20. El incendio

Un devastador incendio se inició en la Casa del Indiano poco antes del amanecer. Las campanas de la iglesia de Orballo tocaron a rebato para congregar a todo el pueblo en torno al edificio en llamas, pero de nada valieron los esfuerzos de los vecinos. En menos de una hora, la mansión quedó reducida a un humeante montón de cenizas. La voracidad destructora de aquel incendio fue motivo de general perplejidad y, como era de esperar, inmediatamente se atribuyó la causa del desastre a la maldición de Xas. De hecho, varias personas aseguraron haber visto durante la madrugada luces extrañas en la isla, y una gran bola de fuego surgiendo del mar frente a sus costas.

Pero el auténtico misterio comenzó cuando alguien cayó en la cuenta de que el personal de la Drees Nederlanden parecía haberse esfumado en el aire. Al principio se supuso que todos habían perecido entre las llamas, pero, tras concluir las labores de búsqueda, los bomberos afirmaron no haber encontrado ningún resto humano en las ruinas ennegrecidas de la mansión. Más tarde, el enigma adquiriría aún mayores proporciones al ponerse las autoridades en contacto con la oficina central de la Drees Nederlanden, en Amsterdam, y descubrir que dicha compañía negaba categóricamente haber establecido una delegación en España.

Sin duda, aquel asunto estaba destinado a convertirse en el principal tema de conversación entre los habitantes de Orballo, pero los extraordinarios acontecimientos que iban a tener lugar durante los siguientes días lo relegaron a un prematuro olvido.

* * *

La madre de Abril permaneció despierta hasta que, bien entrada la madrugada, escuchó el chirrido de la puerta principal al abrirse y el sonido de los pasos de su hija remontando la escalera. Entonces salió al pasillo y contempló con inquietud el lamentable estado en que se encontraba la muchacha: las mejillas pálidas, el pelo enmarañado, las ropas húmedas y arrugadas. Durante un instante estuvo a punto de iniciar uno de sus frecuentes monólogos recriminatorios, pero la expresión de extremo cansancio que mostraba el rostro de su hija le aconsejó no hacerlo.

—Hola, mamá —dijo Abril con voz débil—. Voy a darme una ducha y luego me meteré en la cama —fingió una sonrisa—. No te preocupes, todo va bien.

Su madre permaneció unos segundos estática. Luego se despidió con un «buenas noches» y volvió a su dormitorio. Tardó mucho en conciliar el sueño y, cuando finalmente lo consiguió, lo hizo pensando que su hija, por la razón que fuese, parecía haber crecido, madurado, durante el transcurso de aquella jornada. De haber conocido los pensamientos de su madre, Abril se habría mostrado absolutamente de acuerdo con ella. Había crecido, sí… Por lo menos un millón de años.

Óscar, por su parte, no tuvo tanta suerte. Pese a estar agotado, no lograba apartar de su cabeza los acontecimientos vividos durante las últimas horas. Todo parecía el fruto de un mal sueño, pero había sido real, así que no podía dejar de buscar explicaciones a los insólitos sucesos acaecidos en la isla. ¿Dónde estaba el cargamento del Haifisch? ¿Quiénes eran aquellos hombres que decían ser soldados de Julio César? ¿Qué iba a hacer ahora la Fraternidad de Eihwaz?

Preguntas, preguntas, preguntas… y ninguna respuesta. Finalmente, cuando el cielo comenzaba a clarear por el Este, anunciando la inminencia del amanecer, Óscar logró conciliar el sueño. Once horas después, a las seis en punto de la tarde, el teléfono se puso a sonar insistentemente. Era Dante Oberon.

—Quítate las legañas, perezoso —dijo el arqueólogo alegremente—. Tenemos que vernos dentro de una hora, en el Arosa. Ya he avisado a Cris y Abril.

* * *

El bar Arosa estaba atestado de gente (era el veinticinco de julio, la fiesta de Santiago Apóstol), pero, de algún modo, el arqueólogo había conseguido una mesa en el extremo más alejado de la terraza.

—La Fraternidad se ha esfumado —dijo Dante, tras encargar una ronda de bebidas para todos—. Ya sabéis lo del incendio de la Casa del Indiano, ¿no? Pues bien, esta mañana me he pasado por el club de vacaciones. El lugar está desierto.

—¿Qué hará Eihwaz ahora? —preguntó Abril.

—Ha muerto su líder, así que supongo que tardarán un tiempo en reorganizarse. Por otro lado, su búsqueda de los tesoros del Haifisch ha sido un fracaso, de modo que se estarán quietos y callados durante un tiempo.

—Tenemos que contárselo todo a la policía —dijo la muchacha.

—Ni hablar. Debemos mantener en secreto todo lo que ha ocurrido.

—¿Estás loco? —exclamó Abril—. ¡El mundo debe saber lo que está pasando!

—¿Ah, sí? —Dante sonrió—. ¿Y qué pruebas piensas ofrecerle al «mundo»?

—El submarino. Está allí, en el fondo del mar. Y los cadáveres… —se estremeció—. Vaya, lo había olvidado, hay varios hombres muertos en la isla.

—El submarino no es más que un cascarón vacío, una reliquia de la guerra sin mucho interés —Dante dio un sorbo a su bebida—. En cuanto a los cadáveres, la Fraternidad de Eihwaz se habrá ocupado de eliminar cualquier pista que pueda delatar su existencia. En estos momentos no quedará en la isla ni tan siquiera un simple casquillo de bala. Con respecto a tu difunto amigo Isaías el Negro, esta mañana me he dado una vuelta por su casa y allí no había ningún cadáver. Se lo han llevado, y te aseguro que jamás aparecerán ni él ni su barco. Todo el mundo creerá que ha sufrido un accidente en el mar, le darán por desaparecido y archivarán el caso.

—¿Y nuestro testimonio? —insistió Abril—. La policía tendrá que escucharnos.

—La policía —dijo el arqueólogo— va a poner una cara muy rara cuando le cuentes que una patrulla romana del siglo uno antes de Cristo nos salvó de las garras de una sociedad secreta nazi, ¿no crees?

—Muy bien —intervino Cris, que hasta aquel momento había permanecido en silencio—. Precisamente de eso quería hablar. ¿Quiénes eran esos romanos?

—Lo único que puedo afirmar —dijo Dante tras unos instantes de reflexión—, es que esa gente hablaba el latín vulgar propio de las clases bajas; parecían legionarios auténticos —hizo una pausa—. Veréis, el padre Elías me enseñó un documento medieval en el que se narra la historia de la orden religiosa que se estableció en Xas a mediados del siglo trece. Al final del texto, su relator declara que el monasterio de San Ambrosio fue destruido por unos demonios a los que identificaba como las almas en pena de los hombres que crucificaron a Cristo —enarcó las cejas—. ¿Y quiénes fueron los hombres que crucificaron a Cristo?

—Soldados romanos… —concluyó Óscar, pensativo.

—Exacto —prosiguió Dante—. Y si queréis saber mi opinión, los romanos que asustaron a esos monjes medievales son los mismos que conocimos ayer en la isla.

—De modo —murmuró Cris—, que ese crónlech quizá sea una especie de puerta en el tiempo. Eso dijiste anoche, ¿no? Y, a lo mejor, por esa puerta no sólo han pasado romanos, sino también gentes de otras épocas.

—¡Eso explicaría las leyendas de Xas! —exclamó Abril—. ¡Los fantasmas de la isla serían viajeros perdidos en el tiempo!

Cris sonrió satisfecho. Por fin había encontrado una explicación para el extraño encuentro que, durante su infancia, había tenido en Xas. No se trataba de una explicación muy razonable, es cierto, pero era una explicación al fin y al cabo.

—¿Cómo lo sabías? —le preguntó Óscar a Dante—. ¿Cómo sabías que las bodegas del submarino estaban vacías?

—Oh, eso… —el arqueólogo sonrió—. Bueno, fue una simple suposición.

—Pero anoche dijiste que conocías el paradero del oro y de los cuadros —observó Abril—. ¿Era un farol?

—Dije que tenía una vaga idea, que es muy distinto —Dante les guiñó un ojo (el azul)—. Y para comprobar si estoy en lo cierto, tenemos que volver a la isla.

—¡Ah, no! —Cris se puso en pie—. No contéis conmigo.

—Pero ya no hay peligro —repuso Dante—. La Fraternidad no…

—¡Ni hablar! —exclamó Cris—. No quiero saber nada de submarinos hundidos y tesoros nazis. Por mi parte, no pienso decir ni «mu» sobre lo que pasó anoche en la isla —se encogió de hombros—. De todas formas, ¿quién iba a creerme? Pero eso no significa que piense volver allí. Así que, adiós.

Agitó la mano, esbozó una sonrisa de disculpa y se perdió entre el gentío que abarrotaba las calles adornadas con guirnaldas y banderines.

—Bueno —dijo Dante—, eso nos deja sin una embarcación —miró a Óscar—. Tú tienes las llaves de la lancha del club de vacaciones. ¿Qué dices?

—Que puedes contar conmigo.

—Y conmigo —añadió Abril—. ¿Cuándo volveremos a Xas?

—Mañana —contestó el arqueólogo alzando su copa en un fugaz brindis.