Capítulo siete

Ana se acercó al retrato y siguió con los dedos los perfiles de los tres rostros que tan bien conocía. Sintió el contorno liso y áspero de la pintura al óleo aplicada en capas gruesas y estudió cada pincelada. De cerca no parecían más que una serie de formas y líneas inconexas, salpicaduras de color aplicadas de manera despreocupada, capa sobre capa. Pero cuando retrocedía, el cuadro se centraba bruscamente y no pudo evitar una sonrisa al contemplar la pícara sonrisa burlona de Teddy y los grandes ojos que hacían parecer que Jessie estaba permanentemente sobresaltada. «Es una observadora», dijo Ana cuando Lillian comentó que su hija casi nunca pestañeaba. «Lo que hace es asimilarlo todo.»

Ana se sorprendió cuando sintió una mano en su hombro.

—Ana, querida —dijo la hermana Josepha—. Creo que alguien acaba de llegar a la parte delantera de la casa.

Ana se dirigió rápidamente a la ventana, esperando que por fin Teddy hubiera entrado en razón, pero en el acto reconoció la reluciente coronilla calva de la cabeza de Benson y su inseparable cartera balanceándose a su lado mientras caminaba con brío hasta la puerta principal.

—No es quien esperabas que fuera, ¿verdad? —preguntó la hermana Josepha con dulzura.

Ana se volvió hacia la anciana y sonrió.

—No, pero Benson es un amigo querido y me alegro de que esté aquí.

La hermana Josepha cogió la mano de Ana y la metió bajo su brazo mientras caminaban por el pasillo hacia la escalera.

—Estoy segura de que la persona que estás esperando llegará —dijo la hermana Josepha, y cuando Ana pensó en el contenido de la cartera de Benson no tuvo ninguna duda de que estaba en lo cierto.

Al darse cuenta de que Ana necesitaba hablar a solas con aquel visitante, la hermana Josepha se dirigió a la cocina mientras Ana abría la puerta principal. Benson tenía las mejillas sonrosadas y se había quedado ligeramente sin aliento después de subir a toda prisa la escalera de la entrada principal. Ana le abrazó, notando que en solo unos días había ganado más peso, o quizá fuera que ella lo había perdido. Benson sonrió, pero sus ojos bondadosos permanecieron sombríos. Una vez en el vestíbulo, dejó la cartera en el aparador.

—¿Está todo en orden? —susurró Ana.

Benson miró a su alrededor como si buscara espías imaginarios.

—¿Hay micrófonos ocultos en la habitación? —preguntó.

Ana cruzó los brazos en el pecho.

—No, pero no quiero correr ningún riesgo.

—Me alegro —respondió Benson—. Porque si esto se sabe podría perder mi licencia y el ejercicio de la abogacía. Hasta podría ir a la cárcel.

—Agradezco el riesgo que estás corriendo… con todo mi corazón.

Benson permaneció cabizbajo.

—Pero ¿te das cuenta de que Adam nunca aprobaría esto? Si se enterase de que te he estado ayudando me repudiaría como amigo. Puede que te repudiara a ti también.

—Benson, por favor, ¿piensas que esto es fácil para mí?

El abogado negó con la cabeza.

—¿Quieres saber lo que de verdad pienso?

—Por supuesto —respondió Ana, levantando la barbilla.

—Creo que esto es demasiado fácil para ti. No lo has pensado detenidamente más allá de los próximos días, pero cuando todo termine, como debe ocurrir… —cogió su mano—. Como debe ocurrir —repitió a pesar de la angustia que veía en sus ojos—. ¿Qué será entonces de ti y de tu futuro?

—Yo no tengo futuro —dijo Ana.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Benson cogiendo su mano—. Por supuesto que lo tienes.

Ana recuperó su mano suavemente.

—Querido, querido Benson —susurró.

Sonrojado por la emoción, estaba a punto de decir algo más cuando Jessie apareció en la escalera. Cuando vio al viejo amigo de la familia bajó a toda prisa el resto de escalones y le dio la bienvenida con un cálido abrazo.

—Papá y yo estábamos hablando precisamente de ti —dijo.

Benson sonrió y se metió los pulgares por dentro del cinturón.

—¿Estabais hablando de lo guapo que soy y de mis proezas deportivas en el campo de golf?

Jessie se rio débilmente.

—De ninguna de las dos cosas —respondió. Y después, dirigiéndose a Ana—: Tienes razón, papá está mejor de lo que pensaba.

—¿No te lo había dicho? —respondió Ana alegremente—. Deberías subir ahora, Benson. Dentro de un ratito tendrá que descansar otra vez, y sé que quiere verte.

Benson se llevó con él su cartera al piso de arriba mientras Ana y Jessie se dirigían a la cocina.

—¿Te había dicho que la hermana Josepha está aquí? —preguntó Ana, pasando un brazo por la cintura de Jessie—. Disfrutaste mucho de su compañía la última vez que nos visitó.

—Eso fue hace mucho tiempo, Nana. No creo que tuviera ni diez años.

—¿Fue hace tanto tiempo?

Casi habían llegado a la cocina cuando Jessie dijo:

—Nana, cuando era niña solías decirme que si rezábamos por algo con todo nuestro corazón y nuestra alma, Dios siempre nos escucharía. Así que estaba pensando que tal vez si tú y la hermana Josepha y yo rezamos juntas ahora, con más fuerza de lo que hemos rezado nunca por algo, Dios nos concederá un milagro. ¿Crees que funcionará, Nana?

—No lo sé —respondió Ana, agarrando con más fuerza a la joven—. Pero creo que sin duda vale la pena probar.

Entraron en la cocina y, una vez que la hermana Josepha y Jessie se saludaron, las tres mujeres se sentaron a la mesa. Mientras la hermana Josepha las dirigía en la oración, los pensamientos de Ana volaban constantemente hacia Benson. ¿Lograría que Adam firmase los documentos? ¿Traicionaría la confianza que había depositado en él? Ana confiaba en Benson incondicionalmente, pero aun así estaba preocupada. Intentó concentrarse en las palabras de la hermana Josepha pero, como le había sucedido desde que saliera el sol aquella mañana, no podía tranquilizarse con otra cosa que no fueran sus propios recuerdos.

Cuando las tardes eran templadas, a menudo llevaba a los niños al parque que estaba a solo unas calles de la casa. Sentaba a Jessie en su sillita y Teddy iba de pie en la plataforma del carrito o en los brazos cuando se cansaba. Pasamos muchas horas felices recorriendo despacio los columpios, corriendo entre los árboles o tumbándonos boca arriba y mirando las ardillas corretear sobre nuestras cabezas. Cuando regresábamos, entrábamos siempre en la casa por la puerta trasera, donde seguro que Millie tenía un tentempié esperándonos en la cocina. Si sentía la necesidad de dar una cabezadita, dejaba la puerta abierta, por lo que nunca me molestaba en llevar mi llave.

Una de esas tardes, los niños y yo acabábamos de llegar a la parte trasera de la casa cuando vi a un hombre de pie encima de una silla intentando meterse por la ventana de la cocina, pero se había atascado con la mitad de su cuerpo dentro y la otra mitad fuera. No sabía qué hacer, pero no me asusté demasiado porque el rechoncho intruso llevaba traje y calzaba zapatos de vestir. Teddy comenzó a dar gritos cuando vio al hombre y Jessie siguió su ejemplo, lo que hizo que el hombre se tambaleara sobre sus pies y la silla se cayera, dejándolo con los pies colgando a varios palmos del suelo. Comenzó a llamar y a agitar las manos y los pies en el aire como si intentara nadar.

Me acerqué despacio. Pude ver que su cara ancha estaba hinchada y roja por el esfuerzo excesivo y que, aunque parecía tener solo poco más de treinta años, estaba casi calvo y una cuidada franja de cabello oscuro le rodeaba la cabeza de oreja a oreja.

Unos instantes después apareció Millie en la cocina con los ojos de sueño e irritada por que se hubiera interrumpido su siesta. Cuando vio al afligido hombre, levantó las manos y fue a toda prisa hasta la ventana.

—Por el amor de Dios, Benson, ¿qué diablos estás haciendo?

Al vernos fuera, Millie descorrió el cerrojo y abrió la puerta trasera y Teddy entró corriendo en la cocina y miró fijamente a Benson a la cara. Yo entré a continuación llevando a Jessie todavía en la silla.

—¡Tío Benson! —exclamó Teddy—. ¡Qué ridículo estás, tío Benson!

—Ni que lo digas —respondió avergonzado.

Millie abrió la ventana mientras yo salía afuera y colocaba la silla de nuevo bajo sus pies, y en unos instantes estuvo libre. Todavía ligeramente encorvado y frotándose la espalda dolorida, se echó a reír y explicó a Millie que Adam le había invitado a cenar y que había llegado pronto. La puerta trasera estaba cerrada, así que se le ocurrió entrar por la ventana de la cocina como había hecho antes tantas veces.

—¿No dejé abierta la cerradura? Oh, se me están empezando a olvidar las cosas —dijo Millie mientras le limpiaba el polvo de la chaqueta del traje—. Pero, sinceramente, vosotros no teníais más de doce años cuando entrabais así por la ventana.

—Bueno, es cierto que he ganado algo de peso desde entonces, y tampoco estoy ya tan ágil —me tranquilizó de inmediato la expresión bondadosa de sus ojos, acentuada por unos párpados caídos con forma de lágrima.

—Tú debes de ser Ana —dijo dirigiéndose a mí—. Adam me ha contado lo estupenda que eres con los niños.

—Gracias —respondí, deseando poder decir que también había oído a Adam hablar de él, pero el señor Trellis casi nunca me hablaba de nada que no estuviera relacionado con los niños.

Millie puso una cafetera para nuestra visita, mientras Teddy subía corriendo la escalera. Estaba segura de que volvería en unos instantes con uno de sus juguetes preferidos para enseñárselo a Benson. Le di a Jessie su biberón de la tarde mientras Millie y Benson hablaban. De su conversación deduje que Benson y el señor Trellis eran amigos desde la infancia y que seguían jugando al golf juntos de vez en cuando.

El señor Trellis llegó a casa muy poco después, y cuando vio a su amigo sentado con nosotras a la mesa de la cocina, los ojos se le iluminaron. Por un momento pareció como si le hubieran levantado un velo oscuro de la cara y que toda la preocupación que llevaba en lo más profundo de su corazón hubiera desaparecido de repente. Pensé que parecía asombrosamente apuesto. Pidió a Benson que se reuniera con él en el estudio y Benson se excusó mientras Millie le despedía con un gesto de la mano y una alegre sonrisa, diciéndole que nunca le había visto tan feliz y tan bien.

Cuando se hubieron alejado a una distancia prudencial para no oírla, su sonrisa desapareció y dijo:

—Pobre hombrecito desconsolado. Nunca lo adivinarías por su aspecto, pero es un abogado de bastante éxito. Brillante en lo que se refiere a los libros, pero bastante tonto en todo lo demás.

—Parece buena persona.

—Ese es su problema. Es tan bueno que deja que las mujeres le pisoteen. Le han pegado patadas en la cabeza tantas veces que es un milagro que le quede todavía algo de pelo.

—Es una lástima —dije, quitando el biberón de la boca a Jessie con cuidado de no despertarla.

—Y tampoco ayuda que siga viviendo con su madre —dijo Millie, negando con la cabeza en gesto de consternación mientras comenzaba a preparar los ingredientes para la cena—. ¿Te imaginas a un hombre de treinta y cinco años que vive todavía con su madre? —con los ojos brillantes, dijo—: Y tendrías que ver cómo se comporta cuando está cerca de Lillian. Con solo oír su nombre, se le ponen las orejas de color rojo brillante, y cuando ella entra en la habitación siempre temo que él se vaya a desplomar de un ataque al corazón. Ya verás lo que quiero decir esta noche en la cena. Es realmente de lo más increíble.

La hermana Josepha apoyó su mano en el antebrazo de Ana.

—Ana, querida, ¿estás bien?

Ana ensanchó los ojos, consciente de pronto de que la oración había terminado y de que había perdido el hilo de la conversación.

—Sí, lo siento —murmuró.

—La hermana Josepha me decía hace un momento que estás pensando en marcharte a Nuevo México. ¿Es eso verdad? —preguntó Jessie, con los ojos abiertos con preocupación.

—Bueno, sí, pero todavía no he tomado una decisión definitiva.

—¿Ya no te gusta estar aquí?

—Por supuesto que me gusta —dijo Ana mirando a la hermana Josepha—. Y no hay por qué preocuparse aún por nada de eso.

—Pero yo sí me preocupo, Nana —dijo Jessie—. Ya sabes cómo me preocupo por ti.

La hermana Josepha se levantó y se dirigió a la tetera.

—¿Y dónde está la universidad a la que piensas ir? —preguntó mientras buscaba las bolsas de té en los armarios.

—En Vanderbilt —contestó Jessie con un mohín—. Presentaré la solicitud dentro de un par de meses.

—¿Y dónde está eso, por cierto? —preguntó, poniendo las bolsitas de té en tres jarras vacías.

—En Tennessee —respondió Jessie.

—Tal vez me equivoque —dijo alegremente la hermana Josepha—, pero ¿no está Tennessee más cerca de Nuevo México que de California?

—Eso creo —respondió Jessie, sin convicción—. Pero mi casa es esta, y me gusta pensar que Nana está aquí y no en algún lugar de Nuevo México. Además, ¿no hace mucho frío allí en invierno? A Nana no le gusta el frío. ¿No es así, Nana?

—Bueno, depende —dijo, levantando la vista hacia el techo. La visita de Benson duraba ya más de lo que esperaba y era casi la hora de que Adam tomara sus medicinas.

—A mí también me gustan los climas más cálidos —respondió la hermana Josepha poniendo en la mesa las tres jarras de té—. Pero tienes que reconocer que el frío tiene algo que infunde vigor. Parece que hace que la sangre corra más deprisa por las venas y el cerebro trabaje con mayor eficiencia.

—Supongo —dijo Jessie en tono escéptico, y se volvió para mirar a Ana, que de nuevo se había perdido en sus pensamientos.

Después de aquel primer día, las visitas de Benson fueron frecuentes y nos hicimos amigos enseguida. Con el paso del tiempo me di cuenta de que en su compañía me sentía igual que cuando Carlitos y yo jugábamos juntos en el río, diciendo lo primero que se nos ocurriera, riendo con chistes que solo nosotros entendíamos y haciendo proclamas exageradas que no tenían sentido en ningún otro lugar que no fuera nuestro universo privado.

—Si te casas con otro, tendré que ahogarme en el río —decía Carlitos.

—Y si tú te ahogas en el río, yo me tiraré desde la montaña más alta —respondía yo.

—Y si tú te tiras desde la montaña más alta, yo me untaré todo el cuerpo de queroseno y me quemaré vivo.

—¿Cómo vas a poder hacer eso cuando ya te has ahogado en el río? —le preguntaba.

Y Carlitos sonreía tímidamente.

—Está bien. Se me había olvidado —decía—. Bueno, olvídate de la parte de ahogarme. Creo que lo mejor es que me queme vivo.

—Ana, por el amor de Dios, ¡no lo toques! —exclamó Benson. Estaba despatarrado en el sofá de la habitación de la parte delantera con una pierna apoyada en un cojín. Teddy estaba a mi lado, boquiabierto y agarrado con fuerza a mi mano. Benson y el señor Trellis acababan de regresar de jugar al golf y el señor Trellis había ido a la cocina a buscar hielo.

Me dirigí a Teddy.

—¿Por qué no vas a ver dónde está Jessie? Millie debe de tener ya listo vuestro almuerzo —reacio a abandonar el drama tan pronto, Teddy dio varios pasos vacilantes en dirección a la puerta y luego echó a correr para hacer lo que le había mandado.

—Pobre criatura —murmuró Benson—. Es probable que piense que a su tío Benson se le ha ido la olla. Y pensar que esto puede ser el último recuerdo que tenga de mí…

—Vamos, Benson —dije—. Estoy segura de que no es nada.

Sus ojos se cerraron con fuerza y su mano tembló mientras señalaba la pierna en cuestión, una pierna robusta y regordeta que parecía cómica con los pantalones cortos de cuadros escoceses y los calcetines.

—¿Quieres mirar lo hinchada que está en comparación con la otra pierna? —pidió.

—No veo ninguna hinchazón por ninguna parte —respondí.

—Pues claro que la ves —replicó. Y entonces dejó caer la cabeza hacia atrás, ya derrotado—. Es un coágulo de sangre. Sé que lo es. Mi padre murió casi de repente por un coágulo en el pulmón. Es probable que empezara igual que este.

—¿Duele? —pregunté, tomando asiento cerca de la pierna lesionada.

—Es insoportable —respondió, levantando la cabeza para que yo pudiera darme cuenta de su aire de sufrimiento.

—Estoy segura de que el hielo ayudará —dije.

—Una bolsa de hielo no puede salvarme ya.

Le di una palmadita amistosa aunque irreverente en la rodilla de su pierna enferma.

—Será mejor que vaya a ver si los niños han llegado a la cocina.

—No, quédate aquí conmigo, Ana —dijo—. Me siento mucho mejor cuando estás cerca. Y… y por si acaso ya sabes quién está merodeando por ahí, no quiero tener que habérmelas con ella yo solo.

—Bueno, si te refieres a la señora Lillian, ha salido de compras. Y cuando sale de compras suele volver a casa de muy buen humor.

—Shshsh, ¿quieres provocar a los malos espíritus? —preguntó, mirando nerviosamente a la puerta.

No pude contener la risa.

—¿Por qué tienes tanto miedo a la señora Lillian?

—Supongo que las mujeres —dijo tras encogerse de hombros—, sobre todo las mujeres atractivas, siempre me hacen sentir ridículo de alguna manera. En el instituto, Adam y Darwin siempre tenían a las chicas más guapas pululando a su alrededor y a mí nunca me dirigían una simple mirada. Pero si por un milagro una de ellas miraba en mi dirección, en el acto me convertía en un torpe imbécil. Francamente, era como si se me hubiera olvidado hablar, tragar y respirar.

—Eso es muy tierno —dije.

—No, es peligroso —respondió Benson, con los ojos abiertos de par en par—. Un día me comí veintisiete perritos calientes de una vez solo para impresionar a una encantadora jovencita en el carnaval. Estuve tres días en la cama con dolor de barriga y estoy seguro de que ella ni siquiera supo cómo me llamaba. Para mí es más seguro mantener las distancias —Benson levantó la cabeza—. ¿Sabes una cosa? Puede que tú seas la única mujer que he conocido que no hace que me sienta idiota —iba a decirle algo, pero me detuvo—. Y no vuelvas a decirme que eres bajita y poco agraciada porque por lo que a mí respecta eres aún más guapa que una mujer como Lillian. Tienes algo, Ana. Todo a tu alrededor parece brillar —recordando su dolencia, se dejó caer en el sofá, respirando profundamente como si estuviera al final del viaje de su vida—. Bueno, supongo que solo piensas que soy un hombrecillo tonto.

—Por supuesto que no —respondí, afectada por sus palabras—. Te tengo mucho cariño, Benson.

—Pero no bastante cariño para dejar todo esto y marcharte conmigo, ¿a qué no? —me eché a reír al oírle pedir tal cosa y él frunció el ceño—. Por supuesto, ni por un instante creo que Adam me permitiese sacarte de aquí. Te admira demasiado para dejar que te vayas.

Era abrumador pensar que el señor Trellis hiciera algún comentario acerca de mí a su amigo más antiguo y querido, además de auténtico.

—¿Dudas de que te admira? —preguntó Benson, levantando de nuevo la cabeza para mirar bien mi cara ruborizándose.

—No creo que el señor Trellis piense mucho en los asuntos domésticos —respondí, incómoda con la dirección que estaba tomando nuestra conversación, pero Benson insistió.

—Te equivocas. Puede que Adam no siempre lo demuestre, pero se preocupa profundamente de su familia y su casa, y te considera un miembro más de ella. Me ha dicho más de una vez que él y los niños estarían perdidos sin ti. Y a veces pienso —prosiguió Benson con un aleteo furtivo de sus pobladas cejas— que está celoso de nuestra relación.

—Qué cosas dices, Benson.

—Es verdad —replicó—. Del mismo modo que yo sería feliz si te vinieras conmigo, estoy seguro de que Adam se quedaría igualmente deshecho.

Negué con la cabeza, abrumada y aturullada por sus palabras, y traté de tomármelas a broma. En ese preciso instante, el señor Trellis entró en la habitación, divertido y molesto a la vez por su amigo, que comenzó a quejarse otra vez de su inminente muerte.

—Será la primera vez que tengo noticias de que alguien se muere por un esguince en un tendón —dijo mientras colocaba la bolsa de hielo bajo la rodilla de Benson—. Supongo que tendré que buscar un nuevo compañero de golf si esto continúa.

Benson gimió, pero cooperó con la intervención de primeros auxilios.

—Te digo que es un coágulo de sangre. Estoy seguro.

El señor Trellis se pasó la mano por la frente. Había estado toda la tarde bajo un sol radiante, pero estaba pálido.

—Por supuesto. Le diré a Peter que no estarás con nosotros la semana que viene. ¿Has pensado en la posibilidad de amputación? —a pesar del tono jocoso había algo en su voz, una tristeza latente justo por debajo de la superficie. De pronto anhelé ponerle una mano en el hombro a modo de consuelo, pero, por supuesto, no moví ni un músculo.

Fue entonces cuando Lillian entró en la habitación, cargada hasta arriba con varias bolsas y cajas de compras con los nombres estampados de hombres extraños de los que yo no había oído hablar nunca, como Tom Ford, Michael Kors y Jimmy Choo. Cuando Millie me informó más tarde de que eran diseñadores y de que una sola bolsa podía costar hasta cinco mil dólares, me quedé sin habla. Con cinco mil dólares se habría comprado comida para toda mi familia en El Salvador durante al menos diez años.

—Supuse que os encontraría aquí —dijo, con la cara colorada—. Mi coche está absolutamente abarrotado de bolsas. ¿Me ayudaríais, chicos, a traer las que faltan?

El señor Trellis se levantó con un suspiro y, para mi sorpresa, Benson bajó de inmediato su pierna lesionada del sofá y se dirigió a la puerta tras él. Iba encorvado y cojeaba un poco, pero pudo seguirle el paso sin demasiada dificultad.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó Lillian—. Pareces el jorobado de Notre Dame.

Benson se rio nervioso.

—Oh, no es nada, solo una punzadita —dijo.

—Si quieres que te diga la verdad, has ganado demasiado peso —dijo Lillian, examinándolo de los pies a la cabeza.

Pareció que Benson se inflaba y ensanchaba ante nuestros mismos ojos solo para aplacarla. Luego sacó cojeando del coche más bolsas y advertí que sus orejas habían adquirido un tono rojo oscuro.

Aquella misma noche, cuando los niños ya se habían dormido y la casa permanecía en silencio, yo estaba en mi cama y trataba de dormir también, pero cada vez que cerraba los ojos veía la expresión herida en los ojos del señor Trellis. Aquello me preocupaba profundamente, aunque no sabía con certeza por qué tenía que estarlo. Me dije que era porque conocía la traición de Lillian y que yo había intervenido para impedir que se enterase. Pero noté que había algo más.

Mientras estaba acostada en mi cama, oí unos crujidos arriba en el segundo piso. Como continuaron durante varios minutos, me levanté para asegurarme de que Teddy y Jessie seguían en sus camas y me sentí aliviada al encontrarlos a los dos profundamente dormidos. Salí de puntillas del cuarto de los niños y recorrí el pasillo. Desde allí vi una luz tenue en el estudio al otro lado del patio y entonces imaginé que el señor Trellis se había quedado leyendo hasta altas horas de la noche. Millie decía que para poder ganar dinero «a espuertas» como él lo hacía, tenía que mantenerse al día de todas las noticias financieras más recientes. «Es como el rey Midas —decía—. Y demos gracias a Dios por ello, pues de lo contrario las dos estaríamos sin trabajo dada la manera en que a su majestad le gusta gastar lo que él gana».

En ese momento me sobresaltó un sonoro golpe seco que venía de arriba. Se me ocurrió que una zarigüeya podía estar haciendo su nido allí o quizá una familia de gatos. Y si Millie los descubría antes que yo, llamaría de inmediato al exterminador y acabaría con ellos.

Regresé a mi habitación en busca de la linterna que tenía guardada en el cajón de la mesita de noche y avancé hacia la escalera de servicio. Miré hacia arriba por la escalera y encendí la linterna, que en el acto la iluminó, pero la oscuridad que me rodeaba no era muy reconfortante. Cuando llegué al segundo piso, oí a las cucarachas escabulléndose rápidamente y alcancé a ver sus lomos relucientes mientras se afanaban frenéticamente por ponerse a cubierto. Tragué saliva y me recordé que en El Salvador las cucarachas eran mucho más grandes y las arañas y las ratas hacían que las de aquí parecieran pequeños mosquitos. Seguí adelante.

Las tablas del piso crujían al pisarlas y la oscuridad amplificaba cada pequeño sonido, como lo hacía mi ansiedad, cada vez mayor. Había recorrido la mitad del pasillo y no había visto ni oído nada fuera de lo normal cuando reparé en un sonido que me pareció el que hace el papel al hojearse. Me quedé muy quieta y contuve la respiración hasta determinar que venía del trastero y que alguna clase de animal estaba construyendo un nido. Cuando supiera lo que era, podría pensar en una manera humana de deshacerme de él.

Avancé con precaución por el pasillo y abrí la puerta despacio. Me sorprendió ver un tenue y fantasmagórico resplandor que procedía de detrás de un montón de cajas en el otro extremo de la habitación. La luz oscilaba sobre todas las cosas y cuando dirigí la mirada a los maniquíes pareció que sus torsos se retorcían en un intento de liberarse de sus pies. Se me hizo un nudo en la garganta y un frío entumecimiento se apoderó de mí. Ningún animal podía producir una luz como aquella, y entonces la linterna se escurrió de mi mano sudorosa y se estrelló en el suelo. Me cegó de inmediato un rayo de luz y di un traspié hacia atrás, golpeando un montón de libros y molestando a alguna criatura peluda que se escabulló pasando por encima de mis pies. Di un grito y me volví para salir corriendo de la habitación, pero me golpeé una y otra vez con la pared, incapaz de encontrar la puerta por la que acababa de entrar. De pronto sentí una mano pesada en mi hombro que tiraba de mí hacia atrás.

—Ana, ¿qué diablos estás haciendo aquí? —dijo una voz familiar—. ¿No te dijo Millie que está prohibida la entrada a este piso y a esta habitación? —me di la vuelta y me encontré mirando la cara atribulada del señor Trellis.

—Señor Trellis —dije en un susurro, con el corazón latiéndome tan fuerte que apenas podía oír lo que yo misma decía—. Yo… lo siento, no, no me lo dijo y me… me pareció oír un ruido.

—Estás temblando como un conejo asustado —dijo, y se quitó la chaqueta y me la puso sobre los hombros. Luego recogió mi linterna del suelo y dio al interruptor varias veces, pero no funcionaba, lo cual pareció molestarle sobremanera.

—¿Crees que es sensato andar por ahí investigando ruidos en mitad de la noche, Ana? Y si yo hubiera sido un intruso, ¿qué habrías hecho?

Me ajusté más su chaqueta alrededor de los hombros.

—Soy muy veloz corriendo, señor Trellis.

Me miró con desconfianza mientras negaba con la cabeza.

—Eres muy veloz corriendo, ¿no es eso? Es difícil creerlo cuando ni siquiera eras capaz de encontrar la puerta.

Antes de que pudiera responder me dejó para ir a la otra punta de la habitación. No tenía más opción que seguirle o volver al piso de abajo yo sola en la oscuridad. Se sentó en una de las muchas cajas y se puso a leer lo que parecía una partitura musical, y al hacerlo se quedó tan ensimismado que parecía haberse olvidado de que yo estaba allí mirándolo mientras él escuchaba la música que sonaba en su cabeza y su cuerpo oscilaba y se balanceaba. Y entonces, ante mis ojos, su cara se transformó. El ceño fruncido a cincel se desvaneció para dar paso a una expresión llena de asombro y paz, como si un hermoso río de luz fluyera a través de su corazón. Mientras le miraba, me vi envuelta por un calor fascinante y bajé los brazos y me acerqué un paso más, con cuidado de no molestarle hasta que estuve del todo segura de que había terminado.

Cuando dejó la partitura en sus rodillas, pregunté:

—¿Ha tocado esa pieza antes?

—Sí —respondió en voz baja.

—¿Cómo se titula?

—La mayoría de la gente la conoce como sonata Claro de luna, de Beethoven.

—¿Es difícil tocarla?

—Es más difícil no tocarla —cerró la partitura con un resoplido y la dejó a un lado, pero la expresión suave de sus ojos no había cambiado, y continuó—: Solía tocar esta pieza para mi madre. Decía que cuando la oía era capaz de olvidar todas sus preocupaciones. Hoy hace exactamente quince años del día en que perdí a mis padres, y cada año en esta fecha subo aquí para echar un vistazo a estas cosas, leer mis viejas partituras y recordar cómo solía ser.

Mis ojos se posaron en las estanterías repletas de trofeos.

—Perdóneme, señor Trellis, sé que esto no es asunto mío, pero ¿por qué no toca ya? El piano que está abajo es muy hermoso y Millie me ha dicho que usted era muy bueno.

Frunció el ceño y se examinó los dedos.

—No puedo —respondió—. No tengo valor para tocar más.

Invadida por una inusitada audacia, di otro paso hacia él y dije:

—Millie me ha contado lo del accidente y cómo se enfadó su hermano con usted porque no pudo jugar más al fútbol, pero usted no tuvo la culpa.

Al oír esto cerró los ojos, y mi corazón se paró. Temí que esta vez había cruzado la línea y que iba a decirme que me marchara y volviera a mi habitación, que era donde tenía que estar. Pero cuando abrió de nuevo los ojos estaban llenos de angustia, no de ira.

—Voy a decirte algo que no le he contado nunca a nadie —susurró—. Pero tienes que prometerme que me guardarás el secreto. ¿Podrás hacerlo, Ana?

Asentí con la cabeza y él empujó hacia mí una caja próxima para que pudiera sentarme cerca de donde él estaba.

Me miró y luego desvió la mirada.

—Millie puede haberte dicho que era su marido el que conducía el día del accidente, pero era yo quien iba al volante —se echó hacia atrás el cabello con los dedos temblorosos—. Yo era joven y había convencido a Mick de que me dejara conducir para ir al recital ese día. Naturalmente, la policía y todos los demás dieron por supuesto que era Mick quien iba al volante y yo nunca me molesté en sacarles de su error.

—¿Darwin tampoco lo sabe? —pregunté, atónita por la revelación que me acababa de hacer.

—Estuvo en coma casi una semana. No recuerda nada del accidente y el conductor del otro vehículo no sobrevivió. Yo fui el único testigo.

Nos quedamos sentados en silencio durante un rato, y busqué desesperadamente algo que pudiera decir para consolarlo. Finalmente, dije:

—Pero fue un accidente, señor Trellis. Usted no quiso que nada de aquello sucediera. No debe culparse más, y tiene que recordar que si Dios dispuso que usted sobreviviera, debe aceptar su voluntad para su vida.

Pensó en mis palabras por unos instantes y luego el frío porte del que siempre estaba prisionero se cerró a su alrededor, y cuando levantó la vista para mirarme sus ojos estaban tan llenos de ira que mis temblores volvieron en el acto y tuve que retroceder varios pasos.

—No deberías hablar en nombre de Dios en relación con cosas de las que no sabes nada, Ana —dijo furioso. Parecía que quería decir algo más, algo odioso, pero se detuvo y se puso en pie—. Se está haciendo tarde —dijo de manera cortante—. Tenemos que irnos.

Me levanté y le seguí por el pasillo y por la escalera hasta el primer piso, donde le devolví su chaqueta y nos separamos sin decir nada más. Pero cuando estaba acostada en la cama rememoré cada instante, cada palabra y cada mirada que nos habíamos cruzado durante aquellos preciosos momentos en que no estaba en guardia. Ahora que comprendía la gran carga con la que vivía desde hacía tantos años, me preguntaba qué otra cosa podía haber dicho para aliviar su sufrimiento. Se había molestado conmigo, es cierto, pero eso no cambiaba el extraordinario hecho de que me hubiera confiado un secreto que no había contado a nadie más. Ahora había un entendimiento especial entre nosotros, casi como un voto, y pensar en ello de este modo me recordó los secretos que Carlitos y yo solíamos guardar. Recordé cómo tiraba nervioso de las fibras sueltas de sus sandalias de tiras cuando confesó:

—He visto a mi papá con la otra mujer. Se llama Marisol.

—¿Has llegado a hablar con él? —pregunté, pues sabía que la tía Juana se pondría furiosa si se enteraba de que lo había hecho.

—He intentado no hacerlo —dijo Carlitos, con la cara crispada por la vergüenza—, pero echo tanto de menos a papá que no he podido separarme de él —las lágrimas se deslizaban por su cara dejando rastros limpios y brillantes en sus mejillas llenas de polvo—. He hablado también con Marisol. Era guapa y amable, y me ha invitado a un refresco —me miró con timidez—. Me ha dicho que era guapo.

—Es que eres guapo —dije, con el deseo de aliviar su confusión lo mejor que pudiera—. Mira, si yo viera a mi padre, también hablaría con él aunque sé que mamá se pondría tan furiosa que a lo mejor no volvía a dirigirme la palabra nunca más.

—¿Lo harías? —dijo, mirándome con ojos agradecidos.

—Sí, lo haría. Y ojalá fuera tan valiente como tú para ir a buscarlo y traerlo de vuelta a casa.

—Pero está muerto —dijo Carlitos, olvidándose por el momento de su propio disgusto.

—Eso es lo que me dicen mamá y la tía Juana, pero a veces pienso que me lo dicen para que no vaya a buscarlo.

Carlitos asintió para indicar que lo entendía. Esta clase de artimañas de los padres era algo con lo que los dos estábamos familiarizados.

—A veces me gustaría escaparme y vivir con papá y sus nuevas mujeres —dijo, pero entonces los ojos se abrieron de par en par llenos de alarma—. No se lo digas a nadie, ¿vale?

—No les diré nada de Marisol si tú no le dices a nadie que creo que mi padre sigue vivo en algún lugar de la selva.

Carlitos asintió con entusiasmo, y ya pude ver que estaba menos ansioso y que su humor travieso volvía.

—Tú vas a ser una buena esposa —dijo, dándome un empellón que de inmediato le devolví.

—Y tú serás un buen marido, pero te advierto que no pienso tener niños, así que voy a tener que ser suficiente para ti.

Pensó un momento en lo que le había dicho y sonrió.

—Contigo tengo suficiente.