III

1465

Enrique IV volvió a leer el manifiesto de la Liga nobiliaria, pero esta vez en voz alta y ante don Pedro González de Mendoza, obispo de Calahorra, y don Beltrán de la Cueva, a quienes había mandado llamar dada la gravedad de las circunstancias. Cuando acabó de leer, posó el codo sobre el brazo del sillón real. Sus manos sostenían sin fuerza los papeles, que caían sin vida como hojas marchitas de una rama tronchada.

—En síntesis —resumió el monarca—, los nobles niegan en ese documento el derecho de la princesa Juana al trono por no ser hija del rey, sino vuestra —dijo dirigiéndose a don Beltrán.

El aludido bajó los ojos. Enrique IV notó su turbación y rectificó su actitud; no pretendía herir a quien mostraba tanta lealtad. Con su semblante más sombrío, rogó a su hombre de confianza que les ilustrara sobre la información que había logrado desvelar.

—El marqués de Villena —comenzó don Beltrán de la Cueva— se ha aliado a otros Grandes de España, entre los que se encuentra el arzobispo de Toledo y el conde de Plasencia. A la amenaza de estos poderosos castellanos hay que sumar el apoyo encubierto de Juan II de Aragón. A las quejas por la ilegitimidad de la princesa Juana, los nobles suman la falta de libertad de los infantes Alfonso e Isabel, a quienes consideran los verdaderos herederos de Castilla.

—¡Esto es intolerable! —se enojó el obispo—. Teníais razón, don Beltrán, al presentir siniestras intenciones en el encuentro del castillo de Alarcón. Os habéis mostrado como un caballero leal, merecedor de la confianza y aprecio que el rey os guarda.

Gracias a un golpe de suerte, meses antes don Beltrán de la Cueva tuvo noticia de la reunión clandestina que iba a celebrarse en dicha fortaleza. La amistad reciente de don Juan Pacheco y don Alonso Carrillo, le llenó de desconfianza. A pesar de ignorar lo que allí iba a tratarse, supuso que algo muy grave iba a suceder. Su sentido del honor hizo lo propio: advertir al monarca de que su preferido conspiraba contra él, arriesgándose a que Enrique IV no creyera la noticia y atacara a su portavoz.

Dirigiéndose a Enrique IV el obispo de Calahorra encaró la pregunta que pesaba en el ambiente.

—¿Qué vais a hacer, majestad?

—¿Qué haríais vos en mi lugar? —preguntó a su vez el rey.

—Mano dura, señor. Hay que dar un gran escarmiento a esos nobles. Debéis mostraros enérgico, contundente, agresivo. ¡Os han insultado! A vos y a vuestra hija.

Podía sentirse la furia del obispo de Calahorra, a pesar de sus ademanes serenos y sus palabras contenidas. Don Pedro González de Mendoza sentía suya la afrenta de llamar a la princesa de Asturias por su injurioso apodo, como era ya habitual entre los castellanos.

—No. Eso no calmaría los ánimos, los encendería aún más. El enfrentamiento entre los dos bandos sería inevitable —repuso el monarca—. Como se nota que no son vuestros hijos los que van a luchar... Uno y otro carecéis de vástagos. Por ello, ignoráis la angustia de quien teme que sus pequeños, a los que con tanto esfuerzo logró criar, pierdan la vida defendiendo la causa de otro. No; no quiero enfrentamientos.

—Con esa mansedumbre —esta vez fue don Beltrán el que habló- solo lograréis alimentar más las sospechas; crecerán las calumnias sobre vuestra persona y vuestra familia. Hacedle caso, majestad, y dad un duro escarmiento a esos difamadores.

—¡No cargaré a mis espaldas la muerte de uno solo de mis súbditos!

—Majestad —insistió don Pedro González de Mendozajurarán al infante Alfonso heredero al trono.

—Buscaremos una solución que satisfaga a todos, sin valernos de la violencia. Ellos quieren que el heredero sea el infante Alfonso y yo debo velar por el interés de mi hija Juana. ¿Se os ocurre alguna idea?

Se hizo el silencio. Don Beltrán de la Cueva había meditado un efugio para hacer coincidir los intereses de uno y otro bando. Era una propuesta atrevida, pero quizás la única que salvara el enfrentamiento bélico.

—Eso no afectaría a los intereses de doña Juana, si… —se detuvo, enflaquecido su ánimo.

—¿Si…? —inquirió el monarca.

Don Beltrán no tenía escapatoria. Ya había insinuado su idea; ahora debía defenderla.

—… si se desposa con el nuevo heredero, el príncipe Alfonso.

¿Casarse los dos rivales? ¿Proclamar al infante Alfonso heredero al trono y acallar la humillación de la princesa desposándole con él? ¿Regalar el trono a quien no había hecho más que levantarse contra el rey y despojar de sus derechos a la auténtica sangre real? El obispo de Calahorra abrió los ojos… el monarca sonrió.

Enrique IV dio su conformidad a la descabellada propuesta, sin sospechar que esto calmaría los ánimos por poco tiempo; en breve, sus enemigos revocarían su palabra. Pero nadie puede averiguar el destino… sobre todo cuando aún no está escrito.

—Hasta entonces —concluyó el rey con una mirada brillante— serán los nobles los que custodien y protejan al infante Alfonso, en vez de estar a mi cargo como hasta ahora. Por su parte, la infanta Isabel se trasladará al alcázar de Segovia, donde residen mi mujer y mi hija. Allí estará bien atendida… y vigilada. Sería bueno concertar un enlace matrimonial para ella, que fortaleciera mi posición con el respaldo de algún reino poderoso. Mi apuesta es el rey Alfonso V de Portugal.

El aludido era el hermano de la reina Juana de Portugal y primo de la anterior reina, Isabel de Portugal. Sin embargo, el parentesco familiar no tenía tanto valor como la alianza política que se sellaba; este enlace estrecharía los lazos de amistad entre los dos reinos. Los dos interlocutores guardaban silencio que Enrique IV interpretó como una conformidad con lo allí hablado. Se levantó y dirigió sus pasos a la chimenea. El obispo de Calahorra le siguió y agarró el Manifiesto en el preciso momento en que el soberano se proponía arrojarlo al fuego. Enrique IV soltó el documento sin oponer resistencia. Don Pedro González de Mendoza colocó el difamante alegato frente a los ojos del monarca. Durante la última parte de la conversación sus labios habían permanecido impenetrables, como también su rostro.

—Majestad —dijo don Pedro—, si me permitís… Hacéis demasiadas concesiones. Los nobles os tienen cada vez menos respeto... —agitó los papeles para dar fuerza a sus palabras—. Tenéis que actuar tal y como se espera de vosotros: con contundencia y rigor.

Su intervención fue cerrada con un golpe seco del manuscrito sobre su mano siniestra. Enrique IV dio un paso atrás, impresionado por el ruido. El obispo de Calahorra arqueó las cejas; su gesto delataba que no era momento de sensiblerías.

Enrique IV levantó la mano, denotando no solo su deseo de silencio, sino también su intención de estar solo. Sus acompañantes sabían bien lo que eso significaba: el rey escucharía canciones melancólicas, o bien, daría un largo paseo en soledad. Don Pedro González de Mendoza le tendió el Manifiesto, pero el soberano lo rehuyó y salió de la sala. El obispo aventó los papeles, lanzándolos sobre su cabeza, como si quisiera desperdigar la miseria de sus sentencias por toda la sala. Los nobles, en lugar de valorar el esfuerzo del rey por mantener la paz, le despreciarían, tachándole de débil, pusilánime y maleable.

Don Beltrán de la Cueva se le acercó para apaciguar su enojo; el obispo le dirigió una mirada benévola y salió de la sala.

—Por favor —rogó—. Pedid a algún sirviente que recoja este desorden. Y aseguraos de que quema los papeles.

Don Beltrán se agachó para recogerlos.

—Yo mismo lo haré —propuso—. Cuantas más personas ignoren su contenido, mejor.

—En ese caso, permitidme que os ayude.

Instantes después, don Pedro González de Mendoza abandonaba el castillo, lamentándose por el curso de los acontecimientos.

Quien también lo lamentó pero montando en cólera fue la reina. Doña Juana de Portugal sentía dilatar sus venas y estallar sus sienes. Aceptar al infante Alfonso como príncipe de Asturias era desplazar a su hija Juana del trono; no ocuparía la silla real por derecho, sino en calidad de consorte. Pero lo más agraviante, injurioso y vejatorio era que su esposo despreciara las implicaciones de ese acto: nombrar heredero a su hermano Alfonso era aceptar que su hija no estaba legitimada para gobernar por no tener sangre real. ¡Y que fuera su propio padre quien propusiera ese acto indigno! ¡Y que lo hiciera con orgullo, con la fuerza moral de estar conciliando escisiones! Más le valdría blandir la espada que ondear la bandera blanca. Y teñir sus armas con la sangre de sus enemigos, en lugar de mancillar la de su propia hija… la de aquel retoño que con tanto esfuerzo había engendrado, después de seis largos años de espera.

La soberana sentía nacer las semillas del odio hacia quien lejos de velar por los derechos de su hija defendía su deshonra y la de su esposa. ¿No habían sido suficientes las burlas y difamaciones que habían soportado hasta ahora? ¿Había que dar legitimidad al bulo en lugar de dársela a la princesa? Esa medida era tan descabellada como ignominiosa, viniendo de quien venía. Y acaso su marido y toda la corte de ineptos consejeros ¿no habían pensado qué sucedería si, al fallecer Enrique IV, Alfonso olvidara su compromiso matrimonial? ¿Qué bandera podría flamear su hija Juana para reclamar el trono? ¿Qué espadas empuñarían su causa? ¿Quién apoyaría a la heredera desheredada por su propio padre? Los ojos rojos, inflamados por la cólera contenida, le ardían. Los dientes firmemente apretados y los labios rígidos mostraban un rictus de rabia iracunda. Y todo su ser destilaba furor, exigía una reparación al honor injuriado.

Sin embargo, la reina Isabel de Portugal no derramó una sola lágrima. El llanto lo guardaba para los muertos. Mientras su hija, ¡la princesa Juana!, viviera, no enjugaría su pañuelo con lágrimas, sino con el sudor de su frente, derramado en la ardua empresa de hacer valer sus derechos, que no le vendrían por esponsales, sino por cuna.

Entonces, una pregunta debilitó su firmeza. ¿Cómo? ¿Cómo hacerlo? ¡Si ella fuera varón y no la esposa del rey! Si su voz pudiera oírse con tanta fuerza como la de los inútiles consejeros del monarca. Si su ira pudiera infundir un poco de arrojo en su marido. ¡Si ella fuera varón! Pero no lo era. Y como reina consorte no le quedaba otra opción que caminar en la sombra…

Días después, cuando la noticia había trascendido a toda la corte, una persona sentía fortalecidos sus argumentos. Doña Beatriz de Bobadilla se encontraba junto a la infanta Isabel. Frente a ellas se extendía una fuente repleta de fruta, que hacía las delicias de las damas. Su conversación era divertida y superficial. La infanta Isabel tomó una manzana sobre la que descargó un mordisco; su crujido, acompañado del sibilino dulzor, hizo las delicias de la joven que cerró los ojos para saborear aquel manjar. Su amiga aprovechó el silencio para desviar la conversación a su interés. Tomó un racimo de uvas entre sus dedos y con aire desentendido murmuró:

—Don Juan Pacheco lideraba el movimiento que firmó el manifiesto de Burgos. ¿Aceptáis ahora esto como prueba contundente que implica al marqués de Villena?

La infanta Isabel abrió los ojos y pospuso un segundo bocado a su manzana. Sus cejas elevadas denostaban una cierta fatiga por las acusaciones de su amiga; además de reiteradas le resultaban inverosímiles.

—No niego su implicación, sino sus intenciones. El marqués —replicó— no intenta derrocar al rey sino evitar que la corona caiga en manos ilegítimas. La sangre de la princesa Juana no la hace apta para sentarse en el trono.

Y añadió para vencer algún resquicio de duda, si es que lo hubiera.

—Y vos lo sabéis tan bien como yo.

Doña Beatriz de Bobadilla tomó aire para replicar, pero su voz fue interrumpida por la de la infanta Isabel que no deseaba retornar a las imputaciones que su amiga había vertido sobre el marqués de Villena, aquella lejana noche, pertrechadas de miradas indiscretas en la quietud de su alcoba. Las difamaciones que oyó ese día y los siguientes le causaban rechazo y cierta indignación.

—No dudo de la sinceridad de vuestras advertencias, que os agradezco y de las que doy deudora, pero… —Seguís confiando en don Juan Pacheco, ¿no es así? —doña Beatriz mostraba su enfado sin ambigüedad.

Un movimiento rítmico de su cabeza daba a entender que la dama reprobaba la confianza ciega de la infanta en aquel intrigante caballero.

—No puedo negaros —reconoció esta— que la amistad de mi hermano Alfonso y don Juan Pacheco era grande. Sin embargo, sospechar que esta fue urdida por el marqués de Villena para derrocar a Enrique IV es pretender mucha perversidad a uno y demasiada inocencia al otro.

Doña Beatriz volvió a negar con la cabeza mientras un largo suspiro se escapaba de sus labios. Masticó una uva con lentitud esperando que el néctar aclarara su mente. La infanta Isabel seguía siendo una incrédula, pero su lealtad hacia ella le obligaba a insistir.

—Don Juan Pacheco es un caballero soberbio y nunca ha aceptado verse desplazado del privilegio del rey por don Beltrán de la Cueva —atacó doña Beatriz.

—Enrique IV favoreció a don Beltrán por motivos obvios —dijo mientras fagocitaba aquella uva.

—En cualquier caso, los celos del marqués encendieron su deseo de destruir al monarca. No le fue difícil conseguir los apoyos de las facciones descontentas con Enrique IV. Tampoco le costó ganarse el afecto de vuestro hermano, halagando sus cualidades para el gobierno.

El infante Alfonso había sido un idealista, confiado y algo soberbio. Las lisonjas de don Juan Pacheco envalentonaron su orgullo y el brío de su juventud. Catapultando al infante Alfonso al trono de Castilla y León, el marqués de Villena recuperaba su perdida posición, aunque al lado de un monarca poco experimentado y, por ello, más influenciable. Las perspectivas para don Juan Pacheco no podían ser más halagüeñas. La infanta Isabel no se diferenciaba mucho de su hermano en la inocencia. La bondad de su alma le impedía aceptar que bajezas tan despreciables fueran propias del marqués.

El único ardid que la infanta Isabel era proclive a aceptar era que las atenciones del marqués durante su estancia en Arévalo, fueron en realidad órdenes del rey; incluso sabía que había sido el propio monarca quien quiso la propuso como madrina de bautizo de la princesa Juana. No obstante, esas pequeñas faltas eran perdonables por la vanidad de don Juan Pacheco, que gustaba de atribuirse méritos aunque no fueran propios.

Doña Beatriz de Bobadilla seguía negando con la cabeza y, esta vez, chascando de forma repetitiva la lengua contra su paladar. La infanta quiso rebajar el disgusto de su amiga, con alguna concesión.

—Aun aceptando —comenzó— esas falacias… Doña Beatriz levantó la mano, para indicarle que se detuviera.

—Verdades —le corrigió, masticando la palabra.

—…aun aceptándolas —la infanta hizo caso omiso a la objeción—, decía, sus intenciones perversas tienen justificación. Enrique IV no ejerce un buen gobierno.

Doña Beatriz de Bobadilla se enervaba. La candidez de su amiga la hacían vulnerable a las manipulaciones del marqués de Villena.

—¿También os parece razonable que hiciera decapitar a don Álvaro de Luna? —espetó con rabia.

—¿Por qué le acusáis a él?

—¡Por favor! Desde el cadalso, el viento trasladó las voces de los que señalaban a don Juan Pacheco y a Enrique IV como responsables del rápido ajusticiamiento.

—Hubo otros implicados…
—Las hojas de los árboles susurraron, ¡a quien lo quiso oír!, que había sido el ambicioso marqués quien había hostigado los ánimos de otros nobles carentes de escrúpulos y deseosos de ver caer al condestable. Le resultó fácil lanzarlos en su contra; Don Álvaro era una persona poderosa y, como tal, envidiada.

—Don Juan Pacheco no es tan intrigante como vos pensáis.

—Más aún. ¡Ni siquiera vuestro padre pudo negar evitar el funesto desenlace! Fue todo tan rápido… ¡tan bien tramado…! Debió sentirse orgulloso de ver anulado a su rival.

—¡Por Dios! ¡No es tan malvado!

—¿No? ¡Se alzó contra su benefactor! ¿O no sabíais que don Álvaro le nombró ayo del entonces príncipe Enrique? ¡Ingrato! Pérfido, ruin…
—¡Doña Beatriz! Os ruego decoro.

— Todo el que está encumbrado, desprovisto de sangre real, es su rival. ¡Y don Juan Pacheco ya ha saboreado lo gozoso que es el poder ilimitado! Ese malnacido no… —¡Basta ya! ¡Callaos! —se levantó furibunda—. No deseo volver a escuchar esos bulos. Prestarles atención es traicionar mi amistad con el caballero.

El frugal tentempié había finalizado. La infanta Isabel tomó el camino de sus aposentos. Doña Beatriz la siguió.

—Os ruego —añadió la infanta, con todo el aplomo de que fue capaz— que no volváis a mencionar esas injurias, carentes de fundamento, pero colmadas de maldad, en mi presencia… ¡Si no queréis enojarme!

—Así lo haré —trató de hallar la forma de templar los ánimos—. ¿Deseáis que avise a doña Mencia de Lemos para que os haga un gracioso recogido? —preguntó con aire conciliador.

—De acuerdo —la infanta, mudó la expresión huraña de su rostro.

Doña Beatriz de Bobadilla dio la orden pertinente y después se encaminó a los aposentos de la infanta. Agarró el peine y procedió a deslizarlo sobre la cabellera de su amiga, mientras esperaban la llegada de la dama. Los rayos del sol doraban su cabello rubio. Los rizos se desarmaban ante el roce de las púas. La infanta sonrió agradecida; el peinado deshacía también las dudas que doña Beatriz había sembrado en su mente. Sonrió ante la imagen de un maquiavélico marqués jurando en falso lealtad a la princesa Juana. Pues, ¿no decían que horas antes había declarado ante notario que esa promesa carecía de valor por no tener la princesa Juana sangre real? ¿Acaso el monarca era tan ingenuo como doña Beatriz suponía que lo era el infante Alfonso? El peine masajeaba sus cabellos en un ritmo acompasado. Cerró los ojos. El marqués de Villena volvió de nuevo a su presencia, transmutado en un ser difamante, que encendía por doquier las dudas sobre la legitimidad de la princesa; e ingenioso, ideando el apodo de “la Beltraneja” ¡Absurdo! Desterró esos embustes de su cabeza.

Las púas cesaron su movimiento. Doña Mencia de Lemos acababa de llegar; Isabel de Portugal no había puesto objeciones a prescindir de su dama por unas horas, pues nadie como ella hacía unos recogidos tan graciosos. La vivaracha dama entró, derrochando energía y arrastrando el aire tras de sí. A pesar de su estatura menuda, su paso brioso y su gentil cuerpo atraían las miradas.

Sus dedos se abrieron paso entre los ensortijados cabellos de la infanta. Doña Beatriz miraba, seducida por este movimiento. ¿Cómo podía ella deshacer los afectos que la infanta sentía hacia don Juan Pacheco? Doña Mencia hizo un bucle complicado y con un además indicó a doña Beatriz que lo sujetara con las horquillas. Esta obedeció solícita. ¿Cómo podría ella fijar en el corazón de su amiga la duda?

Las ágiles manos de doña Mencia se detuvieron; el tocado daba un aspecto angelical a la infanta. Esta no se percató de inmediato; su semblante aparecía crispado por una pregunta que taladraba su cabeza: ¿era una joven demasiado inocente? Su hermano Alfonso jamás había percibido perversas intenciones en el marqués; todo lo contrario, don Juan Pacheco se mostraba como un amigo fiel, que velaba por sus intereses sin pedir nada a cambio. No había ambición en sus gestos, ni manipulación en sus palabras. Imposible admitir que participara de un doble juego, conspirando contra Enrique IV pero guardando las formas para no caer en desgracia. Más bien, parecía que las difamaciones procedían de nobles, celosos de la confianza que el rey depositaba en el marqués de Villena.

Doña Mencia se impacientaba. La infanta parecía no reparar en que el trabajo estaba concluido. Doña Beatriz de Bobadilla se dio cuenta y tendió un espejo de mano a la infanta. Esta lo tomó entre sus manos y sonrió a su imagen. Doña Mencia de Lemos se dio por satisfecha y se dispuso a retornar al lado de su señora, la desvaída Isabel de Portugal.

—Gracias, doña Mencia —le susurró la infanta.

Su mano se había relajado; el espejo había descendido hasta el punto en que enfocaba la imagen de doña Beatriz. El gesto serio y preocupado de esta hicieron mella en la infanta.

—Doña Beatriz, mudad vuestro rostro —rogó.

—Si vos mudáis vuestros afectos —ironizó.

La infanta soltó una carcajada. Doña Beatriz cambió el semblante por el rostro risueño de costumbre. Sin embargo, su voz estaba cargada de gravedad.

—Señora, vuestro candor os deja indefensa frente al peligro que supone ese desalmado, esclavo de su ambicioso ego. No obstante, no seré yo quien contraríe vuestro deseo; mis labios permanecerán sellados, no volveré a mostraros el verdadero rostro de don Juan Pacheco. Sin embargo, meditad mis palabras: vos representáis una amenaza para Enrique IV y, por ende, para él. Estad prevenida contra sus maniobras. Es una persona sin escrúpulos; no se detendrá ante nada. Sabéis que nos une una gran amistad y no desearía que os sucediera…
Un quiebro en su voz interrumpió su monólogo. La infanta se acercó y le abrazó, sin pronunciar palabra; su estado de confusión le impedía encontrar palabras reconfortantes. Solo pensaba que doña Beatriz era una persona sincera y parecía tan convencida de la veracidad de estos embustes que… Sin saberlo, sus palabras habían causado el efecto deseado: habían horadado la cabeza de la infanta.

Tres años después, en 1465, varios hombres caminaban en la oscuridad con el rubor en las mejillas. El frío de la tarde y la temeridad de lo que iban a hacer teñía sus pómulos. Encabezando la marcha y flanqueando al príncipe Alfonso, caminaban don Juan Pacheco y don Alonso Carrillo, arzobispo de Toledo. Detrás, cerraban el paso don Álvaro de Estúñiga, conde de Plasencia, y don Rodrigo Manrique, conde de Paredes.

Llegaron a la plaza. El cadalso estaba preparado y un público sediento de espectáculo rodeaba el patíbulo. El marqués de Villena ayudó al infante a ocupar su lugar en el tablado y se alejó para reunirse con el arzobispo de Toledo y los demás.

Otra vez don Beltrán de la Cueva volvía a ser el portavoz de noticias funestas. El destino le acercaba al rey, a pesar de la distancia pasada y de las ofensas que Enrique IV le había inflingido.

Don Beltrán quitó esos turbios pensamientos de su mente, para prestar un mejor servicio al monarca, que en estos momentos andaba tan necesitado, de manera que se armó de valor para relatar con fidelidad lo acontecido, a pesar de que eso implicaba herir en lo más profundo los sentimientos del rey. Hubiera preferido traerle buenas nuevas, pero él no escribía los acontecimientos, solo los transmitía.

Aquel día, explicó, decenas de nobles se habían congregado en la villa abulense alrededor de un improvisado cadalso. Comandados por don Juan Pacheco, los protagonistas de la farsa comenzaron el grotesco espectáculo.

El ambiente festivo que reinaba entre los nobles allí reunidos contrastaba con la seriedad que tres grandes de España manifestaban ante aquel tosco muñeco disfrazado de monarca. Las grotescas reverencias, las genuflexiones bufonas y los guiños de complicidad hacia los espectadores, provocaban la hilaridad de un público entregado que añadía más insolencias al monarca de trapo con sus comentarios burlones, cargados de irreverencia.

Los tres grandes de España, ebrios de insensatez, quisieron prolongar la humillación del monigote y llenos de una falsa humildad se acercaron hasta el monarca para presentarles sus respetos; a continuación, uno a uno, con gran mofa y desprecio, fueron despojando a la marioneta real de sus regios atributos: el arzobispo de Toledo, don Alonso Carrillo, le arrancó la corona; don Juan Pacheco, el cetro; y el conde de Plasencia, la espada. Por si el desacato no hubiera sido suficientemente indecoroso, el resto de los grandes terminaron de agraviar al pobre muñeco pisoteándole. Después, hicieron subir al príncipe Alfonso al estrado y le besaron la mano, en señal de sumisión. Al final, todos se postraron en una reverencia ante el nuevo rey de Castilla y León: Alfonso XII.

Cuando don Beltrán de la Cueva acabó el relato, el semblante del monarca era serio y de un color carmesí. La ignominia hacia su persona esta vez había llegado muy lejos. Tras meditar sus palabras, el rey se dirigió a don Beltrán de la Cueva.

—Señor, conde de Ledesma y duque de Alburquerque, necesitaré de vuestro ejército.

—¡Cómo no, majestad! —su respuesta fue rápida y sincera, sin reflejar su turbación.

Hacía poco que Enrique IV le había nombrado Duque I de Alburquerque, aunque, ¡la rabia brotó en su pecho!, no en pago a su lealtad, sino para acallar el sentimiento de culpa del soberano.

—No sabéis cuánto aprecio vuestra ayuda… y vuestra amistad. Pero deseo preveniros. La contienda será larga y los enemigos numerosos; cada vez son más los partidarios de mi hermano Alfonso.

—Lo sé.

—Os arriesgáis a perder rentas, vasallos y, si la suerte nos abate…
—No temo a la muerte —se le adelantó.

—A cambio, ganáis la promesa de recompensaros con generosidad.

Las dudas asaltaron a don Beltrán de la Cueva. La voluntad del rey era clara, pero ¿sería capaz de mantenerla o, como en el pasado, mudaría su afecto?

—Poder servir a la corona de Castilla y León ya es suficiente pago, majestad.

Había hablado sin titubeos. En su voz no se advertía si había olvidado las ofensas pasadas del monarca o, simplemente, si había cicatrizado su rencor.

—No dudéis de mi lealtad hacia vos —añadió. Su voz sonó sincera.

—También contáis con otros apoyos —intervino don Pedro, aludiendo a los ejércitos de la familia Mendoza y de los nobles que seguían apoyando al rey.

Don Beltrán de la Cueva asintió con la cabeza. A pesar de que él estaba emparentado con esta aristocrática familia, no podía garantizar su apoyo; solamente su suegro, el segundo marqués de Santillana, o el obispo de Calahorra podían comprometerse a ello, tal como acababa de suceder. Y el gesto era grande ya que, aunque este poderoso clan siempre había mostrado su lealtad al monarca, en estos tiempos inciertos nada era seguro. También ellos habían perdonado la desconfianza de Enrique IV.

Cuando don Beltrán de la Cueva abandonó la sala, el rey Enrique IV se sumió en pesarosos recuerdos. Los enemigos de la corona estaban siempre al acecho, dispuestos a aprovechar cualquier episodio para volver al pueblo contra él. Las envidias despertadas en sus cortesanos cuando otorgó a su amigo don Beltrán de la Cueva el título de Maestre de Santiago fueron de tal calibre que ni él mismo pudo haber sospechado; sobre todo, en don Juan Pacheco...

A su mente acudían una y otra vez las ocasiones en las que el marqués de Villena atacó a su favorito y la presión que ejerció para retirarle el título de Maestre de Santiago. Pero el rey dudaba… Solamente el destierro de don Beltrán amordazaría la lengua viperina de don Juan Pacheco, pero eso era darle un mal pago a quien tanto servicio le había prestado. El monarca vacilaba… En esas jornadas, eran muchos los oponentes al rey que confabulaban a escondidas para derrocarle; mantener a don Beltrán el título de Maestre de Santiago era la excusa perfecta para que sus detractores se alzaran en su contra y apoyaran al usurpador Alfonso. El monarca se hallaba indeciso entre mantener firme el apoyo a su privado o garantizar la seguridad de su corona. Fueron jornadas difíciles, de temor y desasosiego. Era insultante despojarle del título pero ¿qué otra cosa se podía hacer?

El rey arqueó aún más su cuerpo; el peso de sus errores doblegaba sus hombros. Al final, se hizo lo mejor para todos… o al menos, lo mejor para él. Don Beltrán de la Cueva presentó su renuncia al título y se distanció de la corte. A cambio, el rey le agradeció el gesto con un nuevo título nobiliario: duque primero de Alburquerque. Y ahora, ironías del destino, el agraviado don Beltrán de la Cueva acudía a su llamada para frenar el ataque de aquellos a quien el monarca dio contento. Enrique IV suspiró apesadumbrado: cuantas más satisfacciones les daba, más enconados les tenía; las gracias concedidas no colmaban sus aspiraciones, solo avivaban el viejo deseo: destronar al inepto Enrique IV.

Don Pedro González de Mendoza había salido poco después siguiendo los pasos de don Beltrán. Cuando llegó a su alcance, su mano se posó en el hombro del caballero para detener su marcha. Don Beltrán se sobresaltó; caminaba con aire preocupado y no había advertido que su cuñado caminaba en pos de él.

—Vos sí que merecéis llamaros Grande. Mostráis gran nobleza con el monarca —comentó el obispo de Calahorra.

—También vuestro auxilio os engrandece —repuso don Beltrán.

—Cierto. Ambos tenemos motivos de rencor, pero hemos preferido olvidarlos. Además, como en vuestro caso, mi lealtad a la corona es mayor que mi enojo. Por cierto, decidme, ¿cómo se encuentra Mencia?

Doña Mencia de Mendoza y Luna, sobrina de don Pedro González de Mendoza, era también la esposa de don Beltrán. Unas fiebres la habían mantenido postrada en cama las últimas semanas.

—Algo desmejorada, pero recuperando la salud. Podéis visitarla cuando os plazca. Ya sabéis que mi morada está siempre abierta a vos.

Una mirada afectuosa envolvió a don Beltrán de la Cueva. El obispo le estrechó entre sus brazos. Más que al pariente, abrazaba al caballero de noble alma.

Don Beltrán se contagió del sentimentalismo de la escena y retrocedió atrás en el tiempo, al momento en que su vida transcurría en soledad. Acababa de fallecer don Iñigo de Mendoza. Su primogénito, el segundo marqués de Santillana, heredó título y mayorazgo. Otro de sus hijos, el obispo don Pedro, ofició el sepelio. Horas después, profanando el dolor de la familia y la consideración debida al difunto, las tropas de Enrique IV invadían sus dominios de Guadalajara, acusándolos de conspiración. Los Mendoza, con gran pesar, tuvieron que trasladarse a Hita.

A partir de ese momento, se sucedieron las desgracias. Castilla, o más bien su rey, parecían haber olvidado las lealtades pasadas de esta familia. Todos se apremiaron por combatir a sus enemigos y retornar al favor real pero, sin duda, fue el prelado quien más empeño puso. Sobre la tumba de su bienamado padre, don Pedro juró en silencio que su apellido volvería a tener la gloria de tiempos pasados.

La gracia de Enrique IV se había visto mudada por la mediación de nobles difamadores. ¡También ellos podían virar el mayestático afecto! El monarca debía confiar en la lealtad de este clan y, nada más sólido para ello, que sellarlo con una alianza matrimonial. La gentil Mencia de Mendoza y Luna, hija del segundo marqués de Santillana, fue ofrecida a don Beltrán de la Cueva.

El desposorio se celebró poco tiempo después, bendecido por don Pedro, obispo de Calahorra y tío de la desposada. ¡La sagacidad diplomática de los Mendoza había salvado el honor perdido!

Don Pedro González de Mendoza relajó los brazos y los dos caballeros se separaron.

—Partiré —anunció— hacia el alcázar de Guadalajara; he de organizar mi ejército.

—Yo me encamino a Cuéllar —informó don Beltrán—. Pronto nos reencontraremos… cuando el enemigo sea derrotado.

—Dios quiera que así sea —repuso el prelado.

El descontento crecía tanto como los partidarios del infante Alfonso que tuvieron esta vez la osadía de encaminar sus pasos hasta Segovia, lugar donde se hallaba instalada la corte castellana.

Enrique IV, asesorado por don Andrés Cabrera, su mayordomo real, centró sus esfuerzos en poner a salvo a la princesa Juana. Era posible que los rebeldes no solo vinieran a liberar a los infantes; tal vez su gallardía había puesto los ojos en la heredera, de tan solo tres años de edad, tan vulnerable como poderosa, pues por sus venas latía el futuro de la corona de Castilla.

El soberano, acompañado del obispo Mendoza, había reunido a una selecta, pero valerosa, guardia personal, envalentonados para defender a la princesa Juana con la fuerza de las armas y, si llegaba el caso, con su propia vida. Todos ellos, marcharon hacia los aposentos de la reina. La princesa Juana se sobresaltó al verles llegar y corrió a refugiarse en los brazos maternos. Juana de Portugal la acogió en su seno y su calor le dio la protección de que ella estaba necesitada.

La comitiva se trasladó al otro lado de la fortaleza. Pensaban así despistar a los rebeldes, confiando a la princesa a un área donde no irían a buscarla.

Los reyes caminaban con paso presto por los corredores del alcázar; la princesa era transportada por los brazos de su madre, que no accedió a separarse de su retoño. Al fin, alcanzaron el ala pretendida. Enrique IV hizo pasar a la reina y a la princesa Juana, a la que acarició el cabello en un gesto tan tierno como inusitado; su mirada lúgubre asustó a la pequeña, que rompió a llorar. Juana de Portugal la apretó con firmeza contra su pecho, mientras la apartaba de su esposo.

—Aprisa —fue todo lo que pronunció la soberana.

El monarca reaccionó. Conminó a la guardia real a seguir los pasos de Juana de Portugal, mientras él y don Pedro González de Mendoza se giraban para deshacer el viaje andado. La reina, sin embargo, improvisó una pregunta.

—¿Vos también os vais? —inquirió al prelado.

Éste, perplejo, repuso con un leve gesto de asentimiento, mientras escudriñaba el rostro de la soberana. Ella no mantuvo su silencio mucho tiempo.

—Desearía que permanecierais a mi lado. La cercanía de un ministro de Dios puede acobardar a los rebeldes si, llegado el caso… —Como gustéis —contestó don Pedro González de Mendoza. El obispo de Calahorra había replicado con diligencia, pero no se había olvidado de dirigir su mirada al rey, en un gesto que daba a entender que a él correspondía confirmar su respuesta.

—Por supuesto —concedió Enrique IV y partió sin decir nada más; la defensa de la fortaleza y don Andrés Cabrera estaban esperándole.

La reina, estrechó a su hija y apuró el paso. Sus pies caminaban ágiles, al mismo tiempo que sus labios dirigían palabras cariñosas a la princesa, que no veía calmado su llanto. La comitiva se adentró en las distintas cámaras que conformaban esa ala, mientras los guardias iban apostándose ante las sucesivas puertas que se iban cruzando. Cuando llegaron a la última sala, una docena de soldados permaneció en el exterior de la alcoba, cuyo vano solo fue cruzado por las damas reales, el obispo de Calahorra y...

—Entrad —ordenó la reina al capitán del grupo.

El aludido alcanzó el interior; su rostro reflejaba estupefacción. La reina cerró la puerta tras de sí y enfrentó la mirada del guardia, pero los gemidos de la pequeña Juana, cada vez más asustada por el frenético ritmo de los acontecimientos, pospusieron la charla con su interlocutor.

La soberana colocó a la heredera de pie en el suelo; ella se postró de rodillas ante la pequeña para hablarle a su altura.

—Ahora vas a ser complaciente con mamá y cumplirás todo cuanto ella disponga.

La princesa se agarró a su cuello y no contestó. Juana de Portugal separó su rostro y deslizó sus finos dedos por las mejillas de su hija, para secarle las lágrimas.

—Vas a ser fuerte, porque eres la heredera de Castilla. Ahora, cesa tu llanto.

La soberana sujetó a la princesa por los hombros y la obligó a retroceder un paso; sus ojos escudriñaban su semblante. La pequeña mostraba el ceño fruncido y una expresión de miedo, pero sus lágrimas se habían detenido; solo una respiración a trompicones delataba el esfuerzo interior de la pequeña por contener sus emociones. La reina, satisfecha, se elevó y dirigiéndose al capitán de la guardia real, le expuso sus intenciones.

—Os confío la protección personal de la princesa Juana. Vos… y vuestra familia… —masticó— responderéis con la vida si sucediera una desgracia.

Juana de Portugal hizo una pausa para comprobar que el perplejo oficial había comprendido el alcance de su amenaza.

—La defensa de la corona y de sus legítimos pretendientes siempre han estado en mi ánimo —replicó éste—. Mi fidelidad al rey ha sido reconocida en esta mala hora con el encargo de custodiaros. Majestad, no debéis dudar de mí.

—Bien —repuso la reina complacida—. Ahora, escuchad —y dirigiéndose al obispo añadió—:Vos tomaréis la princesa en vuestros brazos; vuestras ropas bien podrán camuflarla. Abandonaréis la estancia junto con el capitán, con cuidado de no levantar sospechas entre los soldados que flanquean esta ala. Después, el capitán os custodiará hasta…
—¿Qué os proponéis? —interpeló el obispo.

—Trasladar a la princesa a un lugar más seguro.

—¿Más seguro? —don Pedro estaba perplejo—. Con mis debidos respetos, majestad, aconsejamos al soberano esconderos aquí, a vos y a la princesa, donde nunca os buscarían. Además, sería suicida abandonar la protección de los guardias. Las órdenes del soberano fueron otras.

—Precisamente por eso. Enrique IV no es el mejor adalid de la princesa Juana, como vos y yo sabemos. Estará más segura en un escondite que ignore el monarca.

Don Pedro González de Mendoza acabó de comprender. La soberana entonces apeló al capitán; su instinto maternal cargó sus palabras de fiereza.

—El rey, más que nadie, debe ignorar lo que aquí se ha hablado. Enrique IV enfurecerá si se entera de que no habéis cumplido sus órdenes… Pero mi furia caerá sobre vos si no hacéis lo que yo os encomiendo.

El capitán dudó, pero acto seguido asintió con gravedad. Su alma caballeresca henchía de orgullo su corazón por esta arriesgada misión. Su voz sonó sin ningún atisbo de duda.

—Mi lealtad está con vos y con la princesa.

La reina, entonces, alzó a su retoño y la estrechó firmemente entre sus brazos, consciente de que esta podía ser la última vez que se tuvieran la una a la otra.

—Pronto retornarás con mamá, mi niña —le susurró.

Después, la depositó con suavidad en las manos del obispo de Calahorra. Este la tomó con una sonrisa y la ocultó bajo sus ropas; la reina contribuyó a dar una apariencia natural a los pliegues que se habían producido. El obispo aferraba a la princesa con fuerza, pero no tanta como aquella se agarraba a su cuerpo.

Salieron de la cámara. La puerta se cerró tras ellos, momento en el que la reina Juana caía a tierra, presa de un llanto convulsivo.

Sin saber por qué, a su mente acudieron las dolorosas escenas del lustro pasado, cuando se plegaba a los excéntricos deseos de su esposo. La sensación de la arenisca dejada en su paladar por el pretendido cuerno de rinoceronte triturado se hizo vívida en su boca. Enrique IV le ofrecía todo tipo de brebajes, de extraño color y malogrado sabor, bajo pretexto de mejorar su fertilidad. Se los ordenaba tomar mientras le explicaba que eran afrodisíacos, pero la docilidad de la reina consorte se rebelaba en su interior. ¿No se había reconocido, en su anterior matrimonio con Blanca de Navarra, que era él quien padecía de impotencia? ¿Por qué torturarla a ella con esas bebidas?

Las dudas de entonces, que ya creía haber olvidado, volvieron hoy a su cabeza. ¿Y si disuelto en alguno de aquellos brebajes hubiera veneno? ¿Y si esas mágicas pócimas debilitaran su fertilidad? ¿Y si… concebía algún engendro?

La reina se tapó los ojos para no ver las imágenes del ayer, pero sus lágrimas atraían el dolor pasado. La recién desposada Juana de Portugal se sometió a los requerimientos de Hyeronimus Munzer, aquel médico germano que Enrique IV hizo traer a la corte. Sus recomendaciones fueron fútiles, como también sus recetas, inspiradas en novedosas fórmulas magistrales llegadas de Italia, la metrópoli de la ciencia erótica. Todo inútil.

Una nueva sacudida de llanto violentó su cuerpo; ella dejó escapar un sollozo. Unos golpes sonaron en la puerta.

—Majestad, ¿os halláis bien? —preguntó uno de los escoltas.

La reina escupió la respuesta en su fuero interno.

—No, no me encuentro bien. Los brebajes debilitan mi alma y quién sabe si no socavan también mi fertilidad.

La voz de afuera se impacientó:

—Majestad, ¿requerís nuestro servicio?

—¡No! —gritó al fin la soberana—. Dejadme sola. No deseaba mantener por más tiempo a Hyeronimus Munzer a su lado, con sus imposiciones tiránicas envueltas en un lienzo de candor.

—¡Fuera! —espetó furibunda al esposo ausente—. Decidle que se vaya. ¡No deseo volver a ver a este fabulador!

La puerta se abrió de improviso. Dos guardias entraron alarmados por las voces de la reina, que hacían sospechar de la presencia de algún intruso en su interior. La visión de su soberana, hincada de rodillas en tierra, inundada en lágrimas, les llenó de estupor. La pequeña estancia estaba ocupada solo por su señora. Ellos no sabían cómo explicar su torpeza.

La reina interrumpió su llanto y se incorporó. El sobresalto de los guardias unido a los gritos que provenían del exterior de la fortaleza la hicieron volver al presente. Se acercó al ventanal, justo a tiempo de ver a los soldados partiendo a galope sobre sus monturas. Juana de Portugal permanecía expectante. El viento trajo la noticia: los infantes habían huido y se dirigían a Ávila, ciudad fuerte a sus intereses. Su custodia se había visto relajada, preocupada como estaba la guardia de proteger a la sangre real; eso, y la connivencia de algún soldado, les había permitido escapar de su cautiverio.

Los rebeldes habían abandonado sus pretensiones sobre el alcázar, al saber a los infantes liberados. La novedad cortó el llanto de la reina y detuvo sus pensamientos. El silencio parecía reinar en el alcázar. El peligro había pasado. Juana de Portugal corrió a encontrarse con su hija.

Los enfrentamientos bélicos entre los partidarios del rey Enrique IV y los defensores del nuevo rey, Alfonso XII, se sucedieron; casi siempre a favor del primero y, como era su costumbre, el monarca no tomaba represalias. No quería hostigar a sus oponentes, tan solo defenderse de sus escaramuzas bélicas. Sin embargo, el pueblo no advertía sus esfuerzos por conservar la paz; solo veían un entumecimiento político que los indignaba, por lo que las críticas hacia el legítimo soberano se empezaron a sentir con más fuerza.

El marqués de Villena no admitía las derrotas. Ciego de ambición, se juró continuar con las intrigas hasta ver destronado a Enrique IV de Trastámara y colocar en su lugar al confiado Alfonso XII. Nada le haría cambiar de opinión. La suerte y el carácter flemático del rey jugarían a su favor hasta darle la victoria.

Pero don Juan Pacheco no contaba con la tenaz resistencia de don Beltrán de la Cueva, los Mendoza y el resto de fuerzas que lograron reunir para el patrocinio de Enrique IV, el legítimo monarca de Castilla. Los rebeldes, asustados por la magnitud del ejército enemigo, desistieron de su empeño. En pago, don Beltrán de la Cueva recibió las villas de la Adrada, Mijares y Colmenar.

La tregua era solo temporal y Enrique IV lo sabía. Receloso de exponer a sus súbditos a la muerte, trató de inclinar la balanza a su favor con la fuerza de las dádivas.

—Deseo que la infanta Isabel se despose con vuestro hermano —anunció el rey—. Por eso os he mandado llamar.

Su interlocutor estaba perplejo. Eso entroncaba a su familia en la línea sucesoria al trono. Era una propuesta tan atractiva como sagaz; el rey esperaba con esta baza garantizar la neutralidad de dos de sus grandes oponentes.

—Lamento que sea tan mayor para ella —continuó, advirtiendo que su interlocutor guardaba silencio—, pero mi hermana cuenta ya con dieciséis años, edad casadera, y don Pedro Téllez Girón será un buen marido. ¿Qué contestáis?

—Si ese es vuestro deseo, majestad —repuso don Juan Pacheco con fingida obediencia—. Yo solo deseo servir al rey con lealtad.

—¿Con la lealtad que demostrasteis en Ávila? —ironizó don Pedro González de Mendoza.

—¿Cómo podéis dudar de la nobleza de mis actos? —repuso ofendido el marqués de Villena—. Mi participación en esa nefasta jornada solo tuvo la pretensión de conocer a los detractores del rey para perseguirlos.

—¿Perseguir? ¿Cómo habéis hecho vos con los ejércitos de don Beltrán de la Cueva? —escupió de nuevo el prelado.

—Si fuerais tan beato como desconfiado, Dios os abriría las puertas de Su Reino —regurgitó don Juan Pacheco.

El soberano alzó la mano para detener la disputa. Deseaba acercar posiciones, no caldear los tensos ánimos. Don Juan Pacheco aprovechó el inciso para continuar con su alegato en defensa de su lealtad al rey. Este lo miraba con admiración. ¡Resultaba tan convincente! Si se lo propusiera, don Juan Pacheco podría convencerle de que él no era Enrique IV. Su retórica era aplastante.

Don Pedro Téllez Girón, maestre de la Orden de Calatrava, encabezaba el espectacular desfile de tres mil soldados que marchaban hacia Arévalo, para formalizar la pedida de mano de la infanta Isabel. Esta esperaba con mal disimulada resignación su fatal suerte. En estas jornadas fúnebres, solo le quedaba encomendar su destino a quien era su verdadero artífice. Como cada mañana, la infanta Isabel se arrodilló en su reclinatorio, frente a la imagen de la pasión.

—Señor, líbrame de esta hora mala. No encamines mis pasos a un destino que dilapide mi juventud. Pero… si ese es tu deseo, hágase Tu Voluntad y no la mía.

Su oración quedó interrumpida. Una dama vino a sorprenderla con una confidencia inesperada.

—En la jornada de ayer, don Pedro Téllez Girón falleció —informó con una sonrisa de satisfacción—. Sucedió en la localidad de Villarrubia de los Ojos, donde se habían detenido para lograr atención médica a vuestro prometido; se quejaba de un fuerte dolor en el estómago. ¡Señora! Sois libre de un desposorio que solo os hubiera acarreado infelicidad. ¡Vaya un marido senil que eligió vuestro hermano para vos!

Las palabras de la dama no ocultaban la animadversión que sentía por Enrique IV. Las críticas hacia el soberano eran tan frecuentes que ya nadie se preocupaba de ocultar sus sentimientos.

—¿Dolor de estómago? —preguntó la infanta.

La dama entendió la insinuación que se traducía de sus palabras y se dispuso a aclarar.

—No, no ha sido envenenado. Ha sido una intervención sobrenatural, no humana.

De esta manera, gracias a un fortuito ataque de apendicitis, el futuro lastrante de la infanta Isabel, junto a un viejo decrépito se torció.

También se curvó el apoyo de don Juan Pacheco; ya nada le retenía al lado del soberano de Castilla. Su ejército de nuevo se alió al arzobispo de Toledo, don Alonso Carrillo, y al resto de nobles que querían encarar las tropas de Enrique IV, convencido de su pronta victoria.

La contienda bélica no resultó favorable al usurpador Alfonso; el éxito sonreía al contrario. Tras varios enfrentamientos, sus fuerzas se convencieron de la superioridad del enemigo. El ejército, bien comandado de don Beltrán y apoyado por otras fuerzas leales, resultaba invencible.

En la batalla de Olmedo, los apoyos de Alfonso XII tuvieron un fatal desenlace al enfrentarse al ejército bien comandado de don Beltrán de la Cueva y todos sus partidarios.

De Ávila, los hermanos se habían dirigido al único lugar donde ambos ansiaban ir. En Arévalo, reunidos bajo la protección de su madre, los infantes Isabel y Alfonso sintieron revivir por unos instantes la inocencia tan amargamente perdida. Atrás quedaban aquellos días de infancia. Ahora, las jornadas estaban llenas de preocupaciones e incertidumbres.

Aquella mañana, doña Mencia de Lemos se acercó hasta los aposentos de la infanta Isabel.

—Entrad —rogó ésta—. ¿Qué se os ofrece?

—¿Deseáis que os peine, señora?

La infanta Isabel se sintió extrañada. La dama hacía unos recogidos muy ingeniosos a Isabel de Portugal y la infanta siempre había mostrado su admiración por ellos. No obstante, solamente había peinado a la hija de su señora cuando esta se lo pedía. Si no era por esta causa o alguna otra de gran trascendencia, doña Mencia de Lemos no gustaba de dejar sola a Isabel de Portugal. A pesar de todo, la infanta accedió complacida. De esta manera, podría aprovechar para indagar acerca del estado de enajenación de su madre, pese a la aflicción que le producía oír hablar de ello.

—Doña Mencia, ¿vos cómo encontráis a mi madre? Ha llovido mucho desde que fuimos arrancados de sus brazos —comentó la infanta.

La dama había dejado el cepillo a un lado y ahora procedía a separar el cabello en mechones.

—La cordura de Isabel de Portugal se asemeja al otoño. Unos días clarea el sol y otros más, nubes cenizas nublan su sensatez repuso.

Había contestado con brevedad, lo cual no era su costumbre. La infanta Isabel sospechó que doña Mencia de Lemos deseaba hacerle partícipe de alguna novedad. Decidió callarse; así podría averiguar cuál era el propósito de esta inesperada visita. Al momento, la dama inició la conversación, con un estilo indirecto, poco claro para quien la estaba escuchando.

—Vuestro hermano ha madrugado mucho hoy. Se levantó a la alborada y salió al jardín a pasear.

La infanta permaneció muda. Esperaba así alentar a doña Mencia a seguir platicando. Su silencio causó el efecto esperado. La dama siguió hablando.

—Aún no ha regresado. Parece que el frío de la mañana no amilana su espíritu.

—¿Sabéis vos de los turbios pensamientos que privan a mi hermano del sueño?

—Ignoro sus preocupaciones, que sin duda son muchas.

La infanta Isabel no conseguía desentrañar el sentido de sus palabras. En la corte eran habituales las palabras a medias, las insinuaciones y las frases sin acabar, pero ella había residido tanto tiempo en Arévalo, al abrigo de tales astucias, que se sentía desorientada ante esas ambigüedades. La dama debía de sospechar el desconcierto de la joven, porque movía los dedos con tanta agilidad como su mente.

—La vida del rey Alfonso ha cambiado mucho —comentó con aparente naturalidad.

—¿Rey, decís?

La infanta se sorprendió de que reconociera ese título a su hermano. A excepción de los que se enfrentaban empuñando las armas, pocos eran los que confesaban abiertamente su posicionamiento.

—Rey sin trono, pero rey, al fin y al cabo. Así fue proclamado en Ávila y así es como él se siente —aclaró doña Mencia de Lemos. Y tras una pausa añadió—. Necesitará del consejo de personas desinteresadas, como vos.

—Por supuesto. Yo siempre estaré a su lado —confirmó Isabel con una voz apasionada.

—Hasta que os desposéis —apostilló la dama.

—¿Sabéis algo que yo ignore? ¿Es eso lo que estáis tratando de advertirme? —la alarma se transparentaba en su voz.

La dama fingió concentrarse en el recogido y guardó silencio. Al cabo de un rato, cuando ya había madurado su consejo, repuso.

—Vos sois joven, estáis en edad casadera. Eso es todo lo que quise decir. Enrique IV no tardará en buscaros pretendiente, ya que el fallecimiento de don Pedro Téllez Girón ha malogrado sus planes. También sois muy atractiva; sin duda, nuestro monarca sabrá jugar esta baza a su favor. En cambio, concertar unos esponsales con vuestro hermano no será posible. Dada la franca oposición que mantiene con el monarca, Enrique IV no forzará un compromiso que agudizará las tensiones entre ambos.

—De manera que… —la infanta suspendió la frase en el aire. El día estaba clareando como también la conversación de doña Mencia.

—De manera que Enrique IV no puede apartar a su rival de Castilla. Son muchos los que apoyan a Alfonso aunque aún no suficientes para derrotar al monarca castellano. Sin embargo, puede suceder que algunos nobles decidan sumarse a su causa. Todo dependerá de su generosidad… Vos podríais ayudarle a encontrar la ecuanimidad que necesita. Su juventud le hace… -la dama buscó la palabra apropiada- …maleable.

—Agradezco vuestros consejos, doña Mencia. Mi alma también se inquieta al ver la ascendencia que algunos nobles poderosos tratan de lograr sobre mi hermano. Ese ha sido el error de los últimos monarcas —doña Mencia se sorprendió de que incluyera así una crítica velada a su padre—; ahí nace la raíz del mal que viene sufriendo Castilla. El reino necesita una monarquía fuerte, absolutista, capaz de ejercer su autoridad, sin coacciones. Creedme, doña Mencia, que he tratado de advertir a mi hermano sobre ese punto, pero Alfonso no es tan sensible a mis consejos como a las indicaciones de…
—De don Juan Pacheco —finalizó la dama con pesar.

—Sí —suspiró la infanta—. Al menos, ahora está en el bando de Enrique IV.

—¿Y eso es mejor? —la duda de doña Mencia no era fingida. Con don Juan Pacheco no se sabía si era preferible tenerle al lado o de frente.

La infanta Isabel arqueó las cejas y extendió la palma de las manos, en un gesto que denotaba su impotencia.

Doña Mencia se apartó: el peinado estaba completado. La infanta palpó el tocado con sus manos y sonrió satisfecha. La dama respondió al gesto con una caricia sobre el rostro de la joven. Estaba complacida de comprobar la agudeza de juicio de la infanta. Y apenada de que el destino no le ofreciera el trono a ella.

—Saldré a buscar a mi hermano —propuso la infanta.

—Será lo mejor —aprobó su interlocutora.

Afuera, el sol había descorrido la niebla del amanecer. El cielo aparecía despejado. Al salir, la infanta sintió un temblor; hacía frío. La claridad le había engañado. Había creído que era una mañana apacible, pero la escarcha aún extendía su película sobre el suelo. Protegió su cuerpo con los brazos y miró al exterior. Allí no se adivinaba señal humana. En ese fortuito instante, apareció doña Mencia de Lemos y señalando con el dedo índice hacia unos arbustos, despejó las dudas de la infanta.

Isabel sonrió agradecida y corrió hacia esos setos donde se adivinaba la figura de su hermano. El ilegítimo Alfonso XII estaba especialmente meditabundo, recorriendo con la mirada aquellos parajes tan familiares, rememorando los juegos y risas del ayer, los besos de su madre, la complicidad con su hermana… Esta se acercó despacio hasta él, advertida de la seriedad de su mirada. Cuando le tocó el hombro, los recuerdos del monarca usurpador se desvanecieron ante la gravedad del presente.

—¿En qué piensas, hermano? ¿Qué oscuros pensamientos te privan del merecido descanso?

—Recordaba el tiempo vivido en Arévalo. Hace solo seis años que nos fuimos, pero ¡parece tan lejano!

—Hace solo seis años que nos arrancaron de nuestras raíces —corrigió Isabel.

La brisa dejó de soplar, para respetar el silencio de los hermanos. Ambos estaban inmersos en un doloroso recuerdo. Alfonso dejó escapar un largo suspiro. El vapor de su boca pronto se desvaneció en el aire, pero él permanecía inmune al frío; algo ardía en su interior.

—Pronto cumpliré años —pronunció al fin el joven soberano—. Quince ¡Ay, grandes responsabilidades quedan sin respuesta en la corte de Enrique IV! Tan grandes como las esperanzas que se proyectan sobre mí —arrancó una hoja de un matorral—. ¡Menos mal que siempre estarás cerca, Isabel! Confío en que tus consejos me serán de tanta ayuda en las horas de gobierno como lo han sido hasta ahora.

—¿Gobierno? El rey goza de buena salud —repuso ella.

La infanta había hablado con suspicacia, pues el tono serio y cargado de intriga de su hermano le alertaba de lo que este se proponía. Alfonso enfocó el reverso de la hoja arrancada y con movimientos precisos trató de desnudar el nervio, mientras respondía a su hermana.

—No hace falta que un monarca muera para que la corona cambie de cabeza, Isabel. Esperaba darte una sorpresa más adelante pero… —y añadió con un tono serio y firme—. Lo tenemos todo previsto para...

—¿Tenemos? —interrumpió Isabel—. ¿Quiénes?

El monarca no coronado sostenía entre sus dedos pulgar e índice el esbozo en que se había convertido la hoja y la hacía girar con movimiento cadencioso mientras enumeraba los nobles que apoyaban su causa, entre los que se encontraban los participantes de la farsa de Ávila. La infanta Isabel se inquietó al comprobar que don Juan Pacheco lideraba el movimiento; de nuevo abandonaba a Enrique IV para virar al bando que él creía ganador. Era un ser vil, tan poderoso como maquiavélico, pero era imposible hacer entrar en razón a su hermano. El marqués de Villena era sagaz y persuasivo y llevaba años ganándose el afecto del entonces infante Alfonso, con mentiras e hipocresías, como también había logrado mantenerla engañada a ella, hasta que su leal Beatriz de Bobadilla le quitó la venda que le cubría los ojos.

La infanta Isabel había intentado hacer lo mismo con su hermano, pero había sido inútil y sabía que cualquier cosa que añadiera ahora no afectaría los planes de Alfonso, mejor dicho, de los grandes beneficiados que se habían aliado a su lado. Por eso, meditó muy bien sus palabras antes de pronunciarlas. No deseaba enfrentarse abiertamente a su hermano; cuanto más confiara en ella, más podría la infanta Isabel vigilar sus pasos y prevenirle de posibles peligros.

—Alfonso, sabes que los nobles son mudables. A lo largo de estos años de contienda, les hemos visto luchar en uno u otro bando, según a favor de quién corriera la suerte. Deseo prevenirte para que no cometas el mismo error de nuestro hermano, Enrique IV: no te dejes manipular por ellos.

La infanta apresó la mano de Alfonso para detener la rítmica danza del nervio desvestido. Él dejó de contemplar la hoja para fijar su mirada en su hermana.

—Ten siempre en mente —añadió ella— que los que te rodean son ambiciosos y querrán entronarte para poder doblegar tu voluntad a su favor. No piensan en el pueblo; solo se mueven por su interés personal.

—Pero yo sí estoy pensando en mi pueblo, Isabel, en el bienestar de nuestra gente —exclamó mientras tiraba al suelo la hoja—

Y estoy decidido a apartar a nuestro hermano de la Corona. No es un buen soberano y tú lo sabes.

—No, pero él es quien está legitimado para gobernar, Alfonso. Tiempo habrá de que tú demuestres tus buenas intenciones.

—La cordura tiñe tus palabras, como siempre hermana mía; sin embargo, la decisión ya está tomada —y para dar por concluida la conversación, le confió otra noticia con un tono de voz desenfadado—: Déjame que rompa la seriedad de este momento desvelándote la sorpresa que me había prometido guardar hasta el día de mi coronación definitiva: Isabel, quiero que Medina del Campo sea tuya.

La infanta Isabel no supo qué decir. Solo pudo expresar su gratitud abrazando a su hermano. Dos lágrimas de felicidad rodaron por sus mejillas. El contacto con el cuerpo entumecido de Alfonso le hizo recordar el frío que les circundaba.

Seis meses después se repetía la escena. La infanta Isabel abrazaba el cuerpo gélido de su hermano y derramaba dos lágrimas. Solo que esta vez, la negrura empañaba su alma:Alfonso acababa de morir. Era, exactamente, el 5 de julio de 1468. ¡Quién iba a pensar que las fiebres contraídas en su viaje a Ávila conducirían a tan triste desenlace! La peste despojaba a Castilla de un futuro prometedor.

La infanta Isabel pensó en la sorpresa de cumpleaños que le había preparado con tanto esmero; aquella poesía que encargó al gran literato Gómez Manrique, el que años después se convertiría en uno de sus grandes consejeros, y que decía así:

Dios te quiera hacer tan bueno
que excedas a los pasados
en triunfos y victorias.
Y en grandeza temporal
tu reinado sea tal
que merezcas ambas glorias:
la terrena y celestial.

El dolor de la infanta Isabel era inmenso pero contenía su llanto porque la familia real no debía mostrar en público sus sentimientos. Ocultar las emociones engrandecía a los reyes.

Días después, doña Beatriz de Bobadilla corría asustada a la alcoba de la infanta Isabel. La impaciencia por contarle las novedades hacía que corriera tan deprisa que a punto estuvo de caer por tierra, hasta en dos ocasiones. Pero ¡qué le importaba lastimarse cuando la vida de su amiga Isabel estaba en peligro! Debía avisarle de las novedades; había dudas de que su hermano Alfonso hubiera fallecido de muerte natural. El médico que había examinado su cadáver no había encontrado señal alguna de pestilencia.

La infanta debía estar prevenida porque si habían atentado contra su hermano también podrían hacerlo contra ella. La angustia sacudió su cuerpo y trató de acelerar sus pies.

Al fin alcanzó la puerta de la alcoba real y, haciendo caso omiso del protocolo, la abrió con violencia. En ese momento, lo que vio le paralizó la respiración. La infanta Isabel estaba sentada en una silla, la piel lívida, los labios cerúleos, el cuerpo rígido, los puños cerrados, la mirada fija perdida en la nada.

Doña Beatriz de Bobadilla soltó el pomo de la puerta y abandonó la alcoba. Debía buscar ayuda. Las lágrimas luchaban por nacer, pero ella las abortaba, preocupada de que la humedad de sus ojos la hiciera tropezar.

La Providencia quiso que hacia allí se encaminaran corriendo don Gonzalo Chacón y don Gutierre de Cárdenas. Era impropio de dos caballeros desplazarse con paso tan presuroso por los corredores de palacio, pero doña Beatriz no se detuvo a pedirles explicaciones y les gritó con el rostro desencajado y casi sin aliento:

—¡La infanta Isabel ha sido envenenada!