CAPÍTULO 9
EL HECHICERO Y SU MAGIA [216]

Después de los trabajos de Cannon, se comprende más claramente cuáles son los mecanismos psicofisiológicos sobre los que se basan los casos de muerte por conjuración o sortilegio, atestiguados en numerosas regiones:[217] un individuo consciente de ser objeto de un maleficio, está íntimamente persuadido, por las más solemnes tradiciones de su grupo, de que se encuentra condenado; parientes y amigos comparten esta actitud. A partir de ese momento, la comunidad se retrae: se aleja del maldito, se conduce ante él como si se tratase, no solo ya de un muerto sino también de una fuente de peligro para todo el entorno; en cada ocasión y en todas sus conductas, el cuerpo social sugiere la muerte a la desdichada víctima, que no pretende ya escapar a lo que considera su destino ineluctable. Bien pronto, por otra parte, se celebran en su honor los ritos sagrados que la conducirán al reino de las sombras. Brutalmente separado primero de todos sus lazos familiares y sociales y excluido de todas las funciones y actividades por medio de las cuales tomaba conciencia de sí mismo, el individuo vuelve a encontrar esas mismas fuerzas imperiosas nuevamente conjuradas, pero sólo para borrarlo del mundo de los vivos. El hechizado cede a la acción combinada del intenso terror que experimenta, del retraimiento súbito y total de los múltiples sistemas de referencia proporcionados por la convivencia del grupo y finalmente de la inversión decisiva de estos sistemas que, de individuo vivo, sujeto de derechos y obligaciones, lo proclaman muerto, objeto de temores, ritos y prohibiciones. La integridad física no resiste a la disolución de la personalidad social.[218] ¿Cómo se expresan estos complejos fenómenos en el plano fisiológico? Cannon ha mostrado que el miedo, como la rabia, se acompaña de una actividad particularmente intensa del sistema nervioso simpático. Esta actividad es normalmente útil y entraña modificaciones orgánicas que ponen al individuo en condiciones de adaptarse a una situación nueva; pero si el individuo no dispone de ninguna respuesta instintiva o adquirida a una situación extraordinaria, o que él se represente como tal, la actividad del simpático se amplifica y desorganiza y puede, a veces en pocas horas, determinar una disminución del volumen sanguíneo y una correspondiente caída de tensión, que da por resultado daños irreparables en los órganos de la circulación. El rechazo de bebidas y de alimentos, frecuente en los enfermos invadidos de angustia intensa, precipita esta evolución. La deshidratación actúa como estimulante del simpático y la disminución del volumen de la sangre se acentúa debido a la permeabilidad creciente de los vasos capilares. Estas hipótesis han sido confirmadas por el estudio de varios de estos traumatismos consecutivos a bombardeos, encuentros en el campo de batalla e inclusive a operaciones quirúrgicas: se produce la muerte sin que la autopsia pueda descubrir lesión alguna, No hay razones, pues, para dudar de la eficiencia de ciertas prácticas mágicas. Pero al mismo tiempo se observa que la eficacia de la magia implica la creencia en la magia, y que ésta se presenta en tres aspectos complementarios: en primer lugar, la creencia de hechicero en la eficacia de sus técnicas; luego, la del enfermo que aquél cuida o de la víctima que persigue, en el poder del hechicero mismo; finalmente la confianza y las exigencias de la opinión colectiva, que forman a cada instante una especie de campo de gravitación en cuyo seno se definen y se sitúan las relaciones entre el brujo y aquellos que él hechiza.[219] Ninguna de las tres partes en juego está evidentemente en condiciones de alcanzar una representación clara de la actividad del simpático ni de los trastornos que Cannon ha llamado homeostáticos. Cuando el hechicero pretende extraer por succión, del cuerpo de su enfermo, un objeto patológico cuya presencia explicaría el estado mórbido, y presenta un guijarro que había disimulado en su boca, ¿cómo se justifica este procedimiento ante sus ojos? ¿Cómo logra disculparse un inocente acusado de brujería si la imputación es unánime, puesto que la situación mágica es un fenómeno de consenso? En fin, ¿cuál es la parte de credulidad y cuál la de crítica en la actitud del grupo, respecto de aquellos en los que reconoce poderes excepcionales, a los que otorga privilegios correspondientes, pero de los cuales exige asimismo satisfacciones adecuadas? Comencemos por examinar esta último punto.

Era en el mes de setiembre de 1938. Hacía algunas semanas que acampábamos con una pequeña banda de indios nambikwara no lejos de las fuentes del Tapajoz, en esas sabanas desoladas del Brasil central donde durante la mayor parte del año los indígenas vagan en busca de granos y frutos salvajes, de pequeños mamíferos, de insectos y de reptiles y, en general, de todo aquello que puede ayudarles a no morir de hambre. Se encontraba allí reunida una treintena, al azar de la vida nómada, agrupados por familias bajo los frágiles abrigos de ramas, que aportan una protección irrisoria contra el sol aplastante del día, el frío nocturno, la lluvia y el viento. Como la mayoría de las bandas, tenía ésta un jefe civil y un hechicero cuya actividad cotidiana en nada se distinguía de la de los demás hombres del grupo: caza, pesca, trabajos artesanales. Era un hombre robusto, de unos cuarenta y cinco años, muy alegre.

Una noche, sin embargo, no regresó al campamento a la hora habitual. Cayó la oscuridad y se encendieron los fuegos; los indígenas no disimulaban su inquietud. Los peligros de la selva son numerosos: ríos torrentosos; riesgo, sin duda improbable, de encontrar un gran animal salvaje —jaguar u oso hormiguero— o el peligro, presente para el espíritu del nambikwara de manera más inmediata, de que una bestia en apariencia inofensiva sea en realidad la encarnación de un espíritu maligno de las aguas o los bosques. Sobre todo, desde hacía una semana, percibíamos todas las noches misteriosos fuegos de campamento que ora se alejaban o se acercaban a los nuestros. Ahora bien, toda banda desconocida es potencialmente hostil. Tras dos horas de espera, la convicción de que el compañero había sucumbido en una emboscada se generalizó, y mientras sus dos jóvenes mujeres y su hijo lloraban ruidosamente la muerte del esposo y padre, los otros indígenas evocaban las consecuencias trágicas que sin duda anunciaba la desaparición de su dignatario.

Alrededor de las diez de la noche, esta espera ansiosa de una catástrofe inminente, los gemidos a los que comenzaban a sumarse otras mujeres y la agitación masculina, habían conseguido crear un ambiente intolerable, y decidimos partir en reconocimiento con algunos indígenas que conservaban una relativa calma. No habíamos hecho doscientos metros cuando tropezamos con una forma inmóvil: era nuestro hombre que, acurrucado y en silencio, tiritaba en el frío nocturno, desgreñado y privado (los nambikwara no llevan otra vestimenta) de su cinturón, collares y brazaletes. Se dejó conducir sin dificultad al campamento, pero fueron necesarias largas exhortaciones de todos y las súplicas de los suyos para que abandonara su mutismo. Por fin se le pudieron arrancar, pedazo a pedazo, los detalles de su historia. Una tormenta —la primera de la estación— había estallado por la tarde y el trueno lo había llevado a varios kilómetros de distancia, hasta un lugar que él indicó, y luego lo había traído nuevamente al lugar donde lo habíamos encontrado, tras haberlo despojado completamente. Todo el mundo se fue a dormir comentando el acontecimiento. Al día siguiente, la víctima del trueno había recobrado su habitual jovialidad y también, por otra parte, todos sus ornamentos, lo cual no pareció sorprender a nadie. La vida habitual retomó su cauce.

Pocos días más tarde, sin embargo, algunos indígenas comenzaron a hacer circular otra versión de estos prodigiosos acontecimientos. Es necesario saber que la pandilla que fue escenario de los hechos estaba compuesta por individuos de distintos orígenes, fusionados en una nueva unidad social como resultado de circunstancias oscuras. Algunos años antes, una epidemia había diezmado uno de los grupos, y éste no era ya lo bastante numeroso para llevar una vida autónoma; el otro se había separado de su tribu de origen y hacía frente a las mismas dificultades. No pudimos saber cuándo y en qué condiciones ambos grupos se habían encontrado y decidido unir sus fuerzas, dando uno su jefe civil a la nueva formación, y el otro, su jefe religioso; pero el hecho era ciertamente reciente, porque en el momento en que los encontramos no se había producido aún ningún matrimonio entre ambos, si bien los niños de uno estaban prometidos a los niños del otro. No obstante la comunidad de existencia, cada grupo había conservado su dialecto, y los grupos sólo se podían comunicar entre sí por intermedio de dos o tres indígenas bilingües.

Tras estas explicaciones indispensables, veamos lo que pasaba de boca en boca: había buenas razones para suponer que las bandas desconocidas que cruzaban la sabana provenían de la tribu de la cual se había separado uno de los grupos, al que pertenecía el hechicero. Éste, usurpando las atribuciones de su colega el jefe político, había querido sin duda tomar contacto con sus antiguos compatriotas para solicitar una vuelta al redil, para incitarlos a atacar a sus nuevos asociados o también para darles seguridades acerca de las intenciones de éstos; sea como fuere, necesitaba un pretexto para ausentarse y el secuestro por el trueno junto con la escena subsiguiente habían sido inventados con este fin. Eran los indígenas del otro grupo, naturalmente, quienes propalaban esta interpretación, en la que secretamente creían y que los llenaba de inquietud. Pero la versión oficial del hecho nunca fue discutida públicamente, y hasta el momento de nuestra partida, que tuvo lugar poco después, era ostensiblemente admitida por todos.[220]

Los escépticos, sin embargo, hubieran causado mucho asombro de haber invocado, para poner en duda la buena fe y la eficacia de su hechicero, una superchería tan verosímil y cuyos móviles ellos mismos analizaban con mucha agudeza psicológica y sentido político. Sin duda, todo era un aparato teatral y el hechicero no había volado en alas del trueno hasta el río Ananaz. Pero estas cosas hubieran podido producirse, se habían efectivamente producido en otras circunstancias, pertenecían al dominio de la experiencia. Que un hechicero mantenga relaciones íntimas con las fuerzas sobrenaturales, es una certidumbre; que, en tal caso particular, haya pretextado su poder para disimular una actividad profana, es algo que pertenece al dominio de la conjetura y ofrece la ocasión de aplicar la crítica histórica. El punto importante consiste en que ambas eventualidades no se excluyen mutuamente, así como para nosotros no se excluyen las interpretaciones de la guerra como el último sobresalto de la independencia nacional o como el resultado de las maquinaciones de los fabricantes de cañones. Ambas explicaciones son lógicamente incompatibles, pero nosotros admitimos que una u otra puede ser cierta, según los casos; como son igualmente plausibles, pasamos de una a otra según la ocasión y el momento, y ambas pueden coexistir oscuramente en la conciencia de muchos. Sea cual fuere su origen docto, la conciencia individual no evoca estas interpretaciones divergentes al término de un análisis objetivo, sino más bien como datos complementarios, reclamados por actitudes muy imprecisas y no elaboradas que, para cada uno de nosotros, poseen el carácter de experiencias. Estas experiencias, sin embargo, siguen siendo intelectualmente informes y afectivamente intolerables, a menos que se incorpore a ellas tal o cual esquema flotante en la cultura del grupo, cuya asimilación es lo único que permite objetivar estados subjetivos, formular impresiones informulables e integrar en un sistema experiencias inarticuladas.

* * *

Las ya viejas observaciones hechas entre los zuñi de Nuevo México por la admirable etnógrafa M. C. Stevenson[221] permitirán aclarar mejor estos mecanismos. Una muchacha de doce años había sido presa de una crisis nerviosa inmediatamente después de que un adolescente le había tomado las manos; este último fue acusado de brujería y llevado ante el tribunal de los sacerdotes del Arco. Durante una hora negó vanamente poseer conocimientos ocultos. Habiéndose mostrado ineficaz este sistema de defensa, y como el crimen de brujería entre los zuñi estaba todavía, en aquella época, penado con la muerte, el acusado cambió de táctica e improvisó un largo relato en el cual explicaba en qué circunstancias había sido iniciado en la brujería y recibido de sus maestros dos productos, uno que volvía locas a las muchachas, y el otro que las curaba. Este punto constituía una ingeniosa precaución contra los desarrollos posteriores. Intimado a presentar sus drogas, el muchacho fue hasta su casa, bajo custodia, y regresó con dos raíces que utilizó en seguida en un complicado ritual, en cuyo transcurso simuló un trance consecutivo a la absorción de una de las drogas, y luego un retorno al estado normal gracias a la otra. Después de lo cual administró el remedio a la enferma y la declaró curada. La sesión fue levantada hasta el día siguiente, pero durante la noche el presunto brujo se evadió. Fue capturado en seguida, y la familia de la víctima se constituyó en tribunal improvisado para continuar el proceso. Ante la resistencia de sus nuevos jueces a aceptar su versión precedente, el muchacho inventa otra: todos sus parientes, sus antecesores, eran hechiceros y de ellos ha recibido poderes admirables, tales como el de transformarse en gato, llenar su boca con espinas de cacto y matar a sus víctimas —dos bebés, tres muchachas, dos muchachos— proyectando sobre ellas las espinas; todo esto gracias a unas plumas mágicas que le permiten, a él y a los suyos, abandonar la forma humana. Este último detalle constituía un error táctico, porque ahora los jueces exigían la presentación de las plumas, como prueba de la veracidad del nuevo relato. Tras diferentes excusas, rechazadas una tras otra, fue preciso trasladarse a la casa familiar del acusado. Éste comenzó por afirmar que las plumas estaban disimuladas detrás del revestimiento de una pared que no podía destruir. Se le obligó a hacerlo. Tras haber derribado una parte del muro, cuyos restos examinó cuidadosamente, el muchacho trató de excusarse aduciendo un olvido; las plumas habían sido ocultadas hacía más de dos años y ya no recordaba dónde. Obligado a nuevas exploraciones, terminó por acometer otra pared, en la cual, tras una hora de trabajo, apareció en el adobe una vieja pluma. Se apoderó de ella ávidamente, y la presentó a sus perseguidores como el instrumento mágico del que había hablado. Tuvo que explicar detalladamente el mecanismo de su empleo. Finalmente, arrastrado a la plaza pública, debió repetir toda su historia, que enriqueció con un gran número de nuevos detalles, y concluyó con una peroración patética en la que lloraba la pérdida de su poder sobrenatural. Tranquilizados de esta manera, sus oyentes accedieron a ponerlo en libertad.

Este relato que por desgracia hemos debido resumir y despojar de todos sus matices psicológicos, es instructivo desde varios puntos de vista. Puede advertirse ante todo que, perseguido por hechicería y amenazado así con la pena capital, el acusado no gana la absolución disculpándose, sino reivindicando su supuesto crimen; más aún: refuerza su causa presentando versiones sucesivas cada una de las cuales es más rica, más llena de detalles (y en principio, entonces, más culpable) que la precedente. El debate no procede por acusaciones y denegaciones como nuestros procesos, sino por alegatos y especificaciones. Los jueces no esperan que el acusado impugne una tesis, y menos aún que refute hechos; le solicitan que corrobore un sistema del cual solamente poseen un fragmento, y cuya totalidad quieren que el acusado reconstruya de una manera apropiada. Como lo observa la etnógrafa a propósito de una frase del proceso: «Los guerreros se habían dejado absorber hasta tal punto por el relato del muchacho que parecían haber olvidado la razón primera de su comparecencia ante ellos.» Y cuando la pluma mágica es exhumada finalmente, la autora subraya con mucha profundidad: «La consternación se difundió entre los guerreros, que exclamaron a una voz: ¡¿Qué significa esto?! Ahora tenían la certeza de que el muchacho había dicho la verdad.» Consternación y no triunfo, al ver aparecer la prueba tangible del delito; porque antes que reprimir un crimen, los jueces buscan (convalidando su fundamento objetivo por medio de una expresión emocional apropiada) atestiguar la realidad del sistema que lo ha hecho posible. La confesión, reforzada por la participación de los jueces e inclusive su complicidad, transforma al acusado de culpable, en colaborador de la acusación. Gracias a él, la hechicería y las ideas a ella asociadas escapan a su penoso modo de existencia en la conciencia, como conjunto difuso de sentimientos y representaciones mal formulados, para encarnarse en ser de experiencia. El acusado, preservado como testigo, aporta al grupo una satisfacción en la verdad, infinitamente más densa y más rica que la satisfacción en la justicia que hubiera procurado su ejecución. Y finalmente, gracias a su ingeniosa defensa, que volvía al auditorio progresivamente consciente del carácter vital ofrecido por la verificación de su sistema (porque la elección no se hace entre éste y otro sistema, sino entre el sistema mágico y la falta de todo sistema o sea el desorden), el adolescente consiguió transformarse de amenaza para la seguridad física de su grupo, en garante de su coherencia mental.

Pero ¿verdaderamente la defensa es sólo ingeniosa? Todo permite creer que, luego de haber tanteado una posible escapatoria, el acusado participa con sinceridad y fervor —el término no es demasiado exagerado— en el juego dramático que se organiza entre él y sus jueces. Se lo proclama hechicero; puesto que hay hechiceros, él podría serlo. ¿Y cómo él conocería por anticipado los signos que le rebelarían su vocación? Tal vez estos signos están presentes, en esta prueba y en las convulsiones de la muchacha transportada al tribunal. También para él, la coherencia del sistema y el papel que se le ha asignado para establecerlo, tienen un valor no menos esencial que la seguridad personal que arriesga en la aventura. Se lo ve entonces construir progresivamente el personaje que se le impone, con una mezcla de astucia y buena fe: aduciendo largamente sus conocimientos y sus recuerdos; improvisando también, pero sobre todo viviendo su personaje y buscando, en las manipulaciones que esboza y en el ritual que construye, pedazo a pedazo, la experiencia de una misión cuya eventualidad, al menos, está al alcance de todos, Al término de la aventura, ¿qué queda de las astucias del comienzo: hasta qué punto el héroe no ha caído en la trampa de su propio personaje, o mejor aún: en qué medida no se ha convertido, efectivamente, en hechicero? «Cuanto más hablaba —se nos dice de su confesión final—, tanto más profundamente el muchacho se absorbía en el tema. Por momentos su semblante se iluminaba con la satisfacción resultante del dominio que ejercía sobre su auditorio.» Que la muchacha cure tras la administración del remedio, y que las experiencias vividas en el transcurso de una prueba tan excepcional se elaboren y organicen, constituyen circunstancias suficientes para que los poderes sobrenaturales, ya reconocidos por el grupo, sean definitivamente confesados por su inocente poseedor.

* * *

Debemos otorgar importancia aún mayor a otro documento, de valor excepcional, pero que al parecer hasta el momento sólo ha merecido un interés lingüístico: se trata de un fragmento de autobiografía indígena recogido en lengua kwakiutl (de la región de Vancouver Canadá) por Franz Boas, quien nos ha dado una traducción yuxtalineal,[222]

El llamado Quesalid (éste es al menos el nombre que recibió cuando se convirtió en hechicero) no creía en el poder de los brujos o, más exactamente, de los shamanes, porque este término conviene mejor para denotar el tipo de actividad específica que realizan en ciertas regiones del mundo. Aguijoneado por la curiosidad de descubrir sus supercherías y el deseo de desenmascararlos, comenzó a frecuentarlos hasta que uno de ellos se ofreció a introducirlo en el grupo, donde sería iniciado para convertirse rápidamente en uno de ellos. Quesalid no se hizo rogar, y su relato describe detalladamente cuáles fueron sus primeras lecciones: extraña mezcla de pantomima, prestidigitación y conocimientos empíricos, donde se hallan mezclados el arte de fingir desmayo, la simulación de crisis nerviosas, el aprendizaje de cantos mágicos, la técnica de producir el vómito, nociones bastante precisas de auscultación y de obstetricia, el empleo de «soñadores», es decir, de espías encargados de escuchar las conversaciones privadas y de hacer llegar secretamente al shamán elementos de información sobre el origen y los síntomas de los males sufridos por tal o cual, y sobre todo el ars magna de cierta escuela shamanística de la costa noroeste del Pacífico: el empleo de un pequeño mechón de plumón que el practicante disimula en un costado de la boca, para expectorarlo todo ensangrentado en el momento oportuno —después de haberse mordido la lengua o haber hecho manar la sangre de las encías— y presentarlo solemnemente al enfermo y a los asistentes como el cuerpo patológico expulsado tras las succiones y manipulaciones.

Habiendo confirmado sus peores sospechas, Quesalid quiso continuar la averiguación, pero ya no era libre, su estancia entre los shamanes comenzaba a ser conocida. Cierto día fue convocado por la familia de un enfermo que había soñado que él era su salvador. Este primer tratamiento (por el cual, observa Quesalid en otro lugar, no se hizo pagar así como tampoco por los subsiguientes, puesto que no había terminado los cuatro años de ejercicios reglamentarios) fue un éxito brillante. No obstante ser considerado, a partir de ese momento, como «un gran shamán», Quesalid no pierde su espíritu crítico; interpreta su triunfo con razones psicológicas, «porque el enfermo creía firmemente en lo que había soñado sobre mí». Lo que debía, según sus propias palabras, dejarlo «indeciso y pensativo», fue una aventura más compleja, que lo puso en presencia de varias modalidades de lo «falso sobrenatural» y lo llevó entonces a pensar que unas eran menos falsas que otras: naturalmente, aquellas en las cuales su interés personal estaba comprometido, al mismo tiempo que el sistema que comenzaba a construirse subrepticiamente en su espíritu.

Hallándose de visitar en la tribu vecina de los koshimo, Quesalid asiste a una cura hecha por sus ilustres colegas extranjeros, y con gran sorpresa comprueba una diferencia de técnica: en lugar de escupir la enfermedad bajo la forma de un gusano sanguinolento constituido por el plumón disimulado en la boca, los shamanes koshimo se conforman con expectorar en sus manos un poco de saliva, y se atreven a pretender que ésa es «la enfermedad». ¿Qué valor tiene este método? ¿A qué teoría corresponde? A fin de descubrir «cuál es la fuerza de esos shamanes, si es real o bien si solamente pretenden ser shamanes» como sus compatriotas, Quesalid solicita y obtiene autorización para ensayar su método; el tratamiento anterior había resultado, por otra parte, ineficaz. La enferma se declara curada.

Y he aquí que, por primera vez, nuestro héroe vacila. Por pocas que fueran las ilusiones alimentadas hasta el presente sobre su técnica, ha encontrado ahora una todavía más falsa, todavía más mistificadora, todavía más deshonesta que la suya. Porque él al menos ofrece algo a su clientela: le presenta la enfermedad bajo forma visible y tangible, mientras que sus colegas extranjeros no muestran absolutamente nada, y sólo pretenden haber capturado el mal. Y su método obtiene resultados, mientras que el otro es inútil. Así, nuestro héroe se encuentra preso de un problema que tal vez no carece de equivalente en el desarrollo de la ciencia moderna: dos sistemas, de los cuales se sabe que son ambos igualmente inadecuados, ofrecen sin embargo, uno con respecto al otro, un valor diferencial y esto a la vez desde un punto de vista lógico y desde un punto de vista experimental. ¿Con respecto a qué sistema de referencias se los juzgará entonces? ¿El de los hechos, donde ambos se confunden, o el que les es propio, donde adquieren valores desiguales, teórica y prácticamente?

Entretanto, los shamanes koshimo, «cubiertos de vergüenza» por el descrédito en que han caído ante sus compatriotas, están también sumidos en la duda: bajo la forma de un objeto material, su colega ha presentado la enfermedad, a la que ellos habían atribuido siempre una naturaleza espiritual y que nunca se habían propuesto por lo tanto, volver visible. Le envían un emisario, para invitarlo a participar con ellos en una conferencia secreta en una gruta, Quesalid acude, y sus colegas extranjeros exponen su sistema: «Cada enfermedad es un hombre: forúnculos e hinchazones, comezones y costras, granos y tos, y consunción y escrófula; y también esto: constricción de la vesícula y dolores de estomago… Tan pronto como hemos conseguido capturar el alma de la enfermedad, que es un hombre, muere entonces la enfermedad, que es un hombre; su cuerpo desaparece en nuestro interior.» Si esta teoría es exacta, ¿qué tiene él que mostrar? ¿Y por qué razón, cuando Quesalid opera, «la enfermedad se adhiere a su mano»? Pero Quesalid se refugia tras los reglamentos profesionales que le impiden enseñar antes de haber cumplido cuatro años de ejercicio, y se niega a hablar. Persiste en esta actitud cuando los shamanes koshimo le envían sus hijas supuestamente vírgenes, para intentar seducirlo y arrancarle su secreto.

Mientras tanto, Quesalid regresa a su aldea de Fort Rupert y se entera de que el más ilustre shamán de un clan vecino, inquieto por su creciente reputación, ha lanzado un desafío a todos sus colegas y los invita a medirse con él en torno a varios enfermos. Quesalid acude a la cita y asiste a algunas curas del maestro, pero éste, como los koshimo, tampoco muestra la enfermedad; se limita a incorporar un objeto invisible, «que según pretende es la enfermedad», ya sea a su adorno de corteza, ya a su sonajero ritual esculpido en forma de pájaro, y «por la fuerza de la enfermedad que muerde» los pilares de la casa o la mano del practicante, estos objetos son entonces capaces de permanecer suspendidos en el vacío. Se desarrolla la escena habitual. Cuando se le pide que intervenga en casos que su predecesor considera desesperados, Quesalid triunfa con la técnica del gusano ensangrentado.

Se ubica aquí la parte verdaderamente patética de nuestro relato. Avergonzado y desesperado, a la vez, por el descrédito en que ha caído y por el derrumbe de su sistema terapéutico, el viejo shamán envía a su hija como emisario ante Quesalid, para rogarle que le conceda una entrevista. Lo encuentra sentado al pie de un árbol, y el anciano se expresa en estos términos: «No son malas las cosas que vamos a decirnos, amigo; yo quisiera solamente que intentes y que salves mi vida, para que yo no muera de vergüenza, porque me he convertido en la burla de nuestro pueblo a causa de lo que tú hiciste anoche. Te ruego que tengas piedad y que me digas qué era lo que estaba adherido a la palma de tu mano esa noche. ¿Era la verdadera enfermedad o bien sólo se trataba de algo fabricado? Porque te suplico que tengas piedad y que me digas cómo has hecho, para que pueda imitarte. Amigo, ten piedad de mí.» Silencioso al principio, Quesalid empieza luego a exigir explicaciones acerca de las proezas del tocado de corteza y del sonajero, y su colega le muestra la punta disimulada en el tocado, que permite clavarlo en ángulo recto contra un poste y la forma en que aprieta la cabeza del sonajero entre las falanges, para hacer creer que el pájaro se mantiene suspendido de su mano por el pico. Sin duda, agrega, Quesalid por su parte sólo miente y hace trucos; simula el shamanismo en razón del provecho material que le procura y de «su apetencia por las riquezas de los enfermos»; seguramente él sabe bien que las almas no pueden capturarse, «porque todos poseemos nuestra alma»; sin duda emplea él también el sebo, y pretende «que es el alma esta cosa blanca puesta en su mano». La hija une entonces sus súplicas a las del padre: «Ten piedad de él, para que pueda seguir viviendo.» Pero Quesalid permanece silencioso. Tras esta trágica entrevista, el viejo shamán desapareció, esa misma noche, con todos los suyos, «el corazón enfermo» y temido por toda la comunidad en razón de las venganzas que tal vez pudiera intentar. Inútil temor: se lo vio regresar un año más tarde. Como su hija, se había vuelto loco. Tres años más tarde murió.

Y Quesalid prosiguió su carrera, rica en secretos, desenmascarando a los impostores y lleno de desprecio por la profesión: «Tan sólo una vez he visto a un shamán que trataba a los enfermos mediante succión, y nunca pude descubrir si era un verdadero shamán o un simulador. Por esta única razón, creo que era un shamán; no permitía que aquellos a quienes curaba le pagaran, Y a decir verdad, no lo he visto reír ni una sola vez.» La actitud del comienzo, entonces, se ha modificado sensiblemente: el negativismo radical del librepensador ha dado lugar a sentimientos más matizados. Existen verdaderos shamanes. ¿Y él mismo? Al término del relato, es imposible saberlo; resulta claro, en cambio, que ejerce su profesión a conciencia, que está orgulloso de sus éxitos, y que defiende calurosamente contra todas las es cuelas rivales la técnica del plumón ensangrentado, cuyo carácter falaz, del que tanto se había burlado en un comienzo, parece ahora haber olvidado completamente.

* * *

Como puede advertirse, la psicología del shamán no es simple. Para intentar su análisis, nos ocuparemos ante todo del caso del viejo shamán que suplica a su joven rival que le diga la verdad, que le revele si la enfermedad adherida al hueco de su mano como un gusano rojo y pegajoso es real o fabricada, y que se hundirá en la locura al no obtener respuesta. Antes del drama, el viejo shamán se hallaba en posesión de un par de datos: por un lado, la convicción de que los estados patológicos tienen una causa y que ésta puede ser alcanzada; por otro lado, un sistema de interpretación dentro del cual la invención personal desempeña un papel importante, y que ordena las diferentes etapas del mal desde el diagnóstico hasta la cura. Esta fabulación de una realidad en sí misma desconocida, hecha de procedimientos y representaciones, depende de una triple experiencia: la del shamán mismo que, si su vocación es real (e inclusive si no lo es, como resultado del solo ejercicio), experimenta ciertos estados específicos, de naturaleza psicosomática; la del enfermo, que logra o no una mejoría; la del público, en fin, que también participa de la curación, y para quien el entusiasmo que experimenta, la satisfacción intelectual y afectiva que obtiene determinan una adhesión colectiva que inaugura a su vez un nuevo ciclo. Estos tres elementos de lo que podría llamarse el complejo shamanistico son indisociables. Pero como puede verse, se organizan en torno de dos polos, uno formado por la experiencia íntima del shamán, y el otro por el consenso colectivo. No existen razones para dudar, en efecto, de que los hechiceros —al menos los más sinceros— creen en su misión, y que esta creencia está fundada en la experiencia de estados específicos. Las pruebas y privaciones a las que se someten bastarían a menudo para provocar dichos estados, aun cuando no se los acepte como prueba de una vocación seria y ferviente. Pero hay también argumentos lingüísticos, que son más convincentes porque son indirectos; en el dialecto wintu de California existen cinco modos verbales que corresponden a un conocimiento adquirido por la vista, por impresión corporal, por inferencia, por razonamiento y de oídas. Estos cinco modos constituyen la categoría del conocimiento, por oposición a la conjetura, que se anuncia de otra manera. Curiosamente, las relaciones con el mundo sobrenatural se expresan por medio de los modos del conocimiento, y entre éstos, los de la impresión corporal (es decir, de la experiencia más intuitiva), la inferencia y el razonamiento. El indígena que se convierte en shamán tras una crisis espiritual, recibe gramaticalmente su estado como una consecuencia que debe inferior del hecho —formulado como una experiencia inmediata— de que ha recibido mandato de un Espíritu, lo cual entraña la conclusión deductiva de que ha debido de realizar un viaje al más allá, a cuyo término —experiencia inmediata— se ha reencontrado con los suyos.[223]

Las experiencias del enfermo representan el aspecto menos importante del sistema, con excepción del caso de un enfermo al que un shamán ha curado, y que se encuentra luego particularmente bien colocado para convertirse a su turno en shamán, tal como ocurre aún hoy en el psicoanálisis. Sea como fuere, no debe olvidarse que el shamán no carece enteramente de conocimientos positivos y de técnicas experimentales que pueden explicar en parte su éxito; por lo demás, trastornos del tipo que hoy se llaman psicosomáticos, y que representan una gran parte de las enfermedades corrientes en sociedades con un bajo coeficiente de seguridad, han de ceder a menudo ante una terapia psicológica. En conjunto, es verosímil que los médicos primitivos, como sus colegas civilizados, curen al menos una parte de los casos que tratan, ya que, de no ser por esta eficacia relativa, los usos mágicos no hubieran podido lograr la vasta difusión que los caracteriza en el tiempo y en el espacio. Pero éste aspecto no es esencial, porque está subordinado a los otros dos: Quesalid no se convirtió en un gran hechicero porque curara a sus enfermos; sino que sanaba a sus enfermos porque se había convertido en un gran hechicero. Esto nos lleva directamente, entonces, al otro extremo del sistema, es decir, a su polo colectivo.

En efecto, es en la actitud del grupo antes que en el ritmo de los fracasos y los éxitos, donde debe buscarse la verdadera razón del derrumbe de los rivales de Quesalid. Ellos mismos lo subrayan, cuando se quejan de haberse convertido en objetos de la burla de todos, cuando destacan su vergüenza, sentimiento social por excelencia. El fracaso es secundario y se percibe, en todos sus comentarios, que lo conciben como función de otro fenómeno: la desaparición del consenso social, reconstituido a costa de ellos en torno de otro practicante y de otro sistema. El problema fundamental es, pues, el de la relación existente entre un individuo y el grupo, o para ser más exactos, entre un cierto tipo de individuos y determinadas exigencias del grupo.

Al tratar a su enfermo, el shamán ofrece al auditorio un espectáculo. ¿Qué espectáculo? A riesgo de generalizar de manera imprudente ciertas observaciones, diremos que se trata siempre de una repetición que el shamán hace de la «llamada», es decir, de la crisis inicial que le valió la revelación de su estado. Pero el término «espectáculo» no debe engañarnos: el shamán no se contenta con reproducir o mimar ciertos acontecimientos; los revive efectivamente en toda su vivacidad, originalidad y violencia. Y puesto que al concluir la sesión recobra su estado normal podemos decir, tomando un término esencial del psicoanálisis, que abreacciona. Es sabido que el psicoanálisis llama abreacción a ese momento decisivo de la cura en que el enfermo revive intensamente la situación inicial que originó su trastorno, antes de superarlo definitivamente. En este sentido, el shamán es un abreactor profesional.

Hemos explorado en otro lugar las hipótesis teóricas que sería necesario formular para admitir que el modo de abreacción propio de cada shamán, o al menos de cada escuela, puede inducir simbólicamente en el enfermo una abreacción de su propio trastorno.[224] Si, no obstante, la relación esencial es la existente entre el shamán y el grupo, es preciso plantear también la cuestión desde otro punto de vista, que es el de la relación entre pensamiento normal y pensamiento patológico. Ahora bien, en toda perspectiva no científica (y ninguna sociedad puede jactarse de no participar de ella), pensamiento patológico y pensamiento normal no se oponen, sino que se completan. En presencia de un mundo que ávidamente quiere comprender, pero cuyos mecanismos no alcanza a dominar, el pensamiento normal exige a las cosas que le entreguen su sentido, y éstas rehúsan: el pensamiento llamado patológico, por el contrario, desborda de interpretaciones y resonancias afectivas, con las que está siempre dispuesto a sobrecargar una realidad que de otro modo resulta deficitaria. Para el uno, existe lo no verificable experimentalmente, es decir, lo exigible; para el otro, existen experiencias sin objeto, es decir, lo disponible. Empleando la terminología de los lingüistas, diremos que el pensamiento normal sufre siempre de un déficit de significado, mientras que el pensamiento llamado patológico (al menos en algunas de sus manifestaciones) dispone de una sobreabundancia de significante. La colaboración colectiva en la cura shamanística establece un arbitraje entre estas dos situaciones complementarias. En el problema de la enfermedad, que el pensamiento normal no comprende, el psicópata es invitado por el grupo a invertir una riqueza afectiva privada por sí misma de punto de aplicación. Un equilibrio aparece entre lo que realmente constituye, en el plano psíquico, una oferta y una demanda, pero bajo dos condiciones: es preciso que, por una colaboración entre la tradición colectiva y la invención individual, se elabore y se modifique continuamente una estructura, es decir, un sistema de oposiciones y correlaciones que integra todos los elementos de una situación total donde hechicero, enfermo y público, representaciones y procedimientos, hallan cada uno su lugar. Y es preciso que, como el enfermo y como el hechicero, el público participe, al menos en cierta medida, en la abreacción, esta experiencia vivida de un universo de efusiones simbólicas cuyas «iluminaciones» pueden dejarle entrever el enfermo por ser enfermo y el hechicero por ser psicópata, es decir, porque disponen uno y otro, de experiencias que no pueden ser integradas de otra manera. En ausencia de todo control experimental —que no es necesario, ni siquiera exigido—, esta sola experiencia y su relativa riqueza en cada caso es lo que puede permitir la elección entre varios sistemas posibles y provocar la adhesión a tal o cual escuela o practicante.[225]

* * *

A diferencia de la explicación científica, no se trata, pues, de referir ciertos estados confusos y no organizados, emociones o representaciones, a una causa objetiva, sino de, articularlos bajo forma de totalidad o de sistema; y el sistema es válido precisamente en la medida en que permite la precipitación o la coalescencia de estos estados difusos (y también penosos, en razón de su discontinuidad). La conciencia confirma este último fenómeno por una experiencia original, que no puede ser aprendida desde fuera. Gracias a sus trastornos complementarios, la pareja hechicero-enfermo encarna para el grupo, de manera viva y concreta, un antagonismo que es propio a todo pensamiento, pero cuya expresión normal sigue siendo vaga e imprecisa: el enfermo es pasividad, alienación de sí mismo, como lo informulable es la enfermedad del pensamiento; el hechicero es actividad, desborde de sí mismo, como la efectividad es la nodriza de los símbolos. La cura pone en relación estos polos opuestos, asegura el pasaje de uno a otro y manifiesta, en una experiencia total, la coherencia del universo, psíquico, proyección a su vez del universo social.

Se puede ver, así, la necesidad de ampliar la noción de abreacción, examinando los sentidos que ella adquiere en terapias psicológicas diferentes del psicoanálisis, que tuvo el inmenso mérito de redescubrirla y de insistir sobre su valor esencial. ¿Se dirá que, en psicoanálisis, sólo hay una abreacción —la del enfermo— y no tres? Esto no es tan seguro. Es verdad que, en la cura shamanística, el hechicero habla y realiza la abreacción «para» el enfermo, el cual guarda silencio, mientras que en psicoanálisis es el enfermo el que habla y abreacciona «contra» el médico que lo escucha. Pero la abreacción del médico, si bien no es concomitante con la del enfermo, no por ello es menos necesaria, puesto que es preciso haber sido analizado para convertirse en analista. El papel más difícil de definir es el que ambas técnicas reservan al grupo, porque la magia readapta el grupo, por medio del enfermo, a problemas predefinidos, mientras que el psicoanálisis readapta al enfermo al grupo, mediante soluciones introducidas. Pero se corre el riesgo de que este paralelismo se restablezca rápidamente, debido a la inquietante evolución que, desde hace varios años, tiende a transformar el sistema psicoanalítico, de cuerpo de hipótesis científicas verificables experimentalmente en ciertos casos precisos y limitados, en una especie de mitología difusa que compenetra la conciencia del grupo (fenómeno objetivo que se traduce, en el psicólogo, por una tendencia subjetiva a extender al pensamiento normal un sistema de interpretaciones concebido en función del pensamiento patológico, y a aplicar a hechos de psicología colectiva un método adaptado sólo al estudio del pensamiento individual). Entonces —tal vez ya ahora, en ciertos países— el valor del sistema dejará de fundarse en curas reales, que benefician a individuos aislados, para apoyarse en el sentimiento de seguridad aportado al grupo por el mito fundador de la cura y en el sistema popular conforme al cual, sobre esta base, resultará reconstruido su universo.

Desde ahora, la comparación con terapias psicológicas más antiguas y más difundidas puede estimular en el psicoanálisis reflexiones útiles acerca de su método y sus principios. Al permitir que se amplíe sin cesar el reclutamiento de sus pacientes, que de anormales caracterizados pasan a ser, poco a poco, muestras representativas del grupo, el psicoanálisis transforma sus tratamientos en conversiones; porque únicamente el enfermo puede ser curado; el inadaptado o el inestable sólo puede ser persuadido. Aparece así un peligro considerable: que el tratamiento (sin que el médico, entiéndase bien, lo advierta), lejos de culminar en la resolución, respetuosa siempre del contexto, de un trastorno preciso, se reduzca a la reorganización del universo del paciente en función de las interpretaciones psicoanalíticas. O sea que se llegaría, como término, a la situación que proporciona su punto de partida y su posibilidad teórica al sistema mágico-social que hemos analizado.

Si este análisis es exacto, es necesario ver en las conductas mágicas la respuesta a una situación que se revela a la conciencia por medio de manifestaciones afectivas, pero cuya naturaleza profunda es intelectual. Porque solamente la historia de la función simbólica permitiría dar cuenta de esta condición intelectual del hombre: que el universo no significa jamás lo bastante, y que el pensamiento dispone siempre de un exceso de significaciones para la cantidad de objetos a los que pueden adherirlas. Desgarrado entre estos dos sistemas de referencias, el del significante y el del significado, el hombre solicita del pensamiento mágico un nuevo sistema de referencia, en cuyo seno pueden integrarse datos hasta entonces contradictorios. Pero es sabido que este sis tema se edifica en perjuicio del progreso del conocimiento, el cual hubiera exigido que, de los dos sistemas anteriores, uno solo fuera cuidadosamente retenido y profundizado hasta el punto (que estamos todavía lejos de entrever) en que permitiese la reabsorción del otro. Sería preciso evitarle al individuo, psicópata o normal, la repetición de ésta desventura colectiva. Aun cuando el estudio del enfermo nos ha enseñado que todo individuo se refiere, en mayor o menor medida, a sistemas contradictorios y que sufre este conflicto, no basta que cierta forma de integración sea posible y prácticamente eficaz para que sea verdadera, ni para estar seguros de que la adaptación así realizada no constituye una regresión absoluta con respecto a la situación conflictual anterior.

Reabsorber una síntesis aberrante local mediante su integración, con las síntesis normales, en el seno de una síntesis general pero arbitraria —fuera de los casos críticos donde la acción se impone—, representaría una pérdida en todos los frentes. Un cuerpo de hipótesis elementales puede presentar un valor instrumental seguro para el practicante, sin que el análisis teórico deba sentirse obligado a reconocer en él la imagen última de la realidad, y sin que sea necesario tampoco unir a través suyo a médico y enfermo en una suerte de comunión mística que no tiene el mismo sentido para uno y para otro, y que solamente logra disolver el tratamiento en una fabulación.

En el límite extremo, sólo se solicitaría de esta fabulación un lenguaje apto para la traducción, socialmente autorizada, de fenómenos cuya naturaleza profunda se habría vuelto igualmente impenetrable para el grupo, para el enfermo y para el mago.