XVI

1504

-Encomiendo —dictó la reina Isabel —mi alma a la Virgen María, reina de los cielos y señora de los ángeles, para que interceda por mí ante Dios Nuestro Señor. Ruego a San Juan Evangelista, a quien siempre he tenido por abogado especial en vida, que también me acompañe en la hora de mi muerte y en aquel terrible juicio que escudriñará mi alma. Examen riguroso y severo como corresponde a los poderosos, que tendrá lugar cuando mi alma sea presentada ante la silla y el trono real del Juez Soberano que a todos nos ha de juzgar. Por ello, yo doña Isabel, por la gracia de Dios reina de Castilla y de León, reina de Aragón y señora de Vizcaya, estando enferma de cuerpo pero sana de entendimiento, me reafirmo en mi fe, confesando que creo firmemente todo lo que la Santa Iglesia Católica de Roma predica. Ordeno a mis testamentarios que mi cuerpo sea, con la mayor celeridad posible, vestido con el hábito franciscano y enterrado en el monasterio de San Francisco de Asís de la Alhambra de Granada. Pero si llegado el día de la muerte de mi marido este dispusiera otro lugar para su descanso eterno, deseo que sea trasladado mi cuerpo junto a él, como prueba del amor que nos ató en vida y que, si Dios quiere, nos seguirá uniendo en el Cielo. Para mi muy querido hijo, mi ángel Juan, encargo construir una sepultura de alabastro en el monasterio de Santo Tomás de Ávila, donde reposa su cuerpo. Deseo que mis obsequias sean sencillas, para que todo lo que se ahorre en mis pompas fúnebres pueda ser dado en vestuario a los pobres, para que rueguen por mi alma a Dios. Encargo que se gaste un cuento de maravedíes para casar doncellas necesitadas y otro para que ingresen en un convento doncellas pobres deseosas de ello. Y ordeno que se digan veinte mil misas en perdón por mis pecados. A mis herederos, mi hijos Juana y Felipe, les encomiendo que como católicos príncipes honren a Dios pues esa es la gran causa que merece sacrificar personas, vidas y todo lo que tuviéramos y fuera menester. Por ello, les insto a que no cesen en la conquista de África. La defensa de Granada obliga a no conformarse con la recién ganada Melilla, sino a mantener el esfuerzo para alcanzar mayores logros en el norte del continente africano. En cuanto a mis otras posesiones, las islas y tierras del mar Océano conquistadas a costa de mis reinos, es justo que todos los beneficios que de ahí se obtengan sean para provecho de Castilla y León. Dejo constancia que es mi deseo que los indios sean justamente tratados y que no reciban agravio ni en sus personas ni en sus bienes. Por último, es mi voluntad que si mi hija Juana estuviera ausente de mis reinos o estando en ellos no quisiera o no pudiera entender en su gobierno, será mi marido, el rey Fernando, quien los regirá y administrará en nombre de la princesa Juana, hasta que el infante don Carlos, mi nieto y heredero, cumpla los veinte años, edad legítima para gobernar. Asimismo, ruego encarecidamente a mi hija la princesa Juana y a su marido, el príncipe Felipe que sean obedientes al rey Fernando y le honren más que a un padre, por ser un rey tan excelente, dotado de grandes virtudes y por lo mucho que ha trabajado por mis reinos, tanto en la pacificación de Castilla y la toma de Granada, como en el gobierno de estas tierras. Así ordeno que se dé cumplimiento a mi santa voluntad.

Tres días después, el 26 de noviembre de 1504, la reina Isabel I de Castilla se sintió embargada de una gran quietud. De pronto, carecieron de importancia las cuestiones terrenales y las preocupaciones políticas que tanto ensombrecían su crepúsculo. Dejaba a su pueblo huérfano, pero no se sentía abrumaba pues, en ese fugaz instante adquirió la convicción de que el bienestar de su reino alcanzaría aún cotas mayores. La serenidad, tan esquiva en las últimas jornadas, invadió todo su ser. Y con ello, la soberana pudo concentrar sus últimos pensamientos en la fuerza que había inspirado toda su existencia: su fe. Cerró la reina sus fatigados párpados y abrió la humilde servidora de Dios sus ojos, para posarlos sobre aquel tríptico tan querido. La imagen de la Virgen María y de su Hijo Jesús, que tanta compañía le habían hecho en sus postreras horas, acapararon sus últimos suspiros. Y su alma se plegó ante el deseo divino.

El rey Fernando sintió arder fuego en su pecho; el dolor le atravesó las entrañas. No hay peor tormento que sobrevivir a la muerte del ser amado. Acababa de despedir a Isabel, la más temida y acatada reina, ejemplo de verdadera bondad, grandeza de ánimo, prudencia, honestidad, temor de Dios y... tantas virtudes y tan excelentes que era imposible nombrarlas todas. Multitud de recuerdos venían a la mente del descorazonado rey, pero solo uno le amargaba el alma. El monarca recordó las veces que desató los celos de Isabel, buscando el amor de otras mujeres y... sintió dolor, profundo dolor. Aquellos lejanos días despreció el llanto de su mujer, le reprochó sus escenas de cólera y le increpó con duras palabras. Ella siguió celándole y él, lloraba ahora al recordarlo, encontrándose con otras mujeres, sin importarle que ella lo descubriera.

Él siempre amó a su esposa. Su cuerpo, su alma y su voluntad fueron solo de Isabel; a las demás solo les entregó un retazo de su tiempo. El rey Fernando rememoraba cabizbajo. Ahora entendía el tormento que había afligido a su mujer, ahora sabía lo que era correr en pos del amante que te huye, ahora comprendía lo que era morir de amor.

En la soledad de su habitación, Don Francisco Jiménez de Cisneros también se deshacía en lágrimas. Lloró mucho por la ausencia de la reina, que tanto había confiado en él y a la que apreciaba con verdadero sentimiento, pero también lloró de rabia y de impotencia contra él mismo, por no haber sido capaz de llevar consuelo a ese alma tan grande y noble que acababa de dejarles.

Quiso ir a buscar su libro de rezos, para no pensar, pero sus pasos se detuvieron cuando su mirada se encontró con aquel cuadro de la Piedad. La imagen se nubló; los ojos del arzobispo volvían a llenarse de lágrimas ante la contemplación del sufrimiento de la Virgen María. La visión de la Madre llorando la muerte del Hijo amado, le trajo a la memoria a la difunta reina, la que tanto había sufrido la muerte de su ángel, el príncipe Juan. El arzobispo enjugó su llanto para poder volver a contemplar aquella imagen y, de repente, su mirada se iluminó.

Don Francisco Jiménez de Cisneros dejó escapar un suspiro profundo al tiempo que una sonrisa aparecía en su rostro. La pasión de Cristo representaba la victoria sobre la muerte y el dolor; el Señor sobrevivía para mostrar al mundo su redención. También la muerte de la reina Isabel era un triunfo sobre su padecimiento; la soberana iba al encuentro de todos los seres queridos a los que había tenido que despedir con tanta pena. Las pupilas del arzobispo seguían fijas en aquel cuadro, pero sus ojos ya no veían esa imagen. Ante él aparecía la estampa de una soberana feliz, gozando de la compañía de las almas benditas que ya disfrutaban del reposo eterno. Y así, el tormento del arzobispo se vio aliviado y su corazón alcanzó, al fin, la paz perdida.

Castilla lloraba la pérdida de su reina, sus vasallos lamentaban su ausencia y la cristiandad entera estaba de luto. El rey Fernando se sentía desfallecer; las fuerzas le abandonaban. Se abrasaba, se ahogaba, su mente se entumecía... la desesperación le embargaba.

De repente... una energía electrizó su cuerpo. El monarca sintió que no podía darse por vencido; no hasta que no cumpliera el deseo de su difunta esposa.

Él era un gran soldado; sabría luchar para sobreponerse a tanto dolor. Había ganado tantas batallas que estaba convencido de vencer a la desesperanza. ¡Y lo haría por ella! Por su amada, por la mujer a la que se entregó y que ahora despedía. Lo haría por el amor que se profesaron y que, como ambos esperaban, continuaría en la otra vida. Él sería el garante de que su última voluntad se cumpliera; sus dominios serían bien regentados por él hasta que un monarca de gran altura los heredara.

Él velaría por dejar a su nieto Carlos de Gante los reinos en el mismo estado que los recibió de su mujer; Isabel se había ido pero su espíritu viviría por siempre, su autoridad estaría presente como si nada hubiera cambiado. Recordó las palabras que pronunció a Isabel en su primera retirada marcial: “la batalla está perdida, no la guerra”.

Ahora, en su último adiós, Fernando le hacía la misma promesa. Su obra no estaba malograda. Eran malos tiempos para sus tierras, pero en un futuro no muy lejano un soberano de gran talla moral sería capaz de redoblar su esfuerzo, extendiendo su dominio más allá de su legado, llegando a crear una España fuerte y unida, que retumbara en los países vecinos con el eco de un imperio.

Doña Beatriz Galindo realizó el trayecto con semblante atento. Sus ojos recorrían el camino, escudriñando cada uno de sus recodos con la curiosidad de un niño pequeño. En ocasiones, las gentes que cruzaban, los campos recién segados o los bosques que desprendían humedad entroncaban con sus vivencias personales y su mente se perdía en emociones pasadas. Entonces, su propósito la devolvía con inmediatez a la realidad: no quería que sus recuerdos descuidaran sus observaciones, aquellos parajes que sus ojos contemplaban por última vez. Tiempo tendría de reflexionar, en la soledad de su retiro, sobre su vida y los acontecimientos de los últimos años. Su determinación de ingresar en la orden era firme.

Llegaron a Granada, donde se celebraron las exequias por la soberana fallecida. El sepelio tuvo lugar a media mañana, en medio de una ceremonia solemne. El ambiente era austero, carente de toda señal de lujo y suntuosidad, tal como la monarca había dejado constancia en su última voluntad. No por ello sus honras fúnebres perdieron emotividad. Las numerosas personas que allí se habían congregado exhalaban una gran congoja.

Las puertas de la Capilla Real se cerraron al anochecer. Allí quedaban los restos inhumados de la gran soberana. Doña Beatriz Galindo esperó al día siguiente para despedirse de la corte. Su misión con la Reina Católica estaba cumplida. Llegada era ya la hora de cumplir con la llamada divina que se había producido tanto tiempo atrás.

A mediodía, se produjo el encuentro entre doña Beatriz Galindo y don Francisco Jiménez de Cisneros.

—¿Está ya todo preparado para vuestra marcha? —inquirió él.

—Eso espero —sonrió ella.

—Podríais permanecer en la corte. El rey Fernando estará complacido de vuestra compañía. Me consta que aprecia vuestros sabios consejos, tanto como los valoraba la reina Isabel.

—Sí, lo sé. Pero es mi deseo ingresar en un convento. Sentí la llamada de Dios hace mucho tiempo.

Doña Beatriz Galindo rememoró su primera conversación con la soberana, el día que esta la llamó para ofrecerle instalarse en la corte. Las imágenes de aquel encuentro pasaron rápidas por su mente, pero no se dejaron sentir en la fluida conversación que mantenía con don Francisco Jiménez de Cisneros.

—Sin embargo, Él cambió sus designios en el último momento para ponerme al servicio de la reina —reconoció la dama.

—Entonces, vuestra vida en la corte torció vuestro destino.

—No, no lo torció; solo lo desvió por unos años. Siempre he creído —explicó ella— que el Señor quería poner a prueba la fortaleza de mi fe antes de que se produjera mi retiro claustral. Acepté la oferta de la soberana consciente de que la vida en la corte estaría llena de tentaciones —se acercó con aire confidencial—. Auque también estaba convencida de que la rectitud de mi alma era grande y no se supeditaría a las flaquezas humanas.

—Como así ha sido. Habéis jugado un papel ejemplar en la corte de Isabel la Católica —expresó el cardenal Cisneros con sentido aprecio—. Durante mucho tiempo se os recordará y no dudo que las generaciones venideras hablarán de las “doctae pullae”, de quien vos habéis sido ejemplo de sapiencia, cordura y virtud. Vos encarnáis a la perfección el ideal de la modernidad.

Ella sonrió al recordar el sobrenombre con el que las gentes intitulaban a las damas letradas que la soberana había tomado a su servicio. Y se sintió halagada por los cumplidos que el ilustre cardenal le prodigaba, aunque le parecían excesivos. No supo qué responder. Su humildad le llevó a fijar la vista en el suelo, sin desdibujar la sonrisa de sus labios.

—¿En qué orden pensáis ingresar? —inquirió el cardenal Cisneros.

—Tomaré los hábitos de las hermanas jerónimas. Mi intención es fundar algún convento de esta orden, aunque también de las franciscanas. Bueno, -reconoció- mi propósito más inmediato es crear en Madrid un hospital para los pobres.

—Una obra sumamente caritativa, doña Beatriz –aplaudió él.

—Mis hijos no están conformes —sonrió—; piensan que mi piedad merma su herencia —su semblante se tiñó de gravedad—. Yo pienso que mi hacienda debe ser gastada conforme a mis deseos, pues fui yo quien la gané, ¡aunque no está en mi propósito dilapidar el legado de mis hijos! Lo que yo emplee en las obras benéficas que dicta mi corazón saldrán de privarme a mí de los lujos y de las comodidades que mi estatus me permitirían. Es mi deseo encarar mi ocaso con la más absoluta humildad, como mi conciencia y como el ejemplo de mi soberana me inspiran. Mis hijos no podrán criticar que no gaste en ellos con espíritu generoso.

—Sentiré hondamente que vuestro juicio no esté cerca de nosotros para iluminarnos.

—Vos no andáis escaso de buen seso —replicó con una gran sonrisa.

Fue la última vez que se vieron.

Don Francisco Jiménez de Cisneros se tomó la confianza de abrazar a aquella mujer docta, tan fiel servidora, como leal amiga de la reina Isabel. Doña Beatriz Galindo viviría desde entonces alejada de la corte, entregada a sus obras piadosas. Dios la concedió una vida larga, suficiente para ver morir a su marido y a sus hijos. Tan solo el consuelo de su nieta Beatriz le hacía olvidar la crueldad de la parca.

Falleció a una edad septuagenaria en Madrid. Sus restos fueron inhumados en el coro de las jerónimas; su cuerpo había sido ataviado con un manto de seda, sobre el que descansaba un escapulario de la Santísima Trinidad.

Varias décadas después, el genial literato Félix Lope de Vega y Carpio le dedicó una poesía que así decía:

Aquella latina
que apenas nuestra vista determina
si fue mujer o inteligencia pura
docta con hermosura
y santa en lo difícil de la corte.

Siglos después, cuando sus restos mortales fueron exhumados se halló su cuerpo incorrupto, como también su memoria, a la que la villa de Madrid dedicó varias centurias después el nombre del barrio donde se ubican sus principales obras caritativas.

La defunción de la reina Isabel colmó la desesperación de Juana. Ahora que engrosaba sus títulos de archiduquesa de Austria y condesa de Flandes con el de reina de Castilla, Juana se sentía más desolada que nunca. Pese a la lejanía de los últimos años, ella apreciaba a su madre y sus exequias revivieron las increpaciones de hiel que le dirigió en el castillo de la Mota.

Felipe, en cambio, mostraba un humor inconmensurable. En aquellos tiempos en que la mujer quedaba relegada de la vida política, la ascensión de Juana al trono de Castilla significaba que él asumiría el poder de ese rico reino.

Sin embargo, sus sueños quedaban aún lejos. El mismo día de la muerte de la reina Isabel una carta firmada por su esposa Juana mandaba convocar Cortes en Toledo.

—...para —decía la misiva— jurarme a mí como reina y señora de estos reinos y al serenísimo rey, mi padre, como gobernador y administrador de ellos.

Fernando dio orden de convocar en Toro las Cortes de Castilla a fin de cumplir la voluntad de su mujer, refrendada por la heredera, su hija Juana, a través de la carta que mostró.

Felipe enmudeció; eso cambiaba el panorama político y anulaba su ambición. Pero, ¿por qué había actuado así Juana? Y sobre todo ¿por qué lo hizo a sus espaldas? Cierto que el distanciamiento entre ellos era grande, pero ¿por qué quería ella renunciar al cetro?

El rey no coronado meditó un momento. El estado anímico e intelectual de su mujer lo explicaba todo; ella no estaba en disposición de gobernar y, según el testamento de la fallecida reina, en tal caso debía ocupar el trono el rey Fernando, en calidad de regente. Con esa misiva, su esposa había acatado los deseos de su madre. Sin embargo, varias dudas quedaban sin clarificar. ¿Cómo conoció Juana la última voluntad de su madre? ¿Cómo podía estar aquella carta fechada el mismo día de la muerte de Isabel? ¿Por qué actuó Juana con tanta premura y decisión? ¿Y, sobre todo, por qué ella reconocía su decrepitud mental? Solo había una manera de averiguarlo.

—Juana, ¡qué desgracia! ¡Cómo debes sufrir la muerte de tu madre! —Felipe mostraba una faz apenada.

—¿De veras te importa? —preguntó Juana con un escepticismo repleto de esperanza, pues cualquier acercamiento de Felipe le hacía aspirar a la reconciliación.

—¡Por supuesto! Eres mi mujer —repuso él con ternura y se acercó a besarle la frente.

—¡Felipe! —comentó ella con lágrimas en los ojos—. ¡No puede ser mayor mi dicha al sentir tus muestras de afecto en estos lacerantes momentos!

Los cuerpos hicieron el resto. Su marido estuvo atento y cariñoso y, por primera vez en mucho tiempo, esa noche Juana lloró de alegría. Al amanecer, Felipe tenía las respuestas que necesitaba.

“¡La carta era falsa!” —murmuró para sí con ira—. Fui un ingenuo al no prever la ambición de mi suegro. Pero ahora ya sé a quien me enfrento y eso hará que piense bien mi estrategia antes de actuar.

Puntual a su cita llegaría, nueve meses después, la cuarta hija de Juana y Felipe. El 15 de septiembre de 1504 nació un regordete bebé al que pusieron por nombre María, como su hermana menor. Junto a su recién nacido, Juana era capaz de sentir la felicidad que tantas veces se le mostraba esquiva. Cuando hubo acabado de amamantarla depositó a su retoño en los brazos de una de sus damas, de rasgos tan marcados que delataban sus orígenes. Infanta y aya salieron por la puerta. Felipe se las cruzó en el corredor y su carácter se agrió. Entró con el rostro turbio en la alcoba de su esposa.

—Juana, deshazte de tus esclavas moriscas —ordenó con hosquedad.

—¿Por qué? Son mías y conmigo se quedarán —repuso, displicente—. Yo decidiré cuándo dejarán de estar a mi servicio.

—¡Ni pensarlo! Toda la corte te critica y...

—Siempre me han criticado —reprochó ella—. Que descubran una tacha más en mi persona me resulta indiferente.

—¡Pero a mí no! —gritó él furibundo por la indocilidad de Juana—. Me pones en evidencia y no voy a seguir consintiéndolo —amenazó.

—¡Ah, sí! ¿Y qué piensas hacer para impedirlo? —repuso Juana sin dejarse intimidar.

—Darte tiempo… para que reflexiones —respondió él y salió.

Felipe cerró la puerta tras de sí dejando a su mujer en soledad. Ella pareció no inmutarse hasta que oyó el giro de la llave en la cerradura. ¿Habría sido Felipe capaz de...? ¿Era posible que...? Sin perderse en sus propias especulaciones, Juana quiso disipar sus dudas y se acercó a la puerta. ¡Estaba cerrada!

—¡Abre, Felipe! —gritó furiosa, mientras la aporreaba con sus puños—. ¡Déjame salir!

Pero el silencio fue su única respuesta. Ella se detuvo, por el dolor que sentía en sus manos. Se giró y buscó un objeto contundente en la sala que le permitiera continuar sus golpes sin lesionarla. Ante sus ojos apareció un bastón. Lo tomó y lo dejó caer con todas sus fuerzas sobre la puerta, una y otra vez, mientras increpaba a voces a su marido. El mutismo siguió siendo su único compañero.

Sin dejarse abatir, Juana repitió los garrotazos, al tiempo que farfullaba todo cuanto su mente le dictaba.

—¡Felipe! ¡Abre la puerta! Soy Juana de Castilla, la reina. ¡No puedes encerrarme! No saldrás impune de esto. ¡Abre la puerta! ¡Socorro! A mí. ¡Guardias, tirad la puerta! Os lo ordena la reina de Castilla, archiduquesa de Austria y condesa de Flandes. ¡Socorredme!

El escándalo era tal que sus gritos se oían desde una considerable distancia. Pero nadie se atrevió a intervenir.

Horas después, cuando el cansancio hizo mella en ella, Juana se calló y soltó su herramienta. Sin embargo, no se había dado por vencida. Puesto que la corte era sorda a sus gritos, el silencio hablaría por ella: desde ese momento, iniciaba una huelga de hambre.

La firmeza y obstinación de su sangre castellana le ayudarían a superar una prueba tan dura. Felipe se vería obligado a liberarla de su cautiverio. Y si no lo hacía, ¡poco importaba! No tenía gran apego a su vida... Junto a esta maniobra desesperada, Juana recurrió a apasionadas cartas de amor, inspiradas en los sentimientos que su esposo le despertaba. Y tal entrega puso en ellas que logró, en varias ocasiones, que Felipe acudiera a su llamada.

No obstante, las desavenencias entre los esposos no se resolvieron y su marido se fue alejando cada vez más, entregándose a obligaciones políticas, a placeres mundanos y a otras relaciones amorosas. Juana, el ánimo cada vez más abatido, se resignaba a su suerte, aceptando sin rebeldía la depresión. Permanecía largas horas sentada en su cuarto, a oscuras, mirando al vacío y evitando a quien, en rara ocasión, se acercara a darle compañía.

La mirada política de Felipe estaba fija en el trono castellano que, por una hábil maniobra política de Fernando, se le había escapado de las manos. Había que poner remedio a esa situación. Asesorado por las personas de su mayor confianza, Felipe escribió una afectuosa carta a su suegro en las que mostraba su aflicción por el fallecimiento de la sobernana. Recibimos vuestra carta, en la que nos informabais de la desafortunada muerte de la reina Isabel, nuestra madre, que no solo ha causado un inmenso dolor en sus súbditos, sus criados y en todos quienes la habían conocido, sino que también ha pesado a cuantos habían tenido noticia de su fama. ¡Ha sido una gran pérdida para la Cristiandad!

Y nos preguntamos, ¡cuánto no lo habrá sido para vos!, siendo tan profundo el sentimiento que a ella os unía. Nuestros miedos nos hacen temer que esta desgracia pueda afectar a vuestra salud.

Nosotros mismos estamos tan dolidos por la noticia que esperamos nos perdonéis por no poder ocuparnos de las cuestiones políticas. Empero, pronto enviaremos al señor de Veyre, una persona de nuestra confianza, que se encargará de todo ello. Ahora, vamos a dar orden de preparar todo lo necesario para nuestra partida. Iremos a veros y a serviros con todas nuestras fuerzas, como buenos y obedientes hijos.
—Todo fingido —concluyó Fernando—. Algo trama y no sé qué es, pero yo no voy a quedarme impasible viendo cómo la última voluntad de mi mujer es quebrantada. ¡Castilla merece un buen soberano!

El príncipe Felipe hizo llamar a sus validos. El primero en aparecer fue don Juan Manuel de Belmonte, uno de los que le inspiraban más confianza en estos asuntos hispanos, pues a su condición de castellano había que unir la de noble. Eso le hacía gran conocedor de la situación y costumbres de Castilla, algo que él necesitaba en estos momentos para ser asesorado.

—El rey Fernando —informó Felipe cuando ya hubieron llegado todos—, con una astuta, pero inmoral, estratagema se ha nombrado gobernador de Castilla. ¿Cuál debe ser mi proceder ahora?

—Si queréis gobernar Castilla debéis ganaros el apoyo de la nobleza y del alto clero —don Juan Manuel de Belmonte se adelantó a responder—. Alguien de vuestra confianza debe partir en secreto hacia ese reino para entrevistarse con los arzobispos y los nobles más importantes. También debe visitar las ciudades castellanas más destacadas.

—Enviaré al señor de Veyre —propuso el príncipe Felipe—. Pero no será fácil que los grandes de España me apoyen. Soy extranjero y mantengo una mala relación con Juana que, aparte de ser mi esposa, es la heredera de Castilla.

—Os equivocáis. La aristocracia y el alto clero están cansados de una monarquía absolutista. No dudarán en apoyar a un nuevo monarca... si este sabe ser agradecido –insinuó su interlocutor.

—El señor de Veyre irá con una queja vuestra —sugirió otro de los presentes— por el engaño que el rey Fernando obró para hacerse gobernador. ¡Una maniobra indecente que se gestó de espaldas a sus hijos, los herederos de Castilla y los que le habían jurado fidelidad!

—Sí —asintió don Juan Belmonte—. Y no os olvidéis de anunciar grandes mercedes para los que se unan a vuestro servicio.

—En cuanto a los graves altercados que mantenéis con vuestra esposa —propuso un tercero— y que son censurados en la corte castellana, hay que reducir su importancia. Para evitar que se utilicen en vuestra contra, escribiréis a Fernando y culparéis de ellos a Juana, ¡a sus celos implacables!

—Bien, bien —sonrió Felipe complacido y se dispuso a cumplir lo allí pactado.

El señor de Veyre partió para Castilla con orden de mostrar las cartas que Felipe había escrito. Sin embargo, alguien que apoyó esta iniciativa se retractó en el último momento.

—Creo —opinaba don Juan Manuel de Belmonte a Felipeque la estrategia de culpar a vuestra esposa Juana de las desavenencias conyugales os perjudica.

—¿Qué queréis decir? —quiso saber Felipe.

—El testamento de la reina Isabel era muy claro al respecto: si Juana no quisiera o no pudiera entender del gobierno de sus reinos, será el rey Fernando el que los administrará en su nombre hasta que vuestro hijo Carlos cumpla los veinte años. Eso os excluye del poder.

—Entiendo —repuso Felipe adivinando las insinuaciones de su valido—. Los desvaríos amorosos de Juana y su extravagante comportamiento son argumentos que Fernando podría esgrimir para incapacitarla al trono.

—Vos se lo serviréis en bandeja de plata.

—¿Qué proponéis, entonces? —preguntó Felipe con interés.

—Juana debe ser la que hable directamente en defensa vuestra. Escuchad —y se dispuso a explicarle sus artimañas.

Felipe de Habsburgo sonrió complacido. Luego, en el mes de mayo, estando el señor de Veyre ya en Castilla recibió una carta de Juana. Él entendió enseguida el cauce que debía dar a ese documento.

La carta enviada por Juana, decía: “Señor de Veyre, si no os he escrito antes es porque ya sabéis que lo hago de mal grado, pero puesto que por allí se critica mi falta de seso es preciso que yo intervenga. Y aunque no me asombra que se me levanten falsos testimonios, pues también se los levantaron a Nuestro Señor Jesucristo, estos son tan maliciosos y tan graves que es necesario que habléis de parte mía con el rey, mi padre, y le hagáis saber que los que me censuran también causan gran agravio a él, a quien reprochan que saldría beneficiado de estos falsos rumores. Yo no doy crédito a estas mentiras, pues Su Alteza es un gran rey, muy católico y no aprovecharía estos embustes para reclamar la gobernación de nuestros reinos.

Por otra parte, sé que mi marido Felipe escribió a mi padre quejándose de mi comportamiento, pero si alguna vez me mostré apasionada y dejé de tener el estado que convenía a mi dignidad no fue por otro motivo que por celos. Pasión que no solo se halla en mí, pues mi madre, a quien Dios tenga en su gloria, tan excelente y escogida persona como fue, también era celosa. Y de la misma manera que el tiempo la sanó a ella, así Dios lo hará conmigo.

Por ello, os ruego que habléis con todos los que consideréis oportuno para que los que tengan buena intención se alegren de conocer la verdad y los que mal deseo me tienen sepan que si alguna vez me encontrara como ellos quisieran verme, no alejaría a mi marido ni del gobierno de estos reinos, ni de todos los que me pertenecieran, tanto por el amor que le tengo como por lo que le conozco.

Y espero en Dios que muy pronto estaremos allá, donde me verán con mucho placer mis buenos súbditos y servidores”.

El rey Fernando entendió que la pugna por el gobierno de Castilla entre él y su yerno iba a ser larga y caviló todos los esfuerzos que podían hacerse para separar la corona de este reino del malquerido Felipe de Habsburgo. La carta falseada de su hija Juana había permitido su ascenso al poder, pero desde Flandes ya se estaba deshaciendo esta madeja. En cuanto su hija reclamara el cetro, él se vería obligado a entregárselo; sus extravagancias no justificaban su apartamiento del trono. Juana era la heredera y… Sus pensamientos quedaron interrumpidos. La legitimidad de su hija procedía de la aceptación de su madre como reina de Castilla. Pero si se cuestionaba este supuesto, entonces… Aún quedaba un resquicio para la esperanza.

El soberano escribió al monarca de Portugal, su yerno Manuel I, para informarle de sus pretensiones y rogarle su aquiescencia, pero este mostró sus recelos. Separar a Juana de la corona que le pertenecía significaba arrastrar a su esposa María fuera de la línea sucesoria. Sus pretensiones de cohesionar su reino con Castilla y Aragón no se mantendrían, por lo que negó su ayuda en esta empresa.

El rey Fernando no se amilanó y esperó la llegada de buenas noticias en la otra embajada que envió a Portugal. Cuando los diplomáticos llegaron a Coimbra buscaron el monasterio donde residía Juana, la religiosa, y le informaron de las intenciones del rey Fernando.

—En suma —resumió—, mi señor ansía desposarse con vos, para ofreceros la corona que tan injustamente os fue arrebatada en el pasado.

—Decid a vuestra majestad que mis votos me lo impiden —mintió con socarronería.

—Tal vez necesitéis más tiempo para meditar vuestra respuesta. Nosotros no debemos apresurarnos a regresar —sugirió el emisario.

—¡Jamás me entregaría al que peleó por mi caída!

Juana, la religiosa de Coimbra, se negó a abandonar la libertad de su retiro monacal para enfrentarse en otra guerra por la promesa de un trono al que ya no aspiraba. No quería regresar a Castilla. Portugal era ahora su reino y su patria.

El rey Fernando tanteó, entonces, otra pedida de mano, que contribuiría a rebajar la hostilidad con Francia y a ganarse al reino que subyugaba la voluntad de Felipe de Habsburgo. Era preciso ganarse a los aliados que podrían apoyar al ambicioso Felipe, de forma que puso en marcha la maquinaria diplomática para lanzar otra propuesta matrimonial. Esta segunda tentativa sí fue aceptada. Y así, en octubre de 1505, Fernando contrajo nupcias con doña Germana de Foix, la sobrina del monarca francés.

Luis XII había mostrado su conformidad con aquel pretendiente de gran prestigio en Europa y tamaño valor en el campo de batalla, pues el monarca aragonés acababa de demostrar que en el arte de la guerra la victoria siempre se ponía de su parte: había derrotado al ejército francés en Nápoles.

Don Cristóbal Colón se recuperó de la debilidad física con la que llegó de su cuarto viaje, pero su mejoría no iba a la par con su estado de ánimo: la muerte de la reina Isabel le había apenado profundamente. ¡La reina se había ido! Ella, que había sido su gran benefactora, la que siempre confió en él, la que le apoyó frente a las dificultades, la que desoyó las prudentes palabras de sus consejeros para prestar atención a sus locuras... Ella era la que ahora se había ido. Y nada podía hacerse.

Don Cristóbal Colón escribió a su hijo informándole de la mala noticia y encomendándole que rogara a Dios por el descanso de la reina, aunque estaba seguro que el Cielo había acogido ya el alma de esta gran mujer, tan católica, santa y devota. Después, se dispuso a ensayar su última táctica: negociar con los nuevos monarcas, Felipe y Juana. Sabía que el rey Fernando desatendería sus peticiones, como había sido habitual en él hasta ahora; el escepticismo de Fernando siempre fue grande, incluso después de haber regresado de su primera expedición, por lo que solo le quedaba intentarlo con sus sucesores. ¡Estaba tan seguro de lograr esta vez coronar su deseo!

¡Pero fracasó! Solo la reina Isabel había tenido fe en las quimeras de este loco soñador. Nadie como ella le había entendido. Era la única persona que le había apreciado... Ahora que la soberana faltaba, todos le negaban su beneplácito.

Echaba tanto de menos a su benefactora que el genovés se fue en pos de ella. En Valladolid, el 21 de mayo de 1506, Cristóbal

Colón se despidió del mundo. Embarcó en la fúnebre barca el marinero osado y hábil que deslizaba las naves sobre el mar, sin casi rozar el agua; se fue llevándose los secretos de su pericia. Partió el padre ausente que había soñado legar riquezas y gloria y solo dejó miseria y vergüenza. Agarró el timón el Almirante destituido, que no hubiese fracasado como Virrey y Gobernador si sus dominios hubieran sido de agua salina.

Cristóbal Colón puso rumbo hacia las nuevas tierras de las que nunca más regresaría, con la satisfacción de sentir que el Juicio que le esperaba no sería tan implacable como los que había recibido en vida, pues la mente divina escudriña las emociones que los ojos humanos son incapaces de entender.

Por su parte, Felipe y Juana se pusieron en camino hacia Castilla, pero esta vez por vía marítima.

“¿Acaso —pensaba Juana durante la travesía— Felipe ha considerado una ofensa la repentina alianza entre Francia y España? ¿Creía que el rey francés le apoyaría incondicionalmente? ¿Ha olvidado que las amistades políticas no son nunca desinteresadas?” Pero sus pensamientos pronto se olvidaron de la política y se centraron en su hijo Fernando, aquel infante del que se había visto separada en tan tierna edad. Ahora le vería y podría estrecharle entre sus brazos.

Rumbo a la costa cantábrica, una tormenta sorprendió a la flota naval que tuvo que arribar en puerto inglés. El susto fue grande, las naves eran zarandeadas por las olas, llegando varias de ellas a zozobrar. Toda la tripulación mostró signos de debilidad... salvo una persona. Ataviada con sus mejores vestidos y joyas, Juana mantuvo una serenidad pasmosa; tal vez por su mente rondaba la idea de que abrazar la muerte junto a su marido era la mejor manera de extinguir su sufrimiento.

Enrique VII, el rey inglés, acogió a estos improvisados huéspedes pero su recibimiento no fue nada comparado con la pingüe hospitalidad que desplegó Catalina de Aragón. La alegría de la infanta por encontrar unas caras familiares, después de las tribulaciones que sufría en la corte inglesa, donde seguía permaneciendo viuda, era tal que los escasos meses que el cortejo flamenco permaneció en la isla, cuajaron de felicidad a la joven. Durante mucho tiempo, su corazón se recreó en esas jornadas placenteras, compartidas con la hermana mayor con la que tanto había disfrutado en su niñez, para compensar los padecimientos del presente.

Catalina de Aragón aún permanecía viuda, sin que nadie lo remediara. Aún se complacería el destino en mantener su desamparo durante otros seis años más, hasta que la muerte de Enrique VII motivó su cambio de suerte.

En 1509, tras las exequias del monarca inglés, Catalina de Aragón se desposó con el recién coronado Enrique VIII. Él contaba dieciocho años; ella, unos maduros veintitrés y una pobreza rayando el pauperismo, pues el viejo monarca hizo gala hasta el final de su carácter avaro. Y su padre, el rey Fernando, enviaba unas partidas económicas tan modestas que no contribuían a cubrir los gastos que ocasionaba su cortejo, además de que no siempre llegaban a tiempo.

En numerosas ocasiones, la infeliz hija solicitó el favor de su padre, pero Fernando el Católico se negó a asistirla y, más aún, a permitir su regreso. Pretendía así el rey forzar el desposorio de la infanta Catalina con el heredero inglés. Para un buen gobernante, los intereses políticos debían prevalecer sobre los sentimentalismos. La alianza con Inglaterra justificaba las tribulaciones de su pequeña que, él bien sabía, serían perentorias.

La sufrida Catalina logró resistir las inclemencias de sus rentas y su padre Fernando alcanzó su propósito. Finalmente, Catalina de Aragón se vistió de novia para entregarse a Enrique VIII, aunque su fortuna no cambió. Mejoró su situación económica, pero no su calvario, pues su esposo fue causa de grandes infortunios.

En abril pudo reanudarse la travesía. En una de las naves, una conversación privada se desarrollaba en tono confidencial.

—El rey Fernando —comentaba don Juan Manuel de Belmonte— tendrá la bienvenida preparada en Laredo.

—Así es —respondió el príncipe Felipe, atento a las sugerencias que su privado pudiera hacerle.

—Vuestra prioridad ahora es conseguir que los nobles y el alto clero os apoyen; sin ellos, no podréis enfrentaros a Fernando. Y para ello necesitáis tiempo.

—Que ganaré si... —insinuó un desconcertado Felipe.

—...si desembarcáis en otro puerto distinto y alejado, como La Coruña. Fernando partirá de Laredo a vuestro encuentro pero cuando llegue a las tierras gallegas, vosotros no le estaréis esperando. Habréis iniciado el viaje a Castilla y, por el camino, los Grandes que estén descontentos con el talante autoritario gestado por los Reyes Católicos se os unirán.

Felipe de Habsburgo permaneció meditabundo y, al cabo de un rato, sonrió a su privado. Éste, a su vez, le respondió con una mirada risueña. La ambición se leía en el rostro de ambos personajes.

La alegría de Felipe por los buenos presagios que vaticinaba le acercó hasta su esposa Juana. Meses después nacería su última hija, de nombre Catalina, en honor a la hermana visitada, y abandonada a su naufragio, en la isla inglesa.

De camino a La Coruña, el rey Fernando se enteró del plan tramado por su yerno y lamentó la burla tan bien tejida.

Varios nobles y obispos ya habían mostrado su afinidad al heredero de raíces flamencas. En previsión de que fueran muchos más los tránsfugas que mudaran de bando, el soberano aragonés envió a don Francisco Jiménez de Cisneros a negociar con el príncipe Felipe.

¡Qué gran decepción la del rey aragonés cuando recibió la noticia! El primado, aquel hombre recto y honrado que tanta lealtad había demostrado en el pasado, se había pasado al partido contrario. Don Francisco Jiménez de Cisneros respaldaba la legitimidad de Felipe de Habsburgo, frente a la del soberano que tan buen hacer había demostrado siempre.

—¿Por qué? ¿Por qué? —repetía una y otra vez el monarca.

El rey aragonés se interrogaba sin hallar respuesta a sus dudas, aunque sospechaba que había sido su reciente matrimonio con Germana de Foix la culpable de tal desavenencia o, más bien, había sido la condición pactada en las capitulaciones previas a los esponsales de que, en caso de tener progenie, estos heredarían la corona de Aragón, pisoteando así los derechos sucesorios de las infantas Juana, María y Catalina. Y eran muchos los naturales de estos reinos que consideraron este acuerdo ofensivo y disgregador.

El Rey Católico no era flaco en voluntad, ni en tesón. Mayores empresas se lograron en el ayer y esta victoria sería suya: Felipe no se sentaría en el trono castellano. Así se lo había jurado en secreto al sepulcro de su amada Isabel y estaba dispuesto a cumplir su promesa, a pesar del dolor que pudiera ocasionar en los protagonistas de esta trama.

El rey Fernando burló los controles del príncipe Felipe e hizo llegar a su hija Juana la última voluntad de la reina Isabel, esperando encontrar en su sensible alma una aliada a su causa. Al leer el fragmento en que su madre les encarecía, a Felipe y a ella, que se amaran, Juana se sintió impresionada.

Decía el testamento: Ruego y encargo a mis hijos, el príncipe y la princesa que, así como el rey Fernando y yo nos tuvimos siempre tanto amor, unión y concordia, así ellos se tengan tanto afecto, cohesión y conformidad como yo espero de ellos. —¿Cabe mayor conformidad —respondía Juana a su difunta madre— que la resignación con la que yo sufro las infidelidades y el distanciamiento de mi marido?

Y continuaba el testamento: A mis herederos mi hijos Juana y Felipe, les encomiendo que como católicos príncipes honren a Dios pues esa es la gran causa por la que merece sacrificar personas, vidas y todo lo que tuviéramos y fuera menester. Por ello, les insto a que no cesen en la conquista de África. La defensa de Granada obliga a no conformarse con la recién ganada Melilla, sino a mantener el esfuerzo para alcanzar mayores logros en el norte del continente africano.Por último,es mi voluntad que si mi hija Juana estuviera ausente de mis reinos o estando en ellos no quisiera o no pudiera entender en su gobierno, será mi marido, el rey Fernando, quien los regirá y administrará en nombre de la princesa Juana, hasta que el infante don Carlos, mi nieto y heredero, cumpla los veinte años, edad legítima para gobernar. Asimismo, ruego encarecidamente a mi hija Juana y a su marido Felipe que sean obedientes al rey Fernando y le honren más que a un padre, por ser un rey excelente, dotado de grandes virtudes, y por lo mucho que ha trabajado por mis reinos, tanto en la pacificación de Castilla y la toma de Granada, como en el gobierno de estas tierras. La lectura de este documento, totalmente desconocido para la princesa Juana, dio un giro insospechado a la lucha abierta entre suegro y yerno. Ella, contraviniendo los deseos de su marido Felipe, se mostró partidaria de que su padre ejerciera la regencia hasta la mayoría de edad de su hijo. La insubordinación de su esposa hizo enfurecer al que ya creía tener asegurado el cetro real de estos dominios.

—¡No! —repuso Juana con rotundidad—. No pienso pelear contra mi padre por el trono de Castilla. Estoy de acuerdo con la solución planteada en el testamento de mi madre.

—¡Esta corona te corresponde a ti! —gritó él visiblemente enfado.

—Entonces, ¡acepta mi decisión! —replicó ella con vehemencia.

—¡Ni hablar! Tu padre está usurpando un trono que no le corresponde.

—¡Más que a ti, sí! —escupió ella—. Castilla no será gobernada por un extranjero. Nuestro hijo Carlos será proclamado rey de este reino. Hasta entonces, no me opondré a que la situación siga como hasta ahora. Es la voluntad de mi madre y también la mía –sentenció Juana.

La decisión de Juana era firme, aunque… su voz no se podía oír en los campos de Castilla. Felipe sonrió para sus adentros y siguió maniobrando para lograrse más apoyos. El rey Fernando encolerizó, consciente de las intenciones de su hija, que eran informadas por los confidentes infiltrados en la corte flamenca. El soberano aragonés acusó a su yerno de tener cautiva a la princesa Juana, pero el mutismo de ella quitaba notoriedad a esta denuncia.

Uno y otro bando forcejeaban por el poder con tanta pasión que Castilla tembló por la guerra civil que parecía estar gestándose. Pero no fue necesario recurrir a las armas. El partido filipino era cada vez más fuerte y el rey Fernando se avino a aceptar las condiciones que su yerno le propuso. El 27 de junio de 1506, en la ciudad zamorana de Villafáfila, firmaron el acuerdo por el que Fernando se retiraba a sus dominios de Aragón a cambio de recibir una sustanciosa compensación económica de Castilla; se le permitía además conservar sus títulos de Maestre de las órdenes militares de Santiago, Alcántara y Calatrava.

Felipe de Habsburgo había salido victorioso, aunque no todo estaba ganado. Fue preciso vencer las últimas resistencias de su mujer que se negaba a ese acuerdo. A regañadientes, Juana se avino a viajar hasta Burgos, la ciudad elegida por Felipe para instalar la corte; sin embargo, de camino hacia allí cayó en sospechas de que su marido pensaba encerrarla en el castillo de Cócejes, por lo que se negó a entrar en la villa. Pasó toda la noche a caballo, sin que las amenazas ni los ruegos le hicieran cambiar de idea.

Superado ese lance, los nuevos monarcas siguieron su viaje y el 7 de septiembre se colmó una de las mayores aspiraciones de Felipe: su entrada triunfal en Burgos. Jornadas de festejos se sucedieron. ¡El nuevo monarca estaba ebrio de dicha! Pero las celebraciones duraron poco y la alegría dio paso a la inquietud.

Felipe cayó presa de unas fiebres; los días pasaron pero su salud no mejoraba. Juana, a pesar de estar encinta, no se apartó de su lado ni un momento. En aquellos momentos en que se temía por la vida de Felipe ella mostró toda la firmeza y tozudez de su carácter.

También se esperaba el nacimiento de otro regio bebé. El rey Fernando acogió el estado de buena esperanza de su joven esposa con ambivalencia. Siempre era grato esperar el nacimiento de un hijo pero... aquel bebé que se gestaba en el vientre de Germana de Foix vendría a significar el desgarro de los lazos que con tanto mimo habían entretejido él y la difunta Isabel entre sus tierras.

Ese pequeño sería el heredero de la corona de Aragón… pero no de Castilla. El futuro de los dos reinos divergía hacia derroteros diferentes. ¿Valió la pena tanta lucha, tanto esfuerzo? Tantos sueños cumplidos… ¡para verlos ahora perdidos!

No obstante, el destino jugaba a enredar las mayestáticas mentes sembrando confusión en unos escenarios que luego se resolvían con gran simplicidad. La muerte prematura del bebé que engendraba Germana de Foix, deshizo la separación, que el rey Fernando ya daba por real, de los destinos de Castilla y Aragón. Y es que los reinos, como sus soberanos, estaban unidos por una pasión tan grande que nadie podía desmembrar su fusión.

—Majestad —le decía uno de los médicos—, debéis retiraros a descansar. Es de noche y nada más podéis hacer por él.

—Sí puedo; le velaré por si se despierta y requiere algo.

—Vuestro cuerpo y vuestro bebé necesitan descansar. Os halláis en un estado avanzado de gestación y, si no os reposáis... quién sabe si... alguna desgracia os sobrevendría a vos —insinuó el facultativo.

—No habría mayor tormento para mí que perder a mi marido. En estos duros momentos en que pelea por la vida permaneceré a su lado, me encargaré que coma y beba y no me alejaré, ni de día ni de noche.

—Sin embargo,Majestad... —se atrevió a añadir el médicono es preciso que toméis vos sus medicinas... Vuestro bebé... podría...

—Seguiré haciéndolo mientras él se niegue a probarlas. Si no tiene voluntad para tomarlas, mi ejemplo le servirá de ánimo. Ahora os ruego que no insistáis más. Soy su mujer y solo Dios podrá apartarme de su lado.

Y la apartó de su lado. Felipe de Habsburgo, el marido siempre ausente que desfogaba su ardor en el lecho de otras féminas... se iba ahora para siempre de su lado. Felipe, el que despertó en ella una pasión desatada que ni el tiempo ni sus infidelidades lograron aplacar... se acababa de entregar a los brazos de la más cruel y tiránica de las mujeres, aquella contra la que Juana nada podía hacer. La muerte acogía ya en su seno al joven y apuesto rey, al que la historia recordaría como Felipe el Hermoso. A título póstumo, su esposa le ofrecería su mayor prueba de amor: una pequeña infanta, a la que llamó Catalina, en honor a aquella hermana olvidada en territorio inglés.

El 25 de septiembre, tan solo dieciocho días después de haber accedido al poder, Felipe abandonaba este mundo. Su joven viuda, de 26 años, dio orden de embalsamarle y enterrarle en Burgos, en la Cartuja de Miraflores. Los que estuvieron presentes cerca de la reina Juana, en las últimas horas vitales de Felipe, se admiraron de su valor y tenacidad.

—Es una mujer para sufrir —comentaba uno— y ver las cosas de este mundo sin mutación de su corazón ni de su valor. Ni en la muerte ni en la enfermedad de su esposo, al que tanto amaba, ha mostrado ninguna debilidad femenina; al contrario, mantuvo su situación con tanta firmeza que parecía que nada le sucediese, exhortando siempre al marido que ya agonizaba para que tomase las medicinas.

—Cierto —respondía otro—. Apenas ha mostrado semblante de duelo en la hora de su muerte, ni tampoco lo hizo durante su enfermedad. Por el contrario, mostraba su mayor obstinación, permaneciendo a su lado, velando por su pronta recuperación. Y con la pena y el trabajo que se tomaba al hacer eso, los que estábamos alrededor temíamos que a ella y a su fruto les pasase algo malo.

Presa de una gran pesadumbre la reina Juana I de Castilla se hundió en la desesperación. Permanecía sola, en una habitación a oscuras y en silencio; tan solo sus frugales comidas interrumpían su monotonía. No quería ver a nadie, ni tomar decisiones. No deseaba asumir las responsabilidades que el destino le habían deparado. Esperaba que su padre regresara de su viaje a Nápoles para hacerse cargo del gobierno de su reino. Pero este se hallaba en Nápoles y no tenía ninguna prisa en volver, acaso porque esperaba ser aclamado para no tener nuevas resistencias que enfrentar, acaso porque quería ver la táctica de sus opositores antes de actuar. Mientras, Castilla como su reina permanecían en un total abandono.

Como si la última voluntad de Isabel la Católica hubiera sido una visión, la reina Juana, incapaz de gobernarse a sí misma, fue relegada del poder. Don Francisco Jiménez de Cisneros, junto con el condestable de Castilla y el duque de Nájera decidieron asumir, a través de este triunvirato, la regencia del reino hasta el regreso del rey Fernando. Y no fueron pocos los problemas que tuvieron que enfrentar en este largo año de espera: el partido filipino trató de secuestrar al infante Fernando, varios nobles aprovecharon el estado inicial de anarquía para tomar nuevas posesiones y el pueblo se alzó en protesta por el hambre y la peste que los masacraban, pues sucedió que a las malas cosechas acaecidas entre 1502 y 1504, se sumaron las lluvias torrenciales de 1505 y la sequía de 1506. La carestía de alimentos se presentó con su amiga inseparable: la peste asoló los campos castellanos en 1507.

La reina Juana permanecía ajena a los problemas mundanos. Nada parecía hacerla salir de su letargo. ¿Nada? Aquella mañana fría de invierno, un respingo electrizó el cuerpo de la soberana.

—Felipe ¡perdóname! No lo recordaba —exclamó en voz alta—. ¡Dios mío! —se reprochó—. ¿Cómo he podido olvidar tu última voluntad?

Y salió de la alcoba con toda la premura que le permitían sus piernas. Inmediatamente, dio orden de desenterrar a su marido y disponer lo necesario para el traslado fúnebre. Ante la estupefacción de sus sirvientes, la reina solo dio una breve explicación: en vida, su marido había expresado el deseo de ser enterrado en Granada y hacia allí iban a dirigirse. Ni los rigores del invierno ni su situación de gestante disuadieron a la reina, tan presurosa como era a cumplir la voluntad de su marido.

En un carruaje tirado por cuatro caballos se depositó el ataúd del difunto; dentro de una caja de madera, otra más sólida de plomo albergaba el cuerpo de Felipe. Ricas telas de oro y seda recubrían el féretro. De cerca, una turba de clérigos entonaba el Oficio de los difuntos.

Huyendo de la claridad del día, el cortejo fúnebre avanzaba a paso lento en jornadas nocturnas. Las paradas para pernoctar se hacían siempre en pequeñas villas, lejos de la muchedumbre. Pese a los ruegos de sus acompañantes de albergarse en ciudades grandes más seguras, la reina Juana se mostraba firme. No temía por ella, sino por su marido; la idea de que alguna mujer quisiera secuestrar el cuerpo de su esposo le atormentada. Los celos, los implacables celos que tanto le habían atormentado, seguían vivos en ella. La paz no le llegó con el descanso eterno de Felipe.

De ahí que buscara la soledad de las pequeñas villas. En sus iglesias, custodiado por un ingente número de soldados armados se depositaba el féretro de Felipe al resguardo de la noche y de los curiosos. Las órdenes de la reina Juana eran tajantes: ninguna mujer tenía la entrada permitida.

Al llegar a Torquemada, Juana se sintió indispuesta, pero la situación no era preocupante. Su pequeña Catalina nacía allí, el 14 de enero de 1507. Pasada la cuarentena, se reanudó el viaje.

En una de las ocasiones, al encontrarse en pleno campo con un convento la reina ordenó pasar allí la noche. Cuando ya se había trasladado el féretro al interior, Juana tuvo conciencia de que el convento era de monjas y, presa de un agudo temor, ordenó sacar a toda prisa el ataúd a campo descubierto. Allí, a la débil luz de las hachas, casi apagadas por la violencia del viento, mandó que unos artesanos abrieran las dos cajas; quería comprobar que el cuerpo de su marido aún reposaba en ellas. Al contemplar a Felipe, se tranquilizó, mandó cerrar las cajas y trasladarse hasta la localidad más cercana.

La leyenda de Juana la Loca se anclaba cada vez más en la mente de las gentes de aquel tiempo...

En agosto, el rey Fernando regresó de Nápoles y su primera intención fue visitar a su hija. El encuentro fue emotivo para el monarca, que no pudo reprimir las lágrimas, no así para la reina Juana, tan impasible e indiferente ya a las cosas de este mundo. Juntos emprendieron el viaje hasta la ciudad que albergaba la corte. En octubre, cerca ya de Burgos, la reina se detuvo; no quería llegar a la villa que vio cerrar los ojos para siempre a su marido.

La soberana se negó a pasar de Arcos, de modo que los destinos de padre e hija se separaron. El rey prosiguió el viaje y ella permaneció allí, sumida en una profunda depresión. Dormía en el suelo, realizaba breves comidas, no se lavaba ni se cambiaba de ropa y rechazaba todo contacto humano.

“¿Para qué cuidar mi cuerpo, si es la cárcel que me separa de mi marido?” —pensaba Juana para sí.

El rey Fernando seguía con atención los pasos del partido filipino; sabía que los más ambiciosos no se iban a dejar arrinconar. La calma aparente solo era indicio de que se estaba urdiendo un plan y él tenía que averiguar cuál.

Y lo logró. Supo que se tramaba el secuestro de la reina Juana, de acuerdo con su suegro, el emperador Maximiliano. Había que trasladarla; Arcos no era una villa segura. El lugar elegido debía contar con un palacio confortable a la vez que con una iglesia cercana donde albergar el cuerpo del difunto Felipe; de otro modo, la reina Juana no accedería a moverse de Arcos.

El rey Fernando se decidió por Tordesillas. El monasterio de Santa Clara, construido sobre un antiguo palacio mudéjar, había sido acondicionado con habitaciones palaciegas por precisamente otra reina Juana, la esposa de Enrique II. Era una villa importante, cercana y segura, rodeada de murallas que daban fe de su pasado reciente de corte de los reyes.

El monarca dispuso todo para que esa villa albergara aquella peculiar familia regia, compuesta por un marido difunto, una esposa de razón perdida y una pequeña infanta de dos años. Y para asegurarse de que el secuestro era imposible ordenó el aislamiento de Juana y su vigilancia a Mosén Ferrer.

¡Pronto la pequeña villa vallisoletana alzó su voz en protesta por aquel carcelero despótico que tenía un trato cruel hacia la reina! La despojaban de vestidos y joyas; la encerraban en su cuarto, para disfrutar de la fortaleza, de la que se erigían como dueños; le negaban el aseo y una comida digna… La soberana, empero, permanecía indiferente, en un estado de total abandono, acentuado por el aislamiento al que se veía sometido. Aunque ella se desentendía de las razones de estado que le habían llevado hasta ese encierro, no ignoraba que su hija, la infanta Catalina, era una víctima de tales intrigas políticas y temía que tan pronto repararan en ello se la arrebataran. Por eso, la pequeña dormía en un pequeño cuarto, sin ventanas, al que solo podía accederse desde la habitación de la reina.

Otra Catalina vivía una situación también límite. La hermana de Juana, aquella joven infanta que permanecía viuda del príncipe Arturo arrastraba una situación de penuria económica. Por eso, la propuesta del rey Enrique VII, de desposar a su hermana Juana la llenó de dicha. Este había conocido a la pretendida en aquellas jornadas de 1506 en que la flota flamenca había arribado a costas inglesas acuciada por el mal tiempo. Y no había permanecido indiferente a la belleza de Juana. Ahora que ella había enviudado el rey inglés se atrevió a pedirla en matrimonio.

Ella seguía siendo una mujer atractiva, joven y saludable, además de fértil. La reina Juana había traído al mundo seis hijos sanos y fuertes, pues ni uno solo había muerto ni padecido enfermedades graves. Ella podía asegurar descendencia al rey inglés; era una buena apuesta.

La desesperación de la infanta Catalina jugó a favor de su suegro, de aquel a quien ella misma había rechazado, tras su reciente viudedad. Enrique VII era un monarca senil que no tardaría en presentar sus respetos a la parca, por lo que el tormento de su bella hermana con un marido decrépito no sería largo. A cambio, ambas se ofrecerían la compañía y el consuelo en aquel país encapotado. La infanta Catalina creía ser capaz de despertar el espíritu aletargado de su hermana Juana.

Enrique VII no sospechó que su mejor aliada era su propia nuera. La infanta Catalina escribió a su padre, destacando las ventajas de aquella alianza matrimonial.

El rey aragonés estuvo de acuerdo en esta propuesta. Desestimó las resistencias que en el pasado tuvo su esposa Isabel entre el enlace de Enrique VII y su hija Catalina. Con estas nupcias, no solo se estrecharían los lazos entre ambos países, sino que mantendría alejada a la única persona que podía disputarle el gobierno de Castilla; además, y dado el estado mental de su hija, sería un alivio no tener que encargarse de su cuidado.

El monarca ignoraba qué respondería su hija Juana ante tal propuesta pero sabía que antes de dársela a conocer había que enterrar a Felipe. Para ello, consiguió que el Papa Julio II instara a la reina Juana a dar cristiana sepultura a su difunto marido, pero la tozudez de la soberana volvió a quedar patente: no estaba dispuesta a permitir que el cuerpo de Felipe reposara en otro lugar que no fuera Granada.

Sería una labor ardua convencer a su hija Juana, pero el rey Fernando no se desanimó; los beneficios de aquel matrimonio para él, para su hija y para el reino eran grandes.

Fue el destino el que truncó estas esperanzas. El 21 de abril de 1509 moría de tisis el último pretendiente de la reina Juana; el rey Enrique VII no resistió la enfermedad. Su segundo hijo accedió al poder, proclamado como Enrique VIII. Y Catalina, la desvalida hermana de Juana, contrajo matrimonio con el recién coronado monarca pudiendo, por fin, recuperar la dignidad perdida... aunque no así la felicidad. Años después nacería la única hija que resistió la llamada de la parca y que la historia conocería como María Tudor. Sus otros cinco hijos estarían predestinados a la muerte prematura.

La oposición al rey Fernando iba creciendo: solo un padre ambicioso consentiría tener a su hija encerrada bajo la tiranía de un despótico carcelero. Algunos dudaban de la locura de la soberana y veían en su cautiverio un ardid del monarca para hacerse con el poder. Fue entonces cuando Fernando el Católico decidió volver a visitar a su hija pero esta vez, para acallar las críticas, se hizo acompañar de un nutrido grupo de nobles; quería demostrar que la reina había perdido la razón y, por tanto, no podía vivir en libertad, expuesta a la influencia de personas sin escrúpulos.

Fue en el invierno cuando la comitiva se presentó en Tordesillas. El padre quiso adelantarse para saludar a su hija; quería comprobar que su estado era el que esperaba encontrar. Luego, dio orden de entrar a sus acompañantes. La indiferencia de Juana dio paso a la indignación cuando vio su intimidad invadida por tal cantidad de personas. Los nobles, por su parte, quedaron sorprendidos del estado de abandono y dejadez en que vivía la reina y no dudaron de los argumentos del soberano: la reina Juana era incapaz de gobernarse a sí misma y, por tanto, incapacitada para el trono de Castilla.

El tiempo fue pasando y había que dar paso a la descendencia. Por eso, la parca fue llamada a visitar la Península.

A sus 64 años, el rey Fernando hizo una rápida reflexión sobre el estado en que dejaba sus reinos. La muerte prematura del hijo que esperaba de Germana de Foix volvía a hacer realidad la unidad de las coronas de Castilla y Aragón. Aunque Fernando dudaba...

Era inevitable que la corona de Castilla pasara a su nieto Carlos; en cuanto a sus dominios... serían mejor administrados por su nieto Fernando, el hijo de Juana que jamás había salido de estas tierras. Sus raíces y su educación hispana pujaban a su favor; sin embargo, ni era bueno desmembrar España, ahora que por fin se había logrado la unidad, al anexionarse el rey Fernando de Navarra, ni lo era dejar enfrentados a los dos hermanos.

En aquellas funestas horas en que la muerte aguardaba, el soberano se dejó aconsejar por sus asesores y apostó por su nieto Carlos. El testamento de Fernando fue redactado en términos parecidos a los de su difunta esposa, la reina Isabel. La heredera de sus reinos era su hija Juana pero, dado su estado de postración mental, su nieto Carlos actuaría de gobernador hasta que la muerte de la madre le permitiera ostentar el título regio.

En aquel invierno de 1516, alguien se sentía desfallecer. La voz le temblaba, el pulso se le iba... El rey Fernando sabía que su final estaba próximo. Pensó el estado en que dejaba sus reinos. La muerte precoz de su último hijo, varón, dejaba la Corona de Aragón en manos de su joven nieto Carlos, el mismo que había heredado ya la Corona de Castilla. Los dos reinos volvían a unir su destino.

El monarca se despidió de este mundo con una sonrisa en la cara pues, al final, dejaba su herencia en el mejor estado posible. En la localidad cacereña de Madrigalejo, el 25 de enero de 1516 moría el rey católico, Fernando. Su cuerpo fue a reposar a Granada, al lado de su gran amor: su primera esposa, la excelsa reina Isabel I de Castilla.

Carlos de Gante conoció la noticia fuera de España. Y hasta tanto no se hallara en su nueva tierra, don Francisco Jiménez de Cisneros, tal como hizo antaño, evitó la situación de confusión y anarquía asumiendo la regencia. Inmediatamente dio orden de disponer lo necesario para nombrar al heredero gobernador del reino. Pero alguien se opuso. Desde Bruselas, el príncipe Carlos hacía llegar su deseo: ser coronado monarca.

¿Otorgarle el título de rey? ¿Suplantar a su madre estando esta viva? ¿Habíase escuchado alguna vez mayor afrenta de un hijo hacia su progenitora? Pero no era tal el propósito del príncipe. No estaba en su ánimo negar los derechos de su madre: Juana seguiría siendo la reina, aunque su hijo lo sería también.

¡Insólito! Jamás nadie propuso una idea tan descabellada. ¿Madre e hijo, soberanos al mismo tiempo? ¿Dos títulos regios simultáneamente?

—Ni hablar —fue la respuesta enérgica del cardenal Cisneros—. No transigiré.

Pero lo hizo...

¿Por qué? ¿Fue porque se convenció de que era lo mejor para la estabilidad de España, para evitar que los opositores a un gobernante extranjero apostaran por el infante Fernando o se alzaran reclamando la presencia de Juana en el trono? ¿O acaso fue porque en aquella época de monarquía absolutista Cisneros entendió que el príncipe que se mostraba firme y decidido jugaría un gran papel como rey? ¿O tal vez fue porque la reina Juana estaba entrada en años y de este modo no habría disputas por la cuestión sucesoria a su muerte? Nadie más que él conoció los poderosos motivos que le llevaron a aceptar la descabellada idea que Carlos tan insistentemente propuso. Pero una vez que hubo tomado su decisión, su sentido de la fidelidad le hizo ser un firme defensor de ella.

El cardenal Cisneros convocó al Consejo Real en su residenciapalacio de Madrid y les comunicó la fórmula elegida por Carlos de Gante.

—El príncipe Carlos —comentó—, tomando en consideración a Dios y al honor y reverencia que debe a su madre, la reina Juana, nuestra señora, no ha querido ni quiere aceptar el título de rey sino conjuntamente con ella, pagando la deuda que como obediente hijo debe a su madre y siendo así merecedor de su bendición.

La sorpresa y la indignación fueron tales que varios de los presentes quisieron abandonar la sala. Don Francisco Jiménez de Cisneros volvió a tomar la palabra en un tono pausado.

—No os he convocado para pediros consejo, sino para anunciaros lo que va a suceder —dijo mientras les señalaba la ventana. Todos se asomaron. Un contingente de soldados armados rodeaba el edificio.

Nadie opuso resistencia. Como era su deseo, el hijo compartió el título regio con la madre. Y el respeto filial se dejó sentir en la fórmula por él elegida: el título de Juana fue siempre antecediendo al de su hijo. Así, en todos los documentos oficiales se podía leer: “Doña Juana y Don Carlos, su hijo, reina y rey de Castilla...” y el encabezado continuaba con la enumeración de todos los reinos que tenían bajo su poder.

Sin embargo, el nombramiento de Carlos I como rey de España se hizo en su ausencia, pues el nuevo monarca galo, Francisco I, había iniciado su reinado con una gran ofensiva contra Milán. Carlos I, para proteger los Países Bajos de la codicia del rey francés mientras él se hallara en España había llegado a un acuerdo. Por el Tratado de Noyam, Carlos I aceptaba que la corte de Bruselas pagara tributos anuales a Francia en compensación por la invasión de Nápoles, prometía revisar el caso navarro y apalabraba desposarse con una princesa gala.

Una paz efímera se instaló así entre España y Francia pero que, al menos, sirvió para permitir la ausencia de Carlos I. El aludido solo inició los preparativos para su partida cuando estuvo convencido de que sus tierras no quedaban expuestas a ningún peligro.

La excitación por el viaje era alta, no tanto por sentir bajo sus pies su nueva patria sino, sobre todo, por los anhelos afectivos que se abrían con él. Era la ocasión de visitar a su madre, de quien apenas tenía un vago recuerdo infantil; el momento de honrar a su difunto padre, a quien el tiempo había borrado de su memoria los bellos rasgos de su rostro; y la oportunidad de estrechar entre sus brazos a sus desconocidos hermanos menores, Fernando y Catalina.

Leonor, su hermana mayor, resolvió acompañarle. La orden de partir, sin embargo, no se dictó hasta septiembre del año siguiente, cuando los vientos fueron favorables a tal periplo. Los anhelos de Carlos y Leonor se desgajaron de su impaciencia y aceptaron con resignación la espera. El encuentro con sus lejanas raíces mereció la pena.