IX
1479
La corte aragonesa se vistió de luto. Juan II de Aragón falleció, pasando el relevo de la corona a su hijo Fernando, que fue proclamado como Fernando II. La reina Isabel compartió la pena con su esposo. Apenas había tenido contacto con el difunto soberano pero, debido a su parentesco, como tío pero, sobre todo, como padre de su esposo, le apenaba su fallecimiento.
Por su parte, su marido se tropezaba con sentimientos encontrados. De un lado, se sentía dichoso de ascender al trono y, de otro, su corazón estaba sombrío por inhumar a su padre.
La vida fluía, se renovaba, pues, de nuevo la reina de Castilla se encontraba en estado de buena esperanza, como también parecía ser esperanzadora la carta secreta que llegaba desde tierras lusitanas. Su tía Beatriz, infanta de Portugal y duquesa de Braganza, le rogaba que se acercara a un punto convenido de la frontera para negociar una paz definitiva. ¿Se trataba de una trampa? El rey Fernando recelaba.
—¿Negociar la paz? ¿Ahora que la victoria marcial ha sido nuestra? Esa iniciativa corresponde a los vencedores. No acudas, Isabel.
—No voy a desconfiar de la hermana de mi madre.
—Doña Beatriz también está emparentada con el que ha levantado las armas contra ti. Es la cuñada de Alfonso V, así como tía y suegra del príncipe Juan de Portugal.
—Aún así. Los lazos de sangre que nos unen, me hacen confiar de la sinceridad de sus propósitos. Tanto como en mi propia intuición. Iré, Fernando.
—Ella exige que vayas sola. ¿Eso no despierta tu suspicacia?
—Eso amilana mi espíritu, pero no me opondré a un destino antes de comprobar que no tengo nada grato que recoger de él.
Su esposo la miró con el alma repleta de inquietud, aunque respetó su proceder. En sus semblantes podía leerse la complicidad con la que tomaban todas sus decisiones.
—Al menos, te acompañaré a Cáceres.
—Me encantará tenerte cerca —concedió ella.
Tal como estaba previsto, los monarcas llegaron a la ciudad cacereña. Desde allí, la reina Isabel partió con una pequeña escolta hacia Alcántara, lugar convenido para el encuentro.
Durante una larga semana, el rey Fernando esperó con impaciencia noticias de su esposa, pero ningún correo llegó.
Quince días después, una breve misiva de su esposa le informaba que la infanta Beatriz de Portugal aún no se había presentado en Alcántara. El desconcertado soberano no sabía a qué atenerse. ¿Habría sido todo un engaño? ¿Estaría Isabel en peligro? ¿Debería presentarse él allí con un grueso ejército?
No. Refutó sus miedos. La nota de la reina Isabel era breve pero transpiraba calma. No quedaba más que esperar a que los acontecimientos se sucedieran como la divina Providencia dispusiera.
En Granada, el rey nazarí Muley Hacén sopesaba sus posibilidades. Los consejeros esperaban respuesta, pero él tenía sus dudas; no quería afrentar a los reyes de Castilla, aunque tampoco quería mantener el vasallaje hacia esta corona infiel y quizás ahora que la guerra había debilitado al enemigo… Pidió que le dejaran solo. Necesitaba tiempo para preparar bien los movimientos de esta partida de ajedrez. Todos, menos sus dos hijos, abandonaron la sala. Yusuf parecía ausente, como si el hilo de sus pensamientos viajara lejos de allí. Boabdil, en cambio, tenía una mirada altiva fija en su padre. Sin esperar a que este le interrogara, lanzó su enojo.
—Negaos, padre. No debemos acatamiento a los reyes cristianos.
—Te equivocas, hijo. Contrajimos esa deuda ante Juan II de Castilla, en la derrota de la Higueruela —explicó el sultán—. Boabdil, eres joven y valiente, lo que me llena de orgullo. Pero yo soy el sultán de esta tierra y me debo a mi pueblo; no tomaré una decisión hasta haber sopesado las consecuen… —¡Padre! —interrumpió Boabdil—. Vuestra primera obligación es con Alá. ¡Es un insulto a nuestra fe, y a todos nuestros antepasados que os sometáis a vasallaje a un poder infiel! Seguid el ejemplo de Mehmet II. Sus éxitos en oriente causan pavor a los cristianos. Revelaos a Castilla y El que todo lo ve os dará su protección.
Muley Hacén reprimió su respuesta, pues aún no tenía claro cuál sería su proceder con los reyes cristianos que esperaban su habitual tributo. Boabdil interpretó este silencio como acatamiento y escupió su rabia.
—No debierais mostraros tan cobarde; el miedo se transparenta en vuestra faz.
—¡Boabdil! —cortó Muley Hacén—. Me debes respeto y obediencia. Refrena tu lengua mordaz.
—Es Alá quien habla por mis labios. Aunque bien podría haber sido la ramera que comparte vuestro lecho; ella también nota vuestra flaqueza.
Muley Hacén sintió inflamarse su pecho de cólera; Zoraya se había convertido al Islam antes de desposarse con él y, desde entonces, había dado muestras de su fe inquebrantable. Pero sus hijos no aceptaban su conversión, ni el amor que ambos se profesaban. Su esposa Aixa no había aceptado verse desplazada y no había escatimado esfuerzos en predisponer a sus hijos, pero también al pueblo, contra la preferida del sultán. Ellos seguían refiriéndose a Zoraya como la infiel o la cristiana cautiva, en un intento por abatir su actual condición de sultana y por acentuar su origen cristiano, deslegitimándola así a ella, y a los dos vástagos que le había dado, a ojos del pueblo.
La alusión irrespetuosa a su amante encolerizó al sultán, que se irguió para abalanzarse sobre su hijo. La rápida intervención de Yusuf, que terció su cuerpo entre los dos consanguíneos enfrentados, disipó la agresividad. Después, ayudó a calmar los ánimos. Cuando los instintos de pelea de ambos contrincantes habían sido mitigados,Yusuf arrastró del brazo a su hermano para abandonar la sala. Su padre se desplomó sobre una silla, con el rostro crispado.
La respuesta vacilante de Muley Hacén activó las críticas de su esposa Aixa. Ella, la sultana Fátima, salió en busca de sus dos hijos para supurar su rencor. Debían levantarse contra su padre, el abominable emir de Granada.
—¿Acaso no veis la aflicción que Muley Hacén impone a su pueblo? ¡El sudor de nuestro trabajo sirve para pagar las guerras fraticidas de Castilla! El sultán nos condena al hambre, mientras que nuestro oro levanta iglesias en el reino vecino. La hetaira cristiana ha seducido al sultán, quien ya no vela por el interés de su pueblo —hizo una pausa para dar más vigor a sus palabras—. El emirato necesita un nuevo gobernante. ¡Ya es hora de que alguien alce la voz contra este emir decrépito! Su mente está debilitada por el esfuerzo de su cuerpo: Muley Hacén, un hombre senil, se comporta como un joven lascivo. Solo piensa en retozar con esa impía que deshonra nuestra fe con su falsa conversión.
El ánimo de los dos vástagos estaba encendido. Su madre sabía cómo esgrimir sus argumentos para lograrse su apoyo. Aunque ya poseía el afecto de sus hijos, ahora ansiaba además su valor y la energía indómita de su juventud para destruir a su esposo. La predilección de éste por Isabel de Solís, la bella cristiana cautiva que había arrobado su corazón senil, despertándole una pasión que hacía ya tiempo que Aixa no podía ofrecerle, enfermaba su corazón y agriaba su carácter. El ardor juvenil de Muley Hacén había cegado su juicio, hasta el punto de repudiarla a ella, ¡a ella que tenía auténtica sangre real nazarí y un seso encomiable para el rango de sultana que hasta ahora había ostentado!, para encumbrar en su lugar a una mujer cuyos únicos méritos residían en el calor de su lecho. Aixa sólo pensaba en destruir ese amor y a quien tan ardientemente lo vivía; su orgullo y el de su pueblo clamaban por ello.
Miró a su primogénito con ojos encendidos. El orgullo que transmitía su mirada fue confirmado por las palabras que le dedicó.
—Boabdil, tú eres el heredero. ¡Debes derrocar a Muley Hacén! Hijo mío, escúchame bien. Mis arengas no pretenden saciar ninguna ambición personal, ni un deseo de venganza, sino liberar a nuestro pueblo de sus cadenas— y para combatir los posibles escrúpulos de sus hijos añadió—. ¡Mehmet II ha levantado el orgullo de los nuestros! Ya es hora de que en Occidente alguien replique sus triunfos sobre los cristianos.
Boabdil miró a su hermano con expresión interrogativa. Éste adivinó sus pensamientos, pero estaba indeciso. Ella apostilló su alocución con una sentencia.
—No serás un hijo deleznable, sino un emir responsable.
—Estoy contigo, hermano —habló Yusuf con pasión—. ¡Por el bien de nuestro pueblo!
Al fin, la infanta Beatriz de Portugal se disculpaba ante su sobrina Isabel: una enfermedad le había obligado a guardar cama, retrasando el viaje más de lo que ella hubiera deseado. La reina, entonces, dejó a un lado los asuntos que les habían reunido allí y rogó a su tía que se reposara hasta haberse mejorado completamente. Pero las esperanzas de la duquesa de Braganza en lograr un acuerdo que pacificara las hostilidades entre Castilla y Portugal le daban fuerzas suficientes. Así que, esa misma tarde comenzaron la plática. La representante lusa expuso, de forma sucinta, su opinión:
—Juana es hija de los reyes castellanos. Por eso debe ser proclamada princesa de Asturias.
—Si así fuera, mi honestidad me obligaría a ello; no obstante, Juana solo es hija de la reina consorte —repuso la reina Isabel—. Además, olvidáis que Castilla ya tiene un heredero… de auténtica sangre real —añadió con recelo, aludiendo a su príncipe Juan.
La duquesa de Braganza comprendió que su sobrina, como era de esperar, antepondría el bien de sus hijos, por lo que ensayó otra tentativa.
—Cierto. En tal caso —propuso conciliadora—, Juana debería ser infanta. Ella residirá en Portugal y aceptará su nueva condición; no se alzará contra vos, ni contra vuestros legítimos herederos para reivindicar el trono; pero entrará en la línea sucesoria, de forma que si vuestro hijo Juan no tuviera descendencia, ella pasaría a ser proclamada princesa de Asturias.
Quien sí se levantó entonces fue la reina Isabel.
—Tía Beatriz, nuestras discrepancias son más profundas de lo que yo hubiera deseado. Juana es hija de la reina… solamente; no está legitimada para ocupar el trono. Lamento profundamente que nuestras diferencias nos impidan llegar a un acuerdo.
La infanta de Portugal también se levantó. ¡Sería imposible alcanzar el consenso!
El rey Muley Hacén había tomado una decisión. Los reyes cristianos reclamaban el pago de las parias atrasadas y él, por toda respuesta, envió una breve misiva.
—Granada no se debe en vasallaje a un poder infiel.
Sabía que su respuesta desafiante provocaría a los reyes cristianos y que estos desearían replicar con la fuerza de las armas, pero tampoco ignoraba las presiones que los reinos vecinos inflingían a los monarcas Isabel y Fernando.
El ejército cristiano habría quedado debilitado tras cinco largos años de contienda y, además, aún no estaba pacificado el reino de Castilla, aunque los rumores apuntaran a que la paz con Portugal estaba próxima a firmarse. Por otra parte, las hostilidades entre Aragón y Francia eran acusadas y cada cierto tiempo obligaban al rey cristiano a acaudillar una respuesta bélica. Por todo ello, Muley Hacén creía improbable que los monarcas cristianos iniciaran una contienda bélica.
La infanta Beatriz de Portugal estaba satisfecha. Nada le hacía sospechar, hace unas horas, que iban a ser capaces de llegar a un acuerdo, ella y su sobrina Isabel. Pero, al fin, lo habían logrado.
—Entonces, ¿estamos de acuerdo? —inquirió la duquesa de Braganza.
—Sí. No obstante, antes de comprometerme deseo consultar a mis consejeros —objetó la reina Isabel.
—Por supuesto —repuso la duquesa Beatriz—. Yo haré igualmente.
Esa misma tarde, partió un correo con orden de entregar dos cartas: una, al rey Fernando; otra, al cardenal Mendoza. En ellas, la monarca castellana exponía las condiciones del tratado: su hija Isabel se desposaría con el infante Alfonso de Portugal, hijo del príncipe Juan y nieto, por tanto, del rey Alfonso V. El enlace la destinaba al trono portugués; y mientras los contrayentes alcanzaban edad suficiente para ello, vivirían en una fortaleza lusitana, en Moura, propiedad de doña Beatriz, duquesa de Braganza.
Por su parte, su hijo Juan quedaba comprometido con su rival Juana. Era una solución creativa, que satisfacía las reivindicaciones de sus partidarios; y muy generosa también, teniendo en cuenta que la que por dos veces se había alzado en armas contra la reina Isabel era finalmente encumbrada al trono de Castilla. El príncipe Juan, en cambio, quedaba en una situación desfavorable, al perder ocasión de emparentar con otra casa real afín a sus intereses políticos. Cierto que con estas nupcias se libraría de la eterna amenaza de Juana pero el costo era, tal vez, demasiado alto.
El único óbice para fraguar esta estrategia era la edad de los prometidos: el príncipe Juan apenas contaba un año de edad, mientras que Juana, la vencida, disfrutaba de una juventud marchita; a sus diecisiete años, aún debería de vivir muchas primaveras sin ser desflorada. Ciertamente, era tan corta la edad del prometido que las circunstancias podrían virar mucho. ¿Y si llegado ese momento uno de los dos contrayentes de detractaba del acuerdo? Juana, la vencida, era la que más tenía que perder. Por ello, se convino blindar el compromiso con la suma, nada desdeñable, de cien mil doblas de oro. De nuevo, la reina Isabel mostraba una indulgencia excepcional con su rival, al equiparar la dote que ella recibiría con la que obtendrían sus propias hijas, las infantas de Castilla. Esta dádiva, además, sería igualmente otorgada si el príncipe Juan deshacía la concordia, de modo que la despechada Juana podría llevar una vida más que holgada.
En lugar de residir en Moura, como la otra pareja comprometida, el príncipe Juan permanecería con sus padres, por respeto a su tierna infancia, mientras que la prometida Juana podría optar entre vivir en Moura o ingresar en un convento. Para sorpresa de todos, eligió las clarisas de Coimbra; sus esponsales pasados con el rey Alfonso V de Portugal no eran un impedimento para esta consagración religiosa, ya que la bula papal de Sixto IV, desautorizando su consanguinidad, los había dejado nulos.
El rey Fernando cogió la pluma para responder a su esposa. Creía que esta se había mostrado demasiado magnánima pero no objetó nada al respecto. También estuvo conforme en todo don Pedro González de Mendoza quien, además, felicitó a la soberana por su carácter piadoso: lejos de aprovechar su situación de vencedora, ofrecía a su hijo tan amado como moneda de cambio, para granjearse una convivencia armónica definitiva entre los dos bandos enfrentados.
Al llegar la respuesta favorable de los reinos implicados, las damas prepararon su retorno inmediato. La duquesa de Braganza ardía por transmitir al rey Alfonso V el generoso acuerdo alcanzado.
Seis meses después, el 4 de septiembre de 1479, aquel pacto era recogido en el tratado de Alcaçobas, que rubricaron los monarcas de Castilla y Portugal. Cuando estampó su firma, la reina Isabel sintió un vuelco en sus entrañas. La concordia implicaba separarse de su pequeña Isabelita para dejarla marchar, con sus nueve años, hacia tierras extrañas. No obstante, la presencia de su tía y el buen futuro acordado para ella la tranquilizaban. Pronto, sus sentimientos maternales se verían reconfortados con el nacimiento de su tercer retoño: la infanta Juana, que tuvo lugar el 6 de noviembre de 1479.
El tratado de Alcaçobas había permitido, además, delimitar la línea de separación del Atlántico, de forma que Alfonso V podría mandar expediciones por las costas africanas, tal como era su deseo, para encontrar otra ruta marítima que garantizara el comercio con las Indias; pensaba el monarca luso que bordeando la costa africana podría llegarse al deseado destino. Esta era una cuestión de suma importancia, pues la vía terrestre atravesaba los territorios otomanos y estos aprovechaban la circunstancia para lucrarse; con ello, este paso obligado encarecía los codiciados productos procedentes de Oriente.
Otro experimentado marinero apostaba también por la ruta marítima para llegar a las Indias, solo que, a diferencia de los portugueses, ese genovés pretendía cruzar el mar atlántico.
—…de nombre Cristóbal Colón —relataba don Pedro Gonzá- lez de Mendoza— se propone cruzar el mar Tenebroso3 para llegar a Cipango4, pero necesita apoyos.
—¡Vaya idea! —se burló el rey Fernando—. ¡Vaya sueño el de ese loco genovés!
—¡Todos tenemos sueños locos! También yo soñé un día con la unidad de los reinos hispanos y de momento ya hemos reunido Castilla y Aragón. Y quién sabe qué depara el destino al reino nazarí de Granada… —repuso la reina Isabel con mirada ensoñadora.
—¡Uf! —suspiró Fernando con expresión de fatiga—. Nuestro sueño va a ser muy difícil de lograr; tal vez imposible...
—Eso nunca —replicó Isabel con la firmeza que la caracterizaba—. Granada será nuestra.
—Y si Sus Majestades quisieran recibir a don Cristóbal Colón… —aventuró el cardenal Mendoza.
—Otras obligaciones más urgentes reclaman nuestra atención —respondió el rey Fernando, con aire molesto; no quería oír hablar de tamañas excentricidades.
De momento, ansiaban mejorar su política interior, para lo que habían acordado sustituir del Consejo Real a los nobles y al clero, a favor de letrados cultos. No sería fácil reducir privilegios a la aristocracia ni a la jerarquía eclesiástica, pero la oligarquía de épocas pasadas resultaba ineficaz para sus propósitos; deseaban hacerse aconsejar por personas doctas, versadas en leyes y no por nobles de recio abolengo, con méritos de cuna.
Después de convocadas las cortes en Toledo para tal fin, el rey Fernando partiría hacia Aragón; concluida ya la guerra con Portugal no había motivo para posponer la ceremonia de su coronación. Además, debía acudir en auxilio del rey de Nápoles, pues Mehmet II, el Conquistador que treinta años antes había ganado Constantinopla, acababa ahora de invadir Otranto.
La reina por su parte, marcharía a Sevilla para supervisar el Tribunal de la Santa Inquisición. Aún era pronto para valorar sus resultados pero, resultaba complicado apagar los reductos de infidelidad… ¡Y eso que los inquisidores gozaban de plenos poderes!
3 El océano Atlántico.
4 Japón.
A su vuelta, y una vez que hubiese tenido lugar el parto, se encaminaría en pos de su marido, haciéndose acompañar por su hijo, el príncipe Juan, a fin de hacerle proclamar también heredero al trono de Aragón. La reina Isabel aprovechó su abultada barriga para solicitar un capricho: deseaba que su esposo Fernando dispusiera lo necesario para que pudieran alojarse en el Palacio de la Aljafería de Zaragoza; había oído hablar maravillas de ese bello edificio.
El desafío de Muley Hacén no podía dejar indiferente al rey Fernando. La guerra con Portugal había debilitado al ejército castellano, pero no a quien los comandaba: el monarca, henchido de orgullo cristiano, aceptó el reto del reino nazarí. La reina Isabel, heredera del anhelo de sus antepasados de retornar a la cohesionada Hispania visigoda, se regocijó de la oportunidad que se les presentaba.
Los dos reyes, tan católicos, retomaron el empeño de los monarcas anteriores: volver a anexionarse las tierras que los moros ganaron hacía ya ocho siglos. Desde que el rey visigodo Rodrigo perdiera la batalla de Guadalete, las generaciones de monarcas cristianos habían anhelado reconquistar estos territorios, arrebatados a Dios y a la Iglesia. Alfonso VI, Fernando III el Santo y su hijo Alfonso X el Sabio… todos habían reducido la extensión de Al-Andalus pero ninguno la había ganado para la cristiandad. Los reyes Isabel y Fernando se sonrieron. La complicidad de sus miradas no dejaba lugar a dudas: estaban, como siempre, de acuerdo. En cuanto se encauzaran los asuntos de Aragón daría comienzo un capítulo nuevo de la historia de estas tierras: la Reconquista del reino de Granada.
Aragón había visto coronar con una fastuosa ceremonia a su nuevo rey, Fernando II, y había jurado lealtad al heredero, el príncipe Juan. Lo siguiente en el protocolo de los soberanos era viajar por toda la geografía aragonesa, dejando que los súbditos contemplaran y admiraran a sus soberanos. No era asunto baladí; el pueblo gustaba de tener cerca a sus monarcas y estos disfrutaban con las muestras populares de cariño. Tantas jornadas compartieron juntos Isabel y Fernando que… la feliz noticia era de esperar: la reina volvía a estar encinta; lo que todo el mundo ignoraba es que esta vez dos hijos estaban engendrándose en el regio vientre.
En el reino vecino, otra ceremonia de proclamación tenía lugar. Ascendía al trono, el rey Juan II de Portugal, hijo de Alfonso V y padre del ahora príncipe Alfonso, con quien se desposaría la infanta Isabel de Castilla. ¿Cambiaría algo la política internacional? ¿Tendría el nuevo monarca las mismas intenciones que su antecesor? ¿Mantendría los acuerdos de Alcaçobas?
Muley Hacén tomó Zahara por sorpresa. El ataque cogió desprevenidos a los monarcas castellanos, pero les ofreció la excusa perfecta para iniciar la ansiada Reconquista. Detuvieron su paseo triunfal por tierras aragonesas y marcharon al sur. El rey Fernando empuñó su armadura y la reina Isabel, a pesar de sus ocho meses de embarazo y del aborto sufrido en el pasado, le acompañó para apoyar al ejército.
De nuevo las joyas reales se trasladaron a Valencia para ser empeñadas. Esta vez les acompañaban la corona regia y el collar de balajes. Fray Hernando de Talavera quedó encargado de negociar el préstamo; la reina Isabel confiaba en que podría conseguir más plata si era él quien defendía esta causa.
Los reyes, por su parte, organizaron un viaje al monasterio de Guadalupe. Ansiaban encomendarse a la Virgen morenita y rogar a los frailes que elevaran sus oraciones a la Providencia para que se lograra la gesta de la reconquista de Granada. La devoción que sentía la soberana por este lugar, al que llamaba su paraíso, le hacía confiar que las plegarias que de aquí manaran tronarían con fuerza ante las puertas del Cielo.
No pasaron más de dos meses, cuando se produjo el primer encuentro bélico entre las dos fuerzas contendientes, con un saldo positivo para los cristianos. El marqués de Cádiz había logrado tomar la ciudad de Alhama. Don Gonzalo Fernández de Córdoba insinuó al rey Fernando la conveniencia de redoblar la defensa en esta ciudad. Los sarracenos estarían dolidos por esta primera derrota y pondrían gran empeño en volver a ganar la plaza. Si sus esfuerzos se veían frustrados, podía cundir el desaliento entre la población mora. Mantener la conquista de esta ciudad era una cuestión simbólica; había que fortificarse bien en ella. El rey Fernando compartió la intuición marcial del Gran Capitán. Su perspicacia militar, fruto de tantos años de combate, era muy acertada.
En las demás contiendas bélicas, la fortuna les abandonó. Pese a que el ejército cristiano peleaba con valor, la suerte se atrincheraba en las filas enemigas.
La reina Isabel previó que su presencia en el campo de batalla era necesaria y dio orden de organizar los preparativos. Instantes después, doña María de Mendoza le anunció que su médico personal solicitaba ser recibido. La soberana denegó la petición.
—Me encuentro bien, no es necesario.
—Os lo ruego, señora; me ha insistido mucho. Debe tratarse de alguna recomendación importante. En vuestro estado, sería aconsejable que no partierais al frente.
—¿Quién insiste: él o vos? —preguntó la reina con aire divertido—. Sois vos quien le habéis mandado llamar, ¿no es así?
Doña María de Mendoza bajó los ojos y tartamudeó una torpe explicación: doña Beatriz de Bobadilla le había advertido sobre los peligros de un viaje así, estando tan avanzado su estado de gestación.
—Ella sabía que vos ignoraríais sus advertencias y me encargó lo que vos ya sabéis.
—Entiendo —concedió la soberana.
—¡Os lo ruego, majestad! —suplicó la dama—. Haréis mejor servicio a vuestro esposo reposándoos. Vuestra presencia no es necesaria; vos no podéis blandir la espada.
—¡Y no sabéis cómo lo lamento! Preferiría pelear junto a Fernando que permanecer en la retaguardia. Sin embargo, os equivocáis: mi presencia allí es necesaria. Os agradezco vuestras prudentes palabras, doña María. Ahora, ayudad a disponer todo lo necesario para la marcha.
La jornada siguiente a su llegada, la reina Isabel se sintió indispuesta. El facultativo reconoció a la soberana y señaló su diagnóstico: pronto se iniciaría el parto. Doña Beatriz de Bobadilla salió a cumplir el encargo del médico y regresó horas después con todo lo necesario para asistir a la soberana en el feliz acontecimiento; era su cuarto alumbramiento, sin contar el aborto que sufrió en el pasado.
Por la tarde, comenzaron las contracciones; la reina se negaba a quejarse, pero apretaba la mano de doña Beatriz de Bobadilla con fuerza.
Doña María de Mendoza también estaba cerca de la reina, colocándole compresas frescas en la frente, moviendo los almohadones que se deformaban por las sacudidas de la reina, cada vez que le atormentaba un retortijón y acercándole vasos de agua clara que la soberana casi siempre rechazaba, a pesar de tener los labios agrietados. Su inexperiencia en estos lances le hacía receptiva a todos los detalles que se iban sucediendo; atisbaba las idas y venidas de las damas, los reconocimientos periódicos del doctor, la mano de doña Beatriz, que palidecía cada vez que la reina Isabel la oprimía, el semblante hierático de la soberana, tan solo afectado por el ceño fruncido y los labios apretados… Los ojos de doña María de Mendoza trataban de ser discretos, aunque era evidente su inmensa curiosidad, pues los desplazaba por toda la estancia a gran velocidad; su rostro, en cambio, mostraba una gran serenidad, consecuencia del aire despreocupado que imbuía su espíritu, pues los temores de la víspera se habían disipado. Las advertencias de doña Beatriz de Bobadilla no habían conseguido conmover a la reina pero a ella la habían alarmado y ahora que el parto se había adelantado sentía un cierto alivio de que pudiera cesar su angustia por la seguridad del bebé. Por este no había que temer ya que, a pesar de que la gestación no había llegado hasta el final, solo se había adelantado unas semanas.
A media tarde, comenzaron las primeras contracciones fuertes. Doña María de Mendoza notó que la reina Isabel empezaba a encogerse con más frecuencia y que doña Beatriz de Bobadilla miraba con inquietud al facultativo. Este permanecía tranquilo, tratando de infundir aliento a la soberana, que ya daba muestras de agotamiento físico. De pronto, la soberana recogió sus rodillas sobre su vientre y escondió la cabeza en su pecho; parecía que un gran dolor abdominal la atenazaba. El médico la animó a empujar a la vez que hacía un leve gesto de asentimiento a doña Beatriz; esta señaló a doña María de Mendoza, con un rápido movimiento de ojos, la presencia de un lienzo blanco sobre la mesa. La dama se acercó hasta él y cuando regresó junto al lecho vio que los finos dedos de doña Beatriz comenzaban a teñirse de púrpura, reflejando la congestión que la soberana imprimía sobre sus venas.
—Gritad, majestad —aconsejó doña Beatriz—. Eso aliviará vuestro mal.
Pero no obtuvo respuesta. La reina permanecía con las rodillas encogidas y el rostro oculto. Al cabo de unos instantes, su cara se hizo visible. Parecía que el dolor había pasado.
Doña Beatriz le tendió entonces la tela y ella la miró con gesto agradecido. La dama le ayudó a colocárselo entre los dientes, para que la mayestática mandíbula pudiera descargar sobre el lienzo su dolor.
—No es digno de la monarquía mostrar debilidad en público —expresó la reina con dificultad, por la tela que le impedía un habla más claro.
—Aquí no hay público, señora. Estáis en total intimidad —replicó su amiga Beatriz.
—Aun así —repuso con voz forzada, pues otra vez comenzaba una contracción.
El médico se acercó a examinar a la soberana y comprobó que el bebé ya asomaba su cabeza por entre las reales piernas. Con un movimiento circular de la mano siniestra indicó a las damas que permanecían en la sombra que acercaran las gasas limpias y calientes. Doña María se quedó unos pasos atrás, esperando que le solicitaran la lujosa vestimenta que cubriría el cuerpo desnudo de ese diminuto ser.
La cara de la reina se crispaba al compás de sus empujones. El lienzo inmaculado estaba abarrotado de marcas y la mano de doña Beatriz alcanzaba signos evidentes de asfixia.
Lo que más impresión causaba a doña María de Mendoza de todo aquello era el silencio. El mutismo que envolvía los envites de la reina, el sigilo en los movimientos precisos del doctor, la quietud de doña Beatriz de Bobadilla, la discreción de las damas que asistían al facultativo… Era un silencio profundo, que hacía irreal ese nacimiento.
Al fin, el cuerpo del bebé fue visible y el médico lo recogió entre sus manos. El silencio no se detuvo. Doña María de Mendoza nunca había presenciado un parto pero aquel sepulcral vacío le generó cierta desazón. Las damas que atendían al médico se separaron de él con la cabeza gacha y ella las siguió, con las ropas inmaculadas que envolverían al recién nacido. Pero su paso se detuvo en seco; algo en la expresión de doña Beatriz de Bobadilla le hacía presagiar un mal.
Entonces, miró al pequeño que reposaba en los brazos de una de las damas y se lamentó profundamente de haberlo hecho. La imagen de ese ser rígido, inerme… mudo, la sobrecogió tanto que ya nunca más la abandonó.
El silencio era lúgubre, tan solo interrumpido por un sollozo entrecortado que de cuando en cuando escapaba, sin permiso, de labios de la soberana. La reina Isabel había soltado a su amiga Beatriz para poder ocultar su cara entre las manos entrelazadas. La quietud era tétrica y violenta.
Doña Beatriz de Bobadilla se puso en pie, con el rostro anegado en lágrimas para recoger las prendas que la estupefacta María de Mendoza había dejado caer al suelo. Ella vestiría al infante; el pequeño vestiría sus galas… aunque solo fueran a ser lucidas en la sepultura. Una orden inesperada la detuvo:
—Esperad —señaló el médico—. Alguien más puede necesitar esas ropas.
Sus palabras fueron seguidas de un llanto agudo. Para sorpresa de todos, otro bebé acababa de abandonar el regio vientre materno. El facultativo sostenía entre sus brazos una pequeña infanta y esta sí que lloraba. El frío de la época avivaba el quejido del bebé y la alegría de los presentes.
La reina Isabel se incorporó levemente. Dos lágrimas resbalaron por sus mejillas; una por cada bebé parido.
La religiosa de Coimbra cerró la carta y esbozó una sonrisa. Guardó el documento en sus ropajes y alcanzó una hoja para escribir contestación a Luis XI. Cuando el breve mensaje estuvo listo, estampó su firma, junto a la rúbrica:“Yo, la reina”. En ese momento, la puerta se abrió para dejar entrar a la abadesa. La mirada huidiza de doña Juana hizo recelar a la priora. Se acercó a la mesa; sobre ella no había ningún papel ni nada en que fundar sus sospechas.
—¿Qué estabais haciendo? —curioseó la priora con desconfianza.
Doña Juana se revolvió en el asiento, fingiendo malestar por una pregunta que se inmiscuía en su intimidad; el movimiento le permitió arrastrar la carta oculta bajo sus nalgas hacia el centro de la silla.
—Estaba orando —mintió.
Doña Juana hablaba con la cabeza altanera, sin preocuparse de que su indiferencia hacia su interlocutora quedara tan visible. Su presencia en ese instante la incomodaba sobremanera.
—No busquéis secretos en mi celda. Mi vida no es tan apasionante como para necesitar ocultarla.
—No opino lo mismo. Precisamente de eso venía a hablaros. Vuestra conducta liberal contraviene las normas de esta orden y ofrece mal ejemplo a las jóvenes sirvientas de dios. Os recuerdo que vuestros votos os impiden ausentaros del monasterio, aunque... aunque vuestro primo, el rey Juan II de Portugal, os lo consienta. Os ruego decoro en vuestro comportamiento, como corresponde a vuestra condición.
—¿Mi condición? —rugió—. ¡Soy la reina de Castilla, despojada del trono y forzada a una reclusión monjil!
—Vos elegisteis esta morada.
—No será por mucho tiempo —quiso añadir doña Juana pero amordazó su lengua y repuso con humildad—: Si vuestra reprimenda ha concluido os ruego que abandonéis mi celda. Deseo permanecer en soledad para enmendar mis pecados.
Una sonrisa burlona se dibujaba en su cara.
—Habéis de saber —replicó la abadesa— que la fuerza del Altísimo refrenda mis palabras. El papa Sixto IV ha dictado una bula en la que encomienda a los eclesiásticos que os amonesten por vuestra conducta inmoral.
Luego se giró y abandonó la celda. Horas después, doña Juana salía del convento, como era su costumbre, ignorando las advertencias y recomendaciones de la madre superiora.
Cuando su carta llegó a Francia, Luis XI transmitió a su sobrino la dicha: la novia aceptaba el compromiso. El joven entendió lo que se esperaba de él y, sin más preámbulos lanzó su petición de desposar a doña Juana.
En Castilla, la noticia estremeció a la corte; la mente de los monarcas se pobló de incertidumbres. ¿Qué se proponía el monarca galo, reavivar viejos rencores en Castilla o tal vez enredar al rey Fernando en otra guerra castellana, alejándole así de la protección de su reino? Francia ambicionaba algunas tierras de la corona de Aragón y el soberano aragonés no lo ignoraba; como también sabía que la guerra con Granada dificultaría la defensa de sus territorios.
Anunciaron a la reina Isabel que su marido Fernando acababa de llegar y ella se sobrepuso; las lágrimas eran la expresión del desaliento, pero la esperanza bullía a su alrededor: en el cuerpo de su otro bebé y en las novedades que traía del frente su marido Fernando, aunque… su mirada apesadumbrada le hizo temer que las noticias eran poco alentadoras.
Él obvió los rodeos y las ambigüedades:
—Quisiera poder reconfortarte con una buena nueva pero… hemos sido vencidos en el ataque a Loja.
La reina Isabel guardó silencio; no así el soberano que ansiaba poner voz a sus inquietudes.
—Nuestros soldados —explicó— no están preparados para los duros lances que tienen que librar; los ataques se suspenderán hasta que el ejército esté bien pertrechado.
—¿Quieres decir que necesitan ser mejor armados?
—Sí. Hay que usar más artillería pero eso requiere carros pesados que la transporten. Sin embargo, los caminos son demasiado estrechos y no están acondicionados para el paso de estos convoyes. Será necesario ensanchar los caminos, construir puentes más resistentes...
—¿Y quién se encargará de ello?
—El ejército. Es mi propósito que el ejército se especialice. Muchos batallones irán al frente; unos pocos escuadrones se encargarán de que todo esté preparado.
—Es una gran idea —sentenció ella.
—Así es. La ferocidad en la batalla es tan importante como la preparación previa —resumió él.
—Y la atención a los heridos —apuntó ella.
Su marido Fernando la miró sin entender. Ella expuso su intención de velar por la pronta recuperación de sus soldados.
—Ellos entregan la vida por nosotros. Justo es que les correspondamos ofreciéndoles los mejores cuidados para aquellos que sean caídos en el campo de batalla. La atención a los enfermos se demora con el traslado al hospital;muchos de ellos agonizan en el viaje o… fallecen. Por ello, es mi intención que los heridos no se desplacen; el hospital viajará con ellos. Será un hospital de campaña.
Era una original iniciativa. De esta manera, las posibilidades de recuperación eran mayores.
—Yo misma —continuó—, me encargaré de su aprovisionamiento. Habrá seis tiendas distintas, en función de las necesidades de los heridos, con todo lo necesario para su atención: camas, médicos, cirujanos y botica. Nada les faltará; ni siquiera mi presencia. Les visitaré y encargaré la entrega de dádivas y regalos; así mitigaré su sufrimiento.
—Te adorarán más de lo que ya lo hacen. Sus voluntades serán tuyas.
—No espero ganar, sino no perder vidas humanas —expresó con un deje en la voz, rememorando a su recién nacido a quien ya habían enterrado.
—Es una gran idea. Un hospital de campaña que no tardarán en llamar el hospital de la reina.
Los reyes cerraron sus planes con una recíproca mirada de admiración. Después, sus ojos se concentraron en la pequeña infanta recién nacida, que dormía plácidamente ajena al esfuerzo de sus padres por extender su legado. De nuevo, la unión de los esposos les dio valor para afrontar los designios divinos; la Providencia se había llevado un bebé pero les regalaba otra vida, a la que acordaron llamarla María, como la Santa Madre ante quien se encomendaban; esperaban su protección para vencer en el campo de batalla.
Otro de sus vástagos, lejos de allí, trataba de informarse de las novedades de la guerra. Desde su residencia lusitana, en Moura, la infanta Isabel de Castilla, que ya contaba con once años de edad, platicaba con sus damas de compañía. Doña Inés, por ser la más joven, era también la más atrevida.
—El rey moro tiene bien merecida la guerra. Su osadía no tiene límites. ¿Sabéis cuál fue su primer reto? —y ante la mirada expectante de la infanta Isabel continuó—: Cuando en 1.474 vuestra madre se hizo coronar reina de Castilla, Muley Hacén solicitó la tregua acostumbrada.
Al cambiar de manos la corona, el rey nazarí solicitó a la nueva monarca ratificar el tratado de paz firmado por Juan II de Castilla a raíz de su triunfo en la batalla de la Higueruela. La reina Isabel dio su conformidad a cambio del pago de las acostumbradas parias, pero Muley Hacén supo aprovechar el caos político del momento.
—La reina Isabel aceptó pero cuando quiso cobrar el tributo, el muy atrevido replicó que en su tierra no se hacían monedas, ¡sino lanzas!
—¿Amenazó a la reina de Castilla? —preguntó la infanta con incredulidad—. ¿Y qué hizo mi madre?
—Nada.
—¿Nada? —inquirió con escepticismo—. ¿Aguantó ese desplante?
—Vuestra madre estaba inmersa en la Guerra de Sucesión de Castilla. Todo un lustro le costó afianzarse como heredera al trono. Bueno… —apostilló— las amenazas aún están presentes.
—¿Qué queréis decir?
Pero la pregunta quedó en el aire sin respuesta. La mirada reprobadora de doña Catalina, la dama de más edad, impidió que doña Inés pusiera al corriente a la infanta Isabel de los rumores que circulaban en Lisboa. Se decía que doña Juana abandonaba con frecuencia el monasterio de las clarisas. La que se llamaba reina de Castilla no aceptaba su cautiverio monjil y gustaba de llevar una vida lujosa cerca de la corte portuguesa. Además, los rumores apuntaban al próximo enlace de la aludida con el sobrino del rey francés, don Francisco Febo, contraviniendo lo tratado en Alcaçobas. Y, para más enojo, todo ello se gestaba con el beneplácito del rey Juan II de Portugal, que en pocos años sería el suegro de la infanta Isabel. Por lo que era mejor no mostrarse chismosa; en asuntos regios, toda prudencia era poca.
Sin embargo, la curiosidad de la infanta Isabel se había despertado, para congoja de la timorata doña Inés que no sabía cómo deshacer la imprudencia de sus labios.
—¿Qué queréis decir? —volvió a preguntar la infanta.
Doña Catalina, versada en estas artes, corrió en ayuda de la azorada Inés.
—¿Sabéis que Muley Hacén pierde la cabeza por una noble cristiana? —doña Catalina intentaba desviar el tema.
La infanta Isabel pareció sentir interés por un tema tan escandaloso. Doña Inés respiró aliviada y su salvadora no demoró el chisme, no fuera que la infanta recordara que el otro asunto le afectaba más directamente.
—Doña Isabel de Solís se llama —empezó doña Catalina pero él se dirige a ella como Zoraya, que significa “lucero del alba”. Tan enamorado estaba que la secuestró y se casó con ella. Su primera esposa, la sultana Fátima, se sintió traicionada y… —Un momento, ¿su primera esposa habéis dicho? preguntó la infanta.
—¿Acaso no sabéis que ellos pueden ser polígamos? Su religión les permite tener más de una esposa. La sultana Fátima arde de celos, mientras él disfruta una pasión adolescente —censuró.
Muley Hacén estaba reunido con sus visires, analizando su estrategia marcial; en este acto participaban también sus dos hijos, Boabdil y Yusuf. Aprovechando esta reunión, Aixa acudió a un encuentro clandestino, muy cerca de allí. Cruzó el patio de los Leones y pasó por delante del salón de los Reyes, donde tenía lugar el consejo real, para dirigirse a la Sala de los Abencerrajes. Ya no moraban allí los poderosos nobles que antaño habían conspirado para favorecer la proclamación o la caída del sultán que más conviniera a sus intereses. Muley Hacén, apoyado por el clan rival de los Zegríes, había logrado expulsarles de la Alhambra. Sin embargo, como si su perniciosa influencia hubiese quedado adherida a las paredes de aquella zona, la sombra del descontento empañaba la lealtad que uno de los visires debía al sultán. Había excusado su ausencia de la reunión pretextando una dolencia física que resultó creíble, liberando así su carga política para entregarse a su encuentro secreto con Aixa. Su amistad había ido creciendo con el paso de los años hasta convertirse casi en devoción. El caballero se había sorprendido de descubrir en la sultana Fátima un corazón aguerrido y una fortaleza de acero, además de una perspicaz inteligencia y una moralidad intachable. No en vano el pueblo le había apodado "la Horra", para significar la integridad de su conducta. Nadie sospechaba las esperanzas que ahora abrigaba la sultana, acudiendo a la residencia privada de uno de los hombres de confianza del sultán para encontrar el apoyo y la lealtad de que andaba necesitada.
En la soledad de su alcoba, el visir, ataviado con un turbante blanco, esperaba ver recortarse la silueta de la sultana. La oscuridad era total, pero la celosía del ventanal le permitió adivinar una sombra. Entreabrió la puerta de sus aposentos privados y ella apareció allí. Un aroma a esencia de jazmín escapó al patio.
La sultana Fátima entró, después de comprobar que nadie había seguido sus pasos. Al entrar en la alcoba, la luz de la lamparita que ardía iluminó las pupilas de su acompañante; sus ojos azabaches destacaban más con el turbante níveo que abrazaba sus rizos. Vestía todo de blanco. Su apariencia era inmaculada. El visir la esperaba con impaciencia y no podía ocultar su alegría por tenerla allí. La varilla de incienso se había consumido pero el olor permanecía en la sala. Ella también sonrió.
Una hora después, Aixa se acercó a la puerta con intención de marcharse. El fornido visir le tomó del brazo para hacerla girar. Lo hizo con suavidad, como si sus manos tocaran una piedra preciosa.
—¿Deseáis que acabe con la vida de Muley Hacén?
—No. La muerte niega el sufrimiento. Ser espectador de su desgracia será el justo pago a sus traiciones —repuso esta con una sonrisa.
—Bien. Pronto volveremos a encontrarnos —concluyó él.
—Así lo espero —se despidió ella.
La sultana Fátima entreabrió la puerta, habiendo tomado la precaución de desasirse de la mano del apuesto caballero. Miró al exterior. La noche aparecía calma; solo llegaba el rítmico fluir del agua de las fuentes. Aixa se giró y no pudo reprimir una sonrisa de satisfacción. Después, colocó el velo sobre su rostro y salió al exterior. La oscuridad envolvió a esa enigmática sombra que ocultaba sus rasgos femeninos bajo un manto de color marengo.
La reunión de Muley Hacén acabó de forma inesperada. Su hijo Boabdil denostaba abiertamente los planes de su padre y no ocultaba sus pulsiones por liderar la fuerza contra los cristianos y organizar la contienda a su manera. Su temeridad asustaba a los consejeros reales y enervaba a su padre, hastiado de su petulancia, expresada en constantes reproches de tono elevado.
La discrepancia en una cuestión baladí fue el gas que extendió la llama que ardía entre el padre y el hijo. El enojo de Muley Hacén se tradujo en cólera y ordenó a Boabdil abandonar la sala. Este se negó y el padre sintió sus ojos cegarse de ira. La rápida mediación de su hermano ayudó a sofocar el incendio. Agarró a Boabdil del brazo y tiró de él con fuerza para arrastrarlo al exterior de la sala; este opuso cierta resistencia, pero los consejeros del sultán, alentados por los improperios que manaban de labios de Muley Hacén, contribuyeron a su desalojo.
Una vez fuera, Boabdil giró el cuerpo con brusquedad para soltarse de su hermano. Este le previno.
—Hermano, calma tu ira; deja que la prudencia sea tu consejera.
—Tú, en cambio, has estado muy callado, Yusuf. ¿Acaso tu boca es muda como tu valor? —explotó, descargando su rabia contra quien no lo merecía.
Yusuf no sonrió. La seguridad de su hermano nacía de una peligrosa petulancia.
—Cuida tu arrogancia, no sea causa de tu perdición. Mi silencio refleja las dudas de mi mente, Boabdil. El ejército cristiano nos supera en número. Hay que valorar bien nuestras posibilidades antes de arengar a nuestra gente a un ataque suicida. Dejar al pueblo sin defensas es peor que claudicar al vasallaje.
—Ellos son más numerosos, pero nosotros les superamos en ferocidad. Nuestros soldados pelean con gran ardor, conscientes de que la derrota significaría el exilio o, peor aún, vivir sometidos a una soberanía que no reconocemos y a unas costumbres que no acatamos. Además, no olvides que estamos bien parapetados en esta serranía tan inexpugnable.
—Cierto, Boabdil, pero tú sabes que no medimos nuestras fuerzas en el campo de batalla. Ellos acosan nuestras ciudades con una táctica desmoralizante a la vez que segura para sus huestes.
El aludido asintió. Los cristianos gozaban de superioridad marcial. Eran ellos quienes tomaban la iniciativa, a través de una estrategia acechona, ausente de beligerancia: desplegaban sus fuerzas en los alrededores de la villa elegida y esperaban pacientemente la rendición. El bloqueo del abastecimiento, unido a la destrucción de sus bosques y campos desmoralizaba a la población. Los soldados nazaríes se hundían en la desesperación, incapaces de defender a sus gentes; abandonar la protección de la ciudad para encarar al enemigo, bien pertrechado y guarecido en las afueras de la ciudad, era un suicidio.
El ejército cristiano, empero, mostraba una paciencia efímera. Si transcurrido un tiempo prudencial el enemigo no se rendía, la ciudad caía abatida por el fuego de la artillería. La violencia de la descarga, acompañada de las pellas, unas bolas ardientes lanzadas con catapulta, desalentaba los enardecidos ánimos de la población. La oposición granadina era destruida al ritmo que se derruía su ciudad. Después, la clemencia cristiana era una ilusión.
Los monarcas cristianos tenían fama de benévolos con aquellos que se sometían, pero se mostraban duros e implacables con los que no se rendían, pues habían puesto en riesgo la vida de sus soldados.
—Juiciosas son tus palabras, hermano —habló Boabdil—. Mi confianza en Alá, sin embargo, es más firme que mi pesimismo. Creo en nuestra victoria. Él pertrechará nuestros cuerpos de valor y nuestras mentes de sagacidad. Seguiremos el ejemplo de Mehmet II.
—No obstante, los reyes cristianos son monarcas poderosos que gozan del beneplácito de sus ciudadanos. Gobiernan dos reinos unidos y estables, que les reconocen como soberanos. Mientras que nuestro pueblo se halla dividido por las pugnas entre los Abencerrajes y los Zegríes. No tenemos nuestras fuerzas unidas y eso nos hace vulnerables.
—Nuestro padre es un sultán debilitado por su dura fiscalidad y su incapacidad para recuperar Alhama. Junto a eso, su pasión senil por la cristiana cautiva le condena a los ojos del pueblo.
Boabdil había escupido el desprecio que sentía por su padre. Su corazón supuraba el rencor de su madre Aixa, motivado por Isabel de Solís, la infiel por cuya causa ardía de celos. La sultana vivía dolida y despechada, por el desplazamiento que había sufrido en el harén.
En ese momento, la protagonista de sus preocupaciones hizo acto de presencia. Al ver a sus hijos de pie y uno frente a otro, temió que una disputa mediara entre ellos y se acercó para intervenir. Boabdil la vio llegar y apostilló su frase.
—Todo ello le condena a los ojos del pueblo y de su esposa, que contempla resignada su traición —añadió Boabdil.
—No, resignada nunca —replicó esta en un tono cargado de misterio.
La expresión complacida de la sultana había causado extrañeza en Yusuf, el hijo más flemático y, por ello, más agudo en sus observaciones. Este esperaba que su madre les confiara el secreto de la sonrisa que sus labios ocultaban y sus ojos proclamaban. Sin embargo, Aixa guardó silencio. Yusuf abordó la incógnita.
—¿De dónde venís, madre?
—De buscar la paz a mi alma —suspiró.
—Eso ya se advierte, madre. Vuestro semblante está sereno, vuestro corazón dichoso. ¿Habéis estado rezando, acaso? —indagó de nuevo con suspicacia en la voz.
No fue Aixa quien contestó. Boabdil se había acercado a ella y había descubierto el secreto de su misteriosa sonrisa.
—¡Madre! ¡Vuestras prendas desprenden olor a jazmín! —acusó Boabdil, preso de la cólera.
Se hizo un silencio violento. Los tres conocían el alcance de esa afirmación. Solo había una persona en la Alhambra que gustara de embriagar sus aposentos con ese aroma. La mirada de la sultana se repartía entre sus dos hijos, que no pestañeaban mientras escudriñaban sus gestos. Yusuf notó que su recóndita sonrisa no se había desdibujado de su rostro.
Boabdil destilaba serenidad, pero el rictus de su boca desdecía su apariencia. Esperaba que su madre le abofeteara, por tan osada acusación. Pero no lo hizo y esto acrecentó su furor. Ansiaba interrogarla, aunque si la fuerza salía por su boca no estaba seguro de poder domarla. Prefirió contener sus impulsos y guardar silencio.
Por el contrario, su hermano necesitaba que la sultana impugnara la grave calumnia que se escondía tras la afirmación de su hermano. De ser verdad, la sultana habría vulnerado el código de conducta que rige la vida en el matrimonio. Nada importaba que ella enfermara de celos por el amor olvidado de Muley Hacén. Eso no era justificar su indecencia, sino sumar a una inmoralidad, otra.
—¿Calláis, sultana? —quiso saber Yusuf.
Boabdil, el hijo más unido a su madre, sintió que en su interior una deidad caía de su pedestal. El afecto que con tanto primor había tejido ella para sus retoños ahora se hacía añico por una conducta tan indecorosa. Ahora era él quien quería abofetearla, no tanto para expresarle su repulsa, sino para liberar el ciego furor que le dominaba. Consciente de que una lengua viperina podía ser tan hiriente como un golpe, Boabdil apretó su mandíbula para evitar que sus labios escupieran un caudal de palabras ofensivas, pero no pudo contener todas.
—¿Buscáis vengaros de Muley Hacén o habéis disfrutado de verdad? —le increpó.
—Los Abencerrajes son una familia poderosa, hastiada de Muley Hacén y su… excéntrico comportamiento.
—No estamos juzgando a nuestro padre, sino a ti. Contestad a mi pregunta: ¿buscabais venganza o placer?
—Las dos cosas; la venganza siempre da placer —fue toda su respuesta.
Boabdil no quiso oír nada más. Incapaz de controlar su rabia se propuso abandonar la sala. La voz firme de Aixa le detuvo en seco.
—¡Detente, Boabdil! Y escucha a la sultana.
Ni Yusuf ni Boabdil deseaban escuchar una disculpa que excusara lo injustificable, pero no habían sido educados para desobedecer a su madre. Se mantuvieron allí, inmóviles, con el rostro serio, sabiendo que la confesión de su progenitora les llenaría de dolor.
Don Francisco Febo murió. Se acababa la promesa matrimonial francesa, pero doña Juana seguía en edad casadera y pretendientes no habían de faltarle…
El crepúsculo iba envolviendo en penumbras la Alhambra. La luz expiraba mientras las voces humanas se silenciaban, dando paso a la quietud. Boabdil y se afanaban en anudar las telas que habían permanecido ocultas a la vista de los guardias, hasta que formaron una larga cadena, suficiente para descolgarse por la pared de la Torre de Comares. Era ya noche cerrada cuando su trabajo estuvo finalizado. Entonces, las sombras ocultaron la huída furtiva de los dos hermanos.
Aixa esperó con el alma anhelante hasta que escuchó un lejano galope y suspiró aliviada. Los Abencerrajes habían cumplido su palabra de esperarles en la Cuesta del Barranco con las monturas que les llevarían lejos de allí. Sonrió satisfecha y se retiró de la terraza que, desde lo alto de la Torre de Comares, dominaba el valle del Darro, que ahora permanecía tan oscuro e inextricable, como resultaban también sus intenciones para el sultán de la Alhambra. Muley Hacén dormía plácidamente, ajeno a la conspiración que se levantaba en torno suyo.
La fatiga azotaba el cuerpo de Aixa pero no pensaba dejarse dominar por el sueño. A tal fin, pasó al cuarto contiguo y se dirigió al arco de herradura apuntado que se adivinaba en la pared del fondo. La ornamentación de ataurique que decoraba el mihrab desvió su atención por unos instantes, pero no lo suficiente como para olvidarse de sus plegarias.
Nunca supo cuánto tiempo transcurrió hasta que, al fin y tal como había convenido con el visir de turbante níveo, la vigilancia del palacio de Comares se relajó y ella pudo deslizarse por la puerta abierta hacia su libertad. Sus brazos hubieran sido incapaces de resistir el peso de su cuerpo a lo largo de los cuarenta y cinco metros de pared de la Torre; en cambio, su cuerpo menudo y ágil podía confundirse entre las sombras de la noche sin levantar sospechas.
Se dirigió al encuentro de su salvador.
El capitán de la guardia real merodeaba por el corazón de la Alhambra, atento a los sonidos de la noche. Atravesó el patio de los Leones y echó un vistazo en rededor. La sala de las dos hermanas, el salón de los reyes y la sala de los Abencerrajes estaban en calma. Aunque... una sombra parecía agazapada en un rincón.
Agudizó la vista, para distinguir si era una figura humana o un espectro de la noche. La luna nueva dificultaba su indagación. La enigmática figura se movió y fue a colarse a hurtadillas en uno de los aposentos. El tintineo del agua sobre la fuente envolvió el suave crujido de sus vestidos mientras avanzaba. Su manera de andar delataba que se trataba de una dama de porte señorial, a pesar de que el anonimato de la noche ocultaba su identidad. Con un paso tan ágil como discreto, la dama se coló en las habitaciones del apuesto visir. Un tenue aroma a incienso de jazmín llegó hasta la posición del capitán. Sonrió; nadie, salvo él, había sido testigo de ese encuentro amoroso. La calma seguía reinando en el patio de los Leones. Entonces, abandonó la zona para merodear por las otras dependencias del palacio real.
Instantes después, dos sombras salieron a galope de la Alhambra, cabalgando sobre la misma montura. La luz aún era una tímida promesa, pero suficiente para que los vigías sorprendieran la huída. El velo de la noche aún no se había retirado, por lo que la identidad de los fugitivos permaneció oculta, pero no así sus vestiduras; la dama iba envuelta en un manto azul marengo y el caballero vestía una capa y un turbante tan blancos como relucientes.
El capitán de la guardia real se dirigió a los jardines del Partal, donde sabía que hallaría al emir. El sueño despedía temprano a Muley Hacén y éste gustaba de pasearse por ese bello paraje, para respirar los aromas de la noche antes de que la luz los desvaneciera. Su perspicaz olfato agradecía este brindis. Los soldados que acompañaban al capitán de la guardia real se distribuyeron a lo largo del jardín hasta que dieron con su señor. Muley Hacén apenas les dejó explicarse. La descripción de la dama activó la fiereza del sultán, aquella bravura que cultivó en su juventud y que ya muchos creían abolida. Sus ojos habían adquirido unas dimensiones desproporcionadas y su boca semejaba las fauces de un león. Todo su rostro destilaba una expresión felina que causaba pavor.
—¡Insensatos! —bramó.— ¿Por qué no me avisasteis antes?
Tras lo cual se alejó a gran velocidad, seguido a distancia por unos atónitos soldados que no lograban explicar el enojo desmedido de su emir.
Corriendo con toda la agilidad que sus añejas piernas le permitían, Muley Hacén se encaminó al harén. El temor invadía su ser. Hacía ya varios días que una estúpida discusión había alejado a Zoraya de su lecho. Anoche mismo, ella se había retirado temprano a descansar y... La mención del caballero de turbante blanco y de una dama cobijada en una capa azul marengo sorprendió las cavilaciones del emir. Su amada gustaba de ataviarse con el índigo, color que combinaba con el cielo que habitaba en sus pupilas y el fugitivo de turbante níveo no podía ser otro que el más vehemente de sus visires, un hombre tan apuesto como seductor, a quien Muley Hacén había sorprendido en alguna ocasión admirando a hurtadillas la belleza de su Lucero del Alba.
En aquel momento de incertidumbre, los pensamientos de Muley Hacén fluían sin descanso, como el agua manaba de la fuente; y horadaban su fortaleza, como el precioso líquido erosionaba la piedra. Él no había sabido amarla como la joven esperaba y ella había decidido fugarse. Zoraya huía de sus brazos seniles y de su cuerpo marchito para entregarse a la pasión de un amor joven y ardiente. Se detuvo para tomar aliento y el capitán de su guardia se le adelantó.
—¡Mi señor! Deteneos y dadnos las órdenes precisas para que cumplamos vuestro mandato.
—¡Déjame, no me retrases más! —gritó, ofendido por la alusión a que sus piernas no aguantarían la carrera.
El sultán retomó su paso; nadie más que él podía enfrentarse con la ausencia de Zoraya. Muley Hacén seguía corriendo, como también lo hacía su fantasía. Recreó la imagen de su Lucero del Alba ocultando en el harén al miserable de níveo turbante. Le habría cobijado de noche, contando con la complicidad de la luna nueva. Él la habría contemplado, extasiado de tanta belleza, y ella habría admirado, por primera vez, aquellos ojos azabache, que seducían como una espiral, y aquellos rasgos varoniles, envueltos en aroma de jazmín, que turbaban los sentidos. El visir era irresistible; el sultán conocía las risitas que escondían las jóvenes del harén cuando, ocultas tras las celosías, le veían pasar; y en su presencia, sus cuerpos olvidaban el pudor, moviendo sus caderas en una sensual cadencia.
La respiración de Muley Hacén era agitada, no tanto por la carrera sino por las imágenes con las que su mente le atormentaba. Habrían pasado muchos minutos juntos, agazapados en la oscuridad hasta encontrar el momento preciso de fugarse sin levantar sospechas.
Muley Hacén sintió que necesitaba descanso ¡y aliento! El esfuerzo había debilitado su cuerpo senil, pero, lejos de detenerse, apretó su paso. Él siempre se había sentido orgulloso de su edad; el tiempo no había mermado ni su vigor, ni su inteligencia; hoy, en cambio, se sentía avejentado. Por primera vez pensó en él como un hombre maduro, incapaz de competir con el cautivador visir. Zoraya volvió a aparecer en sus pensamientos, entremezclada con la imagen del atractivo sarraceno. Los dos, cuerpo con cuerpo, piel con piel, compartiendo el miedo a ser descubiertos. El pulso de sus corazones avivaría sus emociones y sensibilizaría sus sentidos… El emir sentía su ánimo inflamarse. Tal vez incluso el miserable hubiera osado colarse en su lecho, el escondite más seguro, donde nadie osaría ir a buscarle. Habrían permanecido en silencio, yaciendo cuerpo con cuerpo, sintiendo uno la respiración del otro.
Los ojos del sultán estaban inflamados de la visión. Respiró con fuerza e inició la carrera de nuevo para que el cansancio mitigara su ira. Sus pensamientos se sucedían rápido. En su mente se fundía el olor a jazmín con el aroma de la inocencia. El cuerpo aceitunado restregándose contra la piel sedosa de su Zoraya. Los labios carnosos del sarraceno pervirtiendo la virtud de la cristiana. Los vaivenes del fornido visir arrancando suspiros a su Lucero. Sus envites provocándole gemidos... Muley Hacén enloquecía. La imagen de la cautiva sucumbiendo al encanto de su libertador le abrasó. Los ojos se le anegaron ante la imagen de su flor de azahar abriéndose para ser polinizada.
El sultán llegó a los aposentos de Zoraya sin aliento, pero con una fuerza inusitada. Se coló con brusquedad y se dejó caer sobre su lecho, cubriéndose la cara con las sábanas aún calientes. Muley Hacén aspiró con furia el olor de la ropa de cama. Quería aspirar el aroma del gozo que él nunca le había proporcionado a su Lucero.
—¿Qué hacéis, mi señor?
¿Era ella quien había hablado? Muley Hacén se giró y contempló su imagen como una visión. ¡Zoraya estaba allí! Permanecía en pie tras él, cubierta con su salto de cama y sosteniendo un libro entre las manos. Al ver que el sultán parecía petrificado y ante lo extravagante de su comportamiento, la esposa se acercó con expresión de inquietud. Se arrodilló ante él y secó la humedad de sus pómulos con sus finos dedos. Él pareció salir de su ensimismamiento. Agarró las manos de su Zoraya y besó sus palmas, mientras rompía a llorar como un niño pequeño. El llanto arrastraba sus turbios pensamientos y su agonía.
—¿Qué os sucede, esposo mío? Vuestra aflicción inquieta mi espíritu —comentó ella.
Por segunda vez, su pregunta no tuvo respuesta. Muley Hacén no se atrevía a confesarle sus miedos, temeroso de que su desconfianza enojara a Zoraya. Ella, que siempre había tenido una conducta irreprochable. Ella que había soportado con estoicidad las artimañas de la sultana Fátima para alejarla de su lado. ¿Cómo podía haber sospechado una deslealtad así? ¿Acaso la renuncia de su Lucero a su nombre, a su familia y a su fe no había sido suficiente prueba de amor? El emir buscó su pecho para esconder el rostro y descargar los remordimientos. Era temprano y ella aún no había procedido a su aseo matinal. El aroma de la noche permanecía en su piel. El emir notó que otras emociones más placenteras, pero igual de salvajes, se iban abriendo paso. Zoraya se sintió igualmente invadida de deseo y acercó sus labios a la boca de Muley Hacén. Éste la besó con pasión.
La escena quedó interrumpida por la voz de los guardias, que permanecían apostados fuera, sin atreverse a vulnerar la intimidad de tan regia residencia. Reclamaban al emir para informarle de otras novedades.
Zoraya se sintió alarmada.
—-¿Qué sucede? —inquirió, sobresaltada por el frenético curso de los acontecimientos.— ¿Por qué venís a turbar mi reposo?
El extraño comportamiento de su marido le había alertado pero la furia que había sentido con su beso había sometido su razón. Sin embargo, los gritos de los soldados le habían hecho recuperar su voluntad. Estaba asustada. Volvió a acercarse a Muley Hacén y asió fuertemente su mano.
—¿Qué sucede, esposo mío? Malos presagios llenan vuestro silencio.
Muley Hacén ignoró la pregunta, porque era incapaz de responderla con sinceridad. Salió al exterior y los guardias le informaron de las sucesivas fugas que habían tenido lugar esa noche. El emir sintió su ánimo inflamarse. El caudal de sentimientos contenidos que había atormentado su alma hacía sólo unos instantes se proyectó hacia su guardia, como el disparo de una bala que hubiese estado encasquillada.
—¡Inútiles! ¡Estúpidos! ¿Quién de todos vosotros ha traicionado mi confianza? ¿Quién ha dejado escapar a mis hijos? ¡Haré jirones con vuestra piel hasta que descubra al culpable!
Nunca antes había hablado a sus escoltas con tal dureza.
—¡Mi señor! —inició Zoraya para llamar su atención.
El emir se dejó arrastrar por esos brazos dulces que le hacían retroceder, para llevarle hasta una discreta posición donde sus palabras no pudieran ser escuchadas.
—Dejad que vuestros soldados
les persigan y cuando les den alcance… La ocasión os es propicia.
Su huída permitirá que os veáis libre de la amenaza que suponen
vuestros vástagos y… ¡el pueblo pronto se olvidará de "la Horra"!,
la sultana deshonesta que se fugó con su amante. No os enojéis por
su fuga. El pueblo entenderá que…
—Me deshaga de ellos —apostilló.
Muley Hacén se serenó. Zoraya, por su parte, sonrió aliviada; al
fin su rival le había dado la oportunidad de acabar con ella y sus
desprecios. Pensó también en sus hijos, Cad y Nasar; ahora que
Boabdil y habían caído, ellos eran los siguientes pretendientes a
suceder a su padre.
—Seguid a los fugitivos y cuando les deis alcance… ¡No deben regresar nunca! ¿Está claro? —ordenó.
Los soldados asintieron. Muley Hacén se adentró en la alcoba de su esposa. La fatiga había alejado las ganas de retozar con ella, pero deseaba reposarse junto a su bella flor. El candor de sus brazos le daría las fuerzas que la carrera y el miedo habían mermado. Además… le debía una explicación. Muley Hacén inspiró con fuerza para que el valor no le huyera mientras le confesaba sus recelos anteriores.
El capitán de la guardia real eligió a los soldados que le acompañarían a seguir los pasos de los hijos prófugos. En unos minutos, todo estuvo preparado para la partida. Los cascos de los equinos replicaron contra el suelo, en el galope fulminante que les llevó a alejarse de la Alhambra… para no regresar jamás. Se dirigían a Guadix, donde sabía que encontrarían a Boabdil y sus acólitos.
En Coimbra, una monja clarisa abandonó su morada a plena luz del día, sin importarle que el resto de las hermanas fueran testigos de su gallardía. No vestía sus hábitos, sino un traje suntuoso y un lujoso tocado. Su fino cuello lucía además un collar de oro con unos zafiros engarzados. Todas estas prendas y sus abalorios habían llegado esta mañana, de parte de Juan II de Portugal. El emisario que las portaba iba acompañado de un séquito de damas bien ataviadas, que ayudarían a doña Juana a componerse.
Esta lucía un aspecto envidiable. La abadesa trató de impedirle la salida, apelando a sus votos y a su sentido del deber; su conducta resultaba un mal ejemplo para las hermanas de noble cuna que habitaban ese convento. Doña Juana soltó una carcajada por respuesta y se zafó de las manos que la retenían.
—Mi primera obligación es obedecer las órdenes del soberano. Habéis de saber que él gusta de mi compañía por mi carácter ameno. Y yo acepto gustosa su invitación, pues —su voz se hizo lastimera— la… quietud de este claustro me oprime el corazón.
Mientras hablaba, había posaba su mano en el pecho. La opresión de su corpiño realzaba su busto y el ostentoso collar. La priora no sabía si se sentía más ofendida por la indiferencia de doña Juana hacia su vida monacal o por su carácter irónico, pese a lo cual se resignó a dejarla ir. No podía vetarle la marcha y, en cierto modo, ya estaba casi acostumbrada a sus salidas. Acudía a las fiestas y su conducta no era tan comedida como su estado aconsejaba; sin embargo, era la protegida del monarca y nadie en la corte censuraba su comportamiento.
En esta ocasión, había sido el propio rey quien había alentado su actitud desafiante, rogándole que le acompañara durante los festejos que iban a celebrarse en la corte. Ella creía que Juan II de Portugal lo hacía obligado por un sentimiento de culpa ya que, lejos de erigirse en defensa de su derecho al trono, había aceptado para ella el humillante puesto de reina consorte, al lado de un esposo joven e ingenuo. Aunque también Juana se inclinaba a pensar que su carácter festivo, contenido por el rigor del convento, transformaban en amenas y divertidas las veladas de las que ella participaba. Lo que ignoraba era que, en esta ocasión, el rey tenía un propósito más trascendente que tratar, con ella y con un invitado especial al que Juana no conocía.
Las celebraciones que la corte había organizado para estos días eran solo una muestra de las atenciones con que el monarca luso agasajaba a su invitado. La ocultación a doña Juana de la identidad e intenciones de ese diplomático era intencional, para no levantar en la corte rumores que pudieran desbaratar sus planes. Cuando la clarisa de Coimbra estuviera entre ellos, le sería desvelado el interés de aquel emisario. Juan II de Portugal sonrió al imaginar la cara de estupefacción de doña Juana. Apenas se había deshecho un desposorio, cuando ya otro se estaba concertado. La religiosa amenizaría la velada de hoy; conocer que pronto abandonaría su cautividad monacal para convertirse en una reina consorte, sin duda despertaría sus pulsiones más instintivas.
Doña Juana caminaba a paso presto, con una sonrisa en los labios, anticipándose al exceso que acompañaría esas jornadas festivas, ajena al desposorio que en unas semanas iba a trastocar su destino.
El vigía de Guadix dio el aviso: se acercaba el ejército real. La tropa aún era una mancha de polvo en el camino, pero ya todo estaba listo para recibirles. En la plaza, un cadalso improvisado elevaba a Boabdil por encima de las curiosas miradas de todos los que allí se habían reunido. El poderoso clan de los Abencerrajes y todos los leales al príncipe indómito que habían podido abandonar sus obligaciones se habían dado cita en Guadix para la ceremonia que iba a tener lugar. La noticia de su liberación se había extendido rápidamente.
Los habitantes del Albaycín conocieron que Boabdil había cabalgado sobre sus calles para recoger a su esposa Morayma antes de partir a Guadix y fueron muchos los que desterraron el sueño de su mente para seguirle hasta allí.
La guardia mora hizo su entrada en la ciudad. Las calles estaban atiborradas de gentes que guardaban un mutismo expresivo. Hasta los pájaros parecían haber abandonado el lugar, presintiendo la gravedad de lo que iba a acontecer. La comitiva avanzó al ritmo de un trote hacia el pedestal donde se dibujaba la silueta de Boabdil. Éste esbozaba una sonrisa amplia; su porte era más altivo que nunca.
Cuando llegó al borde del cadalso, el capitán de la guardia mora dio orden de detener la comitiva. Descendió del caballo y se postró de rodillas en el suelo.
—Juramos lealtad al nuevo emir de Granada —pronunció.
Los allí congregados estallaron en un único clamor. Boabdil descendió del cadalso para ir a abrazar al valeroso capitán que tanto había contribuido a su liberación. Después, retomó su posición en el cadalso. Aixa subió junto a él, henchida de gozo. Boabdil se sintió orgulloso de que los vítores hacia su persona provocaran tanta satisfacción en su madre, ignorando que la alegría de la sultana nacía de recrear en sus pensamientos la cara de pesar de Muley Hacén cuando descubriera el engaño.
—Pueblo de Granada, hastiado de la vida flemática de Muley Hacén. Saludad a vuestro caudillo libertador, el emir Muhammad XII —proclamó Aixa.
—Y saludad también a la nueva sultana, Morayma —añadió Boabdil, mientras buscaba entre la multitud a su esposa.
La voz de su hijo sobresaltó a Aixa. Se giró hacia él, sorprendida de haber oído su título en el nombre de otra mujer. Nadie notó su turbación. La dulce Morayma salió de entre la multitud y se sintió obligada a dirigirse al tablado, en respuesta a la mano que Boabdil tendía hacia ella. La muchedumbre se escindió en dos. El pasillo creado envolvió a la nueva soberana. Como en un gesto cargado de simbolismo, las filas humanas se cerraban tras sus pasos. Boabdil descendió del cadalso para recibirla. Tomó su mano y juntos ascendieron al cadalso. El pueblo se unió en una cálida ovación.
La sultana Fátima había permanecido en el mismo lugar, que ahora quedaba unos pasos atrás de la regia pareja. Boabdil y
Morayma estaban tan sobrecogidos por el acogimiento popular que la habían olvidado. Aixa irguió su cuerpo y levantó levemente su barbilla. Después se acercó a su hijo y le abrazó. El reclamo fue suficiente. Baoabdil se sintió avergonzado de haber relegado al olvido a quien tanto le había alentado y le dedicó unas sinceras palabras. Cesó el griterío para oír a su caudillo.
—Mi huída de la Alhambra ha sido gracias a mi madre, Aixa. Sin su astucia, que ideó una hábil estrategia, jamás hubiera podido lograrse pues, como sabéis mi padre me sometía a una estrecha vigilancia, consciente de la amenaza que yo representaba para él. Hoy quiero expresar a mi madre mi gratitud.
Abrazó y besó a su madre. Los espectadores respondieron con una cálida ovación y gritos de aclamación a Aixa, la sultana.
—Tampoco mi madre, ni mi hermano Yusuf eran libres de esa acechanza. Así es Muley Hacén: el sultán que nos gobierna impone un cautiverio a la familia real. El bello recinto de la Alhambra ha sido nuestra prisión —hizo una pausa.— Muley Hacén es un emir débil que agota sus fuerzas en el lecho de Zoraya. No le inquieta nuestra pervivencia en esta tierra que nuestros antepasados conquistaron a golpe de sangre. Su única preocupación es yacer con esa cristiana.
Un leve abucheo se elevó entre el silencio. Boabdil sonreía para sus adentros, disfrutando de esa sensación de poder que acababa de conocer.
—Pero yo no soy así. La paz que Morayma me da, unida al aliento de mi madre Aixa y al coraje de mi hermano , me vigorizan para hacer frente al rey cristiano.
Hizo una parada en su alocución para permitir que los vítores de la muchedumbre le infundieran calor. Boabdil miró mientras a su esposa y después a su madre. No pudo evitar pensar que Aixa era la sal que resaltaba el sabor de las viandas, mientras que Morayma era la miel que endulzaba su existencia.
—Yo libraré —siguió— a nuestro pueblo del yugo infiel. Y extenderé sus dominios por toda la Península, siguiendo el ejemplo de Mehmet II. El imperio de oriente mirará con orgullo a su hermano menor de Al-andalus.
El público estalló en un sentido griterío. Sus palabras habían enfervorizado el ánimo de los presentes. Los vítores ensordecían el cielo. Boabdil miró de soslayo a su madre. Sus labios dejaban escapar el gozo que latía por sus venas, como si su orgullo de madre no pudiera admitir más satisfacción.
Muley Hacén escupió bilis cuando supo la proclamación de su hijo, pero no se amilanó y recurrió a su hermano Muhammad el Zagal, hombre aguerrido y leal, que ocupaba el cargo de gobernador de Málaga. El emir necesitaba un alarde de fuerza para hacer retornar en el pueblo la confianza en él y nadie mejor que El Zagal para ello. Sí; su hermano sería el encargado de resarcir su ignominia.
Le avisaron de que su hermano Muhammad el Zagal, gobernador de Málaga, había llegado y dio orden de que le hicieran pasar. El semblante del sultán cuando tuvo frente a sí a su hermano no podía ser más carmesí.
En breves palabras, Muley Hacén vomitó su rabia: urgía derrotar al enemigo cristiano, para ganar popularidad entre los suyos. Si sus escaramuzas bélicas resultaban acertadas, el pueblo le aclamaría y daría la espalda a las pretensiones del usurpador Boabdil. Para tamaña empresa, el emir confiaba en el liderazgo de Muhammad el Zagal. Ese era su cometido.
El interlocutor asintió con firmeza y salió de la Alambra, con el paso presto y la firme convicción de que la victoria sería suya.
En Moura, los meses y los años transcurrían sin grandes distracciones.
—¿Qué noticias hay de España? —preguntó ese día la infanta Isabel—. ¿Algún chisme, doña Inés? —ironizó.
La sonrisa cómplice de la infanta Isabel desarmó a la dama, que se había sentido molesta por la indirecta de chismosa.
—Pues…no sé… —repuso ésta—. Bueno, se habla de la Inquisición...
—Mezquindades carentes de interés —interrumpió doña Catalina con acritud en la voz.
La joven e inexperta dama que tanto chismorreaba, se enojó por la interrupción, pero no osó proferir ninguna queja.
—Por favor, doña Inés, acompañadme; tengo trabajo que encomendaros.
—¡Cómo no! —repuso la aludida complaciente. Doña Inés mostró una gran disposición para seguir a la dama, pensando que cuando estuvieran a solas podría expresarle su enojo por su tono despectivo, sin sospechar que la orden de doña Catalina iba dirigida a procurar su intimidad, para poder incrementar sus reproches.
La infanta Isabel quiso protestar, pues doña Inés era la única que se prestaba a confidencias imprudentes, pero no se atrevió, dado el carácter firme y tajante de doña Catalina. Ésta, una vez a solas con doña Inés, la increpó con dureza:
—¿Cómo se os ocurre mencionar la Inquisición, ese nombre que tanto pavor causa en toda España? ¿Acaso pensabais hablarle del tema?
—Pues... claro —dijo la perpleja Inés—. Son noticias de su país y supongo que le interesarán.
—¿Ah, sí? ¿Y pensabais decirle que casi todos los acusados son condenados por herejes, que son quemados vivos en la hoguera? O tal vez ibais a recrearos detallándole los tormentos que les inflingen para conseguir su confesión.
—¿Y por qué no? —se defendió doña Inés, manteniendo la mirada a su interlocutora—. Claro que la Inquisición inspira temor, pero solo a los herejes e infieles.
—¡Ay, eres joven e ingenua! Deja que te explique y entenderás —exclamó doña Catalina con indulgencia—. Si la Inquisición despierta tanto temor es porque nadie está a salvo... ni siquiera los creyentes sinceros y personas de buena fe.
Y doña Catalina le expuso cómo el empeño de los inquisidores por acabar con los reductos de infieles les llevaba a utilizar métodos severos y poco fiables: para favorecer las inculpaciones garantizaban el secretismo total, de forma que el acusado desconocía quién y por qué le acusaba; después, una vez apresado, si se declaraba inocente se le torturaba con tal dureza que al final confesaba… ¡aun siendo inocente! Esto confirmaba a los inquisidores en la eficacia de sus métodos y hacían crecer sus sospechas de que la herejía abundaba. Además, los cristianos tenían obligación de denunciar a cualquier sospechoso, bajo pena de castigo, lo que producía un estado de desconfianza general. Esta situación era aprovechada por envidiosos sin escrúpulos que acusaban en falso a vecinos indeseados.
Las victorias logradas por los reyes en campos de Granada avivaba el fervor religioso y con él el rigor de la Inquisición. Era tal la fiereza de sus métodos que algunos conversos sinceros que habían sufrido torturas o que habían visto sus bienes confiscados habían rogado su intercesión a la Santa Sede. Estas quejas hicieron tomar conciencia del problema al papa Sixto IV y emitió una nueva bula en la que desautorizaba a los inquisidores que no fueran nombrados por él mismo, aunque los reyes entendieron esta decisión como una intromisión en sus asuntos de gobierno y mostraron su oposición.
—Además, la reina se defendió de los que la acusan de utilizar la Inquisición para aumentar su patrimonio argumentando que ella no se queda con los bienes confiscados y que lo único que la mueve es la pureza religiosa de sus tierras, para gloria de Dios.
—¡Vaya! Lo ignoraba —exclamó abatida doña Inés.
Lo que también ambas ignoraban es que al año siguiente, los reyes Isabel y Fernando nombrarían como Inquisidor General a fray Tomás de Torquemada. Desde 1484 hasta 1488 el nuevo inquisidor imprimió aún más severidad y rigor en las condenas, dejando una huella eterna de terror asociada al Tribunal de la Santa Inquisición.
La conversación entre las dos damas quedó interrumpida; había revuelo en la sala contigua, donde habían dejado a la infanta Isabel con el resto de las damas de compañía. Regresaron con paso presto. Nadie supo dar explicación; la confusión era enorme. La orden había sido tan tajante como breve: la infanta Isabel debía abandonar Portugal inmediatamente para retornar a Castilla. Sin duda, algún suceso trágico había tenido lugar. La fugaz imagen de su padre caído en el campo de batalla cruzó la mente de la desconcertada infanta Isabel. Gruesas lágrimas resbalaban por su cara cuando se despidió del hogar que la había cobijado los últimos cuatro años.
Muley Hacén masticó su frustración. La fortuna escapaba de su lado. El ardor de su hijo Boabdil había sido mayor del que él había estimado, como también el número de sarracenos que le apoyaban.
Se levantó y comenzó a pasear por la sala, con las manos anudadas en la espalda y los dientes apretados con fuerza. Su pueblo era injusto. No recordaban el tiempo pasado de prosperidad; ahora solo veían un sultán débil incapaz de contener el avance de los cristianos. Anhelaban la victoria, pero elevaban voces de protesta cuando él anunciaba un incremento de los impuestos. ¿Cómo creían entonces que podía enfrentar al enemigo? Sus súbditos eran engañados por las falsas promesas de Boabdil, que Aixa se había encargado de inspirar. ¿Acaso pensaban que el arrojo temerario de su hijo les daría la victoria frente a los infieles? ¿De veras creía su pueblo que su vástago podría emular la gesta de Mehmet II?
Muley Hacén miró en rededor suyo. Sus ojos no topaban con limones, ni naranjos; su agudo olfato no degustaba el aroma del azahar; las fuentes de flujo eterno se habían detenido, en su cabeza ya no tintineaba el rítmico fluir del agua; la Alhambra, y todo su esplendor, habían desaparecido. El paisaje le devolvió a la realidad. Tal vez era él quien andaba errado. Quizá la animadversión desarrollada hacia el hijo rebelde le impedía enfocar con nitidez los hechos pues, se sintió abatido, lo cierto es que Boabdil acababa de salir victorioso de su primer envite. El sultán no solo había cedido al empuje de su vástago sino que, lo más humillante de todo, había huido de la Alhambra. ¡Salvó la vida a cambio de perder el trono!
Dejó escapar un hondo suspiro y se derrumbó sobre el asiento. Apoyó los codos en sus rodillas y hundió la cabeza entre sus manos. Fijó los ojos en el suelo y contempló el efecto de sus lágrimas sobre la arena. El emir se abandonó a sus emociones y sintió el alivio que su llanto le proporcionaba. Las gotas caían contra el suelo, como también discurría ahora su destino, estrellándose contra un destierro humillante.
Jamás antes en la vida su vanidad y su orgullo habían sido tan vapuleados. Muley Hacén movió la cabeza con pesadumbre de un lado a otro. Ya todo estaba perdido. El ímpetu que en tiempos pasados le hubiera llevado a combatir a su hijo, a ganarse la confianza de su pueblo y a acaudillar su ejército contra los infieles, le había abandonado. Ahora se sentía senil y cansado. Había imaginado su crepúsculo en un tiempo sosegado, reposando de sus fatigas en los bellos parajes de la Alhambra junto a la dulce Zoraya. En cambio, su cuerpo añejo vivía de la generosidad de su hermano. Muhammad el Zagal, gobernador de Málaga, había respondido presto a la petición de auxilio del sultán conteniendo las huestes de Boabdil en su demarcación fronteriza. Después, dio cobijo y llenó de atenciones al malquerido emir, mientras clamaba venganza contra el hijo y la esposa que habían enflaquecido el ánimo y las ansias de vivir del sultán.
El emir derrocado dejaba fluir sus días, alternando vomitonas de rencor con momentos de postración anímica. Aunque, quien más sufría el revés del destino no era el sultán, sino Zoraya, la esposa atenta y solícita, atormentada por la apatía de Muley Hacén.