18
FITZGERALD caminaba a paso vivo por la Quinta Avenida. Al llegar a la calle Cuarenta y Nueve dió un resoplido de impaciencia. Se había encendido la luz encarnada. Tuvo que recordar que no había nada que le apremiara a correr. Ya había quedado a sus espaldas el fantástico día de trabajo. Ahora se dirigía simplemente a su pequeño hotel. A nadie le preocupaba, y mucho menos a él, la hora en que llegara. Aquello de andar siempre de prisa, como si alguien le fuera pinchando por detrás, se estaba convirtiendo para él en un hábito. Todavía no eran las cinco. No tenía nada que hacer en dos horas.
Cambiaron las luces. Fitzgerald cruzó la calle con el torrente de peatones. Bien pronto se sorprendió apretando de nuevo el paso. Probablemente aquello era debido a la preocupación que le causaba Horace. Tener a Horace en Nueva York era algo que le ponía nervioso. Aunque tenía que admitir que Horace había sido hasta la fecha un modelo de discreción en el hotel, donde Fitzgerald estaba pagando por uno. Sin embargo, desde el incidente de las barras de labios no podía por menos que sentirse intranquilo pensando en sus actividades privadas.
Horace no se había mostrado muy satisfecho en lo referente a aquel incidente. Aquella mañana, mientras Fitzgerald colocaba las maletas en el auto, bajo la grisácea luz del amanecer, Horace había observado filosóficamente:
—Es un error confiar demasiado en la inteligencia de nuestros amigos, error que he cometido ya más de una vez.
—He podido observar cierto fondo de perversidad infantil en el más viejo y, con toda seguridad, en el más inteligente —dijo Fitzgerald, lanzándole una significativa mirada.
—Es una cosa indigna —asintió el gnomo blandamente.
—Le he dado toda clase de oportunidades para que se justificara. Me alegro que, al fin, lo haya admitido.
—No he admitido nada —dijo Horace—. ¿A qué se refiere?
—Al robo de las barras de labios. Yo fuí el que cargó con el mochuelo.
—Con mucha razón.
—¿Niega entonces que las robara usted?
—No creo que tenga tanta importancia eso. No hay nada que asegure que no las hubiera podido coger usted.
—Pero usted sabe que no.
—¿Usted cree? ¿Puede estar seguro de que no lo hizo, cuando lleva en la médula de su ser el elemento preciso para hacer una cosa de ésas? ¿Y no le ha atormentado sus sueños la obsesión de la duda?
—No diga cosas raras —dijo Fitzgerald—. Tengo demasiada prisa para ponerme a discutir ahora.
Cuando en el curso de la mañana, Fitzgerald recibió un mensaje llamándole a Bridgeport, Horace anunció que se iría a recorrer la ciudad. Se sentía particularmente interesado por los leones que había frente a la Biblioteca Pública. Fitzgerald se lo encontraría a su hora en el cuarto del hotel.
Fitzgerald creyó ver a Horace en el tren de Bridgeport; pero debió de haber sido una mera ilusión. El asunto de Bridgeport se desarrolló de una manera tal, como todo lo relacionado con Augur y Schloss, que una semana antes hubiera dejado atónito a Fitzgerald. Pero ya no había nada que le sorprendiera. Sentado en el despacho de McKinley estuvo escuchándole con un aire de solemne atención, mientras buena parte de sus pensamientos perseguían un sombrero de margaritas, precisamente por la calle a la se abría la ventana de aquel despacho. Dentro de siete horas volvería a ver a Norah. Aquel pensamiento era como una sólida roca frente a un agotado nadador.
McKinley le presentó a un político aún más influyente. Sí, su discurso había tenido aceptación. Fitzgerald se quedó asombrado ante el calor de aquella aceptación. Reprimió el impulso de explotar sus excepcionales habilidades. Pero no fué necesario. Nadie las ponía en duda. Se limitó simplemente a no decir nada que pudiera echar por tierra la impresión de que se trataba del alter ego de Augur. Habló al azar, sin preocuparse de ordenar sus pensamientos. Cuando se despidió, McKinley le dió unas palmadas en el hombro.
—Tiene usted un gran talento político, Mr. Fitzgerald —le dijo—. Irá usted muy lejos.
Le llevaba a Augur una proposición expuesta con delicados eufemismos, que dejaba entrever la sugerencia de que si Mr. Augur estaba dispuesto a prestar su contribución —en opinión de Fitzgerald una contribución bastante sustanciosa— a los fondos del Partido, el Partido, por su parte, se sentiría más que dichoso asegurando el nombramiento de Mr. Augur para ocupar un asiento en el Senado de los Estados Unidos en las próximas elecciones. El Partido, por razones que no le explicaron a Fitzgerald, andaba a la busca de un candidato. El otro personaje político tenía una gran fe en sus corazonadas. Consideraba a D. C. Augur como a una inspiración enviada por el cielo.
Cuando Fitzgerald salió de la Grand Central Station pasaban ya de las cuatro y media. Debía ver a Augur a las nueve de la mañana siguiente. Como por el momento no había nada que reclamara su presencia en la oficina, ya tan tarde, decidió encaminarse al hotel.
Al tiempo de introducir la llave en la cerradura de su cuarto se acordó que tenía que ir a cenar con Frances. Se sobresaltó al ver que no había pensado en ella durante todo el día. El arrepentimiento dió paso a una rápida decisión. Cogió el teléfono y se preparó a mentirle.
Pero no tuvo necesidad de mentirle. Tan pronto como Frances oyó la voz de Fitzgerald se deshizo en una catarata de excusas. ¿La perdonaba? Carette había ido a Nueva York con motivo de aquel infame programa de radio. Sólo iba a estar aquella noche. Podría convencerlo mejor en la mesa de un restaurante que en la oficina. Iba a ser un fastidio, pero se trataba de algo muy importante. Estaba segura que Fitz lo comprendería.
Fitzgerald dijo que lo comprendía perfectamente.
—¿No te importaría entonces que cene con otra? —le preguntó Fitzgerald.
Hubo una pausa, la más breve posible, y llegó por el hilo el tono más meloso de Frances.
—¡Oh, claro que no, querido! Que lo pases muy bien. Solamente que no... no bebas demasiado.
—No —dijo llanamente—. No beberé demasiado.
Frances volvió a decirle lo que le contrariaba tener que aplazar el verle cuando tantas cosas importantes tenían que discutir; pero sabía que había tenido un día muy ajetreado y que sería mucho mejor que se vieran el día siguiente. Fitzgerald contestó que llevaba razón.
Colgó el teléfono sin poder reprimir un sentimiento de despechada indignación porque Frances hubiera roto el compromiso que tenía con él. Cualquier cliente era más importante para ella que él. Fitzgerald sentía un odio igualmente ilógico contra Carette. Aquel hombre se había convertido para él en un símbolo. Lo veía a través de la transparente tapadera del recipiente cual un relámpago que iluminara una sombría nube coercitiva.
No tenía muchas ganas de verse con Frances. Había decisiones que tomar, reproches que soportar, promesas que hacer. Fitzgerald no quería examinar detenidamente ningún detalle de su vida presente ni especular sobre el futuro. Quería cerrarle firmemente la puerta a toda hora afortunada que pasaba, sin deseo ni curiosidad por abrírsela a la que llegaba. El no abría ninguna puerta. Se abrían ellas solas y él las cruzaba sin voluntad y sin placer.
Saltó de la cama y trató de quitarse de encima aquella irrazonable depresión con el mismo gesto con que un perro se quita el agua de encima. Debería estarle agradecido a Frances por haberle dejado en libertad aquella noche, una sola noche, arrebatada a la marea de su éxito, y que con tanta emoción aguardaba Fitzgerald. Se vistió rápidamente.
¿Dónde estaría Horace? Se iba haciendo tarde. Fitzgerald no podía esperarle. Llamó a la camarera y pidió una botella de leche y un plato de cornflakes 3. En el último momento puso en la bandeja, junto a los cornflakes, un vaso con un poco de whisky que echó de su propio frasco, y se marchó.
Hacia poniente, el sol, ya bajo, convertía las calles en angostos desfiladeros de oro envueltos en una bruma dorada también. Se detuvo en el escaparate de una tienda de flores a contemplar un despliegue de orquídeas. Una vez en el interior cambió súbitamente de opinión y salió con un sencillo ramo de rosas y lirios del valle en una caja de cartón. Balaceándola jovialmente del bramante se encaminó hacia el este. Le había desaparecido todo vestigio de depresión.
Se llevó a cenar a Norah a un gran restaurante de Broadway, donde la comida era excelente, la decoración pugilística y los clientes aficionados a los caballos y a las buenas chuletas. El restaurante le agradó a Norah, que se sintió atraída por los rutilantes anuncios eléctricos, bien que un poco asustada, aunque embelesadamente, por las masas de gente que había en la calle. Le agradó a Fitzgerald, porque pensaba que aquél era el último rincón de Nueva York adonde Carette se le ocurriría llevar a Frances. Seguramente que Frances no había estado allí en su vida.
No era cosa fácil llevar una conversación coherente en medio de aquel ruido; pero apenas si había empezado la noche y Fitzgerald se contentaba con contemplar el rostro de Norah mientras lo volvía a un lado y a otro con sus grandes ojos muy abiertos y las mejillas encendidas, observándolo todo.
—Debiera haberme traído el sombrero —dijo Norah—. La mayoría de las mujeres lo llevan.
Fitzgerald movió la cabeza. Le agradaba mucho como iba, con su vestido rojo oscuro y los zarcillos de oro que había llevado la última noche en Ballynabun.
—¿Se ha dado cuenta de los sombreros que llevan? —le preguntó Norah—. Yo no los llamaría sombreros. Tiene que hacer falta valor para llevar una cosa de ésas en la cabeza.
Cuando Fitzgerald le preguntó inevitablemente si le gustaba Nueva York, Norah se tomó unos momentos para pensar la respuesta.
—Pues... sí y no —decidió—. Es maravillosamente grande y fantástica, como un sueño. Me gusta mucho en estos momentos, por ejemplo. Pero es porque me siento protegida por usted y halagada por las atenciones del camarero. Sin embargo, cuando estoy sola es que me aterroriza.
—¿La aterroriza? No podía imaginarme que hubiera nada que la aterrorizara.
—Pues así es. Todo va aquí demasiado de prisa para mí. La gente no la ve a una. Andan sin mover los ojos. Lo único que mueven son las mandíbulas, como las vacas, aunque no de una manera tan simpática. Estoy segura de que si me cayera en la calle pasarían por encima de mí sin verme siquiera. Lo que más me gusta son los guardias... Son tan simpáticos y tan inteligentes...
Fitzgerald dejó el tenedor sobre la mesa.
—Esta tarde, sin ir más lejos —continuó— le pregunté a uno el camino para ir a Saint-Patrick, y dejó su trabajo y me acompañó a cruzar la calle, porque las luces habían cambiado de color y venía un camión a toda velocidad. «¿Cómo va ese campo?», me preguntó, con una sonrisa tan simpática como no la había visto nunca. Es asombroso ver lo pronto que se dió cuenta de que era forastera.
Fitzgerald reconoció que Nueva York poseía aspectos desconocidos todavía para él. Desechó el pensamiento de llevar a Norah a un teatro.
Se demoraron largo rato con el café. Norah había perdido ya aquella timidez con que le acogiera en Bridgeport. Hablaba libremente de sus asuntos o guardaba un complacido silencio. Ni una sola vez le hizo a Fitzgerald una pregunta personal. Sin embargo, Fitzgerald podía leer una pregunta que asomaba a sus ojos. Decidió no darse por enterado. No sabía cómo contestarla.
De pronto vió cruzar por el rostro de Norah un momentáneo gesto de sorpresa. Desvió la mirada con un aire de cortés indiferencia hacia una mesa lejana, y su rostro adquirió una expresión impenetrable, como el de la mujer más experimentada del mundo. En un segundo le había desaparecido aquella su cualidad infantil. Se había convertido en una Norah completamente nueva, hermética, prohibitiva, madura.
Cayó una mano con fuerza sobre el hombro de Fitzgerald.
—¡Vaya casualidad! —gritó una voz—. Te he estado buscando por todas partes. No hay rincón en Nueva York donde no haya preguntado por ti.
—¡Hola, Hand! —dijo Fitzgerald—. ¿Qué pasa?
Hand miró el vigilante rostro de Norah.
—¿Te importaría que me sentara un momento? —le preguntó a Fitzgerald.
Fitzgerald murmuró una vaga presentación y Hand hizo una cortés reverencia. Frunció las cejas como tratando de recordar algo.
—No he entendido bien el nombre —dijo.
—Flaherty —dijo Norah con voz clara—. ¿Cómo está usted?
—Juraría que nos habíamos visto ya en otra ocasión —dijo.
—No creo. Me acordaría perfectamente —dijo Norah.
—Tal vez sea un simple parecido —dijo Hand—. ¿Nos perdonará usted que hablemos de nuestros asuntos?
—¿Es imprescindible? —preguntó Fitzgerald.
Hand arrastró una silla hasta la mesa.
—El día tiene veinticuatro horas de trabajo para nosotros. ¿Qué tal las cosas por Bridgeport?
—Muy bien —dijo Fitzgerald.
—¿Les gustó el discurso?
—Eso dijeron.
—Algo debe de haber entonces. Le enviaron un telegrama a Mr. Augur. Quieren que se suprima todo lo referente a la organización laboral. ¿No te dijeron a ti nada de eso?
—No —respondió Fitzgerald.
—Deben de haberlo hablado después de marcharte tú. Se presta demasiado a la polémica.
—En definitiva, lo que quieren es que rompa el discurso, ¿no?
—¡Oh, no! Puedes suavizarlo un poco... Mr. Augur tiene mucha confianza en ti.
—Gracias —dijo Fitzgerald—. ¿Alguna otra cosa más?
—Muchas. Escucha, Fitz, voy a decirte una cosa de amigo a amigo. Debías haber ido por la oficina esta tarde.
—¿Sí?
—¡Sí! Mr. Augur recibió el telegrama a las cuatro... «respecto a lo que su representante le ha dicho»... ¿Qué es lo que tenías que decirle? ¿Qué ha pasado?
—Nada de particular. Me pidieron que me presentara para gobernador del Estado.
—Es mejor que tomes las cosas en serio, Fitz. Estás cometiendo un grave error. Luego no digas que no te he avisado. Mr. Augur es un hombre de mucha paciencia. Pero puede acabársele. Te ha estado esperando en la oficina hasta después de las cinco. ¿Dónde has estado metido?
—No creo que te interese mucho saberlo.
—Todo lo que interesa a Mr. Augur me interesa a mí. Estoy tratando sólo de ayudarte. Quiere hablar contigo. Llámale ahora mismo por teléfono. O, mejor aún, ve a verlo a Park Avenue. Sé que está ahora allí.
—Lo veré mañana en la oficina. A las nueve en punto.
—No es ésa la manera de trabajar con Mr. Augur.
—Pero es mi manera de trabajar.
Hand se levantó de la silla y puso al descubierto una fila de dientes bajo la estrecha línea negra de su bigote.
—Veo que estás muy seguro de ti mismo, ¿eh? Es mejor que mires bien dónde pones los pies. Hasta la fecha te ha salido todo a pedir de boca, pero eso no puede durar siempre. He visto venir y marcharse a muchos. Y he visto tropezar a muchos funcionarios mejores que tú.
Fitzgerald se levantó también. Le tendió la mano.
—Muchas gracias por el consejo, Al. Tendré en cuenta lo que me has dicho.
Hand miró con aire vacilante la mano que le tendía Fitzgerald y decidió estrechársela.
—Jamás puedo saber cuándo hablas en serio o en broma, Fitz; y créeme, eso no te hace ningún bien.
Fitzgerald siguió con la mirada la amplia espalda de Hand. Soltó un profundo suspiro.
—Ya está hecho —dijo—. Vámonos de aquí. Me siento demasiado ligero de cascos. Necesito un buen trago de whisky irlandés para serenarme.
En el penumbroso rincón de un bar discretamente iluminado, Fitzgerald le dijo a Norah:
—La he traído aquí porque quiero que vea algunas celebridades. Dentro de una hora poco más o menos estará todo lleno. Ya hay unas cuantas. No sé por qué a las celebridades les gusta codearse con otras celebridades. A primera vista parece que no hay nada que las distinga de las demás personas. Pero el ojo experto sabe distinguir la diferencia: las celebridades tienen unas expresiones más irritadas. Mire con cuidado hacia la izquierda, allá en el fondo, y tendrá el placer de ver a la Celebridad número Uno darle en los ojos a la Celebridad número Dos.
Norah se sonrió, pero no hizo ningún comentario.
—¿Por qué está preocupada? —le preguntó—. Quiero verla alegre y feliz. Tan feliz como me siento yo.
—Si estoy preocupada es por usted —le contestó—. Ese individuo ha tenido la culpa. Hay algo que me dice que no es amigo de usted.
—No se preocupe. Sin él saberlo me acaba de hacer un gran bien —dijo Fitzgerald.
—No me merece ninguna confianza —contestó Norah—. ¿Le sentará mal si le digo que es mejor que mida sus palabras cuando hable con él? No he entendido nada de lo que han estado ustedes hablando, pero me he dado cuenta de que le hace decir cosas que no debiera.
—Al Hand produce ese efecto en mí —admitió Fitzgerald—. Lo bastante que él opine una cosa para que yo opine lo contrario.
—Más que lo que han dicho ustedes es lo que han dejado de decir. Es verdad que no ha levantado usted la voz, pero parecía que le estaba gritando desde otro mundo.
—Tal vez lleve razón —dijo Fitzgerald—. Desde un mundo que no visito con la frecuencia que debiera. Algunas veces me parece que hay en mí dos personas distintas que no se llevan bien. ¿A qué mundo perteneceré, Norah?
—Usted es el único que puede responder a esa pregunta —dijo Norah gravemente.
—¿No cree usted que haya en mí dos personas? —persistió, interesado en la idea.
—Desde luego que no —dijo Norah—. Mucho se ha hablado de eso, pero yo creo que existe solamente lo bueno y lo malo, y que nosotros lo único que podemos hacer es esforzarnos por saber distinguir una cosa de otra.
—Quizá lleve razón. Hay momentos en que se encuentra uno embarullado. Es difícil resistir una presión constante. De aquí a un año o dos sería como Al Hand.
—¡Eso jamás! —exclamó Norah.
—En realidad no lo detesto —dijo Fitzgerald—. Si le tengo algo de manía es porque, en cierto modo, le envidio. Hand cree en lo que hace. Es su vida. Para él, la lealtad y el interés se concentran en un mismo objeto. Siente por su superior la misma devoción que el perro por su amo. Jamás morderá la mano que le da de comer. ¿Por qué no ha de ser feliz? No tiene conflictos interiores.
—Me doy cuenta que no es usted feliz —dijo Norah. Su mirada se había enternecido. Le miraba con una dulce expresión de lástima—. Veo que no le gusta su trabajo. Debiera dejarlo.
—De eso no hay ya ni que hablar.
—El hombre de voluntad e inteligencia puede entregarse sin reservas al trabajo que le guste.
—Ya es demasiado tarde. No me gusta ese trabajo, y, aunque me gustara, ya es demasiado tarde. Usted, Norah... Sí, usted ha tenido la culpa. Estar a su lado es como mirarse en un pozo de agua cristalina. Me veo en él con demasiada claridad y no me gusta la imagen que refleja. Logré coger el puchero del oro. Pero en su interior no había otra cosa que guijarros, guijarros y hojas secas.