4. Los hombres de piedra

El ataque se produjo a última hora de la mañana y, cuando llegó, lo hizo de un modo tan violento como inesperado. Marco Plauto había dado la orden de levantar el campamento una hora antes de la salida del Sol. Ya no nevaba, pero el viento soplaba fuerte del Norte, hiriendo la piel de los legionarios, mal pertrechados para un tiempo invernal, como un cuchillo helado. Antes de iniciar la marcha, Marco Plauto reunió a los hombres y les habló acerca de sus planes: se habían perdido, por tanto volverían al círculo de piedra e intentarían encontrar el camino correcto. Eso era todo. ¿Alguna pregunta?

Nadie habló. Los legionarios se limitaron a mirarse entre sí en silencio, con incertidumbre y aprensión. Fiach y Bron, los guías britanos, permanecían mudos, con el rostro pálido y la mirada perdida, como si presintieran un peligro ominoso cerniéndose sobre ellos.

La patrulla inició la marcha poco antes de que los primeros rayos del Sol tiñeran de oro las cumbres de las montañas. A mediodía llegaron a la altura de un río que discurría junto a unas colinas de granito y se detuvieron allí para aprovisionarse de agua. Unos minutos más tarde reiniciaron la marcha siguiendo el sendero que, en aquel punto, corría paralelo al río, justo al pie de las colinas. No habían dado más de cien pasos cuando, de repente, como surgiendo de la nada, una lluvia de piedras se abatió sobre ellos. Se trataba de rocas de buen tamaño y su número era tan nutrido que resultaba casi imposible esquivarlas.

—¡Agrupaos y protegeos con los escudos! —ordenó Marco Plauto.

Los hombres obedecieron instantáneamente y adoptaron una formación defensiva, con los escudos alzados sobre sus cabezas a modo de parapeto.

—¡Retrocedamos! —ordenó Marco Plauto, comprobando que la lluvia de piedras, lejos de disminuir, arreciaba en intensidad—. ¡Id hacia el río!

Los legionarios, estrechamente agrupados y con los escudos siempre en alto, se apartaron del camino y se adentraron en el agua hasta quedar fuera del alcance de las piedras. Sólo entonces apartaron los escudos para poder contemplar lo que había sucedido. Licinio, Aqueón y Trasilo, tres de los legionarios, yacían muertos en el sendero, medio enterrados por las piedras que, aun ahora, continuaban cayendo sobre ellos.

De pronto, sobre las colinas, aparecieron los hombres de piedra. Eran un centenar de guerreros, altos y fornidos, de piel clara y cabellos rubios. Se cubrían con pieles e iban armados con lanzas y hachas de sílex. Muchos de ellos llevaban el rostro pintado de rojo y negro, lo que les confería un aspecto decididamente temible. Se detuvieron en lo alto de la colina, contemplando a los legionarios romanos, que permanecían inmóviles con el agua al nivel de la cintura. Uno de los hombres de piedra, un individuo de enorme tamaño que llevaba en la cabeza un casco adornado con plumas de águila, comenzó a descender por la ladera de la colina.

—Ésos no parecen los hombres de Caswallawn —dijo Marco Plauto; luego le ordenó a Cornelio Izhak—: Pregúntales a los guías si saben a qué tribu pertenecen.

Izhak habló brevemente con Fiach y Bron. Éstos le contestaron con susurros y sacudidas de cabeza.

—Ignoran qué tribu es ésa —dijo el hebreo—. Pero no son celtas.

Marco Plauto asintió, pensativo, mientras examinaba la orilla opuesta. Era imposible escapar por allí; ese lado del río estaba plagado de grandes rocas cubiertas de zarzas. A izquierda y derecha sólo había agua, y frente a ellos se interponían los guerreros de piedra. La patrulla no tenía escapatoria.

El gigante del casco emplumado, que por su autoritaria actitud parecía ser el jefe de aquella horda, se detuvo en mitad de la ladera. Alzó su hacha de piedra y habló a los legionarios en una lengua extraña, llena de consonantes duras como agujas de granito.

—¿Entiendes lo que dice? —le preguntó Marco Plauto al traductor.

Cornelio Izhak dominaba doce idiomas, sin contar el latín, el griego y el hebreo, que prácticamente eran sus lenguas maternas. Sin embargo, en aquella ocasión se vio obligado a reconocer su ignorancia. Marco Plauto aguardó con paciencia a que el jefe de los hombres de piedra concluyese su violento e incomprensible discurso. Entonces se adelantó unos pasos y, levantando un brazo en señal de saludo, dijo:

—Soy Marco Plauto Longino, jefe de la Primera Centuria de la Tercera Cohorte perteneciente a la Séptima Legión, bajo el mando supremo del cónsul Cayo Julio César. En nombre de Roma yo os saludo, extranjeros. Comprendo que hayáis pensado que invadíamos vuestro territorio, pero os aseguro que estamos de paso y no abrigamos ninguna intención hostil hacia vosotros. Permitid que continuemos nuestro camino en paz y ello os granjeará la bendición de la poderosa madre Roma.

El jefe de los bárbaros contempló a Marco Plauto con ojos inexpresivos. Luego se agachó y, levantándose el taparrabo, les mostró a los legionarios su peludo trasero. Los hombres de piedra prorrumpieron en carcajadas.

—Me parece —comentó el soldado Isquirión— que ese tipo acaba de decirnos dónde podemos meternos las bendiciones de la madre Roma, centurión.

—¡Cállate, carroña griega! —bramó Aufidio Décimo—. ¡Como vuelvas a abrir la boca lamentarás haber nacido!

—Ya lamento haber nacido, sargento —dijo Isquirión, señalando con un cabeceo a los bárbaros—. Además, si seguimos en este río, nos congelaremos.

Marco Plauto pensó que difícilmente iban a disponer del tiempo necesario para congelarse. El coloso del casco emplumado se dirigía ahora a sus hombres con grandes aspavientos; sus palabras resultaban incomprensibles, pero el efecto enardecedor que causaban en los guerreros dejaba muy claro que aquello era una arenga.

—Van a atacarnos —murmuró Marco Plauto.

Izhak se aproximó chapoteando al centurión.

—¿Has visto su armamento, Marco? —preguntó—. Es todo de piedra; no llevan ningún arma de metal.

—Ya. Pero me temo que, ante una proporción de diez a uno, el acero no va a suponer una ventaja muy relevante.

—Tampoco llevan arcos —insistió Izhak—. Es más, creo que esos tipos no han visto un arco en su vida.

—Son demasiados —objetó el centurión—. Ni siquiera tenemos flechas suficientes para todos.

Izhak sujetó a Marco por el brazo y le miró con fijeza.

—Puede que una sola flecha sea suficiente —dijo—. ¿No lo entiendes?

Marco Plauto reflexionó unos segundos, desconcertado por las palabras del hebreo. De pronto, sus ojos se iluminaron.

—¡Claro! —exclamó—. Puede que funcione, Izhak —se volvió hacia los legionarios—. Anteo, ven aquí.

Uno de los soldados se aproximó al centurión. Se trataba de un hombre de baja estatura, pero extremadamente fornido y ancho de hombros. A la espalda llevaba un pesado arco de bronce y un haz de flechas.

—Dicen que los espartanos sois los mejores arqueros de Grecia —prosiguió Marco Plauto—. ¿Es cierto?

—Somos los mejores arqueros del mundo —le corrigió Anteo.

—Muy bien, pues vamos a demostrárselo a esos bárbaros. ¿Ves a ese tipo con aspecto de oso, el del casco emplumado? Pues quiero que le atravieses de un flechazo. No se trata de herirle. Quiero que muera al instante. ¿Podrás hacerlo?

—Con los ojos cerrados.

Marco Plauto asintió, complacido.

—Perfecto —dijo, y añadió—: Pero, por si acaso, manténlos abiertos.

Anteo sacó una flecha del carcaj, la montó en el arco y aguardó. Entre tanto, los bárbaros se mostraban cada vez más exaltados, gritando como diablos mientras agitaban con furia sus mazas de piedra. De pronto, su jefe dejó de hablar y levantó los brazos con gesto autoritario. Al instante, los hombres de piedra enmudecieron. Tras unos segundos de tenso silencio, el jefe dio un nuevo grito y los bárbaros, como un solo hombre, se lanzaron aullando ladera abajo, en dirección a los legionarios.

—Nos van a masacrar… —musitó el soldado Isquirión.

Aufidio Décimo se volvió hacia el cretense, pero en el último momento decidió no reprenderle. A fin de cuentas, el soldado tenía razón: iban a masacrarlos.

—Prepárate, Anteo —dijo en voz baja Marco Plauto.

El espartano tensó la cuerda del arco y mantuvo la vista fija en el jefe de los bárbaros que, corriendo en primera línea, se acercaba a toda velocidad hacia ellos. Cuando calculó que el gigante se hallaba a la distancia adecuada, contuvo el aliento y, con un casi imperceptible gemido, soltó la cuerda. La flecha hendió el aire y, describiendo una brillante parábola, fue a hincarse profundamente en el pecho del jefe de la horda, justo en el corazón. El gigante se derrumbó sobre el suelo como un bisonte herido por el rayo. Al instante, sus hombres se detuvieron. En silencio absoluto, con los ojos llenos de estupefacción, contemplaron el cadáver del que hasta aquel momento había sido su líder indiscutible. Uno de ellos se acercó al cuerpo y lo zarandeó tímidamente. Luego tocó con supersticioso respeto el astil de madera que sobresalía del pecho del cadáver.

—¡Ha funcionado! —exclamó por lo bajo Marco Plauto—. Esos salvajes deben de estar preguntándose cómo es posible que un palito haya podido matar a su jefe.

—Para ellos, una flecha es cosa de magia —convino Izhak.

Los hombres de piedra, congregados en torno al cuerpo de su jefe, se miraban entre sí con gestos de desolación y temor, y se hablaban en voz baja, como si temieran que una presencia invisible pudiera espiar sus palabras. Finalmente, recogieron el cadáver y comenzaron a remontar la suave ladera de la colina, hasta desaparecer por detrás de su cima. Cuando el último de los hombres de piedra se hubo marchado, los legionarios prorrumpieron en una cerrada ovación, palmeando con entusiasmo la espalda de Anteo y cantando a voz en grito las excelencias de los arqueros espartanos. Marco Plauto los hizo callar con un gesto.

—No os pongáis tan contentos —dijo—. Esto sólo es una tregua. Esos salvajes no tardarán en elegir otro jefe y, entonces, vendrán a por nosotros. De modo que más vale que nos vayamos cuanto antes de aquí.

Los soldados, con el ánimo algo menos exultante, salieron a toda velocidad del agua. Izhak se aproximó a Marco Plauto.

—¿Continuaremos por el sendero hacia el círculo de piedra? —preguntó.

—Ya sé que eso supone marchar al descubierto. Pero ¿qué otra opción tenemos? —se volvió hacia Aufidio Décimo—. Sargento, dispón a los hombres en columna. Partiremos inmediatamente a paso ligero.

—¡Ya habéis oído al centurión, escoria! —tronó la voz de Aufidio Décimo—. ¡Vamos, moveos!

Unos minutos más tarde, los legionarios de la patrulla perdida de Marco Plauto Longino comenzaron a recorrer el sendero con un trote rápido y constante. El círculo de piedra se encontraba a cinco horas de marcha. Sólo cinco horas.

Una eternidad. En particular, para los que nunca conseguirían llegar.