Capítulo 15

 

GABI no se olvidaba nunca. Alim le daba vueltas por la cabeza aunque ella estuviese en su diminuto piso consolando a Sophie, quien se había pasado todos los días, durante casi una semana, para lamentar la pérdida del empleo y despotricar contra el hombre que la había causado, Bastiano Conti.

–Nunca robaría –aseguraba Sophie–, pero, si lo hiciera, no sería un anillo ridículo con perlas y una esmeralda, serían diamantes.

Hizo que Gabi se riera y que el mundo pareciera más despreocupado, pero, justo en ese instante, Alim irrumpió por teléfono y la frágil paz se hizo mil pedazos.

–¿Por qué sigues viviendo en ese piso cuando tienes un apartamento a tu disposición en el Grande Lucia?

Sonrió disculpándose a Sophie y se fue a su dormitorio para hablar por teléfono. Lucia estaba dormida en la cuna y ella habló en voz baja para no despertarla y que Sophie no la oyera.

–Porque me niego a que me mantengas.

–Tu hija tiene un padre que se ocupará de ella.

Alim cedió y decidió no discutir por teléfono cuando iba a verla pronto, pero había algo que tenía que saber.

–¿Qué tal está Lucia?

–Anoche durmió de un tirón por primera vez.

–Eso está bien. Estoy en Roma y me gustaría verla.

Gabi cerró los ojos con todas sus fuerzas. Lo había temido y se había preparado para ese momento. Él le había dicho que nada impediría que viera a su hija, pero, una vez más, Alim iba un paso por delante porque ella había pensado que por lo menos tendría tiempo para preparar la reunión.

–¿Cuándo?

–Esta tarde. ¿Tienes algún inconveniente?

–No –reconoció Gabi–. Tengo un par de días libres.

–¿De verdad?

–Bernadetta me dijo que no fuese a trabajar este fin de semana. La verdad es que no sé si me ha despedido. Le pedí que fuésemos socias…

Al parecer, Alim había perdido el interés por sus planes profesionales porque la interrumpió.

–¿Puedes traerme a Lucia al Grande Lucia a la una?

Ella miró alrededor y comprendió que no podía imaginárselo allí.

–¿Cuánto tiempo?

–La tarde –contestó Alim con calma–. Digamos que hasta las cinco.

Esa era la parte que temía porque sabía que tendría que reponerse de él otra vez. Era muy difícil librarse de Sophie, pero se inventó una excusa y, como si fuese Bernadetta, le dijo que tenía una migraña.

–Te ha llegado muy de repente –comentó Sophie.

–Sí, es lo que suele pasar.

Afortunadamente, Sophie se marchó en seguida y ella bañó a su hija, le lavó el pelo y le dio de comer.

–Vas a conocer a tu papá.

Aunque tenía miedo de sí misma y de su incapacidad de dominarse cuando estaba con Alim, esa vez tendría por lo menos el escudo de su hija. Alim estaría tan absorto por Lucia que no pensaría en otra cosa. Además, y lo que era más importante, ella estaba muy contenta por Lucia. La historia no iba a repetirse y esa niña tendría un padre… o algo parecido.

Justo antes de la una, entró en el Grande Lucia como había hecho docenas y docenas de veces, pero se paró en seco. El arreglo floral que había en el centro del vestíbulo ya no era el rojo de rigor, sino un arreglo impresionante de guisantes de olor. Los había rosas, morados y color crema y era tan increíble que se quedó un rato admirando el cambio.

–Son para ti –le comentó Gabi a su hija–. ¡Él lo ha hecho por ti!

Sin embargo, su alegría se esfumó enseguida. La recibió Violetta y fue como si su hija y ella necesitasen preparativos para entrar en el mundo del sultán. El orgullo se había encargado de que se hubiese arreglado lo mejor que había podido y Lucia un llevaba una ropa preciosa y estaba envuelta en un mantón de muselina. Sin embargo, no era suficiente y no había que preparar solo a Lucia. Había una túnica plateada para ella y enseguida se dio cuenta de que Violetta tenía una ayudante para que la peinara y maquillara.

–No hará falta, solo he venido para que Alim pueda ver a su hija.

–El sultán… –empezó a decir Violetta antes de que Gabi la interrumpiera.

–No me dijo que era un sultán cuando se acostó conmigo y no he venido como su mantenida. He venido como madre de su hija.

Violetta parpadeó varias veces. Evidentemente, estaba más acostumbrada a que la gente hiciese cualquier cosa por complacer al sultán. Sin embargo, esa tarde no iban a hacer cualquier cosa.

–Le presento a Hannan. Es una niñera real de mucha categoría y ayudará a preparar al bebé para que lo vea el sultán Alim.

–Se llama Lucia y ya está preparada.

Esa vez, Violetta no hizo caso, sustituyó la muselina por un mantón de cachemira y Gabi tuvo que morderse el labio inferior cuando Hannan tuvo el atrevimiento de comprobar si la niña estaba lo bastante limpia. Indignó a Gabi, pero, por el momento, no dijo nada.

Lucia, en cambio, empezó a llorar para protestar porque estaban lavándole la cara.

–Es posible que tengamos que esperar a que haya comido para que esté contenta cuando vea al sultán –comentó Hannan.

–No le toca comer hasta dentro de tres horas y como voy a marcharme a las cinco, la visita sería muy corta –replicó Gabi.

–A lo mejor si come un poco… –insistió Hannan–. El sultán no ha llegado todavía.

Gabi abrazó con fuerza a su hija y ya lo lamentaba por ella. No podía creerse que Alim pudiera llegar tarde a la primera visita a su hija. La espera fue espantosa, hasta que por fin dijeron lo que estaba esperando.

–El sultán está preparado.

La pregunta de verdad era si estaba preparada ella. La oferta de que fuera su mantenida había recibido el desprecio que se merecía. Sin embargo, hablarse a sí misma era fácil cuando Alim no estaba cerca.

Tomó en brazos a la pequeña Lucia y la abrazó. Cuando Hannan se acercó para volver a comprobar si estaba lo bastante limpia, Gabi la atravesó con la mirada y Hannan, prudentemente, retrocedió un poco.

La pequeña comitiva recorrió el largo pasillo y Gabi hizo lo que pudo para no pensar en la última vez que había estado allí, cuando la besaron contra aquellas paredes y cuando cayeron, haciendo el amor, por la puerta a la que Violetta estaba llamando en ese momento.

Entró abrazando con fuerza a Lucia y flanqueada por Violetta y Hannan. Alim estaba junto a la ventana de la impecable sala. La chimenea que había resplandecido mientras él la había desvestido estaba apagada y tenía un arreglo floral propio del otoño, una versión anodina de aquello… como el propio Alim. Llevaba traje y estaba afeitado. Aunque parecía menos imponente sin la túnica tradicional, no se olvidaría ni un instante de lo poderoso que era.

–Perdóname por haberte hecho esperar –dijo él a modo de presentación y sin dar ninguna explicación. Luego, se dirigió a Violetta y Hannan–. Disculpadnos, por favor.

Alim, siempre cortés en todo lo que hacía fuera del dormitorio, despidió a sus empleadas y Gabi se quedó sin saber qué hacer mientras él miraba a la niña que llevaba en brazos, aunque sin acercarse a ella.

–Acaba de comer para cerciorarnos de que no va a ser un problema para ti –comentó Gabi en un tono inequívoco.

–¿También te han dado de comer a ti?

Él dio a entender que sabía que el problema era la madre y ella tuvo que contener una sonrisa.

–No –contestó Gabi.

–Entonces, tendré que tener cuidado.

Efectivamente, Gabi dictaba sus propias reglas y eso, como había señalado su padre, podría hacer que fuese una elección equivocada como esposa de un sultán.

Alim se acercó y miró al diminuto bebé envuelto en un mantón de cachemira. Gabi lo observó mientras retiraba la tela y oyó que contenía la respiración mientras veía a su hija por primera vez. Tenía el pelo oscuro, como sus padres, y las largas pestañas le abanicaban las mejillas. La boquita era como el capullo de una rosa y la piel, tan blanca como la de Gabi. Era preciosa.

Lo habían criado sabiendo que algún día sería el sultán de sultanes, pero se encontraba con la verdadera responsabilidad en ese momento porque removería el cielo y la tierra por su hija y ella ni siquiera había abierto los ojos para mirarlo. Miró a Gabi y vio la rabia reflejada en sus ojos. Aunque sujetaba a Lucia con cariño, su actitud era casi beligerante y le encantó que estuviese dispuesta a hacer cualquier cosa por su hija y por sí misma.

Era una elección acertada, y había removido el cielo y la tierra por ella. Aunque ya se lo diría más tarde, en ese momento, estaba absorto por Lucia.

–¿Puedo tomarla en brazos?

Gabi se la entregó y vio que, por primera vez, él hacía un gesto torpe. Naturalmente, fue torpe al principio porque Lucia pesaba tan poco y se movió tanto al pasar a los brazos de su padre que él la agarró con demasiada fuerza. Ella, sin embargo, no hizo nada, no le dijo que le sujetara la cabeza ni se acercó para tranquilizar a su hija, que estaba despertándose, se limitó a sentarse. Estaba a punto de llorar al ver cómo tenía a su hija en brazos y el amor evidente que sentía por Lucia. Le parecía injusto que nunca pudieran llegar a ser una familia. Quería ir a donde se había sentado él, quería estar con las dos personas que amaba.

Su amante esporádico.

El desierto la tentaba, Alim la tentaría siempre.

Entonces, Lucia abrió los ojos. Él no había dudado en ningún momento que Lucia fuese hija suya, pero si lo hubiese hecho, habría quedado como un necio porque tenía unos ojos azules, tirando a grises, con las mismas motas plateadas que lo saludaban todas las mañanas cuando se miraba en el espejo. Llegó a esperar que se pusiera a llorar para devolvérsela a su madre porque jamás se había sentido tan conmovido. También sentía remordimientos por esos meses que Gabi había pasado sola, y cierto miedo por lo diminuta que era Lucia, aunque solo tenía tres meses. Sin embargo, Lucia no lloró. Al contrario, miró directamente a su padre, le sonrió y le robó el corazón para siempre.

–Podría haberme pasado toda la vida sin saber que existía.

–No –replicó Gabi–. Yo me pasé toda la vida sin saber quién era mi padre y no le habría hecho eso a mi hija. Iba a esperar a sentirme un poco mejor para decírtelo.

–¿Mejor? –preguntó él con el ceño fruncido al creer que había estado enferma.

–Más fuerte.

–¿Más fuerte?

–Para resistirme a ti.

Él arqueó levísimamente las cejas como si dudara que pudiera.

–Lo dije en serio, no voy a ser tu mantenida, Alim. Dejaré que veas a tu hija cuando quieras, siempre que vengas a Roma, pero no pienso ir al desierto.

–¿De verdad?

–Sí.

Debía de estar más fuerte porque casi creía que podía resistirse a él.

–Entonces, vas a ser soltera y…

–No he dicho eso. Tú te casarás con la novia que elija el sultán de sultanes y yo seguiré con mi vida. No seré Fleur, no viviré una vida solitaria contigo como amante discreto y esporádico.

–Ah, esperas conocer a alguien.

–Sí.

Él la miró fijamente y ella intentó no mirarlo a los ojos porque no podía imaginarse que pudiese llegar a estar con otro hombre, jamás. No podía imaginarse a nadie después de él, pero tenía que creerlo porque no pensaba ser su amante y tampoco iba a quedarse sola.

Se hizo un silencio tenso y todavía les quedaban tres horas. Él tomó un teléfono y Hannan apareció enseguida. Gabi apretó los labios cuando tomó a Lucia y se la llevó. Entonces, se quedaron los dos solos.

–Creía que querías verla.

–No hace falta que la mire durante toda la visita para quererla. Pediré que te traigan algo.

Hablaron de nimiedades mientras esperaban a que llevaran el té de la tarde.

–Bernadetta está muy rara –comentó Gabi–. No contesta mis llamadas.

Él se encogió de hombros y le contó su noticia.

–Yo ya no vendo el Grande Lucia.

–Creía que ya estaban firmados los contratos.

–No. Bastiano volvió a visitar el Grande Lucia y, al parecer, le robaron una joya de su suite. Tu amiga, al parecer…

Gabi no iba a sonrojarse ni a disculparse por su amiga, se limitó a encogerse de hombros.

–Ha retirado la oferta.

Gabi puso los ojos en blanco porque Alim estaría mucho más tiempo en Roma y su deseo estaba a salvo con él lejos.

Llegaron los tés árabes, el café y unos pasteles, pero Alim lo rechazó cuando la doncella fue a servirlo.

–Disfruta –le dijo a Gabi mientras la doncella se marchaba.

–¿Adónde vas?

–A la cama –contestó Alim–. He leído que deberías intentar dormir a la vez que tu hijo.

Ella hizo una mueca de incredulidad al pensar en todas las horas que había ido de un lado a otro con el bebé para echarse una cabezada de veinte minutos en el sofá. ¡No tenía ni idea!

–¿Media hora de paternidad y ya estás cansado?

–Meses de paternidad que no he sabido –le corrigió él–. Y meses de abstinencia, aparte de una noche en el desierto.

Él evocó lo que ella había estado intentando eludir. Además, miró al frente e intentó no pensar en el tiempo que había pasado en su cama.

Alim, mientras entraba en el dormitorio donde había planeado tantas cosas, estaba indignado con lo que había dicho ella. Quizá no tuviera orgullo, pero necesitaba saber no solo que Lucia era suya, sino que Gabi era suya, que siempre sería el único para ella.

Empezó a desvestirse, pero se acordó de que debería estar vestido porque pensaba pedirle que se casara con él cuando ella, inevitablemente, entrara.

La sorpresa fue mayúscula porque no entró.

Él no se enfadaba casi nunca, casi nunca le importaba tanto alguien como para enfadarse. Además, estaba celoso. Gabi lo había alterado. ¡Había hablado de otros hombres cuando debería haber sido el más romántico de los días!

Quería demostrarle lo equivocada que estaba, no habría otros hombres.

Por eso, abrió el cajón de la mesilla en vez de poner en práctica lo que había planeado. Allí estaba la colección de diamantes. Eligió el mejor, cerró las cortinas y apagó la luz.

No se arrodillaría hasta que lo hiciera ella. Salió y vio a Gabi bebiendo té. Se fijó en que estaba tamborileando con el pie, pero, aparte, parecía tranquila, como una huésped que estaba sentada en el vestíbulo mientras esperaba a que llegara el coche o a que le dijeran que la suite ya estaba preparada.

Gabi no estaba tan tranquila, había tenido que hacer un esfuerzo sobrehumano para no seguirlo. Le temblaban las manos, sentía un deseo abrasador y anhelaba que terminaran esas horas de visita, que apareciera alguien, que tocara una campanilla y que pudiera largarse.

Entonces, salió él. Se había quitado la chaqueta y la corbata y tenía la camisa medio desabrochada, como si hubiese estado desvistiéndose y se hubiese acordado de algo de repente. Claro que se había acordado de algo.

–¿Va a haber otros?

Él lo preguntó en un tono sombrío y ligeramente burlón porque estaba seguro de que no podía haber nadie más.

Gabi supo que su porvenir dependía de lo que contestara.

No sería Fleur, que se sentaba en el vestíbulo de ese hotel y nadie le hacía caso. No sería su mantenida, no haría el amor con él y luego pasaría inadvertida cuando volviera con su esposa.

¿Cómo se atrevía?

Entonces, lo miró a los ojos y se la jugó con un sultán que no estaba muy contento.

–Es posible que solo sea uno, es posible que encuentre el amor de mi vida.

–¿Y si ya lo hubieses encontrado? –le preguntó Alim.

–¿Cómo voy a haberlo encontrado cuando habla de una futura esposa?

Comprobó lo fuerte que era porque podía mirarlo a los ojos y decirle cosas que jamás se habría atrevido a decirle antes. En ese momento, se mantenía firme porque estaba decidida. Lo miró mientras sacaba la mano del bolsillo y dejaba un diamante al lado de la taza de té, un diamante impresionante.

–Vivirás por todo lo alto.

Ella tuvo al temple de dar un sorbo de té cuando cualquier otra mujer habría agarrado el diamante.

–No vuelvas a hablar de otro hombre –siguió Alim–. Ahora, ven a la cama.

No iba a claudicar. Gabi se levantó y cruzó la sala para mirar por la ventana. Calle abajo había una iglesia y vio que paraba el coche de una novia, que la ayudaban a bajar y que le arreglaban el vestido. La niña con el ramo de flores esperó con paciencia mientras el corazón de Gabi se aceleraba soñando con el día de su boda. Nunca había podido imaginarse como la novia y, en ese momento, sabía el motivo. Solo llegaría a ser una mantenida.

¡No!

Sin embargo, mientras miraba a la novia entrar en la iglesia, se dijo que, probablemente, era preferible ser una mantenida que ser una especie de solterona que tendría que conformarse con dos noches perfectas en toda su vida. Esa sería toda su vida amorosa. Por muchas bravuconadas que le dijera a Alim, jamás habría otro hombre, ya había encontrado el amor de su vida.

Sin embargo, si aceptaba ser su mantenida, iría contra todo lo que creía. Además, si bien la mera idea de serlo la corroía, vivirlo sería insoportable, y tampoco estaba hecha para mantener secretos. Querría proclamar a los cuatro vientos su amor y, dado su tamaño, tampoco desaparecía fácilmente en un segundo plano. No sería su mantenida, pero eso no hacía que la puerta de su dormitorio dejara de llamarla.

Se acordó de las palabras de Alim. «Pon tus límites». «Haz solo lo que se te da bien, lo que te dé resultado a ti…»

Ella sabía muy bien qué era, Alim.