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FITZGERALD, a solas en la larga mesa del silencioso comedor, cenó bastante bien, aunque un poco aburrido. Le sirvieron mero frito, patatas, zanahorias, una ensalada bien condimentada, aunque desconocida para él; mantequilla fresca y el correspondiente pan. Si había habido otros comensales, se habían marchado ya. También se había ido la luz del día, y cenó al resplandor de una lámpara de petróleo.

La rolliza joven que le sirvió la cena había parecido sentirse alarmada ante los esfuerzos de Fitzgerald para entablar conversación. Le había contestado con tímidas sonrisas y súbitos viajes a la cocina. Sin embargo, Fitzgerald se las arregló para averiguar que se llamaba Eileen, que era prima de Norah, que iba a echar una mano por la taberna cuando hacía falta, y que para el otoño su prima Norah la iba a enviar a un colegio de monjas, en Galway.

Durante todo el tiempo estuvo oyendo la aflautada voz de Taedy, que atendía al mostrador. Pero de Norah no se veían signos por ninguna parte. Mientras se comía una tarta de fruta y algo de queso, que había pedido, Eileen le trajo café, que no había pedido. Lo encontró excelente, a pesar del intenso sabor a achicoria. El café le trajo a la memoria, con disgusto, la imagen de Al Hand. Sin duda, en aquellos momentos estaría sentado con Augur en sus habitaciones del Savoy Hotel, deplorando la irresponsabilidad de los periodistas y asegurándole al gran hombre que no se acostaría en toda la noche para rehacer el discurso.

Terminado el café se demoró en la mesa fumando cigarrillo tras cigarrillo, con la esperanza de que apareciera la dueña de la taberna a preguntarle qué tal le había parecido la cena. Pero al ver que pasaba el tiempo y que Eileen aguardaba pacientemente a que se fuera, apoyada contra el quicio de la puerta y sosteniéndose sobre un pie, Fitzgerald se levantó de la mesa y fué en busca de Taedy.

Al empujar la puerta que comunicaba con el bar, dos individuos que había acodados sobre el mostrador interrumpieron de súbito la conversación que sostenían, se enderezaron y le saludaron con un cortés «Buenas noches». Apuraron rápidamente sus vasos de cerveza, pusieron unas monedas sobre el mostrador y con otro «Buenas noches» se escabulleron hacia la calle. Fitzgerald escuchó cómo se alejaban sus pisadas en dirección al puerto. Si volvieron a reanudar la conversación, tuvo que ser bastante lejos, porque hasta la taberna no llegó ningún rumor de palabras.

Taedy estaba limpiando unos vasos y se detuvo momentáneamente. Esperó, con aire a la vez reservado y propiciatorio, a ver qué es lo que deseaba Fitzgerald. Fitzgerald, sensible a la atmósfera, tuvo la impresión de que aquellas gentes, de ordinario amistosas y cordiales, estaban dispuestas a mantenerlo en un aislamiento que él no deseaba. Pareció incluso que les infundía un extraño respeto, lindando casi con el temor, según se conducían ahora con él.

El saberse rehuido le desconcertaba un poco. Fitzgerald estaba satisfecho de su habilidad para ganarse a las personas, cualquiera que fuera la categoría social a que perteneciesen. Sus años de corresponsal le habían añadido una técnica depurada a su natural y espontánea afabilidad. Si el humor así se lo pedía, creía poder subyugar a quien fuera. Por el momento, su estado de ánimo lo que le pedía era alguien con quien charlar.

Acababa de arruinar las perspectivas de un dorado futuro. No quería reflexionar sobre el efecto que la pérdida del empleo podría tener en sus relaciones con la mujer con quien esperaba casarse. Estaba en deuda con Frances Dunham, precisamente por la oportunidad que tan estúpidamente había echado por tierra. En el mejor de los casos, Frances recibiría la noticia con no poca desilusión. Prefirió no pensar en aquello esa noche. Necesitaba consuelo y simpatía, y veía que lo dejaban a solas consigo mismo. Taedy, y solamente Taedy, era el que estaba al alcance de su mano.

—Sírveme de ese buen whisky que tienes por ahí, Taedy —le dijo— y, de paso, sírvete tú también otro.

—Gracias, señor —dijo Taedy—, pero jamás toco el género.

—Sírvete entonces una caña de cerveza —insistió Fitzgerald—. No me gusta beber a solas.

—Prefiero whisky —dijo Taedy.

Salió del mostrador y cerró la puerta de la calle. Fitzgerald llevó el vaso a una de las mesas, corrió la silla hacia atrás, se sentó y cruzó las piernas, repantigándose, con lo que le dió a entender a Taedy que, en lo que a él se refería, la noche no había comenzado todavía.

—No hay nada mejor que un buen whisky después de un día de ajetreo —comentó—. Tienes que estar destrozado. No has parado un momento desde que se hizo de día.

—Y lo estoy —contestó Taedy—. Ya es uno viejo. Estoy deseando pillar la cama.

Fitzgerald adoptó un aire reminiscente.

—Conocí a un individuo que llegó a vivir ciento dos años. Hasta el mismo día de su muerte conservó la agilidad de un hombre de sesenta. Atribuía haber vivido tanto al hecho de que, año tras año, jamás había dejado una sola noche de echarse su buen trago antes de irse a la cama.

—¿Sí? —exclamó Taedy con interés—. Debiera hablarle a Norah de ese hombre.

—Le hablaré ahora mismo, si te parece —ofreció Fitzgerald—. ¿Dónde está?

—Ya debe de hacer más de una hora que está en la cama. Pero me gustaría que se lo contase mañana.

—¿Que está ya en la cama? No me parece que sea tan tarde.

—Ya son más de las diez, y, como usted mismo ha dicho, ha sido un día de ajetreo, y también de preocupaciones —en la voz de Taedy había una sombra de reproche.

—¿Qué hora es exactamente? —le preguntó Fitzgerald, mirando su reloj de pulsera y dándole un manotazo lleno de enojo. Al fijarse bien vió que el segundero había empezado su rítmica marcha alrededor del pequeño círculo.

Taedy sacó del bolsillo un viejo reloj que más parecía despertador.

—Las diez y cuarto en punto.

El reloj de Fitzgerald estaba andando y, además, llevaba buena hora. Había estado parado exactamente doce horas, por lo que no tuvo necesidad ni de tocarlo. Habían sido doce horas funestas. En ese tiempo había cambiado por completo la esencia de su vida. Era tan exacta la coincidencia de la hora, que Fitzgerald se preguntó por un momento si no habría sido una confusión suya, y el reloj no habría dejado de andar. Pero se acordó de la cantidad de veces que lo había mirado durante el día, y desechó aquel pensamiento, entregándose de nuevo a la tarea de seducir a Taedy.

—Puesto que Mrs. Daly está durmiendo y tú tienes que esperar aquí por mí, podemos charlar un rato. Tráete aquí la botella y otro vaso.

Taedy volvió la vista hacia el techo, como buscando consejo de alguien, y obedeció.

—¿Qué puedo hacer yo, si usted se empeña? —dijo Taedy.

—Tú dirás cuándo —le dijo Fitzgerald.

Evidentemente era una frase desconocida para Taedy. No dijo cuándo. Como tampoco lo dijo en el transcurso de la media hora siguiente, durante la cual el nivel de la botella fué bajando perceptiblemente mientras Fitzgerald obsequiaba al vejete con el fluir de su charla, ofreciéndole como al azar información de sí mismo, mucha parte de la cual era verdad.

La inusitada reserva de Taedy se fundió con el calorcillo del whisky y de la halagadora atención de que se veía objeto. Cuando Fitzgerald se detuvo lo suficiente para llenarse de nuevo el vaso y abrir otro paquete de cigarrillos, Taedy se inclinó hacia él y le dijo:

—Tiene usted un nombre muy bonito, Mr. Fitzgerald. No creo que lo haya más bonito en toda Irlanda. Además, me parece usted una persona muy inteligente. A mí no me gusta meterme donde no me llaman, pero ahora que le conozco mejor, no me explico por qué tenía usted que contarle tantas mentiras a Norah cuando tiene esa facilidad para convencer a la gente.

Fitzgerald sacudió en el aire la cerilla que tenía en la mano y la arrojó al suelo sin encender el pitillo.

—¿Cómo? —exclamó lleno de asombro—. ¿Es que piensa Mrs. Daly que la he mentido en algo?

—Ya le dije yo que eso era asunto exclusivamente suyo, y que usted tendría sus buenas razones para hablar así; pero ¿qué quiere usted que pensara de esa historia de la senda, cuando jamás ha habido por ahí senda alguna, y de esa niebla, cuando ha estado brillando el sol todo el día, sin una nube siquiera en el cielo? No es la historia lo que la ha molestado, sino que la juzgara usted tan tonta como para que se la creyera.

Fitzgerald no pudo contener un gesto de enojo. Vió que era su artificiosidad y no su moral lo que se criticaba.

—Le conté la pura verdad —dijo sucintamente; y añadió, ya con menos exactitud—: Me tiene completamente sin cuidado quién sea el que se lo crea o deje de creérselo.

Taedy inclinó ligeramente la cabeza y se quedó mirándole atentamente.

—Los muchachos del pueblo se lo creen —dijo—. Uno de ellos me ha dicho esta tarde que este mismo mes, hace cuarenta años, se perdió su abuelo en Knocknasheega y...

Se calló de pronto. La súbita expresión cautelosa de su rostro trajo a la memoria de Fitzgerald el encuentro que había tenido en la charca y del que no había vuelto a acordarse hasta ese momento, agobiado por sus propias preocupaciones. Esperó a que Taedy siguiera con su historia, pero el viejo cambió de idea.

—¿Es usted el séptimo hijo de un séptimo hijo, Mr. Fitzgerald?

—No —respondió Fitzgerald.

—¿Nació usted en Viernes Santo, quizá?

—Nací el cuatro de julio —le contestó, y continuó—: Mrs. Daly se ha portado muy bien conmigo, Taedy, y no quiero que tenga una opinión equivocada de mí. Me molesta, desde luego, que parezca necesario por mi parte probar dónde he estado, pero da la casualidad que puedo probarlo y me tomaré el trabajo de hacerlo. Cuando más espesa era la niebla, me encontré con uno del pueblo y le pedí que me indicara el camino de regreso. Tú mismo puedes comprobarlo hablando con él, y me gustaría que lo hicieras.

—No he querido ofenderle... Ha sido el whisky el que ha hablado, y no yo... Quiero decir...

—Está bien, Taedy. Estoy seguro que tienes que conocer al individuo con quien hablé. No creo que haya dos iguales. Viste de una manera muy rara, y parece que siente pasión por los botones grandes de plata. Es muy pequeño. Apenas te llegaría a ti al pecho, Taedy.

A Taedy parecía que se le iban a salir los ojos de las órbitas.

—¿Dónde dice usted que se lo encontró? —le preguntó con una voz tan ronca y apagada, que Fitzgerald creyó que le había hecho efecto súbitamente el whisky.

—A una milla, poco más o menos, de aquí. En la charca donde nace el arroyuelo. Era un hablador incansable; pero al fin...

—Estuvo usted en el arroyo encantado... —susurró Taedy—. Es él. Sí, sí, es él.

—Ya me figuraba que lo conocerías —dijo Fitzgerald—. ¿Quién es?

Taedy paseó la mirada a su alrededor con aire inquieto antes de contestar. En el profundo silencio de la noche, Fitzgerald creyó percibir el tictac del esférico reloj del anciano.

—Era él, el mismo —murmuró Taedy con voz ronca—. ¿Quién otro iba a ser? Era el gnomo de Ballynabun.