CAPÍTULO 4
LINGÜÍSTICA Y ANTROPOLOGÍA [121]

Antropólogos y lingüistas se han reunido, quizá por primera vez, con el propósito confesado de comparar sus respectivas disciplinas. El problema, en realidad, no es sencillo. Las dificultades con las que hemos tropezado en el transcurso de nuestras discusiones se explican, a mi juicio, por varias razones. No nos hemos limitado a confrontar lingüística y antropología colocándonos en un plano muy general; nos ha sido preciso tomar en consideración varios niveles, y he tenido la impresión de que en varias oportunidades nos hemos deslizado inconscientemente de un nivel a otro, en el curso de una misma discusión. Comencemos, pues, por distinguirlos.

En primer lugar, nos hemos ocupado de la relación entre una lengua y una cultura determinadas. ¿Es necesario el conocimiento de la lengua para estudiar una cultura? ¿En qué medida y hasta qué punto? A la inversa, ¿el conocimiento de la lengua implica el conocimiento de la cultura o al menos de algunos de sus aspectos?

Hemos discutido también en otro nivel, donde la cuestión planteada no es ya la relación entre una lengua y una cultura, sino más bien la relación entre lenguaje y cultura en general. Y sin embargo, ¿no hemos descuidado un poco este aspecto? En el curso de las discusiones no se ha considerado nunca el problema planteado por la actitud concreta de una cultura hacia su propia lengua. Para tomar un ejemplo, nuestra civilización trata el lenguaje de una manera que se podría calificar de inmoderada: hablamos a propósito de todo, todo pretexto es bueno para expresarnos, interrogar, comentar… Esta manera de abusar del lenguaje no es universal, ni siquiera frecuente. La mayoría de las culturas que llamamos primitivas emplean el lenguaje con parsimonia; no se habla en todo momento ni a propósito de cualquier cosa. En ellas, las manifestaciones verbales están a menudo limitadas a circunstancias prescritas, fuera de las cuales se escatiman las palabras. En el transcurso de nuestros debates se han evocado estos problemas, pero sin concederles la misma importancia que a los problemas del primer nivel.

Hay un tercer grupo de problemas que ha recibido aún menos atención. Pienso en la relación no ya entre una lengua (o el lenguaje mismo) y una cultura (o la cultura misma), sino entre la lingüística y la antropología consideradas como ciencias. Esta cuestión, en mi opinión fundamental, ha permanecido, sin embargo, en un segundo plano durante nuestras discusiones. ¿Cómo explicar este trato desigual? Es que el problema de las relaciones entre lenguaje y cultura es uno de los más complicados que puedan imaginarse. En primer lugar el lenguaje es susceptible de ser tratado como un producto de la cultura: una lengua, usada en una sociedad, refleja la cultura general de la población. Pero, en otro sentido, el lenguaje es una parte de la cultura; constituye uno de sus elementos, entre otros. Recordemos la célebre definición de Tylor, para quien la cultura es un conjunto complejo integrado por los instrumentos, las instituciones, las creencias, las costumbres y también, por supuesto, la lengua. Según sea el punto de vista elegido, varían los problemas planteados. Pero esto no es todo: se puede considerar el lenguaje como una condición de la cultura, y ello en un doble sentido: diacrónico, puesto que el individuo adquiere la cultura de su grupo principalmente por medio del lenguaje; se instruye y educa al niño mediante el habla; se le reprende y se le halaga con palabras. Desde un punto de vista más teórico, el lenguaje aparece también como condición de la cultura en la medida en que ésta posee una arquitectura similar a la del lenguaje. Una y otra se edifican por medio de oposiciones y correlaciones, es decir, de relaciones lógicas. De tal manera que el lenguaje puede ser considerado como los cimientos, destinados a recibir las estructuras que corresponden a la cultura en sus distintos aspectos, estructuras más complejas a veces, pero del mismo tipo que las del lenguaje.

Las observaciones precedentes apuntan al aspecto objetivo de nuestro problema. Pero éste comporta también implicaciones subjetivas de no menor importancia. En el curso de nuestras discusiones he pensado que los motivos que han incitado a los antropólogos y a los lingüistas a reunirse no eran de la misma naturaleza, y que estas diferencias llegaban a veces hasta la contradicción. Los lingüistas no han cesado de explicarnos que la orientación actual de su ciencia les inquieta. Temen perder contacto con las otras ciencias del hombre, ocupados en análisis donde intervienen nociones abstractas que sus colegas hallan cada vez más difíciles de captar. Los lingüistas —y, entre ellos, sobre todo los estructuralistas— se preguntan: ¿qué es lo que estudian, en definitiva? ¿Qué es esta cosa lingüística que parece estar desprendida de la cultura, de la vida social, de la historia, de estos mismos hombres que hablan? Si los lingüistas han querido reunirse con los antropólogos con la esperanza de aproximarse a ellos, ¿no es acaso, precisamente, porque esperan encontrar, gracias a nosotros, esa aprehensión concreta de los fenómenos, de la cual el método que emplean parece alejarlos?

Los antropólogos enfrentan esta expectativa de una manera particular. Ante los lingüistas, nos sentimos colocados en una posición delicada. Durante años hemos trabajado unos junto a otros y bruscamente tenemos la sensación de que los lingüistas se alejan de nosotros: los vemos pasar al otro lado de esa barrera, considerada durante mucho tiempo infranqueable, que separa las ciencias exactas y naturales de las ciencias humanas y sociales. Como si nos jugaran una mala pasada, helos ahí trabajando de esa manera rigurosa que nos habíamos resignado a admitir como un privilegio exclusivo de las ciencias de la naturaleza. De ahí que sintamos un poco de melancolía y también —confesémoslo— mucha envidia. Quisiéramos aprender de los lingüistas el secreto de su éxito. ¿No podríamos también nosotros aplicar al campo complejo de nuestros estudios —parentesco, organización social, religión, folklore, arte— esos métodos rigurosos cuya eficacia verifica la lingüística día tras día?

Se me permitirá abrir aquí un paréntesis. En esta sesión de clausura, mi tarea es expresar el punto de vista de los antropólogos. Quisiera, pues, decir a los lingüistas cuánto he aprendido de ellos; y no sólo en el curso de las sesiones plenarias, sino también y más aún al asistir a los seminarios de lingüística que tenían lugar simultáneamente, donde he podido apreciar el grado de precisión, de detalle, de rigor, que los lingüistas han alcanzado en estudios que siguen formando parte de las ciencias del hombre, a igual título que la antropología misma.

Eso no es todo. Desde hace tres o cuatro años, no solamente asistimos al desarrollo de la lingüística en el plano teórico; la vemos también realizar una colaboración técnica con los ingenieros de esta ciencia nueva llamada de la comunicación. No se conforman ustedes, para estudiar sus problemas, con un modelo teóricamente más seguro y riguroso que el nuestro; van además en busca del ingeniero y le piden que construya un dispositivo experimental apropiado para verificar o refutar las hipótesis. Así pues, las ciencias humanas y sociales se han resignado, durante uno o dos siglos, a contemplar el universo de las ciencias exactas y naturales como un paraíso cuyo acceso les estaba vedado para siempre. Y he aquí que la lingüística ha llegado a abrir una pequeña puerta entre ambos mundos. Si no me equivoco, los motivos que han traído aquí a los antropólogos están, pues, en curiosa contradicción con los de los lingüistas. Estos últimos se acercan a nosotros con la esperanza de hacer más concretos sus estudios; los antropólogos, por su parte, reclaman a los lingüistas en la medida en que éstos les parecen guías capaces de sacarlos de la confusión a la que parece condenarlos una familiaridad demasiado grande con los fenómenos concretos y empíricos. Esta conferencia me ha parecido, pues, por momentos, como una especie de carrera diabólica, donde los antropólogos corren tras los lingüistas mientras éstos persiguen a los antropólogos, y cada grupo intenta obtener del otro precisamente aquello que éste busca abandonar.

Detengámonos aquí un instante. ¿De dónde procede el malentendido? Sin duda, en primer lugar, de la dificultad inherente al objetivo que nos hemos fijado. Me ha impresionado particularmente la sesión en cuyo transcurso Mary Haas ha tratado de expresar en fórmulas, sobre la pizarra, los problemas en apariencia bastante simples del bilingüismo. Solamente se trataba de la relación entre dos lenguas, y ya nos encontrábamos con un número enorme de combinaciones posibles, que la discusión no hizo más que aumentar. Además de las combinaciones, se ha debido hacer intervenir dimensiones que han complicado aún más el problema. Esta reunión nos ha enseñado, ante todo, que todo esfuerzo por formular en un lenguaje común los problemas lingüísticos y los problemas culturales nos coloca de entrada en una situación extraordinariamente compleja. Sería un error olvidarlo.

En segundo lugar, hemos procedido como si el diálogo se desenvolviera solamente entre dos protagonistas: la lengua por un lado, la cultura por otro; y como si nuestro problema pudiera ser definido íntegramente en términos de causalidad: ¿es la lengua la que ejerce una acción sobre la cultura, o la cultura sobre la lengua? No hemos percibido con suficiente claridad que lengua y cultura son dos modalidades paralelas de una actividad más fundamental: pienso aquí en ese invitado presente entre nosotros, al que sin embargo nadie ha convidado a participar en nuestros debates: el espíritu humano. Que un psicólogo como Osgood se haya sentido obligado en forma constante a intervenir en la discusión basta para atestiguar la presencia, en tercera persona, de este fantasma imprevisto.

Me parece que aun desde un punto de vista teórico podemos afirmar que entre lenguaje y cultura debe existir alguna relación. Ambos han tardado varios milenios en desarrollarse, y esta evolución se ha desenvuelto en los espíritus humanos en forma paralela. Dejo sin duda a un lado los casos frecuentes de adopción de una lengua extranjera, por parte de una sociedad que hablaba antes otra lengua. En el punto en que nos encontramos, podemos limitarnos a los casos privilegiados donde la lengua y la cultura han evolucionado una junto a otra durante un cierto tiempo, sin intervención notoria de factores externos. ¿Imaginaremos entonces un espíritu humano dividido en compartimientos hasta tal punto estancos que nada puede pasar a su través? Antes de contestar esta pregunta, hay dos problemas que deben ser examinados: el del nivel en que es preciso colocarnos para buscar las correlaciones entre ambos órdenes, y el de los objetos mismos entre los cuales podemos establecer esas correlaciones.

Nuestro colega Lounsbury nos ha propuesto el otro día un ejemplo sorprendente de la primera dificultad. Los oneida, ha dicho, utilizan dos prefijos para denotar el género femenino; ahora bien, a pesar de haber observado atentamente, sobre el terreno, las conductas sociales que acompañan el empleo de uno u otro prefijo, Lounsbury no ha podido localizar actitudes diferenciales significativas. ¿Pero no estaba acaso mal planteado el problema desde el comienzo? ¿Cómo se hubiera podido establecer una correlación en el nivel de las conductas? Éstas no se sitúan en el mismo plano que las categorías inconscientes del pensamiento a las cuales hubiera sido necesario remontarse en el análisis, para comprender la función diferencial de los dos prefijos. Las actitudes sociales corresponden a la observación empírica. No pertenecen al mismo nivel que las estructuras lingüísticas, sino a un nivel diferente, más superficial.

Sin embargo, me parece difícil que la aparición de una dicotomía propia del género femenino en una sociedad como la iroquesa, donde el derecho materno ha sido llevado a su punto extremo, pueda ser tenida por una pura coincidencia. ¿No podría decirse que una sociedad que acuerda a las mujeres una importancia que se les niega en otras partes, debe pagar bajo otra forma el precio de esta licencia? El precio consistiría, en este caso, en la incapacidad para pensar el género femenino como una categoría homogénea. Una sociedad que, en oposición a casi todas las demás, reconociera a las mujeres una plena capacidad, estarla obligada, a su vez, a asimilar una fracción de sus mujeres —las niñas aún muy jóvenes para desempeñar su papel— a anímales y no a seres humanos. Pero al proponer esta interpretación no postulo una correlación entre lenguaje y actitudes, sino entre expresiones homogéneas, ya formalizadas, de la estructura lingüística y de la estructura social.

Evocaré aquí otro ejemplo. Una estructura de parentesco verdaderamente elemental —un átomo de parentesco, si cabe decirlo así— consiste en un marido, una mujer, un niño y un representante del grupo del cual el primero ha recibido la segunda. La prohibición universal del incesto nos impide, en efecto, constituir el elemento de parentesco con una familia consanguínea tomada aisladamente; dicho elemento resulta, necesariamente, de la unión de dos familias, dos grupos consanguíneos. Hagamos, sobre esta base, todas las combinaciones de actitudes posibles en el seno de la estructura elemental, admitiendo (sólo a los fines de la demostración) que las relaciones entre individuos son definibles por dos caracteres: positivo y negativo. Se advertirá que ciertas combinaciones corresponden a situaciones empíricas, observadas efectivamente por los etnógrafos en tal, o cual sociedad. Cuando las relaciones entre marido y mujer son positivas y entre hermano y hermana negativas, verificamos la presencia de dos actitudes correlativas: positiva entre padre e hijo, negativa entre tío materno y sobrino. Se conoce también una estructura simétrica, donde todos los signos están invertidos. Es entonces frecuente hallar disposiciones del tipo o , es decir, dos permutaciones. Por el contrario, las disposiciones del tipo , y del tipo , son: las primeras, frecuentes, pero a menudo desdibujadas; las segundas, raras y tal vez imposibles bajo una forma estricta, puesto que amenazarían con provocar una fisión de la estructura elemental, diacrónica o sincrónicamente.[122]

¿Es posible trasladar formalizaciones semejantes al terreno lingüístico? No veo cómo puede hacerse. Es evidente, sin embargo, que el antropólogo emplea aquí un método próximo al del lingüista. Ambos se ocupan de organizar unidades constitutivas en sistemas. Pero sería inútil llevar más lejos el paralelo buscando correlaciones, por ejemplo, entre la estructura de las actitudes y el sistema de fonemas o la sintaxis de la lengua del grupo considerado. La tarea no tendría ningún sentido.

Tratemos de captar nuestro problema en forma más precisa. A menudo, en el transcurso de nuestras discusiones, se ha destacado el nombre y las ideas de Whorf.[123] Whorf se ha dedicado, en efecto, a descubrir correlaciones entre lengua y cultura, y no siempre lo ha hecho, me parece, de forma convincente. ¿No será acaso la razón que él se muestra mucho menos exigente con la cultura que con el lenguaje? Whorf se ocupa de este último en tanto que lingüista (bueno o malo, no me corresponde a mí decirlo). Es decir, que el objeto ante el cual se detiene no está dado en una aprehensión empírica e intuitiva de la realidad: lo capta tras un análisis metódico y un trabajo considerable de abstracción. Pero la entidad cultural con la cual lo compara está apenas elaborada, tal como se la obtiene en una observación tosca. Whorf trata de descubrir correlaciones entre objetos que corresponden a dos niveles muy alejados entre sí por la calidad de la observación y por la finura del análisis al cual están sometidos.

Coloquémonos decididamente en el plano de los sistemas de comunicación. Cabe hacer dos observaciones a propósito de las mismas sociedades estudiadas por Whorf. En primer lugar, es imposible representar un sistema de parentesco hopi mediante un modelo de dos dimensiones; son indispensables tres condición que, por otra parte, se cumple para todos los sistemas del tipo crow-omaha. ¿Cuál es la razón? El sistema hopi hace intervenir tres tipos de dimensiones temporales. Una corresponde al linaje materno (para Ego mujer); es un tiempo cronológico, progresivo y continuo, donde se suceden, en orden, los términos abuela, madre, (Ego), hija, nieta. Se trata, pues, de un continuum genealógico. Ahora bien, los continua en que se despliegan las otras líneas tienen propiedades diferentes. En la línea de la madre del padre, individuos que pertenecen a varias generaciones son llamados todos con un mismo término: una mujer es entonces siempre una «hermana del padre», ya se trate de una madre, de su hija o de la hija de esta última. El continuum es un marco vacío, en cuyo seno nada ocurre ni se produce. La línea materna (para Ego varón) se desenvuelve en un tercer tipo de continuum donde, generación tras generación, los individuos alternan entre dos clases: la de los «primos» y la de los «Sobrinos» (fig. 3).

Figura 3.

Volvemos a encontrar estas tres dimensiones en el sistema de parentesco zuñi, pero en una forma atenuada y casi diríamos abortiva. Es notable, por otra parte, que el continuum rectilíneo de la línea materna, se encuentre allí reemplazado por un continuum en anillos, con sólo tres términos; uno que significa indistintamente «abuela» y «nieta», otro para «madre» y un tercero, finalmente, para «hija».

Consideremos ahora un tercer sistema pueblo, el de acoma y laguna, grupos que pertenecen a otra familia lingüística, la keresan. Los sistemas se caracterizan por un desarrollo notable de los términos llamados «recíprocos». Dos individuos que con respecto a un tercero ocupan una posición simétrica, se designan el uno al otro por un solo término.

Si pasamos de los hopi a los acoma, observamos entonces varias transformaciones de los sistemas de parentesco. Un modelo de tres dimensiones es reemplazado por un modelo de dos dimensiones. Un sistema de referencia de tres coordenadas, representables bajo la forma de continua temporales, se altera entre los zuñi y se transforma, en los acoma, en un continuum espacio-temporal. En efecto, un observador miembro del sistema no puede pensar su relación con otro miembro si no es por intermedio de un tercero, que debe entonces estar dado simultáneamente.

Ahora bien, estas transformaciones corresponden a las que pueden determinarse en el estudio de los mitos, cuando se comparan las versiones de los mismos mitos en los kopi, los zuñi y los acoma. Tomemos por ejemplo el mito de emergencia. Los kopi lo conciben sobre la base de un modelo genealógico: las divinidades forman una familia, siendo respectivamente marido, mujer, padre, abuelo, hija, etcétera, unos en relación con los otros un poco a la manera del panteón de los antiguos griegos. Esta estructura genealógica está lejos de ser igualmente neta entre los zuñi, donde el mito correspondiente se organiza más bien de modo histórico y cíclico. Dicho de otra manera, la historia está subdividida en períodos, cada uno de los cuales reproduce aproximadamente el período precedente y cuyos protagonistas mantienen entre sí relaciones de homología. Entre los acoma, finalmente, la mayoría de los protagonistas, que los kopi y los zuñi conciben como individuos, se encuentran desdoblados en pares cuyos términos se oponen por atributos antitéticos. La escena de la emergencia, por ejemplo, que en las versiones hopi y zuñi se encuentra colocada claramente en primer plano, tiende a desdibujarse en los acoma tras otra escena: la creación del mundo por la acción conjugada de dos poderes, el superior y el inferior. En lugar de una progresión continua o periódica, el mito se presenta como un conjunto de estructuras bipolares, análogas a las que componen el sistema de parentesco.

¿Qué podemos concluir de todo ello? Si cabe comprobar una correlación entre sistemas pertenecientes a dominios tan alejados entre sí —al menos en apariencia— como el parentesco y la mitología, la hipótesis de que existe también una correlación del mismo tipo con el sistema lingüístico no tiene nada de absurda o imaginaria. ¿Qué género de correlación? Es el lingüista quien debe decirlo; para el antropólogo sería de todos modos sorprendente que no pudiera descubrirse ninguna, bajo una u otra forma. Una conclusión negativa implicaría que correlaciones manifiestas entre dominios muy separados —parentesco y mitología— se desvanecen cuando se comparan otros dominios, como los de la mitología y la lengua, que ciertamente están más próximos entre sí.

Esta manera de plantear la cuestión nos acerca al lingüista. Este estudia, efectivamente, lo que llama los aspectos, entre otros el del tiempo. Se preocupa entonces de las diversas modalidades que la noción de tiempo puede adquirir en una determinada lengua. ¿No se pueden comparar estas modalidades, tal como se manifiestan en el plano lingüístico por un lado, y en el del parentesco por otro? Sin prejuzgar acerca de la solución del problema, me parece que al menos tenemos derecho a plantearlo, y que el interrogante formulado comporta una respuesta, sea ésta positiva o negativa.

Paso ahora a analizar un ejemplo más complejo, pero que me permitirá mostrar mejor cómo debe conducir su análisis el antropólogo si desea ir al encuentro del lingüista y reunirse con él en un terreno común. Me propongo considerar dos tipos de estructuras sociales observables en regiones alejadas: una se extiende aproximadamente desde la India hasta Irlanda, la otra desde el Assam hasta la Manchuria. No se me haga decir que cada una de estas regiones ilustra ese sólo tipo de estructura social, con exclusión de todos los demás. Postulo solamente que los ejemplos más claros y numerosos de cada sistema se encuentran en las dos regiones citadas, cuyos contornos dejaremos bastante vagos, pero que corresponden, dicho de una forma aproximada, al área de las lenguas indoeuropeas y al área de las lenguas sinotibetanas, respectivamente.

Caracterizaría las estructuras en cuestión con ayuda de tres criterios: reglas matrimoniales, organización social y sistema de parentesco:

Área indoeuropea Área sinotibetana
REGLAS MATRIMO- NIALES Sistemas circulares que resultan directamente de reglas explícitas, o indirectamente del hecho de que la elección del cónyuge está determinada por leyes de probabilidad. Sistemas circulares, simultáneamente con sistemas de intercambio simétrico.
ORGANIZA- CIÓN SOCIAL Unidades sociales numerosas, organizadas en estructuras complejas (del tipo: familia extensa). Unidades sociales poco numerosas, organizadas en estructuras simples (del tipo: clan o linaje).
SISTEMA DE PARENTESCO a) Subjetivo. b) Términos poco numerosos. a) Objetivo. b) Términos muy numerosos.

Consideremos primero las reglas de matrimonio. La mayoría de los sistemas del área indoeuropea pueden ser reducidos, no obstante su aparente diversidad, a un tipo simple que en otro lugar he llamado sistema circular o forma simple del intercambio generalizado, porque permite la integración de un número cualquiera de grupos. El mejor ejemplo de tal sistema lo ofrece la regla del matrimonio preferencial con la hija del hermano de la madre; por la simple operación de esta regla, un grupo A recibe a sus mujeres de un grupo B, B de C, y C de A. Los participantes están entonces dispuestos en circulo y el sistema funciona sea cual fuera el número de los mismos, porque es siempre posible introducir un participante suplementario en el circuito.

No postulo que en un momento muy anterior de su historia, todas las sociedades de lengua indoeuropea hayan practicado el matrimonio con la hija del hermano de la madre. Mi hipótesis no contiene nada semejante a una reconstrucción histórica; me limito a comprobar que la mayor parte de las reglas matrimoniales observables en un área que es también el área de las lenguas indoeuropeas pertenece, directa o indirectamente, a un mismo tipo, cuya regla de matrimonio antes citada ofrece el modelo lógico más simple.

En lo concerniente a la organización social, la familia extensa parece ser la forma más frecuente en el mundo indoeuropeo. Es sabido que una familia extensa se compone de varias líneas colaterales reunidas para la explotación de un dominio común, preservando, sin embargó, cierta libertad en cuanto a las alianzas matrimoniales. Esta última condición es importante, porque si todas las familias extensas fueran asimiladas en cuanto tales a participantes en un sistema de intercambio matrimonial (que la familia A tomara a sus esposas exclusivamente en B, por ejemplo, B en C, etcétera), entonces las familias extensas se confundirían con clanes.

Esta diferenciación de las líneas colaterales, en el seno de la familia extensa, es asegurada de distintas maneras por los sistemas indoeuropeos. Algunos sistemas, que pueden siempre ser estudiados en la India, formulan una regla preferencial de matrimonio aplicable solamente a la línea primogénita, mientras que las demás líneas gozan de una independencia mayor, que puede llegar inclusive a una libre elección, con la reserva de excluir los grados prohibidos. El sistema de los antiguos eslavos, en la medida en que se puede reconstruir, ofrece rasgos singulares que sugieren que la «línea ejemplar» (es decir, la única, en la familia extensa, sujeta a una regla matrimonial estricta) pudo tal vez ser oblicua con respecto al eje patrilineal de filiación, de modo que la carga de satisfacer a la regla preferencial pasaba, en cada generación, de una línea a otra. Sean cuales fueren las modalidades, hay un rasgo común que se mantiene: en las estructuras sociales basadas en la familia extensa, las diferentes líneas que constituyen cada familia no están sometidas a una regla de matrimonio homogénea. Dicho de otra manera: planteada la regla, ella comporta siempre numerosas excepciones. Los sistemas de parentesco indoeuropeos, finalmente, utilizan muy pocos términos y éstos están organizados en una perspectiva subjetiva: las relaciones de parentesco se conciben en relación con el sujeto, y los términos se vuelven tanto más vagos y escasos cuanto más lejanos son los parientes a los cuales se aplican. Términos tales como padre, madre, hijo, hija, hermano y hermana poseen una relativa precisión. Los de tío y tía son ya muy elásticos. Más allá, carecemos prácticamente de términos disponibles. Los sistemas indoeuropeos son, pues, sistemas egocéntricos.

Examinemos ahora el área sinotibetana. Se encuentran allí yuxtapuestos, dos tipos de reglas matrimoniales. Uno corresponde al tipo arriba descrito para el área indoeuropea; el otro puede ser definido, en su forma más simple, como un matrimonio por intercambio, caso particular del tipo precedente. En lugar de integrar un número cualquiera de grupos, este segundo sistema funciona con grupos en número par: 2, 4, 6, 8, y los participantes del intercambio están siempre agrupados dos a dos.

En cuanto a la organización social, se caracteriza por formas clánicas, simples o complejas. Con todo, la complejidad jamás está realizada de manera orgánica (como ocurre con las familias extensas). Ella resulta más bien, mecánicamente, de la subdivisión de los clanes en linajes; en otras palabras: los elementos pueden aumentar en cantidad, pero la estructura misma permanece simple.

Los sistemas de parentesco poseen a menudo muchos términos. En el sistema chino, por ejemplo, los términos se cuentan por centenas y se pueden crear términos nuevos, indefinidamente, por combinación de los términos elementales. No hay, pues, grado de parentesco, por alejado que sea, que no pueda ser descrito con igual precisión que el grado más próximo. En este sentido, nos hallamos ante un sistema completamente objetivo. Como lo ha señalado Kroeber hace mucho tiempo, no podrían concebirse sistemas de parentesco más diferentes entre sí que el chino y el europeo.

Llegamos entonces a las siguientes conclusiones: en el área indoeuropea, la estructura social (reglas de matrimonio) es simple, pero los elementos (organización social) destinados a aparecer en la estructura son numerosos y complejos. En el área sinotibetana, la situación se invierte. La estructura es compleja, puesto que yuxtapone o integra dos tipos de reglas matrimoniales, pero la organización social, de tipo ciánico o equivalente, se mantiene simple. Por otra parte, la oposición entre estructura y elementos se traduce en el plano de la terminología (es decir, en un nivel que es ya lingüístico) por caracteres antitéticos, tanto en lo que concierne a la armadura (subjetiva u objetiva) cuanto en lo que respecta a los términos mismos (numerosos o poco numerosos).

Cuando describimos así la estructura social, ¿no podemos, al menos, iniciar el diálogo con el lingüista? En el transcurso de una sesión anterior, Román Jakobson señalaba los caracteres fundamentales de las lenguas indoeuropeas. Se observa, decía, un desajuste entre la forma y la sustancia, múltiples excepciones a las reglas, una gran libertad en cuanto a la elección de los medios para expresar la misma idea… ¿No se asemejan todos estos rasgos a los que hemos retenido respecto de la estructura social?

Para definir de manera conveniente las relaciones entre lenguaje y cultura es preciso, me parece, excluir desde un principio dos hipótesis. Una, aquella según la cual no puede haber ninguna relación entre los dos órdenes; otra, la hipótesis inversa de una correlación total en todos los planos. En el primer caso, nos hallaríamos ante la imagen de un espíritu humano desarticulado y fragmentado, dividido en compartimientos y en capas entre las cuales toda comunicación es imposible, situación bien extraña y sin relación con lo que se comprueba en otros dominios de la vida psíquica. Pero si la correspondencia entre lengua y cultura fuera absoluta, los lingüistas y los antropólogos ya lo habrían advertido y no estaríamos aquí discutiendo sobre el asunto. Mi hipótesis de trabajo pretende, pues, ocupar una posición intermedia: es probable que puedan descubrirse ciertas correlaciones, entre determinados aspectos y en ciertos niveles, y para nosotros se trata de encontrar cuáles son esos aspectos y dónde están esos niveles. Antropólogos y lingüistas pueden colaborar en esta tarea. Pero el principal beneficiario de nuestros eventuales descubrimientos no serán ni la antropología ni la lingüística, tal como actualmente las concebimos: estos descubrimientos beneficiarán a una ciencia a la vez muy antigua y muy nueva, una antropología entendida en el sentido más amplio del término, es decir, un conocimiento del hombre que asocie diferentes métodos y disciplinas, y que nos revelará un día los resortes secretos que mueven a este huésped, presente en nuestros debates sin haber sido invitado: el espíritu humano.