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No era Hand de los que se quedaban cortados con facilidad, pero el ligero desconcierto que dejara en él la súbita marcha de Fitzgerald aumentó mientras contemplaba a Clark fumar en silencio su pipa. Con la impresión de que había sucedido algo que era incapaz de comprender vió crecer asimismo en su interior una sensación de resentimiento. El no había pretendido otra cosa que mostrarse amistoso con Fitzgerald. Sin embargo, la observación hecha por éste al marcharse había tenido todos los síntomas de un exabrupto.
—¿Otro trago? —invitó a Clark.
—Bueno.
No había nadie para servirles.
—¿Cómo se llama aquí para que le sirvan a uno?
—Ahí en el mostrador hay un gong —contestó Clark. Prensó más tabaco en la cazoleta de la pipa.
Hand se levantó, golpeó el pequeño gong y tornó a la silla, dispuesto a no manifestar el resentimiento que hervía en su interior. No se encontraba muy a gusto con Clark. No le agradaba el silencio; era algo que le desconcertaba. Cuando no hablaba nadie, lo hacía él; pero ahora guardó silencio durante unos minutos. Sin poder adivinar las causas, Fitzgerald le había hecho sentir la impresión de haberse conducido inoportunamente. Sin embargo, admitir que se había dado cuenta de la reprimenda podría ponerle en posición desventajosa. Era característico en él afirmar y reafirmar su superioridad con cada opinión y con cada gesto. Pero cuando no estaba muy seguro del terreno que pisaba solía esperar a ver por dónde respiraba su interlocutor. Clark, empero, seguía sin despegar los labios. Era un verdadero genio de la impasibilidad.
Fué la misma dueña de la taberna en persona la que acudió a la llamada. Esta vez Hand decidió para su interior que no era su tipo. No era tan joven como la había creído. Para su gusto era demasiado mujerona. La expresión de su plácido rostro era grave y remota.
«Una mujer fría —pensó—. Reservada. Probablemente detesta a los norteamericanos.»
Hand, que había viajado bastante por Europa, había sacado la consecuencia de que muchos europeos no podían ver a los norteamericanos, cosa que atribuía a envidias o prejuicios.
—Dos whiskies —ordenó.
—Es un whisky bastante bueno el que tienen ustedes aquí, Mrs. Daly —dijo Clark.
Mrs. Daly le sonrió, y sirvió los dos whiskies sin despegar los labios.
—¿Cómo sabías su nombre? —le preguntó Hand a Clark cuando se hubo marchado Mrs. Daly.
—Porque escucho. Es mi oficio. Taedy se lo dijo a McCartney. Y si quieres saber el nombre de pila, es Norah.
—No me interesa —respondió Hand—. Bueno; vamos al grano. ¿Hace mucho que conoces a Fitzgerald?
—De quince a veinte años.
—Es un individuo extraño, ¿no?
—¿Extraño?
—No quiero juzgarle prematuramente —dijo Hand con magnanimidad—; pero no sé qué tal desempeñará su cargo. No tiene dominio de sí mismo.
—No diría yo eso.
—Ya sé que tú lo conoces mejor que yo, pero a mí me da la impresión de ser un poco voluble.
Clark le dió una chupada a la pipa y no respondió.
—Ya ves cómo se ha marchado. Y todo ¿por qué? Nadie se estaba metiendo con él —continuó Hand.
—Hay gente así de rara —contestó Clark—. Ya sabes que es irlandés.
—Ya lo sé. ¿Y qué? Yo también soy tan irlandés como él. Pero los negocios son los negocios. Fitz no parece tomar nada en serio.
—Pues para ser un tipo voluble lo hizo bastante bien durante la guerra —murmuró Clark vagamente.
—Lo mismo hicieron otros muchísimos —respondió Hand soslayando el tema con impaciencia.
Clark se quitó la pipa de la boca y se quedó mirando atentamente a su interlocutor.
—¿Quieres decir entonces que no es lo bastante serio para la publicidad?
Los serenos ojos azules de Clark mostraban un aire solemne a través de los gruesos cristales de sus gafas.
—No te rías de mí ahora —protestó Hand con una paciente sonrisa—. No puedo censurarte porque tengas una opinión equivocada de nosotros. Si el público tiene una idea equivocada de la propaganda, la culpa es nuestra. Es cierto que hace años la propaganda se limitaba casi exclusivamente a proclamar la excelente calidad de este o del otro producto: de los guisantes en lata, como dijiste antes, o de aquellos otros productos que han hecho del nivel de vida norteamericano el más alto del mundo. Sin propaganda no habría distribución, y sin distribución se vendría por tierra toda la economía nacional.
—Si la raza humana no encuentra pronto una manera de vivir en paz —respondió Clark—, todo se vendrá por tierra con la bomba atómica, y ya no tendréis que preocuparos de nada.
Hand afirmó solemnemente con la cabeza, y continuó:
—Tenemos la esperanza de que todos esos problemas se irán resolviendo, ahora que la propaganda está desempeñando un papel cada vez más importante en los asuntos internacionales. La propaganda no es otra cosa que el sentido común aplicado, como dijo Mr. Augur en el Consejo.
—¿Entonces es por eso por lo que ha ido a la Conferencia de Londres?
—¿Y quién mejor que él puede representar a la profesión? El ha revolucionado la propaganda. Se dió cuenta que limitarse simplemente a vender era ir andando a ciegas por muy obras de arte que fueran los anuncios. Ha cambiado todo el sistema. Hoy día no se hace ya ninguna conjetura sobre el resultado. Hoy día «se conoce» de antemano. Para eso tenemos nuestra División de Investigación y Análisis. El resto es ya sólo cuestión de encontrar la fórmula. Operamos científicamente. Mr. Augur tiene un archivo con todas las personas influyentes que puedan ser en su día fuente de negocio (todos los detalles), filiación política, manías, historiales comerciales...
—Veo que pensáis en todo —respondió Clark—. Qué, ¿otro trago?
Taedy, que había regresado al mostrador, volvió a llenarles los vasos. Hand se bebió el suyo de un trago.
—Fitzgerald debiera agradecer que le ayudara. Mr. Augur siempre está metiendo gente nueva en el negocio; toda clase de gente, si cree que le van a servir de algo. Después, cuando hacen alguna tontería, yo soy el que tengo que arreglarla. Pero ya he abandonado la esperanza de que llegue a agradecérmelo nadie. Mientras más se hace por una persona, menos...
Se abrió la puerta de la taberna y penetraron media docena de compañeros.
—Qué, Clark, ¿echas una mano al bridge? —le gritó uno.
—No, gracias —respondió Clark—. Voy a ver cómo va el avión.
—¡Yo sí juego —dijo Hand.
Clark había esperado encontrarse con Fitzgerald en el muelle. Al ver que no estaba allí, ni en el pueblo, que lo recorrió de un extremo a otro, empezó a preguntarse dónde se habría metido.
Preguntó a varias personas si habían visto a un individuo moreno, delgado, de estatura media, de unos cuarenta años —Fitzgerald tenía más edad, pero no la representaba—, de ojos claros y rostro enjuto y atezado.
Nadie había visto a un individuo que respondiera a esas señas. Una mujer ya de edad le había hecho tantas preguntas sobre los detalles del traje y el aspecto de Fitzgerald, que durante diez minutos estuvo pensando en que al fin había encontrado una pista, hasta que descubrió que no había estado haciendo otra cosa sino satisfacer un gusto literario.
Los sitios de interés del pueblo dignos de ser visitados eran bien limitados. Como con Fitzgerald no podían echarse cuentas de ninguna clase, y ya como último recurso, fué a buscarlo a la iglesia. Se la encontró vacía.
Tornó a la taberna y vió que tampoco había regresado Fitzgerald durante su ausencia. McCartney le informó que ya se había reparado la avería del generador.
—Vete para el muelle —le dijo—. Saldremos de aquí a unos minutos.
—No puedo encontrar a Fitz por ningún sitio —dijo Clark con aire preocupado—. ¿No lo ha visto nadie?
Nadie lo había visto. Clark fué en busca de Norah Daly, y por sugerencia de ella envió a dos muchachos para que preguntaran en todos los cottages. Regresaron a los veinte minutos sin haber podido descubrir nada.
—El aeroplano está listo. Estamos esperando sólo por ti —le dijo McCartney.
—No podemos marcharnos sin Fitzgerald —protestó Clark.
—¿Quién ha dicho que no podemos? —rezongó McCartney de mal humor—. Lo menos que podía haber hecho era no haberse movido de por aquí. Lo hemos traído sólo como un favor a Augur y Schloss. Yo tengo mis cosas que hacer.
—Le tiene que haber sucedido algo.
—¿Qué le va a suceder? Probablemente andará hecho una cuba Dios sabe por dónde. No puedo esperar por él. Tenemos que repostar en Foynes y llegar a Londres antes que sea de noche.
La mayor parte de los pasajeros estaban ya en el muelle. El piloto probaba el motor. Al Hand se unió a McCartney y Clark en el corral.
—No se le encuentra por ningún lado. Yo mismo le he estado buscando por todas partes —dijo con un acento que daba por terminado el asunto—. ¿Crees que lo habrá hecho a propósito, Clark? Tú lo conoces mejor que yo —y añadió, soportando el impacto de la mirada de Clark—: Yo mismo me resisto a creerlo; pero es una conducta incalificable sabiendo como sabe que Mr. Augur nos está esperando. Mañana tiene que pronunciar el discurso. Ya no queda tiempo, como quien dice...
—Algo grave ha tenido que pasar —dijo Clark—. Vosotros os podéis marchar, si queréis. Yo me quedaré aquí hasta que le encuentre.
—¿Que te vas a quedar aquí? —saltó McCartney—. Muy bien, hombre. Está muy bien. Entonces yo he alquilado el avión para proporcionaros un viaje de placer a tu amigo y a ti, ¿no? Tú tienes tu trabajo que hacer, Clark. Le concederé a Fitzgerald quince minutos justos, ni uno más ni uno menos.
Ganado por las súplicas de Clark, McCartney retuvo el avión durante tres cuartos de hora, al término de los cuales despegó con todos los pasajeros a bordo, excepto Fitzgerald.