12
Una cuenta pendiente
Durante las semanas que siguieron a nuestra llegada, la vida en el campamento se presentó tranquila y apacible. Después de haber perdido a sus tropas ocultas en los bosques y recibir una lluvia de cabezas sobre la ciudad, los habitantes de Braemar se mantenían confinados tras sus muros, con la excepción de las pequeñas incursiones que algunas avanzadillas se aventuraban a realizar en busca de información que brindar a sus señores.
Si bien a Ragnar no le había molestado mi decisión de sustituir a sus hombres por los Escorpiones de Barro para llevar a cabo las misiones que quisiera encomendarme, la orden de adiestrar a los suyos seguía vigente. Dediqué la mayor parte de mi tiempo a entrenar al grupo de shadorianos que tenía a mi cargo, siempre que Thrasius me lo permitía. Ragnar me había puesto bajo su mando y el viejo general parecía deleitarse dándome órdenes, por insulsas que estas fueran. Por suerte, Shay se prestó a ayudarme con el entrenamiento; además, ella tenía más paciencia que yo para tratar con los soldados.
—Strigoi, se requiere tu presencia —sonó una voz por encima del rumor de las lanzas.
Se trataba de uno de los soldados de Thrasius, interrumpiendo una vez más el adiestramiento. Me esforcé por no poner mala cara. Me apetecía acudir ante el viejo doran mucho menos que dirigir a la docena de shadorianos que tenía delante, lo cual tampoco me atraía demasiado.
—¿Te encargas tú? —le pregunté a Shay.
—Claro. Les mostraré a esta panda de inútiles cómo se usa una de estas. —Tomó la lanza que le tendía y se puso al frente del grupo—. ¡Muy bien, sabandijas, se acabó el descanso! Yo no voy a ser tan benévola con vosotros.
El soldado me guió a través del campamento. Un poco más allá de las tiendas de los oficiales, encontramos a Thrasius montado sobre su caballo. Lo acompañaban una docena de Roran. También tenían preparada una montura para mí. Tan pronto subí a lomos de mi caballo, Thrasius azuzó al suyo, abriendo la marcha. Galopamos por los lindes del bosque en dirección a Braemar, sin que nadie dijera una palabra. Cuando Thrasius empezó a aminorar la marcha, me puse a su altura.
—¿Tienes intención de decirme a dónde nos dirigimos o tendré que adivinarlo? —pregunté con un deje burlón. Soltó un pequeño bufido.
—Mis merodeadores me han informado de que un pequeño destacamento de soldados celirianos se aproxima a la ciudad por el oeste. Tal vez sean refuerzos o emisarios que vienen del norte. Hay que detenerlos antes de que se acerquen a las murallas. Acortaremos camino por el bosque —añadió, señalando la arboleda cercana—. Por lo que sé, son menos de una docena. Dividiremos nuestras fuerzas, la mitad de nosotros les bloqueará el paso y los dirigirá a los árboles, donde el resto estará esperando para interceptarlos.
Espoleó a su caballo, poniendo fin a la conversación. Siguiendo sus instrucciones, avanzamos hacia el oeste por la parte externa del bosque y, al llegar a la altura de las murallas, penetramos en la espesura. En cuanto el soldado que iba en cabeza dio la voz de alarma, Thrasius nos hizo indicaciones para que permaneciéramos ocultos entre el follaje. Después, cabalgó con varios de sus hombres hacia la compañía celiriana, que recorría el camino principal ajena a lo que sucedía.
Su plan funcionó a la perfección. Los celirianos se vieron sorprendidos por la repentina presencia de los jinetes enemigos, que empezaron a disparar flechas en su dirección. Lejos de mantener la calma, la compañía celiriana rompió filas y sus hombres empezaron a huir en todas direcciones. Los jinetes de Thrasius, con él al frente, se encargaron de cortar su fuga, hostigándolos hasta que no les quedó otro remedio que tomar el camino que atravesaba el bosque. Muchos de ellos murieron en el sitio, atravesados por las flechas que caían sobre ellos. A los que consiguieron escapar los estábamos esperando.
La lucha no duró mucho, nuestras lanzas y espadas dieron buena cuenta de ellos. Los hombres de Thrasius se hicieron con los pocos caballos enemigos que habían resultado ilesos y mataron al resto. Después se dedicaron a despojar a los cadáveres de sus dueños de cualquier objeto útil o valioso que pudieran llevar encima.
Mientras duraba el saqueo, bajé de mi montura y caminé hacia el lugar donde se escuchaban las voces del resto de nuestra comitiva. Sus risas y burlas sonaban por todo el bosque y estaban acompañadas por unos gritos de súplica. Los encontré arrinconando a un soldado celiriano cuyas ropas hacían evidente que debía tratarse del líder de aquella compañía. Era un tipo bastante gordo de rizado pelo negro que se arrastraba de forma patética por el barro, como un perro tratando de huir de sus perseguidores. Los shadorianos se divertían a su costa, lo golpeaban con las astas de sus lanzas o lo pinchaban con sus moharras, obligándole a arrastrarse en una u otra dirección para ser acosado por el siguiente. Sus lloriqueos y ruegos no le ayudaban en absoluto, más bien excitaban el ánimo de los hombres de Thrasius.
Estuvieron jugando con él largo rato, hasta que sus vanos intentos por escapar lo llevaron ante mí. Se detuvo al darse de lleno con mis botas. Levantó con lentitud la cabeza; estaba cubierto de fango, lo que hacía difícil distinguir sus rasgos. Reculó hacia atrás con rapidez, como si hubiera visto un fantasma, hasta quedarse de rodillas. Sus pupilas dilatadas me observaban con temor.
—¿Willhem? —preguntó en un hilo de voz.
Fruncí el ceño, extrañado de que aquel patán conociera mi antiguo nombre.
—¿Eres tú, verdad? Eres Willhem —continuó balbuceando—. S-s-soy yo… Hubert… —añadió, dándose unos golpecitos en la pechera—. ¿No te acuerdas de mí?
—Ahora sí —dije con disgusto, reconociendo al fin a uno de los inseparables de mi primo Adelbert debajo de todo aquel barro—. Hubert de Loucelles. Eres la última sabandija que esperaba encontrarme por aquí.
Los otros miembros de mi grupo se habían acercado a nosotros y rodeaban por completo la figura oronda y apocada de Hubert.
—¿Es amigo tuyo? —preguntó uno de ellos.
—No, más bien lo contrario. Deberíais degollarlo.
Como impulsado por un resorte, Hubert se agarró a mis botas con ambas manos, inclinándose hasta quedar casi tumbado en el suelo. Al mismo tiempo, se puso a balbucear con su vocecilla palabras que nadie alcanzaba a entender. Sacudí la pierna, tratando de apartarlo.
—¡Quítame las manos de encima, gusano!
—¡Por favor, no dejes que me maten! —suplicó—. ¡Ayúdame! Hazlo aunque sea por los viejos tiempos, por la amistad que una vez nos unió.
Le zarandeé hasta librarme de su agarre y cayó de bruces en el barro.
—¿Amistad? No eras más que la sombra de Adelbert, siguiéndole allá a donde iba y obedeciendo todos sus caprichos. Me disteis la espalda, me traicionasteis y luego tratasteis de matarme. No es lo que yo consideraría amistad.
—Yo n-n-no q-quería hacerlo… Adelbert me obligó. Nunca estuve de acuerdo con él, pero no me quedaba otro remedio. Por favor, tienes que entenderlo, me daba miedo contrariarlo.
—Qué pena me das —escupí con sarcasmo. Hice una indicación con la cabeza a los shadorianos—. ¿Por qué no le libráis de tanto sufrimiento?
Lo cogieron por los brazos y lo levantaron parcialmente del suelo. Hubert empezó a gritar de nuevo, suplicando clemencia y peleándose con las palabras. Sus alaridos hicieron acudir a Thrasius, que había permanecido todo ese tiempo asegurándose de que no hubiera supervivientes.
—¿Qué ocurre aquí? —Echó un vistazo aburrido al prisionero.
—Una diferencia de opiniones —contesté—. Él considera que su cabeza está bien sobre sus hombros, los demás no estamos de acuerdo.
—Parece que se conocen —comentó uno de los hombres que sujetaban a Hubert. Esbocé una mueca.
—¿Es eso cierto? —preguntó Thrasius, enarcando una ceja.
—Por desgracia, así es. Pero descuida, no será una gran pérdida.
Thrasius se paró delante del prisionero y lo observó con curiosidad. Hizo un leve gesto de desprecio.
—¿Eres el líder de esta compañía?
—S-s-s-sí… lo s-s-soy —tartamudeó Hubert.
—¿Cuál era el propósito de vuestra misión?
Hubert entornó los ojos. Estaba intentando aparentar confusión, con bastante poco acierto. Agachó la cabeza, dirigiendo su mirada al suelo. Unas grandes gotas de sudor le corrían por la frente.
—¿Nuestra misión, señor? N-no teníamos ninguna. Solo nos dirigíamos a la ciudad.
—Mientes. Y además de forma penosa. —Lo agarró del pelo, levantando su cabeza al tiempo que apoyaba la punta de una daga contra su cuello—. Contesta a mi pregunta.
El poco valor que le quedaba a Hubert se quebró en ese instante y las palabras salieron de su boca como un torrente, arrollándose unas a otras.
—S-solo soy un emisario, un mero recadero, solo eso. El conde de Klingfort me envió aquí para averiguar si la ciudad seguía en pie. Hace semanas que no se reciben las nuevas del duque, temíamos que hubieran sucumbido. El conde no quería arriesgarse a venir en persona ni enviar a uno de sus oficiales, por si acaso surgían problemas.
—¿Dónde está ese conde?
—En su castillo, señor… en Klingfort.
—¿Conoces ese lugar? —preguntó Thrasius, girando su cabeza en mi dirección.
—Sí, está a unas cuatrocientas millas de aquí —respondí.
—Esa es mucha distancia. Demasiada para un grupo reducido con tan pocas provisiones en su haber —comentó el doran con suspicacia—. ¿Pretendes hacerme creer que habéis recorrido cuatrocientas millas solo para echar un vistazo? —Apretó más la punta de la daga contra el cuello de Hubert—. No me lo creo. Esto tiene todo el aspecto de ser una avanzadilla para informar a un ejército de mayor número que estará esperando no muy lejos de aquí.
—¡Digo la verdad, os lo juro por los dioses! ¡No hay ningún ejército! S-s-s-solo teníamos que ir a la ciudad y hablar con el duque de Brannavor, en Klingfort esperan sus instrucciones para enviar refuerzos si son requeridos. La razón por la que nos enviaron a nosotros es que nos encontrábamos cerca de Braemar, me habían puesto al frente de esta patrulla para vigilar los alrededores de Arul, está a pocas millas de aquí… Eso es todo, os lo juro… Os lo juro…
Thrasius arrugó la nariz al notar el hedor inconfundible de la orina. La poca dignidad que le quedaba a Hubert se le escapaba goteando por los pantalones. El oficial apartó la daga y se echó hacia atrás para no mancharse.
—Me parece que dice la verdad. Mala cosa si en ese castillo están tan pendientes de lo que ocurre aquí. No sabemos con cuántos hombres cuentan.
—Yo no me preocuparía —dije con calma—. Conozco al conde y conozco Klingfort. Es una ciudadela pequeña, no puede contar con más de mil hombres. Tres mil si convoca a sus vasallos. Pero está demasiado preocupado por cuidar sus propios intereses para aventurarse a venir hasta aquí si no recibe una orden real. Si enviáis un barco a las costas del sur y lo hacéis atracar en la desembocadura del río Vialmar, el miedo a que tengáis intención de conquistar sus tierras será suficiente para mantenerlo tras sus muros.
—Magnífico, magnífico. Informaré al deviet al respecto en cuanto regresemos al campamento. —Echó un vistazo desganado a Hubert—. Y en cuanto a este… ¿es de origen noble?
—Sí. Es el tercer hijo de Lord Loucelles, pertenece a una casa noble menor, vasallos del conde de Klingfort.
—Entonces, tal vez podamos pedir un rescate por el tocinete.
—¿Por un hijo tercero? —dije con desprecio—. Pues os deseo suerte. Dudo que tengan suficiente oro para costearse el rescate de un primogénito, no lo malgastarán con este.
—En ese caso, sacadle toda la información útil que podáis, torturadle si es necesario. Y después, matadle.
Con un gesto, indicó a sus hombres que se llevaran a Hubert, pero este se resistió como un gato salvaje. Gritó y pataleó mientras los soldados sujetaban sus brazos y lo arrastraban por el bosque.
—¡No! ¡Por favor, esperad! —Logró zafarse de sus captores. En su afán por escapar, cayó de bruces al suelo. Me clavó una mirada angustiada—. ¡Willhem! ¡Willhem, tienes que ayudarme!
—¿Por qué tendría que hacerlo? No te debo nada, Hubert.
—¡Te salve en Lebannan! —chilló con voz aguda cuando los soldados volvieron a caer sobre él—. Cuando atacaste a Adelbert querían llevarte a la horca. Apresaron a otro, yo sabía que no eras tú, pero mentí a la Guardia Real.
Pedí a los soldados que se detuvieran. Thrasius había vuelto tras sus pasos al oír esas afirmaciones y ahora nos observaba con curiosidad. Me agaché delante de Hubert para quedar a su altura.
—¿Es eso cierto?
—¡Te lo juro por los dioses!
—Supongamos por un momento que te creo. ¿Por qué razón harías tal cosa? Siempre has sido un perro fiel de Adelbert, ¿para qué negarle su venganza?
—No lo sé… yo… no podía soportarlo más. Al principio, me arrimé a él por mi familia, creí que a su lado tendría acceso a una posición mejor. Pero luego empecé a ver las atrocidades que era capaz de hacer y me entró miedo. Me amenazó con hacerme lo mismo si lo delataba, así que me callé. —Detuvo su charla atropellada para toser un par de veces y dejar caer un hilillo de baba por su barbilla—. Cuando lo atacaste en Lebannan creí que todo había acabado, que lo habías matado y yo ya no tendría que vivir atemorizado. Pero sobrevivió y exigió tu cabeza… Y cuando vinieron con ese chico y me pidieron que confirmara que eras tú… les dije que sí. Ni siquiera sé por qué lo hice.
—¿Adelbert sigue vivo?
—S-sí. Estuvo a punto de morir, pero los galenos pudieron salvarle. Aunque no pudieron hacer nada por su… —Bajó la mirada hacia el suelo.
Hice una mueca. Saber que mi primo seguía en pie no era una buena noticia, pero al menos le había quedado un buen recuerdo de nuestra última reunión familiar.
—Me cuesta creer que Adelbert y Findlay no advirtieran a los guardias de tu error.
—Adelbert estuvo inconsciente la mayor parte del tiempo y Find tenía la nariz rota y no hacía otra cosa que inhalar humo para paliar el dolor, no se enteraba de nada de lo que ocurría a su alrededor. Para cuando estuvieron en condiciones, ese pobre muchacho ya había sido ejecutado. Creyeron que se habían librado de ti.
—¿Dónde están ahora?
—N-no lo sé. Nuestros caminos se separaron después de aquel incidente. Adelbert seguía insistiendo en su absurdo plan para adquirir más poder y yo no me veía con fuerzas para continuar a su lado. Me remordía la conciencia por aquel chico, era inocente y yo lo condené… —Se mordió el labio inferior—. No podía con el peso de la culpa, de modo que regresé a mi hogar. A mi padre no le gustó volver a recibirme. Me puso bajo el mando del conde con la esperanza de que me enderezara. Pero hasta ahora solo me ha encargado misiones que podría haber hecho cualquier recadero —añadió sin un ápice de amargura, como si fuera una excusa en vez de una queja—. No he vuelto a saber de ellos. Los últimos meses los he pasado en compañía de los hombres que venían conmigo, hemos estado recorriendo la zona e informando al señor de Arul de cualquier novedad, como ordenó el conde.
Me quedé pensativo durante un momento, sopesando toda esa información. Había un brillo de esperanza en los ojos de Hubert, en medio de la ansiedad que dominaba su rostro.
—Por favor, Willhem, te prometo que he dicho la verdad. No permitas que esta gente me haga daño, te lo suplico.
—Thrasius, se me ocurre una idea —dije al fin—. Tal vez aún tengamos una utilidad para el prisionero.
—¿De qué se trata? —preguntó este, cruzándose de brazos y mostrando poco interés.
—Creo que he dado con el modo de adueñarnos del último baluarte que mantiene a Braemar en contacto con sus aliados. —Observé cómo abría los ojos con creciente curiosidad—. Sé cómo podemos tomar la fortaleza de Arul sin necesidad de un asedio.
El tamborileo incesante de los cascos de los caballos era el único ruido que se escuchaba en el camino, seguido de vez en cuando por el repiqueteo del carro cuando este se encontraba con una piedra de gran tamaño entre la gravilla. Nuestra comitiva se había mantenido muda la mayor parte del trayecto y ahora que nos acercábamos a nuestro destino, ese silencio se hacía más cortante y opresivo.
A medida que la silueta recortada a contraluz del torreón de Arul se cernía sobre nosotros, Hubert se empezaba a mostrar más y más nervioso. Los rizos negros se pegaban a su frente empapada de sudor, las gotas resbalaban y le caían sobre los ojos, haciéndole parpadear de forma persistente. Podía notar su tensión en la rigidez de sus hombros y en el modo en que agarraba las riendas de su caballo hasta que los nudillos se le quedaban blancos.
—Calma esos nervios —le advertí en voz baja—. No hace falta que te recuerde lo que te ocurrirá si echas a perder el plan.
Tragó saliva, lanzándome miradas inquietas de reojo, sin atreverse siquiera a mover la cabeza.
—N-n-no estoy seguro de esto, Willhem. ¿Y si nos descubren?
—Cíñete al plan y todo saldrá bien. No tienen por qué sospechar nada si no les das razones para ello. Basta con que mantengas la calma y hagas lo que te he dicho. Te di mi palabra, nadie resultará herido.
Asintió vagamente con la cabeza y se secó el sudor de la frente con la manga de la camisa. Frente a nosotros, los dos guardias que flanqueaban la entrada al castillo nos dieron el alto.
—¿Quién va?
Hubert se quedó parado, con la boca abierta pero sin decir una palabra. Le golpeé con disimulo en el costado para sacarle del trance.
—S-soy Hubert de Loucelles. Solicito audiencia con Lord Norgant. Es urgente.
La voz le había temblado un poco. Empezaba a temer que no sería capaz de mantener el tipo el tiempo suficiente para que pudiéramos actuar. Los guardias observaron suspicaces a nuestro grupo.
—¿A quiénes traéis en ese carro?
—Son prisioneros de guerra, capturados en nuestra última patrulla. Debo llevarlos ante Lord Norgant de inmediato, dejadnos entrar.
Los guardias no parecían del todo convencidos por las palabras de Hubert. Intercambié una mirada con los otros miembros de nuestro grupo; si no nos permitían entrar, tendríamos que abrirnos camino a la fuerza, aunque esa no fuera la mejor opción. Mi mano ya sujetaba con firmeza la empuñadura de la espada cuando los guardias decidieron apartar sus lanzas.
—Iré a avisar a Lord Norgant —dijo uno de ellos.
Abrieron los portones de madera, permitiéndonos acceder al interior. El castillo de Arul no era gran cosa. Un alto torreón se alzaba en el centro, rodeado de otras dependencias más pequeñas: había caballerizas, cobertizos y varias casuchas pertenecientes a los siervos que trabajaban en el castillo. Todo ello circundado por una muralla de no más de cuatro varas de altura, sobre una pequeña colina. Los Norgant no eran una familia opulenta, provenían de una casa noble tan antigua como irrelevante, que se había asentado en el terreno a raíz de una hazaña bélica que realizó uno de sus ancestros, cuyo nombre había quedado relegado al olvido. No poseían más tierras que las que cercaban sus muros y aun así se habían negado a abandonar su castillo, único legado de un pasado que solo les importaba a ellos. Cómo podían costearse los servicios de los guardias y siervos que tenían bajo su mando era todo un misterio. Yo sospechaba que el conde de Klingfort o el duque de Brannavor debían ser quienes se encargaban de cubrir sus gastos a cambio de contar con un punto estratégico indispensable entre sus terrenos.
En ese momento, solo Lord Norgant permanecía en el castillo. El resto de su familia se había desplazado al norte, huyendo de los invasores que cercaban Braemar. Pero el señor de Arul se había negado a abandonar su propiedad. Junto a él se habían quedado la mayoría de los soldados y varios siervos, insuficientes para defender el lugar llegado el caso.
Desmontamos nuestros caballos en medio del patio mientras esperábamos que el señor del castillo nos atendiera. No tardó en acudir uno de los lacayos para llevarse nuestras monturas a la cuadra. Ante la atenta mirada de los siervos que trabajaban en el castillo, hicimos descender del carro a los prisioneros que habíamos traído con nosotros.
Había estudiado esta artimaña con mucha meticulosidad. Lord Norgant ya había recibido en su castillo a Hubert y a su docena de hombres con anterioridad, no podríamos engañarle ni por un segundo si nos presentábamos con extranjeros en nuestras filas. Tuve que llevar conmigo a algunos de los pocos mercenarios celirianos que habían aceptado trabajar bajo las órdenes de Shador para que se hicieran pasar por ellos. Pero no era plato de mi gusto depositar mi confianza en ellos, ni siquiera los conocía. Los mercenarios no eran hombres de honor, se vendían al mejor postor. Como yo. Lo cual me ponía en una situación comprometida.
De ahí que decidiera introducir a los Escorpiones de Barro como si hubieran sido apresados por los hombres de Hubert. Las cadenas que les sujetaban las muñecas no estaban cerradas y bajo sus ropajes llevaban suficientes armas para hacer frente a la guardia de Arul. Mercenarios y Escorpiones tenían órdenes precisas sobre lo que debían hacer. Mientras el imbécil de Hubert, que era la pieza clave en esta misión, no nos delatara, todo debería ir según lo previsto.
Observé con detenimiento el lugar, consciente de que mi tío Sten y su compañía de mercenarios habían encontrado su final dentro de aquellos muros. Casi podía sentir su presencia, como si en cualquier momento fuera a aparecer delante de mí con sus andares arrogantes y su sonrisa de lobo. Soltaría alguna broma mordaz, restaría importancia al pasado y yo ya no tendría que seguir echándole de menos. Mis ojos se deslizaron hacia un granero cercano que era evidente que había sido reconstruido no hacía mucho; las vigas estaban todavía ennegrecidas por el fuego que debió consumirlo. El estómago me dio un vuelco. Había ocurrido en ese punto exacto. Ahí era donde Staniel de Brandearg había muerto.
Sentí un ligero golpe en la espalda que me devolvió al presente. El mercenario que había llamado mi atención me lanzó una mirada apremiante, indicándome la presencia del guardia que nos había parado a la entrada.
—Lord Norgant os recibirá ahora —nos hizo saber.
Me coloqué al lado de Hubert, al frente de aquella comitiva. La mitad de nuestros hombres escoltaron a los supuestos prisioneros al interior del castillo, mientras los otros se quedaban en el patio, esperando junto al carro, en el que habíamos ocultado parte de nuestro arsenal. Apreté mi mano derecha contra la parte baja de la espalda de Hubert con toda la naturalidad que pude. Llevaba una daga camuflada entre la camisa y el brazal para asegurarme de que mi antiguo amigo no nos traicionara. El filo quedaba oculto a los ojos de los demás bajo la palma de mi mano, solo Hubert era plenamente consciente de la amenaza. Salvo el pequeño respingo que dio al notar la punta, supo contener su temor ante los guardias.
Por dentro, el castillo era tan austero y reducido como aparentaba su exterior. Subimos por unas estrechas escaleras en cuyos flancos colgaban decenas de tapices. Conté seis pisos hasta llegar a la zona más alta de aquel torreón. Hubert tenía dificultades para mantener el ritmo, volvía a sudar y jadeaba a cada escalón que ascendía, parándose de vez en cuando para recuperar el aliento.
Los guardias de Arul nos escoltaron hasta la sala principal, en la que ya nos esperaba Lord Norgant. Era una habitación amplia con escaso mobiliario, una gran chimenea ocupaba la mitad de una pared; en la otra había colgados más tapices. Al fondo se abría un amplio ventanal que daba a un balcón y frente a él una silla labrada en madera hacía las veces de trono, como si se tratara de la sala de audiencias de un rey. El lugar hacía gala de las ínfulas de grandeza que poseía su señor, a pesar de ser un noble venido a menos.
Él se sentaba en su austero trono, tieso como un palo y altanero como un gran lord. Era un hombre bastante viejo, con la parte superior de su cabeza calva y una cabellera de pelo largo y blanco que nacía justo por encima de sus orejas y se mezclaba con una barba de iguales características. Vestía una túnica roja con recamado dorado que debía haber sido una prenda de lujo en otros tiempos, pero que ahora se veía deshilachada y salpicada de manchas. Como todo en Arul, había una mezcla de majestuosidad y miseria allá donde pusieras la vista.
Hubert se paró de repente al cruzar la puerta, mostrándose todavía más nervioso si eso era posible.
—No creo que pueda hacerlo —susurró con voz temblorosa.
—Todo irá bien. Limítate a seguir mis instrucciones —le apremié una vez más, temiendo que su comportamiento alertara a Lord Norgant.
Hubert tragó saliva. Bastó otro ligero empujón con la punta de mi daga para que retomara la marcha. Le temblaban las piernas según se acercaba al trono del señor de Arul. Hizo una precaria reverencia y comenzó a hablar con su voz apocada.
—Os agradezco vuestra hospitalidad, mi señor Norgant. Es un placer volver a pisar vuestras hermosas tierras y estar en vuestra magna presencia.
Lord Norgant hizo un gesto displicente con la mano, restando importancia a los halagos a pesar de que era evidente que le agradaban.
—He de admitir que me ha sorprendido tu visita, joven Loucelles. Hace pocos días que tú y los tuyos habéis disfrutado de mis atenciones, no esperaba volver a veros tan pronto. —Sus ojos se posaron en las personas que había a nuestra espalda. Los mercenarios que fingían ser los hombres de Hubert escoltaban dentro de la sala a los prisioneros—. Veo que traes compañía.
—Mi señor, nos dirigíamos a Braemar, tal y como ordenó el conde de Klingfort, pero antes de llegar nos topamos con estos shadorianos. Nos atacaron, pero pudimos reducirlos.
Lord Norgant dirigió una mirada incrédula a su invitado.
—Es una hazaña encomiable, muchacho —dijo, sin ocultar la sorpresa que le producía saber que Hubert había sido capaz de tomar prisioneros—. Pero no veo razón alguna para que te presentes aquí con ellos. Mis calabozos son muy pequeños para albergarlos. Es al conde de Klingfort al que deberías dar cuentas de tus acciones.
Hubert abrió la boca para volver a hablar, pero de su garganta solo salieron balbuceos. Me lanzó una mirada de pánico. Debía haberse quedado en blanco.
—No obstante, agradezco que hayas tenido el detalle de informarme a mí primero —continuó el Lord, ajeno al titubeo de Hubert—. Hoy en día parece que no se valora lo suficiente la autoridad, celebro que no todos los jóvenes hayan perdido sus modales.
Mientras Norgant se vanagloriaba de sí mismo, aproveché para susurrar a Hubert lo que debía decir a continuación.
—Mi señor, creo que es indispensable informaros de cualquier avance por mi parte, dado que sois una pieza importante en la lucha contra Shador. Además, considero que sois el más indicado para enviar noticias al conde sobre nuestros avances. Él agradecerá tener buenas nuevas de vuestro puño y letra. Por otro lado, aún no hemos podido acercarnos a Braemar para cumplir las órdenes del conde y esperaba que vos pudierais encargaros de este asunto hasta nuestro regreso. —Tragó saliva al ver a Lord Norgant fruncir los labios—. S-si os place, mi señor. El conde agradecería con creces un gesto como ese.
El rostro de Norgant no se inmutó. Después, una amplia sonrisa asomó a sus labios y dejó escapar una risotada. Se levantó del trono de madera y se acercó a Hubert; pasó una mano por su hombro y lo apartó de mí.
Giré la cabeza hacia mis compañeros. En la sala había apostados diez soldados celirianos, los superábamos en número. Cada uno de nosotros se asignó un blanco; lo que no podíamos decir con palabras lo indicamos a través de señas con los ojos. El suave cuchicheo de Hubert hacia su anfitrión no me permitía saber qué estaba diciendo, pero el gesto algo alarmado de Lord Norgant fue suficiente para sospechar que podría estar hablando más de la cuenta.
—¡Ahora! —ordené en voz alta, antes de permitir que el señor diera la voz de alarma.
A mi señal, los Escorpiones se soltaron de sus cadenas y echaron mano a las armas que llevaban escondidas. Los mercenarios que nos acompañaban ya se estaban ocupando de eliminar a los centinelas que flanqueaban la puerta para evitar que pidieran refuerzos. Cada uno de mis Escorpiones se ocupó con celeridad del guardia que le había tocado en suerte. Yo lancé uno de mis cuchillos a la frente del soldado que estaba más cerca de Lord Norgant. En pocos segundos, habíamos reducido a la guardia y sellado las puertas. Saqué una de mis espadas de su vaina y me acerqué a Lord Norgant, dirigiendo la punta hacia su pecho.
—¿Qué significa esto? —exigió saber el noble con indignación.
—Lo siento, lo siento mucho, mi señor —balbuceó Hubert, apartándose a un lado—. N-no me ha quedado otro remedio que traerlos aquí… Quise advertiros, pero…
—¡Basta! —le interrumpí—. Lord Norgant, esto es exactamente lo que parece. Rendíos si no queréis probar la punta de mi espada.
—¡Es un ultraje!
—Podéis llamarlo como gustéis. Pero si valoráis vuestra vida, más os vale aceptar mis condiciones. No intentéis dar la alarma, no soy un hombre paciente.
—¿Qué queréis de mí? —escupió con desprecio.
—Quiero que rindáis Arul de inmediato.
Su risotada artificial llenó el aire silencioso de la sala.
—Arul no se conquista con tanta facilidad. Mis hombres os degollarán y colgarán vuestras cabezas en la muralla si no me soltáis de inmediato.
—Al otro lado de vuestros muros espera un batallón shadoriano con más de un centenar de hombres. A nuestra señal, atacarán el castillo y destruirán hasta su última piedra —informé. La sonrisa falsa se borró al momento de sus labios—. Tenéis que agradecerle a nuestro común amigo que os hayamos tendido esta trampa. —Apunté a Hubert, que jugueteaba nervioso con sus manos, incapaz de mirar a la cara al señor de Arul—. Ha sido de gran ayuda. Si él no hubiera encabezado nuestra comitiva, no os habríais confiado y, desde luego, no habríais permitido que nos acercáramos tanto a vuestra persona.
Los labios le temblaron al mirar con odio a Hubert por haberle traicionado.
—Lo… Lo lamento, mi señor —susurró este, acobardado.
—El trato es este —continué—. Ordenad a vuestros hombres que entreguen las armas. Los míos las recogerán en el carro que hemos traído con nosotros. Después, mandaréis desalojar el castillo y se lo entregaréis a Shador. Permitiremos que vuestros vasallos se vayan si no oponen resistencia. Pero si uno solo de ellos se rebela, los soldados que están apostados al otro lado de estos muros enviarán una lluvia de flechas que no dejará supervivientes.
—¿Y qué será de mí?
—Os llevaremos al campamento shadoriano como prisionero de guerra. Seréis tratado con el respeto que corresponde a vuestro noble cargo. Pedirán un rescate por vos y, antes de que os deis cuenta, os habréis reunido de nuevo con vuestra familia. Es un trato justo, mi señor, vuestra vida a cambio de unas cuantas piedras.
—Arul pertenece a nuestra familia desde hace generaciones, es nuestro bien más preciado.
—No lo pongo en duda. Lo que habéis de preguntaros es si su valor es más alto que el de vuestra sangre. Caminad. —Pinché su pechera con la punta de mi espada. Hice un pequeño desgarrón en la túnica, pero pasaba desapercibido entre los demás.
Lord Norgant se dio la vuelta y, con mi espada apoyada en su espalda, se dirigió hacia el balcón que se abría al patio central de su fortaleza. Estaba situado en uno de los puntos más altos de la torre, aproximadamente quince varas de altura que permitían observar los limitados dominios de Arul a vista de pájaro. Más abajo, las gentes que vivían en aquel lugar permanecían ajenas a lo que ocurría sobre sus cabezas, ocupadas en sus nimias tareas. Los seis mercenarios que custodiaban nuestro carro vigilaban con esmero las idas y venidas de los guardias, que paseaban por el adarve de la muralla sin saber que su señor corría peligro. Me coloqué al lado del noble sin dejar de amenazarlo con mi arma.
—Por lo que a mí respecta, tenéis dos opciones, Lord Norgant. O rendís este castillo y ordenáis a vuestros hombres que entreguen sus armas u os degollaré aquí mismo, delante de vuestra gente, y después haré que ellos corran la misma suerte. La decisión es vuestra.
La lucha interna entre su orgullo y su instinto de supervivencia se hacía patente en su expresión. Sus manos apretaron con rabia el borde de la barandilla, hasta que sus nudillos temblaron.
—¡Atención, gentes de Arul! ¡Vuestro señor tiene un mensaje que daros! —gritó con voz firme, captando la atención de sus siervos. Comunicó la noticia de su situación con toda la dignidad que le fue posible, para después repetir las órdenes que yo le iba dictando.
Los mercenarios del patio se habían encargado de reducir a los guardias más cercanos mientras Lord Norgant hablaba. El resto no tardó en cumplir las órdenes de su señor. Tan pronto la situación estuvo controlada, le pedí a Shay que abriera las puertas de la sala y comprobara que no estaban esperándonos al otro lado. Aguardamos hasta que no quedó un solo vasallo en la torre. Entonces, permití que abrieran los portones de la muralla para dejarlos marchar.
No había mentido, al menos no del todo. Al otro lado del valle, a menos de un cuarto de milla de distancia, Thrasius y sus hombres esperaban atentos a nuestra señal, dispuestos a abalanzarse sobre los celirianos si estos daban alguna muestra de resistencia. De hecho, los iban a masacrar en cuanto se acercaran lo suficiente, sin importar las promesas que yo hubiera hecho. Thrasius no estaba dispuesto a dejar a nadie con vida que pudiera informar al conde de Klingfort sobre nuestros avances. Lord Norgant sería una excepción, por ser de noble cuna. Pagarían un buen rescate por él. En cuanto a los demás, su suerte importaba muy poco.
Escolté a Lord Norgant de nuevo al interior de la sala. Los Escorpiones estaban esperando mis órdenes, mientras los mercenarios se dedicaban a saquear los cadáveres de los guardias que habían abatido. Hubert estaba en un rincón; parecía a punto de echarse a llorar.
—Irah, ve a colocar la bandera shadoriana en lo alto de la torre. Thrasius estará deseando verla ondear sobre su recién adquirido castillo.
—Será un placer —dijo con un aspaviento.
—Shay, encárgate de que nuestro invitado llegue sano y salvo a manos de nuestro querido doran. No vaya a ser que le confundan con un blanco.
—Descuida. Sé cuidar de las mercancías preciadas —señaló con una sonrisita, empujando con brusquedad al anciano—. Me llevaré a Othus y Buba conmigo.
—Muy bien. Los demás también podéis marcharos, ya no tenemos nada que hacer aquí. Aseguraos de que no quede ni una sola persona viva antes de abandonar el castillo.
Uno a uno, fueron saliendo de la sala de audiencias de la torre. Hubert se encaminó tras ellos.
—Hubert, tú no —le indiqué. Tragó saliva y se giró despacio hacia mí—. Ven aquí, quiero que veas algo —dije con gesto amable.
Reticente, se acercó a paso lento con la cabeza gacha, como si esperara que fuera a golpearlo en cualquier momento.
—Vamos, no tienes nada que temer. —Coloqué mi mano sobre su hombro—. Has hecho un buen trabajo. Aunque, por un segundo, llegué a pensar que se te había pasado por la cabeza traicionarnos.
—N-no, ni hablar —aseguró él—. Jamás haría tal cosa, te lo juro.
—Has demostrado mucho valor y lealtad en el día de hoy. Eso merece una recompensa. ¿Recuerdas la promesa que te hice?
Noté que la tensión iba desapareciendo de sus hombros. Mis palabras cordiales le calmaron lo suficiente para que una sonrisa tímida empezara a asomar a su rostro.
—Sí, por supuesto. Dijiste que todo iría bien, que nadie saldría herido.
—Y así ha sido. ¿No es cierto?
—Bueno, esos guardias… —Lanzó una débil mirada a los cuerpos que estaban tirados en el piso.
—Daños inevitables. —Habíamos llegado hasta el balcón. Señalé abajo—. Mira a tu alrededor. Mira a esa gente saliendo del castillo, ilesa. Has evitado unas cuantas muertes con tu actuación. Estoy seguro de que eso compensa la muerte de aquel chico. No llegué a darte las gracias por cubrir mis espaldas ese día, si no llega a ser por ti, es posible que hoy no estuviera aquí.
El miedo desapareció casi por completo de su semblante. Alzó la mirada por encima de los muros y observó a los habitantes de Arul abandonando su hogar.
—Y no habría tenido la oportunidad de reducir este lugar a cenizas —continué.
Hubert levantó la cabeza, alarmado. Con la mano que tenía apoyada contra su espalda, lo empujé con fuerza hacia delante. Su grito cortó el aire mientras su cuerpo giraba sobre sí mismo e iba a estrellarse contra el adoquinado de piedra al pie de la torre. Un golpe seco truncó su lamento de forma brusca. Su cuerpo desmadejado, retorcido en una postura imposible, se detuvo en el centro del patio, sobre una mancha creciente de sangre que teñía el blanco de la piedra.
Solo recibió unas furtivas miradas de los últimos habitantes de Arul que se deslizaban a través del portón de la muralla, dirigiéndose a una muerte de la que aún no eran conscientes. Esperé hasta que los mercenarios que habían venido conmigo salieron tras ellos, llevando consigo los caballos y el carro cargado con las armas requisadas.
—Daños inevitables —repetí, apartándome del balcón.
Tomé una de las teas que colgaban de la pared y la encendí. Acerqué la llama a los tapices que adornaban la estancia. En unos instantes, la sala quedó envuelta en fuego, que muy pronto se extendió a los muebles y las vigas de madera que reforzaban el techo. Bajé las empinadas escaleras con la tea en la mano, dejando que las llamas lamieran los tapices que las flanqueaban. Me aseguré de que todas y cada una de las habitaciones eran invadidas por el fuego antes de salir por la puerta. Y una vez en el exterior, prendí los establos, las casuchas y los cobertizos, poniendo especial énfasis en destruir el granero que había sido la última morada de mi tío.
Mi caballo, nervioso al ver las llamaradas extenderse por todo el castillo, había conseguido soltar sus ataduras a base de tirones y había salido galopando antes de que pudiera alcanzarlo, de modo que me alejé de allí a pie, abriéndome paso a través del humo y las cenizas que llenaban el aire.
Cuando llegué al lugar donde se encontraban las tropas de Thrasius, las lenguas de fuego que surgían de Arul lamían el cielo y lo teñían de rojo. Un mar de ascuas flotaba sobre un lecho de humo negro, como estrellas brillantes sobre la bóveda nocturna. Un bonito espectáculo. Ojalá Sten hubiera podido verlo.
—Has tardado mucho —me increpó Thrasius. Se situó a mi lado y observó la escena.
—Perdí mi caballo.
—¿Eso fue antes o después del incendio?
—¿Eso importa?
—En absoluto —aseguró él, aunque era evidente la acusación en su tono—. Una verdadera pena. Habría sido un buen puesto defensivo. ¿Tienes idea de cómo ha podido ocurrir?
—Quién sabe. Puede que uno de los hombres de Lord Norgant iniciara el fuego para evitar que conquistáramos su preciado castillo. Lástima que estén todos muertos y no puedan corroborarlo.
—Una lástima, sin duda —replicó con sarcasmo, mirándome de reojo. Negando con la cabeza, se apartó y empezó a gritar órdenes a los suyos.
Me quedé solo, mirando la silueta recortada de la torre, observando con deleite cómo se iba derrumbando sobre sí misma, pasto de las llamas. Ocurriera lo que ocurriera en el futuro, Arul ya era historia. Esta había sido mi pequeña venganza hacia ese lugar que me había arrebatado a los míos. Otra cuenta pendiente había quedado saldada.