CAPÍTULO 17
LUGAR DE LA ANTROPOLOGÍA ENTRE LAS CIENCIAS SOCIALES Y PROBLEMAS
PLANTEADOS POR SU ENSEÑANZA [401]
OBJETO DE ESTE ESTUDIO
La organización actual de los estudios antropológicos constituye por sí sola una especie de desafío lanzado contra los autores de este volumen. Éstos debían prever, lógicamente, un informe general sobre la enseñanza de la antropología social, puesto que el título de la disciplina la coloca entre las ciencias sociales y puesto que parece tener un contenido específico. Pero las dificultades comienzan en seguida: ¿dónde es posible encontrar —con excepción de Gran Bretaña— una enseñanza de la antropología social en forma diferenciada y orgánica e impartida en un departamento autónomo? En todos los demás países (incluso en varios establecimientos de Gran Bretaña) se habla simplemente de antropología, o bien de antropología cultural y hasta de etnología, de etnografía, de tradiciones populares. Ahora bien, estas denominaciones cubren, sin duda, la antropología social (o las materias agrupadas bajo este último título en otros lugares), pero también abarcan, a la vez, otras muchas cosas: porque la tecnología, la prehistoria, la arqueología, algunos aspectos de la lingüística, la antropología física, ¿pueden ser consideradas como ciencias sociales? Parece que salimos del problema en el momento mismo de abordarlo.
Pero la situación es aún más compleja: si la antropología social tiende a confundirse dentro de un vasto conjunto de investigaciones cuya pertenencia a las ciencias sociales está lejos de ser evidente, sin embargo, por una singular paradoja, estas investigaciones reaparecen, en otro plano, asociadas a las ciencias sociales: muchos departamentos universitarios, sobre todo en los Estados Unidos, se denominan «de antropología y sociología», de «antropología y ciencias sociales» y otros títulos equivalentes. En el momento en que creemos establecer la relación entre antropología y ciencia social, la perdemos, y apenas perdida, dicha relación reaparece en un nuevo plano.
Ocurre como si la antropología social y cultural, lejos de aparecer en el escenario del desarrollo científico como un cuerpo autónomo que reivindica su lugar entre otras disciplinas, cobrara forma un poco a la manera de una nebulosa, incorporando progresivamente una materia hasta entonces difusa o repartida de otro modo, y determinando, por efecto de esta misma concentración, una redistribución general de los temas de investigación entre todas las ciencias humanas y sociales.
Importa, en efecto, convencerse desde un principio de esta verdad; la antropología no se distingue de las otras ciencias humanas y sociales por un tema de estudio propio. La historia ha querido que comenzara interesándose en las sociedades llamadas «salvajes» o «primitivas», y más adelante deberemos investigar las razones. Pero este interés es compartido en forma creciente por otras disciplinas, en particular la demografía, la psicología social, la ciencia política y el derecho. Por otro lado, se asiste a un curioso fenómeno: la antropología se desarrolla al mismo tiempo que estas sociedades tienden a desaparecer o por lo menos a perder sus caracteres distintivos. De donde resulta que la antropología no es solidaria, en forma absoluta, de las hachas de piedra, el totemismo y la poligamia. Lo ha demostrado inequívocamente en el curso de estos últimos años, en que hemos visto cómo algunos antropólogos se acercaban al estudio de las sociedades llamadas «civilizadas». ¿Qué es entonces la antropología? Por el momento, limitémonos a decir que deriva de una cierta concepción del mundo o de una manera original de plantear los problemas, cosas ambas descubiertas con ocasión del estudio de fenómenos sociales que no necesariamente son más simples (como tan a menudo se tiende a suponer) que aquellos que tienen por teatro la sociedad del observador, pero que —en razón de las grandes diferencias que presentan en comparación con estos últimos— ponen de manifiesto ciertas propiedades generales de la vida social que el antropólogo toma como objeto de estudio.
Se ha llegado a esta comprobación por muy diferentes caminos. En algunos casos, ha resultado de la encuesta etnográfica; en otros, de un análisis lingüístico o bien de los intentos de interpretar los resultados de una excavación arqueológica. La antropología es una ciencia demasiado joven, y su enseñanza necesariamente refleja las circunstancias locales e históricas que se encuentran en el origen de cada desarrollo particular. Así, por ejemplo, una universidad reúne la antropología cultural y la lingüística en un mismo departamento, porque los estudios lingüísticos han adquirido allí muy pronto un carácter antropológico, mientras que otra universidad procederá a establecer un agrupamiento diferente, pero por razones del mismo tipo.
En tales condiciones, los autores de este volumen podían legítimamente preguntarse si era posible —e inclusive, si era deseable— imponer un carácter falsamente sistemático a situaciones diferentes, cada una de las cuales exige una explicación particular. Un informe general sobre la enseñanza de la antropología estaría condenado o bien a deformar los hechos ordenándolos en esquemas arbitrarios, o bien a disolverse en exposiciones históricas diferentes para cada país, a veces hasta para cada universidad. Dado que la antropología es una ciencia en proceso de cambio, cuya autonomía no ha sido aún reconocida universalmente, ha parecido necesario proceder de otra manera. La exposición de los hechos debe partir de la situación real. Puesto que, en la inmensa mayoría de los casos, la antropología social se encuentra asociada a otras disciplinas y que, entre las ciencias sociales, se la encuentra sobre todo en compañía de la sociología, nos hemos resignado a incluir a ambas en el mismo informe general. Pero, por otro lado, es ésta una situación provisional, que resulta del azar y la improvisación y no de un plan consciente. No basta entonces con definir el conjunto dentro del cual está surgiendo la enseñanza de la antropología; es necesario asimismo tratar de captar su orientación actual y las grandes líneas de una evolución que se esboza en diversas partes. El informe general sobre la enseñanza de la sociología y la antropología responde a la primera preocupación, y el presente trabajo a la segunda.
PANORAMA DE LA SITUACIÓN ACTUAL
Del estudio de los datos reunidos en el informe general se desprenden algunas comprobaciones.
Sean cuales fueren las diferencias y las particularidades locales, se pueden distinguir tres grandes modalidades de la enseñanza antropológica. Ésta es ofrecida o bien por cátedras dispersas (ya sea que exista una sola en la universidad considerada o que haya varias, pero dependientes de facultades o establecimientos diferentes) o bien por departamentos (que pueden ser puramente antropológicos o asociar la antropología a otras disciplinas) o bien por institutos o escuelas de carácter inter o extrafacultativo, es decir, que reagrupen la enseñanza impartida en las diversas facultades o que organicen su propia enseñanza; estas dos últimas pueden, por otra parte, combinarse.
Las cátedras dispersas
Esta modalidad se halla muy extendida, pero al parecer nunca ha sido adoptada deliberadamente. Un país o universidad que decide organizar la enseñanza antropológica comienza generalmente por crear una cátedra, y se limita a ella si el desarrollo de los estudios se resiente por falta de estudiantes o falta de mercados (ésta explica por lo general aquélla). Si la situación es más favorable, se añaden otras cátedras a la primera y tienden a organizarse en instituto o departamento. Esta evolución es muy perceptible en los Estados Unidos, donde, si se considera la gama de establecimientos de enseñanza, de los más pequeños a los más grandes, es posible hallar todas las etapas que conducen desde el simple curso de antropología solicitado al profesor de una disciplina vecina, hasta el departamento de antropología, con un equipo de profesores y el otorgamiento del Ph. O., pasando por la cátedra única agregada a otro departamento, por el departamento mixto y, finalmente, por el departamento de antropología que únicamente prepara al estudiante para el B. A. o el M. A. Pero siempre el objetivo sigue siendo la creación de un departamento completo.
La dispersión en cátedras puede resultar de una evolución de otro tipo: es el caso de las cátedras cuyos caracteres originales se hallaban muy alejados de la antropología, y que se acercan a ésta por una evolución científica imprevisible en la época de su fundación. Francia ofrece dos ejemplos notables: la Ecole Nationale des Langes Orientales Vivantes se organizó en una época en la cual se podía creer que el estudio de todas las lenguas del mundo se desarrollaría a lo largo de líneas conformes a las de la filología clásica; ahora bien, la experiencia ha probado que el conocimiento de ciertas lenguas no escritas dependía del empleo de métodos heterodoxos, que deben mucho más a la antropología que a la lingüística tradicional. Lo mismo ha ocurrido en la Ecole Pratique des Hautes Etudes, donde las cátedras consagradas a las religiones de las poblaciones sin tradición escrita o con una tradición escrita insuficiente tienden a adquirir una orientación diferente de las otras y a asumir un carácter cada vez más antropológico. En casos de este género, la antropología esporádicamente contamina, por decirlo así, disciplinas extrañas, y coloca al administrador y al educador ante problemas imprevistos, que resulta difícil resolver con soluciones que respeten los agrupamientos tradicionales.
Debemos citar, finalmente, un caso mixto, muy bien ejemplificado en Gran Bretaña: en la misma época en que los estudios orientales se teñían progresivamente de antropología, el rápido desarrollo de los estudios africanos permitía entrever la necesidad de introducir en ese dominio preocupaciones filológicas, históricas y arqueológicas. De ahí deriva la posibilidad de un reagrupamiento, sancionado hace algunos años con la transformación de la School of Oriental Studies en School of Oriental African Studies, en la que la antropología se encuentra íntimamente asociada a la vez a las ciencias sociales y a las ciencias humanas, lo que no hubiera sido posible —dentro de los límites de las regiones del mundo consideradas— en ninguna estructura académica regular.
Los departamentos
Teóricamente, la fórmula del departamento podría parecer ideal. Como acabamos de ver, a ella tienden las universidades norteamericanas; en otros países donde los estudios antropológicos se encuentran en pleno desarrollo, como Gran Bretaña, Australia y la India, los departamentos de antropología se crean y multiplican. El departamento de antropología, en efecto, responde a dos necesidades de los estudios: por una parte, cursos bien articulados y en correspondencia con los diferentes capítulos o aspectos de la investigación; por otra, la preparación gradual para los diplomas, desde las pruebas elementales hasta el doctorado. Debemos subrayar, sin embargo las dificultades: en los países con estructura académica rígida y tradicional, donde se distinguen estrictamente las «ciencias» de las «letras» o «humanidades», el departamento de antropología implica una opción entre los dos tipos de facultades: se tiende entonces a considerar la posibilidad de dos departamentos, uno para la antropología social o cultural, el otro para la antropología física. Sin duda alguna, estas dos ramas tienen interés en especializarse; con todo, un antropólogo —sea cual fuere su orientación— no podría prescindir de los conocimientos básicos en antropología física; en cuanto a esta última, se extravía si no mantiene una permanente conciencia del origen sociológico de los determinismos cuyos efectos somáticos estudia; sobre este punto volveremos luego.
Podemos citar a Francia como ejemplo de la situación anormal que resulta, para los estudios antropológicos, de la separación rígida entre facultades de ciencias y facultades de letras; la Universidad de París ofrece tres certificados antropológicos; el certificado de etnología (opción letras), que corresponde a la facultad de letras; el mismo certificado (con opción ciencias), que depende de las dos facultades; el certificado de antropología (física), que depende únicamente de la facultad de ciencias. Los estudiantes, ciertamente, no son lo bastante numerosos ni están tan especializados (puesto que estos certificados solamente requieren un año de estudios) para justificar semejante complejidad.
Por otro lado, los inconvenientes de la fórmula del departamento se hacen sentir hasta en los países que adhieren con mayor fuerza a ella. En la misma Inglaterra, la Universidad de Oxford ha optado por la fórmula del instituto (con el Institute of Social Anthropology), y en los Estados Unidos las vacilaciones van en aumento, porque la fórmula del departamento entraña a menudo una especialización prematura y de ello resulta, como corolario, una cultura general insuficiente. A este respecto es muy típico el ejemplo de la Universidad de Chicago. Para remediar los defectos que acabamos de citar, el departamento de antropología inicialmente se vio integrado en una División of the Social Sciencies, pero apenas realizada esta reforma, excelentes espíritus han comenzado a sentir la necesidad de establecer contactos del mismo tipo con las ciencias humanas. Se explica así el desarrollo de una tercera fórmula: la de las escuelas o institutos.
Las escuelas o institutos
Los ejemplos más conocidos son la Escuela Nacional de Antropología de México y el Institute d’Ethnologie de la Universidad de París; la primera ofrece una formación profesional y sintética que corona y especializa los estudios universitarios anteriores; la segunda se dedica más bien a reagrupar y completar la enseñanza universitaria existente. En efecto, el Instituto de Etnología depende de tres facultades: derecho, letras y ciencias; para preparar una prueba universitaria —el certificado de etnología de la licencia en letras o en ciencias—, asigna a los estudiantes determinados cursos en las tres facultades y añade otros que el Institute organiza bajo su responsabilidad, pero a los cuales la Universidad otorga su reconocimiento. El mismo espíritu «interfacultativo» se encuentra en el programa de la licencia de estudios de las poblaciones de ultramar, que comprende certificados que dependen de las facultades de derecho y de letras y, eventualmente, de la facultad de ciencias.
Más adelante diremos por qué esta fórmula nos parece la más satisfactoria. Señalemos aquí solamente que también presenta sus problemas: la autonomía del instituto debe pagarse a menudo, con un descenso de status en comparación con la enseñanza concebida sobre la base de un tipo más tradicional. En cierto modo es una fórmula de contrabando: de ahí la dificultad para introducir una duración de los estudios suficientemente larga, que permita la obtención de diplomas homologables con los de las facultades. En París, la duración de los estudios se ha conseguido prolongar hasta dos años para los mejores estudiantes, gracias a la creación de otro establecimiento, el Centre de Formation aux Etudes Ethnologiques, consagrado a cursos especializados y a trabajos prácticos. Pero también aquí se trata de una solución equívoca, que aparta la enseñanza antropológica de la tramitación tradicional en lugar de acercarla, y que mejora el nivel de los estudios sin beneficiarlos en igual medida con las sanciones tradicionales del grado más elevado.
En estos ejemplos pueden verse las dificultades inherentes a la solución de los problemas planteados por la enseñanza de la antropología sobre la base de las experiencias adquiridas. Este calificativo no conviene, en realidad, a ninguna de dichas experiencias: se trata de experiencias en curso, cuyo sentido y resultado no pueden todavía ponerse de manifiesto. ¿No conviene entonces formular el problema de otro modo? Ante la carencia de hechos inductivamente analizados, de los cuales puedan extraerse constantes, interroguemos a la antropología misma. Tratemos de entrever no solamente dónde se encuentra, sino también el objetivo hacia el que tiende. Esta perspectiva dinámica nos permitirá tal vez extraer los principios que deben presidir su enseñanza, con mejores resultados que la consideración estática de una situación confusa, en la cual sería erróneo ver otra cosa que el índice de una vida inquieta y de ambiciones altas y ardientes.
EL CASO DE LA ANTROPOLOGÍA FÍSICA
Ante todo se plantea una cuestión de competencia. La antropología, cuya aparición ha trastornado tan profundamente las ciencias sociales, ¿es, en sí misma, una ciencia social? Indudablemente sí, puesto que se ocupa de los agrupamientos humanos. Pero siendo —por definición— una «ciencia del hombre», ¿no se confunde con las llamadas ciencias humanas? Y en lo que respecta a esa rama conocida en casi todas partes bajo el nombre de antropología física (aunque se la denomina en algunos países europeos simplemente antropología), ¿no pertenece a las ciencias naturales? Nadie podrá negar que la antropología ofrece estos tres aspectos. Y en los Estados Unidos, donde la organización tripartita de las ciencias se ha desarrollado con particular intensidad, las sociedades de antropología se han visto llevadas a reconocer el derecho de afiliación a esos tres grandes consejos científicos, cada uno de los cuales preside uno de los tres dominios que acabamos de distinguir. Parece posible, con todo, precisar la naturaleza de esta triple relación.
Consideremos ante todo la antropología física: se ocupa de problemas tales como la evolución del hombre a partir de las formas animales; su distribución actual en grupos raciales, diferenciados por caracteres anatómicos o fisiológicos. ¿Se la puede definir, en consecuencia, como un estudio natural del hombre? Sería olvidar que las últimas etapas, al menos, de la evolución humana —aquellas que han diferenciado las razas de homo sapiens y tal vez inclusive las etapas que han conducido a éste— se han desenvuelto en condiciones muy diferentes de las que presidieron el desarrollo de las otras especies vivientes: desde que el hombre adquirió el lenguaje (y las técnicas muy complejas que caracterizan las industrias prehistóricas, así como también la regularidad de sus formas, implican que el lenguaje estaba ya asociado a ellas, para permitir su enseñanza y transmisión), el hombre mismo ha determinado las modalidades de su evolución biológica, sin tener necesariamente conciencia de ello. Toda sociedad humana, en efecto, modifica las condiciones de su perpetuación física mediante un conjunto complejo de reglas tales como la prohibición del incesto, la endogamia, la exogamia, el matrimonio preferencia entre ciertos tipos de parientes, la poligamia o la monogamia, o simplemente por medio de la aplicación más o menos sistemática de normas morales, sociales, económicas y estéticas. Al conformarse a reglas, una sociedad favorece ciertos tipos de uniones y excluye otros. El antropólogo que intentase interpretar la evolución de las razas o subrazas humanas como si fuera solamente el resultado de condiciones naturales, se vería encerrado en el mismo callejón sin salida que un zoólogo que quisiera explicar la diferenciación actual de los perros mediante consideraciones puramente biológicas o ecológicas, sin tomar en cuenta la intervención humana: llegaría sin duda a hipótesis absolutamente fantásticas, o más probablemente al caos. Ahora bien, los hombres no se han hecho menos a sí mismos que a las razas de sus animales domésticos, con la sola diferencia de que el proceso ha sido, en el primer caso, menos consciente y voluntario que en el segundo. En consecuencia, la misma antropología física —aunque recurra a conocimientos y métodos derivados de las ciencias naturales— mantiene relaciones particularmente estrechas con las ciencias sociales. En gran medida se reduce al estudio de las transformaciones anatómicas y fisiológicas que han resultado, para cierta especie viviente, de la aparición de la vida social, del lenguaje, de un sistema de valores o, para hablar en sentido más general, de la cultura.
ETNOGRAFÍA ETNOLOGÍA, ANTROPOLOGÍA
Nos hallamos, pues, muy lejos de la época en que los diferentes aspectos de las culturas humanas (utensilios, vestimentas, instituciones, creencias) eran tratados como especies de prolongamientos o derivaciones de los caracteres somáticos que caracterizan a los diversos grupos humanos. La relación inversa estaría más próxima a la verdad. El término «etnología» sobrevive en algunas regiones con este sentido arcaico, particularmente en la India, donde el sistema de castas, a la vez endógamas y técnicamente especializadas, ha proporcionado una consistencia tardía y superficial a esta conexión, y en Francia, donde una estructura académica muy rígida tiende a perpetuar una terminología tradicional (así, por ejemplo, la cátedra de «etnología de los hombres actuales y de los hombres fósiles» en el Muséum National d’Histoire Naturelle: como si existiera una relación significativa entre la estructura anatómica de los hombres fósiles y sus utensilios, y como si la etnología de los hombres actuales planteara el problema de su estructura anatómica). Pero, una vez eliminadas estas confusiones, la lectura del informe general produce un sentimiento de confusión debido a la inquietante diversidad de términos, que es conveniente definir y delimitar. ¿Qué relaciones y qué diferencias existen entre etnografía, etnología y antropología? ¿Qué se entiende por la distinción (tan incómoda, al parecer, para los informantes nacionales) entre antropología social y antropología cultural? Por último, ¿qué relaciones mantiene la antropología con las disciplinas que a menudo la acompañan en un mismo departamento: sociología, ciencia social, geografía, a veces también arqueología y lingüística?
La respuesta a la primera pregunta es relativamente simple. Al parecer, todos los países conciben la etnografía de la misma manera. Ella corresponde a las primeras etapas de la investigación: observación y descripción, trabajo de campo (field-work). Una monografía dedicada a un grupo lo bastante restringido para que el autor haya podido recoger la mayor parte de su información gracias a la experiencia personal, constituye el prototipo del estudio etnográfico. Agregaremos únicamente que la etnografía abarca también los métodos y las técnicas referentes al trabajo de campo, a la clasificación, descripción y análisis de fenómenos culturales particulares (ya se trate de armas, útiles, creencias o instituciones). En el caso de los objetos materiales, estas operaciones se prosiguen generalmente en el museo, que desde esta perspectiva puede ser considerado como una prolongación del terreno (punto importante sobre el cual volveremos).
Con relación a la etnografía, la etnología representa un primer paso hacia la síntesis. Sin excluir la observación directa, busca conclusiones lo bastante amplias para que resulte difícil fundarlas exclusivamente en un conocimiento de primera mano. Esta síntesis se puede operar en tres direcciones: geográfica, si se desea integrar conocimientos relativos a grupos vecinos; histórica, si se intenta reconstruir el pasado de una o varias poblaciones; sistemática, en fin, si se aísla, para dedicarle una atención particular, tal o cual tipo de técnica, costumbre o institución. En este sentido el término etnología se aplica, por ejemplo, en el Bureau of American Ethnology de la Smithsonian Institution, en la Zeitschrift für Ethnologie o en el Institut d’Ethnologie de la Universidad de París. En todos estos casos, la etnología incluye la etnografía como su etapa preliminar y constituye su prolongación.
Durante bastante tiempo y por lo menos en varios países, se ha considerado que esta dualidad era suficiente. Ocurrió así, especialmente, en todos los lugares donde predominaban las preocupaciones histórico-geográficas y no se creía que la síntesis pudiera ir más allá de la determinación de los orígenes y los centros de difusión. Otros países —como por ejemplo Francia— se atuvieron también a dicha distinción, pero por otras razones: el estadio ulterior de la síntesis era dejado en manos de otras disciplinas; la sociología (en el sentido francés del término), la geografía humana, la historia, a veces incluso la filosofía. Éstas son al parecer las razones por las cuales, en la mayoría de los países europeos, el término antropología ha permanecido disponible y se ha limitado, entonces, a la antropología física.
En todos los lugares donde encontramos los términos de «antropología social» o «cultural», en cambio, éstos están ligados a una segunda y última etapa de la síntesis, que toma como base las conclusiones de la etnografía y la etnología. En los países anglosajones, la antropología apunta a un conocimiento global del hombre y abarca el objeto en toda su extensión geográfica e histórica; aspira a un conocimiento aplicable al conjunto del desenvolvimiento del hombre desde los homínidos, digamos, hasta las razas modernas, y tiende a conclusiones —positivas o negativas—, pero válidas para todas las sociedades humanas, desde la gran ciudad moderna hasta la más pequeña tribu melanesia. En este sentido, pues, cabe afirmar que entre la antropología y la etnología existe la misma relación que más arriba hemos definido entre esta última y la etnografía. Etnografía, etnología y antropología no constituyen tres disciplinas diferentes o tres concepciones diferentes de los mismos estudios. Son, en realidad, tres etapas o momentos de una misma investigación, y la preferencia por uno u otro de estos términos sólo expresa que la atención está dirigida en forma predominante hacia un tipo de investigación, que nunca puede excluir los otros dos.
ANTROPOLOGÍA SOCIAL Y ANTROPOLOGÍA CULTURAL
Si los términos de «antropología social» y «cultural» tuvieran por objeto distinguir determinados campos de estudio de los de la antropología física, no plantearían ningún problema. Pero la predilección respectiva de Gran Bretaña por el primero y de los Estados Unidos por el segundo, y el esclarecimiento de esta divergencia en el transcurso de una polémica reciente entre el norteamericano G. P. Murdock y el inglés R. Firth,[402] muestran que la adopción de uno u otro término responde a preocupaciones teóricas bien definidas. En muchos casos, sin duda, la adopción de uno de los términos (sobre todo para designar una cátedra universitaria) ha sido resultado del azar. Al parecer, inclusive la implantación del término social anthropology en Inglaterra obedeció a la necesidad de inventar un título para distinguir una nueva cátedra de las ya existentes, que habían agotado la terminología tradicional. Si el estudioso quiere atenerse al sentido mismo de las palabras «cultural» y «social», la diferencia tampoco es muy grande. La noción de «cultura» es de origen inglés, puesto que debemos a Tylor la primera definición de la cultura como «esa totalidad compleja que incluye conocimiento, creencia, arte, moral, ley, costumbre y todas las demás capacidades y hábitos adquiridos por el hombre como miembro de la sociedad».[403] La noción se refiere, pues, a las diferencias características que existen entre el hombre y el animal, lo cual dio origen a la oposición —clásica desde entonces— entre naturaleza y cultura. En esta perspectiva, el hombre aparece esencialmente como homo faber, o como dicen los anglosajones, tool-maker. Costumbres, creencias e instituciones son vistas entonces como técnicas entre otras técnicas, sin duda de naturaleza más específicamente intelectual, técnicas que se hallan al servicio de la vida social y la hacen posible, del mismo modo que las técnicas agrícolas hacen posible la satisfacción de las necesidades de nutrición o las técnicas textiles protegen contra la intemperie. La antropología social se reduce al estudio de la organización social, capítulo esencial pero sólo un capítulo entre todos los que forman la antropología cultural. Esta manera de plantear el problema parece típica de la ciencia norteamericana, al menos en las primeras etapas de su desarrollo.
Sin duda no es casualidad que el término mismo de «antropología social» haya aparecido en Inglaterra para designar la primera cátedra ocupada por sir J. G. Frazer, quien se interesaba muy poco en las técnicas y mucho en las creencias, costumbres e instituciones. Sin embargo, fue A. R. Radcliffe-Brown quien destacó la significación profunda del término, cuando definió el objeto de sus propias investigaciones como las relaciones sociales y la estructura social. No es ya el homo faber quien ocupa el primer plano, sino el grupo, el grupo considerado como grupo, es decir, el conjunto de formas de comunicación que fundan la vida social. Señalemos que no hay ninguna contradicción —ni siquiera oposición— entre ambas perspectivas. La mejor prueba de ello es la evolución del pensamiento sociológico francés, donde, pocos años después que Durkheim hubo mostrado que era preciso estudiar los hechos sociales como cosas (que es, en otro lenguaje, el punto de vista de la antropología cultural), su sobrino y discípulo Mauss aportaba, al mismo tiempo que Malinowski, la perspectiva complementaria según la cual las cosas (objetos manufacturados, armas, útiles, objetos rituales) son a su vez hechos sociales (lo cual corresponde al punto de vista de la antropología social). Se podría decir entonces que antropología cultural y antropología social cubren exactamente el mismo programa, partiendo una de las técnicas y los objetos para culminar en esta «supertécnica» que es la actividad social y política, y la otra, de la vida social, para descender hasta las cosas sobre las que ésta imprime su sello y las actividades a través de las cuales se manifiesta. Ambas comprenden los mismos capítulos, dispuestos tal vez en orden diferente y con un número variable de páginas dedicadas a cada uno.
Con todo, y aun si se sostiene este paralelo, se destacan ciertas diferencias más sutiles. La antropología social ha nacido del descubrimiento de que todos los aspectos de la vida social —económico, técnico, político, jurídico, estético, religioso— constituyen un conjunto significativo, siendo imposible comprender uno cualquiera de estos aspectos si no se lo coloca en medio de los demás. La antropología social tiende, pues, a ir del todo a las partes, o por lo menos a otorgar prioridad lógica al primero sobre las segundas. Una técnica no tiene solamente un valor utilitario; cumple también una función, y ésta, para ser comprendida, supone consideraciones sociológicas y no sólo históricas, geográficas, mecánicas o fisioquímicas. El conjunto de las funciones exige a su vez una nueva noción, la de estructura, y es conocida la importancia que ha adquirido la idea de estructura social en los estudios antropológicos contemporáneos.
Lo cierto es que la antropología cultural, por su parte y casi simultáneamente, llegaba a una concepción análoga, si bien por caminos distintos. En lugar de la perspectiva estática que presenta al conjunto del grupo social como una especie de sistema o constelación, fue en este caso una preocupación dinámica —¿cómo se transmite la cultura a través de las generaciones?— la que llevó a la antropología cultural a una conclusión idéntica, a saber, que el sistema de las relaciones que unen entre sí a todos los aspectos de la vida social desempeña, en la transmisión de la cultura, un papel más importante que cada uno de dichos aspectos tornado aisladamente. Los estudios llamados de «cultura y personalidad» (cuyo origen puede rastrearse, en la tradición de la antropología cultural, hasta las enseñanzas de Franz Boas) iban así a encontrarse, de esta manera imprevista, con los estudios de «estructura social» derivados de Radcliffe-Brown y, a través de éste, con los estudios de Durkheim. Ya se proclame «social» o «cultural», la antropología aspira siempre a conocer al hombre total, considerado en un caso a partir de sus producciones y en el otro a partir de sus representaciones. Se comprende de este modo que una orientación «culturalista» aproxime la antropología a la geografía, la tecnología y la prehistoria, mientras que la orientación «sociológica» le cree afinidades más directas con la arqueología, la historia y la psicología. En ambos casos existe un vínculo particularmente estrecho con la lingüística, puesto que el lenguaje es a la vez el hecho cultural por excelencia (que distingue al hombre del animal) y el fenómeno por cuyo intermedio se establecen y perpetúan todas las formas de la vida social. Resulta lógico, pues, que las estructuras académicas analizadas en el informe general se resistan con frecuencia a aislar la antropología, y tiendan más bien a colocarla «en constelación», si puede así decirse, con una o varias de las siguientes disciplinas:
En este esquema, las relaciones «horizontales» corresponden sobre todo a la perspectiva de la antropología cultural, las «verticales» a la de la antropología social, y las «oblicuas» a ambas. Pero aparte del hecho de que, para los investigadores modernos, estas perspectivas tienden a confundirse, no se olvidará que aun en los casos extremos solamente se trata de una diferencia de punto de vista y no de objeto. En estas condiciones, el problema de la unificación de los términos pierde mucho de su importancia. En la actualidad, parece haber en el mundo entero un acuerdo casi unánime en cuanto a emplear el término «antropología» en lugar de etnografía y etnología, como el que caracteriza más adecuadamente el conjunto de los tres momentos de la investigación. Una reciente encuesta internacional lo prueba.[404] Se puede entonces, sin vacilaciones, recomendar la adopción del término «antropología» en los títulos de los departamentos, institutos o escuelas consagrados a las investigaciones y la enseñanza correspondientes. Pero no se debe ir más lejos: las diferencias siempre fecundas de temperamento y preocupaciones en los maestros encargados de la enseñanza y de la dirección de los trabajos hallarán, en los calificativos de social y de cultural, el medio de expresar sus matices particulares.
ANTROPOLOGÍA Y FOLKLORE
Digamos todavía unas palabras sobre el folklore. Sin emprender aquí la historia de ese término —sumamente compleja— es sabido que, a grandes rasgos, designa las investigaciones que —aun cuando corresponden a la sociedad del observador— emplean métodos de investigación y técnicas de observación que son del mismo tipo que los utilizados para sociedades muy alejadas de la propia. No es necesario tomar aquí en cuenta las razones de este estado de cosas. Pero ya sea que se lo explique por la naturaleza arcaica de los hechos estudiados (por lo tanto, muy alejados en el tiempo, ya que no en el espacio),[405] o bien por el carácter colectivo e inconsciente de ciertas formas de actividad social y mental que tienen lugar en toda sociedad, incluida la nuestra,[406] lo cierto es que los estudios folklóricos pertenecen, bien por su objeto o bien por su método (y sin duda por ambas cosas a la vez), a la antropología. Si en ciertos países —sobre todo en los países escandinavos— estos estudios parecen preferir un aislamiento parcial, ello se debe a que estos países han planteado los problemas antropológicos en forma relativamente tardía, mientras que desde muy temprano comenzaron a interrogarse acerca de los problemas vinculados a sus tradiciones particulares: han evolucionado así de lo particular a lo general, mientras que en Francia, por ejemplo, ha prevalecido la situación inversa: se ha comenzado por preocupaciones teóricas sobre la naturaleza humana, y sólo en forma progresiva se ha acudido a los hechos para fundar o poner límites a la especulación. La situación más favorable es ciertamente aquella donde ambos puntos de vista han aparecido y se han desarrollado simultáneamente, como en Alemania y en los países anglosajones (y en cada caso por diferentes razones); esta situación es la que explica, al mismo tiempo, el avance histórico con que los estudios antropológicos se han visto favorecidos en dichos países.
ANTROPOLOGÍA Y CIENCIAS SOCIALES
De estas consideraciones —que sería errado considerar puramente teóricas— se desprende una primera conclusión: la antropología no podría aceptar, en ningún caso, desprenderse ni de las ciencias exactas y naturales (a las cuales se vincula por intermedio de la antropología física), ni de las ciencias humanas (a las que está unida por todas esas fibras que le tejen la geografía, la arqueología y la lingüística). Si se viera obligada a hacer un juramento de fidelidad se proclamaría ciencia social, pero no en la medida en que este término permita definir un dominio separado, sino más bien, por el contrario, porque subraya un rasgo que tiende a ser común a todas las disciplinas, puesto que aun el biólogo y el físico se muestran hoy cada vez más conscientes de las implicaciones sociales de sus descubrimientos, o mejor dicho, de su significación antropológica. El hombre no se conforma ya con conocer; a la vez que aumenta sus conocimientos, se ve a sí mismo como conocedor, y ese par indisoluble formado por una humanidad que transforma el mundo y que se transforma a sí misma en el curso de sus operaciones, se convierte cada vez más, día tras día, en el verdadero objeto de sus investigaciones.
Además, cuando las ciencias sociales reivindican una ordenación de las estructuras sociales que les resulte adecuada, la antropología se une a estos reclamos, pero no sin doble intención: sabe que esta independencia sería útil para el progreso de la psicología social, de la ciencia política y de la sociología, y para una modificación de los puntos de vista predominantes en el derecho y la ciencia económica, considerados a menudo como demasiado tradicionales. Con todo, en lo que a ella respecta, la creación de facultades de ciencias sociales allí donde éstas todavía no existen no resolvería los problemas de la antropología, porque si la antropología debiera instalarse en dichas facultades, se sentiría tan incómoda como en las facultades de ciencias o de letras. En realidad, pertenece a los tres órdenes a la vez; desea que los tres órdenes posean una representación equilibrada en la enseñanza, con el fin de no sufrir en sí misma el desequilibrio que resultaría de la imposibilidad de hacer valer su triple pertenencia. Para la antropología, la fórmula que proporciona la única solución satisfactoria es la fórmula del instituto o escuela, que reagrupe en una síntesis original, en torno de su propia enseñanza, la enseñanza impartida por las tres facultades.
El destino de las ciencias jóvenes es hallar difícil su inclusión en los cuadros establecidos; jamás insistiremos demasiado en que la antropología es la más joven entre esas jóvenes ciencias que son las ciencias sociales, y que las soluciones de conjunto que convienen a sus mayores ofrecen ya, para ella, un carácter tradicional. La antropología tiene sus pies, por decirlo así, en las ciencias naturales; apoya sus espaldas en las ciencias humanas y mira hacia las ciencias sociales. Y puesto que en este volumen —enteramente consagrado a las ciencias sociales— es esta última relación la que interesa ante todo profundizar para extraer las conclusiones prácticas indispensables, se nos permitirá considerar dicha relación más atentamente.
El equívoco que domina las relaciones entre antropología y sociología —equívoco al que aluden con frecuencia los documentos reunidos en este libro—[407] resulta, en primer lugar, de la ambigüedad que caracteriza el estado actual de la sociología misma. Su nombre de sociología la designa como la ciencia de la sociedad por excelencia, como aquella ciencia que corona —o en la cual se resumen— todas las otras ciencias sociales. Pero de hecho, tras el fracaso de las grandes ambiciones de la escuela durkheimiana, la sociología ya no desempeña ese papel en ninguna parte. En ciertos países, sobre todo en Europa continental y a veces también en América Latina, la sociología se inscribe en la tradición de una filosofía social donde el conocimiento de las investigaciones concretas realizadas por otros (conocimiento de segunda o tercera mano) no hace más que apuntalar la especulación. En cambio en los países anglosajones (cuyos puntos de vista se extienden progresivamente en América Latina y en los países asiáticos), la sociología se convierte en una disciplina especial que se ubica en el mismo nivel que las Estantes ciencias sociales: estudia las relaciones sociales en los grupos contemporáneos sobre una base predominantemente experimental, y al parecer no se distingue de la antropología ni por sus métodos ni por su objeto; salvo, tal vez, por el hecho de que este último (aglomeraciones urbanas, organizaciones agrícolas, Estados nacionales y comunidades que los constituyen, y hasta la sociedad internacional misma) es de un orden de magnitud distinto y de una complejidad mayor que las sociedades llamadas primitivas. Ahora bien, como la antropología tiende a interesarse cada vez más en estas formas complejas, no se percibe bien cuál es la verdadera diferencia entre ambas disciplinas.
No obstante, en todos los casos sigue siendo cierto que la sociología es estrechamente solidaria del observador. Esto resulta claro de nuestro último ejemplo, puesto que la sociología urbana, rural, religiosa, ocupacional, etcétera, tienen todas por objeto la sociedad a la que pertenece el observador o una sociedad del mismo tipo. Pero esta actitud no es menos real en el otro ejemplo, el referente a la sociología de síntesis o de tendencia filosófica. En este caso, el científico extiende sin duda su investigación a sectores más vastos de la experiencia humana; puede inclusive dedicarse a interpretar dicha experiencia en su totalidad. Su objeto no está ya limitado al observador, pero con todo siempre emprende esta extensión del objeto desde el punto de vista del observador. En su esfuerzo por extraer interpretaciones y significaciones, es antes que nada su propia sociedad la que busca explicar; aplica al conjunto sus propias categorías lógicas, sus propias perspectivas históricas. Si un sociólogo francés del siglo XX elabora una teoría general de la vida en sociedad, dicha teoría aparecerá siempre y del modo más legítimo (porque esta distinción que intentamos establecer no implica en modo alguno, de parte nuestra, una crítica) como la obra de un sociólogo francés del siglo XX Mientras que el antropólogo, colocado ante la misma tarea, se esforzará por formular —también en forma voluntaria y consciente, aunque no es en modo alguno seguro que alguna vez lo consiga— un sistema aceptable tanto para el más lejano indígena, como para sus propios conciudadanos o contemporáneos.
Mientras la sociología trata de hacer la ciencia social del observador, la antropología, por su parte, tiende a elaborar la ciencia social de lo observado: ya sea cuando busca alcanzar, en su descripción de las sociedades extrañas y lejanas, el punto de vista del indígena mismo, ya cuando amplía su objeto hasta incluir la sociedad del observador, pero esforzándose entonces por extraer un sistema de referencia fundado en la experiencia etnográfica y que sea independiente, a la vez, del observador y de su objeto.
De esta manera se comprende por qué la sociología puede ser considerada (y siempre con todo derecho), unas veces como un caso particular de la antropología (como se tiende a hacerlo en los Estados Unidos) y otras como la disciplina colocada en la cúspide de la jerarquía de las ciencias sociales: porque ciertamente constituye también un caso privilegiado, por la razón —bien conocida en la historia de la geometría— de que la adopción del punto de vista del observador permite extraer propiedades aparentemente más rigurosas y sin duda de una aplicación más cómoda, lo que no ocurre en el caso de las propiedades que implican una extensión de la misma perspectiva hasta incluir a otros observadores posibles. La geometría euclidiana puede ser, así, considerada como un caso privilegiado de una metageometría, la cual comprendería también la consideración de los espacios estructurados de otra manera.
Interrumpamos una vez más estas consideraciones para hacer un balance y preguntarnos, en esta etapa del análisis, cómo se puede concebir el mensaje propio de la antropología, ese mensaje que la organización de la enseñanza debe permitirle transmitir en las mejores condiciones posibles.
Objetividad
La primera ambición de la antropología es alcanzar la objetividad, inculcar el gusto por ella y enseñar los métodos para lograrla. Sin embargo, esta noción de objetividad debe ser precisada; no se trata solamente de una objetividad que permita a quien la practica hacer abstracción de sus creencias, preferencias y prejuicios, porque una objetividad semejante caracteriza a todas las ciencias sociales; de lo contrario, ellas no podrían aspirar al título de ciencias. Nuestras indicaciones de los parágrafos precedentes muestran que el tipo de objetividad a que aspira la antropología va más lejos: no se trata únicamente de trascender los valores propios de la sociedad o grupo al que pertenece el observador, sino más bien de trascender sus métodos de pensamiento, de alcanzar una formulación válida no sólo para un observador honesto y objetivo, sino para todos los observadores posibles. El antropólogo, pues, hace algo más que acallar sus sentimientos: elabora nuevas categorías mentales, contribuye a introducir nociones de espacio y tiempo, de oposición y contradicción, tan extrañas al pensamiento tradicional como las que hallamos hoy en algunas ramas de las ciencias naturales. Esta relación entre los modos en que se plantean los mismos problemas, en disciplinas en apariencia tan alejadas entre sí, ha sido admirablemente percibida por el gran físico Niels Bohr, cuando escribió: «Las diferencias tradicionales entre [las culturas humanas] …se asemejan en muchos sentidos a los diferentes modos equivalentes en que puede ser descrita la experiencia física.»[408]
Y, sin embargo, esta búsqueda intransigente de una objetividad total únicamente puede desenvolverse en un nivel en que los fenómenos conservan una significación humana y siguen siendo comprensibles —intelectual y sentimentalmente— para una conciencia individual. Este punto es sumamente importante, porque permite distinguir el tipo de objetividad al que aspira la antropología del que interesa a las demás ciencias sociales; de éste puede decirse legítimamente que no es menos riguroso que aquél, aunque se sitúa en un plano diferente. Las realidades que tratan de alcanzar la ciencia económica y la demografía no son menos objetivas, pero nadie pretende exigir a estas ciencias que dichas realidades tengan un sentido en el plano de la experiencia vivida del sujeto, quien nunca encuentra en su devenir histórico objetos tales como el valor, la rentabilidad, la productividad marginal o la población máxima. Son estas nociones abstractas; el uso que de ellas hacen las ciencias sociales les permite aproximarse a las ciencias exactas y naturales, pero de un modo totalmente distinto, porque desde este punto de vista la antropología se aproxima más bien a las ciencias humanas. La antropología quiere ser una ciencia semiológica, se sitúa resueltamente en el plano de la significación. Ésta es una razón más (entre muchas otras) que lleva a la antropología a mantener un estrecho contacto con la lingüística, donde encontramos —ante este hecho social que es el lenguaje— la misma preocupación por no separar las bases objetivas de la lengua, es decir, el aspecto sonido, de su función significante, el aspecto sentido.[409]
Totalidad
La segunda ambición de la antropología es la totalidad. En la vida social, la antropología ve un sistema cuyas partes se hallan todas orgánicamente ligadas entre sí; reconoce de buen grado que, para profundizar el conocimiento de ciertos tipos de fenómenos, es indispensable descomponer un conjunto, tal como lo hacen el psicólogo social, el jurista, el economista, el especialista en ciencia política. Y se interesa demasiado en el método de los modelos (que ella misma practica en ciertos campos como el del parentesco), para no admitir la legitimidad de estos modelos particulares.
Sin embargo, cuando el antropólogo busca construir modelos, siempre tiene a la vista la posibilidad de descubrir —y ésa es su intención— una forma común a las diversas manifestaciones de la vida social. Esta tendencia se halla tanto tras la noción de hecho social total, introducida por Marcel Mauss, como tras la noción de pattern[410] que, como es sabido, ha cobrado mucha importancia en la antropología anglosajona en los últimos años.
Significación
La tercera originalidad de la investigación antropológica es más difícil de definir, y sin duda aún más importante que las otras dos. Se ha desarrollado tanto el hábito de caracterizar los tipos de sociedades de que se ocupa el etnólogo mediante caracteres negativos, que cuesta advertir que la predilección del etnólogo reposa en razones positivas. Se acostumbra decir que el dominio de la antropología (y lo confirma el título mismo de las cátedras) abarca las sociedades no civilizadas, sin escritura, pre-mecánicas o no-mecánicas. Pero todos estos calificativos disimulan una realidad positiva; estas sociedades están fundadas, en mucho mayor grado que otras, en relaciones personales, en vínculos concretos entre individuos. Justificar esta afirmación llevaría mucho tiempo; con todo, sin entrar aquí en los detalles, bastará señalar que el reducido volumen de las sociedades llamadas «primitivas» (por aplicación de otro criterio negativo) hace posible, generalmente, tales vínculos, y que aun en los casos en que estas sociedades son muy extensas o dispersas, las relaciones entre los individuos más alejados entre sí se construyen siguiendo el tipo de las relaciones más directas, cuyo modelo es, por lo común, el parentesco. Radcliffe-Brown ha ofrecido, para el caso de Australia, ejemplos de estas extensiones que se han hecho clásicos.
EL CRITERIO DE LA AUTENTICIDAD
A este respecto, son las sociedades del hombre moderno las que más bien deberían ser definidas por un rasgo negativo. Nuestras relaciones con los otros, salvo de manera ocasional y fragmentaria, no se hallan ya fundadas en esta experiencia global, en esta aprehensión concreta de un sujeto por otro. En gran medida dichas relaciones resultan de reconstrucciones indirectas, por intermedio de documentos escritos. Nos hallamos ligados a nuestro pasado no por medio de una tradición oral que implica un contacto vivido con personas —relatores, sacerdotes, sabios o ancianos—, sino por medio de libros acumulados en bibliotecas, y a través de los cuales la crítica se afana por reconstruir el rostro de sus autores. Y en el plano del tiempo presente, nos comunicamos con la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos mediante toda suerte de intermediarios —documentos escritos o mecanismos administrativos— que sin duda amplían enormemente nuestros contactos, pero les confieren al mismo tiempo un carácter de inautenticidad. Ésta se ha convertido en el sello mismo de las relaciones entre el ciudadano y los poderes.
No pretendemos caer en la paradoja, definiendo de manera negativa la inmensa revolución introducida por la invención de la escritura. Pero es indispensable darse cuenta de que ésta, a la vez que aportó a la humanidad tantos beneficios, le ha quitado algo esencial.[411] Es asombrosa la carencia, hasta el presente, por parte de los organismos internacionales y particularmente de la UNESCO, de una justa apreciación de la pérdida de autonomía que ha resultado de la expansión de las formas indirectas de comunicación (libro, fotografía, prensa, radio, etcétera). Dicha carencia se halla en el primer plano de las preocupaciones de los teóricos de la más moderna de las ciencias sociales, la ciencia de la comunicación, como se puede ver en este pasaje de la Cibernética de Wiener; «No es sorprendente que las comunidades más amplias… contengan mucha menos información disponible que las comunidades más pequeñas, para no decir nada de los elementos humanos sobre cuya base se edifican todas las comunidades.»[412] Si nos colocamos en un terreno más familiar a las ciencias sociales, observamos que los debates entre partidarios del escrutinio por lista y partidarios del escrutinio por distrito —debates bien conocidos por la ciencia política francesa— señalan de una manera confusa —que la ciencia de las comunicaciones podría ayudar útilmente a clarificar— esta pérdida de información para el grupo, que resulta de haber reemplazado el contacto personal entre los electores y sus representantes por valores abstractos.
Sin duda, las sociedades modernas no son enteramente inauténticas. Si se consideran atentamente los puntos de inserción de la investigación antropológica, es dable comprobar que, al interesarse cada vez más en el estudio de las sociedades modernas, la antropología se ha dedicado a reconocer y aislar en ellas niveles de autenticidad. Lo que permite que el etnólogo se sienta en terreno familiar cuando estudia una aldea, una empresa o un «vecindario» de una gran ciudad (un neighbourhood, como dicen los anglosajones), es el hecho de que todo el mundo, poco más o menos, conoce allí a todo el mundo. De igual modo, cuando los demógrafos reconocen, en la sociedad moderna, la existencia de aislados del mismo orden de magnitud que los que caracterizan a las sociedades primitivas,[413] tienden la mano al antropólogo, quien descubre así un nuevo objeto. Las encuestas sobre comunidades francesas, llevadas a cabo con el apoyo de la UNESCO, han sido muy reveladoras en este sentido: en la medida en que los encuestadores (algunos de los cuales tenían formación antropológica) se encontraban cómodos en una aldea de quinientos habitantes —cuyo estudio no exigía ninguna modificación de los métodos clásicos—, en esa misma medida experimentaban el sentimiento de hallarse ante un objeto irreductible. ¿Por qué? Porque treinta mil personas no pueden constituir una sociedad de la misma manera que quinientas. En el primer caso, la comunicación no se establece sobre todo entre personas, ni basándose en la comunicación interpersonal; la realidad social de los «emisores» y «receptores» (para emplear el lenguaje de la teoría de la comunicación) desaparece tras la complejidad de los «códigos» y los «conmutadores».[414]
El futuro dirá, sin duda, que la contribución más importante de la antropología a las ciencias sociales consiste en haber introducido (por lo demás inconscientemente) esta distinción capital entre dos modalidades de existencia social: un género de vida percibido inicialmente como tradicional y arcaico, que es ante todo el de las sociedades auténticas, y otras formas de aparición más reciente, de las cuales no está por cierto ausente el primer tipo, pero donde ciertos grupos de autenticidad imperfecta y parcial se hallan organizados dentro de un sistema más vasto que, a su vez, es inauténtico.
Esta distinción explica y fundamenta el interés creciente de la antropología por los modos de relaciones auténticas que subsisten o aparecen en las sociedades modernas, y al mismo tiempo muestra los límites de ese tipo de análisis. Porque si bien es cierto que una tribu melanesia y una aldea francesa son —grosso modo— entidades sociales del mismo tipo, esto deja de ser verdad cuando pasamos al nivel de las unidades más vastas. De ahí el error de los promotores de los estudios de carácter nacional, en la medida en que quieran trabajar exclusivamente como antropólogos; porque al asimilar inconscientemente formas de vida social que son irreductibles, sólo pueden llegar a dos resultados: o bien justifican los peores prejuicios, o bien cosifican las más vacías abstracciones.
LA ORGANIZACIÓN DE LOS ESTUDIOS ANTROPOLÓGICOS
Se puede, así, entrever la curiosa encrucijada de disciplinas en que se encuentra colocada actualmente la antropología. Para resolver el problema de la objetividad, impuesta por la necesidad de un lenguaje común para traducir experiencias sociales heterogéneas, la antropología comienza a dirigir su atención hacia la matemática y la lógica simbólica. Nuestro vocabulario corriente, que es el producto de nuestras propias categorías sociales, resulta insuficiente, en efecto, para formular experiencias sociales muy distintas. Es preciso recurrir a los símbolos, como lo hace el físico cuando quiere extraer lo que hay de común entre la teoría corpuscular de la luz, por ejemplo, y la teoría ondulatoria: en el lenguaje del hombre de la calle, estas concepciones son contradictorias; pero como para la ciencia ambas son igualmente «reales», es necesario recurrir a sistemas de signos de un nuevo tipo para poder pasar de una a otra.[415]
Ciencia «semiológica» en segundo lugar, se dirige hacia la lingüística por dos razones: ante todo, porque sólo el conocimiento de la lengua permite penetrar en un sistema de categorías lógicas y de valores morales diferente del sistema del observador; en segundo lugar, porque la lingüística —mejor que cualquier otra ciencia— es capaz de enseñarnos el modo de pasar de la consideración de elementos, carentes en sí mismos de significación, a la consideración de un sistema semántico, mostrándonos cómo el segundo puede edificarse, mediante los primeros: éste es tal vez, antes que nada, el problema del lenguaje, pero después del lenguaje y a través de él, es el problema de la cultura en su conjunto.
En tercer lugar, sensible a las interrelaciones de los diversos tipos de fenómenos sociales, la antropología considera simultáneamente sus aspectos económico, jurídico, político, moral, estético, religioso; atiende, pues, a los desarrollos de las otras ciencias sociales, y sobre todo de aquellas que comparten con la antropología esta perspectiva total, es decir, la geografía humana, la historia social y económica, la sociología.
En fin, al dedicarse esencialmente a formas de vida social (de las cuales las sociedades primitivas solamente constituyen los ejemplos más fáciles de aislar y las realizaciones más extremas) definidas por una autenticidad que se mide de acuerdo con la extensión y la riqueza de las relaciones concretas entre los individuos, la antropología mantiene los más estrechos contactos, desde este punto de vista, con la psicología (general y social).
No es cuestión de aplastar a los estudiantes bajo la enorme masa de conocimientos que la satisfacción integral de todas estas condiciones exigiría. Con todo, de la conciencia de esta complejidad resulta al menos un cierto número de consecuencias prácticas.
1) La antropología se ha convertido en una disciplina demasiado ramificada y demasiado técnica para que se puedan recomendar estudios limitados a un año, titulados generalmente «introducción a la antropología» (u otra expresión del mismo género), y que por lo común consisten en vagos comentarios sobre la organización clánica, la poligamia y el totemismo. Sería sumamente peligroso imaginar que con semejantes nociones superficiales se les da alguna preparación para las funciones que habrán de desempeñar —misioneros, administradores, diplomáticos, militares, etcétera— a los jóvenes que tendrán que vivir en contacto con poblaciones muy diferentes de la propia.
De una introducción a la antropología no resulta un antropólogo, ni siquiera aficionado, así como de una introducción a la física no resulta un físico, ni siquiera un ayudante de física.
En este sentido, recaen sobre los antropólogos pesadas responsabilidades. Se los ignoró y desdeñó durante tanto tiempo, que ahora se sienten a menudo halagados cuando se les solicita un barniz de antropología para perfeccionar una formación técnica. Deben resistir a esta seducción de la manera más enérgica. Sin duda no se trata —especialmente después de todo lo que hemos dicho— de transformar a todo el mundo en antropólogo. Pero si un médico, un jurista, un misionero, deben poseer algunas nociones de antropología, ello debe hacerse en la forma de una preparación muy técnica y muy avanzada en aquellos capítulos de la investigación antropológica que se refieren directamente al ejercicio de sus profesiones y a la región del mundo en la que habrán de trabajar.
2) Sea cual fuere el número de cursos considerados, no se puede formar antropólogos en un año. Para una enseñanza integral que absorba el tiempo completo del estudiante, el mínimo es, al parecer, de tres años, y este mínimo deberá ser prolongado, para determinadas capacitaciones profesionales, hasta cuatro y cinco años. Resulta, pues, indispensable que, en todas las universidades, la antropología deje de hallarse relegada —como ocurre a menudo especialmente en Francia— a la categoría de enseñanza complementaria. Hasta los más altos grados universitarios debe haber diplomas de antropología que sancionen estudios exclusiva e integralmente antropológicos.
3) Aun cuando se lo entienda de esta manera el conjunto de materias comprendidas bajo el rótulo de antropología es demasiado complejo para no exigir una especialización. Hay, naturalmente, una formación común que todos los antropólogos podrían adquirir durante el primer año de estudios, y que les permitiría elegir su posterior especialización con conocimiento de causa. Aunque no pretendemos proponer aquí un programa rígido, es bastante fácil ver cuáles serían esas materias: elementos de antropología física, social y cultural; prehistoria, historia de las teorías etnológicas, lingüística general.
Desde el segundo año debería comenzar una especialización por materias: a) antropología física, acompañada de anatomía comparada, biología y fisiología; 6) antropología social con historia económica y social, psicología social, lingüística; c) antropología cultural con tecnología, geografía, prehistoria.
En el tercer año (y tal vez desde el segundo), esta especialización sistemática debería acompañarse de una especialización regional, que además de la prehistoria, la arqueología y la geografía, comprendería el aprendizaje avanzado de una o varias lenguas de la parte del mundo elegida por el investigador,
4) El estudio de la antropología, general o regional, implica siempre extensas lecturas. No pensamos tanto en los manuales (que pueden completar la enseñanza oral, pero nunca reemplazarla), ni tampoco en las obras teóricas (que no es indispensable encarar antes de los últimos años de formación), sino más bien en las monografías, es decir, en los libros a través de los cuales el estudiante es llevado a revivir una experiencia vivida en el terreno y gracias a los cuales consigue acumular la suma considerable de conocimientos que le es indispensable para proporcionarle el bagaje intelectual requerido, preservándolo de las generalizaciones y las simplificaciones apresuradas.
Durante toda la duración de los estudios, en consecuencia, los cursos y trabajos prácticos deberán ser completados con lecturas obligatorias, a razón de varios miles de páginas por año, controladas mediante distintos procedimientos pedagógicos (resúmenes escritos, exposiciones orales, etcétera), en cuyo detalle no podemos entrar aquí. De donde resulta: a) que todo instituto o escuela de antropología debe tener una importante biblioteca donde se contarán dos o tres ejemplares de muchas obras; b) que en la actualidad, el estudiante debe poseer, desde el principio, un conocimiento suficiente de una lengua extranjera por lo menos, elegida entre aquellas que con mayor frecuencia se utilizan en la producción antropológica de estos últimos años.
Dudamos, en efecto, en recomendar en este campo una política de traducciones sistemáticas; el vocabulario técnico de la antropología se halla actualmente en un estado de total anarquía. Cada autor tiende a emplear su propia terminología, y el sentido de los principales términos no ha sido fijado. Hay, pues, muchas razones para suponer que un país que carezca de una producción antropológica importante en su lengua nacional tampoco poseerá traductores especializados, capaces de preservar el sentido exacto de los términos y los matices de pensamiento de un autor extranjero. En este sentido, difícilmente se podrá exagerar la importancia de inducir a la UNESCO a poner en ejecución su proyecto de vocabularios científicos internacionales, cuya realización nos permitirá, tal vez, mostrarnos menos intransigentes.
Es, finalmente, muy deseable que los establecimientos de enseñanza utilicen medios de difusión tales como las proyecciones fijas, las películas documentales, las grabaciones lingüísticas o musicales. Algunas recientes creaciones, en particular la de un Centro internacional del film documental etnográfico, decidida por el penúltimo congreso de la Unión Internacional de Ciencias Antropológicas y Etnológicas (Viena, 1952), permiten formular buen pronóstico para el futuro.
5) Sería útil que estos tres años de formación teórica se prolonguen en uno y hasta dos años de práctica, al menos para aquellos que piensan dedicarse a una profesión antropológica (enseñanza o investigación). Pero aquí, a decir verdad, se plantean problemas de una complejidad extrema.
ENSEÑANZA E INVESTIGACIÓN
Formación de maestros
Veamos, ante todo, el caso de los futuros profesores de antropología. Sean cuales fueren las condiciones relativas a los títulos universitarios requeridos para la enseñanza (en general, doctorado o trabajos de un nivel equivalente), nadie debería poder aspirar a la enseñanza de la antropología sin haber realizado por lo menos una investigación de campo importante. Más adelante daremos la justificación teórica de esta exigencia, que equivocadamente podría parecer exorbitante. Es conveniente terminar, de una vez por todas, con la ilusión de que se puede enseñar la antropología en gabinetes, con ayuda de una edición completa (y más a menudo abreviada) de la Rama dorada y de otras compilaciones, cualesquiera sean sus méritos intrínsecos. Quienes invoquen, contra este principio, el caso de los sabios ilustres que jamás realizaron trabajo de campo (sir James Frazer respondía a quienes le planteaban la pregunta: «¡Dios me libre de ello!»), deberán recordar que Lévy-Bruhl, por ejemplo, no ocupó nunca una cátedra de antropología ni ninguna otra cátedra con un título equivalente (no existían, en su tiempo, en las universidades francesas), sino una cátedra filosófica. Nada impedirá, en el futuro, que los teóricos puros reciban cátedras dependientes de disciplinas vecinas de la antropología: historia de las religiones, sociología comparada y otras semejantes. Pero la enseñanza de la antropología debe quedar reservada a los testigos. Esta actitud no tiene nada de audaz, y todos los países donde la antropología ha alcanzado cierto desarrollo se ajustan a ella, de hecho si no siempre de derecho.
Formación de investigadores
El problema se vuelve más delicado cuando se trata de los futuros miembros de la profesión antropológica, vale decir, de los investigadores.[416] ¿No constituye un círculo vicioso el exigirles haber cumplido tareas de investigación, antes inclusive de hallarse universitariamente calificados para emprenderlas? En este punto resultará provechoso remitirnos a las consideraciones de las páginas que anteceden, para tratar de aclarar la situación muy especial en que se encuentra la antropología.
Hemos descrito antes, como el rasgo particular y el principal mérito de la antropología, el hecho de que ella busca aislar, en todas las formas de la vida social, lo que hemos llamado niveles de autenticidad, es decir, o bien sociedades completas (que se encuentran, con mayor frecuencia, entre aquellas llamadas «primitivas») o bien modos de actividad social (aislables aun en el seno de las sociedades modernas o «civilizadas»), pero que se definen, en todos los casos, por una densidad psicológica particular y donde las relaciones interpersonales y el sistema de los vínculos sociales se integran formando una totalidad. De estos rasgos distintivos resulta inmediatamente una consecuencia: semejantes formas de vida social pueden conocerse sólo desde fuera. Para aprehenderlas, es preciso que el investigador consiga reconstruir por su propia cuenta la síntesis que las caracteriza, es decir, que no se conforme con analizarlas en elementos, sino que las asimile en su totalidad, en forma de una experiencia personal: la suya.
Como puede verse, es por una razón muy profunda y que deriva de la naturaleza misma de la disciplina y del carácter distintivo de su objeto, que el antropólogo necesita la experiencia del trabajo de campo. Para él, dicha experiencia no es ni un objetivo de su profesión, ni una culminación de su cultura, ni un aprendizaje técnico. Representa un momento crucial de su educación: antes, podrá poseer conocimientos discontinuos, que jamás formarán una totalidad por sí mismos; sólo después, estos conocimientos «arraigarán» en un conjunto orgánico y adquirirán de pronto un sentido que hasta entonces les faltaba. Esta situación presenta grandes analogías con la que prevalece en psicoanálisis: es hoy un principio universalmente admitido que la práctica de la profesión analítica requiere una experiencia específica e irremplazable, que es la del análisis mismo; por ello todos los reglamentos determinan que el futuro analista se haya a su vez analizado. Para el antropólogo, la práctica del trabajo de campo constituye el equivalente de esta experiencia única; como en el caso del psicoanálisis, la experiencia puede triunfar o fracasar, y ningún examen o concurso permite decidir en un sentido o en otro. Sólo el juicio de los miembros experimentados de la profesión, cuya obra atestigua que ellos a su vez han pasado con éxito la prueba, puede decidir si —y cuándo— el candidato a la profesión antropológica ha realizado en el terreno esta revolución interior que hará de él, verdaderamente, un hombre nuevo.
De estas consideraciones derivan varias consecuencias.
EL PAPEL DE LOS MUSEOS DE ANTROPOLOGÍA
En primer lugar, la práctica de la profesión antropológica, que está llena de peligros, puesto que implica la puesta en contacto de un cuerpo extraño —el investigador— con un medio cuya constitución interna y cuya situación en el mundo lo hacen particularmente inestable y frágil, exige una capacitación preliminar, y ésta solamente puede ser obtenida en el terreno.
En segundo lugar, esta situación —teóricamente contradictoria— corresponde muy estrechamente a dos modelos existentes: el del psicoanálisis, como acabamos de comprobarlo, y el de los estudios médicos en general, donde la práctica externa y la del internado introducen precisamente este aprendizaje del diagnóstico por la práctica del diagnóstico mismo.
En tercer lugar, los dos modelos que acaban de ser invocados muestran que el éxito no puede ser obtenido si no media un contacto personal con un maestro; contacto lo bastante íntimo y prolongado para introducir en el desarrollo de los estudios un elemento inevitable de arbitrariedad: el «patrón» en los estudios médicos, el analista «de control» en los estudios psicoanalíticos. Este elemento de arbitrariedad puede ser limitado mediante diversos procedimientos que es imposible examinar aquí, pero no vemos cómo se lo podría eliminar por completo en la antropología. Aquí también, un miembro experimentado debe asumir una responsabilidad personal en la formación del joven investigador. El contacto estrecho con una persona que ha sufrido ya, por su parte, una transmutación psicológica es, para el estudiante, un medio de alcanzarla más rápidamente, y para el maestro, un medio de verificar si el discípulo la ha alcanzado y en qué momento.
Nos preguntaremos ahora cuáles son los medios prácticos que pueden asegurar que el futuro investigador tendrá una experiencia «controlada» en el terreno. Al parecer son tres:
Los trabajos prácticos
Pensamos en los trabajos prácticos bajo la dirección de los profesores que tienen a su cargo los últimos años de enseñanza o bajo la dirección de asistentes. Esta solución tiene sólo un valor relativo. Es preciso subrayar su carácter provisional, aunque eso no signifique desaconsejarla a las instituciones jóvenes o a los países que no disponen de estructuras apropiadas. Existe siempre la tendencia a que los trabajos prácticos, cuando cumplen una función accesoria en la enseñanza, aparezcan como prestación de servicios o como pretextos. Tres desafortunadas semanas pasadas en una aldea o una empresa, no pueden producir esta revolución psicológica que señala la etapa decisiva en la formación del antropólogo, ni siquiera ofrecer al estudiante una débil imagen de esa revolución. Estos períodos de práctica prematuros son a veces nefastos, en la medida en que únicamente permiten la aplicación de los procedimientos de relevamiento más sumarios y superficiales. Se convierten así, a menudo, en una antiformación. Por útil que pueda ser el scoutismo para la educación de la infancia media, no es posible confundir la formación profesional, en el plano de la enseñanza superior, con las formas —aunque sean superiores— del juego dirigido.
Los periodos exteriores de práctica
Se podrían planificar entonces períodos de práctica más largos en institutos, instituciones o establecimientos que, sin ofrecer un carácter específicamente antropológico, funcionan en el plano de esas relaciones interpersonales y esas situaciones globales en las que hemos reconocido el campo privilegiado de la antropología: por ejemplo, administraciones municipales, servicios sociales, centros de orientación profesional, etcétera. Esta solución presentaría, con respecto a la anterior, la inmensa ventaja de no hacer uso de experiencias simuladas. Tiene, en cambio, el inconveniente de colocar a los estudiantes bajo el control y la responsabilidad de jefes de servicio que carecen de formación antropológica, es decir, incapaces de extraer de las experiencias cotidianas su alcance teórico. Se trata entonces, más bien, de una solución para el futuro, que sólo adquirirá todo su valor cuando la formación antropológica haya sido reconocida en su alcance general, y en consecuencia cuando una proporción sustancial de antropólogos se encuentre incorporada a ese tipo de establecimientos o servicios.
Los museos de antropología.
Hemos aludido, al comenzar este estudio, al papel del museo de antropología como prolongación del campo de trabajo. En efecto, el contacto con los objetos, la humildad que le inculcan al museógrafo todos los quehaceres menudos que se encuentran en la base de su profesión: desembalaje, limpieza, mantenimiento; el sentido agudo de lo concreto que este trabajo de clasificación, identificación y análisis de las piezas de colección desarrolla; la comunicación con el medio ambiente indígena, que se establece indirectamente por intermedio de instrumentos que es, preciso saber manejar para conocerlos y que poseen, además, una textura, una forma, a veces inclusive un olor, cuya aprehensión sensible, repetida una y mil veces, crea una familiaridad inconsciente con géneros de vida y de actividad lejanos; el respeto, en fin, por la diversidad de las manifestaciones del genio humano que no puede dejar de creerse como resultado de las pruebas a las que los objetos en apariencia más insignificantes sometan el gusto, la inteligencia y el saber del museógrafo día tras día; todo esto constituye una experiencia de tal riqueza e intensidad que sería un error subestimarla.
Estas consideraciones explican por qué el Institute d’Etnología de la Universidad de París considera tan preciada la hospitalidad que le brinda el Museé de l’Homme, y explica también por qué el informe norteamericano sugiere —como una situación normal que tiende a generalizarse cada vez más en los Estados Unidos— que todo departamento de antropología esté acompañado, en el seno mismo de la universidad, por un museo de dimensiones medias. Pero en este sentido creemos que pueden hacerse todavía más y mejores cosas.
Durante mucho tiempo, los museos de antropología han sido concebidos a imagen y semejanza de los demás establecimientos del mismo tipo, es decir, como un conjunto de galerías donde se conservan objetos: cosas, documentos inertes y de algún modo fosilizados detrás de las vitrinas, completamente desvinculados de las sociedades que los han producido. El único vínculo entre éstas y aquéllos ha estado constituido por las misiones intermitentes enviadas a realizar trabajo en el terreno, para reunir colecciones que son testimonios mudos de géneros de vida que resultan a la vez extraños e inaccesibles para el visitante.
Ahora bien, la evolución de la antropología como ciencia y las transformaciones del mundo moderno, ejercen una doble presión que impulsa a modificar esta concepción. Como se ha mostrado más arriba, la antropología toma conciencia progresivamente de su verdadero objeto, constituido por ciertas modalidades de la existencia social del hombre, que tal vez son más fácilmente reconocibles y más rápidamente aislables en sociedades muy diferentes de la sociedad del observador, pero que no existen menos en ésta. A medida que la antropología profundiza la reflexión sobre su objeto y a medida que afina sus métodos, se siente progresivamente going back home, como dirían los anglosajones. Si bien esta «vuelta al hogar» presenta formas muy distintas y difíciles de identificar, sería un error ver en esa tendencia un rasgo peculiar de la antropología norteamericana. En Francia y en la India, los estudios de comunidades realizados con el apoyo de la UNESCO han sido dirigidos, respectivamente, por el Musée de l’Homme de París y el Anthropological Museum de Calcuta. El Musée des Arts et Traditions Populaires se halla flanqueado por un laboratorio de etnografía francesa, y es en el Musée de l’Homme donde funciona el Laboratoire d’Etnographie Social, consagrado —pese a su título y su domicilio— no a la sociología melanesia o africana, sino a la sociología de la región parisiense. Ahora bien, en todos estos casos no puede tratarse solamente de recoger objetos, sino también y sobre todo de comprender hombres; mucho menos se trata de archivar vestigios disecados como en los herbarios, que de describir y analizar formas de existencia en las que el observador participa de la manera más íntima.
Se manifiesta la misma tendencia en la antropología física, la cual ya no se contenta —como en el pasado— con reunir medidas y piezas óseas, y estudia en cambio los fenómenos raciales en el individuo viviente, considerando las partes blandas tan importantes como el esqueleto y la actividad fisiológica tanto o más importante que la simple estructura anatómica. Se preocupa, pues, sobre todo, de los procesos actuales de diferenciación en todos los representantes de la especie humana, en lugar de limitarse a recoger sus resultados dosificados —en el sentido literal así como también en el metafórico— en el seno de los tipos que más fácilmente se distinguen del tipo del observador.
Por otro lado, la expansión de la civilización occidental, el desarrollo de los medios de comunicación y la frecuencia de los desplazamientos que caracterizan al mundo moderno, han puesto la especie humana en movimiento. En la actualidad ya no existen prácticamente culturas aisladas; para estudiar una cualquiera de ellas (dejando a un lado algunas raras excepciones) o por lo menos algunas de sus producciones, no es ya necesario recorrer la mitad del globo y jugar a los exploradores. Una gran ciudad como Nueva York, Londres, París, Calcuta o Melbourne cuenta, en su población, con representantes de las más variadas culturas; esto lo saben bien los lingüistas, que descubren con asombro que han tenido al alcance de la mano personas capacitadas para servir de informadores sobre lenguas lejanas, raras y que a veces se consideran, desaparecidas.
Antes, los museos de antropología enviaban hombres, que viajaban en un solo sentido, a buscar objetos, que viajaban en el sentido inverso. Pero hoy en día los hombres viajan en todos los sentidos, y como esta multiplicación de los contactos produce una homogeneización de la cultura material (homogeneización que, en la mayor parte de los casos, significa la extinción para las sociedades primitivas), cabe decir que, en ciertos aspectos, los hombres tienden a reemplazar a los objetos. Los museos de antropología deben prestar atención a esta inmensa transformación. Su misión de conservatorios de objetos puede prolongarse, pero no desarrollarse y menos aún renovarse. Y si resulta cada vez más difícil recoger arcos y flechas, tambores y collares, cestos y estatuas de divinidades, es en cambio cada vez más fácil estudiar, de manera sistemática, lenguas, creencias, actitudes y personalidades. ¿Cuántas comunidades del sudeste de Asia, del África negra y blanca, del cercano Oriente, etcétera, se hallan representadas en París por individuos en tránsito o por residentes, familias e incluso pequeñas colectividades?
ANTROPOLOGÍA TEÓRICA Y ANTROPOLOGÍA APLICADA
Desde este punto de vista, se abren a los museos de antropología no solamente nuevas posibilidades de estudio (que además los transformarían, en gran medida, en laboratorios),[417] sino también nuevos objetivos de alcance práctico. Porque estos representantes de culturas periféricas, no integrados o mal integrados, tienen mucho para darle al etnógrafo: lenguaje, tradiciones orales, creencias, concepción del mundo, actitudes ante los seres y las cosas. Pero, al mismo tiempo, lo más frecuente es que se hallen luchando con problemas reales y angustiosos: aislamiento, desarraigo, desocupación, incomprensión por parte del medio al cual se han incorporado en forma provisional o permanente, y en la mayoría de los casos contra su voluntad o por lo menos ignorando lo que les esperaba. ¿Quién puede hallarse en mejores condiciones que el etnólogo para asistirlos en sus dificultades? Y ello por dos razones, en las que se cumple la síntesis de los puntos de vista que hemos expuesto antes. Ante todo, porque el etnógrafo conoce el medio de donde han venido; ha estudiado en el terreno su lengua y su cultura y simpatiza con ellos; en segundo lugar, porque el método propio de la antropología se define por este «distanciamiento» que caracteriza el contacto entre representantes de culturas muy diferentes. El antropólogo es el astrónomo de las ciencias sociales: tiene a su cargo la tarea de descubrir un sentido en configuraciones muy diferentes, por su orden de magnitud y su alejamiento, de aquellas que se encuentran en las inmediaciones del observador. No hay motivo, entonces, para limitar la intervención del antropólogo al análisis y reducción de estas distancias externas; se le podrá solicitar su contribución (junto a especialistas de otras disciplinas) al estudio de fenómenos que esta vez son interiores a su propia sociedad, pero que se manifiestan por el mismo carácter de «distanciamiento», ya sea porque interesan solamente a un sector del grupo y no a la totalidad, ya sea porque, no obstante ofrecer un carácter de conjunto, hunden sus raíces en lo más profundo de la vida inconsciente. Asi, por ejemplo, la prostitución o la delincuencia juvenil en un caso; la resistencia a los cambios alimentarios o higiénicos, en el otro.
Si se reconociera de un modo más justo, en esta forma, el lugar de la antropología entre las ciencias sociales, y si se pusiera de manifiesto su función práctica de una manera más completa que hasta el presente, sería posible ver cómo ciertos problemas fundamentales pueden hallarse en vías de solución:
1) Desde un punto de vista práctico, se encontraría asegurado el cumplimiento de una función social que en la actualidad se realiza de una manera muy imperfecta; basta recordar a este respecto, los problemas planteados por la inmigración portorriqueña en Nueva York o la inmigración norteafricana en París, problemas que no han sido encarados por ninguna política de conjunto, y que las administraciones (por lo demás, generalmente no capacitadas) se remiten unas a otras inútilmente.
2) Sé abrirán mercados para la profesión antropológica. No hemos considerado aún este problema, cuya solución está evidentemente sobreentendida en todos los análisis anteriores. Para dar una respuesta adecuada, no basta recordar estas evidencias; que toda persona llamada a vivir en contacto con una sociedad muy distinta de la propia —administrador, militar, misionero, diplomático, etcétera— debe poseer una formación antropológica, si no siempre general, por lo menos especializada. Es necesario también darse cuenta de que ciertas funciones básicas de las sociedades modernas, que derivan de la creciente movilidad de la población mundial, actualmente no se cumplen o se cumplen mal; que de esto resultan dificultades que adquieren a veces un carácter grave y que generan incomprensión y prejuicios; que la antropología es hoy en día la única disciplina del «distanciamiento» social; que dispone de un enorme aparato teórico y práctico que le permite formar científicos aplicados, y, sobre todo, que se encuentra disponible, que está en condiciones de intervenir en tareas que por lo demás se imponen a la atención de los hombres.[418]
3) En fin, y en el plano más limitado que corresponde a este estudio, se comprende por qué la expansión que transforme los museos de antropología en laboratorios consagrados al estudio de los fenómenos sociales más difícilmente reductibles —o, si cabe hablar a la manera de los matemáticos, de las formas «límites» de las relaciones sociales— proporcionaría la solución más apropiada al problema de la formación profesional de los antropólogos. Los nuevos laboratorios permitirían que los últimos años de estudios se cumplieran en régimen de un verdadero externado e internado, bajo la dirección de profesores que serían al mismo tiempo jefes de clínica como se acostumbra en los estudios de medicina. El doble aspecto de los estudios, teórico y práctico, hallaría de este modo su justificación en los nuevos objetivos de la profesión. Porque, por desgracia, la antropología reclamaría en vano ese reconocimiento que merece por sus solas conquistas teóricas, si no se esforzase, en el mundo enfermo y angustiado en que vivimos, por demostrar además para qué sirve.