PROLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA
A primera vista, la obra de Claude Lévi-Strauss aparece asociada a una serie de contrastes que pueden resultar desconcertantes. Ha sido acusado de pretender una matematización abusiva de los hechos sociales, y es a la vez autor de un libro antropológico señalado como «la confesión más íntima» y «clásico de la autobiografía»;[1] afirma que «el objetivo último de las ciencias humanas no es constituir al hombre, sino disolverlo» y acepta que las sociedades humanas deben ser estudiadas como sociedades de hormigas,[2] pero se ha dicho que es el único antropólogo social, después de Radcliffe-Brown, que ha escrito un libro realmente humano sobre el hombre;[3] sospechoso de espiritualismo para autores marxistas, se ha dicho de él, por otra parte, que «en conjunto, sin agresividad, sin provocación, pero como al ras de su investigación, Lévi-Strauss tal vez está construyendo la filosofía más rigurosamente atea de nuestro tiempo»;[4] acusado de ignorar la historia, un comentario autorizado menciona uno de sus últimos trabajos como modelo de análisis histórico.[5]
Recientemente, otro comentarista manifestó una observación análoga, señalando que en Les Temps Modernes (la revista dirigida por Jean Paul Sartre) Lévi-Strauss ha sido «a la vez publicado, comentado, criticado y alabado».[6] Este dato no es menos significativo que los anteriores si se recuerda que entre aquellas publicaciones que no son órganos directos de partidos políticos, Les Temps Modernes se ha destacado por la coherencia ideológica de una trayectoria que alcanza ya los veinte años. Tal vez esta circunstancia plantee —como lo afirma el comentarista que acabamos de citar— un «enigma filosófico». De cualquier manera, es por cierto un índice de la complejidad de una obra destinada a ejercer una influencia decisiva.
Las experiencias recogidas por Lévi-Strauss en el trabajo de campo —realizado en el Brasil a partir de 1935— fueron vinculadas desde un principio a problemas teóricos generales. Ciertas características de los grupos culturales aborígenes del centro de Brasil (estructura social de un alto grado de complejidad junto con un nivel material muy bajo) planteaban interrogantes fundamentales acerca de la naturaleza de tan complejos sistemas de reglas sociales. Para los antropólogos tradicionales, impregnados de evolucionismo ingenuo, este tipo de desajustes entre la complejidad cultural y el «primitivismo» técnico y económico provocó siempre cierta incomodidad, a la cual se hacía frente recurriendo a alguna hipótesis histórica, por lo general ad hoc. Estos casos de desajuste llevaban a los antropólogos evolucionistas, imbuidos de la idea de que la reglamentación de la vida social está siempre asociada a un proceso evolutivo —definido en términos de algún esquema de progreso—, al punto de vista opuesto y complementario: dado que hallamos muchas sociedades «primitivas» donde hay cuerpos de reglas y pautas que resultan desmesurados con respecto a la vida social que organizan y que no parecen aplicados ni aplicables al mejoramiento del nivel de vida, los procedimientos económicos o los objetos técnicos, entonces tales reglas no sirven realmente para nada y sólo se explican como manifestación de una mentalidad atrasada e irracional.
Frente a esta tradición antropológica, que durante mucho tiempo expresó en su forma más cruda e inmediata la concepción del mundo de la sociedad industrial en desarrollo, Lévi-Strauss elabora a lo largo de sus obras una imagen del llamado «hombre primitivo», que es al mismo tiempo una crítica radical de los componentes ideológicos de la antropología clásica. La actitud implícita en buena parte de la antropología tradicional daba a la experiencia del contacto con un mundo social extraño —piedra angular de la profesión etnológica— un sentido particular: el estudio de las costumbres de estos pueblos «salvajes» resultaba necesariamente teñido de un paternalismo benévolo, a la manera del hombre maduro, seguro de sí mismo, que reconoce en sus hijos las incertidumbres de la propia infancia. De hecho, la ciencia antropológica alimentó ideológicamente un paternalismo no tan benévolo: las ambiciones colonialistas de esas mismas sociedades avanzadas en las que nacieron y se desarrollaron las ciencias antropológicas. Por otra parte, sin duda, la experiencia antropológica —en el contexto de una sociedad en creciente industrialización— canalizaba cierta fascinación por un mundo más «primitivo» y menos socializado que el nuestro o simplemente más «elemental» y «natural». En cualquier caso se trataba de un cierto regreso a la infancia. Lévi-Strauss ha buscado formular un encuadre radicalmente distinto. En primer lugar, sin duda, los llamados primitivos no representan nuestra infancia y es ingenuo evaluarlos por lo que les falta para parecerse a nosotros. Pero aun cuando así fuera, su estudio sólo podría semejar una visita a la infancia en el sentido que ésta posee en la cura psicoanalítica: una experiencia que tiene por objeto comprender los íntimos resortes de las decisiones de nuestra vida actual, por comparación con otras decisiones posibles que nosotros nunca realizamos; recorrer la estructura de la propia individualidad como el desenvolvimiento de un proyecto en el que debemos reconocernos a través de los otros. Es sólo en el contacto, infinitamente respetuoso, con las culturas diferentes donde el hombre occidental puede encontrar una mejor comprensión de sí mismo.
Pero el antropólogo aspira al conocimiento científico, y no puede conformarse con la descripción de la diversidad de las culturas: debe hallar alguna base para la comparación. ¿Qué hay, pues, de común entre los varios miles de sociedades? ¿En qué sentido pueden ser abarcadas por el concepto de «humanidad»? Estos interrogantes —formulados aquí en términos muy simplificados— encierran uno de los problemas clave de la antropología, en la medida en que ésta aspira a elaborar proposiciones generales aplicables a culturas muy distintas, es decir, aspira a ser una Ciencia de la Sociedad en general.
Como es bien sabido, la escuela funcionalista se organizó preocupándose —entre otras cosas— por la búsqueda de los componentes universales de la cultura. Para la elaboración de su teoría de la cultura, el funcionalismo trató de ir formulando una lista de «problemas funcionales» comunes a toda sociedad, de modo tal que la diversidad de costumbres, hábitos y pautas aparece como ocultando siempre los mismos problemas. El lector hallará en el capítulo 1 de este libro una crítica acerba de la escuela de Malinowski y sus discípulos.[7] Según Lévi-Strauss, las generalidades del funcionalismo son trivialidades: dejando de lado la multitud de maneras posibles de construirla, una canoa sirve para navegar. El funcionalismo, partiendo de una concepción instrumentalista de las reglas sociales, busca tras la diversidad de las costumbres la identidad de la función. Pero los «problemas» de la vida social son parte de la cultura y los contenidos de ésta sirven, entre otras cosas, para definir los problemas. El del funcionalismo es, pues, un camino arriesgado, en el que estamos constantemente expuestos al peligro de definir los problemas funcionales en términos de los valores y conceptos de nuestra propia cultura. Si dos culturas que habitan regiones naturales muy semejantes son distintas, esto significa que han definido de diferente manera los problemas que les plantea el mundo exterior y consecuentemente les han dado diferentes soluciones. La base de comparación no se encuentra en el nivel de los problemas funcionales ni de sus soluciones, sino en el plano de los instrumentos mediante los cuales la especie ha elaborado socialmente unos y otras. El mérito particular que recae en la sociedad occidental es el de haber explicitado la naturaleza de ese instrumento que todo grupo humano ejercita en la praxis social: la lógica.
En este sentido, nada más opuesto al antropólogo estructuralista que el funcionalista; éste parte de la diversidad y está dominado por la preocupación de hallar, tras la diversidad, ciertos contenidos universales idénticos en todas las culturas; aquél parte de la afirmación de una identidad (puramente formal) en el plano de los instrumentos mentales que el hombre pone en juego en toda vida social, y por lo tanto está dominado por el afán de describir las diferencias entre los contenidos a que esos instrumentos se aplican.
De esta manera se establecen para Lévi-Strauss los fundamentos de la comparación entre culturas y al mismo tiempo la necesidad ineludible de estudiar minuciosamente las diferencias. Si la antropología se ocupa «del hombre y sus obras», la perspectiva estructuralista afirma la identidad del hombre y la diversidad de las obras, o si se prefiere, la antropología queda así definida como el estudio de la diversidad de las obras humanas a partir de la afirmación de la identidad de las operaciones.
Hemos mencionado ya que ciertos rasgos de los grupos culturales de la América tropical, estudiados por Lévi-Strauss, sirvieron de punto de partida para una reflexión sobre problemas teóricos más amplios. Muchos de esos grupos sobreviven con una población considerablemente menor a la que los demógrafos juzgan como mínimo indispensable para el mantenimiento de un grupo social. Esto indicaba ya la necesidad de explorar, más allá de criterios cuantitativos, los factores estructurales de la organización social y su relación con la supervivencia del grupo. Estas preocupaciones cobraron luego forma de interrogante sobre la naturaleza de las estructuras sociales como formas de organización, y dieron lugar a una vasta investigación comparativa, destinada a dilucidar un hecho crucial para la teoría antropológica: la prohibición del incesto, única regla cultural que no tiene excepciones conocidas. El resultado de esta investigación fue una monografía hoy clásica en la sociología del parentesco: Les structures élémentaires de la parenté, publicada en 1949. Su propósito más inmediato es demostrar que todos los sistemas de parentesco que no sólo prohíben el matrimonio con un cierto tipo de parientes (prohibición del incesto), sino que al mismo tiempo lo prescriben con otro tipo de parientes, pueden reducirse a un modelo básico axiomatizable, consistente en un principio de reversibilidad de ciertas operaciones (reciprocidad), a partir del cual, especificada la regla de residencia y la de filiación, se pueden inferir unívocamente los ciclos matrimoniales observados en estos sistemas. Desde el punto de vista teórico, la obra se presenta como introducción a una teoría general del parentesco, pero a partir de esta área se interroga sobre la naturaleza de la regla en general, fenómeno constitutivo del «estado de sociedad». Éste se caracteriza —de manera análoga a los demás niveles de organización que estudia la ciencia— como la manifestación del orden en cierta clase de fenómenos que en el plano presocial aparecen distribuidos aleatoriamente. La presencia de reglas se revelará entonces, en primera instancia, en aquellos campos de hechos cuya organización es condición de posibilidad para la existencia misma de la sociedad: los bienes escasos, cuyo goce no puede definirse en términos puramente individuales. En este sentido, el goce de la mujer es un ejemplo paradigmático. El pasaje de la Naturaleza a la cultura se identifica con el pasaje de un estadio en que la significación de la hembra se reduce a la de la relación individual biológicamente motivada, a un estadio donde las mujeres del grupo —como el ruido que se ha convertido en palabra— se pueden «comunicar».
El estudio de los fenómenos de parentesco indicaba la existencia, en uno de los niveles fundamentales de la organización social, de un sistema de reglas lógicas de intercambio, susceptible de un tratamiento formal con ayuda de instrumentos matemáticos. A partir de este momento, resultaba posible llevar adelante un análisis detallado de la organización social de los pueblos ágrafos, cuyos principios internos no difieren cualitativamente del pensamiento lógico de la sociedad moderna, con lo cual se aceleraba la destrucción de la imagen tradicional del primitivo, sumergido en los laberintos de la afectividad y la irracionalidad. Simultáneamente, Lévi-Strauss elaboraba los primeros lineamientos de una teoría general de los fenómenos sociales como procesos de comunicación definidos por sistemas de reglas, con lo cual su pensamiento convergía con algunos de los más importantes desarrollos de las ciencias humanas contemporáneas: la lingüística desde Saussure y luego la teoría de la comunicación, la teoría de la información, la cibernética y la teoría de los juegos.
Es fundamental tener en cuenta que estos sistemas de reglas que definen la comunicación social son inconscientes. En este sentido la perspectiva estructuralista se contrapone decididamente a un «estilo» de explicación sociológica muy difundida, particularmente en los países anglosajones: la explicación de la conducía de los miembros de una sociedad determinada por las «normas» institucionalizadas en esa sociedad. Numerosos trabajos sociológicos pueden reducirse, en última instancia, al siguiente esquema de explicación: «tales o cuales personas o grupos hacen tales o cuales cosas porque están sometidos a tales o cuales normas». Las «reglas» de que se habla en una perspectiva estructuralista no pueden ser confundidas en modo alguno con el concepto habitual de «norma». Lévi-Strauss se interesa por aquellos sistemas de regulación de la conducta social, de los cuales los actores no tienen conciencia o que sólo se reflejan en la conciencia de los actores por intermedio de una serie de deformaciones sistemáticas. El llamado estructuralismo converge así con la más firme tradición teórica de las ciencias humanas: la teoría marxista de la ideología y sus muchas derivaciones en el plano sociológico, y el psicoanálisis en el plano psicológico, planteos que en este sentido son complementarios. En ambos hemos aprendido que la significación consciente de la conducta social oculta, en mayor o menor medida, los verdaderos mecanismos de regulación. Y en ambos casos, Marx y Freud se han esforzado por demostrar que la verdadera significación —inconsciente— puede ser «leída» en la conducta, está implícita en la praxis social —individual o colectiva— y, reunidas ciertas condiciones, un observador puede elaborar una reconstrucción objetiva de los sistemas latentes a partir del comportamiento y de los sistemas conscientes de representación.
Ahora bien, tanto en el marxismo como en el psicoanálisis, el status del observador no es un supuesto, sino un problema. Ya se trate de grupos o de la conducta individual, para que la observación permita acceder a los sistemas latentes de significación de la acción social es necesario instaurar ciertas condiciones prácticas: tanto en el caso de la praxis revolucionaria como en el de la situación terapéutica, el observador es al mismo tiempo actor dentro de un sistema social. La teoría de la comunicación, más recientemente, nos ha enseñado a su vez que para que la descripción tenga sentido, el observador de un sistema de comunicación debe especificar su propia posición con respecto al sistema o, si se prefiere, la especificación de la posición del observador forma parte de la descripción del sistema observado. Seis años después del estudio «objetivo» de los sistemas de comunicación matrimonial, Lévi-Strauss ofrece en Tristes tropiques dicha especificación. En el trabajo de campo, el antropólogo —representante de la «sociedad occidental»— se pone en contacto con un grupo del cual se halla separado por una distancia social enorme. Para Lévi-Strauss la experiencia de este contraste es un componente esencial de la explicación antropológica, y en Tristes trópicos[8] nos proporciona el relato cotidiano de su contacto con sociedades extrañas y de la resonancia de esa experiencia en el ámbito personal del autor, ámbito delimitado por la internalización de una cultura radicalmente diferente.
La relación entre estas dos obras traduce un principio metodológico que puede considerarse la regla de oro de la perspectiva estructuralista: «sólo se conoce por diferencia». En el Cours de linguistique genérale, Saussure había aplicado este principio a la definición misma de «signo»: cada unidad constitutiva de un sistema de comunicación no tiene otra ley de existencia que su diferencia con respecto a los demás signos del sistema. El trabajo de campo en antropología actualiza, en cierto sentido, ese mismo principio. El etnólogo es como un lector que debe descifrar un complejo mensaje que se hace presente en su experiencia, y la cultura extraña es ese mensaje que transmite, por diferencia, una variante más del tema «humanidad».
En esta perspectiva los fenómenos sociales se definen, pues, como lenguaje: las conductas, las instituciones, las tradiciones, son mensajes que yo puedo descodificar. Cuando se trata de mi propia sociedad esta descodificación es automática e inconsciente y la cultura constituye entonces mi «experiencia vivida». Cuanto más extraña es la cultura que observo, tanto más contrastante resulta la experiencia del mundo social. Ello facilita la objetivación de aquellas operaciones necesarias para reconstruir el código en que son emitidos los mensajes, operaciones que definen, precisamente, la observación científica de esa cultura.
En este punto es donde cobra toda su importancia el principio que he llamado de la «identidad del hombre y la diversidad de las obras». Para poder descifrar «desde» una cierta variante cultural los mensajes de otra variante es necesario contar con las reglas de transformación que permiten pasar de un código a otro. La existencia de este metacódigo es una condición de posibilidad del conocimiento antropológico, y en última instancia consistiría en el repertorio finito de operaciones formales que expresa las leyes «mentales» de la especie. Como hemos dicho, el antropólogo estructuralista da por supuesta la existencia de este repertorio de operaciones formales o, si se prefiere, ésa es su hipótesis de trabajo para la mejor explicación de las culturas. El estudio de dichas operaciones en cuanto tales es el objetivo de la lógica y no de la antropología; en la medida en que es una ciencia «social», la antropología no se interesa por el análisis formal de esos principios, sino por el estudio de la enorme multiplicidad de organizaciones de la vida social que el trabajo humano, «en continua lucha con nuevos objetos»,[9] ha elaborado a partir de ellos.
Lo dicho permite ya inferir que las hipótesis del estructuralismo abarcan tanto al objeto como al observador, es decir, que a la vez encierran una teoría de la acción social y tienen consecuencias para la epistemología y la metodología de las ciencias sociales. Los trabajos vinculados sobre todo a las preocupaciones metodológicas fueron reunidos por Lévi-Strauss en 1958 en el volumen que el lector tiene en sus manos. Con respecto a la edición original en francés, esta edición española contiene dos agregados: uno es el texto de la clase inaugural pronunciada por Lévi-Strauss al ocupar la cátedra de Antropología Social del Colegio de Francia, en 1960; se trata de uno de los pocos textos donde el lector puede obtener una visión general de la perspectiva estructuralista, y pareció conveniente incorporarla al libro como Introducción. El otro es la bibliografía completa de los artículos de Lévi-Strauss entre 1936 y 1986, incluida al final del volumen.
ELISEO VERÓN
Departamento de Sociología,
Universidad de Buenos Aires