El largo adiós

Les apagaron internet, los dejaron sin línea en los teléfonos móviles y sin salida para los fijos, los sacaron de las islas de edición y, poco después, se apareció un gerente llamado Christian Bustos y les dijo que desalojaran la oficina. Ese fue el final de El Francotirador. Ese es el estilo Ivcher. El de un canal donde Renato Canales, tan prominente en la época de los Crousillat, es el editor general de noticias.

No es que el estilo de Jaime Bayly sea precisamente elegante. Al fin y al cabo, el exitoso conductor hace rato que estaba pidiendo «ser disciplinado». Todo su exquisito aparato dedicado a la autodestrucción se había puesto en marcha desde hacía varias semanas. Sus desplantes, sus groseras provocaciones dirigidas a quien lo había contratado tenían por propósito crear esa atmósfera de bombardeo preventivo sobre Ammán con la que todo ha terminado. Al anunciar que se iba este diciembre, muchos pensamos en una autodespedida intempestiva, en un desaforado que exigía, sin decirlo, que lo sedaran.

Cuidado: no era la censura la que estaba en juego. A Bayly se le ha permitido de todo: desde la reflexión inteligente hasta la procacidad abyecta; desde su campaña en contra de Lourdes Flores hasta el hediondo disparate de sus arrumacos con Tongo. Bayly, sin quererlo, hacía recordar el grito de madame Roland en el patíbulo: «¡Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!».

El problema no ha tenido que ver con los límites de la libertad, convertida por Bayly en una pura teoría del caos. El verdadero asunto es la salud emocional y mental de Jaime, un hombre que ama la entropía y que se está matando de todas las maneras que su enorme talento puede imaginar.

¿De qué otro modo interpretar las atrocidades que ha escrito sobre su tío difunto, su madre fanática y sus ductilidades sexuales? Esas no son confesiones de un maldito de la literatura: son llamadas de auxilio.

En este aspecto, el drama personal de Jaime ha ido en aumento. En una de sus últimas columnas la calatería se convierte en carne viva cuando el escritor, desesperado detrás de su frialdad de notario de la propia ruina, anuncia que está botando de su casa a la madre de sus hijas porque esta se opone al embarazo de la chica que él ahora dice amar, a pesar de que a esta le ha pedido integrar un trío afectivo que se completaría con la llegada de Martín, su amante argentino. Y el detonante de esta oscura determinación (la de echar a su exesposa y a sus hijas del departamento que acababa de comprarles) ha sido que la madre de sus hijos, a quien idolatraba hasta hace un mes, se reunió a solas, y sin avisarle, con la madre del escritor. Como se sabe, Bayly le ha pedido a su mamá que le ceda parte de la herencia que dejó el tío Bobby, el mismo a quien Bayly llamó, poco antes de que se muriera, cabrón y marica.

Bayly no tiene ahora sangre en las venas. Tiene nitroglicerina.

Y ha hecho todo lo que ha estado a su alcance por ser el monstruo que nadie, hace veinte años, pudo prever. El más devastador de sus extravíos ha sido terminar pareciéndose a quienes siempre odió. Ese exniño ventrudo, con un flequillo antiguo y un hablar de túndete no es él: es lo que sus demonios gobernantes han hecho de él.

De modo que si alguien no se sorprendió con su salida de Frecuencia Latina fue, precisamente, Bayly. Terminada la campaña electoral, en la que él había demolido a Lourdes Flores sin saber demasiado por qué y alabado a Susana Villarán sin tener ninguna afinidad con su programa, Jaime debe haberse sentido vacío y sin agenda. Salir a diario y, encima, los domingos, sin más guión que el propio ingenio, debe ser extenuante. Y aburrido. Y eso es lo que demostraba muchas noches Bayly: la extrema fatiga de seguir siendo el personaje horrísono y atrabiliario que le había llenado los bolsillos pero que, al mismo tiempo, le había robado el alma.

Bayly sabe que la televisión es, casi siempre, basura. Él hizo lo posible, hasta hace algunos años, para adecentarla. Después fue devorado por esa moledora de carne. Y aceptó sus reglas, sus demasías, sus silencios, sus hipocresías. Lo amaban en Miami porque le decía lisuras a Chávez, epitafios a Castro, monsergas a Evo Morales. Lo amaban en Bogotá porque aplaudía a Uribe. Lo amaban en Lima porque no se salía del libreto del sistema, porque era el bufón más inteligente de este reino y porque era un lujo ver a un hombre de su talento ser tan sucio como cualquier coquero de «Eisha».

Lo amaban, pero él se amaba cada vez menos. Creyó poder quererse otra vez desafinando en el caso de las elecciones municipales. Pero cuando todo terminó, se miró en el espejo y siguió viendo la sombra de sí mismo. Ojalá que ahora abandone la formidable tarea en la que se empeñó: no ser. Ojalá que su chequera gorda le permita, sin la angustia de los mortales ordinarios, escribir. No para Planeta ni para Alfaguara, sino para sí mismo. Porque de eso se trata, Jaime querido, aquello que puede parecerse vagamente a la felicidad: no traicionarse y optar por la vida modesta antes que por el asco.

Hildebrandt en sus Trece, 15 de octubre del 2010.

Una piedra en el zapato
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