13. Los adoradores del crucificado

Poco antes del amanecer, cuando el cielo comenzaba a clarear por el Este, los monjes abandonaron sus celdas y se dirigieron en absoluto silencio a la iglesia del pequeño monasterio. Era la hora de maitines y los hermanos intentaban espantar el sueño con parpadeos y suspiros mientras ocupaban sus puestos frente al altar. Alberto, el prior de la orden, se situó delante de la imagen de Cristo clavado en la cruz que presidía la capilla y se dispuso a comenzar el rezo. Pero algo se lo impidió.

Fuertes voces sonaron de improviso en el exterior y la puerta de la iglesia se abrió con brusquedad. Un grupo de hombres armados con espadas entró en el recinto profiriendo gritos y amenazas. Parecían demonios vestidos con cotas de hierro y faldellines de cuero. Alberto de Mondragón, sobrecogido de temor, se incorporó y tomó entre los dedos la cruz que pendía de su cuello.

Vade retro, Satanás… —dijo con voz trémula.

El jefe de los demonios, sin hacerle el menor caso, contempló con curiosidad el crucifijo que sostenía el prior. Luego, advirtiendo en el altar la talla de Cristo, preguntó en un latín corrupto:

—¿Por qué guardáis aquí la imagen de un criminal? —al no obtener respuesta, exclamó—: ¡Contestad! ¿Sois enemigos de Roma?

Alberto de Mondragón inclinó la cabeza y comenzó a rezar. El demonio sacó la espada de su vaina y la descargó contra la cruz, que se derrumbó pesadamente. En un costado de la talla podía verse el profundo tajo causado por el filo del arma. Los monjes gimieron de horror. Entonces, una voz autoritaria resonó en la iglesia.

—¿Qué ocurre, sargento?

La figura de Marco Plauto Longino se recortó contra la puerta. A su lado, apoyado en un bastón, se encontraba Cornelio Izhak.

—Hemos dado con un nido de traidores —dijo Aufidio Décimo, y señalando el crucifijo que yacía sobre el suelo, añadió—: Estos tipos veneran la imagen de un crucificado, centurión, y…

—Y la cruz es el castigo que Roma reserva a los traidores. Ya lo sé, sargento —Marco Plauto se volvió hacia los monjes—. ¿Quién es vuestro jefe?

El prior se adelantó unos pasos.

—Soy Alberto de Mondragón, superior de la orden de San Ambrosio…

—Muy bien, Alberto de Mondragón; yo soy el centurión Marco Plauto Longino, jefe de la Primera Centuria de la Tercera Cohorte de la Séptima Legión. Os comunico que vuestros víveres quedan confiscados. Si colaboráis, no os pasará nada. Obedeced las órdenes que se os den y facilitad toda la información que se os solicite. Cornelio Izhak, mi traductor, os formulará ahora unas cuantas preguntas. Cooperad con él y todo irá bien.

El centurión, seguido del sargento, abandonó con paso rápido la iglesia. Izhak, apoyándose en su improvisado bastón, se aproximó al prior de San Ambrosio.

—Bueno, Alberto de Mondragón —dijo, en tono amistoso—, creo que tenemos que charlar un rato.

* * *

Los legionarios prendieron fogatas en el claustro y comenzaron a asar en ellas gallinas y lechones. Casio Corbulo encontró unos odres de vino y los distribuyó entre sus compañeros. Poco a poco, y gracias a los efectos de la comida y el alcohol, los miembros de la patrulla recuperaron el buen humor. Las cosas se veían de otra forma con el estómago lleno. Cornelio Izhak abandonó la iglesia al cabo de una hora y tomó asiento en un banco de piedra, junto a Marco Plauto.

—Son sacerdotes —dijo escuetamente el hebreo—. Veneran a Cristo.

—¿Cristo? —Marco Plauto se encogió de hombros—. No conozco a ese dios.

—Yo tampoco, pero el tal Alberto me ha hablado de él. Por lo visto se trata de un dios que se hizo hombre. Predicó la paz y el amor, fue apresado y vosotros, los romanos, le crucificasteis. Parece ser que luego resucitó de entre los muertos.

—De modo que por eso veneran la cruz. Una religión curiosa… Pero tenemos asuntos más importantes que tratar. ¿Has averiguado dónde estamos?

—En una isla de la costa de Hispania. Cerca del Finis Terrae.

—¿Estás loco? Eso es imposible.

—Más loco me considerarás si te digo cuándo estamos.

—No te entiendo…

—Esa gente basa su calendario en el nacimiento del dios llamado Cristo. No he logrado enterarme muy bien de cuándo sucedió eso, pero el tal Alberto ha oído hablar de Julio César. Y dice que murió hace más de mil trescientos años.

—No puede ser —murmuró el centurión—. Estás hablando sin sentido.

—Escucha, Marco: cada vez que la niebla nos sorprende en un círculo de piedra somos, de algún modo, trasladados. Transportados en el espacio, pero también en el tiempo. Estábamos en Britania y aparecimos en algún lugar situado muy al Norte, y muy en el pasado; aquellos bárbaros eran demasiado primitivos para pertenecer a nuestra época. Luego llegamos aquí, a Hispania; pero a una Hispania situada cientos de años en el futuro —Izhak guardó unos segundos en silencio—. ¿Te acuerdas de que en una de las piedras del círculo hay un laberinto grabado? Pues bien, creo que de eso se trata precisamente. Nos hemos extraviado en un laberinto cuyos corredores discurren a lo largo del espacio y del tiempo.

—¿Y cómo conseguiremos encontrar la salida? —preguntó el centurión.

—No lo sé. Supongo que debemos seguir intentándolo. Verás, yo diría que el círculo de piedra se activa por la noche, a la salida de la Luna. Si queremos encontrar el camino para volver a casa, deberíamos estar allí cuando eso suceda.

Marco Plauto tardó un buen rato en contestar.

—Toda mi educación se basa en la milicia —dijo—. El único arte que domino es el de la guerra. No soy un hombre instruido, Cornelio Izhak; pero tú sí. Lo que dices me parece absurdo, pero todo me parece absurdo desde que abandonamos el campamento —suspiró—. Te haré caso, amigo mío. Los soldados descansarán hasta el atardecer y luego iremos al círculo. Y ojalá que los dioses, incluyendo a ese Cristo que aquí adoran, nos sean esta vez más favorables.

* * *

Cuando el Sol iniciaba su declive en el cielo, Marco Plauto ordenó que los soldados formaran en el patio, listos para partir.

—¿Qué hacemos con los sacerdotes? —preguntó Aufidio Décimo con la voz turbia por el exceso de vino.

—Los dejaremos encerrados en su templo —respondió el centurión—. Tarde o temprano conseguirán salir por sus propios medios.

Apenas media hora más tarde, los legionarios se hallaban dispuestos en columna frente al monasterio. Marco Plauto estaba a punto de dar la orden de partida cuando el sonido ahogado de unos gritos llegó a sus oídos. Se volvió hacia la iglesia y vio que una columna de llamas comenzaba a devorar el techo de madera.

—¿Quién ha hecho eso? —preguntó de muy mal humor.

Aufidio Décimo se adelantó unos pasos.

—Esos tipos adoraban a un traidor —dijo—. Y no es bueno respetar las vidas de quienes traicionan a Roma.

—¿He dado yo la orden de incendiar ese templo? —la voz de Marco Plauto era tan fría y cortante como la hoja de su espada.

—No, pero pensé que…

—Nadie espera de ti que pienses —le interrumpió Marco Plauto—. Dejad salir a esos infelices. ¡Vamos!

Casio Corbulo y Vigésimo Tulio abrieron de par en par las puertas de la iglesia. Al instante, los monjes salieron en tropel del edificio y se agruparon como corderos frente al monasterio en llamas, resoplando y tosiendo en medio de un coro de llantos y lamentos.

—Lo siento —les dijo Marco Plauto—. No era mi intención que esto ocurriese —luego volvió a la cabeza de la formación y, con un movimiento hacia delante del brazo, ordenó—: ¡En marcha!

La patrulla comenzó a recorrer el sendero, internándose en el bosque. Alberto de Mondragón cayó de rodillas, contemplando con el corazón roto cómo el monasterio, la obra de toda su vida, era pasto de las llamas. Volvió la mirada hacia los cada vez más lejanos legionarios y pensó que aquellos seres eran peores que demonios.

El prior de San Ambrosio se santiguó tres veces. No le cabía ninguna duda: quienes habían destruido su iglesia eran las almas en pena de los soldados romanos que crucificaron a Cristo.

* * *

El Sol era un globo de sangre flotando sobre un horizonte encrespado de olas. Los legionarios se encontraban agrupados en el centro del círculo de piedra. Algunos, vencidos por el cansancio y el vino, roncaban ruidosamente sobre la hierba, o descansaban recostados contra el megalito. Mientras, Cornelio Izhak se dedicaba a grabar algo en una de las piedras del círculo. El golpeteo del martillo percutiendo contra el cincel se mezclaba con el rumor del oleaje.

—¿Qué haces? —preguntó Marco Plauto, aproximándose al hebreo.

—Escribo una advertencia. En latín, griego y hebreo —Izhak leyó el texto en voz alta—: «Cuidado, viajero; en el círculo de piedra tus pasos pueden extraviarse» —sonrió—. Es un poco enigmático, pero me llevaría demasiado tiempo dar más explicaciones, así que deberá bastar.

Marco Plauto se acomodó junto al judío y aguardó a que éste concluyera su labor. Había anochecido cuando cesó el martilleo.

—Ya está —dijo Izhak—. Confiemos ahora en que la niebla vuelva y nos lleve de regreso a Britania.

—Es gracioso —contestó Marco Plauto con una sonrisa amarga—; estamos deseando volver a Britania, pero allí nos esperan los hombres de Caswallawn para acabar con nosotros. Y si no lo hacen ellos, lo hará el legado.

—¿Por qué te odia tanto, Marco? —preguntó el hebreo—. ¿Qué motivo tiene Fonteius para desear matarte?

—¿No lo sabes? No, claro; tú no participaste en el primer desembarco —Marco Plauto hizo una pausa antes de iniciar su relato—. Llegamos a Britania a bordo de ochocientas naves. Era tan numerosa nuestra fuerza que Caswallawn, al vernos desde la costa, mandó retirar sus tropas. Los legados se frotaron las manos, pensando que aquella campaña iba a ser cosa fácil. Hicimos unas cuantas incursiones y cada vez que los celtas ofrecieron batalla fueron vencidos. Luego, una tormenta destrozó las naves que estaban ancladas en la costa y tuvimos que volver al campamento. Eso le permitió a Caswallawn reforzar sus tropas. Al poco, cuando volvimos a avanzar, la caballería de los britanos nos atacó y fue rechazada por nuestra caballería. Una nueva derrota de los celtas. Instalamos el campamento a cuatro jornadas de la costa. Entonces, al anochecer, los hombres de Caswallawn surgieron del bosque y nos atacaron. Tito Fonteius mandó perseguir a los britanos que, tras una incursión relámpago, retrocedían rápidamente. Yo le advertí que podía ser una trampa: si perseguíamos al enemigo, el campamento quedaría desprotegido, lo que permitiría que otra partida de britanos entrara en él. Pero Tito Fonteius no me escuchó e insistió en que partiéramos en pos de los hombres de Caswallawn.

—¿Y qué ocurrió?

—Que desobedecí sus órdenes. Dispuse a mis hombres en una doble fila y aguardé allí, mientras el resto de los soldados se alejaba en persecución de los britanos. Entonces, una nueva partida enemiga salió del bosque y nos atacó. Gracias a los arqueros y a los honderos logramos mantenerlos a raya el tiempo suficiente como para que llegaran refuerzos. Finalmente, logramos contenerlos, pero aquello fue un desastre. Tito Fonteius me acusó de desacato. Y yo le acusé a él de incompetencia en la batalla. La razón estaba de mi parte, pero Tito Fonteius es de cuna noble y, por tanto, intocable. En cuanto a mí…, bueno, con mi acción había salvado el campamento —sonrió con ironía—. Era un héroe y no es bueno para la moral de la tropa ajusticiar a los héroes. Así que los generales decidieron dejar correr el asunto y nos condecoraron a los dos. Pero Fonteius no me ha olvidado y, desde entonces, me asigna las misiones más peligrosas. Hasta ahora he tenido suerte, pero tarde o temprano conseguirá acabar conmigo.

Marco Plauto enmudeció al advertir que el disco naranja de la Luna surgía tras el horizonte marino. Los legionarios, que habían sido informados de lo que supuestamente iba a ocurrir en el círculo de piedra, comenzaron a mirar con inquietud a izquierda y derecha.

—¡Ahí está! —exclamó Marcelo Cumano—. ¡La niebla!

En efecto, el ya familiar fluido lechoso comenzaba a extenderse por el suelo.

—Que nadie salga del círculo —ordenó Marco Plauto, poniéndose en pie.

La niebla creció vertiginosamente hasta envolver por completo el megalito. Luego centelleó y se agitó. Acto seguido se disolvió en medio de una miríada de lucecitas, como si en su interior aletease un enjambre de luciérnagas. El viento arrastró los últimos jirones de bruma y permitió que la claridad lunar iluminara las solitarias piedras del templo prehistórico. Pero allí no había nadie.

Una vez más, la patrulla perdida se había esfumado en el aire.