7
La Puerta del Fin del Mundo
Los caballos shadorianos irrumpieron en El Lodazal con ímpetu, levantando un rastro de polvo y barro a su paso. Sus jinetes, ataviados con lorigas y sobrevestes de color carmesí y blanco, ensartaban con sus lanzas a la gente que huía asustada. Mientras ellos cargaban contra los ciudadanos de Lebannan, los hombres que los habían ayudado a penetrar nuestras defensas diezmaban a los pocos soldados que quedaban en pie y trataban de ascender a lo alto de las murallas para acabar con el resto.
El aviso de Dashiell había llegado demasiado tarde. Para cuando nuestros refuerzos cruzaron el puente y llegaron a El Lodazal, ya había un centenar de caballeros enemigos abriéndose paso entre los barracones y las casas desvencijadas. Bajo los cascos de sus corceles habían dejado una estera de cadáveres, compuesta en su mayoría por mendigos, mujeres y niños. El fuego que habían prendido comenzaba a extenderse por los suburbios.
El barón en persona lideró una carga de caballeros y alabarderos contra ellos. Conseguí llegar hasta allí minutos más tarde, cuando la batalla ya había comenzado. La puerta estaba abierta por completo y por ella seguían entrando jinetes al galope que arremetían contra los nuestros en sucesión. Sus armas eran ligeramente diferentes a las nuestras: en vez de picas o alabardas portaban bardiches, cuyas hojas con forma de hacha curva al final de una larga asta hacían posible mantener las distancias y combatir cuerpo a cuerpo al mismo tiempo. Algunos llevaban manguales, unas varas con cadenas en cuyo extremo colgaba una bola con púas, que hacían girar sobre sus cabezas antes de golpear con ellas al enemigo. Los más inexpertos de nuestros soldados cayeron con facilidad en ese primer encuentro.
Los alabarderos celirianos formaron en línea frente a la puerta, con sus lanzas dispuestas e inclinadas hacia delante. Un grupo de soldados protegía sus flancos con escudos. La caballería shadoriana cargó contra ellos con furia, pero no consiguieron romper la formación. Caballos y jinetes quedaron empalados en las puntas de las alabardas o fueron enganchados por sus picos curvados y derribados de sus monturas. Lars ordenó avanzar a su infantería pesada. Desenfundé mi estoque y me uní a ellos.
Uno de los shadorianos blandió su espada contra mí. La suya era un arma de sección ondulada con la que había tenido ocasión de practicar en el pasado. Era ágil y efectiva, su forma curvada permitía sacar la hoja más fácilmente de un cuerpo, aunque eso servía de bien poco cuando no se conseguía ensartar a un rival. El estoque, más macizo y pesado, resultaba letal en mis manos. La punta fina de mi espada atravesó sin dificultad la cota de malla y reventó las anillas al llegar a su parte más ancha. Le traspasó el pecho de lado a lado.
Empujé su cuerpo de una patada para sacar mi espada y, describiendo un arco hacia arriba, detuve el ataque de un mangual cuya cadena se quedó enredada en mi hoja. Dejé que el shadoriano que lo manejaba tirara de ella y me la arrebatara. En cuanto se echó hacia atrás, le sacudí un codazo en la cara y lo rematé en el suelo con una daga.
Se había levantado viento. Traía consigo un olor a humedad que se mezclaba con el hedor a sangre, sudor y heces. Sobre el estrépito de las armaduras, el chirrido del metal chocando contra metal, las maldiciones y los relinchos, se escuchó el rugido del trueno. Parecía que los dioses Erodel y Mordel habían escogido ese momento para descargar su furia sobre nosotros. La leyenda decía que su pájaro bicéfalo Barada provocaba los truenos al batir sus alas. Y aquel día las estaba batiendo con fuerza.
Las primeras gotas comenzaron a caer sobre los guerreros, despacio al principio y con gran ímpetu después. La tierra de por sí reblandecida de la orilla del lago se volvió fangosa, dificultando el movimiento de los caballos. Para los nuestros fue una ventaja. Los corceles resbalaban en el lodo, chocaban unos contra otros y derribaban a sus jinetes, aplastándolos. Un par de caballos patinaron y cayeron, bloqueando a los otros y provocando el caos. Lars aprovechó ese instante para enviar un destacamento de lanceros a los flancos, que se encargaron de que ninguno de los caídos volviera a levantarse. A pesar de todo, seguíamos teniendo dificultades para controlar el avance enemigo.
—¡Hay que cerrar esas puertas! —gritó Lars por encima del estruendo.
El bloqueo impedía que continuasen entrando guerreros, pero eso no los detendría por mucho tiempo. Yo me encontraba demasiado lejos para intentar siquiera llegar a las puertas, ya me estaba resultando complicado alcanzar a Lars. Al menos no se encontraba solo. A poca distancia de él, Sveinn y Xander luchaban codo con codo, con bastante desenvoltura. Sus espadas bastardas se movían con destreza, manteniendo a raya a los shadorianos. Mareck también estaba cerca, pero casi no podía verlo entre los hombres que se apiñaban alrededor.
Los soldados de Shador no se amilanaban ante nosotros. Luchaban con arrojo, lanzando gritos de guerra que llenaban de terror a sus adversarios, en especial a los que habíamos alistado a la fuerza. Algunos soltaban sus armas y huían asustados, solo para ser perseguidos y ensartados en lanzas.
Entre tanto, los traidores que habían abierto las puertas desistieron de intentar subir a lo alto de la muralla y acudieron en ayuda de los shadorianos que estaban aprisionados bajo los caballos. Todos eran miembros de la camarilla que había tomado el control de esa puerta años atrás. Debían haberse cansado de robar a los que querían escapar de la ciudad. Sin duda, un trato con los shadorianos era mucho más rentable. Sin ser guerreros avezados, se las apañaban bastante bien con sus puntas de hierro oxidado y sus garrotes.
Uno de ellos llamó mi atención. Desde donde estaba no lo distinguía bien, pero habría jurado que tenía el rostro cubierto de abundantes llagas. Estaba casi seguro de que debía tratarse de Bubones. Lo cual significaba dos cosas: que había logrado sobrevivir al asalto del lago Norlog y que era probable que estuviera detrás de la deslealtad de la camarilla. Traté de abrirme paso hasta ellos.
Una lluvia de flechas se unió a la tormenta. En lo alto de la muralla se habían agrupado los arqueros celirianos, que ahora disparaban sus saetas sobre los soldados enemigos. Abatieron a unos cuantos miembros de la camarilla, los cuales luchaban sin armadura alguna.
Leena estaba entre los arqueros. Iba vestida como ellos, con una cota de malla y una túnica azul. Llevaba el pelo recogido en una trenza. Tensó el arco corto con la fluidez con que solía hacerlo, flexionó la espalda hasta que la cuerda le rozó los labios y soltó la flecha, que voló hasta atravesar el cuello de un shadoriano. En parte, me asustaba que estuviera en medio de la batalla, pero mientras se mantuviera bien lejos de las espadas, todo iría bien. Si los dioses tenían a bien sonreírme, no bajaría de allí.
El terreno encharcado empezaba a ser una auténtica molestia. Obstaculizaba mis movimientos y me volvía más lento. Un shadoriano de gesto desagradable me salió al paso. Sujetaba en sus manos un bardiche con el filo todavía manchado con la sangre de su última víctima. Arremetí contra él a golpe de espada. Reculó, conteniendo mis ataques con la hoja y el asta. Con un brusco giro, apartó a un lado mi estoque, para embestirme con el filo de su hacha. Me eché hacia atrás, esquivándolo por poco. Ambos caminamos en círculo, tanteándonos. Estaba claro que no se trataba de ningún soldado corriente, a pesar de que no llevara ninguna insignia ni marca que le señalara como tal. Era un experto.
Flexionando las rodillas, hizo girar suavemente el bardiche entre sus manos hasta que la punta afilada del hacha quedó orientada en mi dirección. Entonces, con un grito escalofriante, se lanzó hacia mí. Paré el golpe con el filo de mi espada y tracé un arco diagonal ascendente, directo a su cabeza. La apartó hacia atrás, salpicándome con el agua que empapaba sus largos mechones cargados de cuentas, y, de inmediato, volvió a extender su arma contra mí. La punta arañó mi peto, produciendo un chirrido. Sin permitirme un segundo de descanso, se echó hacia delante y comenzó a embestirme con asta y hacha, en una serie de movimientos coordinados. Retrocedí hasta chocar con uno de los cuerpos caídos. El shadoriano levantó su lanza y se abalanzó sobre mí. Salté hacia un lado. La punta del hacha se clavó en el suelo.
Lo rodeé y traté de alcanzarle el cuello. Había que reconocer que el bardiche era un arma temible. Me estaba manteniendo a raya, no podía acercarme lo suficiente para asestar un impacto letal. El estoque no era el arma adecuada para enfrentarme a un hombre como aquel. Dejé que atacara primero, limitándome a detener sus avances hasta que vi un hueco. Al levantar la lanza por encima de su cabeza, dejó su pierna izquierda demasiado adelantada. Aproveché para clavarle la punta de mi espada bajo la rodilla. Se reclinó hacia delante con un gemido, pero se apartó de mi alcance con gran rapidez. Cojeaba. Sus ojos oscuros me miraron cargados de rabia.
No tardó en devolverme el golpe. Echó hacia atrás el bardiche, tomándolo con fuerza desde su base, y me lanzó un ataque alto. Al detenerlo con la espada, él bajó de forma brusca la hoja, enganchando la mía entre el hueco curvilíneo del metal. Tiró de mí hacia delante, al tiempo que hacía girar el asta para sacudirme en la espalda. Tuvo que hacerlo dos veces para arrebatarme el estoque de las manos. Después, me asestó una patada que me derribó al suelo. Sin perder un momento, alzó el bardiche y lo dejó caer sobre mí. Rodé a un lado para esquivarlo.
Eché mano a mi cinturón mientras me ponía en pie, sacando lo primero que encontré. Era un estilete. El shadoriano proyectó su hacha hacia delante y me alcanzó en el brazo, quebrando parte de la cota de malla. El tajo me abrió una herida superficial. Giré sobre mis talones para darme impulso y le hundí el estilete en la cabeza. La punta afilada atravesó su mejilla y salió por el ojo. Un escupitajo sangriento me salpicó en la cara.
Una vez derribado, le arrebaté el arma. Si volvía a enfrentarme con alguien tan capacitado como ese shadoriano, necesitaba igualar las condiciones.
Eché un vistazo alrededor. El mercenario grandullón que Lars había traído consigo estaba cerca de donde yo me encontraba, combatiendo con un hacha de hierro de doble hoja más grande que sus enormes brazos. La blandía como si estuviera hecha de paja, hundiéndola en las cabezas de sus enemigos sin compasión. Cada golpe que asestaba era acompañado por una risa gutural, seguida de una buena retahíla de insultos. Parecía que se estaba divirtiendo bastante.
Esbeth, su aprendiz, estaba a su vera. Su forma de luchar hacía evidente que Dragan era su maestro. También llevaba un hacha, pero mucho más pequeña y ligera, dado que Esbeth no tenía la corpulencia del mercenario. Parecía un muchacho demasiado joven para estar combatiendo, pero era más eficiente que muchos de nuestros soldados. Los shadorianos se lanzaban contra ella con la arrogancia de quien augura una victoria fácil, solo para encontrarse con el filo de su hacha enterrado en la garganta.
En contraste, los vanos esfuerzos de Dashiell por aportar ayuda en la batalla resultaban vergonzosos. Estaba cerca de la orilla del lago, frente a un grupo de ciudadanos que observaban la refriega con el terror marcado en sus caras. Se había adelantado unos pasos y trataba de tensar una ballesta con ambas manos. Había colocado el arco en tierra, entre sus piernas, y cada vez que estaba a punto de trabar la cuerda en el gancho, esta se le escapaba de los dedos.
Uno de los soldados shadorianos lo vio y se lanzó hacia él con la espada en alto. Dashiell se percató del peligro y aumentó su empeño en tensar la ballesta. Logró encajar la cuerda por fin. Con manos temblorosas, colocó el virote. El soldado ya estaba encima de él.
Reparando en la situación, Esbeth arrojó su hacha hacia el agresor. Esta giró en el aire hasta hundirse en la espalda del shadoriano, que frenó de pronto su embestida. Un par de segundos después, el virote de la ballesta salió despedido, atravesando su cabeza. El cuerpo cayó hacia delante, desplomándose sobre Dashiell, que acabó en el suelo. Forcejeó como pudo para intentar quitarse el cadáver de encima.
Esbeth le echó una mirada condescendiente mientras apoyaba el pie sobre la espalda del caído para extraer el hacha.
—De nada —dijo con sorna.
—Lo tenía todo controlado —aseguró Dashiell, todavía debajo del cuerpo. Ella le miró incrédula—. ¡En serio! Podía haber acabado con él yo mismo…. Pero gracias de todos modos. Y ahora, si me hicieras el favor…
Esbeth esbozó una sonrisa y volvió a la batalla, dejándolo allí.
—¡Oye! ¡Me vendría bien una mano! —gritó él, empujando a un lado la cabeza del shadoriano—. ¡Eh! ¡Este tipo pesa lo suyo! ¿No puede alguien echarme una manita?
Desde las torres que flanqueaban la puerta del oeste se oyeron gritos de alarma.
—¡Se acercan más shadorianos! —vociferaban los guardias allí asentados—. Hombres montados y soldados de a pie se acercan por cientos.
—¡Arrastran consigo un trabuquete! —avisó otro.
Al otro lado del improvisado campo de batalla, escuché la voz de Lars. Trataba de hacerse oír por encima del fragor de las espadas para dictar órdenes a sus hombres. Tenía que llegar hasta él. Me afané en llevarme por delante a todo enemigo que me salía al paso con ayuda del bardiche que había sustraído a mi último contrincante. Por fortuna, la lluvia seguía arreciando. Estaba impidiendo que el fuego se extendiera y hacía innecesario que los nuestros tuvieran que invertir su tiempo en sofocarlo.
Las voces de alarma aumentaron en la muralla. Contra el gris encapotado del cielo se recortó la sombra de un enorme pedrusco que se cernía sobre nosotros. Los que tuvieron ocasión de verlo se apartaron de su trayectoria entre gritos de espanto, chocando unos contra otros. Los cascos de los caballos encabritados los pisotearon sin piedad. El caos impidió que escaparan a tiempo. El proyectil chocó contra el suelo, aplastando a cuantos encontró en su camino, fueran rivales o aliados.
Una segunda roca ensombreció el cielo. Rodé a un lado, evitando por poco que me cayera encima. La piedra se hundió en el fango que rodeaba el lago, arrastrando consigo a varios hombres que se encontraban cerca. El suelo cenagoso cedió bajo su peso, abriendo un boquete que no tardó en inundarse con las aguas negras del Norlog. Un tercer proyectil atravesó el tejado de una de las casas cercanas.
A pesar de los estragos que las rocas lanzadas estaban causando, éramos afortunados. De no haber estado lloviendo, los shadorianos habrían arrojado contra nosotros barriles de brea en llamas en vez de piedras. Se habrían estrellado contra los techos de madera de los barracones, iniciando un fuego que no habríamos podido contener, lo que habría supuesto nuestro fin. Mientras no dejara de caer agua del cielo, aún había esperanza.
Más allá del embrollo de armaduras y caballos pude ver a Lars enfrentándose a un grupo de shadorianos cerca de los portones. Había perdido su yelmo y su capa prendía en jirones a su espalda. Su manera de luchar era elegante, influida por completo por las enseñanzas que había recibido en la Academia. Podía adivinar su siguiente movimiento solo recordando las pautas que tantas veces nos habían repetido nuestros maestros.
Volví a ver a Bubones, no muy lejos de él. Esta vez estaba seguro de su identidad. Tenía parte de su rostro desfigurado cubierto de sangre y los ropajes ennegrecidos. Saltó por encima de un caballo caído y echó mano a una lanza que había quedado abandonada. Su mirada furiosa estaba fija en Lars, a quien se estaba acercando por la espalda. Recordé los planes de Bubones antes de que echáramos por tierra su intento de traición y supe cuáles eran sus intenciones.
Eché a correr en su dirección, haciendo uso del bardiche para quitar de en medio a los que se interponían en mi camino, hiriendo y matando sin mirar siquiera a quién. Toda mi atención estaba puesta en las figuras borrosas de Lars y Bubones, que aparecían y se esfumaban entre el polvo que enturbiaba el ambiente. Necesitaba llegar hasta ellos antes de que fuera demasiado tarde. A cada hombre que derribaba, lo seguían dos más. Frente a mí se extendía un tapiz formado por los despojos de los caídos, un sinfín de restos de hombres y bestias flotando en un mar de charcos de lluvia y sangre.
Alcé la voz por encima del estrépito, grité el nombre de Lars una y otra vez, tratando de advertirle del peligro. Mis avisos quedaron apagados por el relinchar de los caballos, los lamentos y el chirrido del metal. Salté por encima de los cadáveres, me arrastré entre el barro y esquivé las flechas perdidas que se abatían sobre el campo de batalla. Todavía estaba demasiado lejos, no iba a llegar a tiempo.
Un grupo de shadorianos me cortaba el paso. Bubones se encontraba justo detrás de Lars, con el arma dispuesta. Echó hacia atrás la lanza para tomar impulso. Volví a gritar, esta vez más fuerte. Mi voz sonaba desesperada a mis propios oídos. Lars seguía sin percatarse del peligro y yo no podía hacer nada. Por primera vez en mucho tiempo, tuve miedo.
La lanza de Bubones se cernió sobre Lars… y pasó de largo, rozándole la cara. Bubones se había quedado congelado en el sitio, con los ojos abiertos como platos y el filo de una espada asomando a través de su pecho. Mareck lo había ensartado por detrás, justo a tiempo de evitar que asesinara al barón. La espada fue retirada y el cuerpo de Bubones cayó de rodillas, para después desplomarse sobre el barro. Solté el aliento que estaba conteniendo. La mirada de Mareck se cruzó con la mía. Me hizo un gesto con la cabeza, como queriendo decir que todo estaba bajo control.
El aullido de guerra de un jinete shadoriano distrajo mi atención. Se acercaba al galope con los ojos puestos en mí y la bola de su mangual girando sobre su cabeza. Me incliné hacia atrás cuando me dio alcance, hasta apoyar mi mano contra el suelo fangoso. Las púas de la bola silbaron al pasar a escasas pulgadas de mi nariz.
El shadoriano frenó su corcel y lo hizo girar para volver a embestirme. Sujeté con ambas manos el bardiche, presto para contraatacar. Esta vez no me limité a esquivarlo. Me lancé a su encuentro y, aprovechando el barro resbaladizo bajo mis pies, me dejé caer con el impulso de la carrera. Con la hoja en forma de hacha de mi arma, cercené las piernas delanteras del animal. El caballo soltó un relincho agudo y se dobló hacia delante, rodó sobre sí mismo y acabó aplastando a su jinete.
La batalla estaba aún lejos de terminar. Por la puerta seguían entrando soldados enemigos, aunque en menor cantidad. Sería cuestión de tiempo que el resto de los efectivos shadorianos acudiera a la brecha abierta; si para entonces no habíamos hallado el modo de contenerlos, podíamos darnos por muertos.
Me dejé llevar por la embriaguez del combate. Dejé de considerar las posibilidades y de pensar en otra cosa que no fuera el shadoriano que tuviera delante en ese instante. Había nacido para esto; nada me hacía sentir más vivo que notar el acero en mis manos, pero, de alguna forma, la presencia de Lars me había estado reteniendo. Saber que estaba protegido me permitía por fin desprenderme de esa sensación asfixiante que era temer por alguien que no fuera yo mismo. Así que bailé la danza de las espadas y disfruté con ella hasta que no quedó nadie a mi alrededor con quien compartirla. Sentía el sabor de la sangre en mis labios y resultaba tan adictivo como el humo de Shurem.
Sin apenas darme cuenta, había llegado a donde estaba Lars. Se giró hacia mí con la espada en alto, dispuesto a atacarme, para después arrugar el gesto al reconocerme.
—¿Qué haces? ¡Casi te mato! —increpó.
Se me escapó una carcajada escéptica.
—No podrías aunque quisieras —bromeé—. ¿Cómo está la situación?
—No demasiado bien. Ha corrido la voz de que hay una abertura en el muro y muy pronto tendremos al ejército entero a nuestras puertas. Si no conseguimos bloquear esa entrada, nos será imposible hacerles frente. —Detuvo con su escudo la espada de un shadoriano y asestó un tajo certero a su nuca—. Mareck va a intentar llegar hasta las torretas para dejar caer el rastrillo, Xander y Sveinn han ido a cubrirle. Pero de nada servirá si no apartamos de en medio esos cadáveres. —Señaló al conjunto de caballos muertos y hombres abatidos que obstruían parte del acceso frente a la puerta.
—Bastaría con empujarlos —sugerí al observar con detenimiento la situación—. Si conseguimos retirarlos de la trayectoria del rastrillo y los prendemos fuego, ayudarán a bloquear el paso. Ordena a los hombres que acudan en nuestra ayuda.
—Tendrá que bastarnos con los que ya están a nuestro lado —dijo, alzando las cejas—. No puedo traer más efectivos, el ataque en la muralla norte no ha cesado. Si nuestras fuerzas allí disminuyen, todo estará perdido.
—Pues llama al menos al grandullón, nos vendrán bien un par de brazos fuertes.
Me adentré en el angosto espacio que había bajo el pórtico. Los cuerpos acumulados bajo la sombra de la puerta oeste se habían apartado a un lado, dejando hueco para que otros caballeros entraran al galope. Me agaché para esquivar una lanza y arremetí contra el caballo de quien me había atacado, clavando la punta de mi bardiche en el cuello del animal. Levantó las patas delanteras, reculando hacia atrás y bloqueando a los que lo seguían.
Lars acudió al poco, acompañado por un pequeño grupo de arqueros que habían descendido de las murallas. Descargaron sus flechas sobre los invasores, mientras los lanceros empujaban los cuerpos de los caídos hacia afuera.
—¡Apartad! —ordenó Dragan en cuanto llegó a la puerta. Llevaba el hacha colgada a la espalda.
Empezó a levantar los cuerpos casi sin esfuerzo. Entretanto, los demás manteníamos a raya a los shadorianos. Los efectivos enemigos que permanecían dentro de la ciudad dieron orden de replegarse para marchar contra nosotros, solo para ser recibidos por una nueva remesa de flechas que cayó con celeridad sobre ellos. Mientras, en uno de los flancos, Dashiell había desistido en su empeño de usar la ballesta y había reunido a las mujeres y los niños de El Lodazal, que empezaron a lanzar pedruscos y cascotes a discreción. Las piedras servían de bien poco contra los escudos y las armaduras, pero podían causar daños a los muchos que habían perdido parte de sus protecciones en la refriega.
Lars se giró con una sonrisa de triunfo, que se convirtió en una mueca de dolor cuando una espada shadoriana atravesó su hombro izquierdo. Arremetí de inmediato contra su agresor con el extremo afilado de mi arma, que pasó silbando por encima del hombro herido de Lars hasta clavarse en la mandíbula del enemigo. Cuando la retiré hacia atrás, mi amigo dio un respingo, como si fuera a él a quien acabara de ensartar. Le aparté de allí antes de que fuera el blanco de otro ataque.
—Déjame ver —dije, examinando la herida abierta.
—No es nada, aún hay contienda por librar.
—No para ti —indiqué de forma brusca. Alcé la mirada—. ¡Esbeth! —llamé a la muchacha, que era la que más cerca se encontraba de nosotros. Se abrió camino a golpe de hacha—. Llévate al barón a un lugar seguro.
—¡Eso no será necesario! —protestó Lars—. Es solo un rasguño, no pienso abandonar a los nuestros.
—Te noquearé si es menester —añadí, amenazante—. Lo último que necesitamos es que los pocos soldados que nos quedan te vean caer en batalla. Irás con ella.
Sin darle tiempo a replicar, hice un gesto de asentimiento a Esbeth antes de dirigirme en ayuda de Dragan, que se encontraba rodeado de enemigos. Ya había conseguido apartar la mayoría de los cuerpos que obstruían el recorrido del rastrillo, añadiendo algunos más en el proceso y formando una barricada frente a la puerta que impedía el acceso a los shadorianos. Tuvimos el tiempo justo de retirar el último cadáver antes de que los gritos de aviso de Sveinn llegaran a nuestros oídos y las púas metálicas de la celosía cayeran con fuerza delante de nosotros.
Los arqueros situados en lo alto de la muralla se apresuraron a disparar flechas incendiarias contra el muro de despojos que había quedado entre la puerta y la reja. Las llamas prendieron al instante, levantando una barrera de fuego que puso fin al asalto. Los shadorianos que habían quedado atrapados dentro de nuestros muros rindieron sus armas al verse acorralados; fueron apresados de inmediato.
En cuanto Mareck apareció, la multitud lo recibió entre vítores, convencidos de que al dejar caer el rastrillo había sido el responsable de nuestra victoria. A sus ojos, el héroe de Celiras había traído la bendición de los dioses una vez más. Pocos parecían advertir que esa fortuna había venido acompañada por una masacre sin precedentes cuyos resultados se mostraban a la vista. La Puerta del Fin del Mundo acababa de hacer honor a su nombre, adquiriendo una concepción más siniestra si cabe.
Poco después de la victoria, volvieron a sonar los cuernos shadorianos, esta vez anunciando la retirada. Habíamos logrado mantener el sitio durante otra jornada, aunque habíamos estado muy cerca de caer derrotados. Lebannan no iba a poder resistir muchos más ataques como ese.
Su derrota en El Lodazal había templado el ánimo del ejército de Shador. Durante los días que siguieron, el ataque a las murallas se vio atenuado, otorgándonos un pequeño respiro y permitiéndonos comprobar los daños.
Los suburbios habían sido los más afectados. Centenares de personas habían perdido la vida bajo la sombra de la Puerta del Fin del Mundo. Los restos de cadáveres desperdigados aumentaron el hedor ya de por sí insoportable de la zona y fueron el preludio de varias enfermedades que se extendieron rápidamente entre la población, aumentando el número de muertes.
Bajo las calles de Lebannan la situación había sido aún peor. Los proyectiles lanzados sobre la superficie habían provocado varios derrumbamientos en la ciudad subterránea; muchos túneles quedaron sellados con gente dentro, otros fueron inundados por las aguas del Norlog. El callejón cerrado en donde había visto a la anciana Hildegaud por última vez había quedado sepultado bajo docenas de pedruscos. La profecía de la oráculo se había cumplido: la muerte se la había llevado antes de que las lunas volvieran a brillar. Casi nadie recordaría a los que perecieron en la ciudad subterránea. Para los que estaban arriba, ni siquiera habían existido.
Un mes después de la batalla seguíamos resistiendo los intentos de invasión de los shadorianos. Las provisiones escaseaban y los ánimos adquiridos tras aquella pequeña victoria empezaban a decaer.
Me presenté en la sala de reuniones como cada noche, con intención de valorar los daños sufridos y preparar la estrategia a seguir. Los demás ya se encontraban allí. Sus rostros abatidos no parecían augurar nada bueno.
Lars estaba sentado con la cabeza baja, sosteniendo entre sus manos un pergamino arrugado. El vendaje que aún cubría su hombro asomaba por debajo de la camisa abierta. Cuando levantó la mirada, esta reflejaba una intensa preocupación.
—¿Qué es lo que ocurre? —pregunté neutral.
Lars abrió la boca y volvió a cerrarla varias veces antes de decidirse a hablar.
—He recibido una misiva del duque de Brannavor —dijo al fin. Casi podía adivinar cuáles iban a ser sus próximas palabras—. Me comunica que los refuerzos que esperábamos no van a acudir.
Solté un resoplido burlón y me dejé caer sobre una de las sillas.
—¿Y de qué te sorprendes? Creo recordar que ya te lo había advertido. No acudieron cuando las capitales estaban a punto de sucumbir, ni ayudaron a Puerto Bravo, ¿por qué iba a ser nuestro caso distinto?
Lars frunció el ceño, molesto.
—Confiaba en Lord Egon. Me puso al frente de esta ciudad para que la protegiera en su ausencia y es lo que pienso hacer, a pesar de las circunstancias. En esta carta explica sus razones para no acudir en nuestra defensa y son razonables.
—Cualquier excusa es razonable para quien quiere dejarse engañar.
—No tienes ni idea de lo que dices —intervino Mareck con resentimiento en la voz—. El duque hace lo que cree correcto. Teme que el asedio a Lebannan no sea más que una estratagema de los shadorianos para atraer las tropas de Braemar y así menguar sus defensas para que la ciudad caiga en sus manos.
—¡Por supuesto que pretenden que caiga Braemar! —exclamé con fastidio—. Y Lebannan. Y toda ciudad, aldea o granja de Celiras. Son invasores, por si no os habíais dado cuenta. El duque solo sabe mirarse el ombligo, lo cual debe venir de familia. Su hermano el rey es todo un experto en ese arte.
—La situación ya es bastante complicada para aguantar encima tus sarcasmos, así que guárdatelos. Lord Brannavor actúa según su criterio y, de estar en su situación, tal vez todos nosotros haríamos lo mismo.
—¿Y qué es lo que tienes en mente, oh, gran salvador, para librar a Lebannan de su incierto destino, ahora que tu propia gente te ha dado la espalda? —canturreé con sorna.
Mareck apretó la boca en un gesto contenido.
—Por favor, no discutáis ahora —dijo Leena, situándose entre los dos—. Tenemos serios problemas de los que ocuparnos. Los refuerzos del duque eran nuestra esperanza para resistir al ataque enemigo, debemos encontrar una forma de salir adelante.
—La única forma es contando con más hombres —dijo Lars, abatido—. Nuestros efectivos son escasos, hemos perdido un centenar de ellos en el ataque a la puerta oeste y varias decenas en las murallas. La gente enferma y muere en las calles. Apenas tenemos provisiones para aguantar otro mes, la brea y el aceite están casi agotados y nuestro armamento se reduce.
—Yo conozco otra manera de solucionar este asunto —objeté—. Entrega la ciudad antes de que sea tarde.
Lars me lanzó una mirada desconcertada y dolida.
—¿Quieres que nos rindamos sin más? ¿Que entreguemos Lebannan a los shadorianos después de todos nuestros esfuerzos por defenderla? ¿Es que has perdido la cordura?
—Empiezo a pensar que soy el único de los presentes a quien aún le queda algo de cordura. ¿Es que no os dais cuenta de que ya hemos perdido? La última esperanza que teníamos acaba de esfumarse.
—¡No puedo fallar al pueblo rindiéndome ante el enemigo!
—¡Nos estás condenando a muerte! ¡A todos nosotros! Cada día que plantamos cara a un enemigo que no podemos derrotar, nos acercamos un paso más a la perdición. —Hice un gesto hacia la ventana—. A esa gente que está ahí fuera le importa más su vida que tu orgullo. Si es cierto que luchas por ellos, sé sensato y entrega las armas de una maldita vez. Si no quieres salvar tu vida, al menos salva las suyas.
Mareck soltó una risotada fingida que sus amigos no tardaron en imitar.
—Una muestra más de cobardía —dijo a los otros, señalándome con el dedo—. No sé por qué perdemos el tiempo escuchando sus desvaríos.
—Alguien me dijo una vez que es mejor ser un cobarde con buena puntería que un valiente incapaz de dar en el blanco. —Lancé una mirada a Leena. Su rostro alarmado me decía que recordaba muy bien ser dueña de aquellas palabras—. Me pregunto si eso es igual de válido cuando no hay flechas de por medio.
Ella tomó aliento.
—En otras circunstancias, te daría la razón —confesó—. Pero ¿acaso no merece la pena morir por una causa justa?
Sacudí la cabeza.
—¿Qué creéis que vamos a conseguir muriendo aquí? ¿Creéis que todo Celiras se levantará contra Shador para seguir nuestro ejemplo? ¡Eso no son más que falacias! Otros han caído antes que nosotros, han resistido hasta el final y han dando muestras del valor celiriano. Y no ha servido de nada.
Ninguno de ellos se molestó en replicarme. Mantuvieron silencio, cada uno inmerso en sus propios pensamientos.
—Está claro que eres el único de los presentes que piensa de ese modo —dijo Lars al cabo de un rato—. Si Lebannan cae, será luchando.
—Lo que nos lleva al tema en cuestión —intervino Jurian. Hizo un gesto apremiante al barón.
—Cierto. —Lars le miró fijamente. Se aclaró la voz—. Por desgracia, no podemos contar con los refuerzos que Lord Egon nos había prometido y que esperábamos con tanto anhelo. Pero tal vez todavía podamos dar un vuelco a nuestra desafortunada situación.
—Eso me gustaría verlo —susurré para mis adentros.
—Hay algunas tropas en el norte y en el oeste, defendiendo las fronteras con Therion. Aunque el duque no pueda ofrecernos su ayuda, tal vez podamos recurrir a ellos —señaló Mareck.
—Por lo que yo sé, el rey ordenó personalmente a las casas nobles del norte que no intervinieran en las contiendas que se desarrollaban más allá de las gemelas —comenté.
—Cierto es. Pero las casas vasallas no podrían negarse a una llamada a las armas si viene de un noble de alto rango.
—Tú no eres noble. Ni lo es ninguno de tus amiguitos, si excluimos a Bardsley, cuyo título vale menos que nada. Quien tiene el rango más alto en este palacio es Lars y no es más que un barón. Ninguno de los grandes señores del norte hará caso alguno a su llamamiento. Dime, ¿cómo piensas conseguir su atención? ¿Les dirás que los dioses se te han aparecido en sueños con un mensaje?
—No soy yo quien va a convocarlos.
—¿Y quién lo hará? —increpé burlón. Se quedaron mirándome en silencio con gesto muy severo. Poco a poco, la sonrisa se fue borrando de mi cara.
—Vos sois conde —dijo Jurian de forma rotunda.
—No. No podéis estar hablando en serio —respondí, incrédulo—. Yo no soy conde, nunca lo he sido. Mi padre es quien tiene ese título y dejó muy claro que no tenía intención de cedérmelo.
—Eso es irrelevante. Seguro que podéis hallar el modo de hacer que vuestro padre atienda a razones.
—¡No! ¡No, ni hablar! —Me levanté de golpe de la silla—. No voy a volver arrastrándome. Creía que eso ya había quedado claro —añadí, dirigiendo una dura mirada a Lars.
Él se levantó lentamente de la silla.
—Las cosas han cambiado. No te lo pediría si contara con otra salida. Pero tal y como están las cosas, es nuestra mejor opción.
—¡Pues olvídalo! Antes dejaré que esta ciudad se hunda en el Abismo que pedirle ayuda a mi padre.
—¿Por qué no te haces pasar por el conde de Brandorf? —preguntó Sveinn con insolencia—. No sería la primera vez. Es una de tus especialidades, ¿no? Fingir que eres lo que no puedes ser.
—¡Métete tus sugerencias por donde te quepan, capullo! —contesté muy enfadado—. Una cosa es tomar prestado el título de mi familia para imponer respeto a nuestros enemigos y otra cosa muy distinta es convocar a las casas nobles del norte. ¿Te crees que no van a preguntarse cómo es posible que haya dos condes de Brandorf? Hay que ser imbécil…
—Razón de más para que te tragues tu orgullo y hagas lo correcto por una maldita vez —increpó Mareck.
Empezaba a sentirme acorralado. Me preguntaba cuánto tiempo llevaban maquinando a mis espaldas, esperando el momento adecuado para usarme a su antojo. Mi enojo se acrecentaba por momentos.
—Vete a la mierda. Tú y todos. No soy vuestro recadero.
—Todos hemos de sacrificarnos en aras de un bien mayor. Tu pueblo te necesita —dijo Lars, tratando de convencerme. Negué repetidas veces con la cabeza—. Vamos, sé razonable Willhem.
—¡¡Willhem está muerto!! —exclamé fuera de mí. Se quedaron observándome boquiabiertos, aturdidos por mi arrebato. Noté que la sangre me hervía en las venas—. ¡Se acabó! Esto ha sido una equivocación desde el principio. Maldigo el momento en que se me ocurrió quedarme a ayudaros.
Me di la vuelta y eché a caminar hacia la puerta.
—¡Liam, espera! —me llamó Leena.
Noté sus dedos rozar los míos en su intento por retenerme. Pero aparté la mano y aceleré el paso. Salí de la estancia dando un portazo, decidido a largarme de allí cuanto antes. No tardé mucho en escuchar los pasos veloces de Lars por el pasillo, estaba tratando de darme alcance.
—¡Eh! —llamó mi atención—. ¡Vamos, no es necesario que te enfades! —protestó cuando llegó a mi altura.
Me agarró del brazo, tirando de mí. Me giré bruscamente hacia él.
—¿Es esta la razón por la que tenías tanto interés en que me quedara a tu lado? ¿Para poder usarme cuando te viniera en gana?
—Sabes que eso no es cierto. —Tenía la culpabilidad marcada en la cara, aunque tratara de convencerme de lo contrario—. Siento que hayamos tenido que abordarte de ese modo, pero estoy desesperado. Sin refuerzos no podremos hacer frente al ejército de Shador, ya viste con qué facilidad penetraron nuestras defensas. Si volvieran a hacerlo, y no me cabe duda de que lo harán, estaremos perdidos.
—Debiste escuchar mis consejos en vez de dejarte engañar por sus fantasías. —Señalé la sala que acabábamos de dejar atrás.
—Hasta ahora sus planes han tenido bastante éxito. No te ofendas, pero tu insistencia en que abandonemos Lebannan a su suerte no es nada alentadora. No podemos rendirnos sin luchar.
—Te estás volviendo como ellos —afirmé, cansado—. No eres capaz de ver más allá de tus propias narices.
Lars sacudió la cabeza y se rió suavemente.
—Tú sí que has cambiado. Antaño no habrías dudado. Habrías hecho lo correcto aunque tuvieras a todo el mundo en tu contra. Pero ahora eres… distinto. Pude verlo con claridad el otro día, en medio de la batalla. Me diste miedo ahí fuera, tenías la mirada de un loco. Sonreías como si segar vidas te proporcionara algún placer.
Lars no sabía hasta qué punto estaba en lo cierto con esa afirmación.
—Depón las armas —insistí una vez más, aun a sabiendas de que era inútil—. No es una vergüenza rendirte ante un enemigo que te supera en todo. Vive hoy para poder luchar mañana, en vez de entregar tu vida por nada.
—No me detendré. Tendrán que quitarme el acero de las manos antes de permitirles tomar esta ciudad. Eso es lo correcto.
Solté un suspiro resignado. Posó ambas manos sobre mis hombros.
—Piénsatelo, es todo cuanto pido —dijo—. Confío en que acabarás tomando la decisión adecuada.
Me dio una palmadita en la espalda y se encaminó de vuelta a la sala de reuniones.
—Si eso es lo que quieres, sea —dije, solemne. Detuvo sus pasos y volvió el rostro hacia mí—. Haré lo que tengo que hacer. —Sonrió complacido, justo antes de entrar en la sala—. Lo siento, Lars —susurré una vez hubo desaparecido tras la puerta.
No era capaz de engañarme a mí mismo, por más veces que me lo repitiera. Echaba de menos a Blazh. Había sido un cabrón ingrato e iracundo, pero siempre sabía lo que tenía que hacer. No se dejaba llevar por sus emociones, no permitía que nada nublara su juicio. Yo podía fingir frialdad de cara al mundo, pero por dentro me asaltaban miles de dudas. Blazh me lo había advertido muchas veces, el único modo de sobrevivir era no crear lazos con nadie. Había ignorado por completo todos sus consejos cuando Lars y Leena volvieron a entrar en mi vida y tenerlos cerca me estaba volviendo blando.
La conversación que había mantenido con Lars me había abierto los ojos. Si quería poner fin a la situación en la que me había visto involucrado, solo había una cosa que podía hacer.
Esa misma noche salí a escondidas del palacio. Cuidando que nadie me siguiera, dirigí mis pasos al punto más cercano desde donde descender a la ciudad subterránea. Muchos de los pasajes habían quedado sepultados, así que tuve que dar varios rodeos hasta dar con el correcto.
Caminé envuelto por la oscuridad, iluminando mi camino con la débil luz de una antorcha. No quedaba nadie vivo en aquel lugar. Comprobé, sin embargo, que el túnel que salía por debajo de la muralla seguía intacto. Los mendigos a los que había pagado para que despejaran aquella zona habían hecho un buen trabajo. Seguí el sendero excavado en la piedra hasta que el aire frío de la noche me recibió al otro lado. El túnel acababa en medio de un bosque, su entrada quedaba oculta por un amasijo de ramas y pedruscos.
Apagué la antorcha antes de salir al exterior, para evitar llamar la atención de los guardias que estaban apostados en las murallas. Por suerte, la gran luna brillaba con intensidad, permitiéndome ver con claridad dónde pisaba.
Me moví siguiendo los senderos cubiertos de árboles, procurando que su sombra me cubriera. Tardé menos de lo esperado en llegar a uno de los flancos del campamento enemigo. No me vieron venir hasta que estuve a unos pocos pasos de ellos.
—¿Quién va? —preguntó en voz alta uno de los guardias, poniendo la punta de su lanza por delante.
Me acerqué despacio, asegurándome de mostrar que llevaba en las manos una rama de verbena con un paño blanco sujeto a su extremo.
—No soy más que un emisario que viene en son de paz —dije.
Los guardias se acercaron a mí con cautela, sin dejar de apuntarme con sus armas.
—¿Un emisario a estas horas de la noche? —preguntó con gesto hosco uno de ellos.
—Deberíamos apresarlo —dijo el primero.
—Os propongo una idea mejor —sugerí con una media sonrisa, apartando con la mano la punta de una lanza—. Llevadme ante vuestro general de inmediato. La información que tengo para él es de suma importancia. Si sabéis lo que os conviene, no le haréis esperar.