21. El secreto de Hans Günter Müller

En Xas no quedaba el menor rastro de los sucesos ocurridos durante la pasada madrugada. El campamento de la Fraternidad había desaparecido, al igual que los cadáveres. Abril experimentó una intensa sensación de irrealidad al contemplar la tranquila soledad que presidía la isla bajo el sol radiante de aquella mañana de verano. Era como si nada hubiese ocurrido.

—No perdamos el tiempo —dijo Dante mientras amarraba la barca al malecón de cemento—. Tenemos que buscar una cueva, un agujero grande, una grieta. Cualquier lugar donde puedan esconderse tres toneladas de oro y una pequeña pinacoteca.

Pasaron la mañana explorando las abruptas paredes del acantilado. Durante horas, bajo la sorprendida mirada de las gaviotas, que parecían asistir perplejas a la inusitada actividad de aquellos humanos, examinaron cada cornisa, cada oquedad, cada pliegue del terreno. Pero fue en vano: no encontraron nada.

—No lo entiendo —murmuró Dante, rascándose pensativo la barba—. Tiene que estar por aquí, en este lado de Xas.

—¿Por qué? —preguntó Abril.

—En realidad es muy sencillo —Dante se sentó al borde del acantilado—. Sabemos que el capitán del Haifisch sobrevivió al hundimiento del submarino. Sabemos también que compró una casa en Orballo y que vivía holgadamente sin trabajar. ¿Cuál era, entonces, su fuente de ingresos? Sólo podía ser una: el oro del Haifisch. Ahora demos marcha atrás. Müller llega a estas costas con el submarino hecho polvo. Sabe que nunca podrá alcanzar Lisboa y que su país está a punto de perder la guerra. ¿Qué hace? Esconder el tesoro y esperar a que vengan tiempos mejores. Pero esos tiempos no llegaron jamás. Alemania fue derrotada y Müller tuvo que sobrevivir de la única manera que podía: viniendo de vez en cuando a la isla y cogiendo unos cuantos lingotes de oro que luego vendía en el mercado negro.

—Pero ¿por qué aquí? —repuso Óscar—. El oro y los cuadros podrían encontrarse en cualquier otro lugar de Xas.

—El submarino está hundido allí —Dante señaló hacia el mar—. ¿Te imaginas lo que supone trasladar tres toneladas de oro? —sacudió la cabeza—. No, no creo que lo hayan ocultado muy lejos —se incorporó—. Quizá lo llevaron al bosque.

Echaron a andar en dirección a la arboleda. Cruzaron en silencio el megalito, mirando con respeto aquellas antiquísimas piedras que ahora les parecían revestidas de un mágico halo de misterio, y alcanzaron la linde del bosque. Dante comenzó a recorrerla en dirección a la costa.

—Puede que enterraran el cargamento —sugirió Óscar.

—No. Tiene que estar en algún lugar al que resulte fácil acceder. Lo más probable es que sea una cueva.

—¿Y la tripulación del submarino? —preguntó Abril—. Quizá se salvó alguien y luego volvió aquí para recuperar la carga.

—Sinceramente, creo que Müller se ocupó de que algo así no pudiera suceder.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Óscar.

—Nada, sólo son teorías.

Dante se detuvo en el punto donde el bosque se unía a los acantilados. Contempló los casi cincuenta metros de caída en vertical que le separaban de los rompientes y comentó:

—Espero que no haya ahí abajo ninguna cueva, o tendremos que hacer alpinismo.

El arqueólogo suspiró con resignación y, flanqueado por los dos muchachos, comenzó a internarse en la arboleda. Lo que sucedió a continuación ocurrió demasiado rápido como para poder precisar los detalles.

Súbitamente, las ramas de un arbusto cercano se agitaron y algo surgió de las sombras. Hubo un movimiento veloz, un centelleo, y luego el sonido de un golpe brutal. Dante se desplomó instantáneamente. Pero el cuerpo del arqueólogo aún no había tocado el suelo, cuando el movimiento difuso se convirtió en la enorme silueta de un hombre que, como un oso enfurecido, derribó a Óscar y apresó a Abril. Entonces, desde el suelo, el muchacho vio el rostro de Renard, y vio la herida de su hombro, y la piel abrasada de aquellos brazos musculosos, y la mirada de odio salvaje que centelleaba en sus ojos azules y fríos.

Y advirtió, horrorizado, que el lugarteniente de Maximilian Ebner apretaba contra la garganta de Abril la afilada hoja de un enorme cuchillo de caza.

* * *

—¡Déjala! —gritó Óscar—. ¡Ella no tiene la culpa de nada!

—Ella no —la voz de Renard era ronca y silbante—. Pero tú sí.

—Pues haz lo que quieras conmigo, pero suéltala a ella.

—¡Mataste a mi padre! —gritó el gigante.

—Sólo intentaba defenderme —repuso Óscar con un nudo en la garganta—. No sabía que el barco fuese a explotar…

—¡Cállate! —gritó Renard, respirando con dificultad; luego prosiguió en voz baja—: La explosión me arrojó al agua. Intenté volver al barco, rescatar a mi padre, pero no pude, y vi cómo el Leviatán se hundía bajo las aguas…

La voz del gigante murió en sus labios y su mirada de hielo se perdió en algún lugar oscuro y remoto; pero no apartó el filo de acero del cuello de la muchacha. Óscar contempló de reojo el cuerpo inmóvil, inconsciente o muerto, de Dante. No, de allí no iba a venir ninguna ayuda, sólo podía contar consigo mismo.

—Suéltala —suplicó—. Mátame a mí, pero deja que ella viva…

Los enloquecidos ojos de Renard se clavaron en el rostro del muchacho.

—Me has hecho caer en vergüenza; jamás podré regresar a la Fraternidad, con mis hermanos. Vi cómo volvían, ¿sabes? Regresaron para recoger los cadáveres y yo me oculté de ellos, como un perro sarnoso. Porque Maximilian Ebner, el Señor de Eihwaz, ha muerto por mi culpa —sus ojos relampaguearon de ira—. Pero tú vas a pagar por ello. Así que primero te haré sufrir —bajó la mirada y contempló la palidez del rostro de Abril—. La quieres, ¿no es cierto? ¡Pues abre bien los ojos y mira cómo le rebano la garganta a tu amiguita!

La mano de Renard se tensó sobre la empuñadura del cuchillo.

«Dios mío, va a hacerlo…», pensó Óscar.

Y entonces sucedió lo inesperado: una flecha surcó el aire y, con un siseo letal, fue a clavarse en el tronco de un árbol, exactamente a un centímetro de la cabeza de Renard. Éste se encogió instantáneamente y se protegió tras el cuerpo de la muchacha. El filo del puñal se incrustó con más fuerza en su cuello.

Repentinamente, una extraña figura surgió de la vegetación. Era un hombre de baja estatura, vestido con prendas de cuero verde y con la piel cubierta de tatuajes. Empuñaba un arco de tejo y mantenía una flecha tensada sobre la cuerda. Renard, parapetado tras el cuerpo de Abril, enarcó las cejas y murmuró:

—¿Quién demonios eres tú?… —el gigante observó de soslayo la saeta que acababa de clavarse en el árbol y un destello de reconocimiento brilló en sus ojos—. Es la misma clase de flecha que me hirió ayer —murmuró—. Así que fuiste tú, ¿eh? —sonrió como un loco—. Un buen disparo, hombrecito. Pero dime, ¿qué haces aquí, vestido de salvaje? ¿Y qué quieres? ¿A la chica? Entonces estamos empatados: tú tienes un arco, pero yo tengo mi cuchillo en su garganta —un hilo de sangre comenzó a recorrer el cuello de Abril—. ¡Suelta el arco o la mato!

Hack frunció el ceño. Aún sin entenderlas, las palabras del gigante eran claras. Vaciló; no podía disparar sin arriesgarse a herir a la hija de la Diosa… así que bajó lentamente el arco.

—Eso es —sonrió Renard—. Buen chico.

El Hombre Verde arrojó el arco al suelo. Luego se llevó una mano al cinto y sacó su cuchillo de una funda de piel. Era un pequeño utensilio de sílex, primorosamente labrado, pero de apariencia inofensiva frente al enorme machete de acero inoxidable que empuñaba Renard. El Hombre Verde, siempre inexpresivo, señaló al gigante e hizo un gesto con la mano, invitándole a acercarse.

—¿Quieres pelear? —Renard profirió una carcajada—. Bueno, por qué no.

De improviso, empujó violentamente a la muchacha y la apartó de sí. Abril chocó contra un árbol y cayó al suelo. Óscar corrió a su lado y examinó alarmado la sangre que corría por el cuello de su amiga.

—Estoy bien… —musitó Abril, tragando saliva varias veces.

Luego, ayudada por Óscar, se puso en pie y contempló sobrecogida el enfrentamiento que tenía lugar junto a ellos. Hack y Renard estaban inmóviles, uno frente al otro, vigilándose mutuamente con los cuchillos adelantados. El Hombre Verde parecía ridículamente pequeño al lado de aquel coloso de músculos descomunales. Súbitamente, Renard lanzó una feroz cuchillada contra el estómago de Hack. Pero éste, moviéndose con gran rapidez, eludió la acometida y giró sobre sí mismo. El cuchillo de piedra describió una curva en el aire y una rosa de sangre floreció en el pecho de Renard, que retrocedió con rapidez un par de pasos.

—Vaya, hombrecito —dijo, pasando sus dedos por la herida que le cruzaba el torso—, sabes pelear…

Sin previo aviso, Renard lanzó una larga cuchillada hacia la derecha, que falló por varios centímetros. Eso dejó al descubierto su costado. Hack aprovechó al instante la oportunidad que se le ofrecía e intentó clavar su puñal entre las costillas del gigante. Pero era una trampa. El pie derecho de Renard describió una amplia curva, impactó contra la mano de Hack y le arrancó el cuchillo de entre los dedos; simultáneamente, proyectó su pierna izquierda hacia delante y golpeó en la mandíbula al Hombre Verde, que cayó rodando por tierra.

—¿Practicas el taekwondo? —Renard sonrió con ironía—. Oh, me temo que no sabes nada de artes marciales. Qué pena…

Hack, aturdido, intentó levantarse, pero una nueva patada lo devolvió al suelo. El gigante guardó el cuchillo en su vaina. No necesitaba armas para acabar con ese pigmeo de estrafalario aspecto. Para esa labor le bastaban sus manos y sus pies. Avanzó lentamente hacia Hack y le propinó una nueva patada, y luego otra, y otra… Óscar y Abril contemplaban como hipnotizados el desarrollo de aquel desigual combate. El sentido común les urgía a huir de allí, a escapar antes de que todo acabara y el gigante volviera su furia contra ellos. Pero no podían moverse, estaban petrificados, contemplando con horror cómo Renard golpeaba una y otra vez al pequeño guerrero, conduciéndole inexorablemente hacia el precipicio.

—¿De verdad creías que ibas a poder vencerme, hombrecito? —preguntó en tono burlón Renard.

Hack, magullado y tambaleándose, se incorporó en el borde mismo del acantilado. Tras limpiarse la sangre que nublaba sus ojos, dirigió un fugaz vistazo al abismo que se abría a su espalda. Miró de nuevo al gigante y masculló unas palabras en su extraño idioma. Renard se encogió de hombros.

—No te entiendo. Pero ya me he cansado de jugar contigo —sonrió de oreja a oreja—. Adiós, hombrecito…

Y, dando un par de ágiles zancadas, saltó en el aire y proyectó su pie izquierdo contra el pecho del Hombre Verde.

De pronto, Hack, moviéndose veloz como un animal del bosque, se echó a un lado, aferró la pierna extendida de Renard y tiró de ella con inusitada fuerza. El pesado cuerpo del gigante describió una curva en el aire y salió proyectado más allá del acantilado. Las manos de Renard no lograron alcanzar el borde por escasos centímetros. Durante un instante, su cuerpo pareció flotar entre el cielo y la tierra, como una cometa suspendida por el viento. Luego Renard se precipitó al abismo. Sus ojos todavía mostraban incredulidad cuando, finalmente, fue a estrellarse contra las rocas batidas por el mar.

Hack, en lo alto del acantilado, alzó la cabeza y lanzó un grito, proclamando al Sol y al viento su triunfo. Él era Hack Ckuchlainn del clan de los Hombres Verdes y había matado al gigante albino.

* * *

Cuando Dante recuperó el conocimiento, en medio de un intenso dolor de cabeza que por espacio de unos segundos le hizo bizquear y ver doble, lo primero que contempló fue un extraño rostro cubierto de tatuajes. Al principio pensó que era una alucinación, pero luego, al ponerse las gafas que le tendía Óscar, comprobó con asombro que aquel pequeño hombre vestido de cuero era tan real como las dolorosas punzadas que martirizaban su maltrecha cabeza.

Óscar y Abril le pusieron al corriente de todo lo que había pasado: la irrupción de Renard, la milagrosa aparición de aquel extraño individuo tatuado, su lucha con el gigante y la muerte de Renard al despeñarse por el acantilado. Dante escuchó toda la historia en silencio, sin apartar la mirada del rostro de Hack. Éste, entre tanto, sólo parecía mostrar interés por Abril, y no dejaba de contemplarla con un embeleso rayano en la adoración.

Tras recuperarse del golpe recibido, el arqueólogo intentó hablar con el Hombre Verde, pero éste lo ignoró por completo. Abril tuvo que explicarle por señas que Dante era su amigo. Sólo entonces se mostró dispuesto Hack a hacer caso al arqueólogo. Al poco, ambos se alejaron unos metros y se entregaron a una especie de pantomima llena de gestos y de muecas, la forma más primaria de comunicación.

Media hora después regresaron al lado de los muchachos.

—Es como si me estuvieran taladrando el cerebro —dijo Dante, palpándose el cráneo—. En veinticuatro horas dos nazis diferentes se han dedicado a aporrearme la cabeza. Esto va a acabar convirtiéndose en una costumbre.

—Y a mí me han secuestrado tres veces en dos días —intervino Abril—. Así que no te quejes tanto. ¿Quién es ese hombre?

—Se llama Hack Ckuchlainn. Por lo visto, ha llegado aquí a través del crónlech. No sé qué idioma habla, pero algunas de las palabras que emplea parecen celtas. Y eso es muy extraño, porque el cuchillo y el resto de sus utensilios son de sílex pulimentado, o sea que pertenece a una cultura del Neolítico. Sin embargo, los celtas eran tribus de la Edad del Bronce, que no llegaron a Europa hasta el año mil antes de Cristo, así que nuestro amigo no puede ser celta. Quizá se trate de un picto, o de un escoto, o de un hiperbóreo, o de Dios sabe qué.

—¿De dónde viene? —preguntó Óscar.

—No tengo ni idea; si os creéis que es fácil hacerse entender por señas, probad vosotros mismos —Dante reflexionó unos instantes—. Él se refiere a sí mismo como nak-fash. Pues bien, en gaélico «neach» significa persona y «fàs», bosque. Por otro lado, Ckuchlainn es la denominación de su estirpe. Pues bien, en la mitología irlandesa hay un personaje, un guerrero mítico, llamado Cuchulainn. Así que todo apunta a Irlanda como su lugar de origen. La Irlanda de hace unos cuatro mil años.

—En cualquier caso —dijo Abril—, Hack nos ha salvado la vida. Y aún no se lo hemos agradecido —la muchacha se aproximó al Hombre Verde y le besó en la mejilla—. Muchas gracias, Hack Ckuchlainn; eres muy valiente.

Incluso a través de la espesa barba y de la enmarañada red de tatuajes que cubría su rostro, resultó patente que aquel tosco y primitivo guerrero se había ruborizado como un colegial. Inesperadamente, Hack se puso en cuclillas y apoyó su frente en la rodilla de Abril. La muchacha miró a Dante desconcertada, pero Dante no la miraba a ella. Al inclinarse, los colgantes que pendían del cuello de Hack habían quedado al descubierto, y ahora el arqueólogo mantenía sus asombrados ojos fijos en ellos.

—¡¿De dónde has sacado eso?! —exclamó, aferrando bruscamente uno de los amuletos de Hack.

Al instante, el Hombre Verde empuñó su cuchillo, se abalanzó sobre el arqueólogo y apretó el filo de sílex contra su garganta.

—Abril —musitó Dante, tragando saliva—, ¿te importaría decirle a tu amigo que tenga la bondad de no asesinarme?

La muchacha sujetó el brazo de Hack y, sonriendo con dulzura, consiguió que apartara (a regañadientes) el cuchillo de la yugular del arqueólogo.

—Dante es un amigo y no hay que hacerle daño —le reprendió con suavidad Abril; luego se volvió hacia el arqueólogo—. ¿Y tú qué demonios haces? No se puede tratar así a la gente.

—¡El colgante de hierro! —dijo Dante con urgencia—. ¡Dile que me lo deje!

Abril le dedicó una encantadora sonrisa a Hack y señaló alternativamente los collares y a Dante. El Hombre Verde no sentía ninguna simpatía hacia aquel tipo con los ojos de dos colores, pero cualquier petición de la muchacha dorada era para él una orden, así que se arrancó del cuello uno de los amuletos y se lo entregó con gesto hosco al arqueólogo. Éste contempló asombrado el objeto.

—¡Increíble!… —logró musitar.

—¿Qué es? —preguntó Óscar, desconcertado.

Dante mostró el amuleto: era una pequeña cinta de tela, negra, blanca y roja, de cuyo extremo pendía una cruz griega con una esvástica grabada en su centro.

—Es una Cruz de Hierro —repuso el arqueólogo—. La más importante condecoración de la Alemania nazi.

* * *

Hicieron falta más de quince minutos de mímica para que el Hombre Verde comprendiera lo que la hija de la Diosa y sus dos amigos le estaban preguntando: ¿de dónde había sacado aquella condecoración? Finalmente, Hack se dio un palmetazo en la frente y murmuró una frase ininteligible. Luego señaló hacia el bosque y pronunció unas palabras tan incomprensibles como las anteriores.

—¿Lo encontraste en el bosque? —preguntó Dante—. ¿Fash? ¿Bosque?

Hack asintió y echó a andar hacia la arboleda, seguido por Abril, Óscar y Dante. La extraña comitiva se internó en el bosque y, con Hack siempre a la cabeza, recorrieron unos doscientos cincuenta metros. El Hombre Verde se encontraba en su medio natural, por lo que caminaba con paso ágil y rápido, sólo interrumpido por las frecuentes paradas que se veía forzado a realizar en espera de sus acompañantes, que a duras penas lograban avanzar a través de aquella muralla vegetal. Finalmente llegaron a un minúsculo claro en el que se alzaba una peña cubierta de matorrales. Hack señaló hacia las piedras y dijo algo en su extraño idioma.

—¿Encontraste la condecoración aquí? —preguntó Dante.

Hack señaló de nuevo hacia las rocas. Dante se aproximó a los arbustos que crecían al pie de ellas, dio dos pasos hacia delante, se agachó… y desapareció. Transcurrieron quince interminables segundos.

—¿Dante?… —le llamó Abril, alarmada—. Dante, ¿dónde estás?

—En una especie de cueva —la voz del arqueólogo surgió ahogada desde detrás de los arbustos—. Un momento, voy a encender una cerilla… —sobrevino un largo silencio seguido de una exclamación—: ¡Dios santo!

—¿Qué pasa? —preguntó Óscar—. ¿Qué has visto?

Nadie contestó.

—¡Dante! —exclamó Abril, inquieta—. ¡Dinos algo, demonios!

Los arbustos se apartaron y el arqueólogo reapareció.

—Voy a la barca —dijo con aire abstraído, mientras comenzaba a alejarse.

—¿Cómo que a la barca? —Abril puso los brazos en jarras—. ¿Quieres decirnos de una vez qué hay ahí dentro?

—Después de todo no era una cueva —Dante se rascó la barba—. Alguien ha excavado un túnel en esa roca, con escalones y todo. Pero está muy oscuro, así que voy a buscar una linterna. Esperadme aquí, ¿de acuerdo?

Abril y Óscar se miraron de hito en hito. ¿Un túnel?…

* * *

Al principio, cuando Dante encendió la linterna (en realidad, una especie de antorcha fluorescente alimentada por una pesada batería), Hack se estremeció de terror y estuvo a punto de salir corriendo. Sólo la presencia de la hija de la Diosa lo contuvo, prestándole ánimos para introducirse en el pasadizo bajo el resplandor de aquella luz para él sobrenatural. Y así, encabezados por Dante, comenzaron a descender la escalera de piedra que conducía al interior de la isla. Las paredes del túnel mostraban los trazos alargados que habían dejado allí las perforadoras.

—¿Qué antigüedad tendrá esto? —preguntó Óscar.

—Creo que medio siglo —respondió Dante—. Cuando lleguemos al final te lo diré con seguridad.

El túnel, un pasadizo de dos metros de alto por uno y medio de ancho, descendía a lo largo de unos veinte metros, luego giraba en redondo y proseguía cien metros en horizontal, para volver a bajar de nuevo. Finalmente, tras un largo tramo de escaleras, acababa desembocando en una puerta de hierro. Dante la empujó con el hombro y cruzaron el umbral.

Lo que reveló la luz de la antorcha les dejó con la boca abierta. Se encontraban en una desmesurada cámara subterránea de unos veinte metros de altura, en cuyo centro se abría una enorme piscina de agua de mar. Pintada en una de las paredes podía verse una inmensa y descolorida esvástica negra.

—¿Qué es esto? —murmuró Óscar.

—Una dársena para submarinos —contestó Dante—. Una base secreta construida por los nazis hace cincuenta y cinco años.

—Pero… —Abril parpadeó—. ¿Cómo es posible que construyeran esto sin que nadie se diese cuenta?

—El padre Elías me dijo que a comienzos de 1939 una empresa austríaca estuvo haciendo prospecciones geológicas por aquí. Imagino que esa empresa pertenecía en realidad al ejército nazi y que, en vez de realizar investigaciones mineras, se dedicaron a construir este lugar. Por aquel entonces, el gobierno de Franco estaba en deuda con Hitler, de modo que debieron de contar con todas las facilidades para hacer lo que les viniera en gana sin que nadie metiera las narices en sus asuntos.

—Entonces —dijo Abril—, el cargamento del Haifisch debe de estar aquí.

Dante asintió y, con la antorcha en alto, avanzó lentamente. El sonido de sus pasos sembró de ecos aquel lugar cargado de humedad. De pronto, la verdosa luz iluminó una veintena de carcasas de hierro que yacían amontonadas en un rincón.

—Las cápsulas herméticas donde se guardaron los cuadros —murmuró el arqueólogo—. Pero están vacías…

—Hack ha desaparecido —dijo de pronto Abril.

Óscar miró en derredor. La muchacha tenía razón: no había ni rastro del Hombre Verde en la cámara subterránea.

—Ya volverá —musitó Dante, sin prestarles mucha atención.

—Quizá se encuentre arriba, esperándonos —sugirió Óscar.

—No —dijo Abril—. Ha regresado a su hogar.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó extrañado Óscar.

—Lo sé —dijo la muchacha con una expresión ausente en la mirada—. Ese hombrecito ha cumplido su misión y ya nada le ata aquí.

—¿Qué misión? ¿Te encuentras bien?…

Abril parpadeó varias veces y contempló a Óscar con desconcierto.

—¿De qué hablábamos?… —preguntó.

—¡He encontrado algo! —gritó Dante.

Los dos jóvenes se aproximaron rápidamente al arqueólogo, que estaba junto a uno de los muros de la dársena, medio oculto tras una columna de cemento.

—Mirad —dijo, levantando la antorcha—: hay una escalera.

—¿Adónde lleva? —preguntó Óscar.

—Vamos a averiguarlo —Dante comenzó a subir por los oxidados escalones.

Óscar y Abril le siguieron, realmente preocupados por los chirridos que surgían de la estructura metálica. A unos diez metros por encima del nivel del suelo la escalera desembocaba en una pequeña plataforma. Adosada a la pared de piedra había una puerta cerrada. Dante aferró el picaporte y tiró con fuerza. La puerta se abrió a trompicones en medio de un coro de lamentos de óxido. El arqueólogo iluminó el interior de la habitación que había al otro lado del umbral.

—¡Por las barbas del profeta! —exclamó, un tanto incongruentemente, y, cambiando de religión, añadió—: ¡Por los clavos de Cristo!

Óscar asomó la cabeza por encima del hombro de Dante.

—¡Caray! —se limitó a decir, y acompañó la exclamación con un silbidito.

Abril se abrió paso entre los dos hombres y contempló lo que había en el interior de la estancia. No dijo nada, pero sus ojos se dilataron de asombro.

Los muros de aquella sala estaban tan cubiertos de cuadros que parecían las paredes de un museo.

* * *

Retratos de Ticiano, Caravaggio y Rembrandt; escenas religiosas de Van der Goes y Velázquez; estampas costumbristas de Van Eyck, Brueghel y Goya; paisajes de Rubens, Turner y Cézanne… La luz esmeralda de la antorcha ponía al descubierto todo un universo de formas y colores, un laberinto de estilos y tendencias. Pinturas góticas, renacentistas, barrocas, neoclásicas, románticas, impresionistas. Cada escuela tenía su representación en aquella pinacoteca plagada de obras maestras.

Dante, alegre como un niño durante la mañana de Reyes, iba de un lado a otro, contemplando con embeleso cada uno de los cuarenta y seis cuadros que colgaban de las paredes de piedra. Entre tanto, Óscar le echó un vistazo al lugar donde estaban, una sala rectangular de diez metros de largo por seis de ancho. En uno de sus extremos se amontonaban decenas de cajones de madera en cuyas tapas aparecía grabada la esvástica y el doble rayo de las SS; en el otro había una mesa metálica y una silla. Óscar observó que sobre la mesa descansaban una pequeña caja de cartón y un libro forrado en piel. Destapó la cajita: en su interior había una veintena de cruces de hierro. Abrió el libro y contempló las páginas escritas en alemán con una educada caligrafía. En la primera hoja aparecía un nombre: Hans Günter Müller.

—Ven a ver esto —le llamó Abril desde el otro extremo de la estancia.

Óscar dejó el libro sobre la mesa y se aproximó a la muchacha. Abril había abierto uno de los cajones de madera y ahora contemplaba con asombro los dorados lingotes que contenía.

—Fíjate cuánto oro hay —murmuró—. Esto debe de valer una fortuna.

—Unos cuarenta millones de dólares, al precio actual —comentó Dante a sus espaldas—. Pero mucho mayor es el valor de esos cuadros, amigos míos. Y no estoy hablando sólo de su valor artístico, que es inconmensurable, sino también del precio que podrían llegar a alcanzar si fueran subastados.

Óscar echó un vistazo a las pinturas que, literalmente, cubrían la pared.

—Lo conseguiste —comentó—. Has logrado encontrar el cargamento del Haifisch.

—No del todo —dijo Dante—. La Madonna del Cisne no está.

—Quizá la vendió Müller —sugirió Abril.

—No —Dante sacudió la cabeza—. Vender ese cuadro le hubiese resultado muy difícil. Para él era mucho más sencillo comerciar con el oro.

—Sobre esa mesa hay una especie de diario —señaló Óscar—. Creo que es del capitán del submarino.

—¿Y por qué no lo has dicho antes? —exclamó el arqueólogo, dirigiéndose apresuradamente al lugar indicado por Óscar.

Abrió el libro y, tras examinarlo durante un rato, concluyó:

—Es el cuaderno de bitácora del Haifisch.

* * *

Las primeras páginas del cuaderno narraban el embarque en el submarino del cargamento secreto y la partida del Haifisch. En las siguientes anotaciones, Müller describía su enfrentamiento con el destructor inglés y su posterior singladura, primero hacia el Sur y luego hacia el Oeste, con el Haifisch muy averiado. La anotación correspondiente al dos de julio de 1944 decía textualmente:

«Finalmente hemos alcanzado la base secreta indicada en los mapas. El acceso a ella se realiza a través de un túnel submarino situado al oeste de Xas, una isla de la costa gallega. Dado que el Haifisch no puede sumergirse, el acceso a la base por mar resulta impracticable. Desde hace una semana venimos impulsándonos exclusivamente con el motor auxiliar. El oficial mecánico asegura que no podemos seguir navegando así. El motor ha ardido ya dos veces y las fugas de agua son tantas que las bombas de achique prácticamente no dan abasto. Dentro de poco, el Haifisch se convertirá en un pecio y yacerá en el fondo del mar. Debo poner a salvo el cargamento. Ahora, eso es lo único importante».

A continuación, Müller narraba el dificultoso desembarco de los tesoros contenidos en las bodegas del submarino y su posterior traslado por tierra hasta introducirlos en la base secreta a través del túnel excavado en la roca. La anotación del cuatro de julio resultaba aterradora por su fría lógica y su implacable determinación:

«El cargamento se encuentra ya en la base. Sin embargo, el oro y los cuadros todavía no están a salvo. El desembarco aliado en Normandía está siendo un éxito. Cada vez es más evidente que el Reich perderá la guerra; entonces, ¿qué haremos nosotros? No podemos volver a Alemania, lo cual supone que debemos encontrar un lugar donde escondernos. Pero ¿dónde? Tanto los oficiales como la tripulación están inquietos y comienzan a murmurar, la disciplina se está quebrantando. ¿Es posible confiar en que todos los tripulantes del Haifisch vayan a guardar silencio indefinidamente? ¿No es más probable que, tarde o temprano, alguno de ellos se vaya de la lengua, o que alguien se deje llevar por la codicia y decida apropiarse de la carga del submarino? Desgraciadamente, no tengo otra alternativa que seguir con mi plan inicial. Lo pondré en práctica esta misma noche.

(…)

Continúo la redacción del informe en la dársena secreta. Son las 4.35 a. m. hora local. Antes de la cena hablé con mis hombres. Les dije que abandonaríamos el submarino y que nos pondríamos en contacto con la Falange (un partido simpatizante del Reich) para conseguir un barco con el que volver a Alemania. Me han creído. Para celebrarlo, saqué las botellas de vino que traje de Francia. El narcótico que puse en la bebida hizo efecto con rapidez y poco después de la medianoche todos dormían profundamente. Coloqué la bomba en la sala de mando y dispuse el temporizador para un lapso de diez minutos. Luego abandoné el submarino a bordo de una lancha y me dirigí a la isla. Desde sus playas rocosas pude ver cómo la explosión reventaba el costado del Haifisch y lo hundía en cuestión de segundos.

Toda la tripulación ha perecido. Eran buenos y leales soldados, lo mejor de la armada alemana, pero con su muerte han rendido un último e impagable servicio al Reich. Ahora el secreto del Haifisch se encuentra a salvo. Y yo me quedaré aquí, aguardando que llegue la persona adecuada para entregarle el cargamento del submarino. Sólo entonces mi misión habrá concluido y podré descansar».

* * *

Dante levantó la mirada del cuaderno y lo cerró con cuidado.

—Las restantes anotaciones se refieren a los años que Müller pasó en Orballo. Están reseñados los lingotes de oro que el capitán tuvo que vender para sobrevivir y se incluye una pormenorizada relación de sus cuentas; todo minuciosamente germánico. Pero no se menciona La Madonna del Cisne —Dante dejó el cuaderno sobre la mesa e inspeccionó el contenido de la caja de cartón—. Cruces de hierro… Supongo que estaban destinadas a la tripulación del Haifisch —sonrió con tristeza—. Les serían entregadas cuando la misión concluyese.

—Mató a sus propios hombres —murmuró Abril—. Müller era un monstruo.

—Era un fanático. Malgastó su vida preservando una inmensa fortuna en nombre de una causa que ya no existía. Me lo imagino sentado aquí, rodeado de unos tesoros que en realidad eran las cadenas de su prisión. Un individuo solitario y patético esperando indefinidamente a alguien que nunca llegó. Sí, era un asesino, pero también un pobre hombre que, finalmente, fue víctima de su propio fanatismo.

—¿Y ahora qué vamos a hacer? —preguntó Abril, tras una pausa.

—¿A qué te refieres? —inquirió a su vez Dante.

—Bueno, todo ese oro y los cuadros… ¿Qué haremos con ellos?

—Oh, eso —Dante se cruzó de brazos—. En fin, creo que mi empresa está perfectamente capacitada para ocuparse de devolver esos cuadros a sus propietarios.

—¿Y si han muerto o no pueden ser localizados? —preguntó Óscar.

—Bien, entonces nos pondríamos en contacto con los museos adecuados y nos ocuparíamos de que los cuadros pasasen a su poder.

—Todo a cambio de una considerable recompensa, ¿verdad?

—No perdamos de vista el hecho de que esto es un asunto de negocios —Dante adoptó un aire ecuánime—. Localizar el Haifisch ha supuesto una gran inversión de esfuerzo y dinero. Es justo que todos saquemos algo a cambio, ¿no creéis?

—¿Y el oro? —preguntó Abril.

—Bueno, eso es un problema, claro, porque no podemos estar seguros del origen de ese oro. Quizá pertenezca a Francia, quizá a Alemania, o puede que a varios países. Pero, mientras se dilucida el asunto, mi empresa puede guardarlo y…

—No —le interrumpió Óscar.

—¿No?… —Dante enarcó una ceja—. ¿Qué significa «no»?

—Que no haremos nada de lo que dices. En cuanto volvamos a Orballo, vamos a ir directamente a la policía para denunciar el hallazgo.

—¡¿Te has vuelto loco?! —exclamó Dante—. Escucha, quizá no me he explicado bien: esto puede hacernos millonarios a todos. Y no se trata de robar. Devolveremos los cuadros que haya que devolver, y aquello que no tenga dueño…, bueno, qué demonios, a fin de cuentas lo hemos encontrado nosotros, ¿no?

—Pero no es nuestro —repuso Óscar—. Escucha, Dante, tú mismo nos hablaste de las cosas horribles que hicieron los nazis. Estos tesoros fueron robados. Si nos ensuciamos las manos con un botín manchado de sangre, entonces seremos iguales que ellos. O aún peores, porque al menos los nazis actuaron en nombre de un ideal, por muy equivocado que fuese, mientras que nosotros sólo lo haríamos por dinero.

—Óscar tiene razón —asintió Abril—. Tenemos que informar a la policía.

Dante permaneció un buen rato en silencio, con la mirada perdida entre las cajas de madera repletas de oro. Luego comenzó a pasear de un lado a otro. De vez en cuando se detenía frente a algún cuadro y lo contemplaba fijamente, mordiéndose con gesto crispado los nudillos.

—¡Mierda! —exclamó de repente—: ¡Mierda, mierda, mierda! De acuerdo, tenéis razón. Pero no toda la razón —sacó un papel del bolsillo y lo desdobló—. Ésta es una lista de los cuadros que mi empresa está buscando. ¿Veis ese paisaje de Turner? Pues está en mi lista. Pertenece a una honrada familia francesa. ¿Veis ese retrato de Rembrandt? Aparece en mi lista y su dueño es un industrial alemán. ¿Veis esa crucifixión de Van der Goes? Pues también se encuentra en mi lista y pertenece a un comerciante israelí. Escuchadme, vine aquí en busca de un cuadro de Da Vinci, pero La Madonna del Cisne se ha esfumado. Muy bien, quizá Müller la usó para encender la chimenea. Pero no es justo que yo me vaya con las manos vacías. Denunciad el hallazgo de todos esos malditos cuadros. De todos, menos de los tres que aparecen en mi lista; ésos me los llevaré yo. ¿De acuerdo? Las autoridades podrán hacer lo que quieran con los cuadros restantes, pero yo me llevaré el Turner, el Rembrandt y el Van der Goes y me ocuparé de que les sean devueltos a sus propietarios. Es justo, ¿no? Para compensarme por la pérdida del Da Vinci, quiero decir.

Óscar y Abril intercambiaron una mirada.

—De acuerdo —concedió el muchacho—. Pero sólo tres cuadros.

Dante sonrió de oreja a oreja y, silbando desafinadamente, comenzó a recoger las pinturas que había señalado. Estaba descolgando la última (el paisaje de Turner), cuando la luz de la antorcha eléctrica comenzó a vacilar.

—Se está acabando la batería —observó el arqueólogo—. Si no queremos volver a oscuras, será mejor que nos vayamos.

Óscar y Abril se dirigieron a la salida. Dante cogió la antorcha y, cargado con los tres cuadros, fue tras ellos. Antes de cruzar el umbral se dio la vuelta y dedicó una última mirada al prodigioso cargamento del Haifisch.

—A veces —murmuró—, ser honrado resulta francamente odioso…

* * *

Tal y como había predicho Abril, Hack tampoco se encontraba en el exterior. Nadie hizo, sin embargo, ningún comentario al respecto. De hecho, los tres guardaron un absoluto silencio mientras se dirigían al embarcadero del faro, y permanecieron igualmente mudos durante el viaje de vuelta a bordo de la lancha. Era como si, ahora que todo había concluido, se hubiesen quedado exhaustos, vacíos de energía. Tres cuartos de hora más tarde llegaron al puerto de Orballo.

—Bueno, es el momento de las despedidas —dijo Dante, ocultando los cuadros con una lona—. No me conviene estar aquí cuando esto empiece a llenarse de policías. Escuchad: cuando denunciéis el hallazgo, no debéis mencionarme. A partir de ahora sois vosotros, y sólo vosotros, los responsables de todo esto. A mí, ni me conocéis.

—Pero jamás lo hubiésemos encontrado sin ti —protestó Óscar—. Además, supongo que nos darán una recompensa.

—Amigo mío, me temo que ni mi identidad ni mi presencia aquí sean asuntos que puedan resistir una investigación a fondo —Dante guiñó un ojo (el negro)—. En cuanto a lo de la recompensa, es cierto; os corresponde una parte del valor de lo hallado. Pero ese asunto llevará mucho tiempo, así que más vale que os arméis de paciencia y busquéis un buen abogado.

—¿Nos volveremos a ver? —preguntó Abril.

—Claro que sí, muchacha —contestó alegremente el arqueólogo—. El mundo está lleno de tesoros ocultos. Seguro que coincidiremos en la búsqueda de alguno.

Abril arrugó la nariz y se abrazó a Dante.

—Te echaré de menos —dijo, sin poder contener las lágrimas—. Aunque tus gustos musicales sean los de un Cro-Magnon.

El arqueólogo besó a Abril y estrechó la mano de Óscar. Luego, tras despedirse con un brioso ademán, echó a caminar hacia el pueblo. Estaba a punto de desaparecer tras una esquina cuando Óscar gritó:

—¡Dante, espera un momento!

El arqueólogo se detuvo.

—¿Sí?…

—Un Da Vinci vale por esos tres cuadros; no te olvides de nuestro trato.

—No podría olvidarlo —contestó Dante—. Somos socios, ¿no es cierto?

Tras decir esto, sonrió, echó a andar y se perdió de vista al volver la esquina que daba a la calle principal.

—¿Qué trato es ése? —preguntó Abril.

—Pues… nada —Óscar esbozó una enigmática sonrisa—; ya te lo contaré. Anda, vamos al cuartel de la Guardia Civil y acabemos de una vez con todo esto.