15

SI tiene usted pensado ir a pasar el fin de semana al campo —le dijo Augur a Fitzgerald—, ¿por qué no se va esta misma mañana? No hay nada que le retenga esta tarde en Nueva York. Yo también me voy a marchar. ¡Ah! A propósito —añadió cuando Fitzgerald alcanzaba ya la puerta—, me parece recordar que me dijo usted que se había traído el auto. En tal caso debiera llevarse una copia del discurso. Me gustaría que lo leyera Jim McKinley. Precisamente Bridgeport le pilla de paso. Tal vez McKinley tenga algunas sugerencias interesantes que hacer. De todas formas, es bueno que vaya usted conociéndolo.

Fitzgerald no necesitaba que le dijeran quién era McKinley. Abogado de modesta clientela, era, empero, uno de los políticos más influyentes del Estado de Connecticut. Sin mostrar sorpresa alguna, Fitzgerald le dijo a Augur que se alegraba de poder salir temprano para el campo y que le llevaría una copia del discurso a McKinley.

—Yo creo, como ya le he dicho, que ha sabido usted dar en el clavo —dijo Augur—, pero nunca está de más conocer la opinión de una persona ajena.

Haciendo cábalas sobre lo que se llevaría entre manos Augur con respecto a McKinley, Fitzgerald reajustó por teléfono sus planes para el fin de semana y abandonó Nueva York en el auto. Le convenía llegar a tiempo a Brookside. Frances y Lucy irían con Clark.

Salió del renegrido edificio donde McKinley tenía su despacho, en Bridgeport, sin haber podido ampliar sus conocimientos respecto a las relaciones que existirían entre el abogado y Augur. McKinley le había recibido cordialmente, le había pedido que le dejara el discurso un día o dos y le había prometido ponerse en contacto con él el lunes. Fitzgerald se alegró en el alma de poder olvidarse por completo del asunto aquel durante un par de días.

Se dirigió calle principal arriba en busca del auto. Eran sólo las tres. Esperaba poder llegar a Brookside antes de las cuatro.

La calle estaba llena de gente. Cuando cruzaba o le adelantaba una mujer, Fitzgerald, por la fuerza de una arraigada costumbre, se fijaba primero en sus tobillos y la recorría después con la mirada hasta el sombrero. Era sorprendente cómo cambiaban los tobillos y los sombreros de una ciudad a otra. A medida que avanzaba se iba sintiendo inclinado a otorgarle su voto a Nueva York. Según una de sus teorías, en Nueva York cambiaban los tobillos de una avenida a otra. Era sorprendente que por la Quinta Avenida pasearan casi exclusivamente tobillos esbeltos y piernas bien formadas. ¡Ah! Al cabo, aquéllos eran también unos magníficos tobillos, y las piernas, aunque tal vez un poco carnosas, eran largas y bien formadas. Sus ojos terminaron el recorrido. Pero... ¡qué sombrero!

Fitzgerald siguió su camino con la vista prendida de aquel sombrero. Despertaba en él un interés nostálgico, unos recuerdos dormidos en las sombras del tiempo: su infancia en Boston. Estaba seguro de haber visto aquel mismo sombrero hacía treinta años. Pero era imposible que hubiera podido sobrevivir tanto tiempo.

Tenía un ala ni ancha ni estrecha, con una copa ni alta ni baja. Era negro, de paja. No tenía ninguna forma particular, pero daba la impresión de una escudilla de poco fondo puesta del revés, circundada por una cenefa de grandes y absurdas margaritas. Descansaba sobre la cabeza de la portadora con el aire de ser la primera vez que iba allí, haciendo resaltar su individualidad con una completa discordancia del resto del atuendo, un vestido corriente, azul marino, que dejaba adivinar una agradable figura de generoso busto y caderas redondeadas.

Fitzgerald iba pensando, mientras la seguía con la vista, que hacía falta tener valor o una inusitada despreocupación para llevar aquel sombrero. Al llegar a una esquina la vió que titubeaba y que se detenía. Levantó la cabeza para leer el rótulo de la calle y el ala del sombrero le impidió a Fitzgerald verle el perfil. Sin embargo, aquella figura le recordaba algo vagamente. Sintió picada su curiosidad y dio un pequeño rodeo para poder verle el rostro. Se quedó momentáneamente como clavado en el suelo. Después se lanzó impetuosamente hacia adelante. La propietaria del sombrero había emprendido de nuevo la marcha.

—Perdón —murmuró, dirigiéndose a un vejete con una cartera en la mano, a quien estuvo a punto de derribar—. Llevo mucha prisa..., es un caso de vida o muerte.

Continuó zigzagueando resueltamente por entre la multitud, seguido de la avinagrada mirada del anciano.

—¡Norah! —exclamó, jadeante. Le tocó el brazo.

Norah se volvió en el acto. Sus ojos retrataron un profundo asombro. Enrojeció intensamente.

—¿Usted? —exclamó—. Lo que menos esperaba era verle a usted por aquí. No tenía intenciones de...

Fitzgerald no se sorprendió por aquella acogida. No había ya nada que le sorprendiera. Le parecía una cosa lógica y natural haberse encontrado con Norah Daly en Bridgeport, Connecticut. La cogió por el codo y echó a andar.

—Vamos a salir de este bullicio —le dijo.

—Estaba buscando la estación —dijo Norah—. Creo que me he perdido.

A Fitzgerald le tenía sin cuidado en aquellos momentos que fueran en dirección contraria a la estación. No se le ocurrió preguntarle adonde iba ni por qué estaba allí. Para él era bastante eso, que estaba allí. Norah se dejaba guiar dócilmente, sin despegar los labios. Anduvieron así a todo lo largo de una manzana de casas antes que Fitzgerald volviera a hablar:

—Lleva un sombrero maravilloso, Norah. Le doy gracias a Dios por ese sombrero.

—Me alegro que le guste —dijo tímidamente—. Lo compré en Galway. Tenía mucha prisa y no podía pararme a ver si me estaba bien o no.

Pasaron otro bloque de casas. Fitzgerald se detuvo.

—Ahí tengo el auto. ¿Dónde vamos? No tengo la menor idea.

—Yo tengo que coger el tren para Nueva York —contestó Norah dulcemente.

—Me tiene usted que acompañar a tomar el té —decidió Fitzgerald.

—¿El té? Todavía es muy temprano.

—¿Temprano? Nunca es temprano para tomar el té. Sí, lleva razón, es temprano. Todavía queda casi una hora. Lo podemos tomar en Brookside —abrió la portezuela del auto para que montara.

—No, no —dijo Norah—. No tengo más remedio que tomar el tren —levantó la vista con aire suplicante y tornó a bajarla a sus enguantadas manos.

—¿Por qué? —le preguntó Fitzgerald—. Cada hora poco más o menos sale un tren de Brookside para Nueva York. ¿No quiere montar? Vamos a llegar tarde al té.

No volvieron a despegar los labios hasta que no salieron del tráfico de la ciudad.

—Cuénteme por qué está en América. Me refiero a los motivos que usted crea que la han traído aquí. Porque los verdaderos los conozco yo.

Norah se volvió para mirarle, y se sonrió.

—No ha cambiado usted nada. Sigue con sus frases enigmáticas.

—Después trataremos de eso. ¿Cuánto tiempo hace que está aquí?

—Dos días exactamente. Y han sucedido tantas cosas que me parece muchísimo más tiempo.

—¡Dos días! ¿Y no se le ha ocurrido avisarme siquiera? —dijo con acento de reproche.

—Ni había pasado por mi imaginación —contestó Norah—. ¿Por qué iba a avisarle?

—De todas maneras, es igual. Se habrá dado cuenta de que estaba predestinado a encontrarla.

Volvieron a quedar en silencio.

—¡Qué pequeño es el mundo! —dijo Norah al cabo de unos momentos—. Todavía no me he podido reponer de la sorpresa. Por eso es por lo que apenas si le he contado nada todavía. Si alguien me hubiera dicho hace una semana que hoy iba a estar en América, me hubiera reído de él. Aunque la carta de los abogados llegó precisamente el mismo día que salió usted de Ballynabun.

—Empiece por el principio —le sugirió Fitzgerald.

Norah le explicó lo sucedido a su manera. Fitzgerald encontró cierta dificultad en seguir el orden cronológico y las relaciones familiares; pero logró enterarse que un tío de Eileen, un tal Patrick Flaherty, había muerto en el Estado de Connecticut, dejando un testamento por el que nombraba heredero al hijo de su hermano. En cuanto a Norah, la hija de su primo hermano Daniel Flaherty, le dejaba mil dólares, con el encargo de que tomara bajo su custodia los intereses del pequeño sobrino.

—¡Su sobrino! Yo conocí al primo Pat siendo todavía muy niña, y se acordaba muy bien de mí; pero la dificultad estaba en que se creía que Eileen era un niño. Como no entendía los papeles que me mandaron, fuí a Galway a consultar con un abogado. Mientras más me hablaba, más lío me hacía. ¿Qué sabía yo de lo que pensarían en América cuando se viera que Eileen era una chica en vez de un chico? Pero los abogados de Bridgeport son muy amables. Les da lo mismo que no sea un chico, porque el testamento dice...

—¿Cuándo decidió usted venir a los Estados Unidos? Dígame el día exacto —le interrumpió Fitzgerald.

—¿El día exacto? Me acuerdo perfectamente que fué el viernes pasado, porque el jueves estuve con el abogado y me pasé toda la noche dando vueltas en la cama, sin poder pegar un ojo hasta que fué casi de día. Me desperté decidida a venir a los Estados Unidos y tratar de arreglar yo misma las cosas. Me daba cuenta de que no me quedaba otra solución.

—Y no le quedaba —dijo Fitzgerald—. ¡Horace siempre consigue lo que se propone!

—¿Quién es Horace? —preguntó Norah.

—Ni yo mismo lo sé. Perdóneme. Ya conoce mi manera de hablar. No quise interrumpirla.

—Ya le he contado casi todo. Se han resuelto las cosas de una manera tan sencilla, que parece cosa de magia. Ya no me queda casi nada que hacer, y hasta el jueves, que es cuando sale el avión, me dedicaré a ver Nueva York. Es una ciudad maravillosa.

—¡No creo que se vaya a estar sólo cinco días! ¡Me parece ridículo!

—No es tan ridículo cuando se piensa en ello. Puede que me crea una mujer rica por lo de la herencia. Yo también me lo creí, y mis amistades de Galway no tuvieron inconveniente en prestarme dinero con esa garantía. Pero me doy cuenta de que el dinero de la herencia no puede durar siempre.

—¡Cinco días! —repitió Fitzgerald—. Eso es muy poco tiempo.

Norah parecía estar absorta en el paisaje.

—Tiene usted un país que parece el parque de un palacio. Me da la impresión de que vamos a llegar a él de un momento a otro —dijo Norah.

—No es ningún parque —contestó Fitzgerald—. ¿Qué le ha parecido Bridgeport?

—He vivido en Liverpool —contestó Norah—. No me gustan las ciudades. No pueden vivir por sí solas.

Fitzgerald le iba explicando todo lo que veían, como si se tratara de una niña. Las cosas más vulgares adquirían un nuevo interés para él. Era como si las viera por primera vez. Norah le escuchaba atentamente. Cuando llegaron al camino que conducía al chalet, Fitzgerald le hizo tomar la curva al auto, lleno de confianza. La admiración de Norah fué verdaderamente genuina.

—¡Oh, qué casita más encantadora! —exclamó—. ¿De madera? Parece que ha crecido de una semilla y le han salido unas orejas de conejo.

Fitzgerald se dió cuenta de que las chimeneas parecían las dos orejas de un conejo.

—Le he prometido una taza de té, y vamos a tomarla ahora mismo —dijo Fitzgerald.

Penetraron en la casa por la puerta de la cocina. Sobre el hornillo eléctrico había una tetera con agua hirviendo. En la mesa de la cocina se veían dos tazas con sus platillos, y dos platos. El bote del té, el pan, la mantequilla y la mermelada formaban una fila sobre uno de los anaqueles.

—Mrs. Rosinski, la mujer que viene a hacer la limpieza, debe de haber sentido uno de esos impulsos suyos de hacerse algo de comer —le aclaró a Norah—. Lo que no me explico es por qué habrá preparado el té para dos, cuando no debe estar el gato.

Fué en busca de Mrs. Rosinski. No la pudo encontrar por ninguna parte. De pronto tuvo la convicción de que Mrs. Rosinski no había estado en la casa. Regresó a la cocina.

—Ha debido de salir a hacer unas compras —dijo—. El té es para nosotros.

—¿Para nosotros? —exclamó Norah—. ¿Cómo iba a saber ella que usted..,?

—Eficiencia americana —dijo Fitzgerald firmemente—. ¿Tomamos el té aquí?

—¿Dónde si no? —dijo Norah—. En esta cocina mágica se puede pasar la vida entera.

Fitzgerald estuvo contemplándola atentamente, mientras Norah examinaba con la inocencia de una niña un aparato eléctrico que todavía tenía puesta la etiqueta: «La Criada Mágica».

Después del té, Norah insistió en lavar las tazas. Se sentía impresionada por todo.

—Aquí no hay ningún trabajo que hacer. Basta con apretar simplemente un botón u otro. Sólo falta ya que los cacharros salten ellos solos y se coloquen en sus sitios.

—Ya llegará con el tiempo —dijo Fitzgerald—. La industria del mínimo esfuerzo está todavía en su infancia.

Norah guardó la mantequilla. Se asomó, no sin cierto temor, al interior de la nueva nevera.

—No salgo de mi asombro —dijo—. Y con todas estas cosas, ¿en qué emplean su tiempo las mujeres americanas?

Fitzgerald se acordó de pronto de los invitados. Su llegada era inminente.

—Tengo que volver ya a Nueva York —dijo Norah—. Si quisiera llevarme a la estación...

Fitzgerald se sintió asaltado por la insensata idea de incitarla para que se quedara y conociera a Frances; pero la desechó en el mismo instante. No había mencionado para nada a Frances. Como tampoco había mencionado para nada su nuevo empleo.

Una vez en la estación le hizo prometer que cenaría con él el lunes. Ya de vuelta, en el auto, Fitzgerald se dijo a sí mismo que lo menos que podía hacer, después de lo bien que se había portado Norah con él en Irlanda, era hacerle pasar un buen rato en Nueva York.

Entonces se dió cuenta de que, como siempre, no le había hecho ni una pregunta sobre sí mismo, Se resistió a creer que aquello obedeciera a indiferencia.