12
FITZGERALD se quedó con la vista clavada en los brillantes ojos de su inesperado visitante. Sentía la garganta tan reseca que no podía articular palabra. Bebió un presuroso trago del vaso que llevaba en la mano.
—Me temo que le he asustado —dijo el diminuto individuo—. Tal vez no me esperaba tan pronto. Lo siento de veras; pero, dadas las circunstancias, no he podido hacer otra cosa —se deslizó de la cama y avanzó unos pasos hacia Fitzgerald.
Apenas levantaba del suelo unos treinta centímetros. Cuando le tendió la mano a Fitzgerald, éste se vió obligado a doblar el cuerpo casi hasta el suelo para estrechársela. Todavía le temblaban los dedos.
—Pero ¿usted?... ¿Es usted Horace? —pudo decir al cabo, haciendo esfuerzos por aparentar un tono de voz natural.
—¿Quién otro iba a ser? —respondió Horace—. Como puede usted ver, me he aprovechado de su amable invitación para venir a visitarle. Quizá no me esperaba tan pronto, ¿verdad? Siempre he sido rápido en mis decisiones. Para mí, pensar una cosa es hacerla.
Miró con ojos ávidos el vaso que tenía Fitzgerald en la mano.
—Termine con su whisky, mi querido amigo. Le hará bien. Sé por experiencia que un trago sienta siempre bien después de un largo viaje.
—Perdone, pero... —balbució Fitzgerald—. No creía que usted... ¿Le gustaría tal vez...? ¿Quiere usted que le sirva...?
—No quiero que se moleste por mí. Pero me he dado cuenta que en ese cuarto de la bañera hay un vaso pequeñito... Si le fuera a usted lo mismo, me sentiría satisfecho con poder compartir lo que tiene usted en la mano.
Cuando Fitzgerald regresó con el pequeño vaso medicinal, previamente lleno del suyo propio, había conseguido reponerse ya un tanto. Incuestionablemente, Horace estaba todavía allí. Se había sentado en el borde de la cama.
—Dice usted que es Horace, ¿no? —habló Fitzgerald con acento firme—. Pues no lo parece. ¿Cómo puede haber cambiado tanto?
Horace se sonrió complacido.
—No lo he hecho mal en tan poco tiempo, ¿eh? Su maquinilla de afeitar me ha sido de gran ayuda. Después, con las tijeras y... —se detuvo ligeramente embarazado—. Me resultó muy violento coger el chaleco; pero, después de todo, pensé: ¿qué importancia puede tener un chaleco en las relaciones de dos buenos amigos? Sabía que cuando viera usted el uso que había hecho de él...
—¡Ah, entonces fué eso! —dijo Fitzgerald—. Creía que me lo había dejado en Galway.
—Precisamente fué allí donde me hice el traje —le dijo Horace, lleno de satisfacción—. Lo copié del suyo, Mr. Fitzgerald. Sentía admiración por su aspecto exterior, y me dediqué a estudiarlo. He hecho cuanto estaba en mi mano para no dejarle en mal lugar en su gran país.
Fitzgerald le contempló de pies a cabeza. Llevaba el plateado cabello tan corto como el propio Fitzgerald. Tenía el arrugado y moreno rostro, no mayor que un dólar de plata, meticulosamente afeitado. Exhibía con gracioso garbo un diminuto traje gris, de franela, con los hombros enguatados.
—Cuando vi lo que se llevaba en Nueva York, me entallé un poco más la chaqueta —le explicó Horace—. Me hubiera gustado haber hecho las solapas una pizca más anchas.
—La camisa que lleva es magnífica —comentó Fitzgerald. Quería seguir manteniendo la conversación en un plano de superficialidad. Tenía la cabeza hecha un caos.
—Tiene usted más pañuelos de los que necesita. Estaba seguro que no echaría en falta éste. Veo que me mira los zapatos. Confieso que estoy un poco disgustado con ellos. A pesar de que soy zapatero, nunca he podido conseguir que las punteras no se me encorvaran un poco hacia arriba.
A Fitzgerald no se le ocurría nada que decir. Se quedó mirando en silencio a su pequeño visitante.
—No le molestará a usted mi presencia, ¿verdad? —lo preguntó Horace con ansiedad—. ¿Cree usted que desentonaré aquí con el traje este?
—¿El traje? ¡Oh, no! Va usted... er... verdaderamente elegante.
—No me gustaría destacarme demasiado —dijo Horace con modestia—. Podría resultarle embarazoso a usted.
—¿Cómo es que es usted ahora la cuarta parte más pequeño que en Ballynabun? Me gustaría que me lo explicara.
El rostro de Horace adoptó un tozudo aire de reserva, ante cuya vista Fitzgerald presintió que sería peligroso enojarle. Se sintió avergonzado de sí mismo por una ola de súbito pánico.
—Tiene usted una casa magnífica, Fitzgerald —le dijo Horace—. Tal vez le estoy entreteniendo con mi charla. Venía usted ya a acostarse, ¿no?
—Todavía no me ha dicho cómo es que ha empequeñecido tanto —persistió Fitzgerald—. ¿Es que puede usted cambiar de tamaño a su capricho? ¿Es usted...; es que en realidad existen...? —la voz de Fitzgerald se perdió en un susurro.
Horace se sonrió con un gesto de insinuante candor.
—No comprendo esta obsesión suya sobre si he cambiado, cuando en realidad el que ha cambiado ha sido usted. Ahora que se encuentra de nuevo en su gran país; ahora que es usted una persona importante, con un gran puchero de oro al alcance de la mano, esperando solamente a que la alargue para cogerlo, todo le parece pequeño. A eso le llamaría usted efecto de perspectiva. Confío que no me reprochará usted mi falta de estatura, ¿no? Ninguno de mis semejantes han sido jamás lo que se puede llamar altos. A pesar de eso, siempre nos hemos sabido desenvolver bien.
—De eso estoy seguro —contestó Fitzgerald—. Le doy permiso para que me llame al orden si me muestro demasiado preguntón. No sé por qué me parece que no le agrada que le hagan preguntas.
—No diría yo tanto —respondió Horace—. Todo depende de cómo sean las preguntas. En preguntar no hay ningún daño. Soy un gran aficionado a la charla.
—Le preguntaré entonces otra cosa. ¿A qué ha venido usted a América?
—A verle a usted, amigo mío. Como me había invitado usted...
—Oh, claro...; me alegro mucho que haya venido a verme; solamente que...
—Que le ha pillado de sorpresa que viniera tan pronto, ¿no? Quería estar seguro de poder visitarle en su propia casa. Veía que sus planes podían cambiar de un momento a otro..., y... como tenía que prestarle un pequeño servicio...
—¡Ah! —dijo Fitzgerald. Hizo una profunda inspiración—. Estoy empezando a darme cuenta de lo mucho que le debo.
—Nada de eso, nada de eso —le respondió Horace vivamente—. Después de lo bien que se portó usted conmigo, carece de importancia cualquier servicio que haya podido prestarle. Pero, para estar seguro de que todo saldría bien, me pareció que lo mejor que podía hacer era acompañarle.
—Y ¿cómo me ha acompañado usted? ¿Dónde iba? No le he visto hasta ahora. ¿Qué hizo usted en Galway? ¿Y en el avión?
Horace sostuvo la mirada de Fitzgerald.
—Si no le contesto a todas las preguntas que me hace es porque es inútil responder cuando las respuestas no se van a entender. Es usted una persona inteligente, Fitzgerald, y no es culpa suya si hay ciertas cosas que no puede comprender. Mi reserva para con usted es debida a ciertas obligaciones completamente privadas. Sólo le diré que cruzar el océano es una cosa azarosa para mí. Necesitaba su ayuda, y usted me la prestó, inconscientemente por supuesto —hizo una pequeña pausa, y continuó—: En cuanto a usted, necesita de mi ayuda. Debo estar siempre a su lado, porque, a pesar de la simpatía que ha despertado en mí, todavía no le conozco bien. Ni usted a mí tampoco. Como bien dijo una vez un amigo mío..., el pobre ya hace muchos años que murió..., en los asuntos de los hombres hay un continuo fluctuar... Pero no quiero repetir sus mismas palabras. Lo juzgaría usted demasiado anticuado. De todas formas, yo echo mucho de menos su compañía. Puede que le sorprenda a usted, pero he tenido pocos amigos. Cuando encuentro uno, me entregó a él en cuerpo y alma. Y usted es uno de ellos.
Fitzgerald le hizo una reverencia, a la vez que le daba las gracias gravemente.
—Estoy pensando —dijo Fitzgerald, aclarándose la garganta —dónde podría acomodarle a usted para que estuviera lo mejor posible. El cuarto contiguo a la sala de estar tiene unas vistas magníficas al arroyo. Por el momento no está en condiciones de recibir a ningún invitado, pero...
—No piense más en eso —le dijo Horace—. Yo soy un invitado poco exigente, y ya he tomado mis medidas. Lo que más me gusta de toda la casa es la cocina, y debajo de las escaleras de la cocina he descubierto una pequeña cama que me servirá muy bien. Después de todo, la mayor parte del tiempo lo paso fuera de casa. Creo que allí estaré cómodo.
Fitzgerald había tenido en cierta ocasión, y por muy poco tiempo, un terrier llamado «Pshaw», que se había visto obligado a regalar cuando le encargaron un inesperado cometido en China. En la actualidad, el único recuerdo que quedaba de «Pshaw» en la casa era un cesto con un pequeño colchón.
—Como usted quiera —dijo Fitzgerald, sonrojándose ligeramente—. Está usted en su casa. Si necesitara alguna cosa...
—Soy poco exigente —dijo Horace—. Me siento contento solamente con estar a su lado, Fitzgerald. Le deseo muy buenas noches.
Antes que Fitzgerald pudiera contestarle, ya se había marchado de la habitación.
Una vez se despertó Fitzgerald durante la noche. Se incorporó en la cama para librarse de una pesadilla que le había estado atormentando. Había crecido un espino allí mismo, sobre las mantas. Una docena de seres diminutos, cada uno con un zapato en una mano y una lezna en la otra, bailaban una solemne danza alrededor del tronco del espino y por encima de su estómago. Fitzgerald había cogido a uno en sueños, un ser no mayor que su dedo pulgar, y todos se habían lanzado hacia su rostro blandiendo las leznas. Antes que pudieran llegarle a la barbilla, Fitzgerald se había despertado en un esfuerzo de voluntad.
El dormitorio estaba envuelto en una quieta y serena oscuridad. Había soltado un suspiro de alivio y se había vuelto a echar sobre la almohada, quedándose profundamente dormido.
Le despertaron los primeros rayos del sol mañanero. Las ventanas que daban al saliente dejaban penetrar hasta la cama unos refulgentes haces de oro. Gorjeaban los pajarillos mientras laboraban en la confección de sus nidos. Fitzgerald se acordó de Schloss y de Frances. Estaba a punto de casarse. Era un hombre rico. Veinte dólares a la semana; treinta mil cada año. Le sonreía el éxito. Se tiró de la cama con un optimismo que no había conocido en muchos años, se dió una ducha de agua fría y se vistió con una camisa a cuadros y unos pantalones de faena.
Se detuvo súbitamente mediadas las escaleras. Creyó percibir un cierto olorcillo a tocino frito. Aquel pensamiento le estimuló el apetito que ya de por sí sentía, y penetró en la cocina para hacerse algo de café. Lo que vió le hizo dar un respingo. El sol se derramaba en el interior de la cocina por entre las blancas cortinas de las ventanas. Estaba en su sano juicio, completamente despejado.
Sin embargo, sobre la mesa de pino se veía preparado un desayuno para dos personas. Una cafetera soltaba nubes de vapor sobre la cocina eléctrica. Paseó la mirada a su alrededor de mala gana, y vió a Horace en pie, en la repisa de la chimenea, quitándole el polvo con un trapo de secar los platos a un par de candelabros de peltre.
—Buenos días —saludó Horace, jovialmente—. Como verá, he madrugado más que usted. Tiene usted una cocina eléctrica maravillosa. Al principio me dió algo que hacer, hasta que descubrí cómo funcionaba. Después, todo ha sido coser y cantar.
—Buenos días, Horace —correspondió Fitzgerald débilmente—. ¿Ha... ha pasado buena noche?
—En conjunto, sí. Pero debiera hacerse de un gato. Si no llego a andar con ojo, se me lleva un ratón uno de los zapatos.
—No sabía que hubiera ratones en la casa —se excusó Fitzgerald.
—Si tiene usted alguna falta —dijo Horace—, y conste que no estoy diciendo que la tenga, es que sólo ve las cosas que quiere ver. Es más —corríjame si estoy equivocado—, duda usted de lo que ve, si no concuerda con lo que ya había pensado.
—Hay mucha verdad en lo que dice —respondió Fitzgerald.
—Malgasta usted el tiempo tratando de explicarse muchas cosas. Le aconsejo que no lo haga, y llegará muy lejos en la vida.
—¿No sería mejor que nos comiéramos esos huevos antes que se enfriaran? —sugirió Fitzgerald—. Tienen una cara magnífica.
—Confiaba que le agradarían —dijo Horace—. Yo me he desayunado ya. Hace mucho tiempo que tengo la costumbre de comer solo.
—Como ha puesto usted la mesa para dos...
—Después de todo tiene usted un invitado en la casa, ¿no?
Fitzgerald le dió vueltas en la cabeza a aquello, sin resultado. Comió con apetito, en silencio. Le había desaparecido la breve sensación de pánico. Empezaba a tomar ya a Horace como parte de su vida.
—Tengo que salir esta mañana a comprar algo de comer —dijo—. ¿Qué quiere usted comer?
—¿Tiene usted alguna vaca? —le preguntó Horace.
—No.
—Es una lástima. Pero será fácil comprar una, ¿no?
—¿Para qué necesito ninguna vaca? Vivo más tiempo fuera de aquí que aquí. Además, no tengo ni idea de cómo se ordeña.
—Es mejor que la comprásemos. En cuanto a ordeñarla, usted no tiene ni que preocuparse de eso. La única leche que he podido encontrar en la casa ha sido ese desagradable potingue que tiene en una lata.
—Tampoco me hace a mí mucha gracia la leche condensada. Cuando estoy aquí, me traen de la lechería la leche y la crema que necesito. Les telefonearé esta mañana. ¿Algo más?
—Nada más, excepto la vaca. Yo me las entenderé con ella.
—Aquí va a ser imposible encontrar tortas de avena —dijo Fitzgerald, acordándose de las migajas que había encontrado en la maleta.
—¿Tortas de avena? —repitió Horace—. ¿Y para qué quiero las tortas de avena?
Se oyó el chirrido de un auto al detenerse a espaldas de la casa. Fitzgerald se sobresaltó. Se había olvidado de Mrs. Rosinski. Se sintió aterrado ante la perspectiva del encuentro. Miró, lleno de espanto, hacia la repisa de la chimenea. Horace había desaparecido.
—Bueno..., ya son cerca de las nueve —venía diciendo Mrs. Rosinski, al tiempo que penetraba en la cocina desatándose el pañuelo de colores que traía atado debajo de la barbilla—. Pensaba que vendría usted a buscarme a las ocho... ¡Oh! ¿tiene usted compañía?
—Buenos días... Pues... sí..., es un amigo que ha pasado la noche aquí.
—¿Y no se ha desayunado todavía?
—Se ha ido ya.
—No le debiera haber dejado marchar con el estómago vacío. Será mejor que vaya a cambiar las sábanas del cuarto de los invitados.
—No, no. Ya está arreglado.
—¿Que está arreglado? ¿Cómo se le ocurre a usted hacer esas cosas? La próxima vez que sienta ganas de trabajar en la casa, friegue los platos, y yo haré las camas. A mí no me importa hacer las camas. Le voy a tener que cobrar el día completo. He estado esperándole desde las ocho.
—Por eso no se preocupe — dijo Fitzgerald—. Siento haberme dormido.
Mrs. Rosinski le miró con gesto crítico.
—¿No está usted enfermo? Parece que tiene mala cara.
—No —respondió Fitzgerald. Abrió el armario donde se guardaban las escobas y volvió a cerrarlo.
—No me extrañaría que hubiera pescado usted algo —dijo Mrs. Rosinski—. Eso es lo que pasa por andar siempre de la ceca a la meca por países extranjeros. Nunca se sabe lo que puede coger uno.
—Lleva usted razón —asintió vagamente Fitzgerald. Se sintió satisfecho al comprobar que en los anaqueles de la vajilla no había nada más que vajilla.
—Jamás le he visto tan nervioso. ¿Ha perdido algo?
—Sí..., unos papeles...; no sé dónde los he puesto.
—No creo que los haya echado usted al horno —dijo Mrs. Rosinski. Cogió la cafetera y la agitó—. Es una lástima tirar esto. Voy a tomarme una taza. ¿Qué es esto, muffins calientes? Y ricos que están. No parecen comprados. ¿Los ha hecho usted mismo?
—Tengo muchas habilidades desconocidas —dijo Fitzgerald, convencido al cabo de que en la cocina no había más seres animados que él y Mrs. Rosinski—. Una de ellas es saber trabajar venciendo todos los inconvenientes. Voy a vérmelas ahora con la máquina de escribir.
Mrs. Rosinski se sentó en el sitio que no había ocupado nadie, a dar buena cuenta del café y los muffins.
—La cocina no tiene mal aspecto —dijo—. Ya veo que la ha barrido usted. Le haré un buen fregado y después me meteré con el comedor.
—Haga lo que mejor le parezca —le dijo Fitzgerald. Decidió aprovechar la oportunidad que se le presentaba para dejarla sola en la cocina—. Estaré trabajando toda la mañana. No quiero que se me interrumpa. Si llamara el teléfono diga que no estoy. ¡Ah! Hágame el favor de llamar a Bertie para decirle que empiece a dejar otra vez la leche. Que traiga una botella más.
Se alejó rápidamente, antes que Mrs. Rosinski pudiera pensar en algo que preguntarle.
—¿Y para qué quiere una botella más, cuando no se bebe toda la leche que le traen? —le gritó Mrs. Rosinski.
Fitzgerald hizo como que no la había oído y continuó su camino escaleras arriba. Llegó a su cuarto, sacó la máquina del estuche y colocó en ella una hoja de papel. Estuvo un rato, sentado, contemplando el papel con gesto ausente. Quizá tuviera razón Mrs. Rosinski. Quizá estuviera febril y su imaginación fuera la que hubiese inventado a Horace. Pero allí estaban los muffins. El los había comido. Mrs. Rosinski los estaba comiendo ahora. Y si en realidad había un Horace en la casa, ¿dónde se había metido cuando entró en la cocina Mrs. Rosinski? Se tocó la frente. Le pareció que la tenía bastante fresca.
—No quiero importunarle —dijo una voz junto a su oído. Fitzgerald no necesitó volver la cabeza para saber que Horace estaba subido en el respaldo de la silla.
—No sabe lo que me alegra que esté aquí —dijo. Y era verdad.
—Debe perdonarme que me marchara tan inopinadamente —le dijo Horace—. No me encuentro esta mañana con humor para hablar con gente extraña.
—Es mucho mejor —aprobó Fitzgerald—. ¿Cómo se las arregló para...?
—Siga con su trabajo. Me estaré aquí sentado sin despegar los labios hasta que haya terminado.
Aquella sugerencia no irritó a Fitzgerald. Se sentía más tranquilo. La voz de Horace era atemperante. Se veía libre de la tensión de estar preguntándose cuándo oiría gritar a Mrs. Rosinski desde la cocina. Estaba seguro que iba a poder concentrarse en su trabajo.
Empezaron a fluirle sin trabajo alguno las ideas referentes a la organización de la oficina de Washington. Hubiera deseado haber tenido un conocimiento más exacto de los importantes asuntos de Augur y Schloss. Sin embargo, supo darle un tono enfático a sus ideas generales. Estuvo tecleando vivamente durante más de una hora sin poner ni una sola vez un gerundio.
Olvidado por completo de Horace, se echó hacia atrás en la silla y leyó lo escrito. No estaba disgustado con lo que había hecho. Había sabido darle a sus recomendaciones el tono realista que estaba seguro que le gustaría a Schloss, en quien, así le parecía, había dejado una impresión inmejorable.
Sin embargo, no estaba tan seguro de que los fríos razonamientos de su memorándum impresionaran favorablemente a D. C. Augur, a juzgar por sus anteriores entrevistas con el gran hombre. Empero, no llegaría a sus manos antes de la decisiva entrevista del día siguiente, e incluso, muy posiblemente, no llegaría nunca. Tachó unas cuantas palabras, añadió otras y se preparó para copiarlo en limpio.
—Estoy asombrado de lo útil que es esa máquina —observó Horace—. Admiro la habilidad que tiene usted para escribir tantas palabras en tan poco tiempo. ¿Es difícil aprender a escribir con ella?
—Es facilísimo —respondió Fitzgerald—. Yo aprendí sin que me enseñara nadie. Sólo escribo con dos dedos. Los que aprenden a escribir con todos los dedos lo hacen mucho más de prisa que yo.
—La velocidad no significa nada para mí —dijo Horace—. Tengo todo el tiempo del mundo por delante. Me contentaría con el método de los dos dedos si no le importara a usted enseñarme el uso de todas esas palancas y botones.
Fitzgerald pasó la mirada desde el teclado a las manos de Horace.
—Hace falta cierta fuerza para empujar las teclas.
—Soy más fuerte de lo que usted se imagina —respondió Horace.
Fitzgerald se resignó. Después de todo no corría tanta prisa aquella copia. Cuatro libros de la mesilla de noche colmaron el anhelo de Horace de enredar en la máquina. Se manifestó como un alumno aventajado. A los pocos momentos había aprendido el uso de la palanca de las mayúsculas y del espaciador. Protestaba de los intentos de Fitzgerald de querer darle por él al espaciador. Insistía en saltar cada vez sobre la mesa y moverlo él mismo.
—Creo que ya he conseguido asimilar la teoría —dijo—. Lo único que me hace falta ya es un poco de práctica.
—Tengo que salir a comprar algunas cosas —dijo Fitzgerald—. ¿Prefiere quedarse practicando o quiere...? —se detuvo súbitamente, aterrado ante el pensamiento de tener que presentarse con Horace en la tienda del pueblo.
—Me quedaré aquí —respondió vivamente Horace—. No se preocupe por mí durante su ausencia. Después del viaje que he hecho necesito disponer de un poco de tiempo para mí mismo.
Cuando salía Fitzgerald en busca del auto, oyó a Mrs. Rosinski que le hablaba a sus espaldas. Se volvió.
—Ha llamado tres veces el teléfono —le informó—. He hecho lo que usted me dijo.
—Muy bien.
—Las tres veces fué la misma señorita. Era conferencia. No hacía nada más que preguntarme si no se había equivocado de número —Mrs. Rosinski se rió entre dientes—. Parece que le sorprendía algo oír una voz de mujer. La última vez le dije que hablaba con la asistenta. No quería que fuera usted a tener algún disgusto por mi culpa.
—Gracias —dijo Fitzgerald. Estaba seguro que quien le había telefoneado había sido Frances, desde Nueva York—. ¿No dijo cómo se llamaba?
—Sí. Ya casi lo he olvidado. Creo que me dijo Dunning, o algo parecido. Me encargó que le telefoneara usted después de la comida, caso de que hubiera vuelto.
Pasaron dos horas antes que Fitzgerald regresara de hacer sus compras. Diversos encuentros con un número de locuaces conocidos le entretuvieron más de la cuenta. Se encaminó directamente al teléfono y pidió la oficina de Frances.
Mrs. Rosinski se apoyó en el palo de la escoba y se puso a escuchar con manifiesto interés. Aquella cordial participación en sus asuntos privados violentó tanto a Fitzgerald que Frances tuvo que preguntarle si le pasaba algo.
Le explicó, después, para qué le había telefoneado. Hacía un día tan maravilloso que se le había ocurrido la idea de invitar a su amiga Lucy Noble a que se fuera con ella al chalet a pasar el fin de semana. Pero antes quería consultarlo con él. ¿Qué le parecía la idea? Debía decir claramente si le agradaba o no. Si no le parecía bien, no había nada de lo dicho. No quería que por culpa de ella hubiese el menor disgusto. Desde luego, eso no le causaría ninguna extorsión a él. Ellas arreglarían todas las cosas. Prepararían una merienda. Lucy era muy bien dispuesta para las cosas de la casa.
A pesar de no agradarle mucho la idea, Fitzgerald logró decir, con un acento bastante convincente, que el plan le parecía magnífico. Le dirigió una penetrante mirada a Mrs. Rosinski, quien, interpretando erróneamente aquel gesto, dejó la escoba sobre la mesa más próxima, y se sentó.
Frances tenía todavía más sugerencias que hacerle. ¿Qué le parecería si se invitara también a Bill Clark para formar así dos parejas, con lo que ellos dos tendrían más oportunidades de estar a solas? Sí, Clark había regresado. Había venido en el mismo avión que Augur. ¿Lo invitaba ella en nombre de él?
Fitzgerald asintió. Le aseguró a Frances que aquello sería una de las mayores alegrías para él. Después, Frances quiso saber por qué tenía aquella voz tan rara. Fitzgerald le dijo que creía que se había resfriado un poco. Al oír aquello, Frances se mostró toda solicitud.
Lo mismo que Mrs. Rosinski tan pronto como Fitzgerald volvió a colgar el receptor.
—Ya le dije yo a usted que tenía mala cara —le dijo—. Lo mejor que podía hacer es acostarse ahora mismo. Lo que necesita es un buen vaso de limonada caliente. Llame un taxi para que me lleve a casa y yo misma se la traeré. ¿He oído bien que van a venir tres invitados de Nueva York el viernes? Haré que me traiga Les por la tarde para prepararles la comida. No me gusta ir a guisar a ningún sitio; pero, por tratarse de usted, le ayudaré en esta ocasión. Deme algo de dinero y yo me encargaré de comprar las cosas.
Fitzgerald le dió las gracias, aunque sabía que no habría tempestad ni terremoto capaz de impedir que Mrs. Rosinski apareciera por allí con un pretexto u otro para obtener una primera impresión de los invitados. Declinó firmemente la limonada y él mismo la llevó a su casa en el auto.
Al retorno iba pensando sentimentalmente en la dicha de tener a Frances bajo su tedio. Aquella sería la última oportunidad que tendría Frances de ver el chalet antes de la boda. Podría demostrar cuáles eran sus deseos respecto a las innovaciones y mejoras, y la próxima vez que volviera ya sería el chalet de los dos, transformado, dentro de lo posible, según el gusto de ella. Se preguntó por qué le habría desconcertado tanto en un principio la idea de los invitados. Tenía ganas de ver a Bill. Podría resistir la presencia de Lucy Noble durante dos días. Decidió ocultar durante ese tiempo el antagonismo que despertaba en él Lucy. Ella y Frances eran íntimas amigas. Con la ayuda de Mrs. Rosinski pasarían un buen fin de semana.
Al tiempo de quitar la llave del coche se sintió paralizado por un pensamiento. Se había olvidado por completo de Horace. En lo que a él se refería había aceptado su presencia sin reservas, pero no se hallaba preparado para presentárselo a nadie. ¿A Frances? ¿A Lucy? ¿Incluso al mismo Bill Clark? Era algo inconcebible. La sola idea le ponía la carne de gallina. ¿Qué es lo que iba a hacer con Horace?
¿Cuánto tiempo pensaría permanecer allí? Y después de la boda, ¿qué? Decididamente, el gnomo no se llevaría bien con Frances. Sin embargo, Fitzgerald se sentía obligado al amigo. Empezaba a darse cuenta de lo extrañas y profundas que eran aquellas obligaciones. Habría que llegar a un arreglo que satisficiera a todas las partes. Tenía que consultar con Horace. La franqueza sería la mejor política.
Horace no estaba en el dormitorio, donde lo había dejado Fitzgerald. Lo buscó por toda la casa sin encontrar el menor vestigio de él. Empezó a sentirse intranquilo pensando si no le habría ocurrido alguna cosa.
Continuó la búsqueda, con ánimo atribulado, por el pequeño y descuidado jardín, donde las siemprevivas del año anterior asomaban caprichosamente sus cabezas aquí y allá. Recorrió la senda que bordeaba el arroyuelo, mirando bajo los arbustos y entre los árboles, llamándole quedamente a cada pocos pasos. Pero Horace no aparecía por parte alguna.
Fitzgerald veía aumentar su pesadumbre y desaliento a medida que el sol se acercaba a su ocaso. Tomó lentamente el camino de regreso y empujó la puerta de la cocina, aterrado por la idea de que algún zorro o algún halcón hubieran dado buena cuenta de su pequeño amigo. Se hallaba profundamente afectado. Había llegado a sentir verdadero afecto por Horace.
Horace estaba sentado en el anaquel de la cocina, removiendo algo en una marmita de hierro con una cuchara de madera tan grande como él mismo. Saludó inmediatamente a Fitzgerald.
—Me alegro que se haya llevado a esa mujer. Por no decir otra cosa peor, es más insoportable que útil.
—¡Vaya rato que me ha hecho usted pasar! —le dijo Fitzgerald—. Temía que le hubiera ocurrido algo.
—Lo siento —contestó Horace—. No vuelva a preocuparse más por mí. Sé cuidarme bien de mí mismo. Y ahora volvamos a la mujer. No tengo nada contra ella; de lo único que me quejo es de sus hábitos.
—Tiene la mala costumbre de interesarse demasiado por las conversaciones telefónicas de los demás.
—¿Eso? —dijo el gnomo—. No veo ningún daño en esa costumbre. ¿De qué otro medio se iba a valer para enterarse de lo que quiere saber? A lo que yo me refiero es a algo más serio que todo eso. Esconde la comida.
—¿Que esconde la comida? No he visto otra como ella para tirarla, —La esconde. Y cuando puede, la encierra bajo llave. No tiene espíritu hospitalario. Por cierto, como le pasa a toda la gente de los alrededores. Encierran todo bajo llave, y no se dejan jamás un poco de comida en un plato o en una taza. Encierran incluso la leche que ordeñan. No me querrá creer, pero estuve esperando pacientemente a que un individuo terminara de ordeñar una vaca. Y cuando dejó a la pobre más seca que un desierto, se llevó los cubos de la leche a su casa sin derramar siquiera una gota, y mucho menos sin ocurrírsele dejar un plato a la puerta por si pasaba alguien por allí que tuviera sed.
—La gente de esta parte del país tiene fama por su acendrada virtud ahorrativa.
—¿Virtud dice usted? No es precisamente esa virtud la que yo admiro. Admitamos mejor que no son generosos. También vi a otro individuo que...
—Parece que ha andado usted correteando por los alrededores en mi ausencia, ¿no?
—Como no tenía el menor deseo de entablar amistad con esa mujer, y como me encontraba un poco solo, por no decir nada del apetito que sentía, salí a inspeccionar los alrededores y a ver lo que podía encontrar.
—Tampoco yo he comido —dijo Fitzgerald—. Vamos a preocuparnos de la cena.
—Ya la tiene casi hecha —dijo Horace—. En lo que a mí respecta, ya he comido. Tienen ustedes aquí una costumbre que no puedo por menos de alabar: la de dejar las botellas de la leche en la puerta al alcance de cualquiera.
Pasaron las primeras horas de la noche en agradable camaradería. Con una botella de whisky entre ambos: Fitzgerald tendido en el sofá, frente a la chimenea, y Horace sentado en la mesita de los licores, con las piernas cruzadas y lo más cerca posible de la botella, relatándole a su anfitrión sus primeras impresiones de Nueva York. Fitzgerald le escuchaba medio adormilado.
—Es una gran ciudad, como usted bien decía. Verdaderamente, y considerando el poco tiempo que estuvimos en ella, no puedo decir que la conozca bien. Sin embargo, espero conocerla mejor. Me contenté con una impresión general de su aspecto físico. De la gente es bien poco lo que puedo decir. Decidí vivir mi vida yo solo y no entablar amistades.
—Hizo muy bien.
—En cuanto a los pocos que tuve la oportunidad de observar de cerca, de ésos me reservo la opinión. Encontré algunas personas verdaderamente interesantes. Particularmente las mujeres y los jefes de camareros. ¿Le gustaría a usted ser uno de ellos, o no tiene ambiciones de poder?
Fitzgerald levantó la cabeza.
—¿Dónde estuvo usted?
—Acompañándole. No quise atraer su atención hacia mí por miedo a distraerle de los importantes asuntos que tenía entre manos —miró ostensiblemente su diminuto vaso. Lo tenía vacío—. Es sorprendente lo pronto que se acostumbra uno a ese whisky que guarda usted en la alacena.
Fitzgerald le volvió a llenar el vaso, un vasito de licor. Ya había logrado superar el asombro que le produjera la discrepancia que existía entre el tamaño de Horace y su capacidad para beber whisky, sin ningún efecto visible.
Decidió lanzarse al toro y discutir los problemas que le atormentaban. Empezó a pensar en la manera menos violenta de presentar las dificultades que surgirían con motivo de los invitados que iba a recibir. Pero Horace se le anticipó.
—Espero que me perdonará usted si me ausento durante unos días —le dijo—. Tengo algunos planes en proyecto. Estaré fuera un día o dos. Volveré con toda seguridad el lunes. Ya lo he pensado, y he decidido que con esos amigos que van a venir no echará usted en falta mi compañía.
—Eso ni que decir tiene —asintió Fitzgerald con calor—. Está usted en completa libertad para ir a donde le plazca y cuando le plazca.
Fitzgerald decidió aprovecharse de una coyuntura tan afortunada.
—Estoy verdaderamente encantado de haber recibido su visita. Tiene usted mi casa a su disposición; pero no tengo más remedio que hacerle recordar que no me avisó usted de su llegada. Yo también tengo algunos planes hechos. Me voy a casar muy en breve.
—¿Sí? —dijo Horace, con aire complacido—. Aunque yo no he estado nunca casado, me doy cuenta de que es una cosa que podría convenirle. Confieso que se me ocurrió ese mismo pensamiento poco después de nuestro primer encuentro. Después, con el viaje y unas cosas y otras, se me fué de la cabeza. Ya había hecho algunos planes de naturaleza práctica. Tengo una memoria excelente, aunque por el momento no me puedo acordar del nombre de las ciudades. ¿Cómo se llama aquella ciudad tan grande donde se detuvo el tren cuando veníamos de Nueva York?
—¿New Haven..., Bridgeport..., Stamford? Nos detuvimos en varias estaciones —sugirió Fitzgerald pacientemente. Horace parecía estar apartándose del tema de la conversación.
—¡Bridgeport! —exclamó Horace con aire de triunfo—. ¡Pensar que haya podido olvidárseme cuando recuerdo perfectamente que el próximo septiembre hará veinticinco años que el pobre Pat Flaherty salió de Ballynabun para establecerse allí!
—¿Por qué el pobre Pat Flaherty? —preguntó Fitzgerald con aire ausente, pensando que aquel brote de impertinente reminiscencia era la primera señal que había dado Horace de su misteriosa edad.
—Es una manera convencional de hablar de los muertos —admitió Horace—. No tenía nada de pobre. Murió hace unas semanas, dejando una buena suma a sus herederos.
—¿Cómo se ha enterado usted?
—Tengo como norma preocuparme de estar siempre bien informado de los asuntos locales —le dijo Horace—. Pero dejemos ahora a Pat. Estábamos hablando de Bridgeport.
—¿Es tan importante?
—Cuando vaya usted a Bridgeport...
—No pienso ir jamás a Bridgeport —le interrumpió Fitzgerald.
—Cuando vaya usted a Bridgeport no se sorprenda de nada. Todo está pensado hasta el último detalle para que resulte lo mejor posible. Ahora que ha salido a relucir el tema de su matrimonio, le aseguro que estoy dedicando a él toda mi atención. Puede usted dejar todo el asunto en mis manos con entera tranquilidad.
—¿Mi matrimonio? Se lo agradezco mucho —dijo Fitzgerald secamente—. Le agradezco que se tome tanto interés por mis asuntos; pero está ya todo arreglado. Lo he arreglado yo a mi completa satisfacción.
El rostro de Horace se contrajo súbitamente en una mueca que no se sabía si era de dolor o de enojo. Parecía un chico a punto de coger una rabieta. Se volvió y se deslizó tras los libros que había en el último anaquel de la librería. Se hizo el sordo desde su santuario a todos los halagos de Fitzgerald, hasta que éste se sintió aburrido. Decidió marcharse a la cama y dejar a su invitado que hiciera lo que quisiera.
Estaba a punto de apagar la luz que había junto a la chimenea cuando vió a Horace sobre la mesa, casi al alcance de su mano.
Horace, con su más encantadora sonrisa, se excusó por su mal genio, y añadió con aire magnánimo:
—Ha sido usted un buen amigo para mí, Fitzgerald. Creo que debo mostrarme indulgente y tratar de salvarle de su tozudez.
—No hablemos más del asunto —dijo Fitzgerald secamente.
—Por el contrario, yo creo que debemos discutirlo con tranquilidad —sugirió Horace—. Quizá esté equivocado. Quizá haya formado un juicio demasiado prematuro.
—No puedo negar que le tengo verdadero afecto —dijo Fitzgerald—. Creo que estoy en deuda con usted por... por una excepcional ayuda en ciertos asuntos. ¿No llevo razón?
—He hecho lo poco que he podido, y siempre pensando en su beneficio —admitió Horace modestamente.
—Le estoy muy agradecido, créame —le dijo Fitzgerald—. Si no le he expresado mi gratitud ha sido por... distracción..., por fatuidad... —titubeó, tratando de escoger las palabras.
—Le ruego que no hable más de eso —se apresuró a decir Horace—. Ciertas cosas es mejor darlas por supuestas.
—La amistad no debe pasar de lo que es puramente la amistad. A pesar de lo agradecido que le estoy, no puedo permitir que se meta en mi vida privada.
—¡Ah!, quiere usted tener una vida privada —dijo Horace—. Me alegro que me lo haya dicho claramente.
—Naturalmente que quiero una vida privada. Ese es el verdadero fin del éxito material..., hacer posible..., proteger uno su vida privada.
—¡Ah! —dijo Horace. Saltó a la mesita de los licores, cruzó las piernas y se sentó. Se puso a contemplar las encorvadas punteras de sus zapatos.
—Así, pues, ha escogido usted una mujer, ¿no?
—Las mujeres no se «escogen». Se enamora uno de ellas.
—¡Ah! —tornó a repetir Horace—. La mujer de la cabellera de oro. ¿Cómo es?
—Muy guapa.
—Eso ya lo he visto por mí mismo. No es usted ya ningún muchacho de veinte años, Fitzgerald. Un hombre de su talento no se enamora de un rostro bonito. ¿O estoy equivocado? ¿Por qué quiere usted a esa mujer?
Fitzgerald empezó a pasear, lleno de enojo, por la habitación, tratando de conservar la calma bajo la impertinente lluvia de preguntas.
—Si le hago esta pregunta es sólo por el afecto que le tengo —dijo Horace dulcemente—. No creo que ocasione ningún daño decirlo claramente.
—¿Cómo puede expresarse con palabras la atracción que una persona siente por otra? Es algo demasiado individual, demasiado complejo.
—Puede intentarlo —le sugirió Horace blandamente.
—Es una mujer excepcional. En ella se combina todo lo que puede pedirle uno a la gracia y a la dulzura femeninas, con la decisión de un hombre y el cerebro de un hombre.
—¿Y qué de malo tendrían un cerebro femenino y una decisión femenina?
—Es una manera de hablar —dijo Fitzgerald—. Merced a su coraje y esfuerzo, ha conseguido un puesto en el mundo masculino que muchos hombres envidiarían.
—¿Y por qué tuvo que hacer eso?
—Porque se vió obligada. No ha tenido una vida fácil. Su padre había sido un hombre rico; pero murió sin dejar una perra. Ella había crecido en un ambiente de seguridad y rodeada de ciertas comodidades. Todo lo perdió. Se puso a trabajar. Después se casó, pero fué un matrimonio desgraciado. El marido murió... de la bebida, según he oído. Entonces tuvo que ponerse otra vez a trabajar. Las circunstancias eran más difíciles. Tenía más años, carecía de práctica. Pero poseía coraje, decisión e inteligencia. Consiguió lo que quería. Yo la admiro enormemente.
—¿Y qué es lo que quería?
—Una seguridad en la vida, me supongo. ¿No es eso lo que queremos todos?
—¿Entonces para qué le hace falta usted?
Fitzgerald se quedó con la vista clavada en el vacío.
—Va a casarse conmigo porque me ama.
—¡Ah! —dijo Horace—. Me había olvidado de eso. Ha sido una conversación muy interesante. Dejemos que los acontecimientos sigan su curso. Le deseo que pase muy buena noche.