Capítulo 7
EL sultán de sultanes ya puede recibirlo.
Alim le dio las gracias a Violetta cuando lo llamó para decirle que su padre ya estaba preparado. Se había duchado, se había puesto unos pantalones de lino negro y una camisa blanca e, impacientemente, había esperado que lo llamara.
Había esperado con impaciencia ir a desayunar con los recién casados para hablar tranquilamente con ellos. En ese momento, sin embargo, esperaba con impaciencia el resto del día… y el año que se avecinaba.
Sabía que había abrumado a Gabi y que era difícil asimilarlo, pero estaba seguro de que habría esperanzas para ellos una vez que lo hubiese pensado. No esperaba con impaciencia solo las noches que lo esperaban, sino también los días de trabajo. Se había enamorado de ese hotel a primera vista. Estaba en mal estado y un tanto abandonado, pero él le había devuelto la vida. Con Gabi de coordinadora de actividades, esperaba con impaciencia muchas cosas en distintos terrenos.
Violetta estaba esperándolo en la puerta de la suite real. Le sonrió mientras se acercaba y llamó tres veces para indicar que había llegado. Él abrió la puerta y entró esperando encontrarse con su familia, pero solo estaba su padre.
–Alim –le saludó su padre en un tono no muy acogedor.
–¿Dónde están Mona y James? –preguntó él después de haber inclinado la cabeza.
–De camino a París –contestó Oman–. Les pedí que pasaran por aquí un poco antes.
–Estoy seguro de que han agradecido que les llamaras temprano la mañana siguiente a su boda.
Alim sabía que el sarcasmo era una pérdida de tiempo con su padre. Sin embargo, también sabía desde hacía mucho tiempo que, si quería tener una relación con James, tendría que labrársela él solo. Cuando descubrió que tenía un medio hermano, en vez de pasarlo por alto, como les habría gustado a sus padres, él quiso conocerlo. Había mantenido viva esa relación con su hermano mediante llamadas, mensajes y visitas, y seguiría haciéndolo. Vería a los recién casados cuando volvieran a Roma o podría encontrarse con ellos en París. También le gustaría ver a Kaleb.
–¿Dónde está Yasmin?
–Violetta me ha dicho que se siente mal –contestó Oman–. Creo que tiene una migraña; anoche pasó demasiadas emociones.
O bebió demasiado champán, pensó Alim aunque no dijo nada y dejó que su padre siguiera hablando.
–No me importa mucho porque quería hablar contigo a solas. Hay que hablar de muchas cosas después de lo que te dije anoche.
–Muy bien.
Se había preparado una mesa de nogal resplandeciente y un auténtico festín esperaba en un enorme carro de plata. Alim se dio cuenta de que no había ningún empleado, como era la costumbre cuando iba a tratarse algún asunto oficial. Alim no estaba de humor para un desayuno de trabajo, pero sabía que habría que resolver muchas cosas por la enfermedad de su padre. Si hubiesen estado en Zethlehan, quizá hubiese estado presente un anciano por si surgían asuntos delicados, pero, en ese momento, estaban ellos dos solos.
Alim sirvió a su padre y luego se sirvió a sí mismo. Oman prefería fruta y, normalmente, él también, pero esa mañana se sirvió una ración generosa de shakshuka, unos huevos escalfados con una salsa especiada. Había varios cocineros en el Grande Lucia, y, entre ellos, dos de Zethlehan que había llevado él mismo.
–El brunch de Oriente Próximo del hotel gusta cada vez más. Ahora hay que reservar mesa con antelación –comentó Alim mientras se sentaba.
Oman no dijo nada. No aprobaba que Alim tuviera inversiones en el extranjero y le molestaba especialmente la pasión que sentía su hijo por ese hotel.
Entonces, Oman lo dijo. No levantó la mirada, lo dijo con la misma despreocupación que si hubiese pedido más té.
–Llevo un tiempo pensando en apelar al mandato prematrimonial.
Alim, quien había previsto muchas cosas para el año que se avecinaba, no se había imaginado eso en ningún momento. En ningún momento. Su padre detestaba ese mandato que le habían impuesto a él y él no podía creerse que fuese a aplicarlo a su hijo.
–No hace falta –replicó Alim sin inmutarse aunque, inusitadamente, estaba alterado.
–Pues lo parece. Llevo muchos años queriendo elegirte una novia.
–Y yo te he dicho que no me voy a casarme por imposición –replicó Alim en un tono todavía sereno aunque ligeramente amenazante.
Alim miró a su padre. Eso no era solo inesperado, era vengativo.
–Tú detestas ese mandato –le recordó Alim.
–Tiene sus virtudes. Mi padre eligió bien. Tu madre es una reina ejemplar y nuestro pueblo la adora.
–Y tú detestas que no pudieras casarte con Fleur.
Dijo su nombre en voz alta, no era el momento de andarse con evasivas.
–Detestas que tu primogénito no tenga un título y que no se reconozca a la mujer que amas –Alim intentó mirar a su padre, pero Oman no lo miró a los ojos–. No puedes hacer eso.
–Ya lo he hecho. Informé esta mañana a los ancianos. A partir de ahora, eres sultán electo.
Eso significaba que Alim era sultán a la espera, entre otras cosas, de tener pareja. A partir de ese momento, tenía que mantener… abstinencia sexual para no avergonzar a una posible novia. No podía… aliviarse salvo en esos momentos discretos en el desierto.
–No puedes obligarme a que me case –repitió Alim elevando la voz.
Él no gritaba jamás, pero esa mañana gritó. Oman no se inmutó y, efectivamente, su padre quería vengarse porque esbozó una sonrisa sombría antes de replicar.
–Sin embargo, sí puedo hacer que tu vida de soltero sea un infierno. Ya te has divertido, Alim, ya es hora de que madures.
Un año.
Gabi se había ido a casa hecha una furia por lo que le había propuesto Alim. Sin embargo, su piso estaba frío y se acordó de la calidez que acababa de abandonar y de la felicidad de la noche anterior.
Ya debería haber acabado. En ese momento, debería estar aceptando que ya no iba a estar más con él, aunque hubiese sido maravilloso. Sin embargo, su cabeza le daba vueltas a la posibilidad de que hubiese algo más.
No le había dado tiempo ni de hacerse un café cuando Bernadetta la llamó.
–Esta tarde tengo una cita con una novia, pero me ha vuelto el vértigo y no voy a poder acudir…
Gabi cerró los ojos mientras Bernadetta seguía dándole una de sus excusas.
–¿No puede posponerse para mañana?
Ella, aparte de todo lo que había pasado con Alim, había trabajado hasta medianoche y todavía tenía que hacer muchas cosas ese día. Tenía que devolver el gramófono y el disco a los abuelos, que vivían bastante lejos, tenía que recoger vestidos y tenía que hacer centenares de cosas que pasaban desapercibidas, pero que conseguían que la boda del día anterior fuera perfecta para la familia.
–No quiero defraudar a un posible cliente –contestó Bernadetta–. Gabi, no tengo fuerzas. Es una boda de verano que se celebrará en el Grande Lucia. Tú vas a estar allí en cualquier caso.
–No tengo traje –le recordó ella a su jefa–. Bernadetta…
Gabi no siguió y se dio cuenta de que había estado a punto de negarse, había estado a punto de plantarle cara a Bernadetta y no solo por la fuerza que le daba la oferta que le había hecho Alim esa mañana. Había recordado la conversación de anoche. Estaba cansada de que la llevaran de un lado a otro y sabía que valía mucho más que el trato que le daba Bernadetta, pero se mordió la lengua por el momento.
Tenía que meditar bien el paso siguiente y, en vez de mantenerse firme, se cepilló la falda, cosió la chaqueta lo mejor que pudo y volvió al Grande Lucia. Había mucho ajetreo en el vestíbulo y se sacaban enormes carros de latón con maletas muy caras.
–¡Gabi!
Se dio la vuelta y sonrió al ver al fotógrafo.
–¿Qué tal te fueron las cosas anoche? –le preguntó ella.
–Seguramente, no tan bien como a ti –contestó él mientras sacaba una de las cámaras–. La dejé en el palco y la programé para que sacara fotos intermitentemente hasta las doce.
Gabi empezó a ruborizarse al darse cuenta de lo que podía haber captado. Le enseñó la cámara y ella no pudo mirar la pantalla porque le aterraba lo que podía ver.
–No es parte el álbum para los novios, pero es una imagen preciosa –comentó el fotógrafo.
Gabi pensó que había sido otra metedura de pata y se arrugó, pero hizo un esfuerzo para mirar la pantalla. Entonces, volvió toda la magia de la noche anterior. Allí estaba ella, en la impresionante pista de baile, dando vueltas en brazos de Alim. Era tan bonita como cualquier foto de boda profesional, pero era casi imposible hacerse a la idea de que era su primera noche juntos y de que, en ese momento, no se habían besado siquiera. Sabía el segundo exacto en el que se había sacado la foto. Había sido cuando Alim le había avisado de que solo daba problemas y ella había levantado la cara. Había captado perfectamente el momento porque ella lo miraba a los ojos y Alim la abrazaba con delicadeza y firmeza a la vez.
–¿Quieres que la borre? –le preguntó el fotógrafo.
–No.
–Eso me había imaginado. Te la mandaré.
El fotógrafo se marchó y Gabi quiso gritarle que no se olvidara de mandársela, pero vio a Fleur, que le hacía un pedido a una doncella en uno de los salones adyacentes. Esa mujer siempre la había intrigado, pero nunca tanto como en ese momento. ¿Sería solitaria la vida de Fleur? Claro que tenía que serlo, pero Alim no le había propuesto lo mismo. El suyo era un plan casi laboral, un plazo soportable. Un año. Se lo repitió otra vez, pero con más emoción. No había salido con un hombre, pero sabía por lo que le habían contado sus amigas que la mayoría de las relaciones no llegaban a durar tanto. Lo que le había indignado había sido que él hubiese dado por sentado que accedería sin dudarlo.
–¡Gabi! –Anya, la recepcionista, la llamó y ella se dio cuenta de que el ajetreo del vestíbulo había aumentado–. ¿Te importaría apartarte? Hay unos VIPs que están a punto de marcharse.
–Claro.
Unos hombres con traje oscuro cruzaron el vestíbulo y ella supo que eran del servicio de seguridad del hotel, y que estaba a punto de ver al sultán de sultanes. Miró mientras el séquito recorría el vestíbulo. Había una joven con una melena morena, un vestido de terciopelo color mostaza y unos zapatos planos con joyas. Era muy hermosa aunque tenía los ojos tapados por unas gafas de sol. Entonces, vio a un hombre con una túnica negra y una kufiya de color plateado. Notó que el aire le quemaba los pulmones porque sabía que era el padre de Alim. Era su versión madura y tenía su mismo aire de autoridad y elegancia.
El gerente estaba en el vestíbulo para despedir a los huéspedes reales. Normalmente, lo habría hecho el propietario, pero daba la casualidad de que el propietario era su hijo. Todo cobraba sentido. Desde la insistencia de Fleur para que se celebrara allí hasta los pocos invitados por parte del novio.
Entonces, todo acabó. La comitiva salió, se montó en los coches que les esperaban y se marchó. Ella miró a Fleur, quien estaba en el salón, sentada muy recta y muy digna, pero espantosamente sola. Vio que sacaba un pañuelo del bolso y que se lo llevaba un instante a los labios para dominarse. El sultán de sultanes no le había dado un beso de despedida, ni siquiera le había dirigido una mirada. No había recibido ni el más mínimo reconocimiento público del hombre al que había dado un hijo.
Sin embargo, lo que Alim le había propuesto esa mañana era distinto. Era un año de su vida y, hasta la noche anterior, no había conocido la vida amorosa. Solo había trabajado, lo que le encantaba, naturalmente, pero podría disfrutar de las dos cosas durante un año.
¿Qué pasaría después?
Vio que Fleur se dirigía hacia los ascensores y que, por primera vez, tenía los hombros un poco hundidos. Estaba derrotada. Sin embargo, eso no le pasaría a ella porque sabía perfectamente dónde se metía. El propio Alim le había dicho que sería una amante, no una mantenida.
¿Qué pasaría después? No podía pensar en eso en ese momento porque iba a aceptar.
No había tenido que pensarlo durante días. Solo había tardado unas horas y, una vez tomada la decisión, sentía el corazón rebosante de esperanza.
Entonces, como si quisiera corroborar su decisión, vio que se abría la puerta del ascensor privado que la había llevado a su suite. Alim salió y el corazón le dio un vuelco. Estaba recién afeitado e inmaculado. Sin embargo, en vez de no hacer caso a Fleur, como había hecho antes, vio que se paraba y hablaba con ella.
Fue una conversación tensa.
–Intenté disuadirlo, Alim –afirmó Fleur–, pero los dos sabemos que no me hace mucho caso.
Alim dejó escapar una risotada amarga porque acababa de hablar por teléfono con su madre. Le había implorado que intentara que Oman cambiara de idea, pero su respuesta había sido casi idéntica.
–Te hace más caso del que crees –replicó Alim–, lo que pasa es que no le plantas cara.
–¡Entonces, inténtalo tú! –exclamó Fleur en un tono cansado.
Lo haría. Respetaba el título de su padre, pero no siempre respetaba a la persona en sí. Sin embargo, era el sultán y su palabra era la ley.
Él había intentado convencerse de que no todo tenía que cambiar porque se hubiese apelado al mandato. Tendría más obligaciones mientras durara el tratamiento de su padre, pero podría seguir con su trabajo allí. Entonces, vio a Gabi en el vestíbulo con ese traje espantoso. Sin embargo, en ese momento, después de haberse acostado con ella, le parecía más hermosa que nunca y se dio cuenta de que todo había cambiado.
Las verdaderas repercusiones empezaban a asaltar su mente.
Ni siquiera se trataba de sexo porque no podría mantener una conversación íntima ni trabajar con una mujer que le hacía pensar en eso. Además, era posible que ni siquiera pudiera cumplir la ley cuando Gabi estuviera cerca. Solo podía esperar que siguiera de uñas contra él, como cuando se había marchado esa mañana, para no tener que hablar con ella.
En ese momento, solo podía pensar en los minutos siguientes y cruzó el vestíbulo sin hacer caso de la mirada de ella. Quería salir y pasear por las calles de Roma.
Cuando llegó a la puerta giratoria, ya había cambiado de opinión porque él no eludía los problemas. Dio media vuelta y se dirigió hacia Gabi vio su sonrisa y supo que iba a aceptar la propuesta que le había hecho. También vio que se le esfumaba la sonrisa a medida que se acercaba.
–Esa oferta…
Alim titubeó. Había tenido razón cuando había dicho que sería imposible trabajar juntos y no acostarse.
–Sí…
No era el lugar para explicarle el mandato, pero tampoco podían estar solos. Se acordó de ella esa mañana en la cama, de cuando se envolvió en la sábana mientras él intentaba explicarle las leyes y que los amantes solo podían estar solos en el desierto. Ella lo había descrito como medieval.
Sabía que lo más considerado, y necesario, sería terminar en ese momento sin más.
Sin embargo, podía captar el olor a manzana de su champú y podía ver la ligera inflamación de sus labios, un resto de los besos ardientes de la noche anterior. Se acordó de lo dispuesta a recibirlo que había estado y pensó en cuánto deseaba hacer el amor con ella. Sus cuerpos estaban anhelantes, pero, desde esa mañana, estaban vetados.
Decidió acabar con cualquier esperanza para los dos.
–La oferta ya no sigue en pie.
Vio que se quedaba pálida y que parpadeaba, pero no podía hacer nada para consolarla.
–Entiendo –replicó ella aunque no entendía nada.
Aun así, intentó mantener la dignidad. La dignidad le pareció como un trapecio al que tenía que agarrarse, pero no era una acróbata. Solo había aceptado cierta esperanza, una breve posibilidad para ellos dos, y él se la arrebataba. Había sabido que le haría daño algún día, pero, después de cómo la había tratado esa mañana, no se había imaginado que fuese ese mismo día.
Ni siquiera podía preguntarle el motivo ni exigirle una explicación porque estaba intentando no desmoronarse. Se había clavado las uñas en las palmas de las manos, pero le costaba respirar y se sentía un poco mareada.
–¿Te ocuparás de lo que hablamos? –preguntó Alim.
Gabi lo miró y decidió que era un malnacido de los pies a la cabeza. Ella se habría conformado, encantada de la vida, con una noche, pero él se lo había impedido al hacerle vislumbrar un sueño. Se aferró con una mano al trapecio imaginario y esperó que la alejara rápidamente de allí para que pudiera llorar sin que la viera nadie.
–Claro –contestó ella.
–Gabi…
La voz le salió ronca y no terminó lo que había estado a punto de decir. Fue ella quien llenó ese silencio.
–Tengo que marcharme. Bernadetta me ha dado una buena lista de tareas.
Y las llevó a cabo, consiguió superar el primer día. Marianna y ella se reunieron con la novia y su madre.
–Tenemos libre el último sábado de julio –les comunicó Marianna.
–No, quiero agosto –replicó la novia.
–Lo siento –Marianna sacudió la cabeza–, pero las bodas de verano hay que reservarlas con mucha antelación.
–¡Pero si faltan más de seis meses! –insistió la novia.
–Tiene suerte de que tengamos esos días libres.
Gabi se limitó a quedarse sentada. Normalmente, habría hecho algún sonido para rebajar el tono ligeramente hosco de Marianna. Pensó con espanto que había estado a punto de renunciar a su empleo. Había confiado tanto que casi le había presentado la dimisión a Bernadetta. El aturdimiento dejó paso a una rabia abrasadora cuando vio que Alim cruzaba el vestíbulo. Apuesto y elegante, parecía como si no tuviera ni una preocupación en la vida. Los rumores eran ciertos, era frío e insensible. No miró hacia ella y supo que la había borrado de su vida.
Entonces, la rabia se disipó y empezó a sentir un vacío al que pronto siguió el miedo.