16. El Leviatán
Poco antes del amanecer del lunes, Dante subió a su barca y abandonó la ensenada con el motor a media marcha. Apenas unos minutos después, echó el ancla y, con ayuda de unos prismáticos de gran alcance, se dedicó a observar la Casa del Indiano. Al cabo de un rato, cuando el Sol comenzaba a asomar por detrás de los montes que rodeaban el pueblo, Dante advirtió que el Leviatán abandonaba el embarcadero en dirección a alta mar. El arqueólogo aguardó unos minutos y luego conectó el motor de su lancha, para iniciar el seguimiento del navío de la Drees Nederlanden desde una prudente distancia.
Media hora más tarde, justo después de sobrepasar la isla, el Leviatán se detuvo. Dante desvió la barca y se ocultó tras una de las inmensas rocas que se alzaban en la costa de Xas. Durante varios minutos no ocurrió nada. Luego el yate negro se puso en marcha de nuevo y comenzó a trazar una lenta curva hacia el Sur. Dante sacó del bolsillo unas cartas marinas y las desdobló. Si sus cálculos eran correctos, el Leviatán estaba exactamente encima de la fosa de Xas.
Durante las siguientes dos horas, aquel barco oscuro y siniestro trazó círculo tras círculo sobre la superficie del mar, como un buitre acechando la presencia de un animal herido. Dante se dedicó entre tanto a dormitar placenteramente; el rumor del oleaje, el balanceo de la barca y el calor del Sol le habían sumido en un dulce sopor. De pronto, el ruido de un motor aproximándose lo despertó. Parpadeó varias veces, se incorporó de golpe y oteó el horizonte marino. No tardó en distinguir al Leviatán que, trazando una amplia curva, se acercaba por el Norte. Dante frunció el ceño y consultó las cartas marinas. El barco se había alejado considerablemente de la fosa y ahora navegaba muy cerca de la isla.
Súbitamente, cuando se encontraba a unos doscientos metros del faro de Xas, el Leviatán detuvo sus motores. Al cabo de unos segundos, comenzó a dar marcha atrás con gran lentitud. Finalmente, el yate negro se detuvo. Dante cogió los prismáticos y enfocó la silueta del navío. Algo había ocurrido.
* * *
A bordo del Leviatán, en el interior de la débilmente iluminada cabina de mando, se produjo una repentina e intensa agitación.
—¡Aquí está! —exclamó Falcon, el experto en telemetría, con la vista clavada en el monitor del equipo de sonar.
—¿Dónde? —preguntó Renard, repentinamente alerta.
—Un momento… —Falcon se volvió hacia el piloto—. Da marcha atrás, Hund. Muy despacio.
Las hélices invirtieron el sentido de giro y el barco comenzó a retroceder lentamente.
—¡Ya! —indicó Falcon—. Detén el motor y echa el ancla —señaló con un dedo la pantalla—. Mira, eso es el submarino.
Renard escrutó la pantalla, pero sólo logró distinguir nubes de estática.
—¿Seguro que es el Haifisch? —preguntó, enarcando una ceja—. Estamos muy cerca de la isla, aquí no hay suficiente calado.
Falcon señaló con el dedo la imagen del monitor.
—Mira: tiene forma de huso, pero el casco está doblado en un ángulo de cuarenta y cinco grados; por eso es difícil de reconocer. Además, los magnetómetros detectan una gran masa metálica. No, no cabe duda, se trata del submarino. En cuanto a lo del calado, tienes razón. La profundidad media en esta zona es de cinco brazas, pero ahí abajo hay una especie de grieta submarina que alcanza catorce brazas de profundidad. El Haifisch está exactamente aquí, debajo de nosotros.
Una sonrisa se formó en el rostro habitualmente hierático de Renard.
—El Señor estará contento —dijo con tono exultante—. Muy contento.
* * *
A través de los prismáticos, Dante observó cómo un hombre se asomaba por la borda del Leviatán y arrojaba al agua una esfera de color naranja.
«Una boya», pensó el arqueólogo. «Así que por fin han encontrado el Haifisch».
Poco después, el yate negro levó anclas y partió a toda máquina en dirección a la costa. Cuando el barco no fue más que un punto perdido en el horizonte, Dante puso en marcha el motor de su lancha y se aproximó al lugar donde flotaba la boya anaranjada. Detuvo la embarcación y sacó un radio-localizador G. P. S. de la caja de herramientas. Oprimió un botón y la pantalla de cuarzo líquido mostró instantáneamente la longitud y latitud del lugar marcado por la boya.
Dante estaba anotando en un cuaderno las cifras así obtenidas cuando por el rabillo del ojo percibió un movimiento en lo alto del acantilado. Volvió la vista hacia la isla y, por un instante, creyó ver la figura de…
No, allí no había nadie. Dante sacudió la cabeza, terminó de apuntar las coordenadas y enfiló la proa de la barca en dirección al pueblo.
Era ridículo, por supuesto, pensó mientras gobernaba el timón. Pero lo cierto es que había creído ver a un hombre disfrazado de legionario romano sobre la cima del acantilado.
* * *
El inválido sonrió en la oscuridad. Bajo el tenue resplandor rojizo de las estufas su rostro cadavérico se asemejaba a una gárgola grotesca y antiquísima, pero sus ojos, brillantes e intensos, reflejaban una alegría casi juvenil.
—¡Por fin! —exclamó—. Después de tanto tiempo, el Haifisch reaparece —volvió la cabeza hacia Renard—. Hoy al atardecer rescataremos la carga del submarino. Ocúpate de que los buceadores estén preparados. Ah, y quiero estar presente cuando saquemos a la superficie ese maravilloso tesoro.
—Pero, señor —protestó el gigante—, su salud…
—¡Al diablo mi salud! ¿Es que no lo entiendes, Renard? El cargamento del Haifisch significa mucho más que una vida, más que un millón de vidas. Esos cuadros y ese oro son la savia vital que nutrirá el tronco del nacionalsocialismo. Cuando los convirtamos en dinero podremos multiplicar por diez el número de las Lebensborn, y proporcionaremos al Reich la raza de Señores que habrá de gobernar el mundo.
—Pero su salud es fundamental para el Reich —insistió el gigante—. Sin usted, la Fraternidad de Eihwaz jamás hubiese existido.
—Las personas carecen de importancia. Sólo la sangre, la raza, es sagrada —el anciano hizo una pausa antes de proseguir—: Estaré en el yate cuando se rescaten los tesoros del Haifisch, y no quiero discutir más ese asunto.
—Se hará como ordene —dijo Renard con una inclinación de cabeza—. Otra cosa, señor. Mientras buscábamos el submarino a bordo del Leviatán, Dante Oberon ha estado espiando nuestros movimientos desde una lancha.
—El señor Oberon… —entrecerró los ojos—. Créeme, estoy deseando conocerle. Cuando abandonemos este pueblucho miserable, cosa que espero suceda pronto, deberemos ocuparnos de Dante Oberon. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Por supuesto, señor. Pero… —vaciló—. ¿Y la muchacha?
—Ah, sí, tu muñequita aria —el anciano sonrió como un abuelo bondadoso—. Ésa, Renard, será tu recompensa por haber encontrado el Haifisch.
* * *
Mientras Abril terminaba de fijar las cuerdas que sujetaban aquel inmenso fardo de ropa a su ciclomotor, las campanas del reloj del Ayuntamiento proclamaron con su voz de metal las doce campanadas del mediodía. Ella y Conchita se encontraban frente a la Tintorería Orballo, junto a una atestada furgoneta de reparto. Abril vestía una camisa oscura y unos amplios pantalones vaqueros. Llevaba el pelo recogido bajo un pañuelo y en su rostro no había ni rastro de maquillaje. En cualquier caso, pese a su intento de adquirir un aspecto vulgar, seguía pareciendo lo que era: una muchacha extraordinariamente bonita.
—Recuerda que te han de firmar el recibo —dijo Conchita.
—Pierde cuidado —Abril puso en marcha el ciclomotor—. ¿Siempre entregas la ropa tan tarde?
—No, qué va. Pero como mañana es fiesta estamos hasta arriba de trabajo.
—Entonces, más vale que me vaya —Abril giró el acelerador y la moto se puso lentamente en marcha.
—Acuérdate de mí —dijo Conchita, agitando la mano—: si te ligas a uno de esos bollitos holandeses, dile que me presente a un amigo.
Al cabo de unos minutos, después de dejar atrás las últimas casas del pueblo, Abril enfiló la carretera que, entre pinos y eucaliptos, remontaba la pronunciada cuesta del acantilado, hasta llegar a la verja de hierro que daba acceso a la Casa del Indiano. La muchacha apoyó el ciclomotor en la pata de cabra y oprimió el botón de llamada del intercomunicador que había en el marco de la cancela. Una cámara de televisión en circuito cerrado giró sobre su eje con un zumbido eléctrico.
—¿Qué quieres? —dijo una voz de hombre a través del altavoz.
—Traigo la ropa de la lavandería —contestó Abril, dirigiendo una sonrisa al ojo helado de la cámara.
—¿Por qué no ha venido la otra muchacha?
—¿Conchita? Tiene mucho trabajo y la estoy ayudando. Soy su prima, ¿sabe?
Una pausa. Sin previo aviso, la cancela de hierro comenzó a abrirse.
—Sigue el sendero —dijo la voz—, y entra por la puerta trasera.
Mientras recorría el amplio y cuidado jardín, Abril comprobó con extrañeza que el lugar parecía completamente desierto. Aparcó junto a la entrada de servicio y, mientras desataba el fardo de ropa, examinó con disimulo el edificio. Se trataba de una inmensa casa de tres plantas, resuelta en líneas curvas que evocaban motivos vegetales. Por lo demás, las ventanas estaban cubiertas con cristales oscuros, de modo que resultaba imposible atisbar el interior de la mansión.
Cargando a duras penas con el bulto de la lavandería, subió los escalones que conducían a la puerta de entrada y oprimió el botón del timbre. Al cabo de unos instantes, la puerta se abrió de par en par, encuadrando la figura de un hombre fornido, de pelo castaño y ojos claros, que vestía un elegante traje gris perla.
—Buenos días —saludó Abril, sonriente—. ¿Dónde dejo la ropa?
El hombre le indicó con un gesto que le siguiera; luego, sin volver la mirada atrás, echó a andar. Recorrieron un largo corredor jalonado de puertas que acababa desembocando en una inmensa cocina. La dejaron atrás y continuaron por un nuevo pasillo. Aquella casa era enorme y a Abril comenzaban a dolerle los brazos de tanto aguantar el peso del fardo. De pronto, el hombre se detuvo frente a una puerta y la abrió. Con un cabeceo le indicó a la muchacha que entrase en la habitación.
—¿Dejo ahí la ropa? —preguntó Abril.
El hombre asintió y la muchacha entró en lo que parecía ser un amplio dormitorio, amueblado tan sólo con una cama y una mesilla de noche. Abril dudó unos instantes, sin saber a ciencia cierta dónde se suponía que debía depositar la ropa.
Entonces escuchó un sonoro portazo a sus espaldas.
Abril sintió que el corazón le daba un vuelco. Dejó caer el fardo e intentó abrir la puerta, pero el cerrojo estaba echado. Súbitamente, comprendió que la habían descubierto, que ahora se encontraba en manos de la Fraternidad de Eihwaz. Aterrorizada, comenzó a golpear la puerta con los puños, exigiendo a gritos primero, e implorando entre sollozos después, que la dejaran en libertad.
Pero nadie escuchó sus súplicas.
* * *
Tras dejar la barca amarrada en el puerto, Dante Oberon se encaminó directamente a su casa. Una vez allí, cogió una gran bolsa de lona y comenzó a llenarla con los más diversos objetos: un traje de neopreno y unas aletas de bucear, una escafandra autónoma dotada de dos pequeñas bombonas de oxígeno, una linterna, un visor nocturno de infrarrojos y un receptor multibanda. Al terminar, Dante consultó el reloj: eran las tres y diez. Todavía disponía de algo de tiempo, de modo que se tumbó sobre la cama, cerró los ojos y se durmió instantáneamente.
Despertó una hora más tarde. Tras lavarse la cara con agua fría, espantando así cualquier rastro de somnolencia, se puso unos pantalones negros, una camisa oscura y unas zapatillas deportivas. Luego se colgó al hombro la pesada bolsa de lona y salió de la casa. No había dado más de tres pasos cuando descubrió la presencia de Óscar. El muchacho estaba sentado sobre el capó de su coche.
—¿Qué haces aquí? Ya te dije que por ahora no debíamos vernos.
—Lo han encontrado, ¿verdad? —le interrumpió Óscar.
—¿Cómo?…
—El submarino. Eihwaz ha dado con él. Te he espiado, ¿sabes? Subiste a tu lancha antes del amanecer y te quedaste esperando en medio de la bahía. Luego zarpó el barco de la Drees Nederlanden y tú lo seguiste. Yo estaba en el molino viejo y desde ahí, con unos prismáticos, pude ver cómo el yate daba vueltas y más vueltas frente a la isla. A mediodía, el Leviatán volvió al embarcadero. Diez minutos después, tres coches salieron a toda velocidad de la Casa del Indiano en distintas direcciones —Óscar se bajó del capó—. Está claro que algo ha pasado.
El arqueólogo se disponía a improvisar una excusa, pero en el último momento cambió de idea. Sacudió la cabeza y abrió el maletero del coche.
—Tienes razón —dijo, mientras dejaba la bolsa de lona junto a la rueda de repuesto—: han encontrado el Haifisch. Está hundido al Oeste de la isla, muy cerca del faro. Creo que intentarán rescatar su cargamento en cuanto anochezca.
—¿Y tú qué vas a hacer?
—Ir a Xas —contestó Dante, cerrando el maletero.
—Déjame acompañarte.
—No.
—Pero te seré útil. Tú no puedes enfrentarte solo a esos nazis.
Dante abrió la puerta del coche y tomó asiento frente al volante.
—No voy a enfrentarme a ningún nazi —dijo—. Y no lo voy a hacer porque esa gentuza es muy, pero que muy peligrosa. Así que me limitaré a intentar quitarles La Madonna del Cisne. Pero ni loco se me ocurriría permitir que me acompañase un muchacho. Mira, tu amiga y tú me habéis ayudado y, si todo sale bien, seréis recompensados. Pero vuestra intervención en este asunto ha concluido ya.
Sin añadir nada más, Dante arrancó el automóvil y se alejó a toda velocidad. Óscar dudó un instante y luego echó a correr en dirección al puerto. Cuando llegó allí se encontró al arqueólogo aguardándole en el muelle, apoyado contra el coche.
—¿Tienes algo que ver con esto? —dijo, señalando el embarcadero.
—¿Con qué? —preguntó Óscar, desconcertado.
—No, supongo que no has sido tú —suspiró Dante, y agregó con desánimo—: Mi lancha ha desaparecido.
* * *
—Puedo conseguir un barco —dijo Óscar, sonriente.
—Ya te he dicho que no te necesito —contestó Dante, encaminándose a una cabina telefónica—. Y deja de seguirme.
Óscar se acomodó en un banco de la plaza y observó al arqueólogo efectuar llamada tras llamada. Al cabo de media hora, Dante abandonó la cabina con el rostro inexpresivo y tomó asiento juntó al muchacho.
—Todas las embarcaciones de alquiler que hay en cincuenta kilómetros a la redonda están contratadas —dijo—. Incluso he intentado comprar un lancha, pero hasta mañana no me la pueden entregar.
—Muy tarde —apuntó Óscar.
—Sí, maldita sea, muy tarde —Dante reflexionó unos instantes—. ¿Dices que puedes conseguir un barco?
—El del pescador que nos llevó a Xas.
—Ya… ¿Y cómo se llama ese pescador?
—Eso no te lo voy a decir… A menos que lleguemos a un acuerdo.
Dante enarcó una ceja con recelo.
—¿Qué clase de acuerdo? —preguntó.
—Yo consigo el barco y tú me llevas contigo. Además, me darás una parte de la recompensa que ofrecen por el rescate de La Madonna del Cisne.
Los ojos del arqueólogo se convirtieron en dos rendijas.
—¿Una parte de la recompensa? ¿Qué parte?
—El veinticinco por ciento.
—¿Estás loco? —Dante se llevó teatralmente las manos a la cabeza.
—Y otro veinticinco por ciento para Abril —añadió Óscar.
—Sí, estás loco. No pienso darte la mitad de mi recompensa.
—Pues no hay barco —concluyó el muchacho.
Tras un prolongado silencio, Dante consultó su reloj.
—El diez por ciento —ofreció de pronto.
—El veinte —respondió al instante Óscar.
—El quince —replicó Dante—. Y ni una peseta más.
—¿Para cada uno?
—Sí, demonios, para cada uno.
—De acuerdo —Óscar se puso en pie—. El barco está a dos kilómetros del pueblo, por la carretera de la costa. Es el pesquero de Isaías el Negro.
* * *
Pero cuando llegaron a la humilde vivienda de Isaías el Negro, la hallaron absolutamente desierta.
—El barco no está —observó Dante, señalando el atracadero de madera.
—Habrá salido a pescar. Supongo que volverá pronto.
—O tarde —Dante se dejó caer con desánimo sobre la arena de la playa.
Óscar permaneció unos instantes ensimismado en sus pensamientos. De pronto, sus ojos se iluminaron.
—¡Vamos! —exclamó, dirigiéndose hacia el coche—. ¡Tenemos que irnos!
—¿Irnos? —el arqueólogo se puso en pie—. ¿Adónde?
—Al campamento de verano —respondió Óscar.
* * *
Brian Carter Brown miró alternativamente a Óscar y a Dante.
—¿Una lancha? —preguntó, extrañado.
—Bueno —sonrió Óscar—, dijiste que si necesitaba ayuda podía recurrir a ti.
—Oh, sí, of course… Pero es tarde para navegar. Pronto se pondrá el Sol.
—Han robado mi barca —intervino Dante—. Y tengo que ir a la isla.
—Well —asintió Brian tras pensárselo un poco—. Si queréis llegar a Xas de día, tendréis que salir inmediatamente. Seguidme.
Cruzaron en silencio las instalaciones del campamento de verano. El lugar parecía desierto.
—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó Óscar.
—Han ido de excursión al monte Pindo —contestó el inglés—. Yo iba a reunirme ahora con ellos. Pasaremos la noche allí, bajo las estrellas. Será divertido.
Llegaron a un pequeño embarcadero metálico. Brian señaló una de las tres lanchas fueraborda que flotaban amarradas al muelle.
—Coged ésa. Creo que tiene el depósito lleno.
—Muchas gracias —dijo Óscar, estrechándole la mano—. Te devolveremos la barca mañana.
—Oh, no hay prisa —repuso, sonriente, Brian—. Me alegro de poder ayudarte. Es lo menos que puedo hacer.
* * *
La fueraborda parecía volar sobre las olas, rozando apenas la blanca espuma, como un albatros buscando peces a ras de mar. Atrás quedaban las blancas casas de Orballo y también la seguridad de la vida cotidiana. Enfrente, la brumosa silueta de Xas crecía y crecía a medida que se aproximaban.
—¿Dónde está Abril? —preguntó Dante.
—Ella no sabe nada de esto —el muchacho fijó la mirada en el horizonte y añadió—: No quiero que Abril corra ningún riesgo.
—Tú tampoco deberías estar aquí —murmuró Dante.
—Pero estoy. ¿Cómo vas a apoderarte del cuadro de Da Vinci? ¿Tienes un plan?
—He traído un equipo de submarinismo. Cuando la carga del Haifisch se encuentre en las bodegas del Leviatán, me aproximaré bajo el agua, me introduciré en el barco, me haré con los controles y saldré a toda máquina de aquí.
Óscar enarcó una ceja.
—¿Eso es un plan? —preguntó.
—Bueno —Dante se encogió de hombros—, es lo mejor que se me ha ocurrido…