VI
1469
Las tropas de don Alonso Carrillo, alertadas por mediación de doña Beatriz de Bobadilla, llegaron hasta los límites de Ocaña y cercaron toda la villa. Había rumores de que don Juan Pacheco pensaba cumplir sus amenazas; la desesperación por ver frustrados sus designios le incitaban a ello. El arzobispo de Toledo actuó con diligencia. Quien quisiera arrastrar a la princesa Isabel hasta el alcázar de Madrid tendría que medir sus fuerzas con él.
El Papa volvió a oponerse a la bula papal. El temor que le inspiraba don Juan Pacheco pesaba mucho.
Desde que Isabel fuera proclamada princesa de Asturias, el maestre de Santiago le había escrito repetidas veces, instándole a negarse a resolver la consanguinidad entre los prometidos.
Sin embargo, Paulo II era proclive a esta alianza matrimonial. La proximidad de Nápoles y Sicilia con los dominios del pontífice hacían interesada la amistad con Juan II de Aragón. La pericia militar demostrada por el príncipe Fernando liderando las tropas de su padre, para contener las ofensivas bélicas francesas, no eran una cuestión desdeñable.
Además, la huella religiosa que doña Isabel de Portugal improntara en su hija Isabel, hacían de la princesa castellana una ferviente defensora de las cuestiones de fe y, por tanto, una aliada estratégica para Paulo II. Asunto de suma importancia, desde que hacía tres lustros que el viejo imperio bizantino había caído en las garras de Mehmet II, el Conquistador. El imperio otomano no había detenido ahí sus pasos y lanzaba amenazadoras miradas sobre las áreas limítrofes. ¿Hasta dónde llegaría su arrojo?
A todas estas razones de estado había que sumar sus preferencias personales. El santo varón detestaba sentirse esclavo de la tiranía de don Juan Pacheco, un caballero cuyos únicos méritos para sostenerse en el poder eran las intrigas, los abusos y las amenazas. Nada, ni siquiera la ira divina, amedrentaba a tan soberbio personaje.
Por si fuera poco, a las intenciones perversas del maestre de Santiago, había que añadir las advertencias del rey francés. Luis XI amenazaba con celebrar un concilio contra Paulo II, si este otorgaba la dispensa papal.
El Papa se sentía un títere en las manos de tan interesados caballeros y sopesaba cómo librar sus hilos.
Una solución tan arriesgada como inmoral espantó las rapiñas que sobrevolaban su cabeza. Solo la desesperación podía envalentonarle a un despropósito semejante. Ciertamente, esa era su situación.
Paulo II tomó la pluma y garabateó con decisión unas líneas al monarca aragonés. Sus anotaciones eran breves pero claras, tanto como fue la respuesta de Juan II de Aragón. Su hijo, el príncipe Fernando, aceptaba esa solución.
¿La princesa Isabel estaría igualmente dispuesta a participar en esta farsa? Era tal la honradez de la heredera castellana que Juan II de Aragón dudaba que fuera capaz de tener la conciencia tranquila participando en una estafa de tal calibre.
La princesa Isabel escuchó la propuesta indecorosa de Paulo II de labios de su amiga. Abrió sus párpados con desmesura y sus labios con estupor.
—¿Me estáis proponiendo que quebrante una ley divina?
—Que está patrocinada por el vicario de Cristo en la tierra.
—Aún así —objetó la heredera.
Doña Beatriz contempló sus ojos enrojecidos, su nívea tez y su demacrada mirada. Todo su ser destilaba el sufrimiento al que estaba expuesta.
—Princesa —comenzó la dama— ¡el rumbo de los acontecimientos está virando tanto! Vos misma habéis advertido que las reprimendas de Enrique IV al infame Pacheco no han logrado contener sus atropellos. Por otra parte, la irritación del soberano francés por fracasar en vuestra pedida de mano y por sospechar vuestra inclinación personal, puede alentarle a invadir los dominios de Aragón. Sospecho que en tal caso, Juan II buscará otra alianza que proteja a su reino de los galos. ¿Qué esperanza os quedará entonces?
—Gran cordura brota de vuestros labios. Sin embargo, no estoy tan sedienta como para beber de vuestras palabras —replicó la heredera.
—Son vuestros partidarios los que inspiran mi juicio, señora. Sabéis que en mis consejos convergen el parecer de don Alonso Carrillo, don Gonzalo Chacón y don Gutierre de Cárdenas, entre otros muchos, como don Fabrique Enríquez. Este ansía el desposorio; no en vano, vuestro prometido es su nieto por línea materna. Por Dios, ¡aceptad!
—Por Dios, id contra Él: eso me estáis pidiendo.
—Os lo estoy suplicando —corrigió ella, con un quebranto en su voz.
La dama se giró para no desvelar su debilidad. Sabía que el llanto doblegaría a su amiga, pero quería convencerla con la fuerza de la lógica, no de la compasión. Dar ese temible paso exigía una férrea convicción y no la aquiescencia de un corazón ablandado por unas lágrimas.
—Beatriz, amiga mía —suspiró la princesa.
La dama se volvió hacia ella y la heredera apretó sus manos entre las suyas.
—Meditadlo bien, señora. Ojalá que el Espíritu Santo ilumine vuestro seso.
—Mañana os daré la respuesta.
—Bien.
Esa noche, la princesa Isabel tardó en conciliar el sueño. Sus pensamientos alejaban a Morfeo.
El canto de los pajarillos la advirtió que estaba a punto de clarear el día. Siempre le había gustado la alborada, cuando el sol inicia su periplo y la vida retorna a las sombras de la noche.Hubo jornadas, en Madrigal de las Altas Torres que su hermano y ella acordaron encontrarse en el crepúsculo de la mañana, cuando el trino de las aves despertaba a la vida. Recordaba el rostro de su hermano, la nariz sonrojada por el frío y las manos arropadas al calor de su aliento. Él la sonreía cuando la veía llegar y le tendía su mano. Juntos paseaban por los jardines y los temores de la noche se perdían a su lado.
La princesa Isabel lanzó un hondo suspiro. Aceptaría participar de la pantomima. Cerró los párpados y el temor de Dios no le impidió atraerse el sueño.
La velada siguiente, doña Beatriz de Bobadilla se retrasó. Había tomado más precauciones que de costumbre, consciente de que su plática de hoy podría alargarse. Cuando llegó, la princesa de Asturias aparecía intranquila.
—Disculpad, princesa,
yo…
—No nos demoremos en explicaciones que no variarán nuestro destino.
Atended –ordenó.
La dama tomó asiento junto a la princesa.
—Haréis saber a mis acólitos que acepto al príncipe Fernando.
Doña Beatriz quería asegurarse que su predisposición era total.
—Entonces, ¿vuestro sentido de la moralidad os permite participar en ese fraude?
—Mi conciencia está tranquila. Solo tengo temor de un Juez y cuando me presente ante Él, me tranquiliza pensar que no tendrá en cuenta únicamente las apariencias —y añadió sacando de su ropaje una carta que permanecía bien oculta—. Haréis llegar esta carta a los embajadores aragoneses. Extremad las cautelas. Nadie, en Ocaña, debe sospechar. Mi libertad y la de mi reino están ahora mismo en vuestras manos.
Doña Beatriz de Bobadilla pertrechó la misiva entre sus vestiduras, mientras objetaba:
—No podréis silenciar vuestra decisión por mucho tiempo. Cuando se entere don Juan Pacheco encolerizará y no os dejará marchar. Será el comienzo de una guerra civil. Hay que tener todos los apoyos prevenidos —advirtió la dama.
—Sabéis que no soy amiga de la violencia.
—No hay otra manera —insistió doña Beatriz.
—Pensaremos el modo de abandonar Ocaña sin el uso de las armas —repuso con firmeza la princesa Isabel.
—Aunque lo consiguierais —añadió ella—, el maestre de Santiago impediría que el príncipe Fernando entrara en este reino.
—Esa dificultad la deben vencer ellos.
Durante más de una hora, las damas estuvieron afinando la estrategia que la princesa Isabel había ideado para liberarse de su cautiverio. Después, se despidieron con la mirada llena de esperanza.
El año prometía iniciarse con buenos augurios. Juan II de Aragón sostenía una carta. A su lado, el príncipe Fernando no disimulaba una gran sonrisa.
—Así que, al fin, la princesa Isabel te ha aceptado —exclamó
con alivio el rey aragonés—. Bien, ahora debemos preparar las capitulaciones matrimoniales2. Ella insiste en que jamás serán ella ni sus hijos apartados de Castilla y en que...
—¡Por supuesto que no! ¿Cómo voy a apartarla de nuestro reino, a ella o a nuestra progenie? —interrumpió Fernando.
—Y en que jurarás obediencia al rey castellano —concluyó Juan II de Aragón—. Insiste en que reconocerás la legitimidad de Enrique IV para el trono de Castilla; mientras él viva, no os alzaréis en su contra.
—Si ese es su deseo —repuso conforme, aunque con extrañeza.
—Pero para eso, antes Isabel debe ser libre. Repudia la violencia, por lo que escapará a hurtadillas de su cautiverio. Y nosotros buscaremos la manera de entrar en tierras castellanas sin levantar sospechas.
—Si descubren vuestras intenciones precipitarán su boda con Alfonso V de Portugal o —Juan II de Aragón suspiró con aire preocupado— con el duque de Guyena.
Pasaron los meses. El invierno fue cediendo a la primavera y la promesa de esponsales fue dando paso a una estrategia calculada; debían competir con la inteligencia del maestre de Santiago y todos sabían que no era fácil.
2 Capitulaciones de Cervera, de enero de 1469.
El arzobispo de Toledo se reunió en secreto con un nuncio de Paulo II. Con gran minuciosidad, sus mentes cavilantes repasaban una y otra vez las palabras que contendría el documento. Cuando ambos estuvieron satisfechos, el nuncio manuscribió las palabras al papel. Luego, don Alonso Carrillo imprimió en la parte inferior de la hoja una falsa rúbrica. El nuncio mostró su admiración; el parecido era asombroso. No en vano, don Alonso Carrillo la había estado ensayando durante tres días. Este ayudó a la tinta a secarse soltando breves soplos de aire fresco por sus labios. A continuación recogió el documento y lo guardó bajo sus ropajes.
La explosión multicolor propia de la estación del año levantaba el ánimo de los castellanos, aliviados por la retirada del frío invierno; todos sentían renacer las esperanzas en una vida más amable. ¿Todos?
A través de la ventana, una persona posaba su mirada en el horizonte, allá donde las margaritas se mezclaban con las amapolas y las verdes espigas en una confusa mezcla, tan agreste como armónica, sin ver la belleza del momento.
Aquel año había resultado especialmente duro;muchos cultivos se habían helado y al hambre había que sumar el frío, tan difícil de combatir. Sin embargo, el colorido que ahora llenaba los campos de Castilla mitigaba las adversidades pasadas. Los árboles vestían sus desnudas ramas y los pájaros entonaban un canto agradecido. Solo una persona sentía profundo dolor por la llegada de la primavera. Hacía un año ya que el príncipe-rey Alfonso había fallecido. La cercanía de esta fecha anquilosaba aún más el decaído ánimo de la princesa de Asturias.
Unos golpes en la puerta la sacaron de su ensimismamiento.
—Princesa, el soberano os recibirá en este momento –anunció la dama.
—Gracias —repuso ésta.
Cuando Enrique IV la vio aparecer, su ceño se frunció:
—¿Sucede algo grave? ¿Qué turbios pensamientos os apenan?
—Se va a cumplir un año de la muerte de mi hermano Alfonso —replicó la infanta—. Desearía honrar su muerte. Solicito vuestro permiso para viajar a Ávila.
El soberano meditó unos instantes antes de dar su consentimiento:
—Por supuesto. Yo también iría si pudiera, pero… —No os excuséis. Sé de sobras la sinceridad de vuestros afectos —repuso la heredera, dibujando una sonrisa.
Enrique IV correspondió al gesto. A su lado, don Andrés Cabrera hizo un leve asentimiento de cabeza, solo perceptible por la princesa. Él se encargaría de comunicar a su esposa la conformidad del monarca y ella, por su parte, continuaría la cadena de transmisión. Si todo se cumplía, conforme a lo previsto, esa mañana la princesa saldría de Ocaña… para no volver jamás.
Días después, se desposaría con Fernando de Aragón. Don Alonso Carrillo y don Fabrique Enríquez le darían su protección y, si fuera necesario, movilizarían los ejércitos de otros nobles; eran muchos los que la apoyaban.
Aunque sus intenciones habían sido claras. La princesa repudiaba el uso de la fuerza. Puesto que el príncipe Fernando estaba de acuerdo en jurar fidelidad y obediencia al monarca castellano, este no les vería como una amenaza, sino como auténticos hermanos.
En el reino vecino, padre e hijo meditaban sobre el mismo asunto. La tregua que la lluvia concedía les había animado a salir al exterior.
—No podrás atravesar Castilla —comentaba Juan II de Aragón— y dirigirte a su encuentro sin levantar sospechas. Eres un obstáculo a los planes de don Juan Pacheco. La única manera de desposarte con la princesa Isabel sería rescatándola de su cautiverio por la fuerza; sin embargo, la defensa de Aragón frente a las tropas francesas compromete nuestros ejércitos —suspiró.
—La princesa de Asturias no desea el uso de la violencia —le recordó él—. La única alternativa es que yo entre en tierras castellanas sin que el monarca lo sepa.
—¿Crees que el cielo podría descargar su furia sin que la naturaleza lo supiera?
Mientras hablaba, había abatido una rama cargada de agua. Su gesto liberó las hojas del preciado líquido, imitando la acción de la lluvia.
—Eres un príncipe —continuó Juan II de Aragón— No podrás atravesar los campos de Castilla si no es comandando tu ejército.
—Cierto —concedió Fernando—. Un príncipe no puede pasar desapercibido. A menos que… no sea príncipe.
—¿En qué estás pensando? —quiso saber el monarca, receloso del brillo que mostraban las pupilas de su hijo.
—En disfrazarme —contestó el príncipe, con la seguridad de quien tiene ya muy meditada la estrategia—. A fin de no llamar la atención, ni levantar sospechas, debo disfrazarme de… hmm, veamos… una persona que viaje tanto en tan poco tiempo solo puede ser un mercader.
—¡No seas ingenuo! —se burló su padre—. Tendrás que vender, negociar, tratar con personas que conocerán la mercancía mejor que tú. No sabrán que eres el príncipe aragonés, pero sospecharán que eres un impostor. Te delatarán a los guardias y ¡quién sabe qué peligros te acecharán!
—Tienes razón —respondió con fingida sorpresa—. Debo pasar totalmente desapercibido y no hablar con nadie. Luego entonces... solo puedo aparentar ser —la mirada de Fernando se iluminó con una sonrisa, al prever la sorpresa de su padre— ¡el mozo de mulas de unos mercaderes!
Pero fue algo más que sorpresa lo que reflejó el rostro del monarca aragonés. Juan II de Aragón frunció el ceño y su boca se abrió para dejar escapar un grito ronco.
—¿Qué! —sus ojos se salían de las órbitas y las palabras salían atropelladamente—. No pienso permitir que mi hijo, qué digo mi hijo, el hijo del rey, ¡el hijo del rey!, que algún día será rey, mejor dicho, que ya es rey, porque tú ya eres rey, ¡rey de Sicilia y en un día no muy lejano serás rey de Aragón! Y que con tan gran linaje viajes como... como... ¡como un vulgar pordiosero! durmiendo en un catre ¡mugriento!, sirviendo a quienes te deben obediencia, limpiando jamelgos desnutridos, exponiéndote al peligro de bribones y maleantes, trabajando, ensuciando tus manos… No. No, Fernando, no. Las aventuras del Amadís de Gaula han excitado tu arrojo, pero tú no eres un osado caballero envuelto en una peligrosa aventura por salvar a una princesa rubia en apuros, con la que estabas comprometido en la infancia...
Juan II de Aragón enmudeció, pues estaba haciendo un retrato perfecto de la situación; hasta el color de pelo de la protagonista de los libros de caballería coincidía con el de la princesa Isabel. Sus pies se detuvieron al ritmo que lo hacían sus palabras. En cambio, su hijo continuaba su paseo. El monarca se exasperó con la actitud displicente de su hijo.
Al cabo de unos minutos, el heredero aragonés se giró y volvió sobre sus pasos, sosteniendo la mirada a su padre. Este respiraba agitado; las aletas se su nariz se abrían con ritmo cadencioso para liberar su furor. El príncipe se acercó en total mutismo.
—Fernando, ¿te has vuelto loco? —inquirió Juan II de Aragón, más sereno.
El aludido dejó constancia de su pericia diplomática; tras unos minutos en silencio para dar tiempo a que el monarca se serenase, retomó la conversación. Sus hábiles palabras lograron que su padre, aún a regañadientes, aceptara su estrafalario plan y le ayudara a concretarlo.
Semanas después, don Juan Pacheco regresaba de su viaje. Tras entrevistarse con Enrique IV se presentó ante la princesa Isabel; quería mostrarle su conformidad con su pretendido viaje a Ávila.
—Todos los tributos hacia el difunto Alfonso son pocos —explicó el maestre de Santiago—. Vos no ignoráis la profunda amistad que nos unía. Por eso, yo os acompañaré.
La princesa Isabel enmudeció, aunque improvisó una sonrisa en una señal de conformidad.
—Así estaré cerca de vos —añadió el caballero—. Para protegeros, por supuesto...
Las palabras del marqués fueron seguidas de una jovial carcajada, mientras se dirigía a la puerta. Hubiera deseado permanecer para ver la cara desencajada de la princesa Isabel, pero las intrigas contra ella habían sido tantas que ya era una experta en ocultar sus sentimientos.
—Si tanto os preocupa mi seguridad… La heredera detuvo la frase para captar la atención de su interlocutor. Don Juan Pacheco se detuvo.
—…no debierais acompañarme, marqués. Sin duda, vos tenéis más enemigos que yo —acabó Isabel.
El maestre de Santiago se giró para lanzar una mirada directa a su interlocutora, mientras entrecerraba sus penetrantes ojos.
—Dentro y fuera del reino, por supuesto —apostilló la princesa.
Las alusiones a las presiones que Francia y Portugal volcaban sobre su persona irritaron al marqués de Villena, aunque más aún lo hizo la sagacidad de la princesa para perturbar su ánimo. Sin mediar palabra, don Juan Pacheco abandonó la sala.
Al día siguiente, el maestre de Santiago seguía enojado por el atrevimiento de la princesa de Asturias. Y las noticias que recibió no le hicieron mejorar el semblante. Los partidarios de la joven crecían cada día: don Alonso Carrillo, arzobispo de Toledo, don Fabrique Enríquez, almirante de Castilla, el conde de Paredes, el conde de Medinaceli, el conde de Treviño, toda la órbita de los Manrique… Y ahora también… ¡parecía que muchos caballeros del sur de la Península iban a declinar su apoyo al monarca castellano! Urgía emprender un viaje hacia Andalucía, junto con Enrique IV, para ganar adeptos o, mejor dicho, para no perderlos. Con tal fin, el marqués de Villena se entrevistó con el soberano. Instantes después, don Juan Pacheco disponía todo para que dentro de tres semanas se iniciara el viaje a tierras andaluzas.
Llegado el día, la regia comitiva emprendió su periplo hacia las tierras meridionales del reino. La princesa Isabel esperó a que estuvieran lejos para buscar a doña Beatriz de Bobadilla. Don Juan Pacheco había extremado las precauciones para evitar algún contratiempo en su ausencia; la guardia que había dispuesto sobre la heredera era tan estrecha que sería imposible hablar con su amiga. A pesar de todo, lo intentó.
Halló a doña Beatriz en las escaleras y ordenó con voz hosca.
—Traedme de beber. Mi garganta está seca por el calor.
—Sí, princesa —repuso esta condescendiente.
La dama regresó con una copa llena de agua. Le avisaron que la heredera estaba en la sala, leyendo un libro. A su lado, dos guardias la vigilaban con gran celo. Doña Beatriz se acercó y le tendió la copa. El traspaso de la copa se malogró y el preciado líquido se derramó sobre el vestido de la princesa.
—Señora, disculpad.
Doña Beatriz estaba aturullada por su torpeza y procedió a frotar el vestido de la heredera para secarlo. Esta se levantó con el gesto adusto.
—Aparta —soltó con desprecio, mientras le tendía el libro.
La princesa Isabel salió de la sala con el rostro enojado y dos atentos guardias tras ella. La azorada Beatriz quedó sola, con un sentimiento de malestar que nacía más de la hosquedad de su amiga, que de su propia impericia, pues estaba convencida de que había sido la heredera, y no ella, quien había errado al apresar la copa.
Tomó el libro que la princesa le había tendido y lo colocó sobre la mesa. Era posible que más tarde su propietaria quisiera retomar su lectura. A continuación, se dio la vuelta y salió hacia el patio.
El día era apacible. El sol dominaba el cielo, conquistando la niebla matutina; apenas había vestigios de los días de lluvia pasados. El aroma de las flores se mezclaba en una confusa mezcla, dando una esencia dulce al aire. Doña Beatriz inspiró con profundidad, empapándose de la alegría de la tierra. Esperaba que su vientre gozara en poco tiempo de la fertilidad del campo. Volvió a inspirar y… el aire se paralizó en su pecho. La dama abrió los ojos con desmesura y exclamó para sus adentros un ¡Dios mío!
Retornó sobre sus pasos a grandes zancadas. La inquietud dominaba su cuerpo. ¿Habría regresado ya Isabel a la sala?
Con el aliento entrecortado por la carrera, llegó a la estancia que había sido testigo de su torpeza. Nada había cambiado desde que la abandonara, minutos antes. Seguía deshabitada y sobre la mesa reposaba la obra. La dama suspiró aliviada y se acercó. Tomó el libro entre sus manos y ¡allí estaba! Su memoria no le había jugado una mala pasada; era cierto que un papel sobresalía, con gran disimulo, de una esquina del tomo. Con delicadeza, pero sin dejar de inspeccionar la puerta por si la heredera retornaba con su guarda, recogió la nota y la abrió. Al instante, reconoció la letra de la princesa Isabel.
—Mañana partiré a Arévalo a ver a mi madre. Dad aviso a don Alonso Carrillo.
La fiel Beatriz de Bobadilla entendió el mensaje y corrió presurosa a organizar todo lo necesario para la marcha del día siguiente.
Instantes después, la princesa Isabel regresó a la estancia, seguida de sus dos escoltas. Apresó el libro entre sus manos y sonrió para sus adentros. Su amiga no le había fallado; era tan perspicaz como ella creía.
Un correo, mandado por el arzobispo de Toledo, trasladó a Aragón los planes de la heredera castellana. El príncipe Fernando debía también ponerse en marcha; ambos se encontrarían en Ávila, donde se celebrarían los esponsales, bajo la bendición del arzobispo de Toledo.
—Lo único que me preocupa —comentó el rey aragonés, al despedirse de su hijo— es conocer las intenciones de don Alonso Carrillo. A pesar de su santo oficio, es una persona ambiciosa, sedienta de poder...
—Afortunadamente, padre —respondió el príncipe Fernando, ya vestido con harapos— pues si no, no accedería a casarnos. Falsear una bula pontificia es un hecho muy grave. Espero que los castellanos y los aragoneses nos perdonen, si algún día llegan a enterarse.
—Rondando don Juan Pacheco, se enterarán… —repuso con voz sombría el monarca.
A continuación, ambos personajes se fundieron en un sentido abrazo. El soberano notaba el peso del peligro, pero su hijo solo parecía sentir el riesgo de la aventura.
El maestre de Santiago tembló de rabia al conocer la fuga de la princesa Isabel. Ahora que gozaba de libertad no podría volver a recluirla; ya no podría ganar su voluntad. La ira inundó su pecho y codició venganza. Esa joven orgullosa se había burlado de don Juan Pacheco. ¡Pobre infeliz! No sabía a quién había irritado. La sangre fría que había mostrado con ella en el pasado no era más que delicadezas comparado con lo que le venía encima. Acto seguido, ordenó llamar a don Álvaro de Estúñiga, conde de Plasencia. Cuando el aludido se presentó ante él, el marqués de Villena no se entretuvo en prolegómenos:
—Invitad a doña Isabel de Portugal a abandonar la villa de Arévalo.
Sus palabras no dejaban lugar a dudas, pero el conde de Plasencia sintió la necesidad de confirmar sus deseos.
—¿Os referís a la madre de la princesa de Asturias?
Don Juan Pacheco enarcó sus cejas en un sutil gesto de asentimiento. Pero la opacidad de sus intenciones obligaba a nuevas preguntas:
—¿Expulsarla? ¿De Arévalo?
—Eso dije… señor duque de Arévalo. Don Álvaro de Estúñiga iluminó su rostro con una soberbia carcajada. Su nuevo título nobiliario hacía irrelevantes las explicaciones.
Un dardo se clavó en el pecho de la princesa cuando supo que su madre, ¡la anterior reina consorte de Castilla!, había sido expulsada de forma inhumana y deshonesta de su señorío. ¡Expropiadas sus tierras! Aquellas que le habían sido legadas por el entonces monarca castellano, Juan II. Mientras que el indecoroso conde de Plasencia engrosaba su linaje con el duquesado de Arévalo. ¡Gran infamia para la reina madre! ¡Gran vituperio para los vecinos de esa villa! ¡Cuántas ofensas más estaría dispuesto a ocasionar el maestre de Santiago para lograr sus propósitos!
La comitiva de la princesa de Asturias tuvo que variar su ruta; ya no podrían encontrarse en Arévalo. Esto trastocaba sus planes, pero no los alteraba en lo más profundo. La falta de escrúpulos del marqués de Villena reafirmaba el tesón de Isabel en casarse con el príncipe aragonés. Ahora se dirigirían a Madrigal de las Altas Torres, donde se reunirían con su madre, Isabel de Portugal. Después, se llegarían hasta Ávila, baluarte de la princesa castellana, donde esperaría a su prometido para celebrar los esponsales. Sin embargo, la ciudad abulense nunca llegó a ver este enlace… En el castillo de Almansa, don Juan Pacheco esperaba con renovado optimismo la llegada de la embajada francesa. Era esta una fortaleza pintoresca, situada sobre un promontorio abrupto desde donde dominaba a la población. Su silueta, graciosamente recortada sobre el cielo azul, dibujaba unos volúmenes escalonados que parecían querer ofrecer a sus moradores una escalinata para llegar al paraíso. El castillo había sido construido sobre fortalezas anteriores de origen musulmán, hecho que aún podía advertirse por el tapial sobre el cual descansaban sus cimientos. Una atalaya se erigía sobre el conjunto, proclamando al viento la victoria de los cristianos que habían ganado esas tierras a los enemigos infieles. El marqués de Santiago había sabido embellecer la primitiva construcción dando al castillo un armónico equilibrio.
Mientras esperaba a sus invitados, contempló el antiguo escudo de Almansa que pendía sobre uno de los muros interiores de la fortaleza. En él se simbolizaba la toma de la villa por los cristianos a los árabes por medio de un castillo flanqueado por dos manos aladas que empuñan una espada. El caballero de ojos penetrantes retuvo esa imagen en su memoria. También los ejércitos de Francia y de Castilla cercarían a la princesa de Asturias, para evitar un desposorio infructuoso.
Su enojo por la huída de la heredera había dado paso a una leve irritación pues, al fin y al cabo, la situación de la joven no había cambiado: seguía necesitando el consentimiento del monarca para contraer matrimonio. Portugal podía darse por vencida; ella nunca aceptaría los esponsales con Alfonso V. En cambio, Francia ondeaba su esperanza. El maestre de Santiago había logrado que el soberano galo aún no se retractara de sus pretensiones sobre la princesa de Asturias y, gracias a sus argumentos persuasivos, que Enrique IV accediera a la formal petición de mano. Por su parte y mientras su prometido Fernando no llegara a tierras castellanas, la princesa no podía negarse a recibir a la embajada francesa.
El encuentro entre don Juan Pacheco y los diplomáticos de Luis XI fue del agrado de todos. Ambas partes hicieron gala de cordiales palabras y de buenas intenciones. Solo un insignificante detalle aturdió a los embajadores franceses; sucedió justo en el momento de la despedida, cuando estos montaban ya sus cabalgaduras y estaban prestos a abandonar aquella magnífica fortaleza. Don Juan Pacheco se les acercó con una amigable sonrisa:
—Poned todo vuestro empeño en que la empresa se logre. Lo contrario sería enconar a vuestro soberano y al monarca castellano.
Después de una calculada pausa pronunció con gesto hosco su apostilla:
—Y a mí, por
supuesto.
Los perplejos diplomáticos espolearon sus cabalgaduras y con paso
presto abandonaron el señorío de aquel siniestro personaje. Sin
embargo, su dominante influjo parecía extenderse mucho más allá de
sus confines.
Desde un lejano recodo del camino, los representantes galos se atrevieron a echar la vista atrás. Desde la distancia, el pueblo de Almansa gozaba de una belleza sin igual. Las moradas, de color canela, parecían mimetizar con el paisaje, haciendo más visible el castillo, aunque el recuerdo de su propietario daba un aspecto siniestro al cuadro.
El día estaba nublado y sobre la colina se extendían nubes cenicientas. El carácter supersticioso del caballero que lideraba esa embajada le llevaba a pensar que los nimbos eran el recuerdo de un pasado maleficio, un viejo conjuro que atenazaba las almas de los pobladores de aquella villa a los deseos del diabólico señor de esas tierras. Su cuerpo se vio sacudido de tal temblor al pensar en el maligno, que azuzó su equino con furia y sus secuaces le siguieron. El dirigente de la comitiva ardía por llegar a Madrigal de las Altas Torres.
El contraste entre el trato
del maestre de Santiago y la hospitalidad de la princesa Isabel,
hizo mucho más placentera esta segunda visita. Ella les agasajó en
el palacio de su madre y les colmó de bondades, pese a que su
presencia era harto enojosa: a pesar de que solo había transcurrido
un mes desde su llegada, la princesa de Asturias ya debía
enfrentarse con la tenacidad de don Juan Pacheco. Ni siquiera en la
distancia podía vivir liberada de su opresor…
La jornada amenazaba tormenta, pero las nubes se negaban a
deshacerse de su carga, intensificando el calor estival. En aquella
sala, no obstante, apenas se dejaba sentir el bochorno; sus gruesos
muros de piedra contenían el ardor del día y solo permitían la
entrada a unos cuantos rayos que iluminaban la escena. Los
embajadores franceses expusieron a la princesa Isabel la petición
del duque de Guyena y ella, ante su sorpresa, no puso reparo…
Cierto es que tampoco le había aceptado, pero se debía a que su
inexperiencia en los asuntos políticos le hacía ser prudente; por
ello, la princesa Isabel había prometido reflexionar la propuesta y
consultar con los Grandes.
Los delegados franceses abandonaron el salón de los embajadores con satisfacción: la empresa se lograría pues, como había señalado ella a modo de conclusión, su posición la obligaba a cumplir las leyes del reino. ¡Respuesta cargada de total intención para los embajadores galos! Pues el fuero de Castilla señalaba que si una menor de veinticinco años se casaba sin autorización paterna, podría ser desheredada. Si esto se aplicaba a cualquier joven, ¡cuánto más para una princesa! Además, había pactado en Guisando la conformidad del rey en sus esponsales, por tanto, no cabía esperar más que una respuesta positiva de la princesa Isabel. Con tan buenos augurios, escribieron a su soberano, Luis XI.
Dos meses después, la embajada francesa se impacientaba, pues la princesa de Asturias aún no había expresado su aquiescencia de manera explícita. Don Juan Pacheco, ocultándoles las últimas noticias, supo enmascarar la realidad y despacharles con premura. Los embajadores salieron de la audiencia con oscuros presentimientos, a pesar de todo.
Don Juan Pacheco se sentó junto a Enrique IV. Este releía en voz alta las últimas líneas de la carta, escrita de puño y letra por su hermana Isabel, que tan bien habían sabido ocultar a los galos:
—…y me hacen saber que el príncipe Fernando ya ha llegado a Dueñas, pero no para causar escándalo, ni mal meter, sino porque es el casamiento que más conviene a mi persona, así como a estos reinos de Castilla. Por todo ello, suplico a vuestra alteza que haya por bien su venida y apruebe la intención de mi propósito.
El maestre de Santiago enfureció. Aquella chiquilla influenciable de antaño se había convertido en una mujer decidida y valerosa. Pero pagaría cara su osadía; nadie lograba oponerse a sus designios.
—Debéis impedir ese matrimonio —dijo al fin, conteniendo la rabia que bullía en sus sienes—. Si hasta ahora la fuerza de las palabras no ha sido suficiente, habrá que emplear otros argumentos.
—¿Estáis pensando en declararles la guerra?
—No, majestad. No desperdiciemos soldados… aún.
Era noche de luna nueva. El firmamento aparecía fosco y la tierra estaba en total desamparo. Todos dormían, salvo los espectros de la noche y una dama que, a toda prisa, corría por las galerías del castillo de Madrigal de las Altas Torres. Rompiendo el protocolo y desdeñando el descanso de la princesa de Asturias, doña Beatriz de Bobadilla se coló a toda prisa en la alcoba real. Se acercó a la heredera y comenzó a zarandearla con brusquedad, mientras en un susurro le decía:
—Aprisa, aprisa, princesa. Las tropas del rey vienen por vos. El maestre de Santiago ha ordenado vuestra captura.
La princesa Isabel abrió sus ojos con un martilleo resonando en su cabeza: huir, huir, huir. Huir otra vez. Huir de nuevo. Escapar de don Juan Pacheco. Pero esta vez, ¿adónde dirigirse? Las tropas de don Alonso Carrillo estaban lejos y las de Enrique IV ya se adentraban en el patio de la fortaleza. Imposible fugarse a caballo. ¡Había que escapar a pie! Pero ¿adónde? Los guardias reales la sorprenderían en la huída y la apresarían. En esa fortaleza, su madre no tenía tropas suficientes para impedirlo y sus partidarios tardarían en llegar. Para cuando conocieran la noticia, ya sería demasiado tarde. Don Juan Pacheco la habría obligado a contraer matrimonio y… Los soldados se acercaban. ¡Dios mío! ¿Qué hacer? Las dos damas abandonaron la alcoba y tomaron el corredor más lóbrego. Ya se oían pasos en las escaleras cercanas; los soldados estaban allí. La llevarían por la fuerza. Otra vez la arrancarían de forma injusta e inhumana del amparo de su madre.
—¡Dios mío! ¿Quién me auxiliará esta vez? —pensó la princesa Isabel, presa de una gran angustia.
Y, de repente, una serenidad la inundó. Con una amplia sonrisa, tomó de la mano a una asustada Beatriz para dirigirla al que sería su escondite en los próximos días.
Cuando los guardias relataron a don Juan Pacheco lo acontecido, este enmudeció. Era imposible que la princesa se hubiera escapado: sola, a pie, en la noche... Alguien habría tenido que ayudarle. Pero ¿quién? ¿Quién osaría enfrentarse a su ira? ¿Quién gozaba de tanto poder como para despreciar su enojo?
Entonces, la verdad se hizo clara en su mente. El marqués de Villena ordenó a sus tropas dirigirse a la misma villa, pero esta vez no buscarían en el palacio, sino en un lugar más austero.
Por su parte, las tropas de don Alonso Carrillo, unidas a las de don Fabrique Enríquez, Almirante de Castilla, se pusieron en marcha. Debían llegar a toda prisa a Madrigal de las Altas Torres. El ingenio de la princesa Isabel no tardaría en descubrirse.
Los golpes tronaron en la puerta del monasterio. La madre abadesa dejó paso libre a los guardias del rey.
—¿Dónde está la princesa de Asturias? —farfulló el capitán.
—No se halla aquí. Las tropas de don Alonso Carrillo vinieron y partió junto a ellas —repuso la superiora.
—¿Hacia dónde? —inquirió el capitán, posando su mano en la espada, en una actitud claramente amenazante.
—Se dirigen a Hontiveros, pero creo que su destino final es Ávila —repuso la abadesa.
—¡Mientes! —gritó el capitán con enojo.
El capitán la apartó con brusquedad y ordenó a sus soldados violar la intimidad del lugar en busca de la princesa.
En la soledad de la celda monacal, una mujer de aspecto regio y porte soberbio les esperaba sentada; un soldado no tardó en encontrarla y alertó a su superior.
—Aquí, mi capitán —gritó y dirigiéndose a ella, indicó—: Princesa, acompañadme.
—Solo me moveré por la fuerza —replicó ella con altanería.
—Como gustéis —replicó el soldado.
Se acercó a ella y sus manos se posaron en sus hombros, con la intención de elevarla del suelo. Tanto tiempo al servicio de don Juan Pacheco, hacían que el soldado se atreviera a este gesto, seguro de que el maestre de Santiago ansiaba tener a la princesa de Asturias bajo su control, sin importar las formas que se emplearan para ello. Iba a levantarla, cuando las palabras de la dama le paralizaron.
—Don Juan Pacheco encolerizará cuando sepa a quién habéis apresado. Yo no soy la princesa de Asturias —su voz sonó alegre.
El soldado dudó, pero creyó que eran artimañas de la heredera para confundirle y la levantó en volandas.
—Soltadme —chilló ella—. ¿No os estoy diciendo que yo no soy Isabel?
El capitán llegó en ese momento y al ver esa situación tan estrambótica solo pudo pronunciar el nombre de la dama con gran asombro.
—¡Doña Beatriz! —y a continuación añadió—: ¡Suéltala, estúpido! ¿Qué sucede aquí?
—Mi capitán, yo… creía que se trataba de la princesa —se excusó el joven, avergonzado por su equívoco.
—¡Estúpido! ¡Animal! Ya os daré vuestro escarmiento más tarde.
El soldado sintió ardor en sus mejillas. El capitán también, pero por otros motivos. Estaba furibundo y sus emociones se reflejaron en la forma de increpar a la dama:
—¿Dónde está la princesa de Asturias? —bramó.
—De camino a Ávila. No podréis darle alcance y, aunque lo hicierais, toparíais con los aceros de don Alonso Carrillo.
—Vámonos —gritó el capitán furibundo a sus secuaces.
Los soldados abandonaron el monasterio a toda prisa. Los cascos de sus equinos habían ya alcanzado los aledaños de la villa cuando el capitán dio orden de detenerse. La sonrisa maliciosa con que doña Beatriz de Bobadilla les había despedido le hizo darse cuenta del engaño.
—Regresemos –exclamó—. Y esta vez, registrad bien. La princesa se halla en el convento.
—¡Estúpido! —se dijo a sí mismo—. En estos momentos, la princesa debe celebrar con doña Beatriz la burla.
Espoleó a su caballo con furia. Si apremiaban el paso, las damas aún no habrían tenido tiempo de huir y podrían apresarlas en su escondite.
Los pasos de la tropa profanaron por segunda vez el silencio del sacro lugar. El capitán fue directamente a la celda donde estuvo doña Beatriz. Allí seguía la dama, en la misma posición y con la misma sorna dibujada en su faz.
—Sabía que volverías —pronunció ella, sin inmutarse.
—¿Dónde está la princesa? —rugió él.
—En estos momentos, llegando a Hontiveros —respondió ella—. Habéis perdido mucho tiempo con mi plática.
El capitán se acercó iracundo, con la diestra elevada.
—Tened cuidado —gritó ella poniéndose en pie—. Soy la esposa de don Andrés Cabrera, mayordomo real de Enrique IV.
El oficial se detuvo en seco. Amedrentado por su apasionada reacción, salió de la celda para interrogar a sus soldados. Uno a uno, el reporte fue negativo, no había rastro de la princesa en el monasterio. El capitán masculló una blasfemia entre dientes y se alejó a grandes zancadas. Sus acólitos le siguieron.
El día empezaba a clarear cuando abandonaron Madrigal de las Altas Torres. Un caballo se separó de la comitiva, desviando su rumbo de Hontiveros. El infeliz que lo montaba tenía el encargo de transmitir a don Juan Pacheco estas novedades.
El maestre de Santiago cerró el puño sobre la mesa en un gesto fiero. ¡Estúpidos soldados! El tiempo perdido en charlar con doña Beatriz de Bobadilla había dado ventaja a la osada princesa. Su boca tronó palabras mal sonantes contra ella y contra las inútiles huestes de Enrique IV. ¡Más les valía no errar de nuevo!
—… porque no admitiré más torpezas —bramó mientras su mano se deslizaba por el cuello en una fingida caricia.
El soldado comprendió el alcance de este gesto y huyó despavorido con un solo pensamiento en su cabeza: apresar a la princesa de Asturias… a cualquier precio.
A Hontiveros acababa de llegar el príncipe Fernando. La princesa Isabel le había hecho llegar el ruego de que se encontraran allí. Juntos, se encaminarían a Ávila donde el arzobispo de Toledo sellaría su unión de forma inminente.
En la villa todo estaba en aparente calma. La plaza del pueblo ya estaba regentada por las primeras luces del alba. Unas lugareñas, con cestos cargados de ropa sucia, encaminaban sus pasos al río. El heredero de Aragón las detuvo y ellas supieron responder a sus interrogantes. La princesa Isabel había partido hacia Ávila, rodeada de tropas; lo que no supieron aclararle era si los soldados formaban parte de la guardia real o del ejército de don Alonso Carrillo. Sin más dilación, el príncipe Fernando abandonó la población y se encaminó en pos de la princesa. El destino hacia el que había encaminado sus pasos le hacía sospechar que aún no había sido interceptada por las tropas de Enrique IV. Ya era media mañana cuando llegó a Ávila y, para su estupor, ¡la princesa tampoco estaba! ¿Sería un mal presagio? ¿Sus esponsales serían tan huidizos como su prometida?
Le informaron que la ciudad estaba amenazada por la peste. El arzobispo de Toledo no quería que su preciado diamante estuviera expuesto a riesgos que pudieran abortar sus planes, por lo que dio orden de partir hacia Valladolid. El príncipe Fernando resopló. Su caballo no podría aguantar esa distancia. Le había azuzado con tanta impaciencia que el equino estaba exhausto. No era tiempo de desánimo.
Decidió hacer un alto en el camino. Dirigió su caballo hacia el abrevadero y descendió de su montura a tiempo de sorprender la llegada del ejército real a la ciudad. Unos chiquillos daban gritos anunciando a la villa la cercanía de las tropas.
No había tiempo que perder. Sin más dilación, dejando a su montura con la ilusión del descanso, el príncipe aragonés sujetó fuerte las riendas e hincó las espuelas en su costado; al momento, el animal partió a galope dejando una humareda de polvo seco tras suyo. Si no fuera por el peligro que corría su prometida y su reino si no se celebraban aquellos esponsales, la aventura le hubiera divertido.
Su caballo galopaba con tanta fuerza como su corazón palpitaba en su pecho. El príncipe Fernando ansiaba encontrarse con esa esquiva dama que luchaba con ahínco por ser dueña de su propio destino, encarando los deseos del monarca castellano y desarmando los designios del todopoderoso Juan Pacheco. Apremió su caballo para ir aún más rápido.
El marqués de Villena recibió las noticias con pesadumbre. ¡Habían llegado a Valladolid! La seguridad de la plaza impediría a sus tropas hacerse con la princesa en contra de su voluntad. ¡Imposible apresarla!
Sin embargo… la bula papal aún no se había dispensado. Sin ella, la heredera no podría cumplir su propósito. Don Juan Pacheco se apresuró a ponerse en contacto con Paulo II con una doble intención. Por un lado, le instaba a mantenerse firme en su oposición a exonerar a los prometidos de su consanguinidad. Por otro, apremiaba al Sumo Pontífice para que deshiciera la concordia de Guisando; dicho acuerdo había sido desarrollado bajo un legado pontificio, por lo que solo el Papa podía deslegitimarlo. Era la única manera de desheredar a la osada joven.
El maestre de Santiago argumentó su posición. La voluntad de Enrique IV era que el trono pasara a su hija doña Juana, en lugar de a la rebelde Isabel; en caso de negarse, el Papa ofendería gravemente al monarca castellano… así como a su aliado, el rey francés. La amenaza era tan clara como temible.
Por la noche, en la tranquilidad de su nueva morada, la princesa Isabel tuvo noticia de que alguien deseaba encontrarse con ella. Don Alonso Carrillo se encargó de propiciar un encuentro secreto entre ambos.
Al tenerse frente a frente, los dos jóvenes se observaron con curiosidad. La habitación estaba en penumbras; aún así, ella observó sus ojos grandes, bellos, rasgados, señoriales; sus cejas delgadas, su cabello castaño, su nariz afilada y sus labios carnosos. Su presencia toda, rostro y cuerpo, eran de una gran galantería. El joven, de rostro blanco y sonrosado, la contemplaba también y se maravillaba de la alegría y vitalidad que fluían de sus grandes ojos de color azul verdoso. Su cabello, largo y rubio, se recogía en un sencillo tocado que dejaba al descubierto unas finas facciones. Las cejas, altas, enarcadas, acompañaban mucho a la beldad de su mirada. Su boca y sus labios eran menudos, pero las palabras que de ellos emanaban eran sabias y equilibradas.
El príncipe Fernando se sorprendió de que las adversidades pasadas no hubieran dejado huella en ese rostro tan hermoso y alegre, como honesto y piadoso; en su conversación no se hallaba rencor, ni ira, sino firmeza, astucia, franqueza, tenacidad y valor. La princesa Isabel admiró el encanto personal que emanaba de esa faz, de ojos risueños y rasgos varoniles. En sus palabras no se traslucía ambición, ni otras pasiones humanas, sino templanza, cordura, jovialidad, valentía y sagacidad. Ambos estuvieron de acuerdo en que los esponsales se celebraran cinco días después. Don Alonso Carrillo, único testigo de aquel encuentro, cerró esas dos horas de plática con una frase cargada de sentido… —Yo os serviré con lealtad el día de vuestros esponsales, al igual que haré el día que os sentéis en el trono. Gobernaremos juntos, como si un cuerpo y un alma fuésemos.
Sus palabras chirriaron en las sienes del príncipe Fernando pero prefirió silenciar sus pensamientos.
Al día siguiente, dos misivas llegaron a manos del rey Enrique IV. Una, de la princesa Isabel para comunicarle el próximo enlace matrimonial y rogarle, de nuevo, su aprobación. La otra, del príncipe Fernando en la que juraba fidelidad y obediencia, al tiempo que solicitaba su consentimiento para el desposorio. Pero ninguna de las dos tuvo respuesta.
El día 19 de octubre de 1469, la princesa Isabel se desposaba con el príncipe Fernando, en el palacio de Viveros, en Valladolid. Acudieron unas dos mil personas, entre nobles, eclesiásticos y personas sin condición social que no querían perderse el acontecimiento. Ante los presentes, los príncipes mostraron la dispensa papal que Pío II, el anterior papa, había otorgado a petición de Juan II de Aragón. A nadie extrañó que esa dispensa papal se hubiera firmado hace tanto tiempo, pues era por todos conocido que el matrimonio de estos dos príncipes fue pactado hacía ya trece años. Ninguno de los presentes sospechó la falsedad de ese documento; solo la mirada de la princesa Isabel reflejaba cierta preocupación. Y no era para menos: las palabras del maestre de Santiago resonaron en su cabeza:
—El Papa jamás os dará la dispensa papal que tanto necesitáis…. El rey anulará cualquier otro matrimonio… ¿Qué sucedería ahora? ¿Cómo encajaría el maestre de Santiago esta burla? ¿Cuál sería el siguiente paso de su hermano, el rey de Castilla? ¿Osaría deshacer un matrimonio que tantos Grandes habían aprobado? ¿Levantaría las armas contra ella?
Al día siguiente, en un claro intento conciliador para preservar la paz en las tierras de Castilla, una embajada partió hacia Segovia, al encuentro de Enrique IV. Los príncipes querían comunicar al monarca que...
Nos hemos juntado en matrimonio. Y os suplicamos, con la mayor reverencia e instancia que podemos, que, mitigando cualquier enojo, queráis recibirnos y tenernos por verdaderos hermanos menores y obedientes, pues nuestra última voluntad es acataros y serviros en todos los días de nuestra vida. Como tal, os alentamos a aprovecharos y serviros de nosotros.
Acompañando esta carta, se le hacía entrega de una copia de las capitulaciones matrimoniales de Cervera, fechadas en enero de 1469, donde los prometidos juraban fidelidad y obediencia a Enrique IV. De nuevo el rey respondía con un mutismo expresivo.