Capítulo 10

 

GABI! ¡Gabi!

Bernadetta cruzó el vestíbulo casi corriendo. Gabi llevaba un florero con rosas del Sahara para subirlo a la suite nupcial. Ya debería haberlo subido la gobernanta, pero las cosas estaban un poco descuidadas en el Grande Lucia desde que Alim no estaba allí.

–Sí… –contestó ella con cansancio.

Era el primer día que volvía a trabajar y parecía como si no se hubiese ido nunca. Le había costado abandonar a Lucia, pero su madre le había prometido que la llevaría a la hora del almuerzo para que le diera un abrazo. Ella solo esperaba tener tiempo para dejar de trabajar un poco a la hora del almuerzo.

Había muchas cosas que deberían haberse resuelto hacía mucho tiempo y que habían quedado pendientes para cuando ella volviera. Por ejemplo, acababa de tener una discusión muy acalorada con ese chef tan temperamental.

–Ya sé que va impresionarte… –dijo Bernadetta.

Gabi ni siquiera puso los ojos en blanco porque ya se había llevado bastantes impresiones esa mañana. Había comprobado que la tarta estaba prevista para el próximo sábado. Las flores se habían entregado, siguiendo las instrucciones de Matrimoni di Bernadetta, en el sitio donde se celebró la última boda. El caos era absoluto. Nadie le había dicho al chef que dieciocho invitados querían el menú sin gluten, que cuatro eran veganos, que otros cuatro eran kosher y que cinco eran halal. Efectivamente, había pocas cosas que pudieran impresionarla, ¡menos que el novio se hubiese fugado con otra!

Sin embargo, pronto iba a comprobar lo equivocada que estaba.

–Matrimoni di Bernadetta va a organizar la boda del sultán Alim…

Gabi estuvo a punto de soltar el florero. ¿Podía saberse en qué estaba pensando Alim? Mejor dicho, no estaba pensando en nada, o, al menos, no en ella. Había que organizar su boda y se había limitado a llamar a los mejores sin importarle el daño que podía hacerle a ella.

Entonces, Bernadetta siguió hablando.

–Alim ha pedido que vayas allí mañana para que te reúnas con su relaciones públicas.

Esa vez, soltó el florero porque, en ese momento, no había nadie más despiadado que Alim. Se hizo añicos contra el suelo y el agua y los cristales se mezclaron con las maravillosas rosas. Sin embargo, ni Gabi ni Bernadetta lo miraron.

–No puedo ir –replicó Gabi–. Es imposible, tengo una hija…

–Lo sé.

–No puedo dejarla –el miedo le atenazó el corazón porque quizá Alim lo supiera y estuviese planeando que la llevara…–. No le han puesto todas las vacunas…

–Por el amor de Dios –Bernadetta resopló–. ¿Crees de verdad que iba a mandarte con un bebé para un trabajo tan importante?

–¿Le has hablado de ella?

Gabi estaba de rodillas e intentaba no llorar mientras recogía los cristales y le daba vueltas a la cabeza con miedo de que Alim estuviese tramando arrebatarle a Lucia. Efectivamente, era una soñadora, pero algunos de esos sueños eran pesadillas.

–Claro que no le he dicho nada al sultán. ¿Qué iba a importarle a él? Ha pedido que le organicemos una boda real –Bernadetta estuvo a punto de ponerse a gritar–. No le interesa tu vida personal.

–No quiero ir –replicó Gabi–. Manda a otra persona.

–Alim quiere que vayas tú. Dice que tienes ojo para la atención y… –Bernadetta estuvo a punto de atragantarse al decir lo siguiente–. Me dijo que quiere que se te pague como es debido…

Entonces, le dijo la cifra que le ofrecía Alim por ese breve viaje. ¿Era su forma de disculparse? ¿Era la extraña manera que tenía de reparar lo que le había hecho? Sophie se acercó para ayudarla a recoger el estropicio y ella se sentó en los talones mientras intentaba aclarar las ideas, aunque Bernadetta no le dio ni un segundo.

–Gabi, si me privas de este contrato, no te molestes en volver por aquí a trabajar. Además, no creo que tuviera que explicarle a nadie que fuiste tú quien rompió el trato.

Bernadetta se marchó y ella se quedó allí sentada.

–Puedo fregar alrededor de ti.

Sophie sonrió y la ayudó a levantarse.

–No quiero dejar a mi hija.

–Entonces, no vayas –replicó Sophie–. Dile que se vaya a paseo.

Gabi sonrió porque Sophie era siciliana y más batalladora que ella, pero le tembló la sonrisa y las lágrimas se acercaron peligrosamente.

–No quiero organizar su boda.

Supo que había hablado demasiado, pero Sophie era su amiga más querida, aunque no se imaginaba siquiera que Alim era el padre de Lucia.

–¿Te quedaste prendada de él? –le preguntó Sophie.

 

 

Su madre, cuando llevó a Lucia, no se quedó muy contenta ante la idea de que su hija fuese a viajar a Oriente Próximo. Se encontraron en el vestíbulo y solo tuvo tiempo de darle un abrazo muy fugaz a su hija mientras le contaba la noticia a su madre.

–Gabi, ¿no ha llegado el momento de que busques un empleo más… cómodo?

–Me encanta mi trabajo y lo hago bien.

–Claro, pero tienes que renunciar a algunos sueños cuando tienes un hijo. Cuando yo me enteré de que estaba embarazada de ti, tuve que renunciar a los estudios…

Gabi cerró los ojos porque ya lo había oído muchas veces. Sin embargo, la historia no iba a repetirse. Levantó a Lucia y captó su olor de bebé. Lucia, si acaso, hacía que quisiera llegar más lejos, el amor que sentía por su hija hacía que quisiera ser mejor. Además, efectivamente, le costaría dejarla, pero el dinero les vendría bien y esa ocasión sería un impulso para su profesión.

Sin embargo, sobre todo, podría contarle su historia a Lucia porque habría visto el país de Alim sobre el terreno. Ella se había criado sin saber nada sobre su padre, pero a su hija no iba a pasarle lo mismo.

–¿Puedes cuidar dos noches a Lucia?

–Sabes que sí.

Gabi la dio las gracias a su madre. Sabía que Lucia estaría en buenas manos y, aunque era su preocupación principal, no era la única. Quería estar segura de que no estaba cayendo en una trampa y llamó al número que le había dado Bernadetta. Conocía la voz de Violetta y se acordó de que había tratado con ella algunos asuntos de la boda de Mona y James.

–A Alim le preocupa que los invitados europeos no entiendan las costumbres de Zethlehan –le explicó Violetta–. Dijo que tienes buen ojo para los detalles. Queremos que la boda vaya como la seda y que se satisfagan todas las necesidades de los invitados.

–¿Con quién voy a tratar?

–Sobre todo, conmigo, pero también con el director del hotel donde se alojarán los invitados. Tú también te alojarás ahí para que puedas tener una idea general.

–Entiendo.

No había una fecha fija todavía, pero Violetta repasó la lista de invitados. Conocía algunos nombres. Bastiano Conti estaba entre ellos y ella sabía que era amigo de Alim y que estaba a punto de ser el nuevo propietario del Grande Lucia.

Le pareció que no era una trampa.

Era más complicado y lujoso que todo lo que había hecho hasta ese momento, pero acabó pareciéndole que solo era una boda más.

–¿Dónde se celebrará?

–Habrá dos celebraciones –le explicó Violetta–. Primero habrá una reunión pequeña e íntima con la familia y los ancianos, pero nosotros nos ocuparemos de esa. Luego, se celebrará una recepción en el palacio. Tú tendrás que ayudarnos a transportar a los invitados y te cerciorarás de que llevan un atuendo adecuado –le explicó la etiqueta a Gabi–. También te ocuparás de los distintos tipos de comida que exigen. Una vez aquí, podrás hablar con el cocinero jefe del palacio. Estaría bien que trajeras algunas propuestas que él pueda añadir. Será un banquete tradicional, pero queremos algunas alternativas para satisfacer todos los paladares.

–Entiendo –Gabi tragó saliva e hizo un esfuerzo para ahondar un poco más–. Cuando esté allí y hable con el sultán Alim, podré preguntarle…

–¡No! –la interrumpió Violetta–. Ya sé que trabajaste con el sultán en el Grande Lucia, pero las cosas son muy distintas aquí. No tendrás trato con el sultán, tratarás directamente conmigo.

Ese fue el verdadero motivo para que aceptara. Necesitaba contactos, y no los normales y corrientes, y Violetta sería uno muy bueno. Algún día tendría que hablarle a Alim de Lucia y, como estaba comprobando, no se podía llamar al palacio y pedir que la pusieran con el sultán.

Entonces, para el inmenso placer de Bernadetta, Gabi aceptó.

–Tienes que irte a casa para prepararte –por primera vez, Bernadetta le dijo que se fuera antes–. ¿Tienes pantalones negros…?

Gabi había recuperado las curvas y notó la mirada de censura de Bernadetta.

–Sí, los tengo.

Solo esperaba que pudiera ponérselos.

–¿Qué va a pasar con esta boda? –le preguntó Gabi a Bernadetta–. Todavía hay que hacer muchas cosas.

–Creo que puedo apañarme –contestó Bernadetta–, aunque si pudieras ocuparte de las flores antes de marcharte…

Era una vaga hasta el final. Sophie le encontró otro florero y Gabi arregló las flores con las manos temblorosas. Entonces, oyó que entraba un correo electrónico. Vio que era de Violetta y tomó la tableta para leerlo. El vuelo salía al día siguiente a mediodía y era en primera clase. Todo resultaba un poco abrumador. No el viaje y que fuese a abandonar a la pequeña Lucia, sino que fuese a casarse el hombre al que amaba. Salió con las flores y no podía entender que el corazón pudiera latirle mientras organizaba su boda.

–Hola.

Un hombre la saludó mientras iba a llevar las flores a la suite nupcial y ella, distraída, saludó con la cabeza al atractivo desconocido.

–¡Gabi!

–¡Ah! –se paró cuando oyó su nombre y se dio cuenta de que era Raul, uno de los posibles compradores del hotel. También se acordó de por qué la conocía–. Estaba en el salón de baile cuando Alim…

No terminó la frase al acordarse de que Alim la había regañado y se había desentendido de ella. ¡Había sido el día que nació Lucia! Se había enfadado mucho con Alim, aunque ese desconocido no tenía la culpa de nada.

–Esperaba verlo.

–¡Que tenga suerte! –Gabi puso los ojos en blanco–. Ha vuelto a su país.

–Ah…

–Para casarse.

–Entiendo.

–En realidad, estoy organizándole la boda.

Gabi se sentía como si estuviese a punto de llorar.

–¿Podría decirle que tengo que hablar con él?

–Soy una organizadora de bodas –contestó Gabi dando rienda suelta a un poco de su rabia–, no tengo trato directo con el sultán.

 

 

Le costó muchísimo despedirse de Lucia. Había pasado el fin de semana en casa de su madre. Había vuelto al trabajo el día anterior y le había parecido que abandonar a su hija durante doce horas era un tormento, pero iba a tener que marcharse durante dos días y dos noches.

Pasaría un día viajando a Zethlehan y dormiría en un hotel muy lujoso. Al día siguiente se reuniría con Violetta y volvería Roma por la noche. Luego, podría volver a ver a Lucia por fin. No había podido amamantarla y no había inconveniente con eso, pero le dolía verla dormida en la cuna y saber que estaba a punto de marcharse.

–No la despiertes –le avisó Carmel cuando vio que su hija estaba a punto de tomarla en brazos.

–Gabi, este fin de semana no la habrías visto casi aunque no hubieses ido a Zethlehan. Con esa boda y…

–Lo sé.

Trabajaba mucho tiempo y sabía que estaba pidiéndole mucho a su madre solo para conservar el empleo. Carmel había criado sola a una hija y no quería hacerlo otra vez. En ese momento, había que hacer frente a algunos gastos y su madre había accedido a ayudarla con Lucia durante unos meses, pero después…

–Podrías trabajar con Rosa –comentó Carmel.

Ella lo había pensado, pero no quería otra jefa por mucho que apreciara a Rosa. Aun así, era la solución más pragmática. En ese momento, estaba más que agotada y notaba que los sueños se le escapaban de la mano.

Carmel bajó a comprobar si había llegado el taxi y Gabi le dio un beso en la mejilla a su hija. Quería lo mejor para ella y por eso estaba a punto de embarcarse en esa aventura… ¡y menuda aventura!

Ya había viajado en avión antes, pero solo en el interior de Italia y por motivos de trabajo. Naturalmente, Bernadetta había viajado en primera clase mientras ella se había sentado en el rincón más remoto del avión.

Esa vez, todo era completamente distinto.

Le ofrecieron champán incluso antes de despegar, pero declinó la oferta y bebió agua. No había engordado mientras estaba embarazada y había estado delgada durante dos días después de que naciera Lucia, hasta que le subió la leche y había recuperado las curvas.

Le sirvieron una comida, le prepararon la cama y, mientras iba a ponerse el pijama, le preguntaron si quería que la despertaran para comer algo más antes de que aterrizaran. Era un vuelo de nueve horas y estuvo a punto de contestar que era imposible que no se despertara, hasta que se acordó de que no estaba con Lucia.

–Me encantaría –contestó a la azafata.

Apagaron las luces y Gabi se quedó tumbada, y convencida de que no podría dormir por los nervios. Sin embargo, se despertó cuando le tocaron en el hombro con delicadeza y le comunicaron que iban a servirle la comida. Había dormido siete horas. No solo había sido la primera vez que dormía bien desde que nació Lucia, había sido la primera vez que dormía bien desde que Alim había zanjado las cosas tan despiadadamente.

Se sentía descansada y nada nerviosa.

Fue a un cuarto de baño muy agradable donde había una ducha. Le pareció maravilloso ducharse en el cielo y se tomó la píldora después de haberse lavado los dientes y peinado el pelo. No la tomaba porque fuese a necesitarla, pero la tomaba todos los días. No por la situación ni para estar preparada para Alim, sino porque le había asustado la negligencia absoluta de aquella noche. Se había dado cuenta, a la cruda luz del día, que no sabía lo que hacía cuando estaba en la cama con Alim. La había poseído por completo durante la noche. Esa falta de cabeza y de dominio de sí misma había hecho que se jurara que nunca volvería a ser tan necia, que no correría más riesgos.

Entonces, se puso los gruesos pantalones oscuros y también se juró que, si alguna vez tenía su propia empresa, la ropa estaría hecha medida.

Volvió a su asiento con el ligero tentempié, miró al mar por la ventanilla y corrigió lo que acababa de pensar. Cuando tuviera su propia empresa. El sueño era increíblemente curativo y la distancia, mezclada con el susurro del avión, le permitía pensar con más claridad.

Alim había sido desagradable cuando hablaron aquella mañana y le había dicho que su madre la utilizaba como una excusa. Sin embargo, quizá hubiese tenido razón. No le dio más vueltas a las ideas de su madre y se concentró en su propio futuro, y en el de su hija. También quería mejorar el porvenir de su hija.

Sin embargo, antes tenía que pasar esos días. ¿Lo vería? Esperaba que sí.

El daño, la rabia y que fuera a casarse debería bastar para enterrar definitivamente lo que sentía hacia él. Sin embargo, brotaba una y otra vez, y más desde que había nacido Lucia porque recordaba toda su magia cada vez que su hija abría los ojos, y lo imposible que era todo para ellos.

El piloto les había avisado de que había vientos cruzados y los notó mientras aterrizaban. Se le encogió el estómago cuando vislumbró el palacio y le recordó lo poderosa que era la familia al–Lehan. Era blanco y magnífico y se erigía en el borde de un acantilado sobre el mar y la ciudad. Zethlehan también le había sorprendido al verla desde el cielo porque era una mezcla muy variopinta de edificios antiguos con otros resplandecientes y modernos.

Había leído sobre la historia del país y sobre la familia real, cuyo linaje se remontaba a cuando el país recibió su nombre. Era un país progresista en muchos sentidos. Por ejemplo, la hija primogénita podía gobernar ese impresionante país, y lo había hecho. El marido y los hijos de la princesa del desierto habían tomado el nombre al–Lehan. Si bien se decía que algunos hijos habían nacido en el harén, las leyes eran claras, no se consideraban parte de la dinastía al–Lehan. Los hijos como Lucia y James quedaban relegados. Eran familiares en la sombra, que estaban ocultos, no se les reconocía y nunca se hablaba de ellos. Lucia se merecía algo más y ella también. No podía olvidarse de eso, se dijo a sí misma mientras las ruedas tocaban el suelo.

Había llegado a Zethlehan, donde, según le habían dicho, eran las cinco de la tarde.

Se acordó de las instrucciones de Violetta y se puso un pañuelo sobre la cabeza y los hombros, pero no lo llevaba con la misma naturalidad que las demás mujeres.

Abrió la tableta y lo primero que vio fue un mensaje de su madre con una foto preciosa de Lucia. Estaba tumbada boca abajo, pero levantaba la cabeza y sonreía de oreja a oreja. Era su foto favorita y pasó un dedo por la sonrisa de su hija.

Llevaba tacones, por imposición de Bernadetta, y les sacaba una cabeza a todas las mujeres que desembarcaban. Recibió una bofetada de calor. El viento era ardiente y le abrasó los pulmones al respirar, pero enseguida llegó al frescor del aeropuerto y llamó a casa.

–Lucia está bien –le contó Carmel–. ¿Has recibido la foto que te mandé?

–Sí –contestó Gabi con una sonrisa.

–Te oigo muy mal, no te oigo casi –se quejó su madre.

–Volveré a llamarte mañana. Dale un beso a Lucia de mi parte.

Paso de largo por la aduana, porque tenía una carta del palacio y solo llevaba equipaje de mano, y enseguida se encontró en la terminal de llegadas.

–¡Gabi!

Reconoció inmediatamente a Violetta y le gustó ver una cara conocida aunque hubiesen trabajado muy poco tiempo juntas.

–¿Qué tal el viaje? –le preguntó Violetta.

–Maravilloso –contestó ella–. He dormido casi todo el tiempo.

–Perfecto –Violetta asintió con la cabeza–. Me alegro de que estés descansada. Vamos por aquí, vamos a tomar un helicóptero.

–¿Un helicóptero?

–Claro.

Violetta lo dijo con tanta despreocupación que Gabi supuso que, si trabajabas con la familia real, tomar era un helicóptero era como tomar un taxi. El aparato estaba esperándolas y Gabi se montó, se abrochó el cinturón de seguridad y se puso los auriculares que le dio Violetta.

–Hace mucho viento –le avisó Violetta–. Es posible que sea un viaje agitado.

Se elevaron en el cielo y se le revolvió el estómago. El aeropuerto estaba un poco alejado y pudo volver a ver el impresionante perfil de la ciudad que había visto desde el avión. La vista era más increíble todavía que antes. El sol estaba empezando a ponerse y el cielo tenía un tono tan rosa que hasta el palacio parecía pintado de ese color. Había cierta calima sobre la ciudad, pero el helicóptero giró hacia la derecha y la perdió de vista. Estiró el cuello para ver el mar y orientarse, pero la vista había desaparecido de la ventanilla y giró la cabeza para mirar por el otro lado. Estaba alejándose y apretó los dientes al ver que el palacio se desvanecía. Miró a Violetta, quien miraba tranquilamente por la ventanilla. Sin embargo, la ciudad se había esfumado y, si miraba abajo, solo veía algún edificio antiguo de vez en cuando.

–¿Adónde vamos?

Violetta no contestó y Gabi se dijo que quizá hubiera dos ciudades y dos palacios, aunque sabía que eso era imposible. ¿Se habría desviado el piloto por el viento? Había recelado desde que aceptó ir a Zethlehan, pero en ese momento estaba empezando a saber lo que era el miedo de verdad.

–¡Violetta! –la llamó con más fuerza.

Quizá estuviese estropeado el micrófono porque Violetta no contestó cuando la llamó por su nombre. En ese momento, cuando miraba por la ventanilla, solo se veía desierto. El sol ya estaba muy bajo y la arena interminable parecía oro derretido. El viaje parecía eterno, pero por fin vio el nebuloso blanco de una tienda del desierto.

 

 

Aun así, hizo un esfuerzo para mantener la calma mientras Violetta y ella se bajaban del helicóptero. ¿En qué habría estado pensando Bernadetta cuando la obligó a llevar zapatos de tacón?, se preguntó mientras se los quitaba y corría por debajo de los rotores.

–¿La boda va a celebrarse en el desierto? –preguntó Gabi aunque los rotores apagaron su voz–. ¡Violetta!

Volvió a llamarla, pero se dio la vuelta y vio que Violetta no estaba a su lado, que había vuelto debajo de los rotores y estaba montándose otra vez en el helicóptero

–¡Espera! –gritó Gabi.

Violetta no esperó y el helicóptero se elevó. La arena se convirtió en un remolino y se tapó los ojos con los brazos y la nariz y la boca con la chaqueta. Le abrasaban las plantas de los pies y nunca había tenido tanto miedo ni se había sentido tan sola y tan necia por haberse creído que la llevaban allí por trabajo.

Por fin, cuando el helicóptero había dejado de verse y la arena había dejado de dar vueltas, se quedó asustada, pero no sola. Allí estaba Alim, pero era un Alim que no había visto nunca. Siempre había estado impecablemente afeitado, pero no lo estaba en ese momento. En vez de los trajes que solía llevar, llevaba una túnica negra y una kufiya en la cabeza. Estaba completamente inmóvil, era imponente y ella se sintió como si fuera su presa. Se acordó de cuando vio a su padre cruzando el vestíbulo del hotel y de que entonces había vislumbrado el poder de los al–Lehan; en ese momento, sentía toda su fuerza.

Efectivamente, era su presa. La había buscado, la había encontrado y la tenía a su alcance. Mientras estuvieron allí, esperando, la oscuridad cayó sobre ellos porque fue como si el desierto se hubiese tragado el sol.

Gabi echó a correr.

Era algo absurdo, pero le dio igual porque solo quería alejarse de él, aunque no llegó muy lejos. Alim la alcanzó inmediatamente y la agarró del brazo, pero sentía tanto pánico que se zafó e intentó echar a correr otra vez, hasta que se cayó al suelo y se quedó boca abajo con la cabeza en el brazo. Sabía que él estaba por encima de ella y que no tenía a donde correr.

–Gabi…

Su voz era fastidiosamente tranquila y espantosamente, dolorosamente conocida. A pesar de su vestimenta, a pesar de ese entorno desconocido, él seguía siendo el Alim que conocía. Se sintió aliviada aunque no debería porque podía notar las lágrimas de pánico. También quería darse la vuelta, quería levantarse para mirarlo, pero ganó la rabia.

–Me has tendido una trampa.

–Ven adentro.

–¡No quiero ir adentro!

Sin embargo, tomó la mano que él le tendió, se levantó y se limpió la arena mientras el viento le arremolinaba el pelo.

–¡Esto es un secuestro!

–Eres muy melodramática –replicó él encogiéndose de hombros.

–En mi país esto no tiene nada de melodramático. Tu secretaria me dijo que no tendría que verte siquiera…

–Violetta garantizó la discreción. ¿No quieres que pasemos un rato juntos? Yo sí quiero –Alim tuvo que gritar para que lo oyera con el viento–. ¿No quieres que hablemos y nos pongamos al tanto de todo lo que ha pasado?

¡Eso era lo que menos quería! Alim no podía enterarse de la existencia de Lucia mientras la tuviera allí.

–Ven adentro –repitió Alim.

El tono autoritario de su voz le indicó a Gabi que no iba a tolerar que cuestionaran sus órdenes, pero le dio igual.

–No quiero.

Ella lo gritó, pero el viento se llevó sus palabras, que se perdieron en la noche. Se le llenó la boca de arena y sabía que era una discusión inútil porque no podía sobrevivir en ese sitio. Había visto desde el cielo lo aislado que estaba.

Él le tendió la mano para llevarla a la tienda de campaña, pero ella la rechazó y se mantuvo firme unos instantes. Alim no iba a quedarse a merced del viento mientras intentaba convencerla. Si echaba a correr otra vez, la encontraría enseguida porque conocía bien el desierto y ella, con esa ropa y ese viento, no daría muchos pasos.

Aun así, sintió alivio cuando llegó a la tienda, se dio la vuelta y la vio donde la había dejado. Esperó y, después de una breve vacilación, vio que Gabi supo que estaba vencida. No tenía más remedio que entrar en la tienda y estar con Alim. El desierto no le dejaba muchas alternativas, se dijo a sí misma. La verdad era que quería estar con él.