Recordando a Tobi
A mí me encantaba Tobi porque a todo le veía el lado bueno. Era un gordito que hacía de detective, de misógino, de violinista, de enamorado y todo lo hacía mal pero con una dignidad que conmovía. Pertenezco, como se nota, a la generación que el televisor no pudo lobotomizar. Eramos la patota casta (y nerd) que iba al quiosco a preguntar si ya había llegado, desde México (Novaro), la última entrega de La pequeña Lulú. Claro, para no quedar como bobos y mariquitas, omitíamos el título comercial de Marge y preguntábamos por Tobi, así, con la boca chiquita y las ganas grandes de saber qué había sido de Ágata y de Anita, y del antipático Pepe del Salto, que tenía su correlato en el barrio, y de la señora Mota, cuyas replicantes vecinales se vestían de trajes floreados que olían a Drowa en el verano. ¡Qué bellos éramos retozando en nuestros pantalones de corduroy, sin mirar a las chicas todavía (como Tobi), con nuestros dientes excesivos que crecían a su albedrío! ¡Y nuestras Hércules invencibles, con barra al centro, no como esas Monarch que tenían el freno en el pedal y que solo las chicas debían montar! Íbamos al Polo, que era una manera de decir que íbamos a las inmediaciones casi extranjeras de algo que se llamaba el club de Polo, y nos perdíamos en la audacia y llegábamos ansiosos y culpables a tomar el lonche que precedía a las tareas, que precedían a la lectura de Los Halcones Negros (o de Súper Ratón), que precedía al sueño largo y pulcro. Vivíamos esa edad maravillosa donde uno no ha tenido tiempo para herir ni ser herido, donde el cajón de los remordimientos está vacío y huele a madera fresca y todos somos inmortales como debimos ser en el maldito paraíso del que nos expulsaron.
La Primera, 7 de enero del 2010.