21

EL Club Stork se hallaba de bote en bote. Bill Clark iba abriéndose camino por entre el laberinto de mesas, en dirección al bar, cuando su atención se vió atraída por una mujer rubia que tenía el rostro semioculto por un gran sombrero negro. Estaba sentada a una pequeña mesa con un individuo ya de edad que llevaba unas gafas de pesada montura de concha. Miró una y otra vez aquellos delicados hombros y el suave cuello nacarado. Al darle frente a la mesa, la mujer volvió un poco el rostro y se encontraron las dos miradas. Frances, porque ella era, le tendió una delicada mano, en la que lucía una esmeralda de enorme tamaño.

—¿Qué tal, Clark? —le saludó—. Hacía un sinfín de tiempo que no nos veíamos. Le vi al entrar, pero no estaba muy segura que fuera usted.

—Dicen que he engordado —admitió Clark—. Usted, por el contrario, no ha cambiado nada, Mrs. Dunhman.

Aquello no era verdad, pensó. Había cambiado, aunque de una manera sutil: se había tornado más esbelta. Sus rasgos de camafeo se habían acentuado quizá un poco más.

El individuo de edad se puso en pie. Sus claros ojos, en el rasurado e indescifrable rostro, mostraban a través de las gafas un aire de viveza y astucia.

—Creo que conoce ya a mi marido —dijo Frances—. Es Bill Clark, Irving. Te acordarás de él.

El llamado Irving le tendió la mano.

—Sí, sí. Claro que sí.

—¿Cómo está usted, Mr. Schloss? He estado fuera. No sabía que Frances y usted...

—No quisimos darle mucha publicidad. Fué una boda sin ruido. Hemos regresado hace poco de un pequeño viaje a Quebec —dijo Schloss—. Pero, siéntese, siéntese. Tiene que beber un trago con nosotros.

—No debiera. Me esperan en el bar —dijo Clark. Se sentó.

—Ya le he oído por la radio —dijo Frances—. Me gustan mucho sus comentarios. Le escucho siempre que puedo.

—¡Oh, sí, son magníficos! —asintió también Mr. Schloss.

—Me gustaría que los que patrocinan la emisión pensaran lo mismo —dijo Clark—. Han recibido muchas quejas.

Schloss asintió con un movimiento de cabeza.

—La radio es un asunto muy delicado, muy delicado —dijo—. A pesar de ser yo también liberal, no comprendo bien lo que pretenden. Cuando se considera el auditorio tan heterogéneo para que el que se habla, hay que medir muy bien las palabras, e incluso así... ¿Qué va a tomar?

—Whisky, gracias —dijo Clark—. De todas formas, he abandonado la radio y he vuelto al periodismo. Mis patrocinadores me estuvieron aguantando casi un año, pero decidieron que me inclinaba demasiado hacia la izquierda. ¡Y yo que siempre me había tenido por un viejo conservador! Sin embargo, la experiencia me ha servido de algo. Me ascendieron al volver de nuevo al periódico. Me gusta más esta vida.

—No he tenido mucho tiempo de leer últimamente —dijo Frances—; pero en lo sucesivo me preocuparé de mirar sus artículos. ¿Por qué no se viene a cenar con nosotros?

—Muchas gracias. Se lo agradezco, pero no puedo. Mañana mismo salgo para Londres.

—Entonces cuando vuelva. No se le olvide.

—Es mejor que se venga a pasar un fin de semana —dijo Schloss—. He comprado una casita en Greenwich, y todos los amigos de Frances son siempre bien recibidos allí. Lo único que debe hacer es avisar por anticipado. No tiene nada más que coger el teléfono y decir que va a venir. Hay sitio de sobra.

—Tráigase el traje de montar —dijo Frances, con cierta sequedad—. A Irving le ha dado por los caballos.

—No me gusta montar, si puedo evitarlo —dijo Clark—. ¿Se me permitiría ver el espectáculo desde la tribuna?

—Desde luego —dijo Frances—. Pero es obligatorio ir a la piscina. Antes del desayuno.

—¡Qué cosas se te ocurren, Frances! —dijo Schloss—. Instalé la piscina sólo por ti. A lo que se refiere —continuó, dirigiéndose a Clark— es a que estoy interesado ahora en un nuevo sistema para regular la temperatura.

—Quisiera otro Martini, Irving —dijo Frances.

—¿De verdad, querida?

—No he estado por Nueva York en estos últimos tiempos —dijo Clark—. Todavía seguirá siendo la firma Augur y Schloss, ¿no?

—¡Oh, sí! —dijo Schloss, con una sonrisa—. Ese es el nombre. Aunque el Senador Augur no se preocupa ya para nada de ella —se inclinó sobre la mesa y le cogió una mano a la esposa—. Además, acabamos de perder uno de nuestros más valiosos vicepresidentes. De todas formas, vamos tirando.

—No te olvides del Martini, querido —insistió Frances. Se volvió hacia Clark—. Entre paréntesis, ¿qué sabe usted de Stephen Fitzgerald? —su tono de voz era elaboradamente indiferente.

—Nada —dijo Clark—. Seguramente estará en la China. El otro día me encontré con un individuo, y me dijo que se había tropezado con él en un bar de Shanghai. No estaba muy seguro si se llamaba Fitzgerald o Kilpatrick. Pero tenía que ser Fitz. Siempre le ha gustado la China.

—Fitzgerald —dijo Schloss—. Ese es a quien quise yo enviar a Washington. Me parecía una persona inteligente. Jamás he podido saber qué hubo entre él y D. C. Augur. ¿Lo sabes tú, Frances?

—No —dijo—. No lo sé. ¿Qué puede importar eso?

—Nada ya —dijo Schloss.

* * *

Quince días después, Clark se hallaba hojeando un puñado de anuncios de propaganda de turismo en el salón del Hotel Connaught, en Londres. El individuo por el que había hecho el vuelo, para hacerle una interviú, había elegido precisamente aquellos días para irse al continente. Clark tenía cinco días por delante sin nada que hacer, sino esperar a que regresara. Londres, en agosto, le deprimía. Resolvió marcharse de allí, no importaba adónde fuera.

Dividió los optimistas anuncios en dos montones, desechando Brighton y Scarborough, y considerando Cornwall, Devon y Cumberland. De pronto se sintió atraído por una portada a todo color. No fueron las inverosímiles montañas color púrpura, irguiéndose sobre un mar violentamente azul, lo que atrajo su atención. Fueron unas letras en un verde esmeralda, que decían: VISITE LA ENCANTADORA BALLYNABUN.

Un año y tres meses antes, Clark había visitado Ballynabun, sin que en aquella decisión influyera para nada ningún programa de turismo, Se leyó todo el prospecto con una creciente sensación de incredulidad. Ballynabun poseía todo lo que el turista más exigente pudiera desear. Podía pescar en un escenario de romántica y salvaje belleza, montar a caballo o jugar al golf. En una rápida y cómoda motora podría visitar, de acuerdo con su gusto, grises ruinas ricas por su historia, o misteriosas islas llenas de leyendas y pájaros. El viajero podría disfrutar de todo eso, y, además, del confort que le proporcionaría una instalación modernísima, y de una cocina sin rival en el «Hostal de la Kittywake», propietarios (en letra muy menuda) Mr. y Mrs. S. Fitzgerald.

Clark dejó caer al suelo los anuncios, de donde los recogió en el acto un indignado botones. Se dirigió a la dirección.

—Trate de conseguirme una plaza en el primer avión que salga para Shannonport —ordenó.

Clark descubrió que el camino de Ballynabun había sido allanado para el viajero en el último año. Al día siguiente, en Galway, cogió una motonave con el nombre de Kittywake, que llevaba viajeros dos veces por semana de Galway a Ballynabun. Dándole esquinazo a un grupo de seis ingleses cargados de cañas de pescar y palos de golf, que se apartaron de él con la misma prontitud, Clark dejó que la costa occidental de Irlanda se deslizara a su lado. La curiosidad y las divertidas especulaciones que iba haciendo le tenían preocupado. No quiso hacerle ninguna pregunta a la tripulación. Acariciaba en silencio el momento del encuentro. Tan poca duda tenía de la identidad de Mrs. S. Fitzgerald como del propio S. Fitzgerald.

«¡Qué historia!», pensó. Debió de haberlo dicho en voz alta, porque una robusta inglesa, vestida de fuerte paño de dos colores, se volvió y se le quedó mirando. Una historia que no se podría escribir, por supuesto. Parecía una cosa absurda. ¿O no lo era? Ardía en deseos de descubrirlo. Se sintió satisfecho su sentido de la concordancia. Si se vivía lo suficiente, podía verse cómo iban acoplándose en un todo homogéneo, hasta formar el perfecto tejido de una vida, aquellos dibujos que en un principio parecieron caprichosos y sin significado alguno. Hacía más de un año que Fitzgerald había desaparecido por completo de su vida, cual si se lo hubiera tragado la tierra. Después del fin de semana en Connecticut, Clark hizo algunas gestiones para localizarlo. Augur y Schloss estaban tan ignorantes de su paradero como él. Sus investigaciones en los medios periodísticos tampoco dieron ningún resultado. Se acordó con disgusto de la conversación telefónica tenida con Frances Dunham, conversación que le había dejado la impresión de haber cometido una grave impertinencia.

La motonave rodeó un cabo y se acercó lentamente al costado del muelle de Ballynabun. Clark paseó la mirada a su alrededor con un sentimiento tan próximo a la emoción como jamás lo había sentido. Las diminutas islas que salpicaban el Atlántico eran las mismas que había visto el día del amaraje forzoso, hacía más de un año. Los barquichuelos de pesca se mecían lentamente, inactivos, en el espejo azul de la bahía. Gritaban las gaviotas en el aire y se posaban confiadamente sobre los botes que había en la playa. Más allá de la media luna que formaba la pedregosa playa, se alzaba la cadena de montañas con sus purpúreas bandas de brezos, cortándole a Ballynabun el camino de tierra adentro y entregándoselo al mar. Todo aquello le era tan familiar como la repetición de un sueño.

Dos individuos de la tripulación amarraron la motonave al muelle con manos expertas. Un sonriente muchacho, cuyo uniforme de botones era del tipo convencional, excepto por el vívido color esmeralda y su enorme botonadura, cogió el equipaje de Clark y lo colocó en un jaunting-car 4. Clark se maravilló de que fuera precisamente un jaunting-car. No podía acoplar la calle a sus recuerdos, aunque de cuando en cuando identificaba algún hito. La única tienda que recordaba se hallaba aprisionada ahora entre un vendedor de curiosidades del país y el edificio de un cine, un edificio curioso, no carente de atractivo, con el tejado de bardas sintéticas e incombustibles.

Alguien llamado Michael Flaherty anunció que alquilaba sus botes de pesca por un día o por toda una semana. Otro Michael estaba dispuesto a servir de guía en las excursiones por las montañas. Se veían grupos de gente por la calle. Dos jóvenes, montadas en sendos caballos de carreras, adelantaron al jaunting-car al trote.

El edificio de la antigua taberna tenía, a primera vista, el aspecto que Clark recordaba, salvo una enorme silueta de gaviota, que oscilaba de poste a poste a la entrada del empedrado corral. Contemplándolo, empero, más detenidamente, vió que le había brotado una gran ala por la parte trasera, más allá de la cual se extendían unos verdes campos de tenis. Hacia el oeste vió el trajinar de una máquina allanadora, y Clark dedujo que estaba contemplando el nacimiento de un campo de golf.

Siguió a los turistas ingleses hasta el viejo comedor de techo bajo. Ya no era comedor. Tras una mesa de recepción, un joven de nariz achatada le estaba contando un chiste con expresión festiva a una airosa mujer de negra cabellera, vestida de rojo. Lucía en las orejas unos zarcillos de oro. A la vista de los recién llegados, el joven cambió de súbito la expresión festiva de su rostro por otra de circunstancias, y enderezó el espinazo. La mujer se volvió.

Norah reconoció a Clark en el acto. Su rostro retrató una genuina expresión de placer.

—¡Qué sorpresa! —exclamó—. ¡No sabe cuánto me alegro, por Steve! Siempre está hablando de usted. Sabía que vendría algún día. Steve debe de estar ahora en su habitación trabajando en su libro. ¿No sabía usted que estaba escribiendo un libro?

Del otro lado de una puerta llegaron unas carcajadas y una voz bien conocida de Clark. Norah se echó a reír también.

—Me lo debía haber supuesto —dijo—. Nunca acierto cuando digo algo de Steve. Siempre anda de la ceca a la meca, y cuando cree una que está en un sitio, resulta que está en otro. Pase. Tengo gana de ver la cara que pone.

Clark empujó la puerta y penetró en el pequeño bar. Aquello, por lo menos, no había cambiado.

Bien entrada la noche ya, Fitzgerald le dijo al que atendía al mostrador que se marchara.

—Tengo la costumbre de cerrar yo mismo la puerta —le dijo a Clark—. Ahora ya podemos hablar. ¿Qué quieres tomar?

Clark se lo dijo.

—¿Cómo encuentras a Norah? —le preguntó Fitzgerald mientras colocaba los vasos sobre la mesa.

—Muy bien —contestó Clark—. Más atractiva de lo que la recordaba.

—¿La encuentras bien, entonces? Me alegro. Tener el primero a su edad... me preocupa un poco.

—¿El primero...? ¡Oh...! —exclamó Clark—. No me había... ¡Enhorabuena!

Levantó el vaso. Fitzgerald aceptó la enhorabuena, satisfecho de sí mismo.

—¿Dónde está Taedy? —le preguntó Clark—. En un principio me pareció que era el que estaba en el mostrador. Pero después me di cuenta que se trataba de su doble.

—Cuando Taedy fué a reunirse con sus antepasados busqué por todo Galway, hasta encontrar al que tengo ahora. Taedy murió a los ochenta y cuatro años. Más de una vez le he dicho a mi mujer que ella tuvo la culpa de eso. Si le hubiera dejado beber hubiese llegado hasta los cien años.

—¿Y qué dice Norah a eso? —le preguntó Clark.

—¿Qué te imaginas? ¿Te crees que me he casado con una mujer que no tiene sentido del humor?

—Ya estuviste a punto de hacerlo una vez —observó Clark.

Fitzgerald fué al mostrador y volvió con una botella.

—¿Te gusta este whisky? Es algo especial —dijo.

Clark asintió con un movimiento de cabeza.

—Una de las ambiciones de toda mi vida —dijo— ha sido tener por amigo al dueño de un bar.

—Es chocante —dijo Fitzgerald—. Jamás me hubiera creído con talento para estar al frente de un negocio de éstos. Pero parece que no puedo hacer nada mal. Tenía sólo veinte mil dólares de capital inicial. Lo demás vino sin saber cómo. Dondequiera que he puesto la mano se ha convertido en oro. Estamos haciendo un buen negocio, como podrás ver. Pero el año que viene, con el campo de golf terminado y la carretera hasta Galway, será mayor aún.

Hubo unos momentos de pausa.

—Ahora son ingleses los que nos visitan —continuó—; pero los que yo quiero que vengan son los nuestros, turistas de los Estados Unidos. Y lo conseguiré, con una buena publicidad. Cuando vuelva a Nueva York voy a emprender una verdadera campaña publicitaria en todo el territorio de los Estados Unidos.

Clark le sonrió burlonamente. Fitzgerald se sonrojó levemente.

—En los tiempos en que vivimos no puede irse a ninguna parte sin publicidad —dijo con aire retador—. Eso es lo que necesita este sitio. Tengo grandes proyectos. Voy a convertirlo en el lugar de moda de la costa occidental. ¿Has visto el cine? Es un buen negocio. Siempre está de bote en bote.

—Parece que estás muy atareado, ¿no? ¿Cómo va ese libro? Norah me ha dicho que estabas escribiendo uno.

—¿El libro? Bien. Todavía no está terminado.

—¿Por dónde vas? —persistió cruelmente Clark.

—Acabo de rehacer el primer capítulo. No tengo tiempo de escribir. No tienes idea de la cantidad de cosas que hay que hacer aquí. Son veinticuatro horas de trabajo al día. A veces llego hasta pensar que no tengo vida privada alguna.

—¿Y qué hace Norah?

—¿Norah? Aun está más atareada que yo. Ella es el mecanismo impulsor. Es una mujer maravillosa, Bill. Su simpatía y su personalidad es lo que le da vida a esto.

—¿No te importa entonces que trabaje?

—Nunca he considerado esto como un trabajo. Somos camaradas. Eso es lo que debe ser el matrimonio..., una camaradería perfecta. No sé cómo me las voy a arreglar cuando nazca nuestro hijo.

—¿Vuestro hijo? ¿Es que tienes ya dispuesto que sea chico?

—Desde luego que lo será —dijo Fitzgerald—. No sé si estará durmiendo Norah. De un tiempo a esta parte duerme bastante mal. Espera un momento, que voy a ver si tiene la luz encendida.

Cuando regresó, le preguntó Clark:

—¿No piensas volver nunca por la tierra?

—¿Por los Estados Unidos? Sí, claro que sí. Con el tiempo. Norah opina que debemos educar allí al hijo, puesto que será norteamericano. Cuando tengamos dinero bastante me gustaría enviarlo a...

Clark se echó a reír. Tornó a llenarse el vaso mientras movía la cabeza.

—¿De qué te ríes? —le preguntó Fitzgerald—. Cuando se tiene una familia hay que tomar en serio las responsabilidades que trae consigo.

—No me estoy riendo de ti, Fitz. Me alegro de verte tan feliz, y no quisiera que cambiaran las cosas de como están. Soy un simple espectador en un asiento de preferencia. Es un verdadero placer para mí ver lo bien que van encajando las escenas. Ni siquiera sé de qué me reía.

—Yo, sí —dijo Fitzgerald, con un súbito cambio de humor. Su boca se torció en una familiar mueca sardónica—. Yo sí lo sé, Bill. A veces también me río yo.

Un gran reloj de caja que había en el rincón empezó a dar la hora, vaciló y completó, al fin, doce campanadas. Fitzgerald lo comprobó con el suyo.

Se acercó al mostrador y llenó de whisky un pequeño vaso. Fué con él a la puerta y lo dejó en el escalón de la entrada. Después cerró y atrancó la puerta.

—¿Me quieres explicar qué diablos estás haciendo? —le preguntó Clark.

—Ya lo ves. Cerrando el bar.

—Ya lo ves. Me refiero a ese vaso de whisky que has dejado afuera.

—¿Ese vaso? —Fitzgerald enjugó conscientemente unas gotas que había en el mostrador y se puso a sacarle brillo a su ya deslumbrante superficie—. Es una costumbre que he adquirido. Para que se eche un trago un amigo mío.

FIN

UN HOMBRECILLO

(THERE WAS A LITTLE MAN)

por

Guy y Constance Jones

En realidad, esta novela, como Domador de Sirenas, de los mismos autores, no encajaba en esta colección, porque su género cae fuera de la norma selectiva de LA NAVE: publicar obras vivas, reales. Y

Un Hombrecillo es una fantasía graciosísima y ligera que gustará sin duda a cuantos deseen leer algo distinto de cuando en cuando.

Un periodista llamado Fitzgerald coge en Nueva York el avión de Londres, donde dará unas conferencias que le valdrán un buen empleo en Nueva York. Pocos hombres vuelan a Londres para lograr colocación en Nueva York; pero, a veces, ocurre. Dicho puesto tiene para él un significado principal: dinero para casarse con la importante Frances Dunham, máximo y único objetivo de su vida. Al menos, creía que ella era todo para él. Accidentalmente, el avión hace escala en Ballynabun, Irlanda, y Fitzgerald lo perdió por culpa de un paseo durante el cual conoce a un hombrecillo extraordinario: Horace. Horace medía treinta centímetros y era así: