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PODRÍA servirme algo de beber? —preguntó Fitzgerald—. Es lo que necesito en estos momentos. He hecho buena tontería.
Norah le sonrió. Parecía mucho más joven cuando sonreía.
—Ya le tengo preparado un whisky ahí dentro. Se lo serví cuando el pequeño Mickey, el de la tienda, vino a decirme que ya bajaba usted por la calle.
Fitzgerald siguió tras Norah hasta un pequeño departamento contiguo al comedor y a espaldas del local donde estaba el mostrador. A través de la pared llegaba un murmullo de conversaciones masculinas. Dió por supuesto que tenía que ser él el tema principal sobre el que girarían todas las conversaciones de la vida social de Ballynabun, y agradeció mentalmente la soledad del pequeño cuarto. Agradeció también, que el whisky hubiera sido servido con generosa mano.
—¿Quiere usted acompañarme? —le preguntó a Norah.
Norah movió la cabeza.
—Tengo que prepararle la cena. Debe de estar usted desfallecido.
—No se preocupe por eso —le respondió Fitzgerald—. Estoy verdaderamente desalentado. Siéntese aquí conmigo a charlar un poco.
Norah se sentó a la mesa.
—No es que me desagrade beber un poco de cuando en cuando —le confesó Norah—; pero cuando se tiene una taberna, es mala cosa ponerse a beber con los parroquianos. Debe usted comprender que me sobra la razón.
Fitzgerald admitió que llevaba razón, y se bebió de un trago la mitad del vaso.
—Tengo que enviar un cablegrama, una partida de cablegramas —dijo—. ¿Cómo podré hacerlo?
—Muy fácil —le aseguró Norah—. Con viento favorable, Mickey —me refiero al mayor— puede llevárselos a Ballytober a primera hora de la mañana.
—¿Y no puede ir esta noche?
—¿Esta noche? ¿En el bote? ¿Y qué se iba a conseguir con eso estando ya cerrada la oficina?
Fitzgerald cerró los ojos y trató de adaptarse a la situación.
—Buena la he hecho —dijo con desaliento—. No puedo hacer nada. Me encuentro atado de pies y manos.
Norah emitió unos murmullos de simpatía.
—Acabo de destrozar estúpidamente la oportunidad de conseguir el mejor empleo de mi vida —explicó—. Y... otras cosas, además. Buena partida le he jugado también a otra persona... Estoy furioso conmigo mismo. Pero dejemos esto y hablemos de algo más agradable. Cuénteme algo de usted.
—¿De mí? —exclamó Norah, sorprendida—. Poco es lo que podría contarle. Le traeré otro whisky.
—Tengo bastante con uno, gracias.
Salió y regresó a poco con una botella. Volvió a llenarle el vaso. Fitzgerald la contemplaba con satisfacción. Era toda una mujerona; empero, sus lentos movimientos no carecían de gracia y destreza. Sus ampulosas curvas guardaban proporción con su estatura.
—Hera 1, la de la dulce mirada —murmuró Fitzgerald.
Norah enarcó las cejas en un gesto interrogante.
—Es un cumplido —aclaró Fitzgerald—. Me gusta verla servir el whisky. Le estoy muy agradecido por lo bien que se está portando conmigo.
—Hay ocasiones en que el hombre necesita un trago —le dijo—. A Barry, mi marido, cuando estaba en tierra le gustaba beber. Aunque, eso sí, no se emborrachaba jamás. Sabía beberlo. Sin embargo, en el mar ni lo probaba —añadió rápidamente, como si considerara esto de gran importancia.
—¿Ha muerto? —le preguntó Fitzgerald.
—Sí. Hace ya seis años. Que Dios le tenga en su gloria. Lo torpedearon en el mar del Norte al principio de la guerra. Era primer piloto de un buque mercante. Vivíamos en Liverpool, y después de su muerte, como ya nada me ataba allí, me vine a mi tierra. ¿Qué otra cosa iba a hacer?
—¿Entonces es usted de Ballynabun?
—Nací aquí mismo, en la Kittywake 2; así es como le llamo a la taberna. He encargado una muestra con una kittywake con las alas extendidas, como si estuviera volando. Mi padre siempre tuvo esa misma idea, pero jamás lo hizo. El también la llamaba la Kittywake, aunque todos los demás la conocían por la casa de Dan. A mí nunca me gustó que la llamaran así, ni a él tampoco; pero era demasiado comodón para preocuparse por eso.
—¿Le gusta a usted estar al frente de una taberna?
Norah volvió a mirarle con gesto de sorpresa.
—¿Y por qué no? Después de haber muerto todos mis hermanos, ¿quién se iba a hacer cargo de ella? Como no tengo familia, me sirve de distracción. La mujer que se encuentra sola no tiene humor ni para guisarse. Así, tengo que preocuparme de Taedy. Claro que me sirve de mucha ayuda, en lo que puede.
Norah apoyó los redondeados codos sobre la mesa y continuó hablando de los problemas que traía consigo el estar al frente de una taberna. Lo hacía con la patente intención de distraer a Fitzgerald de sus preocupaciones. Mientras escuchaba su agradable y cantarina voz, abstraído en sus propios pensamientos, Fitzgerald se dió cuenta de la blancura de sus redondeados antebrazos y de lo delicado de su piel. Llevaba el pelo partido por la mitad y recogido en un moño en la parte posterior de la cabeza. Era sedoso, mate y casi negro. Fitzgerald iba superando poco a poco la sensación de derrota ante la afectuosa amabilidad de la tabernera. Se iba sintiendo mucho mejor. Cuando vió que se callaba, le preguntó:
—¿Y viene mucha gente por aquí?
—Es la única taberna que hay en Ballynabun, y como, además, no hay ninguna en Dumaine... —le respondió—. ¿Le gusta a usted el pescado?
—Sí; desde luego que me gusta —le respondió, ajustándose al repentino cambio en la conversación—; pero por mí no se moleste. Comeré lo que haya. Si puedo disponer además de un sitio para pasar la noche, me doy por contento.
—¿Y dónde iba usted a dormir sino aquí? También tenemos habitaciones. Taedy le ha subido ya el equipaje a la mejor de las tres. Da a la bahía. Si a usted no le importa eso...
—¿Importarme? ¿Por qué?
—No..., por nada...; pero creía que después de su caída al mar... No he querido preguntarle nada por si a usted no le...
—¿Mi caída al mar? No me he caído a ningún sitio —respondió Fitzgerald, irritado—. Pero ¿de dónde se ha sacado todo el mundo esa idea?
La tabernera le miró el empapado traje y se puso en pie en silencio. Fitzgerald siguió sus movimientos con la mirada.
—¿No siente usted el menor interés por lo que me haya podido pasar?
—Ya lo creo que lo siento.
—Entonces, ¿por qué no me ha preguntado nada?
—Porque si usted hubiera querido decírmelo, me lo hubiera dicho.
Fitzgerald se quedó interiormente sorprendido ante lo extraño del caso: una mujer que no le gustaba meterse donde no la llamaban. Sin embargo, se sintió levemente molesto porque no le hubiera preguntado nada.
—Después de todo, la cosa no tiene nada de particular. Salí esta mañana a darme un paseo, con la intención de estar una hora poco más o menos, y me perdí. Eso ha sido todo.
La tabernera se le quedó mirando pensativamente.
—Es extraño que pudiera perderse. Siguiendo toda la costa, hacia el sur, hubiera llegado a Dumaine; y hacia el norte, a Ballytober, aunque para llegar a ese pueblo hubiera necesitado al final un bote. De todas formas, por esos sitios siempre hay gente, y cualquiera le hubiera indicado el camino de regreso muy a gusto.
—No fuí hacia el sur ni hacia el norte sino hacia el este.
—¿Hacia el este? —los ojos de Norah se ensancharon—. Hacia el este no puede ir usted a otro sitio que a la granja de Mickey O’Dooley.
—Hay un camino carretero junto a la iglesia, y me fuí por él.
—Ya lo conozco; pero sólo llega hasta la casa de O’Dooley.
—Está usted equivocada. Es cierto que después se convierte en una senda, pero también es cierto que lleva hasta la falda de aquella montaña.
Fitzgerald señaló a través de la abierta ventana el elevado pico que se alzaba a espaldas del pueblo. Norah siguió la indicación con la mirada y movió la cabeza.
—¿A Knocknasheega? No puede ser. No hay ninguna senda que lleve a Knocknasheega.
—Pues yo he estado allí, y me he trepado mis buenas doce millas —dijo Fitzgerald con cierto dejo de impaciencia—. No quiero discutir con usted, pero ésa es la verdad. Seguramente que ha cambiado esto mientras usted ha vivido en Inglaterra.
—No creo que haya cambiado tanto —respondió Norah—. Pero continúe. No le interrumpiré más.
—Siguiendo esa senda —continuó— me metí en una arboleda, y cuando se presentó el chubasco tenía las nubes a mis pies.
—¿Chubasco? ¿Qué chubasco?
—¿No ha llovido aquí? Eran tan densas las nubes y estaban tan bajas, que no creí posible que fuera a marcharse el avión. La senda tiene que tener algunas ramificaciones por entre los brezos, porque cuando quise regresar no fuí capaz de encontrarla, debido a la niebla.
—La niebla... —murmuró Norah.
—Tuve que estar andando horas, hasta que llegué a una charca...
—¿Una pequeña charca sobre la que cae una cascada?
—Sí —contestó Fitzgerald—. Había una cascada. Y tampoco me caí a la charca. Si tengo la ropa empapada, es por la niebla. No la he visto más espesa en mi vida. Me figuro que tuve que estar dando vueltas, porque...
—¿Entonces ha estado usted en «esa» charca? —se alejó unos pasos—. Creo que lo mejor que debe hacer es ir a mudarse. Yo iré, mientras tanto, a ver cómo anda su comida.
Se marchó sin hablar más. Fitzgerald subió por una gastada escalera, y tuvo que buscarse él mismo, probando aquí y allá, el cuarto que le habían asignado.