CUMPLEAÑOS DE LIMA

Hoy Lima festeja. No sé qué diablos festeja una ciudad tan horrible. Y conste que yo nací en Lima.

Esta no es una ciudad: es un archipiélago de heterogeneidades. No es una ciudad sino un collage promiscuo de todos los cambalaches y todas las arrimadas imaginables. No es una ciudad: es una azotea.

Federico More decía que el Perú era un ómnibus. Lo cierto es que Lima es un microbús. Un microbús conducido por un neanderthal que reúne en sí mismo los «valores» que hoy atiza Alan García, resumen a su vez de la peruanidad: hacer lo que a uno le da la gana, abusar del prójimo, burlar la ley en caso de que la ley exista, barrer con los adversarios a cualquier costo, ser Pepe el Vivo para todos los menesteres y jamás admitir una responsabilidad porque eso es un defecto de los extranjeros.

Lima no ha sido edificada sino secuestrada. Un ejército invencible, el de la miseria que propagó el país entero, la tomó por los cuatro costados, la marcó con una meadera de millones, con una cagadera de multitudes oceánicas, con millones de banderitas del país que los condenaba a vivir como infrahumanos y, por último, con títulos que no valían un centavo, pero que Hernando de Soto convirtió en la tesis más rentable del capitalismo apendejado.

Así, Lima fue creciendo como crecen las metástasis. Un día el no te, otro día el sur. Varios tumores después, el centro y el este. Y como no se puede vivir en el mar, como el mar era el único flanco sano de la ciudad, entonces vinieron un montón de malditos disfrazados de alcaldes, investidos de gerentes de Sedapal, proferidos como autoridad por algún político mafioso, y decretaron que el mar debía ser inundado de mierda, publíquese, cúmplase y archívese. Y como quedaba La Herradura como una islita trémula en medio de esa infección generalizada de las aguas, entonces vino un caballero con gorrita, dinamitó el camino a La Chira y cambió para siempre el suelo de La Herradura y el tamaño de la playa: piedras en vez de arena, marea de inundación en vez de playa.

Dicen que Lima vive de espaldas al mar. Pero lo que no dicen es que el mar cercano a Lima es un cagadero de tamaño universal y quien ose bañarse en algún paraje de la Costa Verde puede salir acompañado por una de las decenas de criaturas que pueblan eso que a las moscas encanta y que Ivcher, con toda razón, llama el dos.

Claro que Lima tiene zonas lindas. Yo vivo en una de ellas, como el lector sagaz prevé. Pero vivir en esta zona de Surco es como vivir en un gueto provisorio. Mi casa queda a quinientos metros del primer mendigo, a seiscientos de los niños que hacen maromas en el semáforo, a menos de un kilómetro de la culpa; al costado, en suma, de la próxima rabia y a la derecha del secuestro con balacera que temen todos.

Dicen también que Castañeda Lossio es un gran alcalde. Lo dicen los mismos que le creyeron a Alan García, echan de menos a Fujimori y votarían por cualquiera que les diera, tras ser elegido, una patada en el culo. A mí el tal Castañeda me parece un García tamaño médium, un demagogo con plata ajena, un tipo que no ha hecho nada significativo —nada— por empezar las rectificaciones radicales que requiere esta ciudad para merecer otra vez esa denominación. El otro día fui al centro y lo primero que vi, comenzando por Carabaya, fue una edificación espantosamente verde que parecía la mansión del increíble Hulk. La Plaza de Armas no está mal, es cierto, pero pare usted de contar. Lo que se ha hecho en Abancay es una vergüenza con pinta de asalto a las arcas del municipio y, en cuanto a lo demás, todo sigue igual: callejones de peste, finquitas decrépitas, decadencia, caos del tránsito, mugres centenarias y el olor a lo que la gente llama a veces tradición: fritanga recién frita y rata blanca recién estallada. Todo fresquito.

La clase media ha desaparecido comida por la incompetencia de los políticos y la ceguera servil de la clase dominante. Por eso Lima puede pasar de la covacha a la arquitectura más moderna con solo voltear la mirada. Por eso Lima es una ciudad de ricos y misérrimos. Es decir, hay tanta miseria en Lima que todos los que pueden vivir normalmente son casi censalmente ricos. En medio yacen, espectrales, el Miradores de Pichula Cuéllar, el Jesús María de mi infancia, el Lince de aquel parque hoy arruinado y un etcétera de conatos de mesocracia (y país orgánico) que murieron en el intento. La clase media como fracaso demográfico es el más grande fracaso del Perú.

Cuando esta ciudad conservaba muchas de sus bellezas, cuando albergaba a dos millones y no a ocho millones de habitantes, cuando sus tranvías «urbanitos» rodaban por todas partes, en 1964, el dramaturgo y poeta Sebastián Salazar Bondy escribió en su Lima, la horrible frases como esta: «El caos civil, producido por la famélica concurrencia urbana de cancerosa celeridad, se ha constituido, gracias al vórtice capitalino, en un ideal […]. El embotellamiento de vehículos en el centro y las avenidas, la ruda competencia de buhoneros y mendigos, las fatigadas colas ante los incapaces medios de transporte, la crisis del alojamiento, los aniegos debido a las tuberías que estallan, el imperfecto tejido telefónico que ejerce la neurosis, todo es obra de la improvisación y la malicia». ¿Qué hubiese podido escribir el buen Sebastián en la Lima del 2007?

Lima cumple años. No sé cuántos años de muerta celebra.

Posdata: Me entero de que el dueño de este diario ha decidido despedir a un grupo valioso de periodistas, lo que ha motivado la renuncia de su director, Enrique Sánchez Hernani. Lamento la decisión del propietario de La Primera y lamento más todavía lo que ha traído como consecuencia. Debo decirles a mis lectores que mi permanencia en esta publicación depende ahora del rumbo que tome y de la calidad que pueda sostener. No seré parte de un nuevo ensayo de periodismo indigente. Aunque eso implique quedarme, por un tiempo, sin dónde opinar.

La Primera, 18 de enero del 2007.

Una piedra en el zapato
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