10
El Coloso
A algunos hombres les precede su leyenda.
Durante toda mi vida había oído historias sobre el gran Ragnar, el emperador sanguinario que había cruzado las Montañas Moteadas y arrasado Arrain y Bosqueamargo, el caudillo sin corazón que había hecho caer a sus pies a las capitales gemelas y había provocado la huida del rey de Celiras. Su nombre se susurraba con miedo en las tabernas, se maldecía en silencio en las oraciones a los dioses. Allá por donde pasaba, dejaba un reguero de muerte y cenizas.
Ese mismo hombre se sentaba ahora en un trono en medio de la sala de audiencias del Palacio Ducal, que otrora perteneciera al duque de Hamnis, rodeado por su corte de oficiales y vasallos. En los muros de mármol colgaban los estandartes de Shador y sus casas nobles.
A los pies de la grada, un joven chambelán golpeó su bastón contra el suelo tres veces, anunciando a su señor a viva voz.
—Estáis ante Ragnar Kel Khadsib, deviet de Shador, emperador de la triada del este y las colonias de Tesalor y señor de las tierras celirianas del noreste.
El erkan Huguard hizo un saludo llevándose la mano al pecho con el puño cerrado y después hizo una amplia reverencia, hincando una rodilla en el suelo. Los soldados que me custodiaban me obligaron a arrodillarme ante el trono, agarrándome con firmeza de los hombros para que no pudiera incorporarme. En cuanto tuve ocasión, levanté la mirada.
Ragnar era tan imponente como rezaban las leyendas. Tenía un rostro adusto, surcado de arrugas y pequeñas cicatrices, con ojos oscuros perfilados con kohl cuya tintura se extendía en forma de garra hacia sus mejillas, confiriéndole una mirada inquietante. Su cabello, negro como la brea, le caía sobre los hombros de forma desordenada, mezclándose con una barba espesa terminada en pico. Una de sus sienes estaba rapada y en la otra tenía varios mechones de pelo rubio, castaño y cobrizo entrelazados con los suyos, adornados con cuentas de metal que brillaban y tintineaban al chocar entre ellas. A modo de corona, ceñía una banda de oro en su frente. Esa era la única pieza de joyería que llevaba puesta, además de una pesada cadena alrededor de los hombros.
Se sentaba en el trono de forma poco elegante, con una pierna apoyada encima del reposabrazos. Me echó una mirada desinteresada de arriba abajo, como quien observa a una mosca a la que está a punto de aplastar.
—¿Es este? —preguntó con un tono de voz grave y ronco.
—Sí, Alteza —respondió Huguard.
—Pues no parece gran cosa. —El deviet se rió con ganas, secundado por algunos de los suyos. Sacudió su copa vacía y, al instante, el copero volvió a llenarla—. ¿Seguro que no te equivocas, Huguard? No es más que un muchacho. Estos paliduchos se parecen mucho entre sí.
La forma en que lo dijo me resultó ofensiva. Traté de levantarme, pero los soldados que me retenían no me lo permitieron. Uno de ellos empujó mi cabeza hacia abajo con brusquedad.
Observé de reojo a las personas que se reunían a nuestro alrededor. Había varios oficiales vestidos con ropajes elegantes, de corte similar a los que usaban nuestros nobles. También había varios sirvientes y una hilera de soldados pegados a los muros que sujetaban con firmeza sus lanzas, fingiendo que lo que ocurría en la sala no era de su incumbencia. De los cuatro hombres que nos habían escoltado solo dos permanecían a mi lado. Estaban sosteniendo las cadenas que aseguraban mis grilletes; uno de ellos era el que custodiaba las llaves.
Un noble se adelantó. Era uno de los comandantes que se había reunido conmigo en el campamento, un hombre joven de aspecto solemne y recio.
—Os puedo asegurar, Alteza, que Huguard no se ha equivocado. —Me lanzó una mirada ambigua—. Fue este hombre quien acudió a nosotros dos noches antes de la rendición de la ciudad.
Ragnar se inclinó hacia delante, mostrando una sonrisa torcida. A un gesto suyo, los guardias me levantaron del suelo.
—He oído hablar mucho de ti.
—Qué curioso. Yo también he oído hablar mucho de mí —dije con arrogancia.
Los nobles abrieron mucho los ojos, horrorizados por mi forma de hablar a su soberano, pero a él le pareció divertido.
—Eres osado. O quizá seas un insensato, teniendo en cuenta a quién te diriges con tanta insolencia.
—Si mis palabras os ofenden, decidlo sin tantos rodeos —añadí de forma áspera.
Huguard se acercó a mí, frunciendo el ceño.
—¡No podéis hablar en ese tono a su Alteza!
—Déjalo, Huguard. Me divierte —señaló su señor con un leve gesto de mano.
—Celebro que mi presencia os resulte entretenida, pero dado que no soy ningún bufón, me veo inclinado a preguntaros la razón por la que me habéis mandado arrestar. —Mostré los grilletes que sujetaban mis muñecas—. Vuestro siervo se ha negado a explicar qué cargos hay en mi contra y, que yo sepa, he cumplido de sobra con lo que habíamos pactado.
—En realidad, me debes una cabeza —replicó Ragnar.
Me quedé en silencio un instante. Me había olvidado de aquel detalle.
—El barón escapó antes de que pudiera ponerle la mano encima —me excusé—. Supuse que sería más importante proporcionaros el modo de entrar en la ciudad que ir tras sus pasos.
—Pues a mí me parece que tu forma de actuar es bastante sospechosa —intervino uno de los presentes. Era un tipo alto y corpulento de expresión huraña. Llevaba el pelo muy corto. Una larga cicatriz atravesaba en diagonal su rostro desde el mentón a la frente—. Ni siquiera estuviste presente cuando nos entregaron las armas, quién sabe si tuviste algo que ver o solo te apropias de las hazañas de otros.
—Lebannan cayó en dos días, tal y como os había prometido. Sin contratiempos, sin revueltas y sin demora. Si creéis que ocurrió de forma espontánea, es que sois un necio.
El hombre de la cicatriz me traspasó con la mirada. En su frente ancha y abultada palpitaba una vena hinchada de rabia. Dio un par de zancadas al frente, deteniéndose ante el trono.
—¡Qué oportuno que los nobles que encabezaban la defensa de la ciudad desaparecieran el día antes de que cayera! Está claro que nos está mintiendo —afirmó, apuntándome con el dedo—. Él es el último noble celiriano que queda en Lebannan. ¡Yo digo que lo ejecutemos! ¡Deberíamos descuartizarlo y clavar su cabeza en una pica para escarmentar a los que quieran alzarse contra Shador!
Su propuesta fue recibida con vítores y aclamaciones de apoyo. El deviet mantenía los ojos entornados, a la espera de que los ánimos de sus hombres se calmaran. Cuando las voces se silenciaron, se dirigió a mí con tono indolente.
—Ya has oído a mi consejo. Están ávidos de sangre celiriana, ¿quién soy yo para negársela?
—¿Es así como recompensa Shador los servicios prestados? —Alcé la voz y paseé la mirada entre los presentes, estudiando a cada uno de ellos con cuidado—. No me extraña que os esté costando tanto conquistar este reino si a aquellos que se brindan a ayudaros los compensáis con este trato. —Mi acusación fue recibida con protestas e insultos. Fijé la vista en el deviet—. Es gracias a mí que ahora estáis sentado en ese trono. No deberíais olvidarlo.
—¿Sugieres que mi ejército no habría sido capaz de echar abajo vuestros muros de no ser por tu intervención? —preguntó Ragnar, ahogando una risa incrédula.
—No dudo de la capacidad de vuestros hombres, pero habéis de reconocer que, tras casi tres lunas de asedio, sus resultados no fueron muy grandiosos. Varios centenares de muertos, algunos edificios derruidos y unos cuantos agujeros en los muros, eso fue todo. A ese ritmo, habrían tardado años en rendir este sitio, eso sin contar con la posible intervención de refuerzos celirianos o con la escasez de alimento para vuestras tropas. Queríais una victoria rápida y, en vez de eso, estabais dilapidando todos vuestros recursos. Os he ahorrado pérdidas irremplazables.
Su rostro se agrió al instante.
—¿Qué te hace pensar que buscaba una victoria rápida?
—¿No es evidente? —Torcí una sonrisa—. Habéis ignorado Lebannan durante años y ahora acudís dispuestos a anexionarla a vuestros territorios, justo después de haber sufrido vergonzosas derrotas en el sur. Fuisteis abatidos en Pradoseco, os expulsaron de Arul y ni siquiera habéis sido capaces de acercaros a una milla de Braemar. Estáis perdiendo las tierras del sur con rapidez. Sin duda, vuestras tropas estarán agotadas y desanimadas y vuestros enemigos más altivos que nunca. Necesitáis victorias. —Murmullos apagados recorrieron la sala. Sus expresiones inquietas me confirmaban que había dado en el blanco—. Aún diré más —continué—. Para conquistar Lebannan intentasteis provocar un enfrentamiento a campo abierto, tratasteis de entrar a escondidas a través del lago, enviasteis a un embajador con vino envenenado. Incluso la mera presencia de vuestra persona en el campamento es señal inequívoca de la urgencia de vuestros propósitos. ¿Acaso me equivoco?
—¡No podemos permitir que este bastardo nos hable de esta forma! —intervino con brusquedad el hombre de la cicatriz.
—Logré en dos días lo que ninguno de vosotros fue capaz de conseguir en tres meses —repliqué, recibiendo a cambio una mirada gélida—. De todos los aliados que encontrasteis dentro de los muros, fui el único que echó abajo esas puertas. Cumplí mi parte del pacto y lo que exijo ahora es que cumpláis la vuestra.
—¡Te arrancaré la lengua, escoria! —me amenazó, acercándose a zancadas.
El deviet alzó la mano.
—Aguarda, Waldive —ordenó. El hombre de la cicatriz obedeció de inmediato. Ragnar se volvió hacia mí—. Cumpliste tu palabra, eso es cierto, aunque no del todo. Debías entregar al barón y no lo hiciste. Aun si ignoramos este hecho, las promesas que mis erkanes te hicieron han sido satisfechas. Hemos sido clementes con tu pueblo. —Se inclinó hacia delante—. Pero en ningún momento se habló de que tú salieras indemne. ¿No es cierto, Varkin?
El aludido se adelantó. Era el noble que había confirmado mi identidad al llegar.
—Así es, Alteza. Shador se comprometió a mostrar piedad a los plebeyos, pero quedaron claras nuestras intenciones de ajusticiar a los miembros de la nobleza, así como a todos aquellos que se opusieran a nuestro dominio.
—Y me consta que tú eres conde —añadió Ragnar con deleite.
—Lamento discrepar. No soy miembro de la nobleza. Podéis preguntar a cualquiera.
Enarcó ambas cejas, levemente sorprendido.
—Peinthous, acércate —llamó. Entre la multitud se abrió paso de forma tímida el orondo comerciante que había sido su embajador durante el asedio—. ¿Formaba parte este muchacho del consejo de nobles que te recibió en este palacio?
—Sí, Alteza, así es —respondió Peinthous, agachando la cabeza.
—¿Estás seguro de ello?
—Completamente, Alteza. Se hacía llamar conde de Brandorf y se mostró, eh… poco generoso en su trato para conmigo. De hecho, fue él quien impidió que cumpliera la misión que me encomendasteis.
—Esa es una información muy interesante.
—No soy el conde de Brandorf —insistí—. Me apropié de ese título para formar parte del consejo y ganarme su confianza. El verdadero conde está defendiendo la frontera con Therion. Pero si tanto os interesa saberlo, nací siendo noble. Me arrebataron ese privilegio hace mucho.
—Un exiliado, ya veo. ¿Qué hiciste para ganarte tal condena?
—Eso, mi señor, es asunto mío.
Un fugaz brillo salvaje cruzó por sus ojos. Peinthous se movió incómodo sobre sus talones y se acercó con cautela al deviet, queriendo llamar su atención y, al mismo tiempo, temiendo lograrlo.
—Eso no es todo, mi señor —dijo en un tono de voz tan bajo que costaba oírlo—. Puedo deciros, casi con toda seguridad, que el muchacho ingirió el veneno destinado al consejo sin sentir efecto alguno.
—¿Cómo dices? —Peinthous repitió la frase, interrumpiéndose al darse cuenta, por la expresión enojada del deviet, que este ya le había oído la primera vez—. ¿Es eso posible? —preguntó sin dirigirse a nadie en particular. Me clavó la mirada—. ¿Y bien?
—Sin duda, vuestro embajador me otorga méritos que no merezco.
—¡No es cierto! ¡Vi su copa vacía! Tuvo que bebérselo —chilló Peinthous, indignado.
—Vuestros cálculos serían incorrectos al diluir la cicuta en un barril de vino tan grande. No me echéis la culpa de vuestra incompetencia.
Los murmullos volvieron a acrecentarse. Waldive tomó la palabra.
—Hasta ahora no hemos escuchado más que mentiras y acusaciones de su boca. ¿Cómo podemos fiarnos de la palabra de alguien que no duda en traicionar a los suyos? ¡Infrinjamos un castigo ejemplar a esta escoria! ¿Quién está de acuerdo?
Muchas voces se alzaron para apoyar su propuesta. Estar rodeado de gente hostil estaba empezando a ponerme nervioso. Tenía que hacer algo de inmediato.
—Me siento inclinado a seguir el consejo de Waldive —admitió el deviet—. Hasta ahora no me has dado motivos que me impidan ordenar tu ejecución.
—Si quisierais matarme, mi señor, ya lo habríais hecho. Y yo habría podido mataros a vos en cualquier momento si hubiera querido. —Los asistentes estallaron en carcajadas al escuchar mi amenaza, pero el deviet no se unió a ellos—. Os he entregado esta ciudad. Esa debería ser suficiente razón para permitirme marchar. Pero si eso no os basta y seguís insistiendo en que os debo una cabeza, os entregaré con gusto la de cualquiera de los aquí presentes. Escoged vos mismo cuál queréis y será vuestra.
—Te tomo la palabra. ¿Alguien se anima a prestarse voluntario para esta demostración?
—¿Vais a seguirle el juego a este niñato? —increpó Waldive con tono airado.
Ragnar no le respondió con palabras sino con una fugaz mirada, siniestra e iracunda por igual, que bastó para que su vasallo cerrara la boca y diera un par de pasos hacia atrás. Ya no había risas. Solo rostros apocados y expectantes. Los hombres que estaban ahí reunidos no solo respetaban a su señor. Le temían.
El deviet paseó la vista entre sus súbditos y fue a detenerse ante un oficial que estaba a su izquierda, a varios pasos de distancia. Era un hombre entrado en años de aspecto recio, con una panza prominente y el pelo encanecido, cuyo tono contrastaba con su piel dorada. Adoptaba la posición marcial y altiva propia de un general.
—¿Qué decís vos, doran Thrasius? ¿Os atrevéis a jugaros vuestra cabeza contra nuestro invitado?
—Soy vuestro más humilde servidor, gran deviet —contestó con una reverencia—. Estoy dispuesto.
Ragnar se volvió hacia mí con una amplia sonrisa.
—Ahí tienes tu objetivo. Thrasius es uno de mis mejores hombres, ¿te ves capaz de hacerle frente?
En realidad, me habría gustado que escogiera al tal Waldive, para poder librarme de él con impunidad. Pero tendría que conformarme.
—Consideradlo hecho.
Apenas pronuncié la frase, eché la cabeza hacia atrás bruscamente, golpeando de lleno en la nariz a uno de los hombres que me mantenían preso. Encajé mi codo entre las costillas del otro antes de que pudiera reaccionar. Cuando se inclinó hacia delante, enganché su cuello con la cadena que unía mis grilletes y lo hice girar hasta ponerlo delante de mí, para usarlo como escudo. Justo a tiempo, porque el de la nariz sangrante ya había sacado su espada. Al atacarme con ella, acabó clavándosela a su compañero.
No iba a tener tiempo para arrebatarles la llave que me liberaría, el resto de los guardias que había en la sala se echarían encima de mí antes de que pudiera lograrlo. Tenía que actuar con rapidez. Empujé de una patada al primer soldado y le arrojé encima a su compañero herido. Después, le quité la espada y recogí las largas cadenas que sujetaban mis grilletes. Para entonces, los otros soldados ya habían abandonado sus puestos y se preparaban para reducirme.
Dos arqueros cargaron sus arcos, mientras los demás corrían en mi dirección con sus lanzas en alto. Me dirigí lo más rápido que pude hacia el lateral de la sala. Me deslicé serpenteando entre las columnas de mármol, utilizándolas de parapeto. Varias flechas pasaron silbando muy cerca. Sin detenerme un instante, hice virar en mi mano la cadena y lancé su extremo hacia una de las lámparas que pendían del techo. La cadena se enredó sobre sí misma, aferrándose a uno de los brazos de bronce. Con un salto, me balanceé hacia delante y quedé colgado de la lámpara. El impulso me ayudó a derribar a varios guardias de una patada. Cuando el nudo se deshizo y mis pies volvieron a tocar el suelo, ya me encontraba muy cerca de mi objetivo.
El hombre llamado Thrasius observó alarmado la situación y sacó de inmediato su espada para defenderse. Hice girar la cadena por encima de mi cabeza y la lancé. Los eslabones atraparon el filo de la espada, inmovilizándola. Aproveché mi ventaja para cargar contra él. En pocos segundos, mi acero besaba su cuello. Lo mantuve ahí, rozando de forma amenazante la piel, bastaría el más leve movimiento para sellar su suerte.
La sala se sumió en el silencio. Ninguno de los presentes se atrevía a hacer nada, ahora que la vida de uno de los suyos estaba en mis manos. Sin apartar la vista de mi presa, alcé la voz, rompiendo la calma.
—Si os lo habéis pensado mejor, aún estáis a tiempo. Espero vuestra orden.
Thrasius tragó saliva, mirando de reojo al deviet. Su frente estaba perlada de sudor y en sus ojos había poca esperanza de recibir una absolución. Ragnar no debía ser demasiado magnánimo con sus súbditos. Se tomó su tiempo para pensarlo.
—Es suficiente —dijo al fin, con apatía—. No me sobran generales que dirijan mis ejércitos, sería una pérdida absurda. Ya te has lucido bastante. Suéltalo.
Retiré el arma despacio, pendiente ante cualquier represalia. Los guardias se habían congregado a mi alrededor y me amenazaban con la punta de sus lanzas. Thrasius se apartó de forma brusca, llevándose la mano al cuello para frotar la zona magullada. Su expresión destilaba odio.
—Esperaba un enfrentamiento honrado, no que me atacarais a traición —me increpó.
—No creo que fuera justo para vos que nos enfrentáramos en igualdad de condiciones. Aun estando encadenado, he sido capaz de desarmaros sin esfuerzo —le recordé. Su rostro enrojeció de rabia.
Las carcajadas del deviet resonaron en la sala. Se levantó del trono. En ese momento comprendí por qué se había ganado el apodo de Coloso. Si sentado me había parecido un hombre de grandes proporciones, cuando se ponía de pie su enorme constitución se hacía más evidente. Medía más de dos varas y media de altura, le sacaba una cabeza al más alto de sus guerreros. Su mera presencia bastaba para que uno se sintiera intimidado.
—Quitadle las cadenas —ordenó, para mi sorpresa.
—Pero, mi señor, es un prisionero peligroso —protestó Huguard.
—Ha quedado demostrada la poca eficacia de esas cadenas y lo mismo se puede decir de los miembros de mi guardia. No tiene sentido hacer uso de lo que es inútil —matizó la palabra con desprecio.
Al rostro de Huguard asomó una expresión desazonada. Tomó la llave del bolsillo del soldado herido, que se debatía entre gemidos en el suelo. Después, se abrió paso entre los guardias y procedió a liberarme de los grilletes.
Entre tanto, Ragnar había descendido los escalones de la grada. Hizo una indicación a uno de sus sirvientes. Este se acercó, hincó una rodilla en el suelo y le ofreció la empuñadura de un mandoble aún enfundado; el mango estaba labrado en plata, rematado por un pomo con la forma de dos círculos cruzados. Ragnar lo desenvainó con una sola mano. La doble hoja de acero refulgió con las luces de la sala.
Se acercó con paso firme a los dos soldados que permanecían en el centro de la estancia. Con un movimiento rápido y fluido, atravesó el pecho del hombre herido. Apoyó su pie contra el cuerpo y tiró con ambas manos para sacar la espada. En cuanto la hoja hubo salido, describió un súbito arco con ella y cercenó el cuello del otro soldado.
No había ninguna emoción en su rostro mientras observaba el charco de sangre expandirse a sus pies, manchando las baldosas de mármol blanco. Al darse la vuelta, tendió la espada a su sirviente, que procedió a limpiar la hoja con sumo cuidado. Varios criados se adelantaron y retiraron los cuerpos con presteza. El deviet me dirigió una mirada indiferente.
—No consiento la incompetencia en mis filas. ¡Acércate! —me ordenó con un ademán de mano. Caminé despacio hacia él, sin sentirme muy seguro sobre cuáles eran sus intenciones—. Tu exhibición ha sido impresionante. Me gustaría poder decir lo mismo de otros —añadió, lanzando una mirada de reproche a Thrasius.
Mientras hablaba, volvió a ascender la grada. Se dejó caer en el trono con todo su peso.
—Eso es lo que hace falta para ganar esta guerra. Hombres valientes, hombres fuertes, hombres que no se achanten al primer contratiempo. Y también un toque de astucia. No un rebaño de mulas que hacen lo que se les ordena pero son incapaces de tomar la iniciativa. Estoy cansado de fracasos —dijo con voz pesada—. Tenías razón en algo: necesito victorias rápidas. Mi antecesor nos abrió las puertas del norte y bajo mis hombros recae la responsabilidad de continuar su legado y brindar a Shador la gloria que merece. Somos los descendientes directos de los dioses, los legítimos herederos de las tierras que una vez formaron parte de la Unión. Me temo que he estado eludiendo mis responsabilidades demasiado tiempo al dejar que otros encabecen mis legiones. —Hizo un gesto a uno de sus lacayos para que le sirviera vino. Apuró la copa de un solo trago y se limpió la boca con el dorso de la mano—. ¿Cuántos años tienes, muchacho?
—Veintiuno.
El deviet se echó a reír.
—Muchos de los que están aquí tienen más de medio siglo a sus espaldas, ya combatían cuando tú estabas en el vientre de tu madre. ¡Y, sin embargo, han sido incapaces de conquistar una ciudad sitiada que carecía de recursos y de soldados! —dijo estas últimas palabras gritando con furia, provocando un escalofrío en los presentes. Recuperó la compostura enseguida—. Necesito sangre fresca en mis líneas y, lamentablemente, no puedo encontrarla entre los que son de mi raza. Alguien como tú sería una buena adición a mi causa.
—Alteza, no podéis estar hablando en serio —exclamó Waldive de manera despectiva—. Es un celiriano, y lo que es peor, un traidor. ¿Cómo confiar en alguien que es capaz de dar la espalda a su propia gente?
—Porque todo enemigo de mis enemigos es un posible aliado. No pongas esa cara, Waldive. Ya hemos trabajado antes con celirianos. Me importa poco la raza mientras cumplan sus propósitos. Veamos si nuestro amigo aquí presente está dispuesto a renunciar a su rey.
—Soy un creiche. No obedezco a ningún rey. Y eso os incluye a vos. Solo hago trabajos esporádicos para quien puede permitirse pagar por ello, no me interesa inmiscuirme en guerras que me son ajenas. Así que dejadme marchar o tratad de detenerme.
Me di la vuelta con intención de abandonar la sala. Sus siguientes palabras hicieron que me parase en seco.
—No eres el primer creiche que entra a mi servicio. De hecho, mi objetivo es reunir a cuantos pueda de vosotros para hacer resurgir ese ejército de élite que brindó a Laigaris Mano de Plata la más alta de las victorias. —Me giré de nuevo hacia él. Tenía una gran sonrisa de lobo asomando a sus labios—. No soy un simple conquistador que atesora tierras como quien apila monedas. Pretendo volver a unir los reinos en uno solo como hizo en su día Giles de Reylard, solo que mi imperio será aún más grande de lo que fue el suyo. Mi nombre se escribirá con letras de oro en la historia y lo acompañarán los nombres de aquellos que me sigan. ¿No quieres formar parte de esa gloria?
—¿Qué ganaría con eso?
—Puedo pagarte tanto oro que necesitarás tres vidas para poder gastarlo. Puedo devolverte el título que te arrebataron y otorgarte muchos más, junto con tierras y posesiones. A Shador no le importa tu pasado ni la pureza de tu sangre, los hombres nobles que ves aquí se han ganado sus títulos por sus propios méritos. Soy un deviet exigente, pero justo. Castigo con dureza a los traidores, a los desertores y a los inútiles, pero sé recompensar con creces a los que demuestran su valía. Arrodíllate ante mí, júrame lealtad y renuncia a los tuyos; no tendrás necesidad de servir a nadie más.
Era una oferta fascinante y, al mismo tiempo, perturbadora. Significaba renunciar a mi libertad y abandonar para siempre a mi reino. A ese reino al que ya había traicionado entregando Lebannan a sus enemigos. En realidad, había sellado mi suerte con ese acto, iba a ser muy difícil hallar el modo de volver a congraciarme con mis amigos y con las gentes de Celiras. Era un proscrito, más de lo que lo había sido cuando mi padre decidió desheredarme. Tenía la oportunidad de prosperar delante de mí, aunque fuera bajo las órdenes de un pueblo al que estaba acostumbrado a despreciar.
Noté el tacto helado de una mano posarse sobre mi hombro. Giré la cabeza. Por un segundo, me pareció ver la sombra de unos dedos delgados, pero no había nadie a mi lado. Las palabras de la anciana Hildegaud resonaron en mis oídos, como si me las estuviera susurrando en ese momento: «Derrama sangre en su nombre y pondrá un imperio a tus pies». Cuando volví mi atención al deviet, ya había tomado una decisión.
—Acepto vuestras condiciones.
Ragnar sonrió satisfecho. Sus oficiales, en cambio, se mostraron poco complacidos, en especial el hombre de la cicatriz, cuyo enojo era evidente. El deviet se levantó, sacó una daga de su cinto y rozó su filo con la palma de la mano, tiñéndolo de sangre.
—Arrodíllate —me ordenó, acercándose—. ¿Cuál es tu nombre?
—Liam Strigoi. Pero se me conoce como Cuervo.
—Un nombre de traidor para un traidor —masculló Waldive entre dientes. El deviet ignoró su comentario.
—¿Juras lealtad a Shador y a Ragnar Kel Khadsib, su deviet por derecho divino?
—Lo juro. —Las palabras salían con dificultad de mis labios. Había tomado la decisión de forma precipitada y solo el tiempo diría si iba a tener que arrepentirme.
—¿Juras no servir a ningún otro y obedecer las leyes de nuestro reino bajo pena de muerte?
—Lo juro.
Ragnar posó su mano ensangrentada sobre mi frente.
—Renace entonces como hijo de Shador ante los ojos de Sharu y Daianu, hasta que estos te llamen a su lado. Levántate, Cuervo, y únete a nosotros.
La ceremonia fue tan corta como lúgubre. A excepción de Ragnar, ninguno de los asistentes quería tener nada que ver conmigo. Para moverme entre ellos tendría que poner todos mis sentidos en alerta.
—Te pondré a prueba durante los próximos días. —Me advirtió el deviet mientras se limpiaba con un trapo la sangre de su mano—. Mis hombres se encargarán de proporcionarte cuanto necesites. Cumple bien tu función, demuéstrame que he depositado mi confianza en la persona adecuada y te garantizo que no tendrás queja de tu recompensa.
En cuanto terminó de hablar, caminó a paso ligero hacia la puerta. Varios de sus hombres lo siguieron, mientras los demás abandonaban la sala murmurando entre ellos. Huguard se acercó al deviet a paso ligero.
—¿Estáis seguro de haber tomado una buena decisión, mi señor? —alcancé a oírle, a pesar de que se estaban alejando—. Ya habéis oído los rumores, los creiches no son fieles a nadie salvo a sí mismos.
—Mejor, Huguard. Los cuervos que vuelan solos tienen las alas más fuertes.
Tan pronto desaparecieron por la puerta, Waldive se aproximó a mí y me agarró fuertemente del brazo. Acercó su rostro al mío hasta que nuestras narices casi se rozaron. Pude oler su aliento nauseabundo cuando me habló en un susurro.
—Te estaré vigilando, Cuervo. Voy a estar tan encima de ti que no vas a poder mear sin que yo me entere. Y si descubro cualquier indicio de deslealtad, te arrancaré la piel a tiras antes de que tengas tiempo de dar explicaciones.
Me soltó, dejándome una sensación ardiente donde había estado su mano. Sus amenazas no me preocupaban demasiado, estaba acostumbrado a oírlas. Pero no podía evitar pensar que me había metido de lleno en las fauces de una bestia sedienta de sangre. Ahora que había decidido cambiar de bando, necesitaba ganarme la confianza de alguno de esos shadorianos lo antes posible.
Resultaba extraño volver a pasear por los pasillos del Palacio Ducal. Las estancias seguían siendo las mismas, pero sus residentes eran muy distintos. El uniforme azul y negro de la Guardia de Honor había sido sustituido por la túnica carmesí y blanca de los Roran, nombre que usaban los soldados de Shador para denominarse entre sí. Los rasgos familiares de las gentes de mi reino habían dejado paso a la tez morena y los cabellos negros de los extranjeros. Podía sentir sus ojos oscuros posarse sobre mí allá a donde iba, vigilándome de cerca.
El silencio casi reverencial que había reinado dentro de esas paredes no era más que un recuerdo lejano. Los shadorianos tenían costumbres muy distintas a las nuestras, eran ruidosos y alborotadores, gustaban de gritar y reír a mandíbula batiente a la primera oportunidad. Además, carecían de modales, sobre todo en la mesa. En el salón principal habían montado varios tableros sobre caballetes, donde todos, nobles y plebeyos, acudían a comer o beber a cualquier hora del día y eran atendidos por una gran cantidad de sirvientes que en ningún caso estaban ahí por gusto.
Mientras que en Celiras la servidumbre se componía casi por entero de sinsangres que recibían un efímero jornal por su labor, Shador era uno de los pocos reinos que aún disponía de esclavos, fruto de los muchos territorios que habían conquistado. La mayoría eran celirianos, aunque también abundaban los tesaleños y los miembros de los clanes del este, de piel muy oscura. Incluso llegué a ver algún kalavés entre ellos. Llevaban en el cuello una marca en forma de media luna invertida que los identificaba como esclavos y en sus muñecas sendos brazaletes de cobre de los que colgaba una argolla. Recibían un duro trato por parte de sus amos. Si alguno tardaba en obedecer una orden o no la cumplía satisfactoriamente, era azotado y humillado por ello. Si alguno se oponía a sus señores, acababa muerto.
No me sentía a gusto entre los shadorianos y todavía menos en presencia de los esclavos. Muchos de ellos habían trabajado en el palacio antes del asedio y me conocían. Los demás sabían que la única razón por la que un celiriano libre estaría entre los invasores era siendo un traidor. Sus miradas gélidas llenas de odio se clavaban como agujas. Aun con lo cotidiano que me resultaba levantar la antipatía y el desprecio de mis semejantes, toda esa inquina me hacía sentir incómodo y me obligaba a estar en continua alerta.
Por otro lado, Waldive había cumplido su promesa de no quitarme el ojo de encima. Cuando él no podía estar presente, mandaba a alguno de sus hombres a cumplir esa función. Carecían por completo de discreción, así que me habría resultado fácil librarme de ellos. Pero no me podía permitir ese placer porque levantaría aún más las sospechas de su superior. Fuera del palacio era distinto, no resultaba tan extraño perder de vista a alguien entre una multitud.
Y había muchas ocasiones en las que tenía que abandonar el palacio y adentrarme en los callejones más profundos de Lebannan. La prueba a la que el deviet quería someterme consistía en espiar a mis compatriotas e informar de cualquier rebelión, intriga u ofensa contra Shador que se pudiera estar fraguando en las calles. Mi condición de celiriano me hacía más propenso a ser testigo de estas afrentas. Me apliqué con dedicación a esta tarea y, en las semanas que siguieron, delaté a suficientes conspiradores como para aumentar la confianza que el deviet había puesto en mí. No obstante, necesitaba apuntar más alto si quería asegurarme su completa aprobación.
Las habladurías que corrían en los bajos fondos me llevaron hasta el templo de la Cruz Astada, que se levantaba en el centro de la Avenida Real, justo enfrente del Agujero de los ladrones. Desde la llegada de los shadorianos a las murallas de la ciudad, los fieles se congregaban a sus puertas para entregar sus ofrendas a los dioses y rogar por su salvación. Según los rumores, las predicciones de los oráculos habían aumentado tras el asedio, incitando a la población a rezar y esperar por una liberación que ya estaba al llegar.
Yo no había puesto un pie en el templo hasta entonces. Lo que me encontré era muy distinto a lo que estaba acostumbrado a observar en los santuarios que había visitado en el pasado. Su tamaño era enorme, más de lo que aparentaba su exterior. La piedra oscura estaba tan pulida que sus vetas refulgían con la luz del sol que entraba por los altos ventanales, creando la ilusión de estar recubierta de pequeños cristales negros. La torre central estaba hueca y rodeada por entero de vidrieras de vívidos colores que representaban las escenas de los mitos más conocidos. En las paredes colgaban tapices que mostraban con un minucioso detalle las representaciones de todas las deidades del culto, con un altar bajo cada una de ellas donde los fieles pudieran depositar las ofrendas.
Dos monjes ataviados con hábito oscuro ofrecían agua de limón y menta a los que entraban, como parte del ritual de purificación. Me supo mucho más refrescante de lo que recordaba. Paseé por el santuario, pendiente de cada comentario que se compartía en susurros entre los fieles. Necesitaba saber lo que ocurría dentro de esos muros pero, de momento, no hallaba nada fuera de lo común.
Un grupo me cerró el paso frente al altar de Umbrien, diosa del hogar y la familia. A sus pies habían montado una pira en la que descansaba el cuerpo inerte de una mujer. Los allí congregados caminaban en círculo a su alrededor, depositando cada uno de ellos una piedra encima del cadáver. Recordé que mi vieja nodriza me había hablado una vez de este ritual; se realizaba cuando una madre moría durante el parto, para evitar que se transformara en una dakul, un tipo muy concreto de ghrul que volvía de la tumba para llevarse las almas de los niños. Se decía que la dakul acudía por las noches a sus camas y los ahogaba con sus dedos huesudos, dejando marcas azules en sus cuellos. No había niño en Celiras que no hubiera oído esas historias.
Los familiares colocaron ofrendas de leche y miel a los pies de la efigie de Umbrien, cuyo rostro de ojos vacíos los miraba impávido. Su melena mitad blanca y mitad castaña se fundía en el tejido del fondo, cubierto de motivos florales en tonos ocres, en fuerte contraste con el verde de su vestido. Mientras lo observaba, alguien chocó conmigo. Al darme la vuelta, vi a un monje cabizbajo que se reponía del tropiezo.
—Disculpadme… —comenzó a excusarse. Levantó la cabeza y dirigió una mirada extraña por encima de mi hombro. Sus ojos se abrieron con espanto.
Me giré, pero no había nada detrás de mí. El monje retrocedió, todavía con la vista fija en lo que fuera que veía, sus labios temblorosos susurraron algo que no alcancé a oír y echó a correr, chocando con la gente en su huida. Fruncí el ceño, molesto por las miradas curiosas que me dedicaron los que habían sido testigos del incidente. Esos monjes que se encerraban en el templo por propia voluntad debían tener la mente perturbada por el humo de las hierbas que allí se quemaban. Eso explicaría una conducta tan absurda.
Los enormes portones del ala lateral del templo se abrieron, captando la atención de todos. Tras ellos apareció el gran sacerdote, ataviado con una túnica parda muy oscura de cuyos hombros salían dos astas hechas con ramas de árbol, imitando la figura del dios Tharduk. Golpeó su cayado contra el suelo, silenciando a los creyentes.
—¡Buenas gentes de Lebannan! —exclamó en voz alta—. Me congratula veros aquí, reunidos en el templo en estos días inciertos para compartir vuestra inquietud con nuestros dioses. Sabed que ellos os escuchan y velan por vosotros, sus hijos predilectos. Los sacrificios que habéis realizado no serán en vano, pues su plan divino ya está en marcha. Esta noche Shurem ha vuelto a envolver en su humo a los oráculos y les ha mostrado el fin de la opresión de Shador sobre nuestro reino. El héroe de Celiras regresará muy pronto para cumplir su destino y borrar de la faz de la tierra al tirano. ¡Así lo predicen los oráculos! No perdáis la fe, buenas gentes, y seguid luchando contra la crueldad de nuestros enemigos. Seréis compensados tras cruzar el Abismo.
Sus palabras fueron recibidas con ovaciones y alabanzas que continuaron cuando el sacerdote desapareció tras las puertas. Por mi parte, tenía todo cuanto necesitaba saber. Hablar en público en contra de Shador era una grave imprudencia para alguien con tanto carisma como el sacerdote, podía suscitar revueltas entre la población, lo cual se consideraba un grave delito. Y yo tenía intención de aprovecharme de ello.
El consejo del deviet se mostró sorprendido cuando presenté la denuncia. Ninguno de ellos esperaba que fuera a acusar al gran sacerdote en persona de conspirar contra ellos. Era una figura casi sagrada en Lebannan. Pero de poco sirve la autoridad para el que no se siente intimidado por ella. Mi objetivo era ganarme la aceptación de mis nuevos benefactores y estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para lograrlo.
Que apresaran al gran sacerdote fue un último golpe de impresión para las esperanzas ya mermadas de los ciudadanos. El deviet no perdió el tiempo. Un día después de ser arrestado, el gran sacerdote era conducido al cadalso situado en la Avenida Real, ante la atónita mirada de miles de testigos. No me sorprendió descubrir que el propio Waldive era el verdugo designado para llevar a cabo la sentencia. Se presentó con la cara descubierta, portando una espada larga de hoja muy curvada en la punta que mostraba trazos de herrumbre. Llamaban a este arma panabas. La levantó con ambas manos sobre la cabeza del sacerdote y la dejó caer con bastante torpeza, provocando gritos de angustia entre los espectadores. Su sonrisa despectiva mientras cortaba la cabeza de su víctima en varios intentos hacía evidente que su falta de destreza era fingida. Disfrutaba con el dolor que estaba provocando.
Durante toda la ejecución, me mantuve junto a los oficiales shadorianos, en la parte trasera del cadalso. El erkan Varkin se inclinó hacia mí para hablarme en voz baja.
—Te veo muy pensativo, ¿empiezas a arrepentirte por lo que has hecho, celiriano?
—En realidad, me preguntaba si los oráculos del templo están ciegos o son simplemente unos ineptos a la hora de interpretar los designios, porque el final de su sacerdote podía haberlo augurado cualquiera que le escuchara hablar. No seré yo quien acuda a que lean mi destino, desde luego —comenté con indiferencia. Varkin dejó escapar un resoplido risueño.
—Tienes un retorcido sentido del humor. —Se inclinó un poco más—. Eso me gusta.
Me mantuve impávido, aunque me alegraba saber que contaba con la aprobación de alguien que no fuera el deviet. No era gran cosa, pero era un avance. Estaba un paso más cerca para congraciarme con los demás.
Cuando la ejecución llegó a su término, me ofrecí a ayudar con el traslado del cadáver. Me agaché junto al cuerpo sin cabeza del sacerdote y deposité en su bolsillo dos monedas.
—Un regalo para pagar al guardián. Os deseo un buen viaje —susurré, aunque sabía que ya no podía escucharme.
Era lo menos que podía hacer, después de ser el causante de su muerte. Los shadorianos desconocían nuestras costumbres; tenían intención de arrojar el cuerpo a una fosa común, despojándole de los ritos funerales que le correspondían. Al menos, merecía poder cruzar el Abismo.
A pesar de lo ocurrido, Ragnar permitió que el templo siguiera abierto mientras los monjes no volvieran a ocasionar problemas. Envió a varios soldados a vigilarlos y, a partir de ese momento, estuvieron siempre presentes dentro del recinto, prestos para poner fin a cualquier conflicto que pudiera surgir.
Un nuevo gran sacerdote tomó el relevo del anterior, con una actitud mucho más cauta. Las voces contra los shadorianos se apagaron por completo; nadie se atrevía a hablar por miedo a las represalias. La gente comenzó a rehuir mi presencia con más empeño que antes, se apartaban en cuanto me veían pasar, como si fuera a contagiarles la peste. Y, sin duda, hacían bien.
Decidí dedicar mis esfuerzos a observar a los shadorianos y estudiar más a fondo sus costumbres. Su falta de prudencia y discreción facilitaba la tarea. Todas las noches se reunían en el salón principal tras el cambio de guardia para practicar el juego de las tabas, en el que eran verdaderos expertos. Se cruzaban las apuestas y se lanzaban los huesos como si fueran dados, mientras bebían cantidades ingentes de una bebida densa de sabor dulce a la que llamaban skab, que no embriagaba, pero producía la misma euforia que otros licores. Algunos de los Roran que habían terminado su turno en la guardia diluían en sus skab un poco de humo de Shurem para aumentar su efecto.
Bastaba con participar en sus apuestas, beber su skab y lanzar las tabas de vez en cuando para que su lengua se soltase. De esta manera, descubrí que el deviet y su consejo iban a celebrar una reunión privada para discutir asuntos de guerra. Una reunión a la que yo también pensaba asistir, aunque no me hubieran invitado.
Me procuré un uniforme de Roran, oscurecí mi piel con una tintura y me colé entre los soldados que se iban a encargar de la seguridad en la reunión. Desfilamos por los pasillos hasta llegar a la sala del consejo, donde nos apostamos en fila a lo largo de las paredes. Al poco tiempo, llegó el deviet, acompañado por sus hombres de confianza: Thrasius caminaba a su lado, seguido por Waldive y otro doran llamado Dunerie; tras ellos entraron Huguard, Varkin y Shilgen, la única mujer del grupo. A todos ellos les había conocido en las últimas semanas. Eran los principales líderes, se podían comparar a un consejo formado por nobles de alto linaje. Además, eran quienes dirigían a los ejércitos en la batalla.
Se organizaron alrededor de la mesa y extendieron una serie de mapas sobre ella, y unos peones de madera tallada que colocaron en diferentes puntos del pergamino. Ninguno de ellos se percató de mi presencia.
—Muy bien, Señores —comenzó a hablar el deviet—. Infórmenme de la situación.
—Tenemos apostados varios batallones alrededor de Pradoseco y la flota sigue atracada en el Paso de Tharesis —dijo Thrasius—. Seguimos sin saber con cuántos efectivos cuenta el castillo de Braemar; por lo visto, hay rumores de que han recibido refuerzos en las últimas semanas, mientras centrábamos nuestra atención en el asedio de esta ciudad.
El deviet torció el gesto, recibiendo de mala gana la noticia.
—Hutchin está a punto de llegar —informó Waldive—. Un mensajero llegó anoche para avisar de que se encuentran a pocas millas de aquí, con la mercancía que esperábamos. En unas horas, contaremos con refuerzos poderosos para hundir esa mísera fortaleza de una vez por todas.
—Ya era hora de escuchar buenas noticias —dijo el deviet—. ¿Cuál será la estrategia a seguir?
—Haremos avanzar al segundo batallón campo a través, en vanguardia. Varias tropas de caballería reforzarán su posición. Esperaremos a que el ejército enemigo salga a nuestro encuentro antes de comenzar el ataque.
—Esa táctica no ha dado buen resultado en el pasado. No quiero sufrir otra derrota en el mismo lugar.
—Esta vez será distinto, apostaremos varios batallones en estos puntos. —Colocó algunos peones en el mapa—. De esta forma protegeremos los flancos. Los celirianos estarán convencidos de que todas nuestras fuerzas están reunidas para presentar batalla y ahí es donde se equivocarán.
—Mientras defienden el sitio en Pradoseco —continuó Varkin, desplazando más piezas—, las tropas de Hutchin atacarán la retaguardia de la ciudad, abrirán brecha y podrán invadir la fortaleza sin dar tiempo a esos bastardos a defenderse. Los tendremos rodeados por todas partes.
Durante todo ese tiempo había permanecido atento a su conversación sin mover un solo músculo, pero ya había oído bastante. No iba a aguantar en silencio mientras mis nuevos aliados se dirigían irrevocablemente a su ruina, arrastrándome con ellos.
—Menuda estupidez —dije en voz alta.
Se giraron, sorprendidos por la interrupción. Su cara de confusión al verme entre sus soldados me resultó de lo más satisfactoria.
—¡Tú! —exclamó Waldive en tono agresivo, señalándome con su dedo grueso—. ¿Cómo te atreves, maldita sabandija?
Desenvainó la espada al momento, pero la mano del deviet se posó sobre su pecho, reteniéndole.
—¿Cómo has entrado aquí? —exigió saber.
—Me encantaría contar una increíble historia sobre cómo he burlado a la guardia y sorteado cientos de dificultades para colarme en una reunión privada… pero lo cierto es que he entrado por la puerta, como todos los demás —dije con cierto tono burlón mientras me quitaba el casco y limpiaba la tintura de mi cara—. Permitidme que os advierta, Alteza, que la seguridad de este palacio deja mucho que desear. Si tienes el mismo tono de piel, nadie se para a preguntarse quién eres.
Observé a Huguard poniendo mala cara y mordiéndose el labio al otro lado de la mesa. Los Roran que había reunidos en la sala estaban expectantes ante cualquier orden que el consejo pudiera darles, con las lanzas preparadas para apresarme si era necesario.
—Eso es algo sobre lo que no tenía constancia —dijo el deviet con entonación afilada. Miró de reojo a Huguard—. Pienso ponerle remedio lo antes posible.
—Empecemos por rebanarle el pescuezo a este espía —sugirió Waldive, dando un paso al frente.
—Me pedisteis que vigilara cualquier complot que pudiera surgir en vuestra contra. En los círculos de confianza es donde suelen ocultarse los mayores traidores, quería asegurarme de que este no fuera el caso. Gracias a mí, ahora sabéis dónde flaquea vuestra guardia. Si hubiera sido un espía enemigo…
—¿Quién dice que no lo seas? —protestó Waldive.
—Si lo fuera, ¿creéis que habría revelado mi presencia?
—Siendo un creiche, cualquier cosa es posible. Puede que sea otra estratagema para poder vender a nuestros enemigos la información que saques.
—Yo me preocuparía más por ese plan de ataque tan ridículo que estáis organizando. Si actuáis así, Celiras no necesitará espías para ganar esta guerra.
Waldive soltó un gruñido gutural, como si fuera un perro a punto de saltar a mi cuello.
—¿Qué sabrá un plebeyo como tú sobre la guerra? —dijo Thrasius con desdén.
—No siempre he sido un creiche. Antes de eso, fui el hijo de uno de los principales comandantes del ejército celiriano. Me instruyeron para tomar su relevo cuando llegara el momento —señalé—. Llevo toda una vida adiestrándome en combate, estudiando las batallas del pasado y tratando con los nobles de mi reino. Y también fui la mano derecha del barón de Lebannan y tuve acceso a cierta información privilegiada que es obvio que vos desconocéis.
—No me creo una palabra. ¡Echad de aquí a este gusano de inmediato! —ordenó Waldive.
—Quiero escuchar lo que tiene que decir —dijo Ragnar con voz gélida. Hizo una seña a los guardias para que volvieran a sus puestos. Waldive tenía el rostro enrojecido de rabia, pero cerró la boca y envainó su arma. El deviet hizo un amplio ademán con la mano, señalando el mapa sobre la mesa—. Adelante, Strigoi. Comparte con nosotros tus sugerencias.
Me acerqué despacio a su lado. Su presencia seguía resultándome imponente. Tenerle más cerca me hacía ser consciente de que con uno solo de sus brazos enormes como troncos podía partir en dos el cuello de un hombre. Pero no era eso lo que me hacía desconfiar. Estaba acostumbrado a tratar con cabrones como Waldive, sabía cómo pensaban y cuál era la mejor manera de hacerles perder el temple. La calma fría de Ragnar era más difícil de interpretar. Podía ofrecer un banquete en tu honor o clavarte la espada en el pecho sin cambiar un ápice su expresión.
Eché un vistazo a las piezas de madera desperdigadas sobre la mesa. Desde tan cerca, podía ver con más claridad la disposición de las tropas en el terreno, lo que confirmaba mis sospechas. Señalé una zona cubierta de árboles que rodeaba la ciudad de Braemar.
—¿Veis esto de aquí? Son los bosques de Braemar. Espesos, salvajes y llenos de soldados celirianos dispuestos a saltar sobre vuestras tropas tan pronto pongáis un pie sobre sus terrenos.
Una expresión de sorpresa apareció en sus rostros.
—¿Cómo dices? —Thrasius frunció sus pobladas cejas encanecidas y las arrugas se marcaron en su rostro.
—Lord Rellie me confió esta información mientras estuve bajo su techo. En los bosques hay desperdigados unos tres mil hombres, la mayoría arqueros y ballesteros. Si protegéis vuestros flancos con caballería al avanzar sobre Pradoseco, podéis despediros de ella. Atacarán por la espalda antes de que el grueso de su ejército haya salido a vuestro encuentro. Con los flancos diezmados, os derrotarán sin pestañear. —Desplacé una de las piezas al otro lado del dibujo que representaba a la ciudad—. En cuanto a atacar Braemar por la parte opuesta de sus muros, ya lo intentasteis una vez y fue un fracaso. Son conscientes de que podríais volver a hacerlo.
—¿Que ya lo intentamos una vez? ¿Cuándo fue eso? —intervino Shilgen. Después de Varkin, era la más joven de los presentes. Era una mujer de rostro redondo y mejillas henchidas, con una nariz ancha y bolsas oscuras bajo sus ojos marrones perfilados con kohl. No era ninguna belleza, pero sus facciones duras evidenciaban que se había ganado a pulso su puesto en el consejo.
—Hace varios años. Enviasteis una pequeña partida de hombres al castillo de Arul, al oeste, con la intención de conquistarlo y usar sus uniformes y estandartes para engañar a los habitantes de Braemar y hacerles creer que recibían refuerzos, cuando en realidad estaban siendo atacados. Pero el plan fracasó antes de que pudierais ponerlo en marcha.
—Creo que lo recuerdo —dijo Ragnar—. Entonces tú no eras más que una soldado cuyo talento estaba aún por descubrir, Shilgen. Fue un plan tuyo, ¿no es así, Thrasius? —El aludido asintió—. ¿Desde cuándo nos dedicamos a retomar estrategias que han probado ser inútiles en el pasado?
—Esta vez será distinto, Alteza. Contamos con las tropas de Hutchin…
—¡Que no servirán de nada si el resto de nuestros hombres yace en los campos de Pradoseco víctimas de una emboscada! —vociferó, golpeando la mesa con la mano abierta y derribando los peones, que rodaron sobre el pergamino—. Aquella vez recuerdo que fue un grupo de muchachos, liderados por ese elegido del que tanto hablan los celirianos, quienes echaron al traste todos nuestros planes. ¡Unos malditos críos han retrasado nuestros avances durante años y tú pretendes volver a repetir el mismo error que entonces!
Thrasius agachó la cabeza, avergonzado.
—¿Os habéis parado a pensar que tal vez el celiriano miente sobre la existencia de esos arqueros en los bosques? —Waldive me lanzó una mirada incisiva—. Puede que no sea más que una estratagema para ganar tiempo.
—¿Y qué sacaría yo con eso? —repliqué—. No sé qué más esperáis de mí, Waldive. Creo que os he dado suficientes muestras de lealtad desde que puse el destino de Lebannan en vuestras manos. No tengo ninguna razón para querer venderos a Celiras.
—No es momento de discutir, Señores —interrumpió Varkin—. Consideremos una ventaja conocer de antemano las intenciones de nuestros enemigos. Si la información es cierta o no, ya se verá. Por ahora, creo que no se pierde nada por tenerla en cuenta.
—¡Pero esto lo cambia todo! —repuso Shilgen, cruzándose de brazos. Sacudió la cabeza y apartó un mechón de pelo negro de su frente—. Coincido en que no podemos ignorar la posibilidad de que los celirianos nos hayan tendido una emboscada, pero esta situación requiere un cambio completo de estrategia. Debemos buscar la forma de aproximarnos a sus muros sin poner en peligro a los nuestros.
—Pues ataquemos esos bosques. Limpiémoslos a conciencia antes de iniciar el asalto a los muros. Tal vez hostigándoles consigamos el mismo resultado que aquí. Braemar es una ciudad pequeña después de todo, no puede contar con muchos recursos.
—Vuestros recursos se acabarán antes que los suyos —les advertí—. Todos los feudos y aldeas vecinas les envían alimentos y armas con frecuencia. Además, los ejércitos que están concentrados en la frontera con Therion mantienen contacto con el duque. A una palabra suya, acudirán a auxiliarle. Lebannan nunca tuvo esa opción, nos abandonaron a nuestra suerte en el momento en que aparecisteis en nuestras tierras. Braemar es diferente. El duque de Brannavor es la máxima autoridad después del rey, cuenta con todo su apoyo.
—De modo que lo mejor es que abandonemos la campaña, ¿no es así, celiriano? —preguntó Waldive, desdeñoso.
—No. Lo mejor sería que os replanteaseis el modo de llevar a cabo este asalto. Un enfrentamiento directo no os llevará lejos. Conozco las maniobras de los míos. Se esconderán hasta que llegue el invierno y tengáis que retiraros.
Su expresión se suavizó un poco. Contempló el mapa, perdido momentáneamente en sus propios pensamientos.
—¿Qué es lo que harías tú? —preguntó Ragnar. Al principio, creí que se dirigía a otra persona.
—¿Os referís a mí?
—Sí. Parece que tienes muy claro lo que no hay que hacer, pero aún no he escuchado ninguna alternativa. Oigamos tus propuestas.
Me moví incómodo sobre mis talones. Los ojos de los miembros del consejo estaban puestos en mí, juzgándome. Estudié los esbozos en tinta que adornaban el mapa y representaban cada rincón de mi reino.
—La propuesta de Varkin es viable, podéis atacar a los soldados ocultos en los bosques. Su número es reducido en comparación y la mayoría tendrán poca experiencia en la lucha cuerpo a cuerpo. Pero si queréis sorprenderlos, sugiero que toméis esta ruta. —Moví una de las piezas por el pergamino, señalando los cerros que bordeaban Braemar y sus arboledas—. Enviad un destacamento de infantería, que den un rodeo por las colinas y los embistan por la retaguardia. Creen que no sabéis de su existencia, no habrá vigilancia alguna. Si actuáis con cautela, no les dará tiempo a dar la alarma.
Erguí la cabeza, esperando una respuesta que no llegó. Se mantuvieron impávidos. Continué.
—Eso solucionaría una parte del problema. Sin embargo, para conquistar Braemar serán necesarias otras medidas. Yo sugiero que interrumpáis sus comunicaciones con el exterior, si quieren encerrarse tras sus muros, que lo hagan con todas las consecuencias.
—¿Y cómo se supone que vamos a hacer eso? Necesitaríamos muchos más hombres para controlar todos los caminos —comentó Thrasius, escéptico.
—Dividiendo vuestras tropas. Enviad pequeños destacamentos a cada castillo, aldea o granja que esté a menos de cien millas de distancia de Braemar. Atacadlas, saqueadlas a conciencia, quemad sus cosechas. Dejadles sin nada. Si no tienen de dónde abastecerse, las provisiones se acabarán pronto. —Cogí algunas piezas más y las distribuí alrededor del dibujo de la ciudad—. En cuanto al resto de vuestros efectivos, podéis dividirlos en varios campamentos alrededor de Braemar, que monten sus tiendas de modo que parezcan más numerosos de lo que en realidad son. De esta forma, les cerrareis el paso. Si os faltan hombres, podéis contratar mercenarios u obligar a los esclavos a hacer las tareas que no requieran armas.
»También os aconsejo que matéis a todo aquel que salga de la ciudad, sea mensajero, embajador o vasallo, y que disparéis contra aves y caballos. Que no puedan informar de su situación ni pedir auxilio a los refuerzos de la frontera. Una vez estén aislados de todo contacto con el exterior, usad las catapultas para enviarles las cabezas de los hombres capturados en los bosques. No solo les servirá de advertencia, además provocará el caos entre plebeyos y soldados. Con suerte, habrá deserciones y revueltas que los mantendrán ocupados lo suficiente para que sea posible hacer una incursión dentro de sus muros.
De nuevo, observé sus rostros inexpresivos.
—Esa es mi opinión —dije con menos seguridad que antes, temiendo que ya me había excedido—. No conozco la situación de vuestras tropas ni puedo aventurar gran cosa sin ver el terreno. La última vez que estuve en Braemar no era más que un niño.
—Brillante… —Se le escapó a Thrasius en un susurro.
Ragnar estalló en carcajadas. Me sobresalté al notar su enorme mano posarse con fuerza sobre mi hombro.
—No está mal, Liam. Nada mal. No esperaba menos de un creiche. —Me dio unas enérgicas palmadas en el hombro antes de dirigir su atención al consejo—. Quiero que meditéis sobre estas ideas y sus posibilidades. Espero un nuevo plan de ataque para esta misma noche. En cuanto a ti —añadió, volviéndose hacia mí—, vendrás con nosotros al sur. Quiero ver cómo pones en práctica ese ingenio.
—Pero Alteza… —comenzó a protestar Waldive.
—Es una orden —enfatizó el deviet, pasando de largo por su lado. De nuevo, apoyó su mano sobre mi hombro y me apartó del grupo—. Hablaba muy en serio cuando dije que quería volver a reunir un ejército de creiches como hizo en su día Laigaris. Pero dado que no quedáis muchos en pie, habrá que empezar de cero. Has demostrado de sobra tu competencia y lealtad. Ahora quiero que escojas de entre mis soldados a aquellos que consideres más capacitados y los entrenes personalmente. Liderarás un pequeño grupo que se encargará de realizar misiones que precisen de discreción y eficacia.
—Será un honor, Alteza. Os agradezco vuestra confianza.
—Mi confianza se puede perder con la misma facilidad con que se gana. —Aunque mostraba una amplia sonrisa, la amenaza estaba presente en sus ojos, recordándome que no estaba tratando con un hombre corriente—. Espero grandes cosas de ti, Liam. Mi consejo aún no ve tu potencial, pero lo hará con el tiempo. Necesitan una visión diferente. Thrasius está chapado a la antigua, Waldive es incapaz de ver más allá de sus propios puños, y los demás… digamos que a veces carecen de agudeza. Si eres la mitad de listo de lo que aparentas, tendrás un lugar esperando por ti en el consejo. Eso siempre y cuando no me decepciones —añadió con un tono mucho más severo.
Un Roran se cruzó en nuestro camino, se paró en seco frente al deviet e hizo un saludo marcial con el puño cerrado contra el pecho.
—Alteza, disculpad mi intromisión. El doran Hutchin y sus batallones se encuentran a media milla de distancia, acercándose por el norte.
Ragnar agradeció la noticia con una leve inclinación de cabeza.
—Ven. Quiero que veas algo.
Me llevó a través de los pasillos y escaleras que conformaban el interior del palacio hasta llegar al pórtico exterior que coronaba la última planta. Allí había varios guardias apostados. Su atención estaba puesta en las siluetas que se dibujaban en la lejanía, flotando como fantasmas en medio de la neblina matinal. Ragnar observó a través del catalejo que uno de los soldados le había ofrecido y una sonrisa feroz se dibujó en sus labios. Me lo tendió para que echara una ojeada.
Al principio, no vi nada de extraordinario en aquellas sombras recortadas contra el blanco de la niebla, solo a un puñado de shadorianos, algunos a pie y otros a caballo, que venían a reforzar las tropas ya numerosas de su señor. Pero al ajustar más la lente, el corazón se me encogió en un puño. Entre los jirones blancos se empezaba a distinguir la silueta espectral de unas criaturas de extraño contorno cuyo tamaño era tan descomunal que los soldados parecían niños a su lado.
—¿Qué demonios son esas cosas? —exclamé, sin ocultar mi asombro.
—Esas cosas —observó Ragnar con orgullo— son el arma con la que conquistaré Celiras de una vez por todas.