Prólogo: La isla

Se llamaba Moisés Abravanel y, a menos que lograra llegar al embarcadero antes de que sus perseguidores le dieran alcance, moriría. Por eso avanzaba a la carrera a través del sendero, entre árboles y arbustos, con el corazón palpitando alocadamente en su pecho. Pero aquél era, sin duda, un ejercicio excesivo para un anciano grueso y sedentario de más de setenta años de edad, de modo que Moisés se vio obligado a detenerse para recuperar el resuello.

Apoyado contra el tronco de un árbol, con el aliento silbando a través de su garganta como el gemido de una vieja locomotora, miró en derredor. Aquella noche la luna llena flotaba radiante en un cielo despejado, de modo que había buena visibilidad. Se hallaba en un pequeño claro del bosque, una zona herbosa casi circular en cuyo centro se alzaba un pequeño menhir profusamente cubierto de signos geométricos. Aquel lugar se encontraba a no mucha distancia del embarcadero. Moisés enjugó el sudor de su frente con la manga de la chaqueta. Quizá pudiera lograrlo, quizá aún estaba a tiempo de llegar a la lancha y abandonar la isla, alcanzar la costa y advertir a la policía sobre lo que estaba ocurriendo.

Pero ¿y si lo apresaban? Le matarían, por supuesto, aunque eso carecía de importancia. Lo esencial era que, si moría, nadie sabría lo que estaba ocurriendo, y ellos podrían llevar a cabo sus planes con total impunidad. Moisés maldijo para sus adentros el no haberle contado a nadie lo que sabía, ni haber dejado constancia en alguna parte de aquella siniestra historia.

Contuvo la respiración. Un momento: sí había escrito algo… Sacó del bolsillo interior de su chaqueta un bloc de notas encuadernado en piel. Allí estaban sus apuntes de campo, incluyendo los que hacían referencia a los misteriosos sucesos acontecidos en la isla. Si él moría, ese cuaderno constituiría el único testimonio del terrible plan de Eihwaz, aquella abominación que todos consideraban extinguida desde hacía medio siglo. Tenía que esconder el bloc, pero ¿dónde? Debía hacerlo en un lugar que pasara inadvertido a sus perseguidores, pero que a la vez pudiera ser localizado por quienes se ocuparan de investigar su muerte… si es que finalmente moría. Buscó con la mirada un sitio donde ocultar el cuaderno. ¿Entre la maleza?… No, las primeras lluvias lo destruirían. Tenía que ser un escondite cerrado, quizá el hueco de un árbol, o…

Moisés contempló el menhir que se alzaba en medio del claro, una roca sin desbastar clavada verticalmente en el suelo. Sí, ése era el lugar adecuado. Moisés se puso de rodillas y apartó las hierbas que crecían en la base de la piedra. Como recordaba, allí, al pie del menhir, había un pequeño agujero, la entrada de lo que en otro tiempo había sido la madriguera de un conejo. El anciano introdujo sin vacilar el cuaderno dentro de aquella oquedad y luego tapó la abertura con una piedra.

Estaba incorporándose cuando, por el rabillo del ojo, creyó advertir un movimiento a su derecha. Permaneció unos segundos atento, pero a sus oídos sólo llegó el sonido de la brisa acariciando las copas de los árboles, el canto de los grillos y el lejano rumor del oleaje. Moisés suspiró. Allí no había nadie; sin embargo, hubiera jurado que un momento antes había visto un par de ojos, entre las ramas, espiándolo. Sacudió la cabeza. Estaba nervioso, imaginaba cosas. Entonces escuchó unas voces, y ruido de pasos avanzando por el sendero. Eran ellos, los vástagos de las Fuentes de la Vida, los hijos de la oscuridad. Eihwaz.

El anciano profirió una muda maldición, «scheisse», que en yiddish significa mierda. Había tardado mucho en ocultar el cuaderno de notas y sus perseguidores se habían aproximado peligrosamente. Moisés echó a correr de nuevo. Estaba agotado, pero el miedo le empujaba a seguir adelante, sin prestar atención a las ramas que le azotaban el rostro o a las zarzas que arañaban su piel. Al poco comenzó a jadear. Le dolían las piernas y notaba un ardor en el pecho. Todos y cada uno de sus viejos músculos parecían protestar por aquel inusitado exceso de ejercicio físico; pero en su mente sólo había un objetivo: llegar al embarcadero. Salvarse.

Quizá por eso, Moisés no se dio cuenta de que alguien le seguía a corta distancia, un extravagante personaje que corría junto a él, pero no por el sendero, sino a través del denso follaje, allí donde no podía ser visto. El desconocido se movía entre la vegetación con asombrosa agilidad, sin hacer el menor ruido, sin rozar una rama, como un lobo sigiloso acechando a su presa en la oscuridad.

Se llamaba Hack y pertenecía al clan de los Hombres Verdes. Su presencia suponía un reto a la lógica y al sentido común. Pero ahí estaba, oculto entre las frondas de un bosque que no era el suyo, en un país extraño y enigmático, testigo involuntario de un drama cuyo significado no podía comprender.

Hack tenía un aspecto realmente peculiar. Era de baja estatura, pero de recia y fibrosa complexión. Sus largos cabellos negros iban recogidos en una trenza y el mentón aparecía cubierto por una espesa barba. Vestía una camisa de cuero teñido de verde y unas polainas del mismo material. Un cinturón trenzado sujetaba el corto taparrabos de piel que pendía por delante y por detrás de su cintura como un faldellín. Se cubría los pies con unos mocasines de cuero y la cabeza con un gorro triangular de piel. También llevaba un zurrón colgando de su hombro derecho y un carcaj lleno de flechas del izquierdo. En la mano portaba un largo arco de madera.

Pero lo más extraño eran las marcas que cubrían su piel. Porque Hack tenía el rostro cuajado de tatuajes verdosos, así como los brazos, el pecho y la espalda. Eran las marcas sagradas del clan de los Hombres Verdes y los signos representativos de su línea genealógica: la estirpe de los Ckuchlainn.

Si el profesor Moisés Abravanel, doctor en Historia del Arte y Arqueología, hubiese podido echar una mirada a Hack Ckuchlainn, habría pensado que aquello era un imposible, una paradoja, un enigma. Pero ahora lo único importante era procurar que a cada paso le siguiera otro, continuar corriendo sin prestar atención al dolor que punzaba su abdomen y al fuego que abrasaba sus pulmones. Seguir el sendero sin detenerse.

Huir. Correr. Escapar.

Al doblar un recodo, Moisés tropezó con las raíces de un árbol y cayó violentamente al suelo. Permaneció unos instantes boca abajo, aturdido. Luego intentó incorporarse, pero una punzada en su pierna izquierda le hizo desplomarse de nuevo. Se había torcido el tobillo al caer y ahora le ardía de dolor. Apoyó la cabeza en el suelo. Era tan tentadora la idea de quedarse ahí, tumbado, sin moverse, descansando… Pero eso significaba la muerte. No obstante, ¿qué podía hacer? Con un pie inutilizado le resultaría imposible escapar.

La brisa transportó las voces cada vez más cercanas de sus perseguidores.

Era el fin.

Un momento: por detrás de las voces percibía otro sonido. Era el rumor sordo de las olas batiendo contra las rocas, y sonaba cercano, muy cercano. Moisés se apoyó en un codo e intentó distinguir lo que había al final del sendero. Vio una luz parpadeando entre las hojas. ¿Una luz?… El resplandor de la Luna brillando sobre el mar. ¡Estaba al lado del embarcadero! El anciano se arrastró por el suelo, cogió una rama caída y, apoyándose en ella como si fuera un bastón, logró incorporarse. Luego, siempre aferrado a aquel palo rugoso y áspero, avanzó trastabillando unos metros. El sudor le corría a raudales por la frente y el cuello.

Moisés encajó la mandíbula y se obligó a sí mismo a continuar andando. Faltaba muy poco. Siete u ocho metros, tan sólo unos cuantos pasos más. Con un último esfuerzo, recorrió el tramo final del sendero y se adentró en una pequeña playa de guijarros. Se detuvo, jadeante, enjugó el sudor que nublaba su vista y contempló con renovados ánimos el embarcadero de madera.

La sangre se heló en sus venas. Un yate negro de quince metros de eslora se encontraba anclado junto a su lancha. Aquel barco, que ostentaba el ominoso nombre de Leviatán, no debía estar ahí, como tampoco debían estar ahí los cinco individuos armados con ametralladoras que, desde el maderamen del embarcadero, le contemplaban impasibles. Pero allí estaban, y su presencia era una sentencia de muerte. Eran los guardianes de las Fuentes de la Vida. Sus verdugos.

El anciano se dejó caer de rodillas y aguardó en silencio. Los minutos se arrastraron lentamente. Moisés, agarrado con ambas manos a la rama que le servía de bastón, comenzaba a preguntarse cuál podía ser la razón de aquella demora, cuando de pronto distinguió un movimiento sobre la cubierta del barco. Se trataba de un hombre de unos treinta años, extremadamente alto y fuerte, con el pelo tan rubio que casi parecía blanco. Empujaba una silla de ruedas sobre la que descansaba un anciano de avanzada edad. Mientras recorrían el breve trecho del embarcadero, Moisés observó atentamente al inválido. Era un hombre muy viejo, de aspecto frágil y enfermizo. No quedaba ni un cabello en su arrugado cráneo y numerosas manchas hepáticas salpicaban su piel cenicienta. Tenía los ojos hundidos, pero su mirada, en contraste con aquel cuerpo lisiado y caduco, estaba llena de energía y determinación.

Entonces, el anciano habló, y sus palabras no fueron un balbuceo senil, sino la voz grave y autoritaria de alguien que está acostumbrado a ser obedecido:

—Buenas noches, doctor Abravanel. ¿Qué hace fuera de casa, tan de madrugada, mi pequeño sabio?

¡Aquella voz! Moisés parpadeó, asombrado, mientras su memoria retrocedía medio siglo en el tiempo.

—¡Tú!… —exclamó con incredulidad—. ¡Pero si habías muerto!

—Al parecer, la noticia de mi fallecimiento fue un tanto exagerada. Pero no has sido el único en sorprenderte; yo también te creía muerto. Me sorprendí mucho al descubrir tu artículo en esa aburrida revista universitaria de Historia. El Último Viaje del Haifisch. Un título demasiado melodramático para un texto tan académico, ¿no crees? Sin embargo, nos ha conducido hasta aquí.

El rostro de Moisés se contrajo en un rictus de dolor cuando, por descuido, apoyó en el suelo su pie lastimado. Pese a ello, se incorporó trabajosamente, enderezó la espalda y logró componer una actitud medianamente digna.

—Los buitres sois capaces de olfatear los despojos a gran distancia —dijo, con desprecio—. ¿Qué has venido a buscar? ¿La Madonna del Cisne?

La Madonna del Cisne y todo lo demás. A fin de cuentas, nos pertenecía.

—Lo robasteis —replicó Moisés.

—Lo conquistamos —le corrigió el viejo—. Aunque pueda resultar sutil, existe una gran diferencia entre el robo y la confiscación.

—Siempre te gustó jugar con las palabras. Pero de nada te valdrá esta vez. Os he descubierto y ya he denunciado a la policía vuestra presencia en la isla.

El inválido permaneció unos instantes silencioso, inexpresivo. Repentinamente, se echó a reír. Su frágil cuerpo se agitó al compás de las cada vez más intensas carcajadas, hasta que, de pronto, la risa se trocó en un acceso de tos.

—Estás mintiendo —dijo el anciano cuando recuperó el resuello—. Hace tiempo que te mantenemos bajo vigilancia. Sabemos que sólo te has puesto en contacto con el profesor Ben Shazar, y no le contaste nada. Ni a él, ni a nadie. Y no lo has hecho porque no sabes nada de nosotros, amigo mío. Nada.

—Sé lo suficiente —dijo Moisés, y añadió—: Sé que sois Eihwaz.

Por un instante, los ojos del viejo inválido se ensombrecieron.

—Palabras —dijo despectivo—. Eso es todo, palabras cuyo significado desconoces. Resultas patético, Moisés. Cuando te conocí no eras más que un joven siervo, dócil y sumiso, y ahora, cincuenta años después, continúas siendo un miserable siervo, sólo que ridículamente viejo y decrépito.

Moisés se echó a reír. Su futuro no podía ser más negro, pero aquello tenía gracia. Además, estaba harto de esa situación; no hacía falta ser un adivino para saber cómo iba a acabar todo, así que más valía terminar cuanto antes.

—¿Tú me llamas a mí viejo y decrépito? —dijo con una sonrisa sardónica—. Mírate en un espejo. Pareces un saco de huesos lleno de moho. Estás podrido y lisiado. ¿Cuánto tiempo hace que no funcionas como hombre? Seguro que tu shmuck parece un espagueti cocido, tan muerto como tus piernas.

El rostro del inválido palideció.

—Hay algo que la escoria como tú nunca ha aprendido a hacer —musitó—: guardar el debido respeto —levantó la mano derecha, una zarpa retorcida por la artrosis, y le hizo un gesto al gigante rubio—. Renard, ¿por qué no le das al pequeño sabio una lección de buenos modales?

—Será un placer, señor —dijo el gigante.

Renard no era su auténtico nombre, pero eso no resultaba extraño; ninguno de los miembros de Eihwaz usaba jamás su nombre real. Él se llamaba Renard, el zorro, y aquel apodo no era arbitrario. Pese a su inmenso tamaño, más de dos metros de altura y ciento quince kilos de peso, Renard se desplazaba con la ligereza y agilidad de un zorro. En un instante se situó frente a Moisés y desenvainó lentamente el cuchillo de caza que llevaba sujeto al cinto. Moisés intentó tragar saliva, pero tenía la boca seca. Apoyándose en un solo pie, esgrimió la rama como si blandiera un bate de béisbol. Parecía un ratón desafiando a un tigre.

—No te acerques… —advirtió, con escasa firmeza.

Renard sonrió y avanzó.

—Si das otro paso, te golpearé —las manos de Moisés temblaban.

Renard sonrió, aún más ampliamente, y dio otro paso. Moisés encajó la mandíbula e intentó golpear al gigante, pero éste se limitó a arrebatarle el palo de un manotazo, para luego descargar la empuñadura de su cuchillo sobre el cráneo del anciano. Moisés se derrumbó inconsciente sobre el suelo cuajado de guijarros.

—Gracias, Renard —resonó la voz del anciano—. ¿Te importaría llevarme al barco? Esta brisa es demasiado fresca para mi gusto.

Renard subió corriendo al pequeño muelle y comenzó a empujar la silla de ruedas en dirección al yate. De pronto, el inválido alzó una mano, indicándole a Renard que se detuviera. Giró la cabeza y se dirigió a los siervos de Eihwaz.

—Quitad de mi vista esa basura —señaló con un sarmentoso dedo el cuerpo exánime de Moisés—. Arrojadle al mar y aseguraos de que las aguas se lo traguen.

Volvió la mirada al frente e hizo un nuevo gesto. Renard empujó la silla de ruedas a lo largo del embarcadero y ambos desaparecieron, finalmente, en el interior del barco.

A unos diez metros de la playa, oculto entre la maleza, el Hombre Verde contemplaba la escena con el ceño fruncido. No entendía el idioma de aquellos extraños, pero en términos generales la situación parecía clara. Los hombres-pez habían perseguido y acorralado a un anciano indefenso; luego el gigante de nieve le había golpeado en la cabeza y, ahora, los hombrespez arrastraban su cuerpo hacia la canoa pequeña. Desde luego, no había sido una lid muy justa. Una docena de hombres jóvenes contra un viejo… En aquella lucha no podía haber honor ni gloria, sólo vergüenza.

A decir verdad, durante un instante Hack estuvo a punto de intervenir. Incluso llegó a montar una flecha en el arco. Desde el lugar donde se encontraba le hubiera resultado sencillo atravesar la garganta del gigante y abatir acto seguido a cuatro o cinco de sus compañeros. Luego, los restantes hombres-pez le habrían perseguido. Pero el bosque era su reino, allí Hack hubiera acabado con ellos uno a uno, como un hálito letal, como un cazador invisible.

Sin embargo, Hack optó finalmente por mantenerse al margen. Era un individuo pragmático y en su decisión habían pesado diversas razones. En primer lugar, aquella lucha no era su lucha. En segundo lugar, allí intervenía, indudablemente, la magia. Y si bien Hack no temía a ningún ser vivo, sentía, por el contrario, un gran respeto hacia las fuerzas sobrenaturales. La última y más poderosa razón era el anciano oscuro. Aquel hombre tan viejo, montado sobre un pequeño carro, era la encarnación del mal. Era un trasgo. Era B’gomo, la serpiente.

El Hombre Verde arrugó la nariz. Su finísimo olfato captaba el olor que surgía de la canoa grande. Olor a tierras malsanas, a fungosidades, a vegetación podrida. Hack retrocedió sigilosamente, se internó en el bosque y desapareció súbitamente entre las sombras.

Sí, Hack Ckuchlainn, del clan de los Hombres Verdes, era un gran cazador, un gran guerrero; pero se encontraba en tierra extraña y un forastero debe saber que, en ciertas ocasiones, lo más prudente es retirarse.