XII

1490

Tal como se había anunciado, se celebraron las nupcias de la infanta Isabel con el príncipe Alfonso de Portugal. Los festejos estuvieron a la altura de las circunstancias, a pesar de los gastos que la conquista del reino nazarí había causado a los reyes Isabel y Fernando. Los dos reinos vecinos volvían a sellar una alianza, esta vez más estable pues se cerraba con un enlace que a todos agradaba… salvo al destino. La alegría de los presentes pronto se disiparía.

Alentado por los consejos de su madre, el rey Chico había arengado en secreto a los nazaríes de los territorios perdidos. Estos no dudaron en levantar sus almas. Así pues, Boabdil, contra todo pronóstico, no se rindió. El ejército cristiano tuvo que prepararse para librar la peor de las batallas: Granada.

Las noticias abatieron el flaco ánimo de Cristóbal Colón y preparó su escaso equipaje para partir hacia Lisboa. Sus ruegos habían conducido a su hermano Bartolomé a Francia e Inglaterra, recibiendo en ambos reinos sendas negativas. El genovés sentía el avance inexorable del tiempo y quiso enmendar su destino. Escribió a la reina Isabel anticipándole su propósito de regresar a Portugal y esta se mostró comprensiva, seguramente porque aún no confiaba del todo en sus sueños.

Sus esperanzas se cimentaban ahora sobre Portugal. Creía que la nueva ruta hacia la lejana tierra de las especias explorada por Bartolomé Días podría resultarle favorable. Hace años nadie hubiera apostado por el valeroso marino que hoy vivía colmado de honores. Tal vez su hazaña hubiera clareado la mente de los más escépticos y ahora fueran menos reticentes a creer en sus cálculos.

Su amada, Beatriz Enríquez, se despidió de él con lágrimas en los ojos y un diminuto ser en su vientre que aún no había dado señales de vida a sus progenitores.

Las últimas victorias, tan cargadas de significado, habían renovado las fuerzas del ejército cristiano, gozoso de todo el terreno ganado al enemigo. A pesar de ello, aún quedaba el alma de ese reino por conquistar, empresa harto difícil, pues el bastión de Alandalus nunca se rendiría. El ejército nazarí había sufrido bajas, pero no estaba debilitado, pues todos los adversarios que huyeron se habían concentrado en los alrededores de Granada. Para apoyar esta resistencia, soldados musulmanes llegados de distintos reinos combatían a su lado, del mismo modo que en el ejército del rey Fernando presentaban sus servicios soldados ingleses y franceses, pues desde que el Papa bendijera esta guerra con la bula de cruzada, todos los guerreros, de uno y otro bando, entendían que esta era una guerra santa contra los infieles y Granada era su último reducto. Su defensa era tan vital para los árabes como para los cristianos lo era su conquista.

—Quisiera rogarte —pidió la reina Isabel a su marido— que reniegues del fuego artillero en esta ocasión. No deseo que la ciudad sea destruida; dicen que el corazón de Al-andalus supera en belleza todo lo que hemos conocido hasta ahora.

—No será necesario —repuso él—. El asedio, en esta ocasión, será breve, pues sus moradores se hacinan tras las murallas. En cuanto carezcan de provisiones, no tardarán en rendirse. En cualquier caso, pensaba prescindir del fuego bélico. Yo tampoco deseo destruir sus maravillas.

El rey Fernando mostraba ser un gran estratega. El último bastión nazarí estaba atestado de sarracenos, huidos de las zonas conquistadas, o venidos de lejanos reinos para engrosar las filas del ejército moro. Impedir el abastecimiento era condenarles a una muerte segura. A pesar de la obstinación del emir, la población claudicaría sin exigir condiciones.

—Además —continuó él— en esta ocasión, incluiré en mi estrategia un ingrediente desmoralizante.

—¿Cuál? —indagó la reina Isabel llena de curiosidad.

—Construiremos un campamento en las afueras de la ciudad, donde sea visible por todos.

—¡Excelente! —aplaudió la reina—. Lo llamaremos Santa Fe.

Días después, la infanta Isabel llegaba a tierras andaluzas para ser reconfortada por sus compungidos padres.

Como en el pasado, sus ilusiones de un porvenir en la corte portuguesa se habían visto frustradas; antaño fue por la maniobra secreta de Juan II de Portugal; ahora, por la funesta intervención de… La infanta Isabel no podía contener las lágrimas. En menos de un año había saboreado todo un abanico de estados: soltera, prometida, casada y ahora…
Doña Beatriz Galindo interrumpió sus pensamientos. La infanta agradeció la venida de la que fuera su institutriz.

—¡Mi niña! —exclamó la dama, mientras avanzaba para darle un abrazo—. Vuestra madre me ha relatado todo. ¡Dios bendito! ¡Qué desgracia!

La infanta se deshizo en sollozos, mientras corría a refugiarse en aquellos brazos tan acogedores. La dama se enojó consigo misma, por su torpeza; su expresión sincera había acentuado la congoja de la joven. Se propuso enmendar su falta buscando palabras reconfortantes que enderezaran el ánimo de la abatida infanta. Sin embargo, fue esta la que rompió a hablar, desatando la necesidad de liberar su dolor.

—Fue todo tan rápido —explicó, mientras detenía el abrazo—. El príncipe Alfonso se cayó del caballo y… ¡Nada pudo hacerse! El médico solo pudo certificar su muerte.

Su propia voz pareció despertarla de un ensueño. Tan obstinado había estado su corazón en negar que su esposo descansara bajo tierra, que su mente debía luchar contra esta inercia.

—¡Muerto! —pronunció con una emotividad plana—. ¡El príncipe Alfonso yace en el panteón familiar!

Se dirigió a la ventana. Sus ojos inflamados por el llanto contemplaban el infinito en actitud ausente. Doña Beatriz Galindo había quedado situada a su espalda y mostraba una actitud vacilante, dudando entre hablarle para hacerle salir de su ensimismamiento o mantenerse muda para que su espíritu gozara de unos instantes de serenidad. Prefirió respetar el mutismo de la infanta.

Al cabo de unos largos minutos, la joven le preguntó.

—¿Vos lo podéis creer?

No esperó respuesta. Se giró hacia su interlocutora para continuar su monólogo. Parecía que empezar a admitir la realidad.

—Está muerto, doña Beatriz —dijo rompiendo a llorar—. ¡Parece mentira! Era joven, vital... tan gallardo, tan amable... Tenía un destino tan prometedor y dichoso a mi lado… junto a mí.

La fase de negación parecía superada. Ahora comenzaría el momento en que se rebelaría contra su infortunio. Doña Beatriz Galindo temía que su enojo proyectara ataques blasfemos, pero su educación religiosa había sido tan esmerada que la infanta no presentó ningún atisbo de rebeldía hacia la Providencia, sino más bien de incomprensión hacia sus designios.

—¡Oh, Dios mío! ¿Por qué?

La infanta agarró a doña Beatriz Galindo por los hombros y la sacudió, como si ella pudiera aclararle sus interrogantes.

—¿Por qué, doña Beatriz, por qué? ¿Por qué le ha apartado Él de mi lado?

—No lo sé —repuso ésta, sujetándola las manos para que cesara su vapuleo.

Su antigua pupila se detuvo en seco, consciente de su estrambótico proceder. Doña Beatriz aprovechó para arrastrarla hasta una silla y la obligó a sentarse.

—Isabel, la voluntad de Dios es indescifrable, pero Él no se complace con tu desgracia. El dolor es una prueba a la que te enfrenta para probar tu fe. Es fácil creer en Él cuando la dicha camina a nuestro lado.

—Más fácil es cuando las desgracias sacuden nuestra existencia. Solo Dios puede ofrecerte consuelo.

—¡Exacto! Buscadle para reconfortaros, no para increparle airados reproches. No dejéis que la pena horade vuestra bondad, ni reneguéis de Dios; eso no os devolverá a vuestro esposo; antes al contrario, privará a vuestra alma de la serenidad.

—No os inquietéis, doña Beatriz —su voz era calmada, con el abatimiento que da la resignación-. Mi fe en Dios no ha decaído. Ha sido Su Voluntad y así la acepto. Aunque hay momentos que mi razón se nubla y mi pena desata una tormenta, nunca clamo contra el cielo.

—Vuestra alma no se liberará del sufrimiento por más que increpe al viento la causa de tal desgracia. Callad y orad para que el Espíritu Santo os ilumine con su sapiencia. El silencio reconfortará vuestro afligido corazón y os dará las respuestas que los que os queremos no acertamos a explicaros. No claudiquéis al dolor. Combatidlo con la serenidad que da saber que estáis cumpliendo la voluntad divina. Él inflingió mayores pruebas a su propio hijo. Buscad en la vida de Nuestro Señor Jesucristo el ejemplo a seguir. Él aceptó su muerte y su pasión sin ningún poso de amargura, ni de rencor hacia Dios. Espero que, de igual manera, vos halléis la forma de cicatrizar vuestras heridas.

Se hizo el silencio. La infanta parecía entender el sentido de sus exhortaciones.

—Isabel —continuó— la vida está llena de amargos sinsabores pero también de felicidad. Mi consejo es que disfrutéis de los tiempos dichosos, pues son efímeros. Pero revivirlos a través de los recuerdos; no os recreéis en el dolor, sino en las bellas jornadas que compartisteis con el príncipe Alfonso de Portugal. En vez de lamentaros por haberle perdido, alegraos por haberle gozado.

La infanta se levantó y la abrazó.

—¡Doña Beatriz! —pronunció con gratitud.

Sus ojos estaban ahora secos y su cabeza reposaba sobre el hombro de su preceptora. Después de unos instantes, esta anunció:

—También he venido a despedirme.

—Al fin habéis aceptado desposaros, ¿no? —indagó la infanta—. La mujer liberal, resuelta e independiente ha sido, al fin, conquistada.

Doña Beatriz asintió con una sonrisa. Era cierto que hasta ahora había rehusado todas las propuestas matrimoniales, pues ella amaba su libertad tanto como su deseo de servir a Dios con un hábito religioso. Su destino en la corte era estable y firme; no podía, ni quería renunciar aún a él para ingresar en una orden monacal. La reina gozaba con sus consejos y con su compañía; su amistad se había reforzado con los años.

Ahora, sin embargo, los reyes habían propuesto su enlace con don Francisco Ramírez de Orena, un oficial artillero, leal combatiente a las órdenes del rey Fernando, que había participado en las guerras con Portugal y ahora con el reino nazarí. El valeroso soldado acababa de enviudar quedándose cinco pequeños vástagos desamparados del amor de una madre.

Doña Beatriz se había negado en un primer momento pero la insistencia de los reyes, apiadados del mal estado en que quedaban los cinco niños, expuestos al riesgo constante de quedarse también huérfanos de padre, acabaron por doblegar las resistencias de la dama salmantina.

La institutriz reprimió un suspiro de melancolía. Su apego a la vida cortesana era escaso, pero no así su afecto hacia la reina Isabel. Le dolía profundamente separarse de quien más que una soberana había sido una amiga; habían compartido muchos momentos de comunión con Dios, a través de los rezos que gustaban de realizar juntas. También le afligía verse separada de aquellas jóvenes infantas a las que había procurado transmitir toda su sabiduría. Especialmente dolorosa le resultaba la despedida de la infanta Juana, la hija más sensible y cariñosa de los reyes y también la más aplicada. Su pasión por las humanidades solo era comparable al de su maestra. La pupila destaca en el estudio de las lenguas, que aprendía con una facilidad y desparpajo envidiables.

—¿Estáis segura de vuestra decisión? —inquirió la infanta Isabel.

—Creo —opinó doña Beatriz Galindo— que don Francisco Ramírez de Orena será un buen marido para mí. Además, me complace atender a esos pequeños tan vulnerable.

—Os echaré de menos —añadió la infanta Isabel.

El ambiente se estaba empañando de nuevo. La institutriz inventó una anécdota de su tierra sarra para distraer a la joven. Su ingenio no destacaba en diversión, pese a lo cual arrancó unas carcajadas de la joven viuda.

También se hallaba de nuevo en tierras andaluzas Cristóbal Colón, esta vez para despedirse definitivamente de este reino. Portugal le había denegado su apoyo, como también lo hiciera Inglaterra y Francia. Sin embargo, este segundo país no se había negado de forma contundente. Hacia allí, pues, quería encaminar sus pasos.

Mientras andaba por las calles de aquella villa huelveña rememoró la primera vez que realizó ese camino, cuando su hijo Diego era un pequeño huérfano y se rió de sí mismo. Sus ilusiones le parecían ahora bobaliconas fantasías infantiles. ¡Nunca debió haber confiado en el apoyo de Castilla! Su presencia en estas tierras se había prolongado en exceso.Había perseguido el fin de la guerra, con más ahínco si cabe que los propios monarcas, pero esta no llegaba.

La demora en la rendición de Granada había vuelto a volcar los esfuerzos económicos de los reyes Isabel y Fernando, posponiendo el apoyo al genovés. El tiempo pasaba… y él no podía esperar más. Habían transcurrido ya seis años desde que sus majestades le concedieran audiencia. Ella se había mostrado favorable, no así el rey. Quién sabe si la soberana no mudaría también sus inclinaciones cuando la guerra terminara; la conversión de los vencidos que quisieran permanecer en estas tierras exigiría dinero, los enlaces matrimoniales de sus cinco hijos también.

Cristóbal Colón detuvo sus pasos y sus golpes en la puerta rasgaron la quietud del monasterio, igual que hiciera seis años antes, solo que ahora las canas teñían sus cabellos y las negativas retumbaban en sus oídos, confiriendo una expresión hosca a su rostro.

Portugal, Castilla e Inglaterra desestimaron su proyecto y Beatriz Enríquez acababa de refutar sus promesas.

El genovés no conocía a su segundo vástago, fruto de un amor verdadero, que el tiempo había aplacado… como tantas otras cosas.

Fray Antonio de Marchena abrió las puertas del monasterio y de su corazón para que le infeliz genovés hallara un remanso de cordura y comprensión en aquel mundo escéptico y burlón que giraba junto a él. A su lado, un mozalbete espigado y bien instruido esperaba su llegada. Cristóbal Colón admiró el mimo con que el franciscano había cuidado de su hijo, como si fuera propio. A pesar de ello, el joven transpiraba una miseria y una mirada triste contra la que el padre se rebelaba. Cristóbal Colón contempló entonces sus propias ropas, cubiertas de remiendos y suciedad. Sus harapos desdecían la mente lúcida y el hombre afanoso que se cubría con ellos.

—¿Qué haréis ahora? —quiso saber el fraile.

—Marcharé a Francia, en busca de una corte más ilustrada y más benévola, donde no se mofen de un loco genovés —repuso con ira.

El monje respetó su silencio. Al cabo de unos instantes, Cristóbal Colón desgarró el mutismo que se había alzado entre los tres hombres.

—Me llevaré a Diego, pues no tengo intención de volver a Castilla.

—¡No! —negó fray Antonio de Marchena—. No podéis daros por vencido —y añadió con voz solemne—: ¡Yo creo en vos!

—¿Y quién sois vos? —increpó el genovés con dureza—. ¿Eh? ¿Creéis acaso que vuestra fe en mí me conmueve? ¡Mirad mi miseria y la de mis dos hijos! Vos me habéis hecho abrigar falsas esperanzas —su voz iba subiendo de intensidad, al tiempo que el fraile se replegaba sobre sus hombros—. Vuestros estériles consejos me han atado a esta tierra durante seis largos años. ¿Y qué me queda a mí de todo ese lento lustro? ¿Eh, qué? —gritó—. Os lo diré: una cadena de sinsabores que pende de mi cuello encorvando mi ánimo.

El franciscano estaba anonadado por el carácter agrio de su interlocutor y agachó la mirada.

—Lo siento —murmuró Cristóbal Colón en un susurro, mientras salía de la sala con el corazón inflamado de rabia.

Su hijo Diego permaneció junto al fraile, rezumando vergüenza, por el desprecio con que su padre había tratado a tan santo varón. Sus ojos estaban fijos en sus manos, que reposaban entrelazadas sobre su regazo. La silla en que se sentaba le parecía demasiado pequeña para sostener su carga de humillación.

El fraile se acercó con mirada compasiva. ¡Qué culpa tenía el joven del desaire del padre! Ni siquiera le ofendieron las palabras del genovés, consciente de la frustración que alimentaba su espíritu.

Los franciscanos de la Rábida escribieron a la reina Isabel. Don Cristóbal colón pensaba abandonar estas tierras, cansado ya de tanta espera. ¡La soberana no podía dejarle partir!

El genovés embarcó para probar suerte en otras tierras. No en Cipango, como él había creído posible hasta antes de ayer.

Aspiró el aire salado y seco de esta tierra que tantas esperanzas le había brindado mientras decidió adónde encaminara sus pasos. ¿Qué monarca sería favorable a sus sueños? ¿Quién apostaría por él cuando Génova, Venecia, Portugal y ahora también Castilla y Aragón le habían dado la espalda? Los marineros ultimaban los preparativos para que la nave pudiera abandonar el puerto. Desde la cubierta, don Cristóbal Colón echó una mirada a la tierra andalusí; después le dio la espalda, como la corte había hecho con él y enfocó el vasto mar que se extendía ante sus ojos. Desde el puerto, un fraile franciscano le hacía señas para que desembarcara, pero la mirada y las ilusiones de don Cristóbal Colón se encontraban en otro reino.

Cerca de allí, otro rostro también mostraba su lamento más agrio.

—Madre, no puedo mantener esta situación por más tiempo.

—Alá es grande y te dará la victoria. No pierdas la fe en Él.

—El asedio —rebatió Boabdil— dura ya un año; al hambre hay que sumar ahora el frío, pues el invierno se acerca y el cerco de los cristianos es impenetrable.

—¡No puedes entregar Al-andalus! Tu pueblo no aceptará la rendición —escupió Aixa—. Antes morirán de hambre o de frío que entregar este paraíso a los infieles. Hijo mío, ¡lucha hasta el final!

Boabdil suspiró. Su madre nunca compartiría la decisión que estaba a punto de tomar. Esta escudriñaba el ánimo abatido de su hijo. Indignada por la flaqueza que se atisbaba en su rostro, le espetó con furia:

—Te atormentará vivir para recordar tu cobardía. Él se levantó con intención de marcharse. Antes de que alcanzara la salida, la princesa Fátima añadió:

—Y yo renegaré de ti, Boabdil.
Él se giró y salió con la cabeza erguida y el corazón encogido. Más tarde, en la soledad de su alcoba, el emir meditó las palabras de su madre y no podía quitarle la razón: su pueblo nunca claudicaría; ni siquiera alzarían la voz para rogar el fin de la guerra, aunque sus miserables existencias clamaran por ella y a pesar de que sus corazones debilitados sufrieran en los cuerpos de sus pequeños los horrores de la larga contienda.

Boabdil exhaló un largo suspiro antes de escribir el breve mensaje. Luego, mandó a un hombre de su total confianza a entregar este papel secreto en mano. Horas después, que para el emir parecieron semanas, estaba de regreso con una respuesta: esa misma noche, un grupo de hombres armados se adentraría en la Alhambra, sin ser vistos; la oscuridad encubriría sus intenciones.

La noche cayó sobre la Alhambra, envolviendo su silueta en una densa oscuridad. Desde la torre de Comares, el emir esperaba cumplirse lo pactado. Cuando sus ojos pudieron distinguir frente a sí a los hombres, las lágrimas escaparon de sus ojos. Uno de los caballeros avanzó hasta él y recogió el objeto que sus manos le tendían. A continuación, Boabdil descendió de la torre y se encaminó a sus aposentos; pronto acabaría esta pesadilla. Los caballeros descendieron tras él y dieron órdenes silenciosas para que filas de soldados se posicionaran en lugares estratégicos. La quietud de la noche actuaba a su favor; nadie sospechaba nada. Acto seguido, llegaron a los calabozos que retenían a los cautivos cristianos; allí había un clérigo al que mandaron salir en primer lugar.

Cristóbal Colón tenía prisa por llegar a Santa Fe. Gracias a una intuición divina, alentada por los franciscanos de la Rábida, la reina Isabel había ordenado detener su partida y traerle a su presencia. Cristóbal Colón elevó los ojos al cielo. Cuando ya todo estaba perdido, la Providencia le mostraba su magnanimidad. La llamada de la reina y los rumores de que Granada iba a entregarse solo tenían un significado para él: esperanza.

Esta vez había sido la intervención de fray Juan Pérez, antiguo confesor de la reina quien había obrado tal milagro. El fraile desplegó toda su astucia para convencer a la soberana de lo desatinado de su proceder y ella, consciente de que en esta ocasión la victoria sobre los infieles estaba cerca, aceptó financiar el proyecto del genovés.

El clérigo liberado cerró su sermón con la palabra “amén”. Todos los presentes dieron rienda suelta a sus sentimientos y un llanto único llenó la estancia. Los cautivos que acababan de ser liberados encontraron doble satisfacción: su libertad y el gozo de saber que, después de ocho siglos, se oía misa en Granada. Acto seguido, tres cañonazos dieron a entender a los reyes Isabel y Fernando que ya todo estaba preparado para su entrada triunfal.

Boabdil se presentó ante el caballero que había recogido la llave de sus manos y la estrechó entre sus dedos por última vez, seguro de que la claudicación pacífica aseguraría unas condiciones justas a su gente. A continuación, subió a su corcel y esperó con el cuerpo erguido, pero el alma encogida, que se produjera el encuentro con los reyes Isabel y Fernando.

Los monarcas salieron de Santa Fe con el ánimo altivo. El ejército español, luciendo sus mejores galas avanzó en silencio, con la alegría desbordando sus almas, desde la Vega hasta Granada. El despliegue de soldados cristianos desde Santa Fe hasta la Alhambra fue espectacular; había que asegurar la seguridad de los monarcas de Castilla y Aragón que ahora lo serían también de estas tierras. Sin embargo, antes de traspasar las murallas de la ciudad, la reina Isabel dio orden de detener el desfile, presintiendo que los corazones de sus moradores se llenarían de aflicción por el paso de tamaño ejército. Así pues, se acordó que solo traspasarían ese límite los soldados necesarios para abatir las posibles resistencias; el resto, permanecería a las puertas de la ciudad, alertas, hasta que se concretara la rendición.

El cardenal Mendoza se adelantó, seguido de unos tres mil infantes y dos escuadrones de caballería. Avanzaron desde el Genil hasta la explanada de los Mártires, donde, tal como se había convenido, estaba aguardándoles el rey Chiquito, acompañado por su esposa Morayma y un cortejo de sirvientes. Don Pedro González de Mendoza saludó con una inclinación de cabeza al emir y este respondió con el mismo gesto y una mirada umbría. A continuación, toda la comitiva echó a andar tras el equino del cardenal.

Cuando estuvieron frente a los monarcas rivales, Boabdil desmontó de su caballo y avanzó hasta el rey Fernando, a quien tendió las llaves de su ciudad. Después, se acercó a la soberana.

—Tomad, señora, las llaves de vuestra ciudad, que yo y los que en ella estamos, ya somos vuestros —comentó con el cuerpo arrugado por la pena.

El cardenal Mendoza se aproximó para ofrecerle su magnífica tienda de Santa Fe, donde podrían permanecer el tiempo necesario hasta que se decidieran a partir. También, rogó a la reina mora que acompañara a una dama que le mostraría dónde podía reencontrarse con sus hijos. Luego, esperó a que el rey Fernando le hiciera una señal con la cabeza. Entonces, volvió a enderezar sus pasos hacia la Alhambra. Allá abajo quedó la soberana, con el aliento suspendido, en espera de que la cruz de plata brillara en lo alto de la torre de la Vela.

Minutos después, que a todos los presentes se le antojaron una inmensidad, la señal refulgía ante sus atónitos ojos. Los reyes desmontaron de sus caballos para postrarse de rodillas y muchos fueron los que imitaron sus gestos. Un espectacular silencio, bañado de agua salina, inundaba la escena.

Era el 2 de enero de 1492. Al-andalus se había ganado definitivamente para gloria de Dios. Un cortejo de prelados y grandes de Castilla, dieron confirmación de este hecho.

El rey Fernando levantó su rodilla del suelo e irguió su figura a la vez que la soberana cejaba su postración. La reina Isabel pidió papel y una pluma, al tiempo que su esposo demandaba una petición similar. Sus mentes parecían caminar en paralelo, anticipándose cada una de ellas a las decisiones de su alma gemela.

—Escribiré al Papa Inocencio VIII —aclaró él—. Tan gozosa noticia no debe demorarse en llegar a Roma.

—Una elección muy acertada, Fernando. Yo, por mi parte, deseo hacer partícipes de esta alegría a quienes tanto han contribuido a ello.

—¿Los monjes del monasterio de Guadalupe?

—Así es. Les rogué encarecidamente que elevaran sus oraciones al Cielo para que la Providencia estuviera de tu lado. Bendito sea Nuestro Señor, que te proveyó de astucia y valor para lograr este triunfo.

—Visitaremos tu paraíso —dijo, aludiendo al monasterio en cuanto podamos. Sus plegarias nos han entregado en el día de hoy este otro edén.

—Es mi deseo ahora que no escatimen rezos ni cánticos de alabanza al gestor de esta gran victoria. La dicha concedida debe ser superada por nuestra gratitud.

—Dices bien.

Llegada era la hora en que los soberanos debían reposar sus cuerpos del esfuerzo bélico y, nada mejor para ello, que disfrutar de la belleza de ese paraje de ensueño que era la Alhambra.

Los reyes avanzaron por la villa con un respetuoso mutismo. Sus ojos asistían expectantes al descubrimiento de ese reino exótico. Sus labios no vulneraron la quietud del lugar más que para dejar escapar suspiros de admiración. ¡Tal era la emoción que les embargaba! Mientras caminaba despacio y complacida por las calles de la villa que ya era suya, la reina Isabel tenía un único pensamiento:

—Granada ¡paraíso en la tierra! A mi muerte, yo he de reposar en este vergel que ganamos para gloria de Dios.

Tal fue la emoción que les subyugó que años después darían orden de construir, en la Catedral de Granada, la Capilla de los Reyes para que, cuando la Providencia quisiera retirarles el soplo divino, sus cuerpos yacentes recibieran allí sepultura.

La soberana era persona de emociones calculadas, pero esta vez no podía reprimir las lágrimas. Al entrar en la Alhambra, sus ojos buscaron incrédulos a su esposo. Él también se sentía transportado por la armonía del palacio, de un gusto tan refinado como exquisito.

Días después, Boabdil partió de Granada. Ya nada le retenía allí, por lo que giró su caballo y partió, lejos de su deshonra, apartando de su memoria el título de emir. Morayma cabalgaba a su lado, con el gesto umbrío. Acababa de abandonar la tienda que los reyes cristianos habían dispuesto para que ella y sus dos hijos se despidieran; los reyes cristianos quisieron mantenerles bajo su custodia, en previsión de un posible levantamiento de Boabdil o sus acólitos. Las traiciones pasadas les hacían desconfiar del rey nazarí que siempre se había rebelado contra su derrota.

La madre acudió con el ánimo afligido y salió con el espíritu menguado. El tiempo había transformado a Yusuf y Ahmed en dos mozalbetes, de diez y ocho años,… desconocidos. La distancia había truncado sus obligados afectos filiales en una muda curiosidad hacia la madre que les abrazaba anegada en lágrimas. Ellos quisieron corresponder al amor que les prodigaba aquella extraña, pero su corazón rezumaba distancia con la dama que ni reconocían, ni entendían, ya que los años de convivencia con los cristianos habían aniquilado su lengua materna. Ellos mismos, además, habían optado por renegar de sus rezos y de sus vestimentas, costumbres tradicionales que en su círculo significaban diferencia, contra la que se rebelaban. Se sabían musulmanes, pero se sentían cristianos; eran nazaríes pero vivían como castellanos. La desdichada madre sintió la crudeza de la separación en toda su amplitud.

El tormento era tal para su corazón, profundamente religioso, que la despedida le dejó el sabor de la hiel fosilizado en su lengua. Y concluyó lo que jamás hubiera sido capaz de aceptar: ya nada le unía a esos jovenzuelos a los que un día llamó hijos. Morayma abandonó la Alhambra con la convicción de que sus retoños ni eran suyos, ni nunca más lo serían.

La comitiva real nazarí dirigió sus anhelos hacia el destierro. Los ojos de los exiliados se volvían, de cuando en cuando, sobre sus pasos, salvo los de la última reina mora, que no levantaba la vista del suelo.

Boabdil había tomado la precaución, antes de partir, de ordenar el levantamiento de la Rauda, el cementerio real donde descansaban los cuerpos inhumados de todos los emires y califas que esa tierra había conocido. No deseaba acongojar a sus ancestros dejando sus restos en territorio cristiano. Lo trasladarían a Mondújar, donde el emir había decidido encaminar sus pasos., Boabdil seguía de soslayo el abatimiento de su mujer, que le llenaba de gran pesar. Un nudo en la garganta encogía su corazón y sellaba sus labios, incapaces de ofrecer consuelo a quien tantas veces había reconfortado su espíritu.

Se giró, para contemplar por última vez el bello paraje que hasta ayer había sido su cuna, su trono y su hogar. La visión de la cruz suspendida de una de las atalayas de la Alhambra desbordó su congoja y sus ojos se inundaron de una humedad salida. A su lado, Aixa pronunció una dura sentencia:

—Llora como mujer lo que no has sabido defender como hombre.

La comitiva real atravesó los parajes de la Alpujarra almeriense hasta llegar a Mondújar. Por toda la comarca iban estableciéndose los desterrados sarracenos; los lugareños que moraban esas tierras se apresuraban en ofrecer cobijo y sustento a sus compatriotas. Los reyes nazaríes y su cortejo no se detuvieron hasta llegar a la villa que sería su nuevo hogar.

Llegaron a su destino. El castillo de Mondújar había mimetizado muy bien con el agreste terreno, construyéndose sobre una planta irregular, que se adaptaba a la estructura de la tierra que lo sostenía. Se accedía a él por una entrada situada en un ángulo del muro sureste y lo primero que se observaba era un gran aljibe que comunicaba mediante un arco de medio punto de tosca ejecución y una pronunciada pendiente con el interior de la fortaleza; dada la aridez de la zona, la cisterna aseguraba el agua de sus moradores.

La fortaleza estaba decorada con un gusto refinado. Algunas paredes estaban enlucidas en rojo que, junto con el azul magenta, eran los colores preferidos de Aixa, quien había recibido este obsequio de Muley Hacén, cuando este aún suspiraba por sus besos. La sultana Fátima, entonces, había derrochado una fortuna en trasladar a la fortaleza el lujo del que le gustaba rodearse.

Morayma, sin embargo, se negó a vivir en un castillo que evocaba las glorias pasadas, para que su recuerdo no enardeciera el espíritu combativo de Boabdil. Al final se decantaron por la villa de Andarax, que estaba próxima a Mondújar.

Fue entonces cuando el rey Chiquito decidió variar el emplazamiento de la Rauda, el camposanto real, para situarlo en un enclave secreto, a medio camino entre Andarax y Mondújar, por si llegado un desgraciado día en que fueran despojados de la alpujarra almeriense, el cementerio permaneciera protegido de la destrucción cristiana.

Encaminaron sus pasos hacia Andarax y, durante ese breve trayecto, Boabdil contempló el paisaje con ojos escudriñadores, para no errar en la que sería la definitiva morada de la familia real nazarí. El lujo que dominó su vida en el califato y, más tarde, emirato contrastaba con la aridez de los campos que pisaban. El rey Chiquito trató de apartar estas funestas ideas de su cabeza, que no le traían más que pesar.

Se adentraron en Andarax a paso lento, por el pasillo que labradores y artesanos habían improvisado. Algunos lanzaban unos tímidos ánimos, a los que el destronado emir respondía con una sonrisa hueca. A su lado, el semblante de Morayma estaba más serio que nunca. Su mirada esquivaba a los campesinos para repartirse entre los chiquillos que les rodeaban; en sus rostros esperaba ver un atisbo de sus vástagos, pero ninguno de aquellos zagales tenía la apostura de sus hijos ni la profundidad del firmamento nocturno en sus ojos.

Aixa detuvo su caballo y alzó la mano para que la comitiva hiciera lo mismo. Cuando lo hubo logrado y una expectación silenciosa se cernía sobre ella, habló.

—¿Así es como recibís al señor de estas tierras? —les increpó con dureza—. Guardad vuestras flaquezas para el hogar. ¡Ante vosotros está Boabdil! —gritó—. ¡Vuestro rey! Y junto a ellos, Morayma ¡vuestra reina! Ellos siguen siendo los reyes nazaríes y así debéis proclamarles. Os gobernarán con justicia y paz hasta que Alá les dé el coraje de derrotar al enemigo. ¡Recuperaremos la dignidad perdida! Y Al-andalus volverá a brillar en Europa con el eco del fulgor pasado.

El pueblo estalló en aplausos y lágrimas, alentados por la esperanza que la sultana Fátima no había dejado apagar. Morayma salió de su letargo. ¿Nunca cejaría Aixa sus ansias belicistas? ¿Era posible que en su espíritu no pudiera anidar la calma?

Boabdil sonrió a las aclamaciones populares, aunque su esposa advirtió el velo gris que empañaba su aparente alegría. ¡Su marido había perdido la fe en sí mismo! Este la miró; ella le sonrió con una mueca forzada que reflejaba el agrio dolor de su corazón.

Días después, la respuesta de los reyes cristianos a la carta secreta del rey Chiquito llegó a Andarax. Boabdil la leyó y corrió al encuentro de Morayma. Ella descansaba en su alcoba, en una semipenumbra que atenazaba el ánimo del esposo.

—¡Dulce reina mora! —susurró sin poder ocultar su dicha.

Ella no se giró; parecía dormida. Por las noches el descanso se le resistía, obligándola a girar y voltear en su lecho. El sudor de su espíritu era evidente en el aspecto de las sábanas al rayar el alba. Por la mañana, Morayma permanecía postrada en su lecho, en una quietud total, inmóvil y ausente. A ratos, el sueño la dominaba, cuando la congoja daba un respiro a su alma.

Él dudó si despertarla o prolongar su reposo; no obstante, las novedades eran tan dichosas, que no vaciló en insistir. Se arrodilló frente a su esposa y susurró su nombre en el oído. Ella estaba profundamente dormida, pues a pesar del dolor que transpiraba su corazón, siempre se mostraba solícita a los requerimientos de su marido. Nunca más volvió a reprocharle palabras tan duras como las de aquella vez que fue restituida su libertad a cambio del cautiverio de Ahmed.

—¡Morayma, mi amor! ¡Ahmed y Yusuf nos serán devueltos!

Unos ojos descomunales le enfocaron. La alegría recelaba si asomar a su rostro; su mirada expresaba una tímida esperanza.

—¡Sí! —rió él—. En dos días estarán aquí, junto a ti.

Ella le tomó las manos y el interrogante se abrió paso en su demacrada faz. ¿Era cierto?

—Sí, reina mora, sí —repitió él—. Retornan a sus raíces.

Morayma apretó los puños de su esposa con fuerza, mientras se deshacía en lágrimas de felicidad. Él la abrazó y en ella renació la pasión perdida. Los cuerpos se enredaron hasta fundirse en una cálida unidad. Horas después, Boabdil yacía inundado de felicidad junto al cuerpo sereno de su esposa. La noche sorprendió a la desdichada madre durmiendo.

Al amanecer, él se movió con sigilo para no perturbar el sueño de su amada, pero esta entreabrió los ojos. Se veía en su rostro que el descanso había sido reparador.

—¿Te vas? —indagó ella.

—Sí, ardo en deseos de responder a los reyes.

—¿Cómo? ¿Responder? —preguntó ella con sorpresa—. ¿Acaso creen que nos vamos a negar a recibir a nuestros vástagos?

—sonrió; su humor era inmenso.

—No —rió él—. Ignoran si aceptaremos, a cambio, marcharnos a Berbería7.

—¿Qué? ¿Irnos? —su sorpresa era mayúscula—. ¿Por qué me ocultaste eso anoche?

—Dulce reina mora, no desconfíes del que suspira por tu felicidad —suplicó—. Supuse que lo más importante para ti y tu dicha era recuperar a tus hijos.

—¿A cambio de tamaño tributo? ¿Abandonar las tierras que nuestros ancestros conquistaron para Alá? ¿Eso es lo que esperas legarles a tus hijos: una cobardía pusilánime?

Boabdil se vio sorprendido por la reacción de Morayma. No reconocía en la firmeza de esa voz a la apocada esposa que siempre acató sus deseos.

—Pero… —objetó, sin saber qué añadir.

—¡No me iré de mi reino! ¡No abandonaré las mezquitas y los camposantos a la profanación de los infieles! —sentenció ella.

Su esposo salió de los aposentos presa de un gran desconcierto.

Días después y ante la mantenida congoja de su esposa, entregó una misiva secreta al correo real. En ella, rogaba a los monarcas cristianos el retorno de sus hijos; ellos cumplirían su palabra de marchar a Fez. Los reyes les creyeron y enviaron a Yusuf y Ahmed a la villa de Andarax. Tan solo había pasado un mes desde la llegada de la corte nazarí a esos parajes, cuando los vástagos se reencontraron con sus progenitores. La alegría de Morayma fue inmensa.

Los reyes cristianos, por su parte, mantuvieron el curso de sus obligaciones y lo primero de todo era volver a conceder audiencia al impaciente genovés, para concretar las capitulaciones que harían realidad sus sueños.

La reina Isabel estuvo seria durante el tiempo que don Cristóbal Colón expuso sus condiciones, pero el rey Fernando delató sus pensamientos tiñendo su faz de un cerúleo tinte carmesí. Cuando el marinero acabó su exposición, los reyes le ordenaron salir. El monarca frunció el ceño, receloso de la actitud altiva de ese ambicioso soñador. El gesto no le pasó desapercibido al cardenal Mendoza que se propuso hallar más adelante la ocasión para dulcificar la mala impresión que el soberano se había llevado de sus últimos encuentros con el genovés.

7 Nombre antiguo para referirse a la costa del norte de África; procede de la palabra “bereber”, el pueblo aborigen de esa zona.

Cristóbal Colón podía leer en los ojos de sus majestades que sus pretensiones eran grandes. Sí, ciertamente aspiraba a vastas concesiones, pero ¡equiparables al riesgo de tamaña empresa! En esta aventura él arriesgaba su vida, su honra, su credibilidad pero, sobre todo, el futuro de su pequeño Diego. Y ¿qué sería de su hijo si él no regresaba? El peligro era alto, el estímulo también debía serlo.

En cuanto el genovés hubo salido, Fernando se giró hacia su mujer Isabel, lleno de rabia. Durante la comparecencia había reprimido a duras penas sus emociones; ahora, las expresaba sin ambigüedades.

—¡Este genovés —exclamó— ha perdido el poco juicio que le quedaba! ¿Nombrarle Almirante del mar Océano?

—Tal es su deseo.

—Ese reconocimiento es equipararle a la nobleza, a los valerosos caballeros que han combatido cuerpo a cuerpo junto a mí en estos arriesgados lances bélicos. ¿Y no exige además ser Virrey y Gobernador general de las tierras descubiertas?

—Ciertamente es pretencioso.

—¡Es demasiado! Aunque no para él que, ¡además desea un porcentaje de las riquezas obtenidas! ¡Y que su hijo Diego sea nombrado paje del príncipe Juan! Inaudito.

—Pero si la empresa se lograra, ¿no serían mayores los beneficios para nosotros y para Dios, que los tributos que él recibirá?

—Nunca lo sabremos. Anularemos nuestro acuerdo.

—Y si solo fueran quimeras de un loco genovés ¿qué daño pueden causarnos sus condiciones?

—No transigiré.

—Fernando —la reina empleó el tono más persuasivo que pudo—, tengo el convencimiento de que todo saldrá bien.

Su esposo reprimió una sonrisa. ¿De verdad Isabel daba crédito a esas quimeras? Él no confiaba en que el negocio llegara a buen puerto, y nunca mejor dicho, por lo que se negó a malgastar los dineros de Aragón.

—Sin embargo,—apostilló— no me opondré a que Castilla financie al genovés… o, más bien, al presentimiento de su soberana, si tal es tu deseo.

—Lo es.

—En realidad, algo del carácter de ese marino me recuerda a ti. Tal vez su tesón, su empeño o su tozudez pese a las adversidades.

Esta vez fue la reina Isabel quien ensayó una sonrisa.

El 17 de abril de 1492, después de siete años de espera en tierras castellanas, Cristóbal Colón firmó las Capitulaciones, en un lugar tan emblemático como… ¡Santa Fe!

—¡Llegarán lamentos para los que dudaron de mí y grandes glorias para los soberanos de estas tierras! —exclamó antes de estampar su rúbrica.

Don Pedro González de Mendoza intuyó el mal efecto que esas palabras causaron en el monarca, por lo que le susurró al oído.

—El Espíritu Santo ilumina a este marinero. Por eso se muestra tan seguro de sí mismo.

—Tan… soberbio —corrigió el soberano, enfatizando su calificativo.

—Me llena de pesar —replicó el cardenal— que vuestra opinión sea tan desfavorable. Me consta que es un hombre humilde al que las contrariedades pasadas han cargado de fortaleza y tesón, bajo una engañosa apariencia petulante. Confío, empero, en que cambiaréis vuestro juicio cuando él logre su hazaña. Entonces, serán sus actos los que hablen por él.

—Eso no lo dudo —anotó la reina Isabel—. Estoy de acuerdo con vos en que son nuestros actos los que dan cuenta de nuestra valía.

El cardenal agradeció con una sonrisa su intervención a la soberana y continuó su alegato en defensa del marino.

—En su camino a las Indias, Cristóbal Colón hallará islas y tierras pobladas por indígenas que permanecen vírgenes en su conocimiento divino. Sin duda, esos incivilizados mantienen creencias arcaicas, pobladas de dioses paganos a los que idolatran, que no velarán por ellos el día del Juicio Final. Así se nos ha mostrado en las últimas tierras descubiertas por Bartolomé Días. No dudo que el genovés contribuirá a la evangelización de esos pueblos.

—Fernando —añadió la soberana—, el cardenal está sobrado de razón, como siempre. Y creo que será la Providencia quien guiará sus naves para llevar a esos iletrados aborígenes las Sagradas Escrituras. Es el deseo de Dios que esos desdichados sean iluminados.

—Me agrada tu confianza ciega en la bondad de las personas, de la cual no puedo participar en este caso —repuso su marido—. Pronostico un final desastroso para esos marineros, aunque me congratularía que su empresa se lograra y lográramos ofrecer la Salvación de Cristo a esas pobres almas impías, como así hemos hecho nosotros con los judíos y lo obraremos de igual forma con los sarracenos.

—Ya que lo mencionáis, majestad —insinuó el cardenal.

—¿Sí? —inquirió el rey Fernando.

—Quisiera expresaros mi malestar sobre la conversión de los judíos.

—¿A qué os referís? —indagó la reina Isabel.

—El camino no puede estar más torcido, majestades. Los judíos siguen abrazados a su religión. Nada de lo que habéis hecho para impedirlo ha sido fructífero: ni aislarlos en sus juderías, ni la Inquisición.

—¿Tan nefastos resultados hemos conseguido? —preguntó ella con sorpresa-. Creía que el Tribunal de la Santa Inquisición, al menos, había logrado retractar a muchos apóstatas de sus malas prácticas.

—Yo diría más bien que ha servido para desenmascarar a los falsos conversos y para poner de manifiesto las hondas raíces de la herejía.

—¿Proponéis, entonces…? —planteó la soberana.

El cardenal asintió con la cabeza erguida. No fueron necesarias más palabras. Un cielo plomizo descendió sobre sus majestades, conscientes de cuál era el siguiente paso que debía darse. Los regios semblantes se miraron, mudos, y se plegaron a la voluntad del Señor a quien servían: los judíos que quisieran mantener sus viejas creencias abandonarían el reino, pues estas tierras, y cuantos en ella moraban, solo se postraban ante el Dios verdadero.

Sería su última y definitiva apuesta por salvar a los que aún se resistían a aceptar la fe auténtica. Y la emprendieron convencidos de que los judíos mudarían sus creencias antes de verse expulsados de la Península. No imaginaron que el fervor religioso de los retados era alto; pocos fueron los que abjuraron de su fe. La mayoría de los sefardíes malvendieron sus pertenencias y emprendieron el viaje, aquel destierro que les alejaba de sus raíces, por una cuestión ideológica que no era baladí para ninguno de los dos bandos.

—Carlos VIII ha enviado una embajada diplomática para entrevistarse conmigo —anunció el rey Fernando a su esposa Isabel—. ¿Cuáles sospechas que son sus intenciones?

Ella meditó la respuesta antes de ofrecérsela a su marido.

—Ignoro los pensamientos del nuevo soberano francés estaba tan desconcertada como él—. ¿Crees que la muerte de Luis XI beneficiará a Aragón?

—No —negó Fernando con pesimismo—, la rivalidad entre los dos reinos es tan marcada que trasciende a los monarcas que ocupan la silla real. Sus enviados no vienen a procurar la paz, sino a cuestionar el acuerdo logrado en alguna disputa pasada; sin duda, reivindicarán algunos territorios de la corona de Aragón.

Poco imaginaba el rey Fernando que sus suposiciones iban tan desencaminadas. El emisario francés, días después, les hizo salir de dudas:

—Mi señor, el rey Carlos VIII de Francia, desea haceros partícipes de una gran noticia: la restitución de Rosellón y Cerdanya a la corona de Aragón.

—¿Restituir, decís? —inquirió el rey Fernando.

¿Los condados que tanto tiempo se habían disputado su padre Juan II de Aragón y el recién fallecido Luis XI de Francia? ¿A cambio de qué?

—Así es —ratificó el diplomático—. Los condados os serán entregados… sin concesiones a cambio, por supuesto. Estos territorios pertenecían a la corona de Aragón y es justo que a ella retornen.

El silencio del rey Fernando hacía visible sus recelos. El embajador, adivinando su desconfianza, continuó su exposición:

—No debéis sospechar oscuras intenciones.

—¿Ah, no?

—Carlos VIII anhela cesar las hostilidades que durante tanto tiempo han mantenido enfrentadas a Francia y a Aragón.

—¿Con ahínco?

—Los deseos de paz del monarca, mi señor, son sinceros. Como también lo fueron los de su padre, Luis XI, en su lecho de muerte. Habéis de saber que no quiso abandonar este mundo sin tener antes la conciencia tranquila; por ese motivo, expresó su deseo de restituir dichos condados pirenaicos a vuestra corona.

—¿Entonces esta iniciativa parte de su padre?

—Así es. Carlos VIII, como buen hijo, desea respetar su última voluntad. Además de que, como ya os he informado, es su intención iniciar unas armónicas relaciones con vuestro reino que entierren todas las enemistades del ayer.

La soberana miró atónita a su marido; este le devolvió el gesto y cuando sus ojos se encontraron, se sonrieron. Las palabras de Fernando sonaron joviales y esperanzadas.

—Haced saber a vuestro señor, Carlos VIII, que en el día de hoy una paz firme y duradera ha sido sellada entre Francia y Aragón.

—Y como prueba de nuestros buenos deseos, agasajaremos a vuestro soberano con unos presentes que vos mismo le haréis llegar —apostilló la reina.

El embajador francés sonrió pero su mirada brillante parecía esconder algo más que propósitos bien intencionados. Los reyes Isabel y Fernando estaban tan complacidos que no lo advirtieron...

En Palos de Moguer, Cristóbal Colón y sus tres naves se preparaban para zarpar. ¡Al fin! A pesar de las trabas que el destino se complacía en poner a este visionario, pues una vez que el apoyo económico estuvo conseguido, se malograron los contingentes humanos: ningún marinero había querido participar de esta hazaña tan arriesgada.

El escepticismo era tal que fueron precisas promesas de grandes ganancias, así como ¡amnistiar a cuatro presos! Las dos carabelas, la Pinta y la Niña, junto con la nao Santa María podían levar el ancla. Era el 3 de agosto. La tripulación despidió esa villa huelveña para tomar rumbo a las islas Canarias, donde pensaban aprovisionarse de alimento y todo lo necesario para la larga e incierta travesía que les esperaba...

Un mes después, Cristóbal Colón, tras encomendar su alma a Dios, dio orden de abandonar las Canarias. Los vientos alisios favorecían la navegación de las naves. Atrás fue quedando la isla de la Gomera; frente a ellos, un océano infinito lleno de peligros, temores e incertidumbres. ¿Cuánto tiempo tardarían en avistar la costa de nuevo?

A los pocos días de haberse alejado de las islas Canarias, algo insólito perturbó el inestable ánimo de los marineros. La brújula fallaba. ¿La brújula fallaba? Eso era imposible… salvo que fueran ciertas las leyendas que circulaban sobre el mar Tenebroso; algunos recordaron viejas historias sobre seres fantásticos y monstruos, que debilitaron la esperanza de los marineros más maleables. ¿Por qué embarcaron en esa loca expedición? Nadie podría socorrerlos, ni siquiera ellos mismos, pues eran incapaces de orientarse en tales circunstancias. El desconcierto inicial se convirtió en pavor y contagió a todos los marineros... salvo a uno que, con voz templada, explicó que eso era el efecto de la declinación magnética de la Tierra. Con sus palabras, don Cristóbal Colón logró calmar a la aterrorizada tripulación. Creían en él… o, al menos, querían creer en él.

Cuando se cumplió un mes de su zarpa, el genovés tuvo fundados motivos para la esperanza. Sus cálculos habían sido correctos: acababan de encontrar una de tantas islas que poblaban el mar Tenebroso, pues a lo lejos se veían manchas pardas, que indicaban la presencia de tierra, aunque… la quietud del cielo no era buen presagio. No se veían aves ni el mar parecía tan poblado como debiera estar en esa franja costera. Las naves se fueron acercando a las manchas, para descubrir que eran algas, enormes algas pardas. El día transcurrió y no se avistó tierra; al día siguiente tampoco, ni al otro. De nuevo, era un suceso desconcertante para ánimos tan decaídos. El terror volvió a hacer presa en los marineros; algunos recordaron el viejo continente de la Atlántida, engullido por el mar; otros mencionaron el Triángulo del Diablo; los más aprensivos encomendaron su alma a Dios; y los más valerosos trataron de tomar el mando de la nao. Pero la Santa María no viró su rumbo; gracias a la hábil intervención de los hermanos Pinzón la rebelión se había sofocado, aunque… el malestar era palpable. La inquietud había aminorado el resquebrajado ánimo de la tripulación. Serían precisos muchos años después para que las leyendas fantásticas fueran sustituidas por una seria explicación: esa peculiar región del océano se llamó “el mar de los Sargazos”, tomando el nombre de las largas algas que flotan sobre la superficie; las corrientes oceánicas cercan esas aguas, confiriéndoles un sabor especialmente salado, razón por la que esa zona es inhóspita para muchas especies. Precisamente, la soledad del piélago atrae a las anguilas, que recorren largas distancias para desovar allí.

El malestar no solo hizo mella en la tripulación. El propio Cristóbal Colón empezó a preocuparse pues constataba con temor que, o sus cálculos eran errados, o… lo era su propósito. Ya habían surcado más de 700 leguas, la distancia a la que él estimó que se encontraba Cipango, pero seguía sin avistarse tierra. Además, no solo no habían llegado a Oriente sino que además ni siquiera habían encontrado ninguna de las islas que él había previsto hallar.

Al día siguiente, el genovés se levantó con una gran inquietud. Si los días pasaban y no había indicios de costa, tal vez deberían iniciar el regreso. Sin embargo... él estaba seguro de sus ideas. Miró hacia el horizonte y... ¡allí, a lo lejos, algo se veía! Algo que parecían... ¡pájaros! O el destino volvía a reírse de ellos o esta vez sí avistarían tierra. Guiado por su instinto marinero, el genovés dio orden de girar hacia el sur, donde se encontraban las aves. Pero de nuevo, Cristóbal Colón tuvo que enfrentar la realidad: todo el día transcurrió sin que apareciera ante la vista la ansiada costa. Las quejas de los marineros se sucedieron durante toda la jornada; la moral les había abandonado. Nadie confiaba en encontrar tierra. ¿Nadie? Cristóbal Colón se resistía a cejar su empeño, aunque, presionado por las circunstancias, tuvo que prometer que si en tres días no encontraban tierra regresarían.

Carlos VIII había cumplido su palabra. El rey Fernando, como monarca del reino de Aragón, había tomado posesión de sus nuevos territorios: Rosellón y Cerdanya. Los disputados condados pirenaicos retornaban bajo su soberanía. Una sonrisa de satisfacción se dibujaba en la mente del monarca cuando recordaba este logro. Salió de la Audiencia de Barcelona, donde había ido a impartir justicia, y encaminó sus pasos al encuentro con su mujer Isabel. De repente… todo fue tan rápido... no se sabe cómo… de improviso… alguien se acercó a él... le clavó un cuchillo… y salió huyendo. El rey sangraba... La guardia real, aún perpleja, se apresuró a llevarle a palacio, mientras otros soldados perseguían y daban alcance al malhechor. El rey perdía mucha sangre... ¿Cómo no habían visto el peligro? ¿Cómo ninguno había sido capaz de reaccionar?

La reina Isabel se enteró de que su marido llegó malherido, víctima de un atentado… pero no vio su cuerpo. Sospechando que había muerto y que trataban de ocultárselo, se sintió presa de un ataque de nervios. Nadie le daba razón sobre el rey. ¿Dónde estaba?

—¿Y el rey? ¿Dónde está Fernando? ¿Dónde esta mi marido!

—preguntó a gritos la reina Isabel.

Nadie contestó. Su cortejo parecía tan desconcertado como ella. Los guardias solo habían balbuceado una trémula explicación, pero la frase “el rey ha perdido mucha sangre” le martilleaba sus sientes; el dolor de cabeza hubiera sido insoportable si lo hubiera sentido, pero solo le dolía el corazón… —¿Dónde está el rey? ¿Está vivo o muerto? ¡Por Dios, hablad!

—gritó fuera de sí y después en un sentido sollozo repitió el ruego—: Hablad, por Dios, que soy yo la que muere ahora… Sin embargo, la reina Isabel no esperó respuesta y echó a correr por los pasillos de palacio vociferando el nombre de su marido. La borrada imagen de su madre llamando a gritos a don Álvaro le vino al recuerdo, sin saber por qué.

—¡Fernando! ¡Fernando!

No quería escuchar a quienes le aconsejaban que se calmara. No podía serenarse; no podía detenerse. Don Álvaro de Luna estaba muerto, como ahora lo estaba su marido Fernando. Sus gritos retumbaron en el corredor, más intensos y más desesperados.

—¡Fernnado! ¡Fernando! ¿Dónde estás! La reina era presa de una angustia tal que solo podía correr y gritar, buscar con desesperación a su marido. Quería verle, tocarle, sentirle... sentirle vivo. La desesperanza iba haciendo mella en su ánimo. No podía haber muerto. La imagen de su joven hija, llorando a su difunto Alfonso le vino a la memoria, sin saber por qué.

—¡Fernando! ¡Fernando!

¡No podía haber muerto! Necesitaba tenerle cerca. ¡Le necesitaba! No podía haber muerto. ¡No podía haber muerto! Su viuda madre, su viuda hija, ella misma llorando ante la tumba de su hermano Alfonso… ¿Por qué le venían ahora estos recuerdos? Se imaginó de luto, llorando a su marido muerto. Imaginó a toda Castilla, a todo Aragón, a toda la cristiandad derramando lágrimas por el rey Fernando. ¿Por qué no acallaba su mente?

Cristóbal Colón reiteró su promesa: si en tres días no encontraban tierra, regresarían.

La tripulación suspiró aliviada. Tres jornadas más y se iniciaría el periplo de vuelta a casa. Los ánimos se enderezaron un poco, aunque no lo bastante como para sonreír al tímido sol que después de dos días tormentosos, de diluvio ininterrumpido, se dejaba ver.

Pasó el primer día. ¡Y el segundo! Y nada… El genovés comenzó a desesperar. Su talento marinero parecía no serle útil en este mar. No entendía nada. Se le hizo noche cerrada tratando de desvelar sus errores pero ¡era estéril! Sus pensamientos se cimbreaban tanto en el mar de dudas que poblaba su mente, como la nao en el mar Tenebroso.

Se retiró tarde a descansar, aunque sabía que no podría dormir; la desazón se había instalado en su corazón. Pero se equivocó; tan pronto se hubo acostado, sus ojos se cerraron y cayó en un profundo sueño, tan dulce como irreal: el vigía, Rodrigo de Triana, lanzaba el ansiado grito: “Tierra, tierra”. “¡Tierra, tierra!” repetía Cristóbal Colón desde la cubierta y con él todos sus marineros. “¡Tierra, tierra!” todos se abrazaban. “¡Tierra, tierra!” gritaba un jubiloso Cristóbal Colón; ahora podía reírse de sus negros presagios y de los malos agüeros que algunos le vaticinaron antes de partir.

“¡Tierra, tierra!” repetía su sueño. Pero, ¿no era demasiado reiterativo para ser solo un sueño? Sus marineros gritaban “tierra” en sueños, pero ¿no lo hacían también desde la cubierta, en este momento? El genovés abrió los ojos y agudizó su oído. Era cierto; algunos marineros gritaban con regocijo la ansiada palabra.

—¡Tierra, capitán, tierra! ¡Allí, a lo lejos! —le señaló un marinero cuando don Cristóbal Colón llegó a cubierta.

—¡Tierra! —repitió él en voz baja.- ¡Al fin!

Acto seguido, anotó la fecha en su diario; el 11 de octubre de 1492 le había llegado la gloria.

Por fin, su tormento había acabado. Alguien sacó a la reina Isabel del pozo de los miedos en que caía. Su esposo estaba herido, pero vivía ¡y se iba a salvar! La llevaron al lecho donde reposaba; estaba tendido con los ojos cerrados y el semblante pálido. Había un silencio absoluto en la habitación y una oscuridad algo tétrica. Pero las penumbras no le parecieron tan negras cuando vio alzarse el pecho de su marido al rítmico compás de su respiración. El rey Fernando estaba débil; requería tiempo, reposo y cuidados. La reina Isabel mandó salir a todos los presentes del cuarto; desde ahora, sería ella la que atendería y velaría a su esposo. Desoyó los consejos de los que le instaban a descansar; los nervios y las carreras se sentían en su rostro, mas la decisión de la reina era firme: mientras su marido estuviera convaleciente, ella se mantendría a su lado.

Meses más tarde, cuando todo había quedado ya en un susto, se aclaró la situación. El incidente no había sido un atentado, sino la acción aislada de un pobre loco… al que el monarca quiso perdonar. No obstante, el pueblo se oponía. Estaban indignados por su osadía y pedían su muerte ¡sin confesión!, para que el castigo se alargara en el más allá. El rey no pudo salvar la vida del infeliz pero, al menos, la reina le envió un confesor.