20
AUGUR escuchaba el informe de Fitzgerald en atento silencio, con los codos sobre su mesa de despacho y oprimiéndose una contra otra las extremidades de los dedos índices. No miraba a Fitzgerald. No mostró sorpresa ni ninguna otra emoción cuando Fitzgerald alcanzó el clímax, artísticamente elaborado. Según Fitzgerald, Augur podía irse haciendo a la idea de que el día menos pensado iban a ofrecerle un nombramiento de senador.
—Muy interesante —comentó, al cabo—. Ha sabido usted llevar el asunto este de Bridgeport de una manera perfecta. ¿Tardará mucho en hacer las revisiones que sugiere McKinley? Las considero acertadas.
—No; una media hora. Es más que nada cuestión de ir tachando cosas —dijo Fitzgerald—. Pero yo creo que es un gran error quitar nada. Si se suprime lo de la organización laboral se va a echar a perder el discurso.
—No estoy de acuerdo con usted. Están cambiando las cosas a un ritmo acelerado. De día en día. No me gustaría comprometerme demasiado. Quisiera ver la copia corregida antes del mediodía, si es posible.
—Es posible —dijo Fitzgerald.
Se marchó a su despacho, despidió a la secretaria y empezó a tachar cosas. Escribió a máquina unos cuantos párrafos de transición, los acopló al borrador, y a las once y media volvió a ver a Augur.
—Siéntese, Mr. Fitzgerald —le dijo Augur—. Leo muy de prisa.
Fitzgerald se dispuso a esperar, tratando de no pensar en nada. Empezó a sentir un ligero cosquilleo en el estómago y una extraña tensión en los músculos de los dedos. Comenzó a retorcérselos discretamente, con la esperanza de relajar aquella tensión y apartar de la mente la insensata idea que le había asaltado de arrebatarle el discurso a Augur y hacerlo trizas.
Augur se quitó las gafas y le sonrió.
—Quiero felicitarle, Mr. Fitzgerald —dijo con calor—. Y me felicito también a mí mismo por haber descubierto sus habilidades, sus excepcionales habilidades, en unos momentos tan oportunos. Ha hecho usted un trabajo magnífico.
—Muchas gracias —dijo Fitzgerald, sintiendo que volvían a envarársele los dedos. Encendió un cigarrillo.
—Es casi axiomático que una poda inteligente siempre le presta vigor a un escrito —continuó Augur—. No se ha olvidado usted de nada, y lo ha mejorado muchísimo. Dudo que haya un hombre en toda la organización con un toque tan seguro, con un sentido tal de la... precisión. Ya se irá dando cuenta de que sé apreciar el valor de sus servicios.
Augur hizo una pausa para estar seguro de haber sido comprendido. Esta vez Fitzgerald no dijo nada.
—Soy casi vecino suyo en Connecticut. Mañana por la noche, después del discurso, me gustaría que se viniera conmigo a mi granja a pasar la noche. Es una granja de trabajo..., un sitio sin grandes pretensiones, pero yo lo he pasado muy bien allí. Me gustaría que la conociera.
—Se lo agradezco mucho, Mr. Augur; pero siento decirle que no va a poder ser. Mañana es miércoles y tengo un compromiso para la noche.
Augur se le quedó mirando con aire pensativo.
—Ya sabía usted que el miércoles era el día del discurso. Posiblemente no me ha entendido que quiero que venga conmigo —dijo afablemente—. Considero de la mayor importancia que esté usted presente en el discurso. Tendrá que aplazar su compromiso.
—No puedo aplazarlo —dijo Fitzgerald—. Es completamente imposible.
Augur pareció no haberle oído. Escribió una nota en un bloc de papel.
—Saldremos de Nueva York a eso de las seis —dijo—. Al irá a recogerle al hotel.
—Es un compromiso —dijo Fitzgerald, escogiendo cuidadosamente las palabras— de trascendental importancia para mi vida privada.
Augur levantó la cabeza y se le quedó mirando fijamente.
—Pero esto, Mr. Fitzgerald —respondió Augur con calmosa rotundidad —es el trabajo.
Frente a los ojos de Fitzgerald comenzaron a danzar unas minúsculas lucecillas. Sintió que le subía por el cuerpo, desde los dedos de los pies, un flujo de calor en estimulantes oleadas. Su creciente exaltación parecía haberlo convertido en dos personas distintas, y que una de ellas contemplaba los temblorosos dedos de la otra y escuchaba su tono de voz, mansamente peligroso, con un aire de incredulidad.
—No puedo ir a Bridgeport con usted —se oyó decir a sí mismo— por otra razón. Porque desde este mismo momento dejo de pertenecer a Augur y Schloss.
En el silencio que siguió, Fitzgerald se entregó gozoso a una embriagadora sensación de vértigo, mientras el rostro de Augur se perdía en una bruma. Cuando quiso darse cuenta estaba ya en la puerta, con la mano en el picaporte. Augur no se había movido. Tenía que haber hablado, protestado, haberle dirigido algún reproche o acusación, empero Fitzgerald no había oído nada. Por lo menos ninguna palabra había podido sobrepujar el estridor de sus oídos. Al tiempo de ir a salir oyó algo que sólo sirvió para añadir leña al incendio de su irritación... ¿Las palabras «indigno», «irresponsable»?... Porque su decisión de marcharse con un tranquilo «Buenos días» se esfumó como el humo.
—Por el contrario, Mr. Augur, le he hecho un buen servicio. Está usted ya en camino. Lo único que tiene que hacer es coger los dos extremos, volcar lo más graciosamente que pueda sus opiniones públicas y encontrar un «sí, señor» mejor que yo que le ayude a meter en el saco una nueva serie de convicciones. Le va a costar mucho dinero, pero eso no le importará.
Fitzgerald cerró la puerta con desdeñosa compasión.
Augur permaneció sentado estudiándose sus bien cuidadas uñas. Apenas si se había acentuado el matiz de sus mejillas. Más de una vez se había encontrado en su vida con temperamentos fuertes. Pero muy pocas veces aquellos temperamentos habían estado combinados con una excepcional utilidad para él. Oprimió un botón de la mesa de despacho.
—Cuando regrese Mr. Fitzgerald —le dijo a la secretaria —hágale esperar veinte minutos. Entonces le veré —se levantó y cogió de la librería un ejemplar de El Gobierno Constitucional de los Estados Unidos.
Fitzgerald no regresó.
Llamó a Frances desde un teléfono público.
—Me es imposible ir a comer contigo, querido —protestó Frances—. Tengo que...
—Ya lo sé. Tienes que asistir a una importante reunión de negocios. Pero yo tengo que hablar contigo.
—¿No puedes esperar hasta la noche? Bueno, si es tan vital como dices..., ya me las arreglaré.
Frances llegó a la puerta de Chez Bernardine antes de la hora acordada. Fitzgerald la estaba esperando. Se la llevó rápidamente a una mesa.
—Un whisky doble —ordenó Fitzgerald—. Es mejor que pidas un cocktail, Frances. Las noticias que traigo no son nada buenas.
—No, gracias —dijo—. Las sabré recibir con calma.
—He dejado a Augur y Schloss. Me he despedido esta mañana.
Frances tenía la cabeza baja. El amplio sombrero negro la cubría el rostro.
—¿Quieres decir que te han despedido, Fitz? —le preguntó quedamente.
—No; me he marchado yo —esperó tozudamente a que hablara Frances. Transcurrió bastante rato hasta que lo hiciera.
—¿Por qué? —le preguntó con un tono inexpresivo de voz.
—Augur me hizo perder los estribos. Me prometió un ascenso..., y me marché.
—¡Fitz, por favor! No me gusta que emplees ese tono petulante.
—No he querido ser petulante. Lo que estoy tratando de decir es que importa muy poco qué fué lo que me hizo perder los estribos. A decir verdad, creo que aproveché el primer pretexto. Si no hubiera sido por eso hubiera sido por otra cosa, y si no hubiera sido hoy hubiera sido cualquier otra día. Tenía que ocurrir antes o después. Ya en el ascensor estuve a punto de volverme. Augur hubiera aceptado mis excusas. Piensa que me necesitará. Pero me di cuenta que no serviría de nada. Esa vida no es para mí. Estoy seguro de que he hecho bien.
—Tú siempre estás seguro de que lo que haces está bien hecho, Fitz —dijo Frances.
—Sé que es un rudo golpe para ti —dijo—. Me doy cuenta de tu desilusión. Eso es lo que me duele.
—¿Te duele? ¿Tú te das cuenta de lo que has hecho, Fitz? No es de Augur y Schloss de quienes te has apartado, sino de mí.
—¿Tanto significa el dinero para ti?
—Ya sabes que no es por eso, Fitz. Me estás mortificando porque sabes que no llevas razón. No le tengo miedo a la pobreza. Ya he pasado por ella, y, aunque no me gusta, no le tengo miedo.
—No llegaremos a ese extremo. Tengo una profesión y no soy tan malo en ella. Todavía puedo escribir para los periódicos. Eso es lo que quiero hacer..., escribir. Tengo cosas que decir, y quiero decirlas. Quiero tener tiempo, tiempo para vivir. No quiero dejarme asfixiar por algo que lo considero un hatajo de cínicas insensateces. Para mucha gente no son tales insensateces. Lo consideran cosa buena y necesaria, y por eso lo ven tan natural; pero yo no. Yo no puedo entregarme a esa clase de trabajo y conservar al mismo tiempo la poca integridad que me queda. ¿Me entiendes?
—No —dijo Frances—; no te entiendo. No me dices la verdad ni te la dices a ti mismo. Lo que a ti te gusta, es bueno; lo que no te gusta, es malo; pero siempre le llamas una cosa diferente. Todo el mundo trata de buscarse una cierta seguridad para la vejez. ¿Te crees que a todo el mundo le gusta el trabajo que hace? No. Es casi una ley natural. La única que conozco. Tú la estás desafiando. ¿Conoces tú alguna mejor?...
—No estoy muy seguro. Pero me gustaría encontrarla.
—Te tengo miedo, Fitz. Desde el primer momento que nos conocimos me sentí atraída por ti como el acero por el imán. Te tengo miedo por eso, por el hechizo irresistible con que desde un principio supiste adueñarte de mí. Pero ya lo sabes... No puedes darme lo que necesito.
—¡Ah! —dijo Fitzgerald, tragando saliva—. Y lo que necesitas es...
Frances levantó la mano. Era una mano extremadamente frágil y menuda.
—Espera un momento. Lo que necesito es algo que no podrás darme nunca: amor, protección, un hombro donde apoyarme. Jamás lo he tenido. Eres una persona voluble, Fitz..., inestable..., irresponsable. Hay en ti dos seres: un Dr. Jekyll y un Mr. Hyde. Ya he pasado por eso una vez en mi vida. No quiero volver a pasarlo.
—Estás pensando en las barras de los labios, Frances. Tienes que creerme que...
—¿Qué importancia tiene eso ahora? —se levantó y le miró tratando de sonreír jovialmente. Las lágrimas le corrían por el rostro—. No tengo ganas de comer... He de volver a la oficina.
—Veo que no podemos hablar ahora. Hablaremos a la noche.
—Como quieras, querido. Pero no podremos cambiar nada. Creo que tú mismo te darás cuenta.
Frances cogió un taxi hasta su piso, donde se echó en la cama y estuvo largo rato con la mirada fija en el sombrío y hosco rostro del futuro.
Fitzgerald pagó mecánicamente la consumición y salió a darse un paseo. Se encontró sentado en un banco del parque, contemplando cómo un anciano le daba de comer a unas palomas. No recordaba que le hubieran interesado antes las palomas, pero ahora encontraba el espectáculo aquel cautivador. No tenía idea del tiempo que llevaba sentado.
—No quiero meterle prisa, pero ya sabe que no le queda mucho tiempo.
A su lado, en el banco, estaba sentado Horace. Fitzgerald miró a su alrededor con inquietud; pero ni el abuelo de las palomas ni los que cruzaban prestaban la menor atención a su compañero.
—Veo que, por fin, ha sabido qué es lo que quería. Es una buena cosa eso —observó Horace—. No tiene por qué sentirse desalentado. No es tan malo como lo pintó la hermosa mujer, aunque hay más de un grano de verdad en lo que tenía que decir. Ahora que ya ha pasado todo y no estoy obligado a preocuparme más de ella, tengo que admitir que no es tan mala, a su manera. Sí, hay muchas cosas buenas en usted que ella jamás ha visto, así como una gran cantidad de faltas que hasta la fecha escaparon a su observación, aunque estoy seguro que las hubiera descubierto con el tiempo. Hay ciertas mujeres que se afanan incesantemente por querer mejorar lo que tienen. Otras, por el contrario, piensan que lo suyo es lo más maravilloso; sólo por eso, porque es suyo. Yo creo que le conviene mejor una de estas últimas.