UNA CRISIS TERMINAL

Se incendia Londres, llueven palos en Santiago, la OTAN sigue matando civiles en Libia, los rebeldes se traen abajo un masivo helicóptero estadounidense en Afganistán, las fuerzas de seguridad sirias continúan eliminando opositores y en Somalia ha empezado una hambruna apocalíptica que puede borrar del mapa a millones de seres humanos.

¿Este es el nuevo orden mundial?

¿O el nuevo orden mundial será que Estados Unidos sigue imprimiendo billetes para amortizar deudas impagables y que Europa tambalea porque, con la excepción alemana, gasta más de lo que merece gastar?

¿O el orden nuevo consistirá, más bien, en que a los indignados de España los saquen a empujones de la Puerta del Sol y del metro que sale a la Gran Vía?

Como ustedes saben, a mí no me fue dada la virtud de la fe ni la gracia del teísmo: padezco mi incredulidad y sé que me corromperé en un cajón bajo tierra.

Pero no se necesita a Dios (miren, lo escribo con mayúscula: algún miedo miserable me susurra precauciones) para creer en principios y valores.

Es relativamente comprensible entender lo de Libia, donde un payaso siniestro creó una monarquía unipersonal y vitalicia. Está más cerca aún de nuestra comprensión lo que sucede en Siria, país sometido a una férrea dictadura de vocación también dinástica apoyada en los tanques de sus Fuerzas Armadas. Es natural que los helicópteros de un país Ocupante, que mata a domicilio y sin siquiera arriesgar la vida de sus pilotos, sean eventualmente volados.

Y para este mundo, es ritual que en África siempre haya un país al borde de la extinción por una guerra civil sin fin o una sequía mandada por los poderes infernales.

Ya no resulta tan fácil explicar lo de Londres, lo de Santiago, lo de Madrid, lo de Lisboa, lo de Dublin o lo de muchas ciudades de Estados Unidos que han visto el desfile de una nueva ira ciudadana.

Lo que revelan las noticias, por lo general, es que, en ese occidente jactancioso que creía haber llegado al «fin de la historia» y a la fórmula de la inmortalidad capitalista, la gente está harta. Lo que también revelan las noticias es que el sistema de contención del capitalismo neanderthal —redescubierto por la Thatcher y adorado en Wall Street— ha empezado a resquebrajarse.

La gente está harta de que le hayan robado la democracia y de que una sola partitura —la de los tiburones de las bolsas y los ladrones de la banca— sea la que se imponga en los coros de los niños castrados de la prensa.

Hartas están las gentes —y con razón— de que los truhanes de las finanzas y el hampa corporativa compren periódicos y televisiones para decirle a la gente que está bien que se joda, muy bien que se resigne, mejor que se calle y maravillosamente bien que obedezca. Lo que estamos viendo es como la película Despertares, pero en versión de la Comuna de París: millones de aturdidos abandonan el limbo y gritan para comprobar que están vivos.

Me da mucha risa cómo la prensa peruana, por ejemplo, trata la crisis mundial que ha empezado. Se habla de números, de alivios, de cumbres políticas, de rebaja de calificaciones, de Obama y de la Unión Europea. Lo que no se trata es lo único que podría ser interesante: esta es una crisis medular y sistémica. No tiene que ver con un episodio borrascoso del crecimiento sino con un final de época, un ultimátum que la razón le ha dado a la sinrazón.

No es posible la continuidad sin sobresaltos de un sistema que privilegia la industria de la matanza, que carece de escrúpulos, que cree que la codicia es una virtud teologal, que aúpa a la cima de la política a subnormales como Sarah Palin, que castiga el mérito del trabajo y premia el crimen financiero, que trata a las masas como estadística y al dinero como patrimonio de las élites. No es posible que un sistema que no cree en la felicidad, que se nutre de la corrupción, del abuso y de la depredación de los recursos insista en sus fórmulas y crea que la impunidad es su mejor blindaje.

Es hora del cambio de embarcación, ruta, capitán y tripulantes. Este Colón mamarrachento no nos lleva a ningún nuevo mundo. Esta carabela nos conduce al mar de los sargazos, esquina (imaginaria) con la fosa de las Marianas.

Eso es lo que están diciendo las calles. Porque las calles dicen ahora lo que los políticos, amordazados por los operadores del sistema, ya no pueden decir. ¿No era que Chile era el modelo a seguir a pie juntillas? Que hablen los araucanos valientes y los estudiantes felizmente obstinados.

Se asombran en Londres de que haya niños entre los manifestantes vandalizados. ¿Cómo no va a haber adolescentes y niños si han mamado violencia desde que la televisión-niñera los atrapó, si han visto en el cine «de éxito» que degollar, descuartizar, volar en mancha y balear en banda es un «grandioso espectáculo»? El sistema no previo, entre otras muchas cosas, que al hacer héroes a monstruos sin ley estaban creando monstruos sin ley que algún día saldrían a imitar a sus ídolos.

Tampoco previo que al abaratar el salario y al condenar a generaciones enteras a vivir del crédito estaba labrando su propia iliquidez. No tenía cómo prever esto porque los gobiernos que operaban el sistema hacían exactamente lo mismo.

El capitalismo, tal como lo hemos conocido, ha dejado de funcionar. Podrá obtener una tregua, algún aplazamiento, un enésimo maquillaje, pero su fin está próximo. Que ese fin sea pacífico, que esa transición no se confúnda con el caos dependerá de los indignados pero, sobre todo, de los causantes de tanta indignación.

La gente está harta, pero más harto está el planeta Tierra.

Harta la gente, hartos los bosques, asqueados los mares, Alaska en pie de guerra, la Antártida ofendida, el aire de ceniza que terminará, si todo sigue igual, apagándonos la luz del Sol: fin de era. Aunque suene anticuado a los tuiteros: no se puede vivir sin valores, sin sueños grandes, sin prójimos, sin la modestia que debería siempre imponernos ser inquilinos fugaces de una roca viva que nos alberga con ciertas condiciones.

El capitalismo neanderthal se ha metido con la naturaleza. No le ha bastado tratar con la punta del pie a sus siervos (los trabajadores). Ha tenido que burlarse de la naturaleza y, por supuesto, esta ha empezado a enviarle la factura.

En vista de todo esto, qué pálida parece nuestra política y qué desvaída la mayor parte de nuestra prensa. Como en el siglo XIX, los peruanos seguimos siendo realistas cuando el mundo borbónico ha estallado.

El imperio de China acabó (y acabó dos veces, si me lo permiten, igual que el ruso). Roma terminó en escombros. La historia es el equivalente a unas páginas amarillas de todos los imperios muertos y todas las arrogancias desvanecidas.

El orden internacional actual ha empezado a hundirse de verdad, mientras su potencia líder vive de fiado y jaqueada por una derecha clínicamente imbécil. Y aquí estamos viendo qué diablos pasará con la prima de Nadine nombrada en la Sunat.

Hildebrandt en sus Trece, 12 de agosto del 2011.

Una piedra en el zapato
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