VII
1469
El tiempo pasaba y Paulo II seguía indiferente a las pretensiones del monarca castellano de deshacer la concordia de Guisando. Su silencio impedía desheredar a la princesa de Asturias a favor de la hija de la reina, doña Juana. ¿Impedía?
Don Juan Pacheco entró en la sala y mandó callar al músico que obedeció al instante. Una nota quedó suspendida del laúd que acompañaba su canción. Enrique IV se sorprendió por lo inhabitual del hecho, pero su cara de sorpresa solo intensificó su semblante lúgubre, reflejo de la composición que coreaba el solista y que el monarca gustaba de escuchar cuando se hallaba mohíno, lo que sucedía con cierta frecuencia. El músico se ausentó con discreción.
—No estéis tan melancólico, majestad —comentó el maestre de Santiago—. Aún no está todo perdido.
—¿Tú crees? —preguntó con escepticismo el rey.
—Por supuesto. Vuestra hermana Isabel os ha dado la excusa perfecta para acabar con sus pretensiones al trono. Ha contravenido lo acordado en la Concordia de Guisando y ha infringido las leyes del reino, al casarse sin consentimiento paterno. Tenéis todos los argumentos para desheredarle. El pueblo lo entenderá y los Grandes no se opondrán; ellos solo miran por su propio beneficio y pronto mudarán su afecto hacia la nueva princesa de Asturias. Aprovechad la afrenta de Isabel; os ha desobedecido… ¡os ha
desafiado! Es el momento de acabar con esta amenaza y hacer recaer de nuevo la corona en vuestra hija.
Enrique IV suspiró. Su escepticismo era grande. Una gran mayoría de los cortesanos viraba el afecto hacia su hermana, que también había sabido conquistar para su favor a bastantes villas. El rey detestaba resucitar las viejas hostilidades que durante tanto tiempo mantuvo su padre con el que entonces era infante don Juan de Aragón. Con el ejército del valeroso príncipe Fernando presto a tomar las armas y la indiferencia de Portugal, enojada por la distorsión de sus pretensiones a la corona de Castilla, la derrota era clara.
Don Juan Pacheco advirtió el silencio del soberano y continuó su exposición.
—Yo me encargaré de presionar a Paulo II para que deshaga los compromisos de Guisando.
—¿Cómo? Hasta ahora, vuestros ensayos han sido infructuosos.
—La bula papal no se ha emitido —se defendió el marqués, visiblemente ofendido—. De la misma manera, lograré mi otro propósito.
—La guerra no se saldará a nuestro favor, don Juan. Y yo no anhelo arengar a mis soldados para que pierdan vida y honra.
El pesimismo del monarca exasperaba al maestre de Santiago, capaz de hallar ventura donde Enrique VI solo encontraba tribulaciones.
—La voluntad de Francia y Portugal —explicó—, seguirá siendo de apoyo firme a Castilla.
Enrique IV le miró con incredulidad, incapaz de encontrar razones para su alianza, ahora que no contaba con la apetitosa mano de la princesa de Asturias.
—Portugal nunca mudará su apoyo a una princesa insolente, que ha despreciado sus promesas matrimoniales y que, además, se ha posicionado a favor de Aragón —explicó don Juan Pacheco—. El enlace entre Isabel y Fernando crea un molesto desequilibrio peninsular. Alfonso V de Portugal luchará para malograrlo o para revocar a la novia el título de heredera de Castilla. Por otra parte, Francia os será leal, pues no se ha perdido la mano de la princesa de Asturias… solo ha cambiado de nombre. Ofreceremos al duque de Guyena las nupcias con vuestra hija Juana, la nueva princesa de Asturias.
Enrique IV no contestó. Este soberano tan flemático, lejos de odiar a la mujer que se levantaba contra él y contra los intereses de su retoño, sentía un verdadero afecto que el maestre de Santiago era incapaz de entender… y de aceptar.
—Además majestad —añadió sabiendo el efecto persuasivo que tendrían sus palabras— se dice que Isabel y Fernando están enamorados y...
—¿Y? —inquirió el rey—. ¿Qué estáis insinuando?
—Siendo jóvenes como son... Isabel podría quedarse embarazada. Y si tuviera un varón… el pueblo apoyaría a ese niño antes que a vuestra hija. Debéis actuar rápido, ¡antes de que sea demasiado tarde!
El monarca castellano no tardó en mostrar al pueblo su indignación por la desobediencia de su hermana. Una joven terca, caprichosa, soberbia y desobediente no era adecuada para gobernar Castilla. ¿Qué podía hacer, sino desheredarle?
Los príncipes castellanos no se resignaban al destierro político a que quería conducirles don Juan Pacheco, ni a empuñar las armas. Por eso, propusieron a Enrique IV una solución amistosa: la mediación de los súbditos para resolver la cuestión sucesoria. Serían ellos, representados por los Grandes de Castilla, los Procuradores de las ciudades, los Prelados y los Religiosos de las Órdenes Monacales, los que decidirían quién debía ser la princesa de Asturias. Tanto Isabel como Fernando se comprometían a acatar su resolución.
El destino de Castilla, concluían, se decidiría sin violencia y por los naturales de estos reinos. No era aconsejable la intromisión de potencias extranjeras en la resolución de los conflictos de estas tierras. Francia y Portugal, razonaban, mantendrían su alianza con Enrique IV, pero el monarca no debía obviar que estos apoyos no eran incondicionales y que podían comprometer el porvenir de los castellanos.
Con sus mejores anhelos lacrados en esa misiva, el príncipe Fernando la entregó al emisario.
La respuesta se hizo esperar. A medida que los días transcurrían sin noticias de la corte, la princesa Isabel iba perdiendo sus esperanzas. Aquella mañana se encontraba especialmente sensible. Volvió a pensar en la idea de perder el título de princesa de Asturias y a duras penas pudo reprimir el llanto. Todos sus esfuerzos, sus luchas… Todo estaba perdido… Aunque lo que más daño le producía era contemplarse así de afligida. La rabia por su posible desheredamiento no generaba vigor, sino abatimiento; su entereza de antaño había mudado en flaqueza; todo se le hacían fatigas en los últimos días.
Sus lágrimas se interrumpieron ante la mirada risueña de aquella dama.
—Estáis muy impresionable, señora —comentó esta con mirada complacida—. Esto confirma mis sospechas.
—¿Vos creéis? —preguntó la princesa Isabel mientras contenía unas náuseas.
La aludida repuso con una amplia sonrisa. La princesa Isabel suspiró; en unos meses tendría respuesta a todas sus preocupaciones.
El príncipe Fernando interrumpió la escena para ofrecer a su esposa las pesarosas noticias que acababa de recibir. Enrique IV había accedido a recibir en audiencia a la embajada de Francia. El soberano ignoraba sus peticiones de concordia, al tiempo que desoía sus ruegos de no implicar a extranjeros en las cuestiones del reino.
La princesa Isabel sintió su ánimo todavía más abatido. El rey prefería el afecto de Luis XI que el de quienes se mostraban como hermanos benévolos, deseosos de paz. El príncipe Fernando se sentía doblemente agraviado, pues Enrique IV conocía las antipatías que Francia despertaba en Aragón.
Los esposos se miraron y una expresión de desaliento cruzó sus rostros.
Don Juan Pacheco salió al encuentro de los embajadores, que acababan de llegar a Medina del Campo y les honró con múltiples muestras de afecto. El rey les estaba esperando, junto a un ingente grueso de la nobleza castellana; todos ellos habían sido convocados y muy pocos se habían negado a asistir, hastiados ya de la duración de las hostilidades. El deseo de paz se había impuesto sobre la animadversión que generaba don Juan Pacheco; satisfacer sus deseos era lo que menos deseaban los Grandes de Castilla, enojados con su descarada manera de manejar al rey y recelosos de los provechos personales que el maestre de Santiago obtendría de este encuentro, pero anhelaban retornar a una convivencia armónica, donde no hubiera que posicionarse en un bando u otro.
—Majestad —comenzó el embajador francés—. Mi soberano se honra en solicitar para su hermano el duque de Guyena, la mano de vuestra hija Juana, la legítima princesa de Asturias, la auténtica heredera de Castilla.
Se hizo una pausa. Enrique IV sonrió complacido. Su interlocutor volvió a tomar la palabra.
—Mi señor, el rey Luis XI, se siente disgustado de conocer las pretensiones al trono de vuestra hermana Isabel, persona de cuya honestidad cabe dudar, por haber consumado un matrimonio que no estaba autorizado por el Sumo Pontífice.
Un murmullo de protesta se empezó a elevar por la sala. Las palabras del embajador eran tan injuriosas como osadas. ¿Permitiría Enrique IV que la princesa de Asturias fuera acusada de un pecado tan grave? ¿Consentiría que su honra mancillada quedara sin réplica?
Don Juan Pacheco intervino. Quería aprovechar la ocasión para comprometer a los Grandes en el apoyo a la princesa Juana.
—Ciertamente, la usurpadora Isabel no merece aspirar al trono de Castilla… ni tan siquiera guardar lazos de sangre con el monarca castellano.
Todos se giraron hacia el aludido. Este había perdido su sonrisa pero guardaba silencio.
—Por eso —continuó el marqués de Villena— es deseo del rey anular los acuerdos de Guisando. Con su comportamiento indecoroso, la princesa de Asturias desmerece el título. Su pecado es ofensivo para todos los súbditos de este reino, razón por la cual nadie osará apoyarla.O… ¿hay alguien en la sala que quiera hablar a su favor?
La tensión se palpaba en el ambiente. Nadie osó contradecir a la mano poderosa de Castilla, pese a que muchos apoyaban a la afrentada Isabel. El dolor por las acusaciones vertidas sobre su persona les llenaba de pesar, pues ninguno ignoraba la vida licenciosa de la reina consorte y los hijos ilegítimos que había ya parido. Por ello, escuchar las duras palabras que se alzaron contra la princesa les causó gran ofensa y enojo, que se cuidaron muy bien de disimular, para no hacer peligrar su patrimonio.
Las noticias no tardaron en alcanzar la villa de Medina de Rioseco, donde los príncipes Isabel y Fernando se habían instalado.
El dolor por los duros ataques recibidos se vería compensado con el apoyo que Roma les profesó. Paulo II se demoraba en cumplir las pretensiones de don Juan Pacheco: ni autorizaba el matrimonio de doña Juana con el duque de Guyena, ni anulaba las vistas de Guisando. Sin esto último, la hija de la reina nunca podría ser jurada heredera al trono… Salvo que la astucia del maestre de Santiago encontrara otra salida para ello.
Enrique IV contempló el paisaje otoñal que le rodeaba. La ceremonia parecía sombría, como su estado de ánimo, pues le apenaba ir contra su hermana y a favor de quien no reconocía como su propia hija. La infidelidad abierta de su esposa, Juana de Portugal, había horadado su confianza en la paternidad de Juana. Por el contrario, Isabel siempre se había mostrado como una joven prudente y cabal, además de honesta. Él no dudaba de la veracidad de la dispensa papal que se presentó en su enlace con el príncipe aragonés, pues consideraba a su hermana incapaz de desposarse con la conciencia manchada.
No había convivido mucho con ella, pero su memoria solo le ofrecía recuerdos cálidos.
Hoy, en cambio, todo iba a cambiar, muy a su pesar. Rememoró las juiciosas palabras de don Andrés Cabrera, momentos antes de que decidiera aceptar la propuesta de Guisando: “la virtud y la modestia de la Infanta nos obligan a esperar que os será muy obediente y que no tendrá más voluntad que la vuestra, ni alentará la ambición de los grandes, pues no hubiese rehusado el título de Reina que la ofrecían contentándose solo con el de Princesa que es el único que ella entiende que le pertenece” y una gran bocanada de aire se introdujo en sus pulmones, para relajar la aflicción de su cuerpo.
Le hubiera gustado reconciliarse con ella, pero no podía oponerse a la voluntad de don Juan Pacheco. Era perverso, ambicioso y siniestro, pero también le eximía de todas las obligaciones del gobierno, además de gestar astutas maniobras para mantenerle en el trono. Se odiaban tanto como se necesitaban el uno al otro.
Llegó el momento de hablar. Enrique IV interrumpió sus pensamientos para tomar las manos de su mujer, la reina Juana de Portugal. Hacía frío en Lozoya… o tal vez solo eran escalofríos provocados por su conciencia. Delante del cardenal, los monarcas juraron que doña Juana era hija suya, natural y legítima y, por tanto, proclamaron que era la heredera de estos reinos. Acto seguido, el conde de Boulogne desposó a la nueva princesa de Asturias, en nombre del duque de Guyena. A continuación, todos los presentes se acercaron para jurarle obediencia y respeto… incluso muchos de los que meses antes habían jurado fidelidad a los príncipes Isabel y Fernando.
Cuando la ceremonia hubo concluido, el marqués de Santillana hizo entrega de doña Juana. La nueva princesa de Asturias trasladaría su residencia al castillo de Escalona; la chiquilla de nueve años ya no estaría bajo el amparo de los Mendoza, sino a recaudo de don Juan Pacheco.
Don Pedro González de Mendoza, obispo de Sigüenza, dirigió una mirada cariñosa a la joven Juana, a quien la vida disoluta de su madre confinaba a un porvenir de calumnias, injurias y dudas, antes de entregarle a su nuevo protector. El maestre de Santiago sonreía de tener otra vez bajo su dominio a quien ostentaba el título de heredera de Castilla.
El obispo de Sigüenza contempló al hombre de ojos penetrantes que velaría por la integridad de la nueva princesa de Asturias y sintió que sus antipatías se enquistaban. A los múltiples motivos que el marqués de Villena daba para merecer su malquerencia se unían ahora las presiones que el caballero ejercía sobre Paulo II. Pero lejos de demostrar sus emociones, don Pedro González de Mendoza envolvió su mirada de un halo candoroso. No quería afrentar al que podía gestionar su capelo cardenalicio.
Cuando informaron a la princesa Isabel de los sucesos de Lozoya, esta sintió un dolor paralizante en su cuerpo. El alma se le encogió y tuvo que hacer grandes esfuerzos por reprimir un grito. El dolor paralizaba su cuerpo y su cara se detuvo en un rictus amargo, pero nadie en la sala la escuchó llorar, pues era indigno de la sangre real mostrar debilidad en público. Doña María le agarró la mano a fin de atraer hacia sí parte del sufrimiento que doblegaba a su señora. De repente, se oyó un llanto agudo que no provenía de la princesa desheredada. Llamaron al príncipe Fernando.
Cuando este entró, halló a su mujer tumbada en la cama, con el semblante sombrío.
—¡Es una niña! —exclamó ella con desilusión.
—Me han dicho que las dos estáis bien, ¿es así? —Isabel asintió y él añadió, con tono jocoso—: ¡Una niña! ¿Otra Isabelita terca a la que tendré que aguantar...?
—Fernando, no es momento de chanzas —su semblante permanecía serio—. ¡Si hubiese sido varón!
—Pero es una niña —afirmó su
esposo— y se llamará Isabel, como tú, porque será igual que su
madre: inteligente, fuerte y luchadora. Jamás se dejará doblegar
por las circunstancias adversas y decidirá su destino, como haces
tú. O, al menos, como la Isabel que yo conocí…
Su mujer notó el sibilino reproche que nacía de labios de su
esposo.
—¡Sabes que deseo gobernar Castilla! —se defendió— Tampoco ignoras que mi motivación no nace de una ambición personal o de un ego desmedido, sino de un interés por mejorar los males que aquejan a mi pueblo. El carácter flemático de mi hermano Enrique permite que el reino sea manejado por nobles ambiciosos y sin escrúpulos. Por todas partes hay robos, pillajes y abusos de poder...
—Entonces —increpó él— ¿vas a permanecer con el ánimo marchito? O ¿vas a combatir por tus sueños? ¿Qué vas a hacer, Isabel? Mejor dicho, ¿qué vamos a hacer?
El semblante de su esposa era serio, mezcla de la gravedad de lo que allí se trataba y del cansancio por el largo parto. Ella mantenía su mirada, tratando de hallar la respuesta a sus inquietudes. Al fin, dijo:
—¿Tú qué propones?
El príncipe Fernando notó en su voz el vigor que antaño era
característico en ella y sonrió. El embarazo y las noticias
pesarosas habían abatido su ánimo, pero Isabel aún tenía tenacidad
para mostrarse a la altura de las circunstancias, para responder al
destino que le esperaba: princesa de Asturias, primero; y después,
reina de Castilla.
—Que el pueblo escuche tu voz —expuso él con pasión—. Te acusan de usurpar el título de heredera y de desacato al rey. Isabel, debes hablar.
—¿Hablar?
—¡Sí! ¡Exponles tus motivos! Cuenta cómo os arrancaron injusta e inhumanamente, a tu hermano Alfonso y a ti, de los brazos de vuestra madre; de cómo estuviste cautiva y controlada por la reina Juana de Portugal, que tantas antipatías te demostró; de cómo planearon distintos desposorios para apartarte del reino; y, lo que es más grave, ¡cómo todo esto no tenía más propósito que coronar a Juana la Beltraneja!
—A Juana, la hija de la reina —corrigió Isabel.
—A Juana, la rival —fue todo lo que Fernando estuvo dispuesto a ceder.
La princesa Isabel aceptó el trato digno dado a doña Juana y sus esfuerzos volvieron a centrarse en su táctica. Se enderezó en la cama para buscar una posición más cómoda a su maltratada espalda. Este se inclinó sobre ella para atenderla.
—Gracias, Fernando -su faz volvía a estar sombría.
—¿Pero…?
—¡No puedo! Me siento incapaz de confesar que soy la heredera porque esa afirmación… tiñe la honra de mi hermano. Proclamar mi legitimidad es lo mismo que reconocer que Juana no es hija del rey.
—No lo es, Isabel.
—¡No deseo mancillar el honor de aquel a quien me unen lazos de sangre… y de afecto!
—¿Y si callas? -preguntó él, con fingida inocencia.
Ella entendió el sentido de su pregunta y guardó unos instantes de silencio, meditando su respuesta.
—Gran cordura tiñe tus palabras —dijo al fin.
—¿Entonces?
—Sí. Debo hablar… aunque me duela. No puedo defenderme sin humillar a mi hermano, ni callar sin perjudicarme a mí. Sus insinuaciones sobre mi decoro y mi dignidad moral exigen una réplica; sellar mis labios es conceder pábulo a esos ultrajes.
—¡Bien!
—¡Hablaré! Sin embargo, me esforzaré por responder lo menos deshonesto y más templado que pueda.
—Y te creerán, pues tus palabras están refrendadas por tus actos —añadió él.
—Cierto. Son las obras de cada uno las que dan y darán testimonio de nosotros ante Dios y ante el mundo.
Se detuvo la conversación. Sus miradas recíprocas revelaban la unidad de pensamiento. Había gran complicidad entre ellos. Fue la princesa Isabel quien, minutos después, salió de su mutismo con una voz llena de misterio.
—Y aún hay más. También hablaré de ti...
Él la interrogó con la mirada, ajeno a sus intenciones. Ella dejó escapar una risa fresca, complacida por el suspense creado.
—Contaré al pueblo por qué tú eres el esposo de más conveniencia para la princesa de Asturias: eres español, rey de Sicilia y heredero al reino de Aragón; eres un valiente soldado y un gran caudillo, como ya has demostrado liderando las tropas de tu padre; eres joven y eres… viril, sin que quepa duda. El pueblo se congratulará de que tú aspires al trono de Castilla.
Su marido Fernando imitó su risa y ambos se fundieron en un abrazo. Un quejido agudo sacó a los esposos de sus demostraciones de ternura. La pequeña Isabel protestaba en sueños, como si se sintiera celosa de que las muestras de ternura no fueran dirigidas hacia ella. Sus padres desviaron sus miradas hacia ese diminuto ser, que irradiaba tanta serenidad mientras dormía y sonrieron.
El día primero del mes siguiente, la princesa Isabel ofreció a los súbditos un pliego de descargos. A través del manifiesto del 1 de marzo de 1471, el pueblo castellano sabría por boca de la princesa Isabel, el leitmotiv que la había llevado a la desobediencia.
Luis XI estaba malhumorado esa mañana; su hermano, el duque de Guyena se mostraba indolente. No solo no había estado presente en la ceremonia de Lozoya, donde se habían celebrado sus esponsales, ¡por poderes!, y se había proclamado a su esposa como heredera de Castilla, lo que le garantizaba un futuro muy prometedor, sino que desde entonces se había mostrado indiferente a sus compromisos matrimoniales, retando con su actitud al monarca francés y al castellano. Además, Luis XI tenía sospecha de las intenciones del soberano enemigo; Juan II de Aragón había enviado, con gran acierto, embajadas diplomáticas a los reinos vecinos y parecía que iba a lograrse una alianza multilateral… sin Francia. Esto complicaría su posición en la política internacional.
Los temores del rey francés se cumplieron. Italia, Inglaterra, Bretaña y Borgoña firmaron un tratado político con Aragón. Por su parte, Luis XI declinó su apoyo al monarca castellano; sin duda, el fallecimiento del duque de Guyena había facilitado su viraje político.
Al instante, don Juan Pacheco comenzó a fraguar sus maniobras diplomáticas para emparentar a doña Juana, la hija de la reina, con otras casas reales. Las opciones giraban entre Portugal, Aragón y Nápoles. Tanto el rey lusitano Alfonso V como su hijo el príncipe Juan eran buenos candidatos; aunque no había que menospreciar otras posibilidades: Enrique Fortuna, el infante de Aragón o Enrique Fabrique, el infante de Nápoles.
—¿Qué es lo que más conviene a Castilla? —se preguntó.
Que era lo mismo que interrogarse sobre lo más adecuado a sus propios intereses. La corona portuguesa fue la ganadora. Había, sin embargo, un problema con la consanguinidad de los contrayentes que debía resolver Paulo II. Pero fue imposible; el Papa murió.
El nuevo pontífice de Roma, Sixto IV, contrajo las deudas legales no resueltas por su antecesor: legitimar la situación matrimonial de los príncipes castellanos Fernando e Isabel, deshacer la concordia de Guisando, decidir sobre el capelo cardenalicio al obispo de Sigüenza y, desde hace poco también, dispensar una bula papal para el matrimonio de la también princesa de Asturias, Juana, con su tío, el rey Alfonso V de Portugal. Todo ello se resumía a un solo asunto: discernir quién debía ocupar el trono de Castilla.
La decisión no era fácil, pues las presiones e intrigas de los partidarios de uno y otro bando y los propios intereses del pontífice, aconsejaban cautela, lucidez mental y artes diplomáticas. Con esa intención, Sixto IV eligió como legado suyo a don Rodrigo Borgia, obispo de Valencia y vicecanciller de la Curia Romana; su origen aragonés le aseguraba además clarividencia para adivinar los intereses ocultos de los reinos de la península.
Don Rodrigo Borgia partió hacia Castilla con un encargo complicado: dirimir la disputa sucesoria en Castilla, inclinando la balanza a favor de la favorita de Roma. Todos conocían sus intenciones, pero nadie, salvo el legado pontificio, sabía si su preferida era la princesa Isabel o la también princesa Juana.
Doña Beatriz de Bobadilla miró a su marido y a su plato repleto de comida. Don Andrés Cabrera tenía el semblante oscuro y la mirada embebida en las viandas que apenas había probado. El tenedor las removía, ofreciendo una variedad de formas inanimadas, pero lo único que se llevaba a la boca era la copa. Bebía el vino a pequeños sorbos y con gran demora entre un trago y otro, tal vez para facilitar a su garganta el paso de una preocupación. A ratos, su lengua chascaba contra su paladar y su cabeza negaba en un sutil movimiento, mientras sus labios soltaban una exhalación cargada de angustia.
Doña Beatriz guardó sus preguntas para la sobremesa, una vez que los sirvientes ya se hubieran retirado y trató de amenizar la comida con una conversación trivial, pero su marido respondía con breves palabras de formalidad, sin distraerse de sus pensamientos. Esto aumentó la zozobra de doña Beatriz; sin duda, era grave el asunto que ocupaba la mente de su marido.
Doña Beatriz decidió concluir su almuerzo, impaciente por desvelar el secreto. Su marido también retiró su silla para abandonar el comedor, pese a que su plato permanecía repleto. Ella se acercó para enredar su brazo en el de su marido y entonces reparó en que Andrés había tomado la copa de vino entre sus dedos; pensaba llevársela consigo, hecho totalmente inusual que intensificó la preocupación de su esposa. ¿Qué oscuros presentimientos atormentaban a su esposo? ¿Qué negros agujeros extendían sus alas sobre su felicidad?
Ya a solas, en la intimidad del salón, doña Beatriz de Bobadilla abrió la boca para interrogarle, pero él se le adelantó.
—La situación en Castilla es delicada… ¡muy delicada!
Selló sus labios con un breve sorbo de vino que a la dama se le antojó eterno. Cuando retiró la copa de su boca, ella advirtió que una gota carmesí escapaba del receptáculo y resbalaba por el cristal hacia un destino incierto. Lejos de su costumbre, don Andrés no deslizó su índice por la copa para apresar la gota, que siguió escapándose hasta posarse sobre la mesita de madera.
Don Andrés Cabrera tragó el líquido carmesí y desveló sus enigmáticas palabras.
—Don Juan Pacheco quiere hacerse con la custodia de los alcázares de Madrid y de Segovia. Presiona insistentemente al rey para que le otorgue este privilegio.
Doña Beatriz de Bobadilla entendió la gravedad del asunto. Enrique IV alternaba la residencia de la corte entre las dos fortalezas, por lo que debía estudiar muy bien a quién concedía el mando de las mismas, para no quedar subyugado a una voluntad traidora en momentos de necesidad. Por eso, don Andrés Cabrera había sido el caballero elegido para ejercer esta labor. Su fidelidad era incuestionable para el rey.
—¿Y qué dice el monarca?
—El rey ha cedido ya a sus pretensiones sobre el alcázar de Madrid.
—¿Qué? —ella se levantó furibunda—. ¿Te ha relegado a ti de tus funciones?
—Sí —asintió exhalando otro suspiro de preocupación—. Pero lo que más me inquieta es que si no hallo manera de impedirlo, en breve, me destituirá de la custodia de éste. Y sabrás que mi congoja no es por mi porvenir, sino por el del reino, pues aquí es donde se guardan los tesoros reales. ¡Si caen bajo poder de don Juan Pacheco…!
—¡Imposible! —negó ella con rotundidad—. Enrique IV jamás se doblegará. ¡Entregarle a ese impostor las llaves del reino es suicida! Por mucho que al soberano le cueste revelarse a los deseos del maestre de Santiago, estoy segura de que esta vez no accederá.
—Es cuestión de tiempo —sentenció él con pesimismo.
—¿Tú crees? —indagó su esposa.
—Estoy seguro —confirmó él.
—El soberano no es astuto, pero tampoco un estúpido hablaba con lentitud, dándose tiempo para asimilar la noticia—. Es consciente de que si le otorga el control de los tesoros, quedará subyugado a los deseos de ese infame traidor, de ambición desmedida, de ese intrigante malquerido, de ese… —Cuídate de injuriar a quien dentro de poco dominará el reino.
—¡No! —su faz se crispó—. Es una decisión irresponsable que no podemos consentir. ¡Y agraviante! El rey te eligió a ti para custodiar los dos alcázares. Ya te ha relegado de uno, pero no transigiremos con que te desplace de este otro.
—¿Y qué podemos obrar nosotros contra las dotes persuasivas de Pacheco y la docilidad del rey? —inquirió él, con el ánimo abatido.
Doña Beatriz de Bobadilla se desplomó sobre la silla y dejó caer la bandera que había enarbolado. Su marido tenía razón: era cuestión de tiempo.
Don Rodrigo Borgia llegó a Tarragona, tal como estaba convenido. El príncipe Fernando le estaba esperando para honrarle; el monarca aragonés, por su parte, permanecía en Barcelona, adonde se dirigirían los dos caballeros, una vez que su encuentro hubiera concluido. El hecho de que la entrevista tuviera lugar en tierras aragonesas antes que castellanas abría un camino para la esperanza.
Una vez que el legado papal hubo descansado de su viaje, el príncipe Fernando acudió en su búsqueda. Cuando le tuvo enfrente, trató de descifrar sus intenciones en algún gesto, pero el clérigo tenía una expresión tan risueña en sus ojos que desconcertaba. Fue este el primero en hablar.
—Hasta ahora, no me había dado cuenta de cómo echaba de menos mi tierra. ¡Ah! Los manjares, el vino, el clima… Este país es inmejorable.
Acto seguido, el legado de Sixto IV compartió con su acompañante unos recuerdos de su pasado inmediato, cuando su vida transcurría como prelado en las tierras aragonesas, antes de que abandonara Valencia para incorporarse a la Curia Romana. Las divertidas anécdotas, lejos de distender a su interlocutor, provocaban su impaciencia, que cuidaba bien de ocultar para no molestar a su huésped.
Don Rodrigo Borgia hablaba con mucha fluidez, enlazando unos incidentes con otros, y el príncipe Fernando empezaba a enojarse. Ya habían intercambiado las frases formales de cortesía y una amena conversación durante el trayecto hasta la fortaleza. Él además se había comportado como un anfitrión exquisito, permitiéndole tiempo suficiente para descansar y reponer fuerzas con una copiosa comida. Por el contrario, el legado papal parecía ajeno a los trascendentes asuntos que debían tratarse o tal vez, simplemente parecía divertirse dilatando el tiempo y la paciencia de su anfitrión.
En ese momento, la conversación de don Rodrigo Borgia se detuvo en seco. El príncipe Fernando apenas tuvo ocasión de ensayar una mirada interrogativa; su homenajeado ya había expresado el breve mensaje.
—Confirmaré la concordia de Guisando; las vistas de Lozoya resultan nulas, pues no fueron aprobadas por el Sumo Pontífice.
Con esa parquedad, que contrastaba con la verborrea reciente, el prelado aclaró las intenciones de Sixto IV. El Papa propiciaría la estabilidad de su esposa como heredera de Castilla, al tiempo que mostraría su rechazo a la proclamación de Juana como princesa de Asturias. Las noticias no podían ser más favorables para el joven matrimonio.
El príncipe Fernando se sintió sorprendido. Bajo un manto de desenfadada conversación se escondía un personaje sumamente observador, hábil y, ¿por qué no decirlo también?, simpático. Ahora entendía por qué el Papa Sixto IV le había elegido en esta importante misión y un pensamiento se abrió paso en su mente.
“Este hombre llegará lejos en la Curia Romana”, pensó.
Pero en lugar de traducir sus impresiones, puso voz a una sugerencia velada que una mente sagaz, como parecía ser la de su interlocutor, sabría interpretar adecuadamente.
—Agradecemos vuestro apoyo. Si pudiéramos hacer algo por el Papa. O… por vos... —sugirió el príncipe Fernando.
—¡Por supuesto que podéis!
¡Ah! Entonces, ¿don Rodrigo Borgia era un hombre sobornable? La respuesta había sido rápida y su voz había sonado alegre, casi bufona, como si estuviera esperando la pregunta. Aunque era lógico pensar que Roma pretendiera que su parcialidad fuera correspondida con alguna reciprocidad, no era habitual manifestarlo tan abiertamente.
—Vos diréis —dejó caer el heredero aragonés.
—Aseguradme un alojamiento en Castilla tan acogedor como este —repuso el legado papal sin alterar su sonrisa.
El príncipe Fernando sonrió a su vez, aturdido por la ironía de su interlocutor. Tenía un humor tan cáustico que resultaba desconcertante.
—Os acomodarán en casa de don Pedro González de Mendoza, obispo de Sigüenza, un hombre tan cabal como sabio. Gustaréis de su conversación. Además, no ignoráis que aspira a un capelo cardenalicio –dejó caer el príncipe con suma intención.
—Lo sé, lo sé. Pero no es nada fácil, ¿sabéis? Son muchos los aspirantes y la decisión es compleja. Y vuestra esposa, ¿es tan devota y piadosa como dicen?
La facilidad de este hombre para hacer virar el rumbo de la conversación con la intención de desconcertar a su interlocutor era impresionante.
—Y aún más —repuso con convicción el príncipe Fernando.
Los dos hombres enmudecieron. El príncipe Fernando no osó romperlo, para no disgustar a su interlocutor; don Rodrigo Borgia disfrutaba siendo él quien dirigiera la conversación. Era visible que amaba la sensación de poder y control. Sin embargo, cuando abrió sus labios para rasgar el silencio, parecía una persona distinta. Su voz había adquirido gravedad.
—Tomad. Aquí os hago entrega de la bula de Sixto IV donde os exonera de vuestro parentesco y, por tanto, autoriza vuestros esponsales; ya podéis olvidaros de la falsificación anterior. El Papa ansía la paz en España; y que se logre pronto. También ha enviado legiones a otros países con la intención de pacificar los reinos. Los turcos representan una gran amenaza.
Con una explicación tan breve, don Rodrigo Borgia daba a entender que apreciaba la inteligencia de su anfitrión. El príncipe Fernando se sintió complacido, a la vez que tranquilo, al haber comprendido las intenciones del Sumo Pontífice. Sixto IV deseaba apoyar a la princesa Isabel como heredera al trono de Castilla, para asegurarse una monarquía católica, que no vacilara en apoyar una Cruzada contra los infieles. Nadie conocía las intenciones de Mehmet II el Conquistador pero, desde que en 1453 hubiera tomado Constantinopla, la capital del viejo imperio bizantino, los cristianos miraban con temor a Roma. Puede que el osado sultán quisiera llevar su temeridad hasta los límites mismos del Vicario de Cristo en la Tierra. El imperio otomano se había extendido ya por buena parte de los países que rodeaban al mar Negro, llenando de inquietud al Sumo Pontífice.
El respaldo de los reinos de Castilla y de Aragón, sumados a otros más que estaban por lograrse, tranquilizaría al Papa y puede que incluso le envalentonara para iniciar una cruzada contra el enemigo que acampaba por los aledaños del baluarte del cristianismo. Sin embargo, Sixto IV no podía mostrar abiertamente su propósito, para no herir los intereses del poderoso Juan Pacheco. No era inteligente labrarse una amistad al unísono con una malquerencia. El príncipe Fernando, consciente de esta dificultad, sintió viva curiosidad por saber cómo lograría su misión.
Al día siguiente, el heredero aragonés y don Rodrigo Borgia se pusieron en camino hacia Barcelona, donde Juan II de Aragón les esperaba impaciente. Su hijo mandó a un correo adelantarse para informar a su padre de las intenciones del Papa. El monarca aragonés suspiró satisfecho al ver que todas sus expectativas se estaban cumpliendo.
La primera actuación oficial de don Rodrigo Borgia en la ciudad condal fue reconocer a Isabel, que ya se había unido a ellos, y Fernando como príncipes de Aragón. Don Alonso Carrillo, que se había cuidado de tener un lugar destacado en la ceremonia, seguía con mirada escudriñadora todos los gestos del legado papal, tratando de descifrar sus intenciones ocultas sobre el capelo cardenalicio. El arzobispo de Toledo ardía de celos por las pretensiones de su homónimo, el obispo de Sigüenza, y se carcomía al pensar que el apoyo de don Pedro González de Mendoza a la monarquía le hacía gozar de buena ascendencia para lograr sus aspiraciones, pero don Alonso Carrillo se rebelaba ante esa posibilidad; él era la máxima dignidad eclesiástica del reino y el insigne nombramiento de cardenal le correspondía a él. Sus esperanzas estaban fijas en Isabel. Si ella era refrendada por el Papa como princesa de Asturias, era más que probable que don Pedro González de Mendoza malograra su nominación. Pero don Rodrigo Borgia era un maestro en ocultar sus intenciones y jamás dejaba traslucir sus sentimientos.
Unas semanas después, el legado papal se dirigió a Valencia. Los príncipes le acompañaron, para asegurarse su bienestar.
Don Pedro González de Mendoza, enviado por Enrique IV para recibirle en su nombre, ya les estaba aguardando. Al encontrarse, don Rodrigo Borgia le dirigió unas sucintas palabras, cuidando de que el príncipe Fernando pudiera oírlas, dando muestras de nuevo de su carácter sorprendente.
—Creo que me alojaré en vuestra casa —dijo y añadió sin darle importancia—. Por cierto, Sixto IV quiere haceros saber que tenéis asegurado vuestro capelo cardenalicio; en cuanto haya una vacante, seréis nombrado Cardenal de España.
El obispo de Sigüenza quedó perplejo y no supo qué responder.
Esa misma noche, durante la cena, doña Beatriz de Bobadilla inquirió a su marido sobre sus impresiones sobre la visita del legado papal. Pero su curiosidad naufragó. Un sirviente interrumpió su plática para anunciarles que alguien deseaba ver al matrimonio Cabrera-Bobadilla.
—¿De quién se trata? —preguntó él.
—El caballero no ha querido mostrar su identidad, señor. Se ha cuidado bien de esconder el rostro bajo el sombrero. Sin embargo, debe tratarse de alguien poderoso, a juzgar por sus ropas.
—¿Quiere vernos a los dos? —preguntó ella con suspicacia.
—Eso ha dicho —repuso el sirviente.
—¡Haz que le echen! —suplicó doña Beatriz a su marido.
El mismo mal presentimiento invadía a don Andrés Cabrera. No obstante, debía atenderle para conocer su propósito.
—No temas, mujer. Mi posición cercana al rey garantiza mi protección.
—El monarca, sin quererlo, te ha situado contra don Juan Pacheco —sentenció doña Beatriz.
Don Andrés Cabrera meditó sus juiciosas palabras, pero no cambió de opinión y accedió a entrevistarse con el caballero. Doña Beatriz de Bobadilla permaneció en la sala; cerca de su marido, le sería de más ayuda y… pasaría menos miedo.
En su encuentro con Enrique IV, don Rodrigo Borgia ocultó las verdaderas intenciones del Papa. Por el contrario, expuso que el Sumo Pontífice deseaba encontrar una solución justa a la cuestión sucesoria de Castilla, para lo cual proponía que la disputa se dirimiera entre cuatro personas: dos partidarios de Enrique IV y dos defensores de la princesa Isabel. De aquella parte, serían don Juan Pacheco y don Pedro González de Mendoza los nombrados; y de la parte de la princesa, don Alonso Carrillo y don Fabrique Enríquez, el Almirante de Castilla. ¡Hábil maniobra, teniendo en cuenta que ya estaba ganada la voluntad del aspirante a Cardenal de España!
Enrique IV no vio objeciones
a esta propuesta, como tampoco don Juan Pacheco. El maestre de
Santiago no desconfió de esta jugada, pues creía tener aseguradas
las simpatías del prelado que había sido el primer protector de
doña Juana, la hija de la reina. Además, el marqués de Villena
había sido quien presentara ante el Papa la petición del capelo
cardenalicio y quien había insistido en esta solicitud al legado
papal cuando le tuvo frente a sí. Por supuesto que don Rodrigo
Borgia se cuidó de no informarle que la decisión ya estaba
tomada…
No obstante, la partida no se jugó como estaba prevista. Don Alonso
Carrillo, celoso del posible nombramiento como cardenal del obispo
de Sigüenza se negó a participar en esta cuestión, pretextando todo
tipo de razones. La princesa Isabel, olvidando sus propios
intereses, se mostró benévola y apaciguadora con quien tanta
fidelidad le había mostrado.
Don Rodrigo Borgia se turbó. Él tenía encomendado volver a Roma cuando se aceptara la proclamación de Isabel como princesa de Asturias, pero no contaba con que sus mayores obstáculos fueran precisamente los partidarios de esta opción. No obstante, no se desanimó. La amistad creciente con don Pedro González de Mendoza prometía obrar buenos frutos.
El misterioso personaje avanzó hasta encontrarse frente a don Andrés Cabrera. Este se puso en pie y ordenó a los sirvientes que abandonaron la sala. El visitante comprobó que estaban a solas y entonces descubrió su identidad. Doña Beatriz de Bobadilla dejó escapar una exclamación, a la que siguió la inevitable pregunta.
—¡Don Pedro González de Mendoza! ¿Qué hacéis vos aquí?
—Preveniros.
—¿Prevenirnos? ¿Contra qué? —inquirió don Andrés Cabrera.
—Más bien preguntadme contra quién —repuso a la sordina como si temiera que los muros pudieran oír.
Se acercó al expectante matrimonio y explicó en un susurro:
—Enrique IV muestra tal oposición a los anhelos de don Juan Pacheco de controlar el alcázar de Segovia que… —se acercó y miró en rededor suyo, antes de proseguir.
—¿Qué? —indagó doña Beatriz, presa de una enorme impaciencia.
—… que en breve atacará esta fortaleza.
La dama dejó escapar una exclamación mientras tapaba su boca con ambas manos, como si temiera proferir algún grito que alertara al bellaco. Don Alonso Carrillo descargó un puñetazo sobre la mesa que hizo saltar los muelles de doña Beatriz. Esta soltó un chillido agudo y, a continuación, comenzó a sollozar, cubriéndose el rostro con sus temblorosas manos.
Don Andrés Cabrera se acercó hasta ella y la obligó a tomar asiento. Le tendió una copa de vino que ella apuró en un santiamén y que la llenó de valor. El prelado pudo entonces continuar su explicación.
—Tomad asiento —rogó don Andrés Cabrera, ofreciéndole otra copa de vino.
Él rehusó la bebida con un gesto de la mano. Se sentó y el matrimonio estrechó el círculo junto a él.
—¡La desesperación de don Juan Pacheco transpira por su piel! Su ánimo está tan inflamado como su carótida.
—¿Tanto? —indagó don Andrés Cabrera.
—¡Y más! Sus planes de controlar a la heredera del reino están totalmente fracasados. Primero, se le reveló la princesa Isabel que se desposó con un marido ajeno a sus influencias; y luego ha fallado con la aspirante a princesa, doña Juana. Por eso ansía el tesoro real; con su control, el apoyo de la aristocracia e, incluso, de Sixto IV será incondicional y el verá coronadas sus ambiciones.
—¡Dios Bendito! —suspiró doña Beatriz.
—Urge pertrecharnos de armas y soldados —propuso don Andrés Cabrera—. Traeré más hombres a esta plaza, bien equipados. Redoblaremos los puestos de guardia y todos estaremos alertas a los movimientos del… —dejó su frase inacabada por no encontrar un trato digno con que dirigirse al maestre de Santiago.
—Contad con mi apoyo y el de mi familia —ofreció el prelado—. Mi lealtad está con el reino y —hizo una pausa para dar más solemnidad a su juramento— con la princesa Isabel.
—Gracias —repuso la dama, en nombre de su amiga.
—Abatiremos las ansias de don Juan Pacheco —concluyó don Andrés Cabrera.
El aludido estaba, en ese momento, meditando sobre sus posibilidades. El alcázar de Segovia se había fortalecido con un grueso ejército; eso le enojaba enormemente. ¡Si no hubiese dilatado su ataque a la fortaleza segoviana! Pero quién podía sospechar que don Andrés Cabrera estaría prevenido contra un posible asalto y convertiría el alcázar en un recinto inexpugnable. Por otra parte, don Rodrigo Borgia aparentaba imparcialidad, pero algo le hacía desconfiar de él. El maestre de Santiago sospechaba que el Papa era favorable a la princesa Isabel como, pensó con rabia, lo eran la inmensa mayoría de los Grandes del reino, pero el prelado era muy astuto y no dejaba transparentar sus intenciones.
El marqués de Villena caviló sobre sus próximos movimientos.
Al cabo de un rato, abrió la puerta y ordenó a los guardias que fueran a buscar a unos caballeros. Cuando les tuvo frente a sí, les encomendó su misión: viajarían a Aragón como embajadores del maestre de Santiago, para concertar los esponsales de su protegida, doña Juana, con don Enrique fortuna, el infante aragonés.
Los emisarios tardaron bastante más tiempo en regresar que en partir, pues la negativa fue tan rotunda que temían presentarse ante don Juan Pacheco con esa contrariedad. Sin embargo, el marqués de Villena ya estaba alertado de lo inviable de la propuesta matrimonial, ya que fue el propio Rodrigo Borgia quien se opuso, dados los peligros que la empresa revestía para los intereses de la princesa Isabel. Él, aclaró, no estaba dispuesto a dispensar este enlace y sin su beneplácito no podría concretarse esta unión, dado el parentesco de los contrayentes. Don Juan Pacheco fortaleció sus intenciones con hábiles argumentos y propuso, además, escribir a Sixto IV para que fuera el mismo pontífice quien denegara su petición. El legado papal fue tajante:
—No es necesario. Yo soy su representante aquí y tengo plenos poderes.
—Insisto en mi petición. Vos estáis opinando sobre un asunto que el Papa desconoce.
Don Rodrigo Borgia sonrió. Su interlocutor era obstinado, mas no tanto como él.
—Os repito que no es necesario molestar a Sixto IV con consultas que yo estoy autorizado a responder. Me consta que el Sumo Pontífice refutaría estas nupcias.
El propósito del marqués de Villena se vio, pues, abortado. No obstante, este fracaso le fue de gran ayuda, ya que terminó de convencerle de las verdaderas intenciones del nuncio papal.
No pasó mucho tiempo hasta que el mismo caballero misterioso volvió a solicitar ser recibido por don Andrés Cabrera. Este y doña Beatriz de Bobadilla le agasajaron con suma complacencia. Don Pedro González de Mendoza fue conciso en exponer el motivo de su visita. El mengüe trato mantenido con el matrimonio le confirmaba que eran personas en las que se podía confiar.
Con la visita de hoy esperaba conseguir su implicación en una trama urdida entre varios compinches. Esperaba que su lucidez mental fuera tan alta como su honestidad para posicionarse a su favor en una cuestión tan arriesgada como la que les iba a presentar.
—Necesito vuestra ayuda —expresó.
—Contáis con ella —repuso con firmeza doña Beatriz.
—Contadnos de qué se trata —comentó don Andrés Cabrera.
Don Pedro González de Mendoza notó el agradecimiento que envalentonaba a doña Beatriz, que ansiaba poder corresponderle por sus advertencias pasadas sobre las perversas intenciones de don Juan Pacheco, así como la cautela de su esposo, cuyo compromiso no sería incondicional, sino determinado por sus convicciones. Él no se sentía tan obligado como ella.
El prelado se armó de valor para exponer sus planes.
—Necesito vuestra ayuda, os decía, para hacer virar la política del reino.
—Mi lealtad está con Enrique IV —repuso con inmediatez don Andrés Cabrera.
—No es a él a quien queremos abatir, sino al maestre de Santiago. Castilla no puede seguir siendo arrastrada por los antojadizos deseos de don Juan Pacheco. No queremos derrocar al monarca, pero sí asegurar la estabilidad de la princesa Isabel. Ella debe saber que, a la muerte del rey, los tesoros reales serán fieles a su causa. Don Rodrigo Borgia está de acuerdo con este planteamiento —concluyó.
Había resaltado la complicidad del prelado de Roma. Ellos sabían que don Rodrigo Borgia se alojaba en su casa, por lo que él podría conocer su posicionamiento.
—¿Y ella? —indagó doña Beatriz.
—De momento lo ignora, pero como vos entenderéis, estará de acuerdo con nuestros propósitos —miró a sus interlocutores y preguntó—. Bien, ¿qué decís?
Doña Beatriz de Bobadilla fue la primera en responder, aunque lo hizo mirando a su marido, en búsqueda de una señal de conformidad.
—Por supuesto. Nuestro apoyo será hacia la princesa Isabel asintió doña Beatriz.
—Sin embargo, mi lealtad hacia Enrique IV me obliga a no ocultarle ninguno de mis actos —matizó don Andrés Cabrera.
—Entonces, haremos partícipe al monarca —afirmó don Pedro.
—Si el rey conoce nuestras intenciones, no tardarán en ser averiguadas por don Juan Pacheco —advirtió la dama—. Pensemos la manera de hacer converger nuestros intereses, sin traicionar al monarca.
—Bien —concedió el obispo de Sigüenza.
Serían necesarios nuevos encuentros clandestinos para que la estrategia quedara perfectamente definida. Harían creer que la iniciativa partía de la princesa Isabel, acongojada porque los acontecimientos la habían enfrentado a su hermano. Ella escribiría una carta a doña Beatriz, en la que le rogara su mediación para acabar con estas desavenencias. A partir de ahí, el matrimonio tendría una honorable excusa para su implicación; se afanarían en convencer al monarca de que se reconciliara con su hermana, aunque eso enojara a don Juan Pacheco, pues ella siempre había buscado la concordia entre los dos hermanos, mientras que el maestre de Santiago no le procuraba al rey más que tribulaciones.
Si todo salía bien, el rey y la princesa de Asturias se encontrarían en el alcázar de Segovia.
—Si don Juan Pacheco llegara a tener noticia de todo esto e iniciara un enfrentamiento contra la princesa Isabel, prometedme que los tesoros del reino apoyarían su causa –pidió don Pedro.
—Os lo juro —repuso don Andrés Cabrera con solemnidad—. Mi lealtad está con Enrique IV pero, antes que con él, con los intereses del reino.
—Bien —repuso don Pedro González de Mendoza.
Al fin, tras todo un largo
año, don Rodrigo Borgia regresaba a Italia. Y con gran
complacencia: los asuntos de Castilla estaban enderezados. El
desposorio de Isabel y Fernando ya estaba legitimado, don Pedro
González de Mendoza había recibido la promesa de un capelo
cardenalicio y, lo más importante, la semilla para que Isabel fuera
refrendada como princesa de Asturias estaba sembrada, sin que nadie
sospechara de su intervención. ¡Ah! ¡Qué satisfacción producía
respirar cuando la conciencia estaba tranquila! Y ello era así
cuando uno conseguía sus propósitos…
Lejos de allí, Luis XI contemplaba el mapa; aquel condado pirenaico
de Aragón pronto pertenecería a la corona francesa. Sonrió. Juan II
de Aragón esta vez no podría evitarlo; su ejército era invencible y
su táctica garantía de éxito. El príncipe Fernando abandonó
Castilla para comandar el ejército aragonés en defensa del
Rosellón, respondiendo así a la llamada de su padre.
Otro siniestro personaje también conspiraba en la sombra: don Juan Pacheco selló la misiva que en unos días leería Alfonso V de Portugal.
Don Andrés Cabrera suspiró feliz: pronto Castilla tendría un futuro estable. Pero antes era necesario que doña Beatriz de Bobadilla se armara de valor. Ella le sonrió, mostrando su firmeza para cumplir su compromiso. Subió a su alcoba y mudó sus lujosas ropas por el humilde disfraz que habían previsto.
Don Andrés Cabrera salió mientras al exterior del alcázar y se acercó a los guardias que custodiaban el portón con la excusa de cerciorarse sobre la seguridad de la fortaleza. En ese momento, una campesina, montada sobre un asno se acercó hasta ellos, con la intención de abandonar la plaza.
—Abrid las puertas —ordenó el alcaide.
La labriega cruzó una fugaz mirada con don Andrés Cabrera, que pasó totalmente inadvertida a los guardias. Después fijó la vista en el inmenso horizonte que se abriría ante ella, fingiendo indiferencia, aunque sus sienes latían a un ritmo vertiginoso. Los soldados se apresuraron a cumplir la orden y el portón comenzó a franquear la salida.
Consciente de que su ansiedad podría desbaratar sus planes, trató de calmarse. Nadie en el alcázar la había reconocido, ni los guardias, ni las damas con las que se cruzó por los corredores de la fortaleza, tan acostumbradas como estaban a no mirar a las campesinas que se adentraban en la fortaleza para proveerles de los productos de la tierra.
La visión de los dos portones girando la infundió calma. La ranura estrecha era ya una gran abertura y, en breve, estaría fuera del alcázar y lejos del peligro de ser descubierta.
Las puertas terminaron de ceder y el campo se le apareció como una promesa cercana. Don Andrés Cabrera le daba la espalda, en un acto intencionado, disimulando la tensión que le embargaba. Ella pensó en lo que se reirían una semana después, cuando estuviera de vuelta, y con este pensamiento animoso arreó a su pollino para que iniciara su trasiego a la libertad. Podía percibir la cara de satisfacción de su marido y sentir su orgullo: su valerosa mujer había logrado cumplir la primera parte de su cometido.
—¡Alto! —gritó alguien a sus espaldas.
Doña Beatriz de Bobadilla sintió la sangre congelarse en su rostro y petrificarse su cuerpo, al reconocer la fría voz de don Juan Pacheco.
No tenía salida, ¡el maestre la había descubierto! Recordó su juventud, cuando el mismo villano la sorprendió saliendo de la alcoba de la infanta Isabel a hurtadillas. Él nunca supo que su encuentro tenía como finalidad desvelar a su amiga Isabel su verdadero rostro, por más que él la interrogó sobre su presencia a esas horas en esa alcoba. Ella no le dio ninguna explicación; tampoco fue necesaria. Él había olisqueado su miedo y su aguda perspicacia hizo el resto. En aquel momento, las represalias se redujeron a apartarla de la infanta Isabel, pero ahora la conspiración en la que participaba contra él la haría víctima de… ¿De qué…? ¿Qué podría obrar el maestre de Santiago contra…? La pregunta quedó fosilizada en su mente, pues una certeza se abrió paso. ¡Veneno!
¡Dios mío! La tensión de la dama era tal que no podía dilucidar una salida digna y… sus nervios la traicionaron. En su desesperación miró a su marido con el rostro tan desencajado que fue pura suerte que don Juan Pacheco estuviera de espaldas, para no darle la satisfacción de contemplar su miedo.
Don Andrés Cabrera estaba inmóvil, mirando de frente a don Juan Pacheco, que se acercaba a paso lento sobre su caballo. El alcaide aparentaba serenidad pero su esposa le conocía demasiado bien como para notar el pavor que le dominaba. La rigidez de su mandíbula le delataba; su esposo parecía querer morder el temor que le embargaba.
El alcaide había notado el terror de su esposa y trataba de dilucidar alguna excusa, pero el seso parecía haberse ido con su valor.
Doña Beatriz seguía inmóvil, con la vista ahora clavada en el suelo. Las siluetas de los soldados y de su marido, a los que enfocaba de reojo, parecían tan hieráticas que tenía la sensación de que el tiempo se había detenido.
Tan solo el repicar de los cascos del caballo de don Juan Pacheco sobre el pavimento de la fortaleza le confirmaba que el destino seguía su curso. Su garganta estaba seca y, a duras penas, podía contener el pánico que la dominaba.
El maestre de Santiago se acercaba a paso lento, mortificando sus nervios y los de su esposo. Entonces, ella tuvo la terrible certeza de que el tiempo ciertamente se había detenido. Extendió la vista al frente y el campo aparecía tan desamparado como ella; los guardias no se movían y su marido, ¡tampoco! Estaba ella sola, a merced del temible Pacheco.
El golpeteo del caballo martilleaba sus sienes, ya vapuleadas por su propio latido. El pulso le temblaba tanto que se sentía incapaz de sujetar las bridas de su pollino. Incapaz de sostenerse por más tiempo sobre el asno giró por segunda vez la vista hacia su marido en una actitud suplicante. Deseaba que él se moviera para confirmarle que no estaba sola. Sus dientes rechinaban tanto que estaba segura que cuando el maestre de Santiago detuviera su equino todos volverían la vista hacia ella. No podía más. Se sintió desfallecer, pero la voz de su marido le sacó de su desmayo.
—¿Sí? —inquirió don Andrés Cabrera.
Él había advertido su gesto pues, aunque su mirada estaba fija en el marqués de Villena, toda su atención era para ella. Con la certeza de que su plan era fallido, trató de concentrar sobre su persona la ira de don Juan Pacheco. Este no había respondido. Parecía complacerse en la tortura.
—¿Qué se os ofrece? —insistió el alcaide.
—Coged a esa
labradora.
La infeliz Beatriz sintió que esta vez no podía contener las
lágrimas. Su mirada seguía de cerca los movimientos de don Andrés
Cabrera que se acercó hasta ella para cumplir el mandato de don
Juan Pacheco. Recogió de manos de doña Beatriz las bridas del
pollino, cuidando de hacerle una caricia imperceptible que a ella
le llenó de coraje para contener la humedad de sus ojos. Entonces,
la voz del maestre de Santiago volvió a tronar, glacial.
—Y apartadla de mi camino.
El alcaide cumplió su encargo y retiró a su mujer de la salida de la fortaleza, dejándola con toda intención de espaldas a su interlocutor. Después, fingiendo toda la naturalidad que pudo, indagó.
—¿Pensáis ausentaros?
—Sí —repuso éste—. Tengo unos asuntos que resolver.
El alcaide asintió con la cabeza y se apartó para dejar el camino despejado. Don Juan Pacheco espoleó a su caballo que se alejó a galope de la fortaleza. Doña Beatriz de Bobadilla seguía con la cabeza gacha y la mirada clavada en el suelo. Don Andrés Cabrera se acercó a ella con total indiferencia y agarró de nuevo las bridas del pollino, a quien también encaminó hacia la salida. Cuando el asno ya había enfilado su camino, el alcaide tendió las bridas a su mujer y le dirigió una mirada benévola.
—Marchad con Dios —exclamó en un susurro y vio que una sonrisa se dibujaba en el rostro marchito de su mujer.
Ella irguió su figura y concentró su mirada en el camino, tratando de recuperar el control de sus emociones.
Don Juan Pacheco contempló desde la ladera la impresionante figura de su castillo, en Chinchilla de Montearagón. Desde el cerro donde se situaba, dominaba el paraje agreste que la rodeaba. Alentó a su caballo a continuar a paso lento. La pendiente era suave y rocosa, no revestía de peligro para avanzar a galope, pero no tenía prisa por llegar a su destino. Le gustaba recrearse en la contemplación de sus posesiones. El castillo era de grandes dimensiones y planta irregular. Sus gruesos muros de mampostería estaban rodeados de torres circulares que se advertían imponentes desde esa distancia. Su doble muralla, separados por un profundo foso solo eran franqueables por una imponente puerta, de gran monumentalidad, por hallarse situada entre dos grandes torreones cilíndricos.
Instantes después, entraba en la fortaleza. Un paje le ayudó a desmontar y otro le acompañó al interior para atender sus encargos.
—Prepararéis todas las habitaciones del castillo para la recepción que tendrá lugar en unos días. Derrocharemos lujo y pompa para agasajar a nuestros huéspedes –ordenó.
—Así se hará, señor.
—Ocuparos también de que la princesa Juana y su cortejo sean recibidos con todo esplendor.
El paje asintió y se giró para salir, pero el maestre de Santiago añadió una amenaza velada.
—Espero que nuestros invitados resulten satisfechos. Realizarán un viaje largo desde Portugal y es mi deseo que sus necesidades queden más que satisfechas. ¿habéis entendido el alcance de mis palabras?
—Sí, mi señor.
Don Juan Pacheco hizo un gesto con la mano, invitándole a retirarse y el paje salió con premura y… con un nudo en la garganta.
En Medina de Rioseco, la princesa Isabel recibió aviso de que una labradora solicitaba ser recibida. Cuando la tuvo ante sí, apenas pudo reconocer en ella a su vieja amiga, doña Beatriz de Bobadilla. Sin perder tiempo, la dama la conminó a presentarse en el alcázar de Segovia el veintisiete de diciembre. El rey estaría esperándola, deseoso de lapidar el muro que se alzaba entre ellos dos.
La princesa Isabel enmudeció.
Esto no era lo acordado; ella debería partir sola, ya que su marido
Fernando se hallaba en tierras de Aragón combatiendo la sempiterna
amenaza francesa. La empresa era arriesgada…
Doña Beatriz la apremió a dar su conformidad. La reconciliación era
segura. Además, había que aprovechar la fortuita salida de don Juan
Pacheco.
—Está bien —resolvió la princesa—. Iré. Acompañada de don Alonso Carrillo.
Ante su sorpresa, doña Beatriz de Bobadilla se negó con rotundidad; los nobles que ayudaron a preparar el encuentro fraternal habían sido claros: el arzobispo de Toledo no estaría presente en esta concordia; nadie quería mantener su perniciosa influencia sobre la heredera del reino.
La princesa Isabel dudó. Don Alonso Carrillo enfurecería si la concordia se lograba sin él… además de que su presencia le hacía sentirse protegida, porque ¿podía confiar en doña Beatriz de Bobadilla? Desde su infancia eran grandes amigas; sin embargo, ahora era la esposa de don Andrés Cabrera, hombre de confianza del rey y… Don Juan Pacheco siempre estaba cerca de Enrique IV y ¡resultaba tan persuasivo! ¿Podría tratarse de una trampa? ¿Podría Beatriz haber mudado su malquerencia hacia ese personaje? No. La princesa negó con rotundidad ante la idea de que su amiga traicionara su amistad.
Sin embargo… tal vez ella misma había sido engañada. Había comentado que varios nobles estaban implicados en esta confabulación y… que el maestre de Santiago había abandonado el alcázar, ¡precisamente hoy! ¿No era todo eso harto sospechoso? Las dudas eran muchas.
Doña Beatriz de Bobadilla leyó sus pensamientos y la tranquilizó: don Pedro González de Mendoza estaría cerca; no había nada que temer. La princesa Isabel miró a su amiga y notó la honestidad que transpiraba por su piel. Decidió confiar en ella.