II
1461
Semanas después, la infanta Isabel seguía sin tener noticias de doña Beatriz de Bobadilla; ni una carta le había llegado a pesar de que su padre, el alcaide del castillo, recibía periódicamente letras suyas. Por él supo que en la corte recibía un buen trato, sobre todo de don Andrés Cabrera, con quien gustaba de pasar el tiempo.
Resignada a que su amiga no pudiera desvelar las dudas sobre don Álvaro de Luna, la infanta Isabel decidió probar suerte con su tutor. Hasta ahora, don Gonzalo Chacón nunca le había instruido en cuestiones de política interna. Sus enseñanzas cuestionaban la actuación de este o aquel monarca, con el propósito de que su discípula aclarara sus valores morales, pero jamás había emitido un solo juicio sobre el reinado de su padre, Juan II de Castilla. Eso, unido al código implícito del castillo de Arévalo, donde nadie osaba mencionar en presencia de los infantes las historias del pasado, hacía que sus conocimientos sobre el que fue condestable de Castilla fueran prácticamente nulos.
Esa mañana, la infanta Isabel pensó la manera de enredar a su tutor en lecciones de historia reciente sin levantar sus resistencias. Si conseguía enervar el ánimo de don Gonzalo Chacón con opiniones contrarias a las suyas, él se vería obligado a rebatir. Su pupila trataría de conducir sus argumentos hasta don Álvaro de Luna, todo ello envuelto en seda de aparente inocencia.
Su tutor entró en la sala y ella fingió no advertir su presencia, absorta como estaba en la lectura de un libro que sostenía sobre su regazo. La infanta Isabel estaba sentada sobre una silla, dejando el gran ventanal a sus espaldas. Él se acercó hasta allí y saludó a la infanta.
—Sin duda se trata de una obra apasionante, a juzgar por vuestro interés.
Ella levantó la vista del libro, con una sonrisa de rigor. Giró el lomo del libro y a la vista quedó su título. El tutor se mostró sorprendido de que se tratara de una novela de caballerías. Ella comenzó a ejecutar su treta.
—Me agradan las aventuras que ensalzan las virtudes de los caballeros.
—Vaya, lo ignoraba.
—Estos libros son muy populares. A mí me agrada que a través de ellos se despierten sentimientos de afecto hacia los nobles.
—¿Ah, sí?
—¡Por supuesto! Considero que la aristocracia castellana ejerce un papel fundamental para el sostenimiento del monarca.
La infanta tenía un aire convincente que contrastaba con la perplejidad de su tutor. Ella ignoró a su interlocutor y fingió proseguir su lectura, para que don Gonzalo Chacón no sospechara de sus intenciones.
—Disculpad, infanta; creo no haberos entendido.
—Quiero decir que el poder de los nobles contiene las pretensiones egoístas del pueblo. Con su apoyo incondicional al monarca, el reino permanece estable.
Volvió la mirada nuevamente al libro, pero sus ojos no enfocaban la página sino la sombra del caballero que permanecía a su lado, inmóvil. Su pecho palpitaba de tensión. Había retado a su tutor y esperaba que él aceptara el duelo dialéctico, como así sucedió.
—Debo haberos malinterpretado —titubeó él.
—Decidme.
—¿Acaso aprobáis el poder inmenso de la nobleza?
—¡Desde luego!
—¿Y creéis además en su apoyo desinteresado?
—¡Por supuesto!
—Creo que no os
entiendo…
—La lealtad de la aristocracia es incondicional y le viene dada por
la nobleza de su linaje.
—Vuestra lectura os ha confundido, infanta... No debéis atribuir sentimientos novelescos a personajes reales.
—Al revés. Las novelas se inspiran en ilustres antepasados. Pensad en don Rodrigo Díaz de Vivar. ¿Acaso negáis sus méritos?
—Ciertamente, el Cid Campeador ilustra bien vuestro discurso. Sin embargo, no es un caso representativo.
—¿Ah, no? —la infanta Isabel cerró el libro. Tuvo cuidado de prever que su índice quedara apresado entre las hojas.
—No, ¡claro que no! La historia reciente de Castilla está escrita por nobles ambiciosos, cuyo servicio al rey dependía del valor de las dádivas.
—¡Oh, no degradéis su virtud!
—¿Virtud? ¿Qué virtud? Su abolengo no es garantía de una moral elevada, sino de una alta influencia para perpetuar en la corte a sus lazos sanguíneos.
—¡Vuestras palabras son ofensivas!
—Son certeras.
—Hablemos, por ejemplo, del reinado de Juan II de Castilla. La estabilidad de su cetro le permitió adentrarse en el sur para ganar terreno a los sarracenos. ¿Habéis olvidado la batalla de la Higueruela?
—¡Cómo desterrar de la memoria un hecho tan memorable! ¡Granada se hizo vasalla de la corona de Castilla!
—Coincidiréis conmigo en que la victoria sobre el reino nazarí se logró gracias al apoyo de leales caballeros, como los Mendoza, don Álvaro de Luna, los infantes de Aragón… —la infanta finalizó la frase a la espera de provocar la rotunda condena de su tutor.
—No, no, no. Andáis muy errada. Muy, muy errada. Y ¡con qué vehemencia defendéis esas falsedades! ¡Qué torpe instrucción os he dado que ignoráis vuestro pasado más reciente! Escuchad.
De esta manera, don Gonzalo Chacón fue embaucado a una exposición sobre el reinado de Juan II de Castilla, que resultó ser una apasionada defensa de don Álvaro de Luna. No en vano, había sido el condestable de Castilla quien le había nombrado como tutor de la infanta Isabel, por tratarse de uno de sus hombres de confianza. La imparcialidad del orador era nula pero, a cambio, se recreaba en detalles que hacían las delicias de la infanta. Ella había cerrado el libro y él paseaba por la sala, concentrando su mente en los recuerdos del pasado.
Inició su exposición censurando la debilidad de los últimos monarcas castellanos. Esto incluía a su padre, Juan II de Castilla, pero el caballero estaba tan ensimismado con refutar los argumentos de su pupila que no reparó en ello. Eso confirmó a la infanta del éxito de su artimaña: su tutor no estaba a la defensiva, no mediría el alcance de sus palabras. Podía confiar en la sinceridad de su relato, si bien no así de la objetividad, pero ya se encargaría ella de tener una perspectiva más ecuánime del pasado.
La flaqueza de los últimos soberanos de Castilla había alentado la supremacía de la nobleza castellana, que desgastaban las fuerzas del reino en conspirar unos contra otros, para que el favor real cambiara de manos. Así, el ambiente de la corte era enrarecido. Las intrigas eran tantas como las ambiciones de quienes querían participar de esta oligarquía. Nadie estaba a salvo de caer en desgracia, por lo que todos participaban de este juego de alianzas e hipocresías.
La estabilidad de la corona dependía de que el monarca supiera elegir sus hombres de confianza. Sin duda, debían ser caballeros leales, pero también poderosos, capaces de contener la avaricia de la rancia aristocracia. Ellos eran bautizados con el privilegio de favorito del rey.
—Tal fue el caso de don Álvaro de Luna —concluyó don Gonzalo Chacón, con aire complacido.
La infanta Isabel, en cambio, aún no estaba satisfecha. Debía atacar con fuerza al valido de su padre para que su tutor satisficiera su curiosidad.
—Sin embargo, don Álvaro de Luna no estaba exento de los males que atribuís a los Grandes. Debía ser una persona astuta; de otro modo, su caída hubiera sido rápida. Además de que a él también le sostenía un gran linaje: su tío, gracias al cual entró al servicio del monarca, era el arzobispo de Toledo y, como sabéis, llegó a ser Papa. Y su tía paterna era la reina de Aragón. Por otra parte, imagino que su ambición era igualmente desmedida, a juzgar por las dádivas que arrancó al soberano —la infanta evitaba aludir al monarca como su padre, para no despertar las defensas del tutor—. Hasta donde yo sé, fue condestable de Castilla, maestre de Santiago, conde de Ledesma, vizconde de Huelma, por su matrimonio con doña Mencia de Mendoza y Luna, duque de Alburquerque y señor de las villas de Cuéllar, Roa y Monbeltrán.
El rostro de su interlocutor no podía ser más expresivo. Don Gonzalo Chacón estaba indignado por las acusaciones de su discípula. Ardía por liberar su enojo, pero hizo zozobrar sus sentimientos y recuperó el tono comedido de siempre.
—Siento volver a rectificaros. Pero las gracias fueron recibidas en pago justo a sus servicios, que fueron muchos y grandes. Por ejemplo, y ya que lo mencionasteis vos con anterioridad, fue don Álvaro de Luna el que comandó el ejército castellano hacia el reino de Granada; por tanto, fue él el artífice de aquel grandioso éxito militar. Esta gesta tuvo lugar el 1 de julio de 1431 y ello pudo lograrse gracias a la paz interior que reinaba en Castilla, por la hábil intervención del favorito del monarca Juan II.
Hablaba con orgullo y un brillo especial iluminaba sus pupilas. Se detuvo frente a la ventana. Su discurso también se había detenido en el recuerdo de ese glorioso pasado, cuando Castilla venció en sus escaramuzas bélicas al enemigo infiel. Había llovido mucho desde entonces, pero en la memoria del pueblo aún pervivía fresco el relato de la batalla de la Higueruela. Los padres transmitían a sus hijos los detalles de la ofensiva y los pequeños simulaban esta gesta enarbolando las ramas caídas de los árboles a modo de espadas.
A partir de ese momento, el reino nazarí se había convertido en vasallo de Castilla. La tierra no había sido ganada pero el honor de sus moradores sí. Esto henchía de orgullo al pueblo cristiano, ufano de que los reinos de Europa que estaban siendo incapaces de contener el avance del imperio otomano volvieran sus ojos a la victoria de Castilla.
La infanta Isabel temió que hubiera tocado a su fin la exposición y añadió:
—No puedo cambiar mi juicio personal por un único suceso. Don Gonzalo Chacón contempló a su pupila y asintió con la cabeza.
—Me complace vuestro buen seso. Tenéis razón en requerir más datos y os los proporcionaré gustoso, para que variéis vuestra desacertada condena a don Álvaro de Luna. Escuchad, pues, todos los avatares que aquel caballero tuvo que resistir para llegar a ser merecedor de tan alto escalafón en el reino. El condestable consiguió estabilizar el poder real al aliarse con la pequeña nobleza, el bajo clero y los judíos, todos ellos descontentos con las influencias perniciosas de unas pocas familias de gran linaje. Don Álvaro combatió la arrogancia de la aristocracia, a pesar de que ello le valió la enemistad de los Grandes, como de don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana. Y respecto de su parentesco con el reino vecino, habéis de saber que no le fue de gran utilidad, pues mantuvo un frente abierto con los infantes de Aragón.
Así, don Gonzalo Chacón se embarcó en otra oratoria sobre el pasado reciente de Castilla, que pretendía ser un alegato hacia don Álvaro de Luna. Comenzó instruyendo a su discípula sobre la conspiración labrada entre Navarra y Aragón. Sus monarcas anhelaban extender sus dominios sobre Castilla, aprovechando el estado de caos que reinaba en estas tierras por las luchas internas de facciones nobiliarias.
—Navarra estaba gobernada por don Juan, infante de Aragón.
—Hermano de Alfonso V, el Magnánimo, rey de Aragón y Cataluña; de la reina consorte de Castilla, María de Aragón; y de don Enrique, infante de Aragón.
—Efectivamente —sonrió—. Como veis, los lazos sanguíneos sellaban una alianza entre Navarra, Aragón y… el lecho de Castilla.
—¿Pero?
—El infante don Enrique, al que sus ansias de sentarse en una silla real hacían más osado, cometió una villanía sin parangón —su rostro se tornó carmesí, sintiendo propia la afrenta.
En 1420, semanas después de que don Álvaro celebrara sus esponsales con doña Elvira de Portocarrero, el infante don Enrique se había presentado en Tordesillas, sede de la Corte, con una ingente cantidad de soldados. Ante la mirada atónita de los presentes, se llevó por la fuerza al monarca castellano y a don Álvaro de Luna.
—¿Cómo? —inquirió la infanta.
—Sí. ¡El rey y su preferido fueron secuestrados por el infante de Aragón!
—¡Inaudito!
—Su ambición fue aprovechada por don Álvaro para liberarse del cautiverio.
—No entiendo.
—Juan II de Castilla propuso al infante don Enrique la mano de su hermana, la infanta Catalina. ¡Y la artimaña funcionó! El suculento ofrecimiento engrandecía a don Enrique y… desunía al adversario.
—¿No desconfió?
—¡Don Álvaro demostró ser un gran conocedor de la bajeza humana!
—¿Y qué sucedió después?
—El infante don Juan envidió el poder de su hermano y preparó su ejército para marchar contra él. La organización de la defensa relajó la vigilancia de los cautivos, que pudieron así buscar refugio en el castillo de Montalbán.
—Un buen desenlace.
—A medias. En el alma noble de don Álvaro la osadía del infante don Enrique no podía quedar impune, —se detuvo frente a la infanta— de modo que preparó una nueva trampa: pretextando reforzar su amistad, Juan II de Castilla le ofreció generosas dádivas.
—Y de nuevo, confió en él.
—Lo hizo, sí. Y cuando, ¡el miserable!, llegó a Madrid para tomar posesión de dichas promesas… ¡se encontró con el acero de don Álvaro!
—¿Qué? ¿Le mató?
—Pero, ¡por supuesto que no! ¡Don Álvaro era un caballero de sólidos valores! Él jamás ordenaría asesinar a ninguno de sus oponentes. Quien afirme esa calumnia… ¡difama el honor de un alma noble!
Se volvió hacia el ventanal y se encerró en un mutismo. La infanta permaneció callada, sin atreverse a rasgar el silencio. Arrepentida por la impertinencia de su pregunta, pensaba el medio de retomar la conversación, sin provocar el enojo de su tutor. De improviso, este se giró y la contempló con una expresión benévola.
—Quise decir —su voz había recuperado el timbre templado de costumbre— que don Álvaro le esperaba para apresarle. Sus bienes fueron confiscados y sus partidarios perseguidos. Esto liberó al rey de un gran rival, aunque atrajo hacia don Álvaro la enemistad de Navarra, de Aragón y de la reina consorte de Castilla. Por el contrario, Juan II le agradeció su buen servicio con el título de Condestable de Castilla y, más tarde, Condestable de San Esteban de Gormaz. Fue un pago merecido… —No exento de envidias —aventuró la infanta con cautela.
—Cierto. Las antipatías hacia el valido crecieron y con ellas, las conspiraciones.
—¿Liberó entonces al infante?
—Lo hizo, pero no por miedo, sino por astucia. Don Álvaro sabía que mantenerle preso conduciría a una guerra contra los reinos vecinos. Al cabo de tres años, devolvió la libertad a don Enrique.
—Que cejó en sus pretensiones.
—¡Ay, no! ¡La ruindad humana no se merma con la prisión, solo afina sus formas! El infame, apoyado por sus hermanos y otros castellanos codiciosos, provocó una tormenta de críticas e injurias contra el condestable. Juan II de Castilla no supo oponerse a las voces que clamaban por su destierro.
Don Gonzalo Chacón hizo otro silencio; parecía estar luchando contra la humedad vítrea que quería empañar sus ojos. Se puso de pie y comenzó a encender la chimenea, acto que le permitió dar la espalda a la infanta Isabel. Esta dudaba si permanecer en silencio o si acercarse a él para ofrecerle consuelo. Su timidez decidió por ella y se mantuvo sentada en la silla, contemplando la figura de su tutor que hoy se había humanizado con este relato. La leña se resistía; o tal vez los ojos empañados del caballero no atinaban a prender los troncos.
Al fin, una llama hizo su aparición. Don Gonzalo Chacón tomó una fina rama y la encendió. Con ella, fue extendiendo el fuego a otros lugares recónditos. La infanta Isabel sospechaba que su tutor prolongaba esta pausa para tragar su pena y contener su llanto.
Tras el largo silencio, don Gonzalo Chacón retomó su historia. Aún tenía más dolor que liberar y su monólogo le servía de catarsis. Hablaba sin apartar la vista del hogar. Desde niño le seducía el fuego, el poder del elemento que convierte un tronco resistente en simples cenizas.
—El condestable aceptó con resignación el destierro y se retiró a su villa de Ayllón. Desde allí contempló cómo el caos, la anarquía y los asesinatos se apoderaban del reino. No pasó mucho tiempo hasta que los mismos castellanos que provocaron su caída, rogaron al rey por su regreso. Sin embargo, su orgullo estaba herido. Juan II de Castilla tuvo que insistir hasta tres veces para que don Álvaro aceptara ser restituido de su cargo.
El ataque de los infantes de Aragón no se hizo esperar. Las fuerzas del monarca castellano, dirigidas por el condestable, resistieron la embestida y enderezaron la decrepitud del reino. Los infantes don Juan y don Enrique se avinieron a firmar con Juan II de Castilla una tregua por cinco años. El monarca castellano reconoció el talento del contestable con el título de Maestre de Santiago.
Don Álvaro, viudo, contrajo nupcias por segunda vez con doña Juana de Pimentel, hija del conde de Benavente. La calma se instaló en Castilla durante ese lustro, razón por la que se emprendió el reto de ganar tierras al reino de Granada.
Don Gonzalo Chacón arrimó una silla frente a la infanta Isabel. Su mirada era brillante; no por las lágrimas contenidas, sino por el orgullo de lo que relataba. En agradecimiento al éxito frente a los sarracenos en la batalla de la Higueruela, el rey le concedió los señoríos de la Adrada, San Martín de Valdeiglesias y el Colmenar.
—Y otra vez los envidiosos se aglutinaron para precipitar su caída y ¡los conspiradores arrancaron al rey un segundo destierro! Don Álvaro de Luna se retiró a Sepúlveda, mientras que Juan II de Castilla se vio anegado por las intrigas de los nobles que pujaban para ocupar el vacío de poder. Los infantes de Aragón, siempre prestos a resucitar sus anhelos, retaron a nuestro soberano con un nuevo ataque. Y, otra vez, Juan II de Castilla volvió los ojos al único que podía ofrecerle auxilio. Don Álvaro respondió a la petición de su monarca con su lealtad característica. Castilla tenía suerte de contar con un caballero de tal prudencia y sagacidad, capaz de enmendar los avatares del reino que el flemático Juan II de Castilla era incapaz de resolver.
La infanta Isabel se puso en pie. Se había hecho tarde y las sombras empezaban a dominar la habitación. Se acercó a la lamparilla de aceite y la prendió, sin dejar de mirar a su interlocutor para incitarle a continuar su relato.
Don Álvaro, desde su destierro de Sepúlveda, usó de todo su ingenio para reunir fuerzas leales de apoyo al rey. Y lo logró: sus dotes persuasivas fueron tal que hasta don Juan Pacheco y el príncipe Enrique de Castilla apostaron por él. En la batalla de Olmedo se libró la mayor contienda del reinado de Juan II de Castilla. El infante don Enrique fue herido en una mano; la gangrena posterior le llevó a la tumba. Al poco tiempo, su hermana María de Aragón también fallecía. Los otros dos hermanos parecieron cejar en sus pretensiones y se plegaron a sus reinos.
La superioridad bélica del ejército castellano y el retorno de don Álvaro a la corte, garantizaron unos años de paz para Castilla. Fue entonces, cuando don Álvaro de Luna arregló unas segundas nupcias para el rey. El acuerdo se firmó con Alfonso V de Portugal; su prima, Isabel de Portugal, pasó a ser la nueva reina consorte.
Don Gonzalo Chacón se acercó a la chimenea, con la excusa de añadir más leños a la chimenea. Inspiró con profundidad para henchir de fortaleza su ánimo. Se acercaba la parte más emotiva de su historia, el desenlace final.
—Don Álvaro era tan poderoso como íntegro y los envidiosos nunca se lo perdonaron —expresó con pesadumbre—. Juan II de Castilla sucumbió a las críticas y el condestable fue detenido, acusado de falsos delitos. El juicio fue rápido y… el 4 de mayo de 1453 fue muerto en el cadalso. Un vil final para un hombre de honor, que siempre mostró lealtad a su señor. Sus restos aún hoy reposan en la fosa común de los criminales —la voz se le quebró.
La infanta Isabel estaba muda, incapaz de articular palabra, sobrecogida por la heroicidad de aquel caballero en el que tanto había confiado su padre. Su sed estaba, en parte, saciada. Don Gonzalo Chacón consideró innecesario desvelar más, pues su pupila ya conocía que cinco años más tarde falleció Alfonso V el Magnánimo, pasando el testigo de su trono a Juan II de Aragón.
La infanta advirtió que su tutor estaba visiblemente emocionado y creyó oportuno dejarle solo. Se levantó para dirigirse a la chimenea. El caballero ladeó la cabeza, enfocándola solo de reojo. Ella rozó su hombro y se despidió con una frase de agradecimiento. Antes de que hubiera abandonado la sala, él se giró para terminar de hacer justicia al hombre que tanto admiraba.
—No solo era un hombre inteligente, sutil negociador, hábil estratega y diestro en las armas. También compartía con Juan II de Castilla el gusto por las artes. Don Álvaro era un gran poeta y prosista; juntos, el monarca y él, compartieron interesantes veladas literarias.
Aquella noche, la infanta Isabel sintió una oleada de arrepentimiento. Había accedido a una verdad que le estaba vedada pero a costa de provocar la aflicción en su tutor. Se sentía mal y para acallar su conciencia se postró de rodillas ante la imagen de la Virgen. En ese momento, el viento transportó hasta su alcoba un alarido lejano de mujer. La infanta Isabel no quiso escucharlo y cerró los ojos.
La voz lúgubre continuaba llamando a don Álvaro. La joven se concentró en su plegaria y dejó de oírlos.
Al cabo de un rato, los quejidos se volvieron demasiado tétricos y ella salió de su ensimismamiento. Una pregunta latía en sus sienes: ¿por qué?
Rememoró la plática con don Gonzalo Chacón. Muchas dudas habían quedado despejadas, pero aún permanecía el principal interrogante que había provocado aquella conversación. ¿Por qué su madre llamaba a gritos a don Álvaro? Isabel de Portugal había sido mencionada de paso. Sin embargo, en aquella parte del relato don Gonzalo Chacón estaba tan apesadumbrado que la infanta no quiso ahondar en la herida. Ahora no le parecía conveniente retornar sobre esa conversación. No deseaba revivir el sentimiento de culpa al ver a su tutor tan abatido.
Los lamentos volvieron a sonar; el silencio de la noche los hacía siniestros. La infanta Isabel se sentó sobre la cama y mordisqueó la uña de su pulgar. La imagen de doña Mencia de Lemos cruzó su cabeza como una bendición; la amistad con su madre le hacían portadora de secretos inconfesables. Precisamente por ello, jamás había logrado una confidencia suya. La dama no osaría traicionar la confianza de su señora. Entonces, ¿cómo completar el puzzle?
Una estrategia reprobable, solo justificada por sus ansias de desvelar el pasado, clareó en su mente. Las nubes se disiparon y el desaliento se tornó esperanza.
Por la mañana, buscó a su madre y la halló en el jardín, junto a su dama de compañía. El sol lucía en el cielo amortiguando el frío propio de la estación. Isabel de Portugal paseaba, riendo divertida ante las anécdotas que la ingeniosa Mencia relataba. La infanta contempló a su madre; costaba creer que la mujer que había vagado aquella noche sin rumbo por las almenas del castillo fuera la misma que ahora conversaba con tal lucidez.
—Buenos días, madre. ¿Cómo está, doña Mencia? Tras el intercambio formal de saludos, la dama quiso hacer partícipe a la joven de su jocoso relato.
—Sí, luego tal vez, doña Mencia. Ahora… quisiera platicar con mi madre, acerca de lo que sucedió anoche. ¿Recordáis cuando subisteis a las almenas?
El alma de la infanta, horadada por su mal proceder, desbocaba el pulso en su pecho. Su garganta estaba seca y la lengua viscosa, pero su apariencia era de total normalidad. No pudo acabar la frase; la dama, con los ojos abiertos desorbitadamente quiso girar el sentido de la conversación.
—Sí —doña Mencia fingía divertirse—, cuando danzasteis para nosotras. ¿No recordáis, mi señora?
Isabel de Portugal negó con la cabeza. Su expresión era de sincera inocencia. Su memoria exiliaba los recuerdos de su juicio perturbado; se negaba a recordar la dignidad perdida.
—No recuerdo nada —se quejó—. ¿Y por qué razón bailé allá arriba?
—¡Ay, señora! Eso es lo más gracioso. Veréis… Pero la infanta no dejó que su imaginación desviara sus propósitos.
—No, doña Mencia —intervino
ésta—. Me refería al momento en que mi madre gritó…
—¡Ay, sí! ¡Qué risa! —interrumpió doña Mencia con una forzada
carcajada.
La risotada de la dama quebró la quietud del día. Isabel de Portugal no advertía la agitación interior de su dama; tales eran los esfuerzos de esta por aparentar naturalidad.
—¿Qué grité? —inquirió Isabel de Portugal con expresión ingenua y rostro divertido.
—Gritasteis: “Soy doña Catalina de Oronda” Las tres damas estallaron en una carcajada. La algarabía, esta vez, era sincera, ante la imagen de doña Catalina, una cortesana de enromes proporciones, cuyos pasos hacían retumbar el suelo. La dama era tan gruesa como agria. Su rostro era inexpresivo, de no ser por un rictus amargo que desdibujaba sus labios. Nadie la había visto nunca sonreír y menos aún bailar. Doña Mencia de Lemos había aludido hoy a esa dama con un apellido inventado que resaltaba su aspecto, lo que había desatado la hilaridad de sus acompañantes.
Poco a poco las risas se fueron extinguiendo. La infanta Isabel no quiso mantener más la provocación. Convencida de que el ingenio de doña Mencia se había agudizado por la tensión que sus palabras habían creado, no quiso insistir. Sabía que, en breve, la dama iría a buscarla para reprenderla. La ocasión no sería desperdiciada.
—¿Y por qué bailé en las almenas? —indagó doña Isabel cuando la risa le devolvió el aliento.
—Porque decías que era el único lugar de la fortaleza que sostendría tu peso —repuso la infanta, cómplice de la fabulación de la dama de compañía.
Las tres mujeres rompieron a reír de nuevo. Doña Mencia de Lemos suspiró aliviada.
—Y, ¿qué me querías decir, Isabel? ¿Por qué has venido a buscarme?
La infanta se acercó con aire cómplice:
—¡Para rogarte que esta noche repitas la sublime representación! Es una lástima que no lo recuerdes porque fue divertidísimo.
—¡Ay! No debiéramos burlarnos así de los defectos ajenos.
— Tenéis razón, madre. Ahora, con vuestro permiso, iré a buscar a mi hermano Alfonso.
Doña Mencia de Lemos la vio alejarse, con el propósito de acudir, en cuanto la atención a doña Isabel de Portugal le permitiera un respiro, a su alcoba, para reprobar su actitud.
La ocasión se presentó esa misma tarde, mientras su señora manifestó el deseo de descansar, tras la opípara comida.
La infanta Isabel permitió a la dama adentrarse en sus aposentos. Doña Mencia estaba seria, incapaz de ocultar su enojo, aunque contuvo su emoción para no perder las formas.
—Disculpad mi atrevimiento —comenzó.
—Hablad con confianza, os lo ruego.
—Infanta, debo censuraros vuestra torpeza de esta mañana.
—Yo solo pretendía…
—¿Qué? ¿Alterar la quietud de vuestra madre? ¿Relatarle unos desvaríos que su mente desecha?
—No, no. ¡De ninguna manera!
—¡Atormentar a una madre es darle mal pago!
—No era mi intención…
—¡Pues lo parecía!
—Doña Mencia, escuchad. No sabéis cómo lo lamento yo también Pero, ¡mi angustia de hija clama por una respuesta que nadie me concede! Yo… No puedo vivir junto a mi madre e ignorar su deterioro... Las dudas pueblan mi mente de fantasmas, cuando veo a la mujer que me llevó en sus entrañas… divagando… gritando… tan… perturbada. Su declive es evidente, pero nadie osa enfrentar el tema. Yo… no puedo... Yo… —sollozó.
—¡Mi niña! Pero, ¿cuándo crecisteis que yo no lo advertí?
—Yo no quería…
—¡Tranquila! Bien —suspiró—, ya estáis preparada para oír toda la
verdad. Escuchad, pues, la historia del ambicioso don Álvaro.
¡Jamás Castilla fue gobernada por un hombre tan carente de
escrúpulos!
—¿Mi padre? —inquirió la infanta.
—No, no; me refería a don Álvaro de Luna, ¡el astuto villano que rigió el destino de Castilla! Con quince años entró al servicio del rey, cuando el inocente solo tenía tres primaveras. Entenderéis que no le costó ganarse su afecto.
—Eran muy amigos, sí.
—No, amigos, no. ¡El miserable tenía ganada la voluntad del monarca! El pueblo comentaba que el rey era víctima de un conjuro. Yo nunca di crédito a esas supersticiones. Pero lo cierto es que vuestro padre… —se puso en pie.
—Continuad, os lo ruego. Estoy dispuesta a enfrentarme al pasado, aunque no me plazca.
Sus palabras llenaron de coraje a doña Mencia de Lemos, que no se amedrentó ante el peso de los recuerdos.
—Vuestro padre era un valeroso militar, pero… inepto… para el gobierno. Don Álvaro manejaba el reino a su antojo, con gran abuso de poder.
—Exageráis, sin duda.
—¡Claro que no! Él hacía y deshacía. Su impunidad era tal que deponía a quien osara enfrentársele, sin temer la ira de sus atacantes. Fue así como abatió a un Mendoza.
—¿A un Mendoza?
—Sí. Su osadía le valió la enemistad de esta familia. Y no eran los únicos. También fuera del reino, los infantes don Juan y don Enrique, anhelaban su caída.
—Los hermanos de Alfonso V el Magnánimo y de la reina María de Aragón.
—¡Ay, a quien Dios guarde en su gloria! —se santiguó— ¡Pobre señora!
—¿A qué os referís?
Doña Mencia de Lemos había tapado su boca con una mano y reprimía el llanto.
—¿Sí? Continuad, por favor. Habladme de doña María de Aragón.
La dama tragó saliva y negó con la cabeza. Se puso en pie, para contemplar el cuadro religioso de la pared. A su espalda, la infanta insistía en su pregunta.
—Doña Mencia, ¿qué le sucedió a la reina?
La dama cubrió el rostro con sus manos. ¡Estaba llorando!
—¿Os encontráis bien? —le rozó el brazo.
La dama seguía pertrechada en su mutismo.
—Por Dios, ¿qué sucedió con María de Aragón? –tomó sus manos y las retiró con suavidad de su rostro.
—Doña Mencia, —rogó— dejarme con la intriga avivaría mi curiosidad. Respondedme, ¿qué fue de María de Aragón?
Doña Mencia la miró con sus ojos vidriosos, empañados de dolor.
—¡Ay, mi niña!
—¿Sí?
—Don Álvaro… ¡la envenenó!
La infanta dio un respingo hacia atrás. La voz de la dama había sonado grave, a ultratumba. Un grito de pavor pujaba por salir de su garganta, pero sus labios estaban sellados para no profanar el silencio.
—¿Estáis…? ¿Estáis segura, doña Mencia?
—¡Por supuesto! —su voz era fría y su mirada glacial.
—¿Y qué sucedió después?
—¡Nada!
—¿Cómo nada? ¡El rey le retiraría su favor!
—Juan II de Castilla ignoró lo que todos clamaban a gritos. Y don Álvaro siguió haciendo y deshaciendo. Al poco tiempo, arregló los esponsales de vuestros padres. La alianza con Portugal, acabó por extinguir las pretensiones de Aragón y Navarra sobre el reino. ¡Hábil jugada!
—Pero mi madre…
—Vuestra madre era joven y hermosa, como vos, pero aún más sagaz. Atemorizada por los rumores que apuntaban a don Álvaro como el brazo ejecutor de María de Aragón y de otros desdichados, quiso limitar su poder y arrancó de Juan II de Castilla la orden de su detención.
Doña Mencia de Lemos se detuvo para limpiar su nariz del horror pasado.
—Isabel de Portugal solo pretendía alejarle de la corte, restarle poder. Unos meses en prisión, temiendo por sus bienes y su familia, bastarían para que el villano comprobara que la nueva soberana podía imponerse sobre él para doblegar la voluntad de Juan II de Castilla.
Pero la reina no contó con las intrigas y conspiraciones de todos los envidiosos que aprovecharon la ocasión para presionar al rey, con falsas acusaciones y pruebas insostenibles. El monarca no supo rechazar las imputaciones y el juicio se celebró. Juan II de Castilla confiaba en la sagacidad de don Álvaro para librarse de sus enemigos, pero ¡se equivocó al menospreciar el poder de sus oponentes! Como depredadores excitados por el festín de una presa herida, celebraron un juicio breve y ordenaron su decapitación en el cadalso. Todo fue tan rápido y caótico que los monarcas no tuvieron tiempo de reaccionar.
Desde que conoció la noticia, el rey Juan II de Castilla envejeció y se desmejoró. Su salud se fue minando sin que él opusiera resistencia, como si expiara así su culpa. Era incapaz de creer que el que tantas veces le salvó de sus enemigos, no había podido escapar de los suyos.
La reina no podía redimirse a través de la enfermedad, debido a la fortaleza que le otorgaba su juventud; en cambio su mente, más frágil que su cuerpo, se empezó a resentir. Cada día, doña Isabel de Portugal estaba más cerca de perder el juicio. Sus estrambóticos andares por las almenas del castillo eran la catarsis de un sentimiento de culpa que la atenazaba; ella se creía la única responsable de la muerte de don Álvaro y más tarde, de su esposo Juan II de Castilla.
Doña Mencia de Lemos hizo una pausa, para permitir que la infanta Isabel asimilara el peso del pasado. Esta suspiró y soltó un sutil gemido. Los acontecimientos la aturdían tanto como las contrariedades entre el relato de don Chacón y el de doña Mencia. Ambos habían sido precisos, contando sus recuerdos sin ambages, pero habían sido igualmente apasionados, carentes de ecuanimidad. Se apreciaba de qué parte respiraba la lealtad de cada uno.
La infanta sospechó que nunca alcanzaría a conocer la verdad sobre la historia, pues había tantas versiones como espectadores. Lejos de descorazonarse, se sintió afortunada, pues a través de estos prismas opuestos podía juzgar la veracidad de los hechos y los motivos de sus protagonistas. Don Gonzalo y doña Mencia habían girado el cristal para que ella viera el haz de luz de su color. Sus visiones eran parciales, pero la suya era completa. Con contradicciones, sí, pero solo aparentemente, pues todos los testigos mudos del pasado tenían razón. Sus relatos no eran opuestos, sino distorsiones de una misma realidad. La infanta Isabel decidió que a partir de ese momento valoraría a las personas por sus actos; eran sus obras las que hablaban por ellos y no las emociones de los demás.
Esa noche se retiró a descansar complacida. Para ella como para su tutor, don Álvaro había sido una persona leal e íntegra. Los pecados que se le imputaban eran tan habituales entre los cortesanos como la lluvia en otoño; sin embargo, demostró capacidad de perdonar los desprecios del soberano y acudir en su socorro una y otra vez. Esa generosidad de su alma era la que demostraba la nobleza del caballero.
Después, se arrodilló ante la imagen de la Santa Madre y le rogó que algún día la memoria de don Álvaro fuera restituida y su imagen limpiada de las máculas que le habían imputado falsamente. También rezó para que sus restos mortales gozaran algún día de una sepultura digna. Sus plegarias fueron escuchadas, pues años después se exhumó el cadáver de don Álvaro de Luna para trasladarle a la catedral de Toledo, donde descansa en la capilla que se construyó en su recuerdo.
Meses después, una soleada mañana de verano, los infantes se reposaban del implacable sol estival. Habían estado toda la mañana jugando y riendo. Ahora se habían sentado bajo la agradecida sombra de un olmo, pero el sofoco no había alterado su espíritu alegre. Tan enfrascados estaban en sus bromas y juegos que apenas repararon en la tensión que se respiraba en el aire; solamente cuando su madre apareció con aire serio y los ojos rojos, los hermanos comprendieron que algo grave sucedía. Corrieron hacia ella quien, a su vez, les tendió los brazos mientras rompía a llorar, incapaz de contener su dolor. Isabel y Alfonso, presos de una mezcla de tristeza y temor, imitaron a su madre en el llanto mientras la interrogaban con la mirada.
—Adiós, mis niños —decía Isabel de Portugal con la voz quebrada—. No os olvidéis nunca de vuestra madre, que os ama hasta la locura.
—¿Qué pasa, madre? ¿Por qué lloras? —preguntó alarmada la infanta Isabel.
—¿Nos abandonas, madre? —quiso saber el infante Alfonso, presa del pánico.
—¡Ay, mis niños, mis niños! —se lamentaba entre sollozos Isabel de Portugal—. Yo, que hace siete años era la reina de Castilla y podía ordenar cuanto se me antojase... ahora no puedo impedir que os arranquen de mi lado... ni aun suplicando de rodillas. ¡Ay, mis niños! ¡Mis niños! ¡Con lo pequeños que sois!
—Pero, ¿quién nos arranca de ti, madre? ¿Por qué? ¿Qué sucede, madre? ¿Por qué te despides así? —preguntaban simultáneamente los hermanos.
Isabel de Portugal no respondió. Solo podía transmitirles a través de un abrazo todo lo que les amaba y el tremendo dolor que le causaba su separación. Arrodillada ante sus hijos, se aferraba a ellos con fuerza, mientras lágrimas gruesas resbalaban por sus mejillas y palabras de lamento escapaban de sus labios.
Doña Mencia de Lemos se acercó discretamente a su señora para susurrarle en el oído: “Todo está listo.” Entonces, adoptando el aire regio que tuvo en tiempos pasados, Isabel de Portugal se levantó, enjugó sus lágrimas y venciendo el nudo que atenazaba su garganta les explicó.
—Vuestro hermano, el rey Enrique IV, va a tener descendencia —como sus hijos no acertaban a comprender, Isabel de Portugal se tragó su dolor para proseguir la explicación—. Ese bebé será el nuevo heredero al trono; por ese motivo, el rey quiere teneros cerca.
—¿Para cuidarle? —preguntó inocentemente el infante Alfonso.
—Para proteger los intereses de su hijo —repuso Isabel de Portugal con benevolencia—. Ahora debemos despedirnos.
Extendió los brazos hacia ellos, les abrazó y les colmó de besos y caricias mientras les dirigía cariñosas palabras en portugués. Acto seguido, conteniendo su dolor para hacer soportable a sus hijos esos duros momentos, se puso de pie y, animándoles a ser fuertes y no llorar, dio orden a la comitiva de que se pusieran en marcha. Isabel de Portugal permaneció en esa misma posición, con la emoción contenida, largo tiempo.
Cuando el cortejo se hubo alejado tanto que apenas era una mancha de polvo en el horizonte, la que otrora fuera reina de Castilla, hincó sus rodillas en el suelo y agarrándose el vientre, lloró con desgarro la ausencia de sus hijos. Sus gritos retumbaron muchos días y muchas noches por todo el castillo de Arévalo.
El viaje se hizo largo para la infanta Isabel; solo la alegraba volver a reencontrarse con su amiga doña Beatriz de Bobadilla. Sin más distracciones que dejarse llevar por sus pensamientos, la joven infanta no dejó de preguntarse cuánto tiempo tardaría su madre en perder definitivamente la razón, ahora que la habían despojado tan injusta e inhumanamente de sus hijos. No entendía cómo la reina, Juana de Portugal, que pronto tendría un bebé, era capaz de separar a unos hijos de su madre, ni entendía cómo las mujeres regias jugaban un papel tan pobre.
“Mi madre”, reflexionaba, “fue desplazada del trono ¡tan solo por enviudar! Y yo me vi desplazada en la línea sucesoria a la corona de Castilla tan solo por tener un hermano menor. ¿Por qué? ¿Por qué somos de menos valor que un varón? Grandioso futuro es el que depara el destino a la sangre real si tiene nombre de mujer”, ironizó. “Mi suerte será ser reina... pero no más que reina consorte. El rey de Castilla, aunque sea mi hermano Alfonso, me prometerá con algún rey extranjero para sellar quién sabe qué alianza política; viviré en tierras extrañas hasta mi muerte, convertida en reina consorte o...”, su rostro adquirió gravedad “…despojada de todo mi poder y relegada al olvido si tengo la desdicha de enviudar, como mi madre. ¡Pero mi destino no será distinto si algún día yo heredo la corona de Castilla! Deberé desposarme con sangre real extranjera para dar descendencia que perpetúe la dinastía. Mi marido gobernará estas tierras, que no son las suyas, mientras que yo permaneceré a su sombra… a pesar de ser la propietaria de cuna de este pueblo. ¡No debería ser así! ¡Es injusto y menosprecia el valor de las mujeres!” El dolor de verse apartada de su madre acrecentaba la rabia de sus cavilaciones. Y en ese instante fue cuando adquirió el firme propósito de luchar contra esa absurda práctica, fuera cual fuera el trono que ella ocupara.
“El día que yo sea reina, de Castilla o quién sabe de qué lejano reino, lucharé por hacerme valer a los ojos de mi marido. No seré solamente un vientre fértil que procrea herederos. Lucharé por conseguir la admiración de mi esposo; y gobernaré junto a él, con justicia y clemencia, para ganarme por mis méritos el respeto de los súbditos”, se juró a sí misma con rotundidad, mostrando ya desde tan joven la firmeza y tesón de su carácter.
Cuando llegaron a su destino, el rey Enrique IV salió a recibirles personalmente. Iba acompañado del marqués de Villena; unos pasos atrás esperaba Beltrán de la Cueva, un joven apuesto, de mirada noble y gallardía en la compostura.
La infanta Isabel observó al monarca. Era un hombre alto, corpulento, de gran cabeza, apariencia tímida, mirada trágica… y porte corvo, como si el peso de sus obligaciones le impidiera caminar con apostura. Sus ojos estaban empañados por un velo de melancolía que la sonrisa franca de hoy no lograba ocultar. El monarca, rompiendo el protocolo, se acercó al infante Alfonso y le abrazó; después hizo lo mismo con su hermana Isabel, ignorando la mirada adusta y el gesto desafiante que esbozaba la joven.
Mientras les daba esta cordial bienvenida, la infanta Isabel no apartaba sus ojos de él, valorando qué podía haber de cierto en los rumores que corrían sobre el monarca. Se decía que era tímido… sobre todo con las mujeres. Coplas y cantares seguían recorriendo la geografía castellana, mofándose del rey impotente. A pesar de que, ¡al fin!, la reina Juana de Portugal estaba en cinta, no solo las burlas no se habían acallado, sino que habían tomado más fuerza, alentadas por el rumor de que el verdadero padre de la criatura era don Beltrán de la Cueva. Las dudas parecían razonables, ya que dicho caballero había ascendido de paje a mayordomo mayor de palacio, ¡en tan solo dos años! El rey, además, gustaba de su compañía y parecía guardarle sincero aprecio. Los celos y envidias de los cortesanos se calmaban con la propagación de estos y otros chismes maliciosos contra Enrique IV.
La infanta Isabel escudriñaba los movimientos y ademanes del soberano, en un intento por confirmar los rumores que le señalaban como un monarca débil de carácter, fácilmente manejado por nobles sin escrúpulos, ávidos de poder; el pueblo se quejaba de este rey que no velaba por su bienestar. Y eso es algo que indignaba a la infanta Isabel; la primera obligación de todo monarca era tener presente el bienestar de sus súbditos.
La reina Juana de Portugal se
despertó. Un mal presentimiento le había sacado de su descanso. El
temor a mal perder ese bebé que con tanto esmero había protegido y
mimado durante estos nueve meses le atenazaba el alma. Ansiaba el
momento de parir para verse liberada de sus malos presagios. La
quietud de la noche era inmensa, como los miedos que poblaban su
mente. Si todo se malograra…
Las lágrimas empezaron a resbalar por sus mejillas. Llenó de aire
sus pulmones y acarició su vientre, pero su agitación era hoy mayor
que de costumbre. Esa noche le había costado conciliar el sueño y,
cuando al fin lo logró, su letargo se había visto interrumpido en
varias ocasiones, pues su voluminosa barriga la obligaba a
continuos cambios de posición.
Volvió a acariciar a su pequeño a través de su ropa de cama, confiada en que fuera un varón. De pronto, sus ojos se abrieron desorbitadamente; acababa de entender el temor que había ahuyentado su reposo. Su angustia se materializó en una certeza: ¡su bebé no se movía!
Una sacudida vigorosa agitó su cuerpo mientras su cara se deshacía en un silencioso llanto. La seguridad de su desgracia era tal que no tenía fuerzas para gritar. Se incorporó y posó sus pies en el frío suelo. En ese momento, una humedad cálida le resbaló por las piernas, trocando su desánimo en esperanza. Era el 28 de febrero de 1462.
A media mañana, Enrique IV tuvo permiso para entrar en la alcoba de la reina. Con gesto preocupado se dirigió al lecho; su mujer estaba muy desmejorada. La fatiga era evidente en sus ojeras y en su pálida tez. Los ojos de los esposos se cruzaron. Ella agachó la cabeza para apartar su mirada. En ese momento, él reparó en el gracioso recogido que lucía su larga cabellera.
El monarca se acercó hasta la cabecera. Se sentó en la butaca que habían preparado para él y tomó la mano de la soberana en un acto cargado de formalidad. Sus palabras también sonaron desprovistas de afecto.
—¿Cómo estás?
La reina Juana de Portugal le dirigió una mirada fría que se suavizó cuando advirtió el brillo vítreo de sus ojos: él también había llorado. Entonces, dulcificó su gesto y repuso con un ánimo cargado de desesperanza.
—Bien, dadas las circunstancias.
—No te apenes; era de esperar. El destino nunca me ha sido favorable.
Un profundo suspiro escapó de labios del monarca. La soberana aprovechó la pausa para desasir su mano, con el pretexto de acomodarse en la cama. Sentía la espalda dolorida por el esfuerzo. Sus movimientos se interrumpieron ante el inesperado anuncio de su marido:
—Se llamará Juana, en honor a
ti.
Fue la última frase que pronunció, con la que pretendía expresar a
la reina un sentido agradecimiento. Enrique IV estaba, en parte,
aliviado. Aunque no hubiera sido varón, al menos, tenía
descendencia; el pueblo no tendría ya motivos para mofarse del
soberano. O eso pensaba él, porque no pasó mucho tiempo hasta que
las malas lenguas vilipendiaron a la recién nacida con un motete
humillante para toda la familia real: Juana la
Beltraneja.
El monarca no supo qué más decir para reconfortar a su mujer. La distancia que les separaba era grande; hacía ya tiempo que sus almas divergían por caminos diferentes. Juana de Portugal, por el contrario, esperaba un mayor acercamiento de su esposo. Sus esfuerzos para concebir al bebé, y ahora para parirlo, no eran correspondidos con atenciones. Lejos de mostrarse dichoso, el monarca mostraba su semblante melancólico y sombrío. A la reina se le escapaba que esa era la faz habitual del monarca.
Para la infanta Isabel, la vida en Segovia era más protocolizada y asfixiante que en Arévalo. Por si fuera poco, aún no había conseguido encontrarse a solas con doña Beatriz de Bobadilla. Sus conversaciones se reducían a frases formales, carentes de implicación personal. Ella siempre parecía estar demasiado atareada para dedicarle tiempo; cuando no eran sus obligaciones domésticas, doña Beatriz de Bobadilla pretextaba tener un encargo para don Andrés Cabrera.
A pesar del cautiverio impuesto por el rey, la infanta se sorprendió de sentir afecto hacia él. Este hermano desconocido, dieciséis años mayor que ella, alto y desgarbado, apocado e inseguro, se mostraba también, sin embargo, sensible y afectuoso, esforzándose en que se sintieran cómodos en su nuevo hogar, como había demostrado al aceptar que la infanta Isabel fuera la madrina de la princesa Juana, de aquel retoño que había venido a alegrar la vida yerma de su madre.
Había sido el marqués de Villena el que había dado la noticia al infante Alfonso. En uno de sus encuentros secretos y llenos de complicidad, que tan habituales eran desde que los infantes se trasladaron a la corte, don Juan Pacheco le había adelantado que, gracias a su mediación, su hermana Isabel sería la madrina.
—Se me ocurrió que este privilegio —explicaba el marqués de Villena— sería motivo de alegría para vuestra hermana, la infanta Isabel, razón por la que lo sugerí al rey. Él se negó, pues no ignoráis el poco aprecio que os tiene, pero mis hábiles argumentos, ¡no sin gran esfuerzo!, lograron convencerle. Sin embargo, os ruego que no informéis de esto a nadie, ni siquiera a vuestra hermana. Será el propio monarca quien lo anunciará a la infanta como si la propuesta partiera de él. No ignoráis que Enrique IV es una persona desconfiada y que Beltrán de la Cueva espera una oportunidad para hacerme caer. Sed prudente y no deis muestras a nadie de nuestra amistad.
—Confiad en mí. Ese Beltrán de la Cueva es bien hábil. ¡Su ascenso es espectacular! El monarca acaba de hacerle Conde de Ledesma. Él que hace seis años era un paje, ahora forma parte de la nobleza castellana. ¡Tanto pago por tan poco servicio!
—No es poco asegurarle la sucesión al trono —insinuó con tono malévolo don Juan Pacheco.
—¿Qué estáis diciendo? —preguntó con incredulidad—. ¿Acaso creéis los rumores de que la princesa Juana es en realidad hija de don Beltrán de la Cueva?
—Pero, ¿vos no? —respondió con una sonora carcajada—. ¡Sois más ingenuo de lo que yo pensaba! —su voz se hizo ahora suave y penetrante—. Lo que aún ignoráis es que el soberano le ha prometido a don Beltrán la villa de Cuéllar y el título de Maestre de Santiago.
Un fulgor rojo encendió las mejillas del infante Alfonso, al tiempo que se puso en pie con aire belicoso. Ese era el legado de Juan II de Castilla a sus hijos. El monarca, antes de morir, había dejado el Maestrazgo de Santiago al infante Alfonso y la villa de Cuéllar a la infanta Isabel, no a un paje ataviado de títulos nobiliarios. El marqués de Villena consiguió atraerse una nueva ola de afecto del infante Alfonso con sus serenas palabras.
—¡Tranquilizaos! Dejad que sea yo quien defienda vuestros derechos; gozo de una posición más influyente. Y para eso somos grandes amigos, ¿no?
¡Había tanto agradecimiento y admiración en los ojos del infante Alfonso cuando el marqués de Villena abandonó la sala!
Meses después, don Beltrán de la Cueva dejaba al rey solo y abatido en el salón del trono. El monarca se sentía debilitado y dolido; odiaba la traición… Al menos, la presencia de don Pedro González de Mendoza, ya nombrado obispo de Calahorra, le reconfortaría en estas difíciles horas.
Mientras, don Juan Pacheco se hallaba en su Castillo de Alarcón, agasajando a sus invitados con un almuerzo opíparo. Era esta una fortaleza tan inexpugnable como los pensamientos del marqués de Villena. El río Júcar forma en esta población un meandro, que flanquea a la villa conquense por tres de sus recintos amurallados. En lo alto de la colina, el castillo domina el paisaje.
La construcción de la fortaleza había sido obra del rey visigodo Alarico, de quien tomaba su nombre. Siglos después, había sido elegida por aquel poeta, autor de “El Conde Lucanor”. Ahora, el marqués de Villena se había decantado por esta propiedad para llevar a cabo el encuentro secreto. No era un lugar tan acogedor como seguro, pues su doble recinto defensivo y su excepcional emplazamiento garantizaban la protección de los allí reunidos.
La comida concluyó. Don Juan Pacheco invitó a los presentes a acomodarse en una sala más confortable. Todos esperaban sus indicaciones para expresar su parecer, salvo el arzobispo de Toledo. Don Alonso Carrillo, lleno de soberbia, rompió la quietud de la sobremesa y la norma de cortesía que exigía que fuera el anfitrión quien amenizara la conversación. Por su privilegiada posición en el reino, el prelado se creía merecedor de liderar esa conspiración.
Don Juan Pacheco estudió con atención sus quejas. Después, dio paso al resto de la audiencia que enarbolaron con fuerza sus reproches. A medida que avanzaba la velada, la fuerza de sus argumentos era menos fundada y más apasionada. Las paredes de ese castillo de planta cuadrada fueron testigos de la cacería; pocos fueron los que no aprovecharon la ocasión para despellejar a quien creían responsable de todos los males que asolaban el reino. Don Juan Pacheco permanecía callado, diseccionando con sus ojillos penetrantes a todos los caballeros allí reunidos.
La infanta Isabel esbozaba una sonrisa. Su estrategia para verse a solas con doña Beatriz de Bobadilla había surtido efecto. A solas, en la alcoba de la infanta, las dos amigas cruzaron una mirada afectuosa. Doña Beatriz sintió que debía una disculpa a la infanta y se decidió a aclararle todo lo sucedido. Ahora más que nunca estaba convencida de que la infanta Isabel debía saberlo. Ella corría grave peligro si el marqués de Villena tenía noticia de aquel encuentro clandestino, pero había recuperado el aplomo de antaño y valoró la amistad por encima del temor que le inspiraba don Juan Pacheco.
—Las personas no son siempre lo que aparentan ser —empezó doña Beatriz de Bobadilla para suavizar la información que tenía que darle.