encabezado2.png
3

Tambores de guerra

Entre el juego de luces y sombras que los candiles proyectaban en aquel cuarto angosto y el humo de Shurem que se colaba a hurtadillas por el resquicio de la puerta, creí que mis ojos estaban jugando conmigo, haciéndome ver a alguien a quien había relegado a un rincón de mi mente para evitar que su recuerdo siguiera atormentándome. La mujer que tenía delante no podía ser Leena. Debía ser alguien que compartía un formidable parecido con ella. Los mismos ojos de un intenso azul, la misma melena de un tono castaño rojizo cayéndole en cascada sobre los hombros, los mismos labios carnosos destacando en su rostro ovalado. Ni siquiera me di cuenta de que me había quedado mirándola boquiabierto como un famélico observaría una hogaza de pan.

La muchacha se acercó a paso lento, sin mediar palabra, hasta quedarse a menos de dos pasos de mí. Y me asestó una bofetada. El golpe no me dolió, pero sirvió para cerciorarme de que, de hecho, se trataba de Leena y no de una visión. Tenía intención de preguntarle el motivo de esa ruda bienvenida, aunque se me ocurrían un sinfín de razones, pero en cuanto abrí la boca me encontré con sus labios pegados a los míos. En los escasos segundos que duró el beso, todo el deseo que había sentido por ella despertó de nuevo con la fuerza de un vendaval, en un latigazo ardiente que me recorrió el cuerpo entero. Se apartó, dejándome sin aliento, y pude ver su rostro crispado por la rabia. Me sacudió otra bofetada.

—¿Y esto a qué ha venido? —pregunté, llevándome la mano a la mejilla.

—¡Eres un canalla miserable! —dijo ella, alzando la voz—¿Cómo pudiste marcharte sin más, sin siquiera despedirte de mí? ¡He estado todo este tiempo temiendo por ti, sin saber dónde estabas o cómo podía encontrarte! ¿Tienes idea de cuánto te he echado de menos? —añadió en un quiebro de voz, con los ojos húmedos por las lágrimas que pugnaban por salir.

—Después de lo que pasó, consideré que desaparecer era lo más adecuado.

—¿Lo más adecuado para quién? ¡Un día hablo contigo y al siguiente ya no estás! ¿Cómo crees que me sentí al descubrir que te habías ido? —Arrugó aún más el entrecejo—. Me hiciste mucho daño, Will. Creía que yo te importaba.

—¡Claro que me importabas, más que cualquier otra persona! Precisamente por eso no tuve valor para decirte adiós sabiendo que era posible que no volviera a verte nunca más.

Las lágrimas rodaron por sus mejillas. Me echó los brazos a la cintura y hundió su cara en mi camisa. Cuando la abracé, todos mis propósitos de no permitir que mis sentimientos por ella volvieran a aflorar se desvanecieron por completo. Era como si los años que habíamos estado separados no hubieran sido más que unos pocos días. Con un gimoteo, apoyó sus manos contra mi pecho y me apartó de un empujón. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano.

—Tus excusas no son suficientes, estoy muy enfadada contigo —recalcó con rotundidad—. En vez de huir de tus problemas, podrías haber hablado conmigo, te habría ayudado. No tenías necesidad alguna de llegar a esta situación.

—¿A qué te refieres?

—¡A esto en lo que te has convertido! —exclamó enfadada mientras hacía un gesto con la mano—. Tú no eras así. ¿Dónde está ese chico encantador que conocí en la Academia, el que se esforzaba por dar siempre lo mejor de sí mismo?

—Murió el día que cierta persona decidió poner fin a la vida de su tío —afirmé tajante.

—¿Todavía sigues culpando a Mareck por lo que ocurrió?

—¿Por qué no habría de hacerlo? No solo me arrebató a alguien a quien quería, también echó por tierra todas las opciones que me quedaban. En realidad, es culpa suya que haya acabado aquí; si quieres echárselo en cara a alguien, debería ser a él.

—¿Eso justifica lo que le hiciste a su familia? —Me lanzó una dura mirada. Solté un suspiro exasperado.

—Te has enterado. Parece que ciertas noticias se extienden rápido.

—¿Cómo pudiste hacer algo así? —preguntó con voz trémula, mirándome con una mezcla de decepción y repugnancia—. Por favor, explícamelo, porque, por más que lo intento, no logro entender que mi mejor amigo haya sido capaz de hacer una atrocidad como esa.

—¿Qué quieres que te diga, Leena? ¿Que fue un acto de locura? ¿Que estaba tan cegado por el dolor que no era consciente de lo que estaba haciendo? Pues lo siento mucho, pero sabía perfectamente lo que hacía. Ha sido mi manera de vengarme de él y no me arrepiento en absoluto.

—¡Esas personas no te habían hecho daño alguno! —clamó ella—. ¡Por los dioses, mataste a un niño!

—Lo dices como si no lo supiera. —Aparté la vista de su mirada acusadora.

Negó varias veces con la cabeza, parecía incapaz de encontrar las palabras adecuadas.

—Me cuesta creer que puedas haber cometido un acto tan horrendo y no te consuma la culpa. No te reconozco —musitó.

—Eso es porque la persona que conociste ya no existe. Ahora soy alguien muy diferente. Agradéceselo a tu querido elegido la próxima vez que lo veas.

—Deberías ser tú quien hablara con él. Deberíais sentaros los dos y aclarar las cosas como personas civilizadas, en vez de seguir haciendo daño a todos los que os rodean. Esta rivalidad entre vosotros tiene que terminar.

—Esto ya no es una rivalidad entre críos —señalé con desdén—. Es una disputa entre enemigos que no puede zanjarse con meras palabras. Y harías bien en quedarte al margen.

—No puedo. Tú eres mi mejor amigo y él es mi prometido. Lo que os hagáis entre vosotros también me concierne a mí.

—¿Todavía estás con él?

—¡Claro que sí! —exclamó, como si fuera algo obvio.

—Disculpa si el beso que me has dado antes ha hecho que me plantee la duda —repuse con un tono más amargo de lo que me habría gustado.

Leena se mordió ligeramente el labio.

—No sé por qué lo he hecho, ha sido un acto reflejo. Supongo que ha sido la emoción de volver a verte después de tanto tiempo. Te he extrañado más de lo que imaginas.

—Si hubiera sabido que esa era la recompensa, me habría marchado de tu lado mucho antes.

Con ese comentario conseguí que sus labios se curvaran por fin en esa sonrisa que recordaba, aunque seguía teniendo un matiz amargo.

—Esperaba que en algún momento volvieras a aparecer o que al menos me enviaras noticias.

—Lo único que puedo decirte es que lo siento. Me hubiera gustado mantener el contacto, pero no me pareció adecuado. Las cosas han sido muy distintas desde que salí de la Academia.

—Lo sé. Lars me lo ha contado. Ha sido gracias a él que he sabido cómo encontrarte.

—En cambio, a mí no me ha dicho que estabas en la ciudad. Supongo que sabe ocultar algunas cosas mejor que otras.

—No le eches a él la culpa. Yo le pedí que no te lo contara.

—¿Por qué le pediste tal cosa? —pregunté, ceñudo—. Si tanto interés tenías en verme, podíamos habernos reunido en el palacio, acudo allí a menudo a hacerle compañía. No había necesidad alguna de que vinieras a los bajos fondos, y menos aún de que te internaras en un tugurio como este.

Agachó la cabeza, esquivando mi mirada.

—Quería verte a solas, sin que nadie se enterara. Mareck y el resto del grupo han venido conmigo, no conviene que sepan de esta reunión.

—Debí imaginarlo. —Sacudí la cabeza—. Raro es que la noticia de que está en Lebannan no se haya extendido, cada vez que ese gilipollas va a algún sitio no se habla de otra cosa.

—Después de lo que hiciste —matizó las palabras con rencor—, no debería extrañarte que Mareck prefiera mantener en secreto su presencia en la ciudad.

—¿Es que me tiene miedo? —Sonreí con ganas.

—Claro que no, no le tiene miedo a nada —frunció el ceño, ofendida—. Pero no quiere que nadie más muera por ello. No sé cómo se lo tomaría si supiera que estoy contigo.

—Me siento halagado. Primero me besas y luego me dices que has venido a verme a escondidas de tu prometido. Si no te conociera, pensaría que es una invitación.

—¡Eso es una impertinencia! Ya te he dicho que fue un desliz, no tengo intención de cometer una infidelidad. Me resulta ofensivo que me lo propongas.

—No era una propuesta, era un comentario. No hace falta que te pongas así. —Se cruzó de brazos y me dio la espalda, haciendo un mohín—. ¿Qué habéis venido a hacer a Lebannan? —pregunté para cambiar de tema.

—Tenemos algunos asuntos que atender.

—¿Por ejemplo?

—Nada que sea de tu incumbencia. Me gustaría poder compartirlo contigo, pero no sé hasta qué punto puedo confiar en ti. Ya me estoy arriesgando mucho al venir aquí sin contar con los otros.

—Está bien, no me lo digas. Ya lo descubriré yo solo.

—Si quisieras entrar en razón, no habría necesidad de guardar secretos —dijo con tristeza, acercándose más a mí. Deslizó sus dedos sobre la cicatriz de mi mejilla derecha—. Todos estos años han debido ser muy duros para ti, pero aún estás a tiempo de cambiar. La venganza no soluciona las cosas, solo las dificulta cada vez más. Hacer daño a otros no te devolverá a los tuyos.

—Puede que no, pero resulta reconfortante.

—¿Te sientes en paz contigo mismo después de lo que le hiciste a la familia de mi prometido?

Fruncí los labios.

—No. Pero, por un momento, me hizo sentir mejor.

Negó con la cabeza, con la decepción marcada en el rostro.

—Solo el perdón te traerá la paz. Ojalá te des cuenta antes de que sea demasiado tarde. —Tomó mis manos entre las suyas—. Me gustaría recuperarte, que volvieras a ser ese chico dulce que recuerdo.

—Esa persona ya no existe. Creo que sería mejor para ambos que no volviéramos a vernos.

Pronunciar esa frase me costó un gran esfuerzo. Quería estar a su lado. Quería abrazarla y no dejarla marchar. Pero sabía que era un error. Aparté sus manos y me alejé de ella, en dirección a la puerta. Leena me agarró por detrás, cruzando sus brazos en torno a mi cintura.

—Eso no va a ocurrir. No pienso perderte de nuevo —susurró a mi espalda—. Me gustaría que no tuviéramos que vernos a escondidas, pero si es el único modo, lo prefiero a tener que renunciar a ti. No vas a librarte de mí tan fácilmente.

Cerré los ojos, perdiéndome en la cálida sensación de su cuerpo contra el mío. Debí marcharme en ese instante, pero mi voluntad flaqueaba cuando ella estaba presente. El anhelo de volver a tenerla en mi vida pudo más que el sentido común.

—Yo tampoco quiero perderte —musité—. Pero tienes que entender que las cosas ahora son distintas. Soy un asesino. Así es como me gano la vida. Eso no va a cambiar porque una amistad de mi pasado haya vuelto a reunirse conmigo.

—Entonces aprenderé a soportarlo. Pero voy a hacer cuanto esté en mi mano por abrirte los ojos.

—Llegará un momento en que haré algo tan terrible que ni siquiera tú podrás perdonarme —susurré, en un vano intento por convencerla de su error.

—No te creo. —Noté que sonreía—. Tengo fe en que al final harás lo correcto.

Resoplé incrédulo.

—Siempre serás una ingenua. —Me solté de su abrazo y la tomé de la mano. Llevaba puesta la pulsera de oro que le había regalado hacía tanto tiempo—. Si vamos a tener que vernos a escondidas, será mejor que te muestre un lugar más apropiado que este tugurio. Lebannan tiene algunos sitios agradables a la vista, aunque no sean muy numerosos. Ven, salgamos de aquí.

fleuron.png

A pesar de la amenaza de una posible incursión shadoriana, del caos que reinaba en la ciudad y los tumultos producidos por aquellos que trataban de escapar de sus murallas, la presencia de Leena hacía que Lebannan me pareciera más luminosa que nunca. Esperaba con ansia nuestros encuentros clandestinos. Siempre trataba de citarme con ella en algún lugar alejado de El Lodazal, en donde no tuviera que ser testigo de la miseria que reinaba en las calles, tan diferente de esa visión idealizada del mundo que ella tenía. Me decía a mí mismo que solo trataba de protegerla, pero lo cierto era que una parte de mí se negaba a mostrarle hasta dónde había llegado a caer. Quería que siguiera viendo en mí al hijo de un conde, no al mísero vagabundo que había llegado a la ciudad cuatro años antes, ni al asesino en el que me había convertido.

Durante semanas, las noticias que llegaban del norte situaron al ejército shadoriano paralizado a más de ciento cincuenta millas de distancia, lo que alivió el temor de las gentes que aún permanecían en la ciudad. El Lodazal seguía siendo una de las zonas más atestadas, sus habitantes no podían costearse una hogaza de pan y mucho menos pagar el precio que costaba atravesar las murallas. No había gran cosa que hacer en la ciudad, así que, para paliar el aburrimiento, pasaba muchas horas en las tabernas situadas en la Avenida Real, observando a los ciudadanos que todavía conservaban su trabajo gastarse las pocas monedas que poseían por una copa más que llevarse al gaznate. Como no faltaban las discusiones y los altercados, resultaba entretenido.

La presencia de la Guardia Real, no obstante, era algo fuera de lo común. Cuando un pelotón, liderado por el mismo capitán con el que me había topado en mi última visita al Agujero, irrumpió con brusquedad en la taberna en la que me encontraba, se hizo el más absoluto silencio. El capitán echó un vistazo alrededor, sin apartarse de la media docena de guardias que lo acompañaban con las lanzas dispuestas. Sus ojos se posaron en mí y se entrecerraron por un segundo.

—Liam Strigoi —me nombró en un tono férreo—. A vos os estábamos buscando.

Lancé un pequeño resoplido.

—¿Vamos a tener problemas, capitán? Estaba disfrutando de un momento de calma que no quisiera estropear con un baño de sangre.

Hizo una mueca desagradable con la boca.

—Creedme cuando os digo que, si pudiera elegir, preferiría estar en cualquier otro lugar —recalcó—. El barón requiere vuestra presencia en el palacio. He recibido órdenes de escoltaros hasta allí.

Fruncí el ceño, desconcertado por aquella revelación. Había estado extremando las precauciones para que nadie descubriera mis visitas al palacio, no era propio de Lars echar por tierra todos mis esfuerzos por proteger su reputación.

—¿Puedo saber a qué se debe esa petición?

—Desconozco cuáles son las intenciones del barón, solo obedezco órdenes —señaló el capitán de mala manera—. Ha exigido que acudáis con urgencia y ya hemos perdido mucho tiempo buscándoos. ¿Vendréis con nosotros o tendremos que obligaros?

Sonreí un poco ante aquella muestra de coraje tan poco afortunada. Se notaba a distancia que el capitán no estaba tan seguro de sí mismo y de sus hombres como pretendía aparentar. Eché un largo trago de la cerveza que sostenía en mis manos, deposité un ónice de cobre en la mesa a modo de pago y me dispuse a seguirles. Si Lars había enviado a los guardias en mi busca con tan poca discreción, debía tratarse de un asunto importante.

El capitán y sus hombres me escoltaron hasta el Palacio Ducal tal y como habían anunciado, aunque se cuidaron mucho de mantener una distancia prudencial conmigo. Ninguno de ellos abrió la boca en todo el camino. Lo primero que llamó mi atención al atravesar las puertas del palacio fue el caos que reinaba en su interior. Centinelas y servidumbre corrían de un lado para otro, gritando órdenes, transportando armas y sacos de arpillera, tirando de las riendas de los caballos. Me colé entre el tumulto en busca de Lars. No tardé mucho en encontrarle. Estaba en lo alto de unas anchas escaleras de mármol flanqueadas por enormes estatuas, hablando con un grupo de soldados de la Guardia de Honor.

—Apostad dos patrullas en la muralla norte y otra más en los torreones —indicaba Lars con firmeza a los guardias—. Reunid todo el grano en la bodega y buscad a alguien que se encargue del ganado.

Esperé hasta que los hombres hicieron un gesto de asentimiento y marcharon a cumplir sus órdenes y, en cuanto se quedó solo, me acerqué a él.

—¿A qué viene todo esto? —pregunté con curiosidad—. Parece que estuvieras preparando el palacio para una visita de gran prestigio, tienes a todo el mundo alborotado.

—Tengo buenas razones para ello —contestó en un tono cansado. Su rostro estaba marcado por la preocupación.

—¿Qué ocurre? ¿Tiene algo que ver con que hayas enviado a la Guardia a buscarme?

—Ven. —Hizo un gesto con la mano para indicarme que le siguiera—. Será mejor que lo veas por ti mismo.

Le acompañé escaleras arriba. Subimos cuatro pisos, cruzándonos con docenas de sirvientes que iban y venían, ocupados con sus quehaceres. Me llevó a través de los elegantes pasillos sin decir una sola palabra. Al final de uno de ellos, abrió una puerta y se apartó para dejarme paso. Daba a una galería adornada con un pórtico exterior. Desde allí se podía observar la muralla norte, los edificios opulentos que se levantaban a su sombra y las colinas que rodeaban la ciudad.

—Echa un vistazo —ordenó de forma seca.

—¿Qué se supone que debo mirar? ¿Me has traído hasta aquí para enseñarme las vistas?

—Asómate, por favor —insistió.

Me acerqué hasta el borde de la balaustrada y me apoyé en ella. Lo que vi al alzar la mirada hizo que se me helara la sangre. Un enorme ejército compuesto por miles de hombres se asentaba en la depresión que se abría frente a la ciudad. Aun en la distancia se distinguían sus estandartes, ondeando al viento, con el alicanto dorado de la casa real de Shador y un sinfín de blasones que nunca había visto antes. Habían levantado un campamento.

—Se suponía que estaban muy lejos —susurré.

Lars se apoyó en la balaustrada, a mi lado.

—Eso es lo que nos han hecho creer a todos. Las partidas de reconocimiento que envié los situaban a cuatro días de distancia y no parecían tener intención de moverse de allí. Pero debía tratarse de un engaño. Puede que dividieran su ejército para acercarse sin que nos diéramos cuenta.

—¿Cuándo llegaron?

—Hará dos noches. Han instalado su campamento principal en el norte, pero hay otros destacamentos más pequeños frente a las otras murallas. Nos tienen rodeados.

—Es increíble que no haya corrido la voz por toda la ciudad.

—Cerramos las puertas cuando vimos llegar a los primeros jinetes y ordené a los guardias que no informaran a nadie de la situación. No quiero que cunda el pánico antes de tiempo.

—La presencia de un ejército como este frente a nuestras puertas no es algo que puedas ocultar al pueblo. No tardarán en descubrirlo.

—Por eso he movilizado a mis hombres. Quiero tenerlo todo controlado antes de anunciar que estamos bajo asedio.

Observé con inquietud el panorama que se dibujaba ante nosotros. Debían ser más de diez mil soldados los que estaban acampados frente a nuestras murallas.

—¿Quieres un consejo? —le dije a Lars, apartándome de la baranda—. Olvídate de Lebannan y lárgate de aquí de inmediato.

—No pienso huir. Lord Egon me pidió que me hiciera cargo de esta ciudad, esperaré hasta que lleguen los refuerzos. La defenderé con mi vida si es preciso.

—Entonces, buena suerte —dije de forma seca. Entré de nuevo en el palacio.

—¡Liam, espera! —le oí gritar a mi espalda. Me alcanzó en un par de zancadas—. Te necesito a mi lado.

—¿Y en qué podría ayudarte yo? Lo que necesitas es un ejército, ve a pedírselo a tu querido Lord Egon.

—Ya he enviado mensajeros para informarle. En el mejor de los casos, tardará semanas en enviar ayuda. La ciudad tiene que resistir hasta entonces. Y para ello necesito contar contigo.

Le miré con un gesto incrédulo y sacudí la cabeza.

—Dudo que mi presencia pueda evitar que derrumben los muros y masacren al pueblo.

—La mayor parte de la nobleza huyó hace tiempo. Solo cuento con el apoyo de unos pocos para dirigir la defensa de la ciudad. Tú tienes conocimientos sobre la guerra, te criaste memorizando batallas y aprendiendo estrategia y diplomacia para enfrentarte a una situación como esta. Y conoces Lebannan como la palma de tu mano. Tu ayuda sería inestimable.

Mis labios se curvaron en una pequeña sonrisa ante aquel intento de manipulación por su parte. Lars me conocía muy bien, sabía cuánto me agradaba recibir esa clase de elogios.

—Supongamos por un momento que decido quedarme, aunque a primera vista la idea resulte absurda. ¿Crees que esos nobles estirados que has reunido van a compartir sus planes de defensa con un asesino?

Vi que una sombra de duda cruzaba por su rostro.

—Los compartirán con un hombre de origen noble. Lo que hayas hecho no importa, tenemos problemas más graves de los que ocuparnos ahora. Saber que yo confío en ti tendrá que bastarles.

—No creo que eso sirva de mucho. En serio, Lars, lo mejor sería que cogiéramos nuestras cosas y nos largáramos de aquí antes de que sea demasiado tarde.

—Por favor —me interrumpió, con una mirada suplicante—. Hazlo por mí, por la amistad que nos ha unido todos estos años. Si alguna vez te he necesitado de verdad a mi lado es en este instante.

Me quedé callado y sopesé mis opciones. Lo cierto era que no me quedaban muchas: abandonar a mi mejor amigo, y tal vez el único que me quedaba, o unirme a él en una empresa con pocas posibilidades de éxito. Ninguna de las dos resultaba tentadora. El sentido común me decía que debía marcharme, pero mi conciencia se negaba a permanecer callada, a pesar del esfuerzo que me había costado aprender a contenerla.

—Tenga la sensación de que me voy a arrepentir… pero me quedaré contigo —accedí—. Aunque no creo que podamos hacer gran cosa.

Una amplia sonrisa se dibujó en su cara.

—Al menos hay que intentarlo. Ven, te llevaré con los otros. Debemos actuar cuanto antes.

Me adelantó y empezó a caminar a paso ligero por los pasillos.

—¿Ya los has reunido?

—Sí, esta mañana. Me están esperando.

Bajamos un piso y nos detuvimos delante de una puerta doble flanqueada por un par de guardias. Tras ella, un corto pasillo acababa en otra puerta idéntica a la anterior. Lars la mantuvo entreabierta, dejándome acceder a la sala. Tan pronto crucé por su lado, le oí decir en voz baja:

—No me odies por esto.

Fruncí el ceño y le lancé una mirada confusa, preguntándome si había escuchado bien. Entonces, eché un vistazo al interior de la sala. Era muy amplia, con altos ventanales y una gran chimenea esculpida en ébano, estaba decorada con alfombras y tapices y con muebles ricamente tallados. Las personas que la ocupaban dejaron de hablar y se volvieron hacia nosotros. Había rostros que no había visto jamás, pero mis ojos se posaron en otros que habría preferido no volver a ver. Mareck. Y Leena. Y el resto de la panda de perdedores que nunca se separaba de ellos. Torcí el gesto, sintiendo la furia arder en mi interior y estallar en el momento en que escuché el golpe pesado de la puerta al cerrarse.

Me quedé mirando fijamente a Mareck, en cuyo semblante se reflejaba el mismo odio y la misma rabia que sin duda aparecían en el mío. La tensión entre los dos era palpable. Me volví hacia Lars con el gesto compungido por la ira. Estaba apoyado contra la puerta, bloqueando el paso.

—¿Cómo te has atrevido? —le pregunté con una voz fría llena de resentimiento.

—Era la única manera de que accedieras a venir —repuso él.

Escuché movimiento al otro lado y, al instante, desenvainé mi espada. Puse la punta por delante para mantener las distancias con ellos. Mis ojos se clavaron en los de Mareck y no se desviaron ni un segundo mientras seguía hablando con Lars.

—Pues ha sido una pésima idea.

—En eso estamos todos de acuerdo —dijo Sveinn Rybar, con su habitual tono petulante. Me pregunté cómo sonaría con una espada clavada en la lengua.

—¿Es este el grupo reducido de nobles con el que contabas para salvar la ciudad? —pregunté a Lars con desdén.

—De hecho, no dije que fueran nobles, esa fue tu conclusión. Lord Egon los envió para asistirme en el caso de que los rumores resultaran ser ciertos. Tuve una charla con los otros nobles que aún permanecen en la ciudad, un grupo de ancianos, mujeres y muchachos que no tienen ni idea de cómo enfrentarse a una situación como esta. Contamos con su aprobación para formar este consejo y actuar en su nombre.

—De modo que esa es la razón de que estuvieran aquí. Qué callado os lo teníais tú y Leena. —La aludida se mostró un poco indignada porque sacara su nombre a relucir. Su prometido la miró sorprendido—. Aliarte con esta panda de imbéciles es caer muy bajo, Lars, y todavía lo es más valerte de un engaño para traerme hasta aquí. ¿Qué esperabas conseguir con esto?

—Esperaba que fueras razonable —señaló él—. Sé que tenéis vuestras diferencias, me ha costado mucho convencerlos para que accedieran a tratar contigo. Pero lo que nos espera ahí fuera es mucho más grave que una disputa privada. Las vidas de miles de personas están en juego.

—¿Y a mí qué me importa? —Alcé la voz—. Esta ciudad ya está condenada de todos modos.

Leena se adelantó, poniéndose a la altura de Mareck.

—Liam, por favor, baja la espada —dijo con calma—. Lars tiene razón, la situación es muy grave. Necesitamos forjar una alianza para acabar con nuestro enemigo común.

Mareck frunció los labios, apretó los puños y se dirigió a mí, hablando como si le costara gran esfuerzo.

—Los dioses saben que nada me gustaría más que hacerte pagar lo que le hiciste a mi familia. —Hizo una pausa—. Pero estoy dispuesto a aceptar una tregua por el bien del reino.

—Qué heroico por tu parte —repuse en un tono burlón—. Lars, abre la puerta y déjame salir —ordené, levantando más la espada.

—No pienso hacerlo.

—¿Crees que no soy capaz de quitarte de en medio si es preciso?

—Cuando dije que te necesitábamos, hablaba en serio. No podemos hacer esto solos.

—¡No podéis hacer nada, conmigo o sin mí! —grité, bajando la espada—. Hay más de diez mil hombres apostados ahí fuera, nuestras fuerzas no cuentan ni con la mitad de ese número.

—Ya os dije que no estaría dispuesto a ayudarnos —oí decir a Sveinn—. No es más que un cobarde.

Me mordí el labio. Lars adivinó lo que estaba pensando e hizo un gesto negativo con la cabeza.

—En mi casa no —me advirtió con seriedad—. Mientras permanezcáis dentro de estos muros no permitiré que se derrame sangre.

—No necesito hacerle sangrar.

—¿Por qué no te enfrentas a mí, entonces? —intervino Sveinn—. ¿O es que tienes miedo de lo que pueda pasar?

Me moví con celeridad. Sveinn echó mano a su espada, pero no le dio tiempo a desenvainar antes de que la mía bloqueara su empuñadura. En mi otra mano sostenía una daga cuya punta apreté contra la base de su garganta. La arrogancia desapareció de su faz al instante. Los otros no tardaron en sacar sus armas.

—Di algo más, lo que sea —apremié—. Estoy deseando que me des un motivo para hundir el acero y cerrarte la boca de una puta vez.

—¡En mi casa no! —repitió Lars, levantando la voz—. Guardad de inmediato las armas, no voy a tolerar este comportamiento.

Los demás le obedecieron, pero yo seguí sujetando la daga contra el cuello de Sveinn, repasando en mi mente todas las posibilidades de salir airoso de allí si decidía clavar la punta hasta el fondo. Noté la mano de Lars posarse fuertemente en mi hombro.

—¡Liam, basta ya! Dejad las disputas para otro momento. Mientras los shadorianos asedien Lebannan, se impone una tregua. Creía que eso ya había quedado claro.

—Por supuesto, mi señor —remarqué el título con burla.

Aparté la daga y me retiré hacia atrás muy despacio. Sveinn se llevó la mano al pequeño corte que le había hecho, tragando saliva. Envainé mis armas.

—De todos modos, no entiendo para qué le necesitamos, no es más que un asesino —dijo Mareck.

—Pues ya somos dos —repliqué.

Eso le cabreó. Se acercó a mí a paso ligero, con Leena siguiéndole de cerca.

—¡Mataste a mi tío y a su familia! —gritó enervado.

—Tú mataste al mío. Y a sus hombres, que eran casi de la familia.

—¡Mientras estábamos en guerra! Fue un combate justo contra mercenarios armados. Tú te colaste en una casa a hurtadillas y asesinaste a sangre fría a un hombre desarmado, a su mujer y a su hijo. ¿Qué daño podían haberte hecho?

—No se trataba del daño que pudieran hacerme a mí, sino del daño que sus muertes pudiera provocarte.

Su rostro se encendió. Se abalanzó sobre mí con el propósito de golpearme, pero Leena le sujetó del brazo. Dashiell corrió a ayudarla, mientras Lars se colocaba delante de mí, dispuesto a evitar el enfrentamiento. Se me dibujó en la cara una sonrisa retorcida que enfureció aún más a mi rival.

—¡Basta, parad los dos! —ordenó Leena—. Es el futuro de Lebannan lo que está en juego. Si os queda un poco de dignidad, comportaos como adultos y dejad las provocaciones para otro momento.

—Leena tiene razón. Podéis limar asperezas cuando todo esto termine. Mientras tanto, es necesario que todos trabajemos juntos para evitar que las hordas de Shador consigan otra conquista —añadió Lars.

Mareck respiró hondo y se tragó el orgullo, aunque se veía claramente lo mucho que le estaba costando controlarse.

—Sea —dijo con un gesto de resignación y extendió la mano hacia mí. La ira no había desaparecido de su cara—. Por el bien de Lebannan, concedámonos una tregua.

Me quedé mirando su mano. Lars me dio un ligero empujón y alzó las cejas, apremiándome a que la aceptara. Aquella situación no me gustaba ni un ápice, pero la idea de abandonar a Lars y a Leena a su suerte me gustaba aún menos. Todavía algo reacio, tomé su mano. Los dos pusimos más fuerza de la necesaria en el apretón.

—Y ahora, si nos calmamos un poco, tal vez podamos sentarnos y hablar del asunto que nos ocupa —dijo Lars, señalando la mesa que estaba en el centro de la habitación. Me agarró del brazo, no sabría decir si como gesto de camaradería o para asegurarse de que no volvía a ponerme agresivo—. Será mejor que te presente a los que van a formar parte de este consejo. Este es Jurian de Langbroek, heredero de Colina Ancha, en el reino vecino de Tesalor. Ha combatido conmigo bajo las órdenes de Lord Egon. Y estos son Dragan Argont, mercenario, cuyos servicios han sido de gran ayuda en Braemar, y su escudera, Esbeth Doward. A los demás ya los conoces.

—Lamentablemente —murmuré entre dientes.

Me senté en la silla a la que Lars me había conducido y observé con detenimiento las caras nuevas. Se notaba a distancia el origen noble de Langbroek. Llevaba una armadura de acero bruñido con una sobreveste azulada por encima, en la que había bordados tres soles. Era un hombre gallardo que debía tener más de treinta años, con gesto muy severo.

En contraste, el mercenario tenía una apariencia mucho más tosca. Era un hombre enorme, ancho como un armario y de aspecto fiero. Sus brazos eran grandes y musculosos y su barriga bastante voluminosa. Lucía una barba oscura desmarañada y una melena a juego, medio encanecida y con entradas pronunciadas. Su escudera habría podido pasar por un muchacho en vez de una mujer. Era menuda y delgada, de pelo negro muy corto y ojos rasgados de color avellana. Su piel era olivácea y su rostro ovalado, de rasgos suaves. Vestía de forma masculina, con jubón y calzones de lana. Si tenía algo de pecho, quedaba oculto bajo su ropa.

—¿Para qué necesita un mercenario los servicios de una escudera? —pregunté de forma casual al hombretón, que me miraba con una mezcla de desprecio y suspicacia.

—¿Qué importa eso?

—Importa. Los escuderos sirven a los señores y vos no sois ningún señor.

—¿Por qué me tratas de vos, entonces?

Sonreí.

—Porque a todo el mundo le gusta ser tratado como un señor. Si fuerais noble, os ofendería que os hablase con descortesía, si sois plebeyo, el trato cortés es un halago. La gente tiende a responder mejor a las preguntas si estas se hacen con educación.

Hizo un gruñido sordo con la garganta.

—Pues a mí no me gusta. Puedes guardarte tu puta educación, creiche —dijo, escupiendo el nombre—. Ella es mi pupila. Es todo cuanto necesitas saber.

—Soy su aprendiz. Me enseña a manejar las armas para convertirme en mercenaria, como él —intervino la chica. Dragan la miró con desaprobación.

—¿Y vuestra compañía?

—No tenemos. Trabajamos por nuestra cuenta.

—¿Sois mercenarios sin compañía? —pregunté suspicaz a Dragan—. Eso tampoco suele ser muy habitual.

Hizo una mueca con los labios, lanzando miradas furtivas a los presentes.

—Esta situación me gusta tan poco como a ti —añadí—. Pero si no me queda más remedio que trabajar con vosotros, hay ciertas cosas que necesito saber. Como con quién estoy tratando. A esos idiotas ya les conozco. Al extranjero le he calado con un solo vistazo —señalé a Langbroek—. Pero vosotros dos no encajáis en este grupo. Quiero saber por qué.

Dragan soltó una maldición.

—Soy un soldado retirado —confesó—. Vivía tranquilo en una de las aldeas cercanas a Puerto Bravo. El ejército shadoriano nos atacó hace unos meses, arrasaron la aldea entera, quemándola hasta los cimientos. Me llevé a muchos de ellos por delante, pero no pude evitar que masacraran a mis vecinos y amigos. —Sus ojos se dirigieron a su aprendiz—. El padre de Esbeth era un buen hombre y mejor amigo. Murió en mis brazos. Le prometí que cuidaría de su hija como si fuera mía. Ambos partimos hacia Braemar y allí tuve la oportunidad de vengarme de esos desgraciados y la tomé. Ardo en deseos de destrozar los cráneos de los que nos esperan ahí fuera. ¿Contesta eso a tu maldita pregunta, creiche?

—Dragan es un avezado guerrero —intervino Lars, tratando de suavizar el cariz que estaba tomando la conversación—. Luchó bajo mi mando en Braemar con gran valentía. Es un veterano cuyos conocimientos sobre las hordas enemigas nos serán de gran ayuda.

—No pongo sus capacidades en duda. Pero permíteme que me muestre escéptico sobre el éxito que puede tener contra un ejército bien preparado un consejo formado por un par de nobles de casas menores, un extranjero sin tierras que reclamar, un mercenario retirado y su aprendiz, y un grupo de burgueses recién salidos de la Academia cuya experiencia en la guerra se limita a un par de combates ganados por pura suerte —repliqué. Las protestas no tardaron en llegar. Tuve que levantar la voz por encima de las suyas para que me escucharan—. ¡No pretendo provocar a nadie, solo digo lo que veo ante mis ojos! Somos lo que somos, nos guste o no. A los hombres que están ahí fuera les importa una mierda vuestro orgullo. Si les dais la oportunidad, pasarán por la espada al noble y al villano por igual.

—Y es por eso que precisamos de tu ayuda —dijo Lars—. Conoces esta ciudad, sabes cuáles son sus puntos débiles y cuáles los fuertes. Tenemos que hallar el modo de resistir al asedio y para eso necesitamos un buen plan.

—Necesitamos algo más que un plan. ¿No os habéis preguntado por qué los shadorianos nos atacan ahora? Durante décadas han permanecido lejos de Lebannan, nunca han mostrado ningún interés en conquistarnos. Ahora envían diez mil hombres a asediarnos y se molestan en ocultar sus intenciones hasta estar delante mismo de las murallas. ¿Qué razones puede haber detrás de esta conducta?

—Está claro que quieren intimidarnos —dijo Mareck—. Pretenden que nos achantemos ante su superioridad numérica porque temen una derrota, como la que sufrieron en Braemar y Pradoseco. Hemos repelido sus huestes en el sur, así que ahora despliegan su ejército en un punto que creen inofensivo y fácil de conquistar, como cobardes que son. Yo digo que reunamos a los nuestros y combatamos con ellos en campo abierto. Demostrémosles de qué estamos hechos.

Sacudí la cabeza de lado a lado.

—Los dioses debían estar borrachos cuando te eligieron para salvar Celiras.

—¿Tienes una idea mejor? —Apretó los dientes con rabia.

—No. Pero sé que tu brillante plan es, en el mejor de los casos, un suicidio. Si quieres entregar esta ciudad a los shadorianos en una bandeja, es mejor que abramos las puertas y les invitemos a entrar. Lars, ¿de cuántos hombres disponemos para defender nuestro sitio?

—Contando con la Guardia Real, la Guardia de Honor y los soldados y mercenarios que puedan unirse a nosotros… unos dos mil a lo sumo.

—Dos mil contra diez mil. No me parece que tengamos demasiadas posibilidades.

—Y a mí me parece que escondernos no es la solución —replicó Mareck.

—La verdad es que tiene razón —dijo Dashiell, señalándome—. No tenemos suficientes hombres, ni armas, ni caballos. Los shadorianos nos vencerían sin dificultad en campo abierto y después no quedaría nadie que defendiera la ciudad. Nuestra mejor opción es aguantar tras los muros hasta que Lord Egon envíe tropas de apoyo.

—Si decide enviarlas.

Lars puso mala cara por mi comentario.

—Lord Egon cumplirá su palabra, no nos abandonará a nuestra suerte. Coincido con Dashiell, debemos permanecer en la ciudad y defenderla.

—Un enfrentamiento bien coordinado podría darnos la victoria —insistió Mareck—. Los comandantes shadorianos no enviarán a todos sus hombres a combatir contra un regimiento mucho menor. Se confiarán y eso nos permitirá ir diezmando a los suyos hasta que lleguen las tropas de Lord Egon.

—Es algo muy arriesgado, Mareck —dijo Leena—. Si no sale bien, la ciudad estará indefensa y ya sabes lo que esos salvajes hacen cuando llevan a término sus conquistas. Recuerda lo que pasó en Puerto Bravo.

—Dos mil hombres tampoco son suficientes para defender una ciudad tan grande, Leena. Tenemos tan pocas posibilidades dentro de los muros como en el exterior. Solo que fuera podemos actuar sin preocuparnos por la seguridad de los ciudadanos.

—Coincido con Mareck, deberíamos plantarles cara y machacarlos —dijo Sveinn con énfasis.

—Sveinn, deberías dejar de lamerle el culo a Mareck, se te llena la boca de mierda —comenté. Me miró ofendido, pero no me replicó—. Un ataque frontal es exactamente lo que ellos esperan. Apuesto a que aún no han enviado a un heraldo a parlamentar con nosotros. —Miré a Lars, que negó con la cabeza—. Hay una razón para ello. Los shadorianos han sufrido grandes derrotas en el sur, su reputación de brutales e invencibles ha recibido un duro revés con cada uno de esos fracasos. Necesitan victorias, cuanto más rápidas y ejemplares, mejor. Que pusieran sus ojos sobre la ciudad comercial más importante después de las capitales era solo cuestión de tiempo, pero asediar Lebannan es muy arriesgado, no saben cuánto tiempo podemos resistir. De ahí que hayan decidido montar su campamento frente a las murallas sin dejar claras sus pretensiones. Quieren que nos hartemos y que salgamos fuera a combatir, para poder conquistar la ciudad sin tener que derribar sus muros.

—A mí eso me suena a excusa barata para justificar tu propia cobardía —acusó Sveinn con desprecio.

—En realidad, no es la primera vez que hacen algo así —dijo el noble extranjero con solemnidad—. Usaron esa táctica en Tesalor en varias ocasiones. Hubo muchas fortalezas que tuvieron que rendirse tras una batalla frente a sus muros. Un asedio es lento y costoso para ambas partes, cualquier líder preferiría una lucha abierta antes que un asalto.

—Está bien. ¿Cuántos consideran que debemos salir y combatir? —preguntó Lars.

Se alzaron las manos de Mareck, Sveinn, Dragan y Esbeth.

—¿Y cuántos creen que debemos quedarnos aquí y defender los muros?

El resto de los presentes alzaron la mano, excepto yo.

—¿No defiendes tu propia idea? —preguntó Mareck.

—Esta ciudad no aguantará un asedio —admití—. Aquí viven unas treinta mil personas que precisarán de alimento, agua y cuidados. No hay suficientes reservas para abastecer a tantos y ya es tarde para recibir ayuda exterior. Dudo que Lord Egon envíe refuerzos a tiempo, si es que los envía; no sería la primera vez que una ciudad de Celiras es abandonada a su suerte. En mi opinión, la única solución viable, por mucho que os cueste aceptarlo, sería rendirnos. Los shadorianos han probado ser benevolentes con los que se arrodillan ante ellos, apenas habría bajas. En cambio, si nos resistimos y no logramos contenerlos, arrasarán Lebannan hasta los cimientos.

—¡No rendiré Lebannan ante mis enemigos! —clamó Lars, golpeando la mesa con sus manos—. Aguantaremos el tiempo que sea necesario. Confío en Lord Egon y confío en los hombres que están bajo mi mando. Los shadorianos no conseguirán atravesar la muralla, lo juro por mi honor.

—Pediste mi opinión y te la he dado, lo que hagas con ella es cosa tuya.

Lars exhaló un suspiro, se irguió con las manos enlazadas tras su espalda y se dirigió a la puerta.

—Lebannan resistirá el asedio si dirigimos bien nuestra defensa. Aún hay mucho que organizar. Ordenaré a los sirvientes que nos sirvan algo de comer.

Mientras Lars se ausentaba un momento, los otros comenzaron a discutir de nuevo sobre cuál era la mejor estrategia, tratando de convencerse los unos a los otros, y tal vez a sí mismos, de que solo había una forma correcta de actuar. Los observé en silencio, consciente de que sus convicciones eran erróneas. Puede que aún no hubiera tenido la ocasión de luchar frente a frente con los shadorianos, pero sabía lo que eran capaces de hacer. Sabía lo que yo era capaz de hacer si estuviera en su lugar. Y eso no me tranquilizaba en absoluto.