3. Abril

Durante la mañana del día siguiente a su llegada, Dante se dedicó a recorrer el puerto en busca de una barca de alquiler, pero lo único que encontró fue una fría, distante y poco amistosa acogida. Todos aquellos con los que habló se mostraron recelosos y suspicaces, limitándose a contestar lacónicamente a sus preguntas. «No» fue el monosílabo que más emplearon.

Al cabo de un par de horas, cansado de intentar entablar conversación con gente que no deseaba hablar con él, Dante se dirigió a la iglesia. Había recibido una nota del padre Elías, invitándole a asistir a la misa de funeral que, en memoria de Moisés Abravanel, iba a celebrarse en el templo parroquial al mediodía.

La iglesia permaneció vacía durante la ceremonia. El padre Elías, famoso por oficiar las misas más rápidas de toda la región, batió ese día su propio récord y en poco más de veinte minutos dio por terminado el funeral. Dante se dirigió entonces a la sacristía para presentarle sus respetos al sacerdote.

—Espero que te haya gustado la misa —dijo el padre Elías, que, ayudado por un monaguillo, estaba despojándose de los ropajes ceremoniales a toda velocidad—. Aunque tu tío era judío, pensé que un funeral era lo mínimo que podía hacer por él.

—Mi tío no era un hombre muy religioso —sonrió Dante—, pero seguro que le hubiera encantado una ceremonia tan hermosa. Aunque no ha acudido mucho público, ¿verdad?

—La gente de este pueblo es muy peculiar.

—Sí, empiezo a darme cuenta —Dante se rascó la cabeza—. Verá, padre, tengo entendido que usted conocía a mi tío.

—Era un buen hombre, y me honraba con su amistad.

—Ya. La cuestión es que no estoy muy seguro de saber a qué se dedicaba Moisés últimamente, y he pensado que quizá usted pueda ayudarme. ¿Qué hizo mi tío mientras estuvo aquí?

El padre Elías se había despojado ya de las vestimentas ceremoniales y estaba terminando de abrocharse la sotana. Le hizo un gesto al monaguillo y el muchacho desapareció de la sacristía como una exhalación.

—Moisés llegó a Orballo a principios de enero —dijo el sacerdote, tomando asiento frente a una mesa de madera—. Ignoro qué es lo que andaba buscando, pero durante unos días se dedicó a recorrer el pueblo y los alrededores. Sé que estuvo examinando los archivos del Ayuntamiento y que habló con mucha gente, sobre todo con los ancianos. Al parecer, estaba interesado en ciertos sucesos acaecidos cincuenta años atrás. Recuerdo que la primera vez que lo vi fue en el cementerio, deambulando entre las tumbas. Se acercó a mí y me pidió permiso para consultar los documentos parroquiales. Bueno, se trataba de un reputado historiador, así que hablé con las autoridades eclesiásticas y, tras obtener su licencia, le permití a Moisés examinar a su antojo los archivos de la iglesia. Así fue cómo encontró el Códice Ambrosino. Supongo que eso fue lo que le puso tras la pista de los megalitos de Xas.

—¿Qué es el Códice Ambrosino?

—A mediados del siglo trece, una comunidad religiosa, la orden de San Ambrosio, fundó un monasterio en Xas. Los monjes apenas estuvieron allí un año: a finales de 1257 abandonaron repentinamente la isla y no volvieron a poner un pie allí. La orden se disolvió y sus miembros ingresaron en los Hospitalarios. Pero Alberto de Mondragón, el prior de San Ambrosio, escribió un documento relatando la historia de la orden. Ese documento es conocido como el Códice Ambrosino, y en él se menciona la existencia en Xas de un antiguo templo pagano de piedra. Tu tío leyó el texto y supongo que ésa es la causa de que fuera a la isla.

Dante permaneció un buen rato en silencio.

—El accidente que sufrió mi tío ocurrió durante la noche —dijo al fin—. ¿Solía pernoctar en la isla?

—Oh, sí, lo hacía de vez en cuando. Tenía una tienda de campaña y algunas noches las pasaba en Xas. Yo le advertí que eso era una locura para un hombre de su edad, pero él decía que así le cundía más el tiempo —el padre Elías suspiró—. Al final, desgraciadamente, se demostró que yo tenía razón.

—Antes de su muerte, ¿notó algo raro en mi tío?

—¿Algo raro? —el cura enarcó las cejas.

—Sí, un cambio en su conducta, algo fuera de lo normal. Quizá hizo algún comentario extraño…

—Bueno, últimamente parecía preocupado. Recuerdo que le pregunté si sucedía algo. Él, en vez de contestarme, me preguntó a su vez si yo creía en el mal. Le contesté que, como católico, creía en el Diablo, pero él señaló que no se refería a eso, sino a la existencia de personas totalmente malas. Bueno, en mi opinión, todos llevamos en nuestro seno una semilla de bondad plantada por Dios, y así se lo dije. Recuerdo que él me miró muy serio y contestó: «Hay seres absolutamente malvados, y yo los he visto».

—¿A qué se refería?

—No tengo ni idea. A veces, Moisés se volvía muy críptico.

—Ya veo… Supongo que eso es todo, padre —dijo Dante, levantándose de la silla—. Por cierto, ¿podría examinar ese documento, el Códice Ambrosino?

—Se trata de un manuscrito muy valioso y no creo que un profano…

—Al igual que mi tío, me dedico a la investigación histórica. Si lo desea le mostraré mis credenciales.

—No, hijo, no hace falta; te creo. Pero, aun así, no está en mi mano mostrar ese documento. Necesitaría la autorización del obispado.

—Por supuesto. Pero, verá, voy a continuar con las investigaciones de mi tío, y creo que ese documento puede serme útil. Así que le agradeceré mucho que solicite el permiso —Dante se encaminó hacia la puerta, pero antes de salir añadió—: Por cierto, padre, llevo toda la mañana intentando alquilar una barca para ir a la isla, y la gente me trata como si fuera un apestado.

—Los habitantes de Orballo son muy supersticiosos. Piensan que la isla está maldita. Son tonterías, claro, pero me temo que no conseguirás que nadie te lleve allí —suspiró—. Lo mismo le sucedió a Moisés. De todas formas, la Guardia Civil encontró en el mar la barca de tu tío. Puedes reclamarla.

Dante se despidió del sacerdote, abandonó la iglesia y, silbando desafinadamente una juguetona melodía, se internó en las soleadas calles de Orballo. Las primeras piezas del rompecabezas comenzaban a encajar.

* * *

Óscar encontró a Cris sentado en un banco próximo al gran roble centenario que crecía en el centro de la plaza. El reloj del Ayuntamiento marcaba las doce del mediodía.

—Hola —Óscar se acomodó junto a su amigo—. ¿Cómo estás?

—Bien.

—Pues no lo parece.

—Estoy perfectamente, ¿vale?

Óscar advirtió el mal humor de su amigo, de modo que decidió permanecer en silencio. Paseó la mirada por la plaza, hasta detenerla en un grupo de jóvenes veinteañeros que, congregados cerca de una pequeña fuente, charlaban animadamente en inglés. Todos llevaban camisetas blancas estampadas con el dibujo de tres palmeras entrecruzadas, en cuya base aparecían las iniciales «I. H. C.».

—¿Quiénes son? —preguntó Óscar, señalándolos con un cabeceo.

—Miembros del campamento de verano —respondió Cris—. Pertenecen al International Holiday’s Club, o algo así, una organización de vacaciones formada por jóvenes de todos los países. Están acampados cerca de la playa de Mouro.

Óscar examinó detenidamente al grupo de veraneantes. Tenían un aspecto realmente saludable: facciones regulares, cuerpos musculosos y piel tostada por el sol. Parecían modelos publicitarios. Por el rabillo del ojo, Óscar advirtió que una pareja se aproximaba al grupo. Se trataba de un chico y una chica; él, con el torso cubierto, como los otros, por la camiseta de las palmeras, era alto y fornido, con el pelo rubio y los ojos intensamente verdes. Ella… Bueno, lo cierto es que Óscar jamás había visto una muchacha tan bonita. Tenía unos dieciséis o diecisiete años, el pelo del color del trigo en agosto y los ojos azules como dos jirones de cielo.

—¿Sabes quién es esa chica? —preguntó Cris, sonriendo por primera vez.

—Un sueño —murmuró Óscar, sin apartar los ojos de la muchacha.

—Pues tú la conoces.

—Imposible. Me acordaría de ella.

—Bueno, por aquel entonces no tenía tanto… de todo. Es la hija menor de los Ribera. A veces jugaba con nosotros; ¿no te acuerdas? Se llama Abril.

¿Abril?… Óscar evocó la imagen de una niña pecosa y descarada que, si la memoria no le fallaba, prefería los rudos juegos de los muchachos a las más tranquilas diversiones de las niñas.

—¿Ésa es Abril? —preguntó incrédulo—. Menudo cambio.

Óscar enmudeció. La muchacha había vuelto la mirada hacia él y, tras reconocerlo, había echado a andar en su dirección.

—Tú eres Óscar, el hijo del mago —dijo al llegar a su altura—. ¿Te acuerdas de mí? —y sin esperar respuesta, continuó hablando—: Jugábamos juntos de pequeños. Una vez me cortaste el pelo con unas tijeras.

—Lo siento, yo…

—No importa. El pelo me volvió a crecer —Abril sonrió y el día se volvió instantáneamente más luminoso—. ¿Sabes?, siempre te tuve envidia. Eso de ser el hijo de un ilusionista es fantástico. ¿Es cierto que naciste en un circo?

—Pues…

—Claro que sí, ya lo sé. Tu vida es como una novela. Un día de éstos me lo tienes que contar todo —Abril comenzó a alejarse—. Me alegro de haberte visto, Óscar. Hasta luego, Cris.

—Es preciosa… —murmuró Óscar, contemplando cómo la muchacha regresaba junto al grupo de veraneantes.

—Sí, pero habla demasiado —Cris contempló con ojos divertidos el aspecto embobado de su amigo—. Más vale que no te hagas ilusiones, muchacho. ¿Ves a ese rubio lleno de músculos que está con ella? Es un paraguayo llamado Fabián Santamaría. Y, ¿sabes?, se le ve mucho con Abril.

Justo en aquel momento, los miembros del IHC echaron a andar en dirección a la playa. Abril se volvió hacia Óscar y agitó la mano alegremente. Éste le devolvió el saludo, pero la muchacha ya había apartado la mirada y se alejaba junto al joven rubio y musculoso. Óscar, sintiéndose un idiota, dejó caer la mano que tenía alzada. Al cabo de unos minutos de silencio se volvió hacia Cris.

—¿Qué vas a hacer esta tarde? —preguntó.

—Nada. ¿Por qué?

—Bueno, Dante dijo que nos pagaría si le ayudábamos a ordenar la casa.

—Yo no pienso ir —contestó Cris secamente.

—Pero si ayer decías que estabas sin un duro.

Cris se levantó del banco y miró fijamente a su amigo.

—Escucha: tú puedes hacer lo que te venga en gana, pero yo no pienso volver a poner un pie en esa casa. ¿Está claro?

—Muy claro, pero no lo entiendo. ¿Qué te pasa, Cris? Anoche parecías un manojo de nervios, y ahora…

—No quiero tener nada que ver con Dante Oberon. Y punto. Tampoco quiero seguir hablando de este tema. Ahora me voy a dar una vuelta. Si quieres acompañarme, vale. Pero si vas a seguir dándome la tabarra, será mejor que lo dejemos correr.

Óscar levantó las manos con gesto apaciguador.

—De acuerdo, de acuerdo. No me meteré en tus asuntos.

Mientras caminaban en silencio hacia la parte baja del pueblo, Óscar pensó que Cris parecía muy asustado.

Pero ¿a qué le tenía tanto miedo?

* * *

Óscar se presentó en el domicilio de Dante a primera hora de la tarde. La puerta estaba abierta y del interior de la casa surgía el sonido a todo volumen de una pieza de rock sinfónico. Golpeó con los nudillos en la entreabierta hoja de madera. Al no obtener respuesta, gritó:

—¡Señor Oberon, estoy aquí!

Pero sus palabras quedaron ahogadas por un potentísimo acorde de guitarra, así que Óscar decidió entrar en la casa. Encontró a Dante en el salón, recogiendo papeles del suelo mientras tarareaba desafinadamente la canción que sonaba con inusitada potencia en el equipo de sonido.

—¡Señor Oberon! —aulló Óscar.

Pero Dante, vuelto de espaldas y ensordecido por la música, continuó cantando a voz en cuello.

—¡Señor Oberon! —insistió Óscar, dándole un toquecito en la espalda.

Dante pegó un grito y se giró en redondo. Los papeles que tenía en los brazos salieron despedidos hacia arriba.

—¡Vaya, muchacho, qué susto me has dado!

—¡¿Cómo dice?! —preguntó Óscar, llevándose una mano a la oreja.

—¡Que me has asustado! —gritó Dante.

—¡Con esa música no puedo oírle!

—¡¿Qué dices?! —preguntó a su vez Dante, inclinándose hacia el muchacho.

Óscar señaló el equipo de sonido.

—¡¡Demasiado volumen!! —gritó.

Dante desconectó el aparato. Instantáneamente, la habitación se sumió en un reconfortante silencio. Dante sacó la casete y se la mostró a Óscar.

—Es el álbum Relics, de Pink Floyd. Grabación de 1971. Una joya —guardó la cinta en su funda y añadió—: ¿Dónde está tu amigo?

—¿Cris? —Óscar improvisó rápidamente una excusa—: Tenía que hacer unos encargos para su padre, señor Oberon.

—Llámame Dante… —se ajustó las gafas—. Pues es una pena que no haya venido, porque aquí hay trabajo para una brigada —recogió del suelo un fajo de folios y lo depositó sobre la mesa—. En fin, más vale que empecemos cuanto antes. Lo primero es reunir los documentos de mi tío. Así que dejaremos sobre la mesa del despacho todos los papeles que encontremos, ¿de acuerdo? Luego te ocuparás de ordenar los libros por orden alfabético. Pero eso después; ahora ponte a buscar papeles —cogió una de las casetes que había junto al reproductor—. ¡Close to the Edge, de Yes! —exclamó, y luego, con un susurro, añadió—: Un álbum mítico.

Óscar pasó el resto de la tarde intentando poner orden en la casa. Mientras trabajaba, la música de los años sesenta y setenta que tanto le gustaba a Dante no cesaba de sonar ensordecedoramente en el equipo de sonido. Notando en las sienes los latidos de un incipiente dolor de cabeza, Óscar amontonó todos los documentos que encontró sobre la abarrotada mesa del despacho. Luego comenzó a ordenar los libros alfabéticamente, como le había indicado Dante. Sólo entonces fue consciente de la magnitud de la tarea que le aguardaba: allí había, literalmente, miles de volúmenes. Al atardecer, Dante desconectó el equipo de música y le dijo a Óscar que podía irse.

—Mañana continuaremos —comentó.

—Verá, señor Oberon, mañana…

—Llámame Dante —le interrumpió—. Y tutéame, demonios, a fin de cuentas sólo soy increíblemente más viejo que tú. ¿Qué decías?

—Que mañana es la fiesta del pueblo.

—Hummm… Vaya, qué contrariedad —dijo Dante; luego, sonriendo, añadió—: Pero la festividad de San Buenaventura es una buena razón para descansar —sacó su cartera, extrajo un par de billetes y se los entregó a Óscar—. Esto es un adelanto sobre tu paga, para que te diviertas en la fiesta. El domingo tengo que ir a Santiago, de modo que reanudaremos el trabajo el lunes. Por cierto, sería fantástico que Cris, o quien sea, viniera a ayudarte. Iríamos más rápido.

* * *

En cuanto Óscar se hubo ido, Dante, silbando una suave balada de los Beatles, fue en busca de una caja de herramientas. Luego, con ayuda de un destornillador, desmontó el teléfono. Lo examinó durante unos minutos y, tras comprobar que no había nada extraño en él, volvió a montarlo. Acto seguido se puso de rodillas y recorrió el salón a gatas, comprobando cada centímetro de cable, hasta llegar al despacho, lugar donde el hilo desaparecía por un agujero perforado en la pared. Dante salió al exterior, apoyó una escalera contra el muro norte de la casa, subió rápidamente los peldaños y desatornilló la tapa de una caja de conexiones telefónicas.

Lo vio inmediatamente. Era un pequeño objeto de plástico negro con dos cables fijados a los hilos del teléfono. Un transmisor de radiofrecuencia cuya función era intervenir las llamadas telefónicas.

—De modo que hay alguien espiando… —murmuró Dante; luego, volvió a atornillar la tapa del cajetín y musitó—: Ahora sólo falta saber quién es.