11. El último viaje del Haifisch

Dante sirvió los refrescos sobre la mesa y se acomodó en un sillón. Al volver de la isla había encontrado a Óscar y Abril en el muelle, aguardándole. Le dijeron que tenían que hablar con él de un asunto importante y después lo acompañaron a su casa. Ahora estaban allí, sentados frente a él, mirándolo muy serios sin decir nada.

—Es muy tarde y estoy cansado, así que sabréis disculpar mi falta de tacto —dijo el arqueólogo—. Sólo una pregunta: ¿qué demonios queréis esta vez?

Abril sacó el bloc del bolso y se lo mostró al arqueólogo.

—¿Qué es eso? —preguntó Dante, enarcando una ceja.

—Un cuaderno del profesor Abravanel —contestó la muchacha.

Dante parpadeó.

—¿Dónde lo has encontrado?

—En la isla.

—Muy bien —dijo el arqueólogo tendiendo la mano—. Gracias por traérmelo.

Abril apartó el cuaderno y negó lentamente con la cabeza.

—Antes vas a tener que explicarnos muchas cosas.

—¿Otra vez? —Dante suspiró y volvió la mirada hacia Óscar—. Creí que tú eras más sensato. ¿Por qué no convences a tu amiga de que deje de jugar?

—Lo siento —respondió Óscar—. El profesor Abravanel habla en ese cuaderno de «Eihwaz», y dice estar en peligro de muerte. Creo que debemos entregárselo a la policía, pero Abril se ha empeñado en hablar antes contigo.

Dante inclinó la cabeza y permaneció un buen rato sumido en sus pensamientos; luego miró fijamente a Abril.

—Dime algo, muchacha: ¿qué me impide quitarte ese cuaderno por la fuerza?

—Esto —dijo Abril, mostrando el tubo dorado de una barra de labios.

Dante frunció el ceño.

—¿Me vas a maquillar si te quito el cuaderno?

—Oh, no. Lo que pasa es que, además de un pintalabios, este tubito oculta en su interior un aerosol de gas lacrimógeno —sonrió—. ¿A que es genial? Mi madre lo compró en Londres y yo, después de lo que me pasó con Fabián, se lo he cogido prestado. Una chica debe saber protegerse.

Dante se incorporó tras un ruidoso suspiro e introdujo una casete en el reproductor. Los primeros compases de una vieja canción de Pink Floyd resonaron estruendosos en el salón. Durante unos minutos el arqueólogo permaneció abstraído, pensativo. Luego desconectó el equipo y volvió al lado de los dos muchachos.

—Si os lo cuento todo, ¿me daréis el cuaderno? —preguntó.

—Siempre y cuando lo que nos digas suene convincente —respondió Abril.

Dante cogió una botella de whisky, se sirvió una generosa ración y, con el vaso en la mano, volvió a tomar asiento. Dio un largo trago e inició su relato:

—Veréis, tras la muerte de Moisés fui a la Universidad de Nevada y me presenté como amigo y colaborador del profesor, lo cual era cierto. Me ofrecí para ocuparme del cadáver y ellos me proporcionaron la documentación necesaria, aunque reconozco que lo de fingirme sobrino de Moisés fue idea mía. El caso es que el decanato me pidió también que hiciera unas fotos de las excavaciones, y yo acepté, aunque la verdad es que los intereses que represento no son precisamente de índole universitaria —carraspeó—. Trabajo para una empresa muy peculiar: se dedica a buscar cosas. No cualquier tipo de cosas, entendedme. Sólo objetos valiosos, y no de cualquier clase, sino exclusivamente obras de arte. Me explicaré: en ocasiones, alguien pierde algo, quizá un cuadro, o una reliquia arqueológica, o una joya antigua; entonces se pone en contacto con nosotros y, si aceptamos su encargo, nos ocupamos de buscarlo. Esta compañía se fundó en los años cuarenta, poco después de la Guerra Mundial. Si lo pensáis, es lógico. En las guerras se pierden muchas cosas y es natural que sus propietarios quieran recuperarlas. Pues bien, hace unos años mi empresa recibió un importante encargo: recuperar un cuadro muy particular, un óleo no catalogado de Leonardo Da Vinci, La Madonna del Cisne.

—El profesor lo menciona en su cuaderno —murmuró Óscar.

—¿Quién encargó la búsqueda del cuadro? —preguntó Abril.

—Una familia judía, no puedo citar su nombre. Basta decir que durante la guerra emigraron a Estados Unidos, que están podridos de dinero y que, hasta el verano de 1940, cuando los alemanes ocuparon París, habían poseído un lienzo desconocido de Leonardo Da Vinci. Os lo mostraré.

Dante se incorporó y salió de la estancia, para regresar al poco rato trayendo la vieja y desvaída fotografía de una pintura renacentista. Era el retrato de una mujer de lacios cabellos dorados, en avanzado estado de gestación, sentada junto a un cisne en un paraje campestre. Tenía los ojos azules y brillantes, y una misteriosa sonrisa en los labios. Con la mano derecha acariciaba la cabeza del ave; la mano izquierda reposaba lánguida sobre su abultado vientre.

—Es curioso —murmuró Óscar—; me resulta familiar.

—Nadie ha visto ese óleo desde hace cincuenta años —repuso Dante.

—Ya. Sin embargo, la mujer del cuadro me recuerda a alguien. ¿Quién es?

—La Virgen María embarazada —respondió Dante—. Aunque Moisés sospechaba que en realidad era una representación del mito de Leda. Ya sabéis, la hija de Testios de Etolia a la que Zeus sedujo adoptando la forma de un cisne.

—¿Qué ocurrió con el cuadro? —preguntó Abril.

—Como decía, en 1940 fue requisado por las tropas alemanas que ocuparon París, y posteriormente fue trasladado a Alemania. Entre 1939 y 1943, los nazis saquearon Europa, apoderándose de todo el oro y las joyas que pudieron encontrar, así como de infinidad de obras de arte. Ese inmenso botín se ocultó en diversos lugares de Alemania. Uno de ellos fue el castillo de Neuschwanstein, situado en los Alpes bávaros. A comienzos de 1944 ya era evidente que Alemania iba a perder la guerra, así que algunos jefazos del Partido Nazi decidieron asegurar su futuro. Sabían que, una vez finalizada la contienda, debían desaparecer del mapa y que para asegurarse un dorado exilio necesitaban dinero, mucho dinero. Así que, poco a poco, gente como Himmler, Goering o Rommel se fueron apropiando de parte de aquel botín de guerra, enviándolo a diversos países neutrales. En mayo de 1944, un oficial de las SS llegó a Neuschwanstein con la misión, encomendada por el Ministro del Interior Himmler, de requisar parte del tesoro que se almacenaba en el castillo. Una de las piezas que llamó su atención fue precisamente La Madonna del Cisne. Pero había un problema: al no estar el cuadro catalogado, su autoría ofrecía dudas. Si era una falsificación, el óleo no valdría nada; pero si se trataba de un Da Vinci auténtico, su precio sería incalculable. El oficial de las SS no sabía nada de arte, de modo que recurrió a un experto. Y ahí es donde entra en escena el profesor Abravanel. Por aquel entonces, Moisés tenía veinticuatro años. Pese a su juventud, ya estaba considerado como uno de los máximos expertos mundiales en arte renacentista. En 1942 los nazis lo habían internado en el campo de concentración de Mauthausen. Desde entonces había logrado sobrevivir a duras penas, pero carecía de cualquier esperanza, estaba convencido de que iba a morir. Imaginaos su sorpresa cuando, a finales de mayo de 1944, unos agentes de la Gestapo lo sacaron de Mauthausen, lo lavaron y desparasitaron, lo alimentaron con mimo y le suministraron abundantes dosis de vitaminas y reconstituyentes, para introducirle acto seguido en un avión que le condujo directamente al castillo de Neuschwanstein. Allí le aguardaba el comisionado de Himmler que, señalando La Madonna del Cisne, se limitó a preguntar: «¿Quién ha pintado este cuadro?». Moisés supo desde el primer vistazo que se trataba de un Da Vinci, pero aun así dedicó tres días a examinar aquella desconocida obra maestra. Según contaba, durante aquel tiempo se olvidó de la guerra y de lo precario de su situación. El cuadro le absorbía totalmente, como si se tratara de un regalo inesperado. Finalmente, Moisés le confirmó al oficial de las SS que el autor de La Madonna del Cisne era, en efecto, Leonardo Da Vinci. Dos días más tarde, un avión cargado hasta los topes de cuadros y oro partió de Neuschwanstein en dirección a la costa atlántica francesa. Entre su carga se encontraba el cuadro de Da Vinci y, viajando como pasajeros, el comisionado de Himmler y el propio Moisés. El SS había insistido en llevarlo, pues, aunque se tratara de un judío, necesitaba un experto para supervisar el traslado de los cuadros, ya que no podía aceptar el riesgo de que, por error, pudieran resultar dañados. El avión llegó el cinco de junio a El Havre, en la costa francesa de Normandía. La carga se trasladó a la zona militar del puerto, un reducto de las SS celosamente protegido, donde aguardaba un submarino de la armada alemana, el Haifisch, en cuyas bodegas se alojaron los cuadros y tres toneladas de oro en lingotes. El submarino partió inmediatamente con destino a Lisboa, donde debía entregar su cargamento para que, más tarde, fuera enviado a algún país de Sudamérica. En cuanto a Moisés, el comisionado de Himmler le dijo: «Me has servido bien y por tanto te concederé la gracia de no devolverte al campo de concentración. Mañana serás fusilado sumariamente y espero que comprendas el honor que una ejecución así supone para un miserable judío como tú». Huelga decir que Moisés no se puso a dar saltos de alegría, pero lo cierto es que prefería morir antes que volver a Mauthausen. Sin embargo, llegó el día seis y la ejecución no se llevó a cabo. ¿Sabéis por qué? Porque el seis de junio de 1944 fue el día elegido por las tropas aliadas para realizar el desembarco en las playas de Normandía e iniciar así la reconquista de Europa. Los nazis estaban demasiado ocupados intentando mantener sus posiciones como para preocuparse en fusilar a un insignificante judío. Poco después, Moisés fue liberado por los norteamericanos de la prisión de Caen, donde se encontraba. Pero Moisés estaba obsesionado con el cuadro de Da Vinci e hizo lo imposible por localizar su paradero. Durante un tiempo intentó dar con el oficial de las SS que le había llevado a Neuschwanstein y luego a Francia, pero jamás lo encontró. Más tarde supo que aquel hombre había caído en la batalla de Falaise.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó Abril.

—Ebner —contestó Dante—. El SS-Obersturmbannführer Maximilian Ebner. Como decía, Moisés estaba decidido a localizar La Madonna del Cisne y para ello dedicó varios años a seguir el rastro del Haifisch. Al parecer, el submarino no había llegado nunca a Lisboa, pero tampoco fue visto en otro lugar. Finalmente, en 1949, Moisés descubrió que un destructor de la armada inglesa había avistado el Haifisch durante el amanecer del seis de junio en el Canal de la Mancha, a la altura del Golfo de Saint-Malo. El destructor atacó al submarino con fuego de cañones y cargas de profundidad, y lo hundió, según el informe del capitán, poco antes del amanecer. En fin, Moisés pensó que ahí terminaba todo. La Madonna del Cisne y el resto de las pinturas descansaban en el fondo del océano, así que se olvidó del asunto. Tuvieron que transcurrir cuarenta y cinco años para que aquella historia surgiera de nuevo. Ocurrió el año pasado, durante la celebración del quincuagésimo aniversario del desembarco de Normandía. Moisés asistió a una reunión de excombatientes que se celebraba en París. Allí conoció a un tal Jean Claude Vincent, que había sido miembro de la Resistencia francesa. En 1944, Vincent trabajaba como mecánico en el puerto de La Rochelle, por aquel entonces bajo dominio nazi, aunque lo que en realidad hacía era espiar a los alemanes. En el transcurso de aquella cena, Vincent le contó a Moisés algo sorprendente: el catorce de junio de 1944, el submarino Haifisch entró en el puerto de La Rochelle para ser reparado.

—¡Pero si se había hundido! —objetó Abril.

—Al parecer no fue así. Por lo visto, el capitán del Haifisch engañó a los ingleses, haciéndoles creer que había sido alcanzado. Y en cierto modo así era, ya que si bien aún podía navegar, lo cierto es que había sufrido serios daños. Vincent le explicó a Moisés que el submarino tenía un motor destrozado, varios boquetes en el casco y el suministro de oxígeno averiado, lo que le impedía sumergirse. En aquellos momentos todos los efectivos nazis estaban destinados a frenar la ofensiva aliada, por lo que resultaba imposible reparar el Haifisch en los astilleros de La Rochelle. Se efectuaron unos arreglos de emergencia y el submarino partió inmediatamente en dirección Sur. Desde entonces nada más se supo de aquel sumergible ni de su valiosa carga. Y todo aquello no hubiese sido más que una nota a pie de página en los libros de Historia de no ser porque Moisés decidió escribir un artículo contándolo todo, El Último Viaje del Haifisch. En cuanto lo leí me puse en contacto con el profesor. Hablamos largo rato y acabó confiándome su teoría: el Haifisch no podía sumergirse y tenía que huir de la armada aliada, por lo que debió de dirigirse directamente al Golfo de Vizcaya y costear el litoral de España en dirección a Portugal. Dado que el submarino jamás llegó a Lisboa, tuvo que detenerse en algún punto entre la desembocadura del río Gironda, en Francia, y las costas de Galicia, siguiendo las Landas, la Côte d’Argent, la cornisa Cantábrica y el cabo de Finisterre. Le pregunté si podía localizar dicho punto y él me contestó que para ello sería preciso realizar una investigación sobre el terreno. Entonces le hice una oferta: mi empresa subvencionaría una operación de esas características siempre y cuando la realizase él en persona. Creo que Moisés seguía obsesionado con el tema, porque aceptó inmediatamente. En diciembre del año pasado inició un viaje de reconocimiento por la zona. Comenzó en el puerto de La Rochelle y siguió a lo largo de toda la costa atlántica hasta llegar a Orballo. El doce de enero, recibí un telegrama suyo en el que decía escuetamente: «El tiburón está aquí».

—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó Abril.

—En alemán, haifisch significa tiburón. Moisés creía haber localizado el lugar donde finalmente se detuvo el submarino.

—¿Aquí, en Orballo?

—Exacto —asintió Dante.

—¿Cómo lo descubrió? —preguntó Óscar.

—Ni idea. Moisés nunca hablaba de sus investigaciones hasta concluirlas. El problema es que encontró los megalitos y se olvidó de todo lo demás —suspiró—. Veréis, a partir del final de la guerra Moisés fue dedicándose cada vez más a la Arqueología, en detrimento del Arte. Dirigió diversas excavaciones en el desierto de Judá, en Egipto y en Grecia. Era un gran arqueólogo y supongo que el descubrimiento de los megalitos de Xas fue para él algo así como el colofón de su brillante carrera. Su búsqueda del submarino había llegado a un callejón sin salida. Sabía que el Haifisch estaba hundido cerca de aquí, pero sin el equipo adecuado no podía localizarlo. Así que se dedicó de lleno a las excavaciones en la isla.

—Hay algo que no entiendo —intervino Abril—. Si el submarino se hundió, los cuadros deben de haberse destruido, ¿no?

—Las pinturas fueron almacenadas en cápsulas herméticas —Dante sonrió—. Y ya sabes lo bien que fabrican las cosas los alemanes.

—¿Quién mató al profesor Abravanel? —preguntó Óscar tras una pausa.

—No lo sé —contestó el arqueólogo, chasqueando la lengua.

—El profesor escribió en su cuaderno que algo llamado Eihwaz podía amenazar su vida. ¿Qué es Eihwaz, Dante?

—Indagué las llamadas telefónicas realizadas por Moisés y descubrí que antes de morir habló con el profesor David Ben Shazar, de la Universidad de Tel-Aviv. Me puse en contacto con él y me contó que, en efecto, Moisés le había llamado para preguntarle acerca de Eihwaz. Ben Shazar, un reputado historiador especializado en la Alemania nazi y el Holocausto, me habló de las organizaciones nazis surgidas tras la caída del Reich. Supongo que os sonará ODESSA, una sociedad secreta dedicada a facilitar la huida de los SS. Fue la más famosa, pero hubo otras, como por ejemplo la melodramática Die Spinne, La Araña. El profesor me dijo que poco después de la guerra oyó hablar de la Fraternidad de Eihwaz, una organización formada por antiguos miembros de las SS, aunque ignoraba cuáles eran sus objetivos, si es que los tenían. En realidad, la Fraternidad parecía no dedicarse a ningún tipo de actividad y, finalmente, desapareció. O, al menos, eso es lo que se creía.

—Pero ahora está aquí —murmuró Abril—. Buscando el Haifisch.

—Ya lo sabéis casi todo —prosiguió Dante—. Sólo me falta avisaros de que el teléfono está intervenido y de que he sido vigilado a distancia desde que llegué. Éste es un asunto muy peligroso, y lo mejor que podíais hacer es darme ese cuaderno y olvidaros de mí.

—¿Qué son las Fuentes de la Vida? —preguntó Óscar.

—Ni idea —contestó Dante—. ¿Por qué?

—Ese nombre aparece en las notas del profesor, junto al de Eihwaz.

—Adelantaríamos más si me dejaseis ver el cuaderno —Dante se volvió hacia Abril—. Salvo que aún estés pensando en fumigarme con gas lacrimógeno.

La muchacha sonrió con inocencia y le entregó el bloc.

—No se entiende nada —dijo—. Está casi todo escrito en lenguas extrañas.

Dante ojeó el cuaderno, deteniéndose de cuando en cuando para leer algún fragmento del texto.

—Moisés era todo un personaje —comentó—. Para mantener en secreto sus notas de trabajo, las escribía en todos los idiomas que conocía. Griego clásico, arameo, demótico, escandinavo antiguo, etrusco, gaélico, árabe… Haría falta un comité de expertos para interpretar este cuaderno —levantó la cabeza, sonriente—. Un comité de expertos, o alguien como yo, claro —se rascó la cabeza—. Aunque me temo que voy a tardar un poco en traducirlo.

De pronto, mientras mantenía la vista fija en una de las primeras páginas del bloc, sus rasgos quedaron congelados en un gesto de sorpresa.

—¡Es increíble! —le entregó el cuaderno a Óscar y se dirigió a un extremo de la habitación—. Leed lo que pone en el primer párrafo —dijo mientras comenzaba a rebuscar en el interior de un armario—. Y deprisa, tenemos que salir.

—Pero… ¿adónde vamos? —preguntó Abril.

—¿Cómo que adónde vamos? —Dante abrió otro armario—. ¿No habéis leído eso?

—Ni siquiera sé en qué idioma está escrito —comentó Óscar.

—Ya; supongo que no habláis yiddish. Pues bien, ahí pone, más o menos: «Finalmente, el misterio del Haifisch descansaba en una tumba».

—No lo comprendo —musitó Abril.

—¡Aquí están! —exclamó Dante, sacando dos linternas de un cajón—. ¿No lo entiendes, muchacha? ¡Una tumba! ¿Adónde vamos a ir, entonces? —echó a andar hacia la salida y añadió—: A visitar a los muertos, querida.

* * *

Detrás de la iglesia románica, cubiertas de hiedra y madreselvas, las tapias del cementerio surgían de la oscuridad de la noche. El canto de los grillos se mezclaba con los sonidos que llegaban del cercano pueblo: el motor de un automóvil, los ladridos de un perro, la música de una radio. Una fresca brisa traía aromas a tierra húmeda y vegetación. La Luna aún no había salido, de modo que Dante y los muchachos sólo contaban con el tenue resplandor de las estrellas y con los haces de luz de las linternas para orientarse entre las tumbas.

—Aquí hay un pariente mío —dijo Óscar mientras iluminaba una lápida cubierta de líquenes—: Telesforo Leyva, nacido en 1853 y fallecido en 1926 —sonrió—. ¿Crees que debería presentarle mis respetos al bueno de Telesforo?

—No me gustan esas bromas —repuso Abril, muy seria.

—Así que te dan miedo los muertos, ¿eh? —comentó Óscar con ironía.

—No le tengo miedo a los muertos. Pero no le veo la gracia a pasear de noche entre tumbas. Además, ya es muy tarde —observó el ir y venir de la linterna del arqueólogo, iluminando lápida tras lápida en el otro extremo del cementerio—. Al menos, Dante nos podía haber dicho qué es lo que teníamos que buscar. Sí, ya lo sé, una tumba, una tumba… Pero este lugar está lleno de tumbas, demonios.

Óscar, sin prestar mucha atención a las protestas de la muchacha, se aproximó a un sepulcro cubierto de hojarasca. Apartó la hiedra que cubría la lápida y leyó la inscripción cincelada en el duro granito gris. Parpadeó y tragó saliva. Luego se incorporó y llamó en voz alta al arqueólogo.

—¡Dante!

—¿Qué pasa? —contestó éste.

—¿Queréis dejar de berrear? —susurró Abril—. Van a pensar que estamos locos.

Sin hacer caso a su amiga, Óscar gritó:

—¡Creo que he encontrado lo que buscábamos!

Dante se acercó corriendo a los muchachos. Óscar señaló la tumba; el arqueólogo apartó la hiedra e iluminó la lápida con su linterna.

—¡Ese viejo loco y brillante! —murmuró—. El bueno de Moisés sabía lo que tenía que buscar para dar con el submarino.

Abril apoyó los puños en las caderas y miró alternativamente a Óscar y a Dante.

—¿Me vais a decir de una vez qué demonios pasa?

—Hay un nombre alemán en la tumba —contestó Óscar, apartándose para que su amiga pudiera verla.

En la lápida sólo aparecían tres palabras y una fecha:

HANS GÜNTER MÜLLER 1901 - 1952

—¿Hans Günter Müller? —Abril enarcó las cejas—. ¿Quién es?

Dante sonrió risueño y palmeó la losa que cubría la tumba.

—Amigos míos —dijo—, os presento al capitán del Haifisch.