de nuevo.

La hermana Josepha reanudó su paso lento hasta los escalones de la parte delantera y, cuando se detuvieron de nuevo para descansar, Ana dijo, con voz temblorosa:

—Oh, hermana, a veces me temo que estoy siendo castigada por mis pecados, y que Dios está enfadado conmigo por no haber hecho bastante.

La anciana no respondió de inmediato y Ana entendió que su silencio significaba que estaba de acuerdo. Pero lo que a la hermana Josepha le preocupaba en ese momento era mirar hacia atrás para ver la distancia que habían recorrido, y luego hacia delante para ver hasta dónde tenían que llegar, para determinar cuánto tiempo más necesitaba descansar. Suspiró y miró detenidamente el rostro lleno de aprensión de Ana.

—Supongo que habrá quien no esté de acuerdo conmigo, pero creo que somos nosotros los que nos castigamos a nosotros mismos, no Dios. Y además —continuó, agarrando con fuerza el brazo de Ana mientras seguían subiendo los escalones que conducían a la puerta principal—, el camino que Él ha escogido para ti puede no ser tan obvio como tú piensas, Ana. Tienes que recordar que Él no está limitado por tus miedos y tus dudas.

—Hermana, si pudiera ver mi camino, lo recorrería entero todo lo rápido que me fuera posible.

La hermana Josepha negó con la cabeza.

—Lo que te sugiero es que no te vayas corriendo a ninguna parte ahora mismo, querida —dijo.

Cuando entraron en la casa, fueron directamente a la cocina, donde Ana preparó té y tostó varias rebanadas de pan que untó generosamente con mantequilla y mermelada. La hermana Josepha pronunció una breve bendición por el desayuno y comió en silencio mientras la luz de la mañana se volvía más animada alrededor de las dos mujeres. Para Ana era un extraordinario consuelo ver a la hermana Josepha allí sentada en la cocina. Su presencia llenaba la casa y el corazón de Ana de una tranquilidad que le dio un momentáneo respiro a su tormento, y gracias a ello pudo comerse una rebanada entera de pan con mantequilla. Igual que cuando era niña, Ana sintió que mientras la hermana Josepha estuviera cerca podría soportar cualquier cosa que el futuro le deparase.

Cuando terminaron de desayunar, la hermana Josepha dijo:

—Me gustaría verlo ahora, si no te importa.

—No me importa, pero los medicamentos le dan mucho sueño y no podrá hablar con usted hasta que se despierte.

La hermana Josepha asintió.

—No es necesario que hable con él ni que él hable conmigo.

Ana condujo a la hermana Josepha al piso de arriba, y cuando entraron en la habitación de Adam, la anciana se sentó de inmediato en la única silla y buscó dentro de su bocamanga su rosario, enrollándolo alrededor de sus dedos regordetes como tenía por costumbre hacer. Ana se puso de rodillas junto a ella y bajó la cabeza. Hacía años que no rezaba el rosario, pero mientras decía las palabras del padrenuestro y el avemaría, y mientras escuchaba a la hermana Josepha desgranar los sagrados misterios uno a uno, le pareció que había sido ayer cuando guardó su rosario en la bocamanga.

Después de un día entero con su noche en la selva, llegamos a un camino de tierra que se utilizaba para el transporte de trabajadores entre los pueblos y las plantaciones de café. En un par de horas nos encontramos en la parte trasera de un camión que se dirigía a una plantación cercana, y ese mismo día, gracias a la amable generosidad del propietario de la plantación, en un autobús que nos llevaría directamente a San Salvador. Durante varias semanas después de nuestra huida, la hermana Josepha se dedicó a hacer los trámites para sacarme del país. En aquella época, solicitar asilo político en los Estados Unidos después de las masacres que habían tenido lugar no era tan difícil, pero los detalles legales y el papeleo necesarios cuando se viajaba con un niño huérfano eran más complicados. Durante las semanas en que la hermana Josepha y yo estuvimos juntas en San Salvador nunca me dio por pensar, mientras cumplimentaba innumerables impresos y se reunía con funcionarios de ambos países, que me marcharía de El Salvador para ser nada menos que una monja estadounidense. Lo sabía aunque no había experimentado mi llamada como una voz distante del cielo que me susurrase al corazón, seduciéndome con visiones angelicales del éxtasis divino. En cambio, Dios me había agarrado por los hombros y había puesto mis pies directamente en el camino de una vida religiosa, y yo no estaba dispuesta a llevar la contraria a un mensaje tan inequívoco.

Llegó por fin el día en que me subí a bordo de un avión con la hermana Josepha con destino a Estados Unidos. Mantuve los ojos cerrados y la cara apretada contra ella mientras rezaba durante la mayor parte del vuelo, segura de que en cualquier momento el avión se caería del cielo. Incluso antes de aterrizar, supe que mi vida cambiaría de modo radical, pero no estaba preparada para lo diferente que sería. Como es natural, había oído decir que en Estados Unidos lujos como las cañerías y la electricidad dentro de las casas eran habituales, pero verlo con mis propios ojos fue increíble. En mi país, solo los ricos propietarios de las plantaciones o los profesionales que vivían en la ciudad disfrutaban de tales comodidades, pero aquí estaban a disposición de todo el mundo.

El primer día que me bañé dentro de una casa me pregunté qué habría pensado mi madre al verme de pie debajo de un interminable torrente de agua caliente mientras me lavaba para quedar limpia. Podría haber pensado que era un derroche porque en nuestro pueblo el agua que quedaba después del baño se habría usado para regar el pequeño huerto que crecía detrás de nuestra cabaña, pero aquí desaparecía para siempre por el sumidero y yo no tenía ni la menor idea de adónde iba. Cómo habría disfrutado Carlitos entrando en una habitación a oscuras solo para darle a un interruptor en la pared y verla de repente llena de luz. Sin duda, los ojos se le habrían puesto como platos de asombro y luego se habría reído mientras encendía y apagaba la luz, sin parar hasta que la tía Juana le diera un manotazo en un lado de la cabeza.

Por muy increíbles que fueran estas comodidades, más increíble si cabe para mí fue la rapidez con la que me adapté a ellas. En cuestión de semanas no podía ni imaginar cómo había vivido alguna vez sin electricidad y sin agua corriente y alcantarillado, y esto me provocaba dolor en el corazón porque me dolía pensar que mi familia nunca podría conocer estas maravillas. Durante el resto de mi vida, cada vez que viera el agua manando libremente del grifo, pensaría en ellos.

Poco después de nuestra llegada a California, su estado natal, la hermana Josepha encontró una escuela para mí cerca de su convento en Los Ángeles, pero al poco tiempo me informó de que la habían destinado fuera del estado y que yo seguiría viviendo y estudiando en el colegio para niñas de las carmelitas, el mismo centro al que ella había asistido. Me entristeció profundamente separarme de ella, pero en lo que a mí se refería el convento era mi nuevo hogar, y alejarme de aquel lugar habría sido como desobedecer a mi madre cuando me ordenó que entrara en el mueble de la máquina de coser. No contemplé aquella idea ni por un instante y los primeros años pasaron deprisa. Me dediqué a aprender inglés y a prepararme mediante el estudio y la oración para la fase siguiente de mi vida, que, por mi edad, no podía llegar lo bastante pronto.

Aunque algunas de las otras niñas y yo vivíamos en la escuela durante la semana, las hermanas me dejaban visitar a mis amigas y sus familias algunos fines de semana, porque de este modo estaba en contacto con retazos de la vida más allá de los muros protectores del convento. Me resultaba interesante, pero nunca se me pasó por la cabeza que el mundo ruidoso y lleno de colorido en el que vivían las otras niñas pudiera ser nunca el mío. Era un lugar confuso, descontrolado y abarrotado que giraba en muchas direcciones a la vez. Era un mundo lleno de quejas sobre los padres, cotilleos sobre los amigos y una devoción incesante por la belleza, en el que se prestaba una atención especial al tamaño de diversas partes del cuerpo y a cómo se llevaba el cabello. Y aunque nuestra escuela era exclusivamente para chicas, había una fascinación omnipresente por el sexo opuesto.

Intentaban incluirme en aquellas conversaciones y yo hacía todo lo posible para seguirlas, pero siempre me sentía torpe y fuera de lugar. Era tan insegura como cuando a alguien se le presenta un plato de comida exótico y no identificable. Lo puede probar una o dos veces por cortesía, pero si lo encuentra poco apetitoso seguro que no se sirve un plato lleno de esa cosa. No me alimentaba. Era una aventura para mi paladar y nada más.

Y así rondaba por la periferia, lo bastante despierta para saber que mi lugar era escuchar y hacer todo lo posible para asimilar los sabores exclusivos de ese otro mundo, pero su conversación y sus preocupaciones sobre los chicos y los vestidos me parecía de lo más estúpida. Al fin y al cabo, seguían teniendo a sus familias y sus hogares seguros y llenos de comodidades, donde se sentaban juntos alrededor de la mesa y reían y hablaban de sus vidas como yo recordaba hacerlo con mi madre y mi tía y mis primos. Cuando se tenía todo eso, ¿de qué había que preocuparse?

A veces me preguntaba si alguna vez me contagiaría de aquella extraña pero de algún modo maravillosa enfermedad, pues a pesar de su dramático sufrimiento, podía ver que eran felices con el mal que las aquejaba. Pero llegué a aceptar que había adquirido una misteriosa inmunidad. Cuando volvía al convento después de una de estas visitas de fin de semana, sentía tal sensación de alivio derramarse sobre mí que a veces rompía a llorar de forma descontrolada. Yo entendía esto como el gozo de mi alma al encontrarse en casa de nuevo. Necesitaba con urgencia la tranquilidad del convento, la pacífica previsibilidad y la continua presencia de Dios que la hermana Josepha había dicho siempre que nunca me decepcionaría. En este lugar no podía oír el aullido de la risa profana de la Guardia Nacional. No podía oír los gritos desesperados de los niños pidiendo ayuda, el llanto desesperado de las madres suplicando a Dios que interviniera y salvara a sus hijos. No había necesidad de pedir que Dios me encontrara aquí porque siempre estaba presente, como la indecisa luz de la vela y la fragancia del incienso que impregnaba el aire.

Ahora tenía mi nueva familia sagrada, y el pensamiento de que un día me llamarían «hermana» me llenaba de perplejidad. Nunca había sido la hermana de nadie, y consideraba esta palabra como la más hermosa que existía. Y pensar que mis hermanas serían mujeres de todo el mundo y de todos los orígenes, negras, blancas, asiáticas e hispanas. Me maravillaba que también hubiera algunas hermanas de la India. Cómo anhelaba ser miembro de aquella comunidad internacional que veneraba y dignificaba por igual a todos los individuos. Una vez que aquellas mujeres queridas se ponían los hábitos, eran una a los ojos de Dios, aunque sus rostros brillaran de manera más viva y clara que nunca.

Durante mis años de secundaria y de instituto, la hermana Josepha y yo nos escribimos con frecuencia, y dependía de ella para estar informada de lo que sucedía en El Salvador, ya que ver demasiado la televisión, incluso los programas informativos, estaba sumamente desaconsejado en la escuela. Ella me informó de que, después de muchos años de negar que las matanzas de los pueblos habían sucedido, el gobierno salvadoreño y los Estados Unidos admitían que habían tenido lugar algunas violaciones de derechos humanos. Se habían abierto investigaciones, pero el conflicto entre el partido ARENA, apoyado por los Estados Unidos, y el partido rebelde FMLN continuaba, y seguían muriendo inocentes. Mis primeras oraciones al amanecer eran siempre para las familias que luchaban para sobrevivir en medio de la pobreza y la guerra. Y como siempre, volvía a consagrar mi vida, cada una de mis respiraciones, a aquellos que ya habían muerto.

Con excepción del año en que la operaron de una rodilla y tuvo que guardar reposo, la hermana Josepha y yo nos veíamos casi siempre durante las Navidades. La orden la había trasladado a una escuela católica en Nuevo México, donde daba clases de estudios sociales. Estaba bastante contenta aunque esperaba que pronto se le diera la oportunidad de abrir su propia escuela para huérfanos de la reserva india. Me animaba a reunirme con ella cuando terminase mis estudios religiosos y académicos, y esperaba que la orden considerase esta idea tan magnífica como a mí me parecía. A menudo me imaginaba a la hermana Josepha y a mí trabajando codo con codo mientras vestíamos nuestros sagrados uniformes, pues para entonces yo sería una servidora consagrada de Dios. Esta imagen me llenaba de tal gozo que evitaba pensar en ella por la noche, pues aquella expectativa no me permitía dormir y me quedaba despierta durante horas.

La semana siguiente a mi graduación en el instituto me encantó escribir a la hermana Josepha para informarla de que pronto comenzaría mi propio postulado con la orden carmelita de la Sagrada Familia y que profesaría los votos de pobreza, castidad y obediencia con todo mi corazón tal como le había prometido que haría durante todos aquellos años. Recibí una postal suya a la semana siguiente. Era una tarjeta muy bonita que representaba una brillante cruz dorada y a una joven con velo blanco arrodillada ante ella, con la cara sutilmente iluminada por la luz de la cruz. La hermana Josepha se había tomado la molestia de buscar una postal con una imagen en la que la novicia tuviera la tez oscura como yo, y escribió que era su hija espiritual y que siempre estaría presente en sus oraciones. Aquella fue la única tarjeta en la que no incluyó noticias de mi país, aunque yo sabía que las conversaciones de paz entre el gobierno salvadoreño y los rebeldes del FMLN se habían roto. Tenía, no obstante, la esperanza de que pronto Dios concediera a mi país la paz que yo había encontrado en mi vida. Solo esto podía aliviar ligeramente mi sentimiento de culpa por haber escapado de los horrores de la guerra, pues me parecía que la dolorosa fealdad de mi pasado se había visto finalmente eclipsada por esta hermosa aunque confusa idea del cielo en la tierra. Seguro que, con el tiempo, mi visión ganaría claridad y fuerza y mi vida presente se llenaría solo con el esplendor de Dios. Y entonces, por fin, el mal de la política y la crueldad de los hombres serían engullidos por la paz y la belleza inconmensurables del amor de Dios.

Durante los primeros dos años de mi noviciado me adapté con facilidad y sin esfuerzo en la cadencia estructurada de la vida en el convento. A las cinco de la mañana, cuando la campana tocaba a oración, mis ojos ya estaban abiertos. Ardía en deseos de levantarme de mi cama y experimentar otra dosis de dicha pacífica, otro día que pondría curación y distancia entre mi pasado y yo.

Creo que mis superioras estaban tan contentas conmigo como yo lo estaba con ellas. Para entonces llevaba ya tanto tiempo viviendo con las monjas que sabía mejor que nadie cómo caminar como si flotase en una nube y cómo mantener la custodia de los ojos, teniendo cuidado para no agredir a nadie con mi mirada inquisidora en el caso de pasar a su lado en el vestíbulo o en las escaleras.

Cuando pasé del velo más ligero de la postulante y pude por fin ponerme el pesado velo que llevaba una verdadera novicia, no cabía en mí de gozo. Me encantaba mi nuevo velo y me causaba un gran placer sentir su pesado paño sobre mis hombros. Cuando me lo quitaba por la noche y contemplaba en el espejo mi cabeza rapada, mi cara larga y poco agraciada y mis ojos tristes, parecía que miraba el rostro de una extraña, o quizá miraba el desventurado estado de mi alma sin la fuerza de Dios para guiarme. Fuera lo que fuese, hacía que estos encuentros fueran lo más breves posible.

Con el tiempo llegué a comprender que había nacido para esta vida, y a menudo mientras estaba sumida en la oración mis pensamientos se dirigían a mi madre. Veía sus ojos sabios mirándome y podía decir que a ella le agradaba ver que había evitado los escollos de los que me había advertido en esta vida. Tal vez Dios había hablado a través de ella y este era el camino hacia el cual me había dirigido en todo momento. Y mientras permanecía arrodillada durante interminables horas dentro del sosiego del santuario con el rosario enrollado alrededor de mis dedos, podía comprender que sin la tragedia de mi pasado nunca habría conocido a la hermana Josepha y nunca habríamos viajado a Estados Unidos, y yo nunca habría recibido una educación tan buena y aprendido inglés tan bien como lo hice. Mi madre se habría sentido sin duda muy feliz con esta evolución. «Espero que puedas verme, mamá», dije para mí. «Espero que mi servicio y mi dedicación a Dios sean suficientes para todo lo que has sufrido y perdido.»

Las novicias de primer y segundo año se turnaban en los quehaceres de ínfima categoría en el convento, que incluían tareas de limpieza, lavandería y cocina. Mi primera tarea fue en la cocina, y aunque esto me exigía levantarme una hora antes de lo habitual, me agradaba tener la oportunidad de conversar con las otras hermanas mientras preparábamos la comida. Disfrutaba con los sonidos de la cocina, el tintineo de los platos, el torrente del agua en el fregadero, el olor de la panceta al freírse, el pan tierno al hornearse y el café al prepararse. Toda aquella conmoción me recordaba la vida en el pueblo, y para entonces mi alma se había curado lo suficiente para soportar el recuerdo.

El desayuno comenzaba y concluía con una oración y se tomaba en silencio. El almuerzo y la cena estaban organizados de manera semejante con la salvedad de que a veces en la hora de la cena se oía música espiritual por los altavoces y una de las hermanas o quizá un sacerdote de visita podía edificarnos con una lectura mientras comíamos, siempre en silencio.

Los días pasaban de esta manera pacífica y previsible desde el momento en que nos despertábamos por la mañana hasta que posábamos nuestras cabezas en la almohada por la noche con raras interrupciones. Este interminable flujo de tranquilidad me resultaba tan increíble como el abrir un grifo. Ver el agua clara y limpia salir sin cesar de un grifo me hacía siempre reflexionar sobre la generosidad y la benevolencia sin límites de Dios.

En la distancia oía a menudo el ulular de la sirena de una ambulancia o de un coche de policía y el ruido sordo del tráfico, pero cuando estos sonidos llegaban por encima del muro, cruzaban el jardín y entraban en nuestra vida enclaustrada, habían quedado atenuados hasta ser un mero rumor. No era más que un recordatorio apenas perceptible del mundo caótico que existía fuera de los muros del convento, y nada de lo que hubiera que preocuparse. Infinitamente más inquietantes eran los ladridos de Muffin, la perrita de la hermana Olivia. Muffin era una caniche de juguete del color de la mantequilla clarificada, y por alguna razón no ladraba a las ardillas ni a los gatos. Solo ladraba cuando los hombres entraban en el convento, y no paraba de ladrar hasta que se marchaban. Las otras novicias y yo bromeábamos a veces sobre la manera en que la hermana Olivia había conseguido adiestrar a su perrita para que temiera a los hombres.

Cuando oíamos los agudos ladridos de Muffin, sabíamos que al menos un niño o un hombre estaba en algún lugar del recinto. Los miércoles por la tarde siempre dábamos por sentado que eran los jardineros, pero en otras ocasiones hacíamos una pausa en nuestros quehaceres y nos preguntábamos quién podría ser y cuánto tiempo se quedaría. La semana en que llegaron los seminaristas franciscanos para su retiro anual, a Muffin le alteró tanto una presencia masculina tan abrumadora que no dejó de gruñir y bufar. Al final, hubo que encerrarla en la habitación de la hermana Olivia porque hasta la más paciente de las hermanas se molestó.

Los seminaristas eran más o menos de mi edad, entre dieciocho y veinticuatro años, y a menudo los miraba entrar en fila en la capilla desde la ventana de la cocina mientras pelaba las patatas y las zanahorias que tomarían a la hora de su almuerzo. Algunos eran bajos y rechonchos y otros eran bastante altos, de hombros anchos y musculosos como los peones del campo. Caminaban deprisa, con más aspecto de soldados que de sacerdotes, y yo me preguntaba cómo podía la educación moderar aquella energía aparentemente masculina e impía, y cuántos se dejarían realmente domar.

Una tarde, mientras los miraba, la chica que trabajaba a mi lado me dijo:

—Disculpe, hermana, pero si sigue pelando esa patata no le quedará nada.

Me detuve y miré hacia abajo y vi que había reducido la patata al tamaño de mi pulgar. Me sonrojé y, mientras continuaba con mi trabajo, tuve cuidado de no volver a mirar por la ventana, ni siquiera a hurtadillas.

Cuando iba a cumplirse el segundo año de mi noviciado, me eximieron de mis deberes en la cocina y me destinaron a la cuadrilla menos agradable de la limpieza, pero no me importó porque me dieron la responsabilidad adicional de cuidar de los niños en el jardín de infancia de la Santísima Madre. Nunca pensé que llegaría a encantarme tanto como lo hizo. La energía juguetona e inocente de los pequeños era contagiosa y me pasaba la mayor parte del día riendo. Cuando las madres venían a recogerlos al final de la jornada, les contaba las gracias de sus hijos, poniendo el énfasis en lo listos que eran y lo diferentes que eran sus personalidades.

—Tiene usted un don, hermana —decían—. Da la impresión de que conoce a nuestros hijos incluso mejor que nosotras.

Me ruborizaba cuando oía decir esto. No se nos alentaba a permitirnos excesivos halagos.

—Una madre siempre es la que mejor conoce a su hijo —respondía al tiempo que hacía una inclinación de cabeza.

—Pero mi hijo reacciona ante usted mucho mejor que ante mí. Cuando le habla escucha de verdad —respondía.

Otra madre agregaba:

—¿Cuál es su secreto, hermana? Díganoslo para que podamos probarlo en casa.

—No tengo ningún secreto —respondía. Para mí era muy sencillo. Disfrutaba jugando con los niños y ellos disfrutaban jugando conmigo. Si rompían una regla o se portaban mal con otro niño o con una persona empleada, les recordaba con delicadeza las reglas y los elogiaba cuando se comportaban como es debido. Nunca era más complicado ni misterioso que eso.

—Aconséjenos, hermana, por favor. ¿Qué tenemos que hacer para que nuestros hijos sean más obedientes?

—No estoy segura de qué aconsejarles —decía, incómoda en el papel de experta.

—Oh, debe de haber algún consejo —decían mientras se congregaban a mi alrededor.

Hacía un esfuerzo ímprobo para proponerles algo y, finalmente, lo que se me ocurría era esto:

—Supongo que la delicadeza tiene un gran poder —decía.

Al principio no parecían comprender lo que quería decirles, pero luego su mirada se suavizaba llena de asombro.

Una mujer dijo:

—Eso tiene sentido para mí, aunque no puedo decirle por qué.

Otra preguntó:

—¿Piensa que ese enfoque delicado funcionaría también con nuestros esposos?

La mujer que estaba a su lado dijo, con una sonrisa de suficiencia:

—Lo dudo, Paula, es probable que tu marido sea más difícil de manejar que tu hijo —y todas reímos.

La mayoría de las tardes se me podía encontrar de pie en el aparcamiento rodeada por un corro de madres jóvenes mientras hablábamos de sus vidas y sus problemas. Me sorprendía lo parecidas que eran estas mujeres modernas a las mujeres sencillas que yo había conocido en mi pueblo. Y los problemas que tenían con sus hombres también eran semejantes. Algunas incluso decían en privado que sus esposos tenían aventuras extramatrimoniales. Cuando me preguntaban qué pensaba de aquello, no dudaba en darles mi opinión.

—Los hombres nacen con un pie en el camino de la corrupción —decía—. Y tratar de cambiarlos es más difícil si cabe que aguantarlos.

No hubo sonrisas después de esta grave declaración, y una mujer preguntó:

—¿Entonces cuál es la respuesta?

Sentí como si la voz de mi madre se hubiera alojado en mi garganta y que su naturaleza mística me había poseído.

—Aceptación —respondí—. Aceptación o retirada.

Me tocó finalmente el turno de servir a los jardineros, o «los chicos», como los llamaban las hermanas, aunque algunos habían cumplido con creces los cincuenta. Tomaban su almuerzo en el convento, en una sala anexa a la cocina que estaba reservada para las visitas legas. A la mayoría de las hermanas no les gustaba servir a «los chicos» porque eran sucios y ruidosos, y aunque se esforzaban por moderar sus bruscos modales cuando estaban a nuestro alrededor, aun así podían ser desagradables. Pero yo disfrutaba en secreto trabajando a su servicio. Por ejemplo, era una de las pocas hermanas que podía conversar con ellos en español, pues las otras hispanohablantes eran mucho más mayores y nunca las destinarían a una tarea de tan baja categoría. Pero era más que eso. A mí me intrigaba el entusiasmo un poco primitivo con el que comían. Me recordaba cuando mi tío volvía a casa después de un largo paréntesis en las montañas, que se concentraba tanto en cada bocado de comida que era incapaz de pronunciar palabra hasta que dejaba limpio el plato.

Me fascinaban sus gruesos antebrazos, que apoyaban en la mesa mientras comían, y la suciedad debajo de sus uñas y sus ropas bastas y sus pesadas botas. El olor que emitían sus cuerpos era un picante olor a tierra que me resultaba embriagador y casi tan misterioso como el incienso que ardía cerca del altar. Y la manera en que reían, tan sin trabas y libre, en ocasiones golpeando con sus manos la mesa y recostándose en sus sillas, me recordaba a los niños de mi clase. A menudo me encontraba sonriendo con ellos incluso cuando no tenía ni la más mínima idea de cuál era el motivo de su risa.

A veces uno de los jardineros más jóvenes me sonreía y me guiñaba un ojo cuando le servía, y un día tuvo el atrevimiento de decir:

—Hermana. Creo que es usted demasiado joven y bonita para ser monja.

—Puede que sea joven —le respondí, mientras ponía una fuente de espaguetis en el centro de la mesa—, pero no soy bonita.

—Pues claro que lo es —se volvió hacia su derecha—. ¿No te parece que es bonita, Julio?

Julio se sonrojó y le dio un brusco codazo al joven en las costillas.

—Tiene que perdonar a mi hermano, hermana. Tiene muy poco sentido común en la cabeza.

Más tarde, mientras recogía los platos sucios y Julio no estaba por allí, el joven jardinero se acercó de nuevo a mí.

—Si no fuera usted monja la llevaría a bailar. ¿Ha salido a bailar alguna vez, hermana?

La pregunta me escandalizó y me fascinó, y estuve a punto de dejar caer la pila de platos que llevaba. Aquel joven era tan idiota como valiente. Es cierto que oficialmente no era todavía monja, pero él no lo sabía.

—Creo…, creo que debería escuchar a su hermano —le contesté.

Oí sus risitas mientras yo regresaba a la cocina. Mi corazón seguía latiendo con violencia mientras hundía mis manos en el agua jabonosa y tibia y, aun sabiendo que era un error, me encontré pensando en cómo sería ir a bailar con aquel joven. Al otro lado de los muros del convento estaba la locura de un mundo violento, pero también estaba el baile, y había fiestas en las que las mujeres iban magníficamente vestidas mientras hombres elegantes las acompañaban en la travesía de aquel peligroso laberinto. Fuera de los muros había música que hacía que una se olvidara de sí misma y de sus obligaciones sagradas, y estaba el placer erótico del amor físico. Recordé la visión de mi tío y mi tía, sus cuerpos retorcidos y entrelazados como los nudos de la hamaca, y me pregunté si aquella experiencia del amor merecía el sacrificio de la paz. A veces me hacía esta pregunta incluso mientras rezaba.

Sentía vergüenza por disfrutar de la atención del joven jardinero. E incluso después de que terminase mi cometido de atender a «los chicos», pensaba en él cada vez que oía los extractores aullando en el jardín, y me imaginaba cómo sería pasar mi dedo por la gruesa vena que subía desde el interior de su muñeca hasta su codo. Por la noche, antes de quedarme dormida en mi celda, a veces buscaba esa misma vena en mi brazo y, mientras buscaba, pensaba en el joven jardinero que quería llevarme a bailar.

Una tarde, mi superiora, la hermana Pauline, me hizo pasar a su despacho. Unos días antes había presentado la solicitud oficial para tomar mis primeros votos temporales y di por sentado que quería hablar conmigo de ello, como hacía con todas las novicias. Después de tomar esos votos tendría que esperar dos años más para poder hacer otra petición semejante, algo que a la edad de veintiún años se percibía como un interminable tiempo de espera. Pero mientras tanto se me permitiría llevar el hábito marrón oscuro y negro de las monjas que habían profesado plenamente aunque mi velo seguiría siendo blanco. Cómo anhelaba enviar a la hermana Josepha una fotografía actualizada de mí misma con mis nuevas vestiduras.

La madre superiora y yo habíamos tenido muchas conversaciones edificantes en su despacho a lo largo de los años, y acogí con agrado la oportunidad de aprender de su sabiduría. Como siempre, se inclinó por encima de su escritorio y juntó sus manos ante ella mientras su velo negro le caía sobre los hombros en un vuelo de autoridad. Todo ello sin dejar de mirarme a través de sus gafas rectangulares de esa manera tan singular que hacía que me sintiera como si me conociera mejor de lo que yo misma me conocía. Me miró fijamente durante un lapso considerable de tiempo sin mover un músculo, con expresión de máscara inquisitiva. Esto podía poner bastante nerviosos a quienes no la conocían, pero yo ya había experimentado aquella inspección de ella muchas veces, y hacía mucho tiempo que me había dado cuenta de que en su puesto de autoridad la madre superiora no tenía que observar la custodia de los ojos. Finalmente, señaló una silla enfrente de ella.

—Siéntese, por favor, hermana —dijo con suavidad.

Me senté, consciente de que mis rodillas habían comenzado a temblar y de que mi temor intuitivo empezaba a acumularse como una tormenta en la boca del estómago. Aquel miedo que se había despertado cuando era niña había estado aletargado durante años, pero no había perdido su potencia. Ya me sentía respirar en pequeños jadeos cuando me agarré las manos una con la otra, segura de que aquella conversación sería diferente de las demás.

La madre superiora agachó la cabeza antes de mirarme de nuevo, con la mirada firme y resuelta.

—He pensado y rezado mucho por esto, y he llegado a la conclusión de que lo mejor para usted sería tomarse un tiempo fuera del convento.

Sus palabras me golpearon directamente en la boca del estómago, dejándome sin aliento. ¿Cómo podía pedirme que hiciera aquello, actuar en contra de los anhelos más profundos de mi alma?

—Yo… yo… no lo entiendo.

Suspiró y cerró los ojos como para escuchar una voz en lo más profundo de su ser. Cuando la madre superiora hablaba desde aquel lugar de conocimiento interior, una luz pura brillaba desde su boca y no podía negársele aquel poder derivado de la contemplación y la sabiduría, y me preparé para recibirla.

—Ana, en esta vida nos preparamos para la muerte, el momento en que miraremos a la cara a nuestro creador. Pero no debemos confundir la vida en la tierra con la eternidad que está más allá.

En respuesta a mi expresión de aturdimiento, continuó:

—Percibo algo en su comportamiento, una curiosidad y un anhelo que la distrae de la atención que debe prestar a nuestro amado Salvador.

Respirando pesadamente, me senté en el borde de mi silla y puse mis manos en el escritorio.

—Madre superiora, perdóneme, pero no sé a qué se refiere. Con… con el debido respeto, lo único que me preocupa es la voluntad de Dios para mi vida. Solo quiero servirle con toda la humildad y la paciencia que me sean posibles —parecía desesperada cuando debería haber estado serena, pero me resultaba imposible recobrar la compostura.

—La curiosidad no es mala, hermana —continuó la madre superiora—. Pero antes de que pueda encontrar las respuestas que necesita tiene que hacerse las preguntas, y no creo que lo haya hecho todavía.

Sentí que todos los músculos de mi cuerpo se agarrotaban.

—Pero si yo no tengo ninguna pregunta. Y lo único que quiero es vivir aquí con usted y las otras hermanas. Ustedes son mi familia.

La madre superiora me observó durante unos instantes más, tratando de discernir mi motivación, y luego dejó escapar un suspiro atribulado.

—Mi querida Ana, no eras más que una niña cuando llegaste a nosotras. Necesitabas un hogar, pero a diferencia de las otras novicias nunca has vivido fuera de nuestra comunidad. Y creo que esto puede estar en el centro de tu dilema.

Quería rechazar todo lo que me estaba diciendo como si no fuera más que el sermón de una madre en exceso protectora pero, para ser sincera, no podía negar todo lo que decía. La verdad es que siempre me había visto a mí misma como un pájaro perdido y con las alas rotas que había llegado por casualidad a una hermosa bandada que me alimentó como si fuera uno de los suyos. Mis heridas habían sanado dentro de la tranquilidad de su mundo, y ahora me echaban fuera de mi nido, pero yo no quería marcharme. Ese era mi hogar.

—Hermana, yo… yo no puedo dejar el convento —se me llenaron los ojos de lágrimas que enjugué apresuradamente con una manga—. ¿Dónde podría ir? ¿Qué podría hacer?

La expresión de la hermana Pauline se suavizó un tanto. Aunque lo normal era que no le impresionasen las lágrimas, sabía que yo no era de las que las derramaba ingenuamente. Me dio un pañuelo de papel de la caja que tenía encima del escritorio.

—Comprendo que esto será un desafío para ti, pero tengo la absoluta certeza de que es un reto al que debes hacer frente. Y si es la voluntad de Dios que mantengas tu compromiso con una vida religiosa, quitarle algún tiempo a esta no alterará su designio para tu vida. Todo lo contrario, eso no hará más que fortalecerte y podrás continuar adelante con un espíritu libre de peso.

Sabía que no solo era inútil, sino también poco sensato discutir con mi superiora sobre un asunto tan esencial para mi formación. Para que las hermanas carmelitas me aceptaran de nuevo en su redil tendría que demostrar no solo devoción sino también obediencia.

Agaché la cabeza y gimoteé.

—Haré todo lo que se me pida, madre superiora.

—Muy bien —dijo en un tono más ligero—. Como ya te he dicho, he pensado y he rezado por ti durante mucho tiempo y precisamente ayer se me informó de que una familia muy conocida en nuestra parroquia está buscando una niñera.

—¿Una niñera? —repetí.

—Sí, y teniendo en cuenta tu evidente talento con los niños, creo que esta oportunidad sería perfecta para ti.

Mi aprensión se atenuó un poco, pues nunca me cansaba de oír hablar de mis habilidades con los niños. Entonces se me pasó por la cabeza que mi impropio orgullo era evidente y que preocupaba a mi superiora. Tal vez me felicitaba para poner a prueba mi carácter.

—Gracias, hermana —respondí, bajando la vista en un intento de parecer lo más humilde posible.

—El señor y la señora Trellis están buscando a la persona adecuada para cuidar de su hijo pequeño. Su niñera ha tenido que viajar a México debido a una emergencia familiar y la señora Trellis está esperando otro bebé para dentro de poco, así que naturalmente están deseosos de encontrar lo antes posible a alguien que la sustituya. El trabajo no debería durar más de seis meses, tiempo más que suficiente para que pienses y reflexiones, ¿no te parece, Ana?

—Sí, madre superiora —dije.

—La familia Trellis tiene un legado considerable —dijo, y entonces pasó a repasar su ilustre linaje y a hacer hincapié en las aportaciones benéficas que habían hecho al convento, a la iglesia y a otras organizaciones de la comunidad. Escuché a medias mientras me esforzaba por comprender cómo en solo unos minutos todo en mi vida había cambiado, y por qué todos los cambios en mi vida habían sido tan brutales y abruptos. A decir verdad, me lamentaba bastante de mi suerte.

—Hermana, ¿me está escuchando? —preguntó la madre superiora.

—Perdóneme, supongo que me siento un poco abrumada por todo esto.

—Desde luego —dijo inclinando la cabeza en actitud comprensiva—. La liberaré de sus obligaciones en el jardín de infancia esta tarde para que pueda descansar y comenzar a organizar sus cosas.

Habría preferido con creces pasar el resto de la tarde con los niños, pero en cambio hice una inclinación de cabeza y expresé mi gratitud con un murmullo. La madre superiora me despidió y, mientras arrastraba los pies de vuelta a mi celda, sollocé tapándome con la manga para que las otras hermanas no se dieran cuenta. Si me hubieran preguntado qué me pasaba, no habría sabido explicar que una vez más mi vida estaba a punto de cambiar sin mi consentimiento.

Cuando la hermana Josepha y Ana terminaron de rezar, la anciana recogió con cuidado su rosario y volvió a guardarlo en el bolsillo de su bocamanga. Mientras lo hacía, las cuentas hicieron un agradable sonido de tableteo que llenó a Ana de nostalgia y melancolía. Le pareció que las oraciones habían sido capaces de detener el tiempo, o al menos de frenar su avance un poco, pero ahora el mundo volvía a moverse a un ritmo terriblemente brioso.

Las dos mujeres dejaron al paciente todavía dormido en su habitación en penumbra y salieron al pasillo, donde el sol entraba a raudales por las ventanas que daban al jardín. Al pasar junto a una de ellas, la hermana Josepha se detuvo para admirar la vista, entrecerrando los ojos mientras estos se adaptaban a la brillante luz del exterior.

—Qué lugar tan hermoso y tranquilo. Deberíamos hacer tiempo hoy para salir al jardín, Ana —dijo.

—Me gustaría, pero permítame que le enseñe su habitación para que pueda descansar. Espero que pueda quedarse más tiempo esta vez —dijo Ana, recordando que sus visitas anteriores habían sido siempre demasiado breves.

—Me quedaré hasta que me necesites —respondió.

Aliviada al oír aquello, Ana condujo a la hermana Josepha a la habitación que ella había ocupado durante muchos años.

—Vaya lujo —dijo la hermana Josepha cuando entró—. ¿Cuántas celdas cabrían en este espacio? ¿Nueve? ¿Diez?

—Más o menos —respondió Ana con una sonrisa incómoda. Era evidente que la hermana Josepha estaba cansada y habría sido adecuado que Ana se marchara en aquel momento, pero recordó dónde estaba, su sensación de propiedad se diluyó debido a la preocupación—. Me pregunto qué me aconsejaría… —murmuró.

—¿Cómo dices, Ana? Lo siento, mi oído no es lo que era.

Ana se apoyó en la pared, con su pequeño rostro crispado por el gran sufrimiento que la hacía parecer mucho más vieja que sus cuarenta y dos años.

—Hermana, ¿qué aconsejaría a alguien que debe escoger entre la franqueza y el amor?

Las cejas de la hermana Josepha se unieron formando una V puntiaguda.

—Me temo que no entiendo realmente tu pregunta, querida. Vas a tener que ser un poquito más explícita.

Ana intentó encontrar las palabras para articular la maraña de pensamientos y sentimientos que la atormentaban, y mientras tanto no dejó de dudar, temiendo que hubiera sido un error llegar a plantear la cuestión, pero valoraba en gran medida la opinión de la hermana Josepha.

—Y si… y si la única manera que conociera de expresar su más profundo amor por alguien fuera ser deshonesto con esa persona, ¿qué haría?

La hermana Josepha se sentó en el borde de su cama con un suspiro y dejó su bastón en la cama que había al lado de la suya como si también le diera un descanso.

—Ana, ¿tienes alguna clase de problema? —preguntó, frunciendo la boca en pequeños espasmos nerviosos.

Ana negó con la cabeza, sintiéndose de pronto mareada.

—Tengo que tomar una decisión difícil, y es difícil explicarlo todo ahora mismo.

—Entiendo —dijo la hermana Josepha mientras toqueteaba la empuñadura en forma de gancho de su bastón. Tomó aire profundamente—. Bueno, sabes tan bien como yo que en circunstancias normales el amor sin honestidad es imposible, pero deduzco que no te encuentras ante circunstancias normales, ¿estoy en lo cierto? —Ana asintió—. Entonces deberías recordar que con Dios nada es imposible.

—Gracias, hermana —respondió Ana con un alivio palpable.

—Pero debes tener cuidado, Ana —continuó la hermana Josepha—. Si estás pensando en ser deshonesta, tal vez seas tú la única que se engañe.

—Sí —susurró Ana, sintiendo una gran pesadumbre—. Sé que debo tener cuidado…

—Ya lo sabes —dijo la hermana Josepha, sonriendo cariñosamente—, cuando te fuiste de la orden hace todos esos años algo me dijo que no volverías, pero no tuve ninguna duda de que encontrarías tu camino. Lo mismo puede decirse ahora, querida. Cuando la vida nos lleva más allá del camino que habíamos previsto, renacemos.

Ana observó a la anciana con recelo.

—Espero que tenga razón, hermana —dijo.

La hermana Josepha unió sus manos y agachó la cabeza durante un instante. Cuando la levantó de nuevo, sus ojos brillaban.

—Sé que ha sido difícil para ti separarte de la familia Trellis, pero quizá ha llegado por fin el momento de que te vayas de aquí y trabajes conmigo en Nuevo México.

—Sabe que siempre he soñado con trabajar con usted —dijo Ana, dejándose llevar por el pensamiento—. Sí, quizá tenga razón. Lo pensaré y rezaré por ello.

—Y no tengo ninguna duda de que tus oraciones serán escuchadas —la hermana Josepha respondió con tal alegría que a pesar de todo Ana no pudo evitar sonreír.