14
AQUEL mismo jueves por la mañana, Frances extendió el brazo hacia el pequeño reloj esmaltado que tenía en la mesilla de noche y oprimió el botón del despertador. La idea de que la irritante campanilla empezara a tocar a las siete solía despertarla siempre a tiempo de evitarlo. Eran las siete menos cuarto. Aunque el dormitorio estaba orientado al noroeste y se hallaba sombreado por unas altas edificaciones, la cualidad del aire y de la luz le dijeron que aquel día de finales de primavera lucía el sol.
Todavía en la cama, estuvo preguntándose cuánto tiempo tendría que pasar aún hasta poder encontrar un cuarto no más bajo del décimo piso, orientado al mediodía y con una terraza lo suficientemente amplia donde pudieran comer holgadamente hasta ocho personas. La estrecha galería donde había podido meter cuatro sillas no tenía ningún valor práctico. Si había de pasarse el verano en Nueva York, era imprescindible poder disponer de una buena terraza.
Tres años antes, el piso que ocupaba ahora le había parecido maravilloso. Era céntrico y había sabido darle un aire de distinción. El cuarto de estar tenía una chimenea con una campana bastante decente. El principal inconveniente era la falta de espacio. No había suficientes armarios empotrados, y el dormitorio era demasiado pequeño. Suspiraba por un comedor amplio. Era deprimente ver a Ernestine quitar de la pared del vestíbulo la mesa de patas plegables mientras los invitados tomaban sus cocktails frente a la chimenea, simulando que no se daban cuenta de la maniobra.
Si el arquitecto del edificio hubiera tenido el suficiente talento para hacer accesible desde la cocina aquel angosto cuarto que en el plano estaba clasificado como dormitorio, algo hubiera podido hacerse con él. Pero de la manera que se hallaba, sólo lo empleaba como cuarto trastero. Estaba lleno de maletas, cajones de libros sin abrir, ropas que no tenían cabida ya en los estantes del cuarto de baño, cuadros que habían dejado de hacer juego con el nuevo decorado de la casa, armarios con aspecto de ficheros, donde guardaba toda su correspondencia desde hacía siete años, y una máquina de coser, comprada años atrás, y que jamás había utilizado.
Se había ido a la cama la noche anterior pensando en aquel cuarto. Podría convertirse en un gabinete masculino. Las maletas podrían bajarse al cuarto de desahogo. Los trajes de noche los metería, como fuera, en el armario ropero. Había visto una cómoda en Madison Avenue...; con eso y con una mesa de caoba, puesta a escuadra con la ventana —afortunadamente la caoba volvía a estar de moda—, los hombres la preferían a esos horribles muebles pintados de blanco. Pensando en todo eso, se había quedado dormida.
La pesadilla de aquel cuarto la despabiló por completo. ¿Por qué tenía que preocuparla el piso cuando todo se iba desarrollando de una manera tan fantástica, cuando la vida se presentaba tan llena de promesas? El piso importaba poco. Ya se las arreglarían de alguna manera. Era demasiado maravilloso que Fitz hubiese hecho un trabajo tan magnífico; su querido Fitz, tan encantador y tan inteligente..., si al menos se le pudiera hacer descender de las nubes...
Las siete. Se sentó en la cama y deslizó los pies en el interior de unas zapatillas del mismo brocado azul que el pijama. Después se encaminó a la cocina, ahogadas sus pisadas por la mullida y gruesa alfombra gris que cubría el dormitorio, vestíbulo y cuarto de estar, de pared a pared.
Midió el café rápida y expertamente, y lo echó en la cafetera francesa. Encendió el hornillo eléctrico y puso en él un cazo automático con agua. Preparó una bandeja amarilla con una huevera, un platillo, un plato con galletas Melba, un vaso de zumo de naranja y una pequeña servilleta gris, de lino.
Se llevó la bandeja al cuarto de estar y puso en ella tres cigarrillos, su ración para la mañana, que sacó de una cajita de peltre. Precisamente tres. Había fumado demasiado desde que A. y S. comenzaron la propaganda de los Rajahs. Aunque ella era la que había aprobado el texto, aquella pretensión de que los Rajahs eran beneficiosos para la garganta, no dejaba de ser exagerada.
Cogió el Herald Tribune y estuvo repasando los titulares de las noticias, hasta que la llamó a la cocina el pitido del cazo automático. Vertió en la cafetera de vaso la necesaria agua hirviendo y se dirigió al cuarto de baño, encendiendo, al pasar, un pequeño aparato de radio. Aquella era la rutina de todas las mañanas.
El cuarto de baño era la cristalización de los deseos que había tenido que reprimir durante un sinfín de años difíciles. Frances poseía un gusto delicado, incluso austero, para los vestidos y los objetos de que se rodeaba. Sin embargo, en aquel cuarto de baño florecía en una especie de exuberancia cosmética.
Los espejos lo hacían parecer más amplio de lo que en realidad era. El tocador, con unas faldas de quimón amarillo, glaseado, y una intensa iluminación, exhibía un variadísimo surtido de frascos ornamentales que lindaba con los terrenos de la fantasía. La repisa de tres entrepaños que había junto a él era un verdadero laboratorio de belleza. Se veían en ella todas las mixturas conocidas para la preservación y realce del encanto femenino: cremas para el rostro, ojos, cuello y espalda; lociones de limpieza, atemperantes, estimulantes; ungüentos para el cabello, las pestañas, las uñas..., todo lo necesario, en fin, para la composición de una base fundamental de belleza. No faltaban tampoco aquellos otros productos imprescindibles para el retoque final del rostro, tales como coloretes, barras de labios para cualquier hora del día y cualquier iluminación, polvos y, como complemento de la colección, pintura para los ojos y lacas para las uñas.
Una cosa, empero, era común en aquella costosa y seductora colección: la etiqueta. Cada uno de los frascos, pomos y demás productos llevaban el facsímil de una firma en letras plateadas con el nombre de «Camille Carette».
Mientras el baño se llenaba de agua, Frances estuvo contemplando con satisfacción su laboratorio de belleza. Ninguno de aquellos productos le había costado un céntimo. Camille Carette, cliente de Augur y Schloss, individuo voluminoso y de aire meridional, se mostraba en extremo generoso con ella.
Era aquél un buen asunto, mucho más eficaz, en su opinión, que el aceite de tortuga que tanto le había quemado la sangre hacía poco más o menos un año. Los del aceite de tortuga tenían unas ideas anticuadas respecto a la forma de llevar el negocio y la propaganda. Habían sido un verdadero suplicio para ella. Poco perdieron Augur y Schloss cuando se fueron con Potter y Price. Allá se las entendieran con ellos Potter y Price. Carette era un buen asunto.
A pesar del tentador despliegue de frascos y pomos, Frances se hizo la toilette para el día rápida y simplemente. El cabello, brillante y de un rubio ceniza, se amoldó dócilmente al peinado. Apenas si se arregló el rostro. Frances mantenía una severa teoría respecto a lo que correspondía a una oficina. También sabía que su delicado cutis y acentuados rasgos necesitaban poco realce artificial.
Se tomó apresuradamente una segunda taza de café y se detuvo en el vestíbulo a escribir unas líneas sobre un bloc de notas. Se oyó el ruido de una llave en la cerradura, y se abrió la puerta.
—Cuánto me alegro que hayas venido temprano, Ernestine —le dijo a la que acababa de entrar. Era una negra de edad madura y exterior pulcro y aseado—. Tengo una prisa enorme. Aquí tienes una lista de lo que hay que comprar. Trae algunas flores de la tienda de la esquina. De lis, o algo por el estilo. Di que son para mí. Ya saben lo que quiero.
—Está usted encantadora esta mañana, Miss Dunhan —dijo Ernestine—. Es nuevo ese vestido, ¿no? Me gusta mucho el color.
—Me alegro que te guste. ¡Ah! No se te olvide plancharme el vestido amarillo. Y trae también unas cuantas velas amarillas. Grandes.
—Sí, señora. ¿Qué quiere usted que haga con ese otro vestido estampado, blanco y negro?
—Todavía no he decidido nada. No me hace mucha gracia. Puedes quedarte con él, Ernestine. Seguramente te estará bien quitándole el dobladillo.
—Ya lo creo que sí. Muchas gracias. Siempre pensé que ese vestido era demasiado serio para usted. Pero no vaya a dar también ese que lleva puesto, ¿eh?
—No te preocupes, Ernestine. Si se me ocurriera alguna cosa más, ya te llamaría desde la oficina.
Frances cogió el bolso, los guantes y un gran sobre de papel manila de encima de la mesa del vestíbulo.
—Sí, señora. Esta mañana parece usted enteramente una novia —le dijo Ernestine cuando Frances ya se marchaba.
Frances se echó a reír y dejó que la puerta se cerrara a sus espaldas.
* * *
—Ya te he dicho que está todo solucionado, Fitz —le dijo Frances—. No tienes que ayudar en nada. Ernestine lo terminará todo mañana. Podría haber quedado esta noche, si hubiese querido yo, pero no nos hace falta. Tomémonos tranquilamente el café sin preocuparnos para nada de la cocina.
—Eres la mujer más competente que jamás he visto —le dijo Fitzgerald—. Preparar una cena de éstas, como quien no hace nada, y sin perder ese aire de Circe que tienes...
—No, Fitz —dijo Frances, bajando los ojos con burlona modestia—. No puedo seguir aceptando más alabanzas inmerecidas. No he sido yo la que ha hecho la cena. Quise hacerla, y lo tenía ya todo dispuesto. Pero esta misma tarde me enteré de que había una conferencia y que tenía que asistir a ella. Sabía que no podía regresar a casa antes de las seis. Hay un sitio estupendo en la calle Setenta y Tres... Es suficiente con que se les avise con dos horas de anticipación. Cuando te vi tan entusiasmado con la salsa, creí que te habías dado cuenta. Una salsa de ésas no se hace en una hora. Lo que hice yo fué el aderezo de la ensalada... hace tres días. También he hecho el café, y corté los aguacates por la mitad. Eso es todo. Ya tienes mi confesión completa.
—Pues te ha salido un café estupendo. ¿No hay un poco más? —preguntó Fitzgerald—. ¿Qué importancia tiene que hicieras tú la cena o no? De una manera u otra, no hay cosa que te pongas a hacer que no la hagas a la perfección.
—¡Oh, Fitz..., es lo más encantador que te he oído decir jamás...! ¿Más azúcar? Desde luego, no lo he hecho muy mal, ¿verdad? Sobre todo teniendo en cuenta lo tarde que vine. Y no sólo eso, sino que después tuve que pedir dos conferencias telefónicas y arreglar las flores. Quería que me encontraras lo más atractiva posible. Y, a pesar de todo, a las siete y cuarto en punto ya estaba arreglada y tenía todas las cosas listas.
—Eso es lo que se llama eficiencia —dijo Fitzgerald, moviendo la cabeza con aire solemne—. Yo llegué con cinco minutos de retraso, ¿se puede saber qué es lo que estuviste haciendo entre las siete y cuarto y las siete y veinte?
—¿Qué quieres decir con eso de qué estuve haciendo? ¿Cómo quieres que me acuerde?
—Tienes que acordarte. Es muy importante.
—Pues... volví al dormitorio y me pinté los labios de otro tono. ¿Por qué...? ¡Oh, Fitz, te estás burlando de mí...!
Fitzgerald se echó a reír.
—¡Pensar que malgastaste aquellos cinco minutos! Te voy a estropear ahora mismo esa pintura.
Cuando la soltó, Frances se le quedó mirando con los ojos muy abiertos. Tenían un matiz umbroso.
—Eres un verdadero hechicero, Fitz —le dijo débilmente—. Creía que jamás volvería a querer sentir de esa manera con nadie... Y ahora..., así es como quiero sentir... ¡No! —le apartó cariñosamente—. Tenemos toda la vida por delante, Fitz. Seamos ahora un poco sensatos.
—Entonces, ve a pintarte otra vez los labios. Estando así no respondo de lo que haga.
Cuando regresó Frances, Fitzgerald estaba abstraído en sus pensamientos, calentando en la mano el vaso de coñac.
—Vamos a encender la chimenea, ¿quieres? —dijo Frances—. Ya sé que hace demasiado calor; pero la lumbre me adormila. Me gusta sentir ese dulce soporcillo.
Fitzgerald arrimó una cerilla a los papeles que había debajo de los leños de abedul, escrupulosamente proporcionados al tamaño de la chimenea. Después se recostó en el sofá y Frances se acurrucó en el suelo, a los pies de él. Descansó la cabeza en las rodillas de Fitzgerald.
Los leños empezaron a arder inmediatamente. Sus llamas se reflejaban sobre la amarilla superficie de la pared opuesta, sobre las amarillas flores de los blancos jarrones, sobre el espejo de marco dorado. Rodeaban de un áureo halo la desmelenada cabellera de Frances. Fitzgerald pasó la mirada de las saltarinas llamas que jugaban con los leños de abedul a las pequeñas y serenas de las amarillas velas que había enfrente.
—Nada de todo esto es realidad —dijo lentamente—. Lo he inventado yo. No puede ser verdad, porque las cosas no suceden así. Estoy seguro que voy a despertarme de un momento a otro.
Frances le cogió una mano y empezó a acariciársela.
—Tú eres la hechicera —le dijo—. Me das miedo.
Frances alzó el rostro hacia él y se le quedó mirando con gesto interrogante.
—Eres tan perfecta, que no puedo creer que seas real —dejó el vaso y le cogió el rostro entre las manos—. ¿Te has contemplado tú misma alguna vez?
—Sí, algunas veces...
—Entonces tendrás alguna idea de lo exquisita que eres.
—Me gusta oírte hablar de esa manera tan extravagante, Fitz, pero me desasosiega también un poco. Recuerda que vamos a estar viéndonos constantemente. Preferiría que fueras más..., sí, más realista en lo que se refiere a mí. Ya sabes que no soy ninguna niña. Estoy muy lejos de poder llenar esas exageraciones que piensas de mí. He tenido una vida muy dura. Me siento cansada ya.
—No puedes estar cansada, porque no existes en realidad —le dijo Fitzgerald—. Te he creado yo con mi fantasía. Y, de la misma manera que no puedes estar cansada, debes admitir también que eres hermosa.
—Piensa lo que quieras, Fitz. Pero todo eso no es otra cosa que la luz de las velas, Carette... y los halagos. La felicidad hace mucho por la mujer.
Fitzgerald le puso amorosamente la mano en la cabeza.
—Esta noche eres como un ser fantástico de oro —paseó la mirada por la habitación—. En un escenario de oro, también —continuó—. Así es como tenía que ser. Me gusta tu vestido, me gusta ese cordón metálico que llevas al cuello, me gustan tus zapatillas doradas. Estoy empezando a creerme un rey Midas. Eres de oro porque te he tocado yo. ¿No lo sabías?
—Estás diciendo unos desatinos encantadores, Fitz. Pero ¿no sería mejor que hiciéramos algunos planes?
—¿Te importaría que te escupiera, Frances?
Frances irguió el busto y se quedó mirando a Fitzgerald fijamente.
—¿Qué dices?
—Es algo muy importante, Frances; te lo aseguro. De otra manera podrías salir rodando y te perdería para siempre.
Frances se echó hacia atrás con un leve frunce de cejas.
—No entiendo una palabra de lo que estás diciendo, Fitz.
Fitzgerald cogió el vaso de coñac y se echó un trago.
—Ya me lo supongo. Perdóname, Frances. Me doy cuenta que... te estoy enojando.
Frances se levantó y cruzó la habitación hasta un mueble-mesita. Al tiempo de poner la mano en el tirador de la pequeña puerta, le preguntó a Fitzgerald:
—¿Te importaría que pusiera la radio? Son las nueve.
—No, nada —respondió Fitzgerald—. Puedes ponerla.
—Quiero saber cómo va el programa de Carette. Me lo perdí la semana pasada.
—Ponla, ponla —le contestó Fitzgerald.
Frances hizo girar un botón y se iluminó la parte delantera del mueble.
—Se me acaba de ocurrir una gran idea— dijo Fitzgerald—. Un aparato de radio acoplado a todas las cocinas. Para las amas de casa demasiado atareadas.
Cogió un terrón de azúcar, lo mojó en coñac y estuvo mordisqueándolo mientras una cortés voz masculina aseguraba al invisible auditorio que la conservación del encanto femenino era de la mayor importancia. Sonaron unos compases de música y, a renglón seguido, unos disparos.
—¡Por fin se salió Carette con la suya! —exclamó Frances—. Ya está ahí el programa de los gangsters. ¡El muy zopenco! ¿Qué tienen que ver los crímenes con los productos de belleza?
—Más de lo que tú te imaginas —dijo Fitzgerald—. Cuando yo dirija la radio, como sin duda alguna se me pedirá...
—¡Chist! Tengo que escuchar el programa —dijo Frances.
«No tiene que escucharlo —pensó Fitzgerald—; lo ha oído ya más de cien veces. ¿Por qué hará siempre de gangster el mismo actor? ¿Por qué escribirá siempre los guiones la misma persona? ¿Por qué no quitará ya eso?»
Contemplando el grave perfil de Frances, su esbelto y frágil cuerpo envuelto en aquel vestido amarillo, el mal humor de Fitzgerald se trocó en una tierna compasión. La pobre no tenía más remedio que escuchar el infame programa. Era su trabajo. Poseía una aguzada conciencia de su responsabilidad. Trabajaba demasiado. No era extraño que se sintiese cansada.
De pronto, y con inmenso alivio de Fitzgerald, cesó todo ruido en la habitación.
—No puedo resistirlo más —dijo Frances—. Es algo horrible. Ya veré cómo me las arreglo mañana —se volvió hacia la chimenea—. ¡Oh! Ya se ha apagado el fuego. Cuánto siento no tener más leña.
Apagó de sendos soplos las lagrimeantes velas y encendió otra lámpara. Después fué a sentarse en el sofá, junto a Fitzgerald.
—Es fantástico lo de Augur, Fitz. Estoy verdaderamente impresionada por tu éxito.
—Igual me pasa a mí.
—¿Crees que podrás tener el discurso a tiempo o debemos aplazar el fin de semana en el chalet?
—Ya se lo he dejado esta noche en su mesa de despacho. Estoy seguro de que he hecho una buena cosa. Mañana sabré su opinión.
—¡Pero eso es fantástico, Fitz! ¿Cómo has podido escribirlo en tan poco tiempo?
—Ni yo mismo lo sé —confesó Fitzgerald—. Desde luego, buena parte de él es una refundición del discurso de Londres. Tan pronto como me puse a trabajar, empezaron a ocurrírseme ideas nuevas. Lo escribí de un tirón, sin pararme un momento. Cuando lo leí, me pareció que había hecho un buen trabajo.
—No me extraña que Augur esté contigo que no sepa dónde ponerte. Te va a encumbrar rápidamente, Fitz; de eso estoy segura.
—Bueno, no hablemos más de Augur; hablemos de nosotros.
—¿Es que hablando de Augur no hablamos también, en cierto modo, de nosotros mismos?
—Llevas razón —asintió Fitzgerald.