XIII
1493
El año 1492 había sido intenso: el fin de la Reconquista, la expulsión de los judíos, el ataque al rey y el naufragio de Cristóbal Colón. Nadie dudaba del final del genovés; habían transcurrido cuatro meses desde que partieron de la Gomera. Por eso, la noticia sobrecogió a los desprevenidos reyes. Hacía poco tiempo que habían tomado posesión de sus nuevos condados, Rosellón y Cerdanya, y ahora tenían que prepararse para hacer lo mismo con otras tierras… aunque estas se hallaban lejos, ¡muy lejos! La carta, manuscrita por Cristóbal Colón, les hacía partícipes de la buena noticia.
Días después, el genovés se presentaba en la corte para detallarles su aventura; le acompañaban seis indígenas, que don Cristóbal Colón quiso traer como prueba de su hazaña, pues sabía que los más incrédulos dudarían de su palabra.
—…sin embargo —explicaba a una entregada audiencia a la que ya había hecho partícipe de sus percances hasta alcanzar tierra firme— el viaje de vuelta revistió más complicaciones. Encontramos varias islas, pobladas de indígenas como éstos, —señaló a sus acompañantes— que nombramos y registramos en nuestros mapas. Después, nos separamos.
—¿Tomasteis rumbos diferentes? —indagó el rey Fernando.
—Así es. Don Martín Alonso Pinzón, al gobierno de la carabela La Pinta, tomó otra ruta; la Santa María y La Niña continuamos juntas, aprovechando los vientos del oeste.
El genovés obvió aclarar que la causa de tal disgregación fue las fuertes disputas que mantenían ambos navegantes.
—Sin embargo, un lance inesperado hizo encallar a la nao Santa María. Nada se pudo hacer para salvarla: encalló y se hundió.
—¿Y los marineros? —se preocupó la soberana.
—Afortunadamente, nadie sufrió ningún percance. Fueron rescatados, pero la carabela La Niña no podía navegar con tanta tripulación. Decidimos construir un fuerte en una de las islas. Como tal suceso tuvo lugar el día 24 de diciembre lo llamamos “el fuerte de Navidad”.
—¡Qué bello gesto! –comentó la reina.
—Y la Providencia nos lo agradeció con un regalo. El día de Epifanía, el 6 de enero, La Pinta convergió con nuestro rumbo. Fue así que las dos carabelas navegamos juntas.
—Sin embargo, no alcanzasteis las mismas costas —objetó el monarca.
—Al llegar a las islas Azores, una tormenta nos obligó a separarnos de nuevo. La Pinta tomó tierra en Pontevedra, donde tengo noticia que… —don Cristóbal Colón tragó saliva para simular pena— que murió a los pocos días don Martín Alonso Pinzón; la enfermedad había viajado con él las últimas jornadas.
La soberana se santiguó. El rey Fernando imitó su gesto.
—Yo, capitaneando La Niña, me vi obligado a arribar a Lisboa, donde fui muy bien recibido por el rey Juan II de Portugal —de nuevo, el genovés soslayó una explicación más extensa, donde pormenorizara los intentos del monarca luso de ganársele—. Desde allí os escribí la carta. A pesar de que el desánimo ha sido frecuente, mi fe en Dios y mi pericia como navegante lograron este feliz desenlace.
—¡Y tan feliz! –sonrió la reina Isabel.
—Y en menos tiempo del que os anuncié, pues solo he empleado siete meses y medio en regresar.
—¿Y cómo son las tierras que encontrasteis? ¿Y sus moradores? —quiso saber el rey Fernando.
—Majestad. ¡La tierra es un paraíso! Su belleza no tiene parangón y está llena de riquezas. Los indígenas son gente noble e inocente. Al creernos dioses, no nos atacaron y les contentamos con baratijas de poco valor.
—Desde ahora —anunció la reina Isabel con solemnidadrecibís el título de “Almirante del mar Océano de las Indias”. Y no será la única merced, ni la más importante, que recibiréis de estos reyes que están en deuda con vos —y dirigiéndose con la mirada a los indígenas, añadió—: Además, los moradores de esas tierras serán hombres libres; recibirán el trato que se merecen como súbditos de la corona de Castilla. Y es mi deseo que abracen nuestra fe; enviaremos otra expedición con frailes franciscanos para esta labor evangelizadora. Estas tierras se han ganado para alabanza y gloria de Dios, que nos premia así por nuestro tesón en la toma de Al-andalus.
Concluyó así la audiencia con el genovés. La infanta Juana era la que más impresionada estaba por aquel encuentro. Cierto que la imaginación del príncipe Juan se había visto desbordada por tamaña aventura, pero la sensibilidad de su hermana Juana se había visto impregnada por la presencia de aquellos nativos, de piel oscura y ojos azabache. Había notado admiración en su faz, al entrar en aquella sala abarrotada de nobles. A pesar de la austeridad que su madre, la reina Isabel, había impuesto en la corte, la fastuosidad del decorado y de los presentes era mucho más de lo que esos aborígenes estaban acostumbrados a ver. Al mismo tiempo, había creído advertir en su mirada sumisión y un cierto temor; no en vano, estaban siendo objeto de curiosidad en tierras remotas, lejos de sus raíces, donde se observaban extrañas costumbres y se comunicaban en una lengua ininteligible. ¡Qué poco podía sospechar la infanta que algo parecido iba a sucederle a ella, tan solo un año después!
A la mañana siguiente, dos correos partieron de la corte castellana. Uno, con destino a Roma; el otro, hacia Portugal. Los reyes portaban la buena noticia al Papa Alejandro VI y le solicitaban la bula que les reconociera como soberanos de los nuevos territorios conquistados. Con este formalismo legal, los soberanos estarían autorizados para la labor misionera, que era el objetivo prioritario de los soberanos. Con Juan II de Portugal, querían negociar la línea divisoria del mar Tenebroso. Los reyes proponían un encuentro en Tordesillas donde cartógrafos y diplomáticos de su corte se reunirían con expertos lusos para negociar un acuerdo justo. No querían que el descubrimiento del Nuevo Mundo despertara recelos en aquel reino, ahora que parecían haberse resuelto definitivamente las rivalidades entre Castilla y Portugal.
Resueltas las cuestiones prácticas de sus nuevas tierras, los reyes se giraron hacia el plano familiar. Todos sus hijos ya rondaban edad casadera, por lo que urgía planear bien sus políticas matrimoniales, sobre todo de la viuda Isabel, que ya contaba veintitrés años.
Boabdil se acercó a su esposa y contempló los juegos que mantenía con Yusuf. Las risotadas de felicidad de Morayma contagiaban su espíritu. Odiaba interrumpir la escena, pero durante el día, madre e hijo se habían convertido en inseparables, y de noche, Morayma platicaba con su hijo Ahmed, de suerte que el Rey Chiquito nunca encontraba la ocasión propicia para hablarle de sus inquietudes.
—Morayma —inició.
Ella se giró y congeló la risa en su rostro, adivinando sus intenciones.
—¿Sí?
—Yusuf, hijo, vete
a…
—¡No! —interrumpió la madre—. Permanecerá conmigo. Su edad ya le
permite participar en todas las conversaciones, por dolientes que
estas sean.
Boabdil accedió pero sus labios titubearon unas esquivas explicaciones. Morayma le facilitó el esfuerzo.
—Los reyes cristianos presionan para que viajemos a Berbería, ¿verdad?
—Hace ya ocho meses que nos devolvieron a nuestros hijos —explicó—. Ellos acataron su compromiso y exigen que nosotros cumplamos nuestra palabra.
—Tu palabra —corrigió ella.
Boabdil agachó la mirada, apesadumbrada. Su mujer mostraba una tozudez inhabitual, que él se veía incapaz de abatir. Sin embargo, temía que la afrenta a los monarcas revertiera en un renacer de las hostilidades.
—¡Esposo mío! No pienso abandonar estas tierras —expresó ella con dulzura—. Hemos incumplido el pacto, pero nos hemos alzado contra ellos. Hace ya ocho meses que mantenemos una convivencia pacífica. No hay motivos para la desconfianza.
—Ellos ignoran si esta paz es
una tregua para pertrecharnos de soldados y armas, ellos…
—Boabdil —le interrumpió su esposa—. ¡No abandonaré a Ahmed! Ya le
entregué dos veces a los cristianos; no me lo vuelvas a
pedir.
Su voz se había quebrado al recordar a su primogénito y su mirada se había desviado al infinito horizonte para reprimir el llanto. El rey Chiquito asintió con pesadumbre y se fue.
Al cabo de un rato, la complicidad entre madre e hijo anegaba de nuevo el castillo de risas frescas.
Don Cristóbal Colón viró esta vez el rumbo de su flota para encaminarse más al sur. Quería realizar una breve exploración de esa zona costera antes de encaminarse al Fuerte de Navidad. La expectación de esta segunda misión era grande y él no quería fallar a los soberanos, para no perderse las recompensas que le esperaban.
Tras el regreso de su primer viaje, los reyes creyeron la veracidad de sus teorías. El genovés había alcanzado Cipango por el oeste. Sus opositores alabaron su pericia marinera y sus detractores se inclinaron ante tamaño logro. Incluso Portugal envidió su éxito y trató de hacerlo suyo, pero ni las promesas ni las presiones que Juan II ejerció sobre él cuando arribó a las costas lusas tras su aventura en el mar Tenebroso, sirvieron para atraérsele. Don Cristóbal Colón le recordó que él era el Almirante del mar Océano y el monarca entendió las insinuaciones de que su reino no podía igualar las grandes concesiones que había logrado de los reyes Isabel y Fernando.
—Mi éxito se ha logrado gracias al apoyo de la soberana que creyó en mí cuando todos los demás se mofaban de mis cálculos —explicó don Cristóbal Colón—. Justo es que sea ella quien reciba todos los honores.
Juan II de Portugal advirtió los posos de rencor que el marinero atesoraba en su corazón y no insistió más. Dejó partir al genovés al encuentro de su gloria.
Ahora, los reyes financiaban una segunda expedición con fines claramente económicos y evangelizadores y las esperanzas de éxito eran tan altas, que la tripulación se compuso por más de un millar de personas. Los marineros compartían el navío con soldados, labradores, artesanos, religiosos e hidalgos en busca de fortuna. Los cerca de 1.200 voluntarios que se enrolaron en esa aventura, de toda condición social, soñaban con un porvenir holgado y… unos exóticos relatos que guardar en su memoria.
Junto a ellos, viajaban reses, aperos de labranza, herramientas, semillas y todo un cúmulo de provisiones para poder estabilizar sus raíces en el corazón de la nueva ruta comercial que uniría Castilla con Cipango, pues el Almirante tenía el encargo de fundar una colonia para permitir el tráfico comercial entre los dos reinos. Los beneficios serían monopolio exclusivo de los monarcas y de él, a quien sus majestades habían prometido entregar una generosa décima parte. La reina Isabel, por otra parte, quería aprovechar el viaje para convertir, sin forzar, a los indios; por ello, esta segunda expedición iba bien pertrechada de misioneros. Las órdenes de la soberana eran claras: insistía en que se dispensara un buen trato a los indios, aunque mantuvieran sus creencias paganas.
La costa meridional que acababan de dejar atrás ofrecía buenas perspectivas y el Almirante no descartó retornar sobre sus pasos para explorarla con más detalle, tan pronto como hubieran abastecido a los marineros del Fuerte de Navidad. Era preferible iniciar las expediciones en busca de tierra firme más el sur, para no contrariar a Portugal. Los reyes pusieron gran celo en no despertar las envidias del aledaño monarca. Juan II había empleado gran parte de sus rentas, en rastrear una ruta marítima hacia las tierras de las Especias, bordeando el continente africano. No era extraño, por tanto, que mal digiriera la primera apuesta que los reyes castellano-aragoneses habían hecho en este sentido.
Precisamente, para evitar que Portugal abortara sus planes expansivos de este segundo viaje, los monarcas ordenaron a la gran flota de guerra hispánica que escoltara los 17 navíos liderados por don Cristóbal Colón hasta una distancia segura. El coste económico de esta travesía era alto, como para exponerse a los peligros de un ataque.
Al fin llegaron a su destino. El emplazamiento del Fuerte de Navidad se avistaba de lejos, como una promesa otoñal de lluvia. La nao capitaneada por el Almirante marchaba la primera; por eso, fueron sus marineros los que presagiaron una desgracia. En la isla no se observaba señal alguna de actividad humana: ni se dibujaban siluetas en la playa, ni el humo se recortaba en el cielo. Don Cristóbal Colón tomó tierra y el espectáculo horripiló sus ojos. Los moradores del fortín habían sido asesinados y su cobijo arrasado. El estado de ruina era tal que el genovés decidió que fundaría el primer asentamiento en otro paraje.
—¡Estos miserables salvajes! —exclamó el Almirante.
—No es fácil la convivencia entre gentes de distinta cultura explicó el fraile que estaba a su derecha.
—¿Cultura? ¿Vais a defender que estos aborígenes están civilizados? —inquirió el Almirante—. No seáis tan indulgentes; con esa benevolencia no tendréis arrojo para abatir su salvajismo.
—La religión obrará milagros —prometió el monje.
—Y si no, lo harán las armas —apostilló su interlocutor—. Disponemos de buenos soldados y mejores armas.
—¡No, por Dios! —negó el clérigo—. Además, las órdenes de la reina Isabel dejan claro el trato humano al que estamos obligados.
—¿Y ellos a nosotros no? —gritó furibundo, señalando la desolación que les rodeaba—. ¿Os parece esto cristiano?
—¡Claro que no! —refutó con energía—. Solo digo que no deben extraerse conclusiones anticipadas. Es posible que los marineros… —pero se calló para no enaltecer aquella mirada dura que horadaba su valor.
Don Cristóbal Colón le dio la espalda y se dirigió a los tripulantes que habían desembarcado con él.
—Vosotros —les gritó—. Encargaos de dar digna sepultura a esos desdichados. Y vos —dijo al fraile— izad un crespón de plegarias por el descanso de sus almas. Yo regreso al barco. ¡Ya nada me retiene aquí!
Tras él caminaban dos hidalgos bien vestidos. Cuando el Almirante iba a subir a la barca que el llevaría de regreso a la nao se volvió hacia ellos.
—¿Por qué seguís mis pasos? —indagó con tono agrio.
—Disculpad si os hemos asustado. Nosotros también regresamos a la nao —explicó uno.
—Creo haber sido preciso en mis órdenes. Esos infelices deben ser enterrados.
—¡Por supuesto que sí! —expresó con vehemencia el segundo—. Pero no tenéis nada que temer. Mirad, esos plebeyos —señaló a los hombres que ya habían empezado a cavar tumbas y a arrastrar los cuerpos hacia ellos—. Ya están cumpliendo vuestro mandato.
La ingenuidad de los caballeros se volvió sorpresa cuando el Almirante les repuso con un tono agrio, cargado de amenaza.
—Que también era para vosotros —escupió con desprecio—. ¡Cumplid mis órdenes! —ordenó.
Los hidalgos estaban perplejos. Su noble cuna les protegía de los trabajos manuales. no estaban dispuestos a mezclarse con la chusma y, menos aún, para sudar las exequias de aquellos andrajosos que despedían tal hedor.
—Ignoráis quién soy —objetó
el primero—. Mi abuelo era el muy noble conde de…
—Sois vos —interrumpió el genovés con una voz tan pausada como
glacial— quién dais pruebas de ignorancia. Yo soy el Virrey y el
Gobernador de estas tierras.
Se advertía que su masticada aclaración no admitía derecho a réplica. Los caballeros salieron de su confusión para adentrarse en un enojo silencioso. Y rezongando para sus adentros una airada respuesta, dieron media vuelta para unirse al grupo, que les acogió con grandes muestras de júbilo.
—Este es el espíritu del nuevo señor de estas tierras. Las condecoraciones hay que ganárselas —les espetó un labrador con socarronería.
—¡Y aquí están las vuestras! —añadió otro tendiéndoles unos azadones.
Las risas y mofas fueron tales, que los dos hidalgos envolvieron su orgullo en papel de venganza.
Los días pasaron y las presiones de los reyes Isabel y Fernando encogían la felicidad de Boabdil. Ese largo año, disfrutando de la compañía de Morayma y Yusuf, dejando vagar el tiempo en placenteras cacerías con galgos y halcones, se iba difuminando en el horizonte. Y él lo sabía. Los soberanos exigían el cumplimiento del pacto, suspicaces por las pasadas traiciones del rey nazarí a su palabra, pero Morayma seguía igual de obtusa. Boabdil se sentía incapaz de convencerla, consciente de los poderosos motivos que la ataban a estas tierras.
Al fin, el rey moro resolvió visitar esa noche a Morayma. Interrumpiría sus confidencias con Ahmed, pero era el único momento en que Yusuf no permanecía a su lado. Así podría persuadirla de que encaminaran sus pasos a Fez. El rey de Marruecos había prometido acogerles.
A la mañana siguiente, Boabdil se sorprendió de que su hijo estuviera solo.
—¿Y tu madre? —le preguntó.
—Se encuentra indispuesta y permanecerá en sus aposentos —repuso Yusuf.
Él se llegó a sus aposentos, alarmado por la inesperada enfermedad de su esposa. Anoche, su reacción había sido dramática; Morayma se había postrado de rodillas ante su marido e hincando la frente en tierra le había suplicado que no la obligara a renunciar a su tierra andalusí. Él trató de recogerla del suelo, compartiendo su llanto, pero ella se rebelaba a levantar su postración. El dolor de la dulce Morayma atenazaba el espíritu de Boabdil, pero no podía afrentar por más tiempo a los reyes cristianos.
Morayma estaba tumbada en su lecho; junto a ella, unas mujeres secaban su sudoroso cuerpo. Ciertamente, ese día primaveral era cálido pero no tan desmesurado como reflejaba el cuerpo de su esposa. Se acercó a ella y vio sus labios agrietados y su tez pálida. Rozó su frente y se sorprendió del ardor que desprendía. Boabdil se arrodilló junto a ella y sus lágrimas refrescaron el rostro de la enferma.
El estío llegó a las tierras castellanas, sofocando los cuerpos de los moradores. La alpujarra almeriense reflectaba el calor hacia el cielo, pero el Creador no aminoró el ardor del astro solar. Morayma mantenía su convalecencia. El rey Chiquito permanecía velando a su mujer, noche y día, pero ella no parecía mejorar. Una mañana,Yusuf se acercó hasta la alcoba de su madre.
—¡Padre! —susurró.
Su voz sonaba angustiada.
—¿Qué ocurre? —inquirió él.
—Los sirvientes dicen que partiremos a Berbería. ¡Están recogiendo todo!
—Así es, hijo mío. No quise comunicártelo para no causarte dolor. Sé la aflicción que te causa la convalecencia de tu madre y no deseaba intensificar tu tormento.
—Pero ella…
—Lo sé —repuso Boabdil—. Pero no puedo satisfacer su deseo. ¡Esta
vez no puedo! Partiremos dentro de una semana.
Morayma se retorció en su lecho. Su esposo mandó salir a Yusuf, temeroso de que ella hubiera sido testigo de su conversación.
Esa tarde la fiebre le subió. Sin embargo, por la noche Boabdil creyó advertir una leve mejoría en su mal.
A la mañana siguiente, el ardor había descendido y ella despertó con un rostro apacible; su esposo se sorprendió de la serenidad que transmitía.
—Manda llamar a Yusuf —fue su petición.
Boabdil cumplió el encargo, advirtiendo a su retoño que mantuviera a su madre ignorante de su partida. Ella se enteraría el mismo día de la marcha, cuando ya todo estuviera previsto.
Morayma se recuperó tan rápido de su enfermedad, que los médicos estaban perplejos.
La semana transcurrió y, el día previsto, Boabdil se despertó temprano, en el lecho de su esposa. Ella había insistido en que permaneciera a su lado esa velada y él accedió, subyugado por los encantos de su mujer.Había estado tan complaciente y tierna, que él detestaba estropear el aroma de la dicha que aún flotaba en su cuarto con la negra novedad. Morayma permanecía ajena a su inminente destino, pues todos los que la rodeaban habían guardado el secreto de Boabdil.
—Dulce reina mora —comenzó éste—. Hoy iniciaremos la marcha a Fez.
Ella guardó silencio y no despegó los ojos. Su sueño era profundo.
—¡Mi amada! No podemos retrasarlo por más tiempo explicó él.
Morayma tenía el rostro imperturbable. Él supo al instante que su mujer fingía estar dormida.
—No te inquietes por Ahmed. Nadie profanará nunca su morada, pues he dado orden de retirar del camposanto cualquier señal que delate los tesoros que allí gozan del descanso eterno. Los infieles no vulnerarán su paz.
Ella mantenía su terquedad con complacencia, pues su rostro estaba inundado de una serenidad inconmensurable. La esposa dócil hoy se mostraba obtusa, expresando a través de su cuerpo rígido el inmovilismo de su mente para acatar su deseo.
—¡Morayma! —rogó él—. Aliatar, Muley Hacén, mi hermano Yusuf y tantos otros reyes nazaríes que poblaron estas tierras velarán por él. ¡Nunca permanecerá solo! —explicó.
El silencio seguía siendo toda su respuesta. Él entendió su táctica; Morayma le negaría la palabra y la vigilia hasta que él modificara su determinación. Pero nadie podía borrar lo que ya se había escrito en el destino.
—¡Mi señora! –suplicó—. ¡Abre tus ojos!
Su esposa seguía sin despertar. El rey Chiquito, entonces, tuvo un mal presentimiento. Temió que su mutismo fuera ocasionado por una nueva subida de la fiebre. Aunque su faz estaba plácida, carente de signos de malestar, pudiera ser que la temperatura estuviera alzándose y su cuerpo aún no evidenciara el ardor.
Boabdil rozó su frente, con preocupación, y su mano se petrificó. El rostro de su amada estaba frío; más bien, gélido… —¡Morayma! —vociferó inundado en lágrimas—. ¡Mi amada!
—su cuerpo se sacudió por un convulsivo llanto—. Reina mora, ¡no me niegues tu compañía! —gritó, consciente de que ella ya no podía oírle.
Su cuerpo se vio sorprendido por los violentos estertores de la pena.
Su dulce esposa, al final, había salido vencedora; su cuerpo permanecería en esa tierra, atada a sus raíces y acompañando a su primogénito. Boabdil se preguntó si la rápida recuperación de Morayma no habría sido una tregua de su obstinación para poder despedirse de su esposo y de su hijo Yusuf.
El 25 de agosto, como estaba previsto, enfundaron sus pasos hacia Marruecos. Junto a la menguada familia real, unos seis mil sarracenos abatieron su orgullo para partir a un nuevo destierro, del que ya nunca más regresarían. Año y medio después de haber llegado a la alpujarra almeriense, desempolvaron los hatillos y envolvieron de nuevo sus pertenencias solo que, esta vez, los cuerpos exhumados de los reyes nazaríes no les acompañaban. La mayoría siguieron a su rey hasta Fez; otros probaron suerte en Bujía y, los menos, dirigieron sus pasos hacia Turquía, donde el brillante imperio otomano les haría recuperar la vanidad perdida.
Yusuf caminaba con el rostro marchito, apenado por la separación de aquella madre, de sonrisa plácida y mirada bondadosa, a quien, finalmente, había amado. Los esfuerzos de Morayma por ganarse el afecto de sus vástagos fueron tales, que los hijos cayeron subyugados a sus atenciones. Ahora, ella permanecería allí atrás, lejos, y ni siquiera le quedaba el consuelo de visitarla… Guardó la imagen de su jovial madre en el recuerdo, rebelándose a evocar a aquella mujer apagada, perfumada de almizcle y alcanfor, envuelta en un sudario blanco, que sus ojos habían contemplado por última vez. Boabdil y él mismo habían portado a hombros hasta la mezquita, la parihuela donde reposaba su cadáver. Concluida la oración del mediodía, el imán rogó a los presentes que elevaran unas plegarias para el eterno descanso de Morayma. Luego, se encaminaron al sepulcro. Esta vez, padre e hijo cedieron su lugar a los voluntarios que suplicaban ser los portadores de la última reina mora. Así, el cortejo fúnebre vivió un febril intercambio de hombres. Mientras caminaban, con sus rostros inundados de lágrimas salinas, entonaban versículos del Corán y, a ratos, algunos labios agrietados suspiraban unas quejas emotivas que enaltecían los llantos.
Llegados al sepulcro, tomaron el cadáver de la parihuela y lo depositaron sobre la fosa orientada hacia la Meca. Allí dentro ya la estarían aguardando los ángeles de la muerte, Munkar y Nankir, para interrogarla sobre sus obras. Nadie dudaba que el juicio sería benévolo, como había sido siempre el carácter de la reina mora que allí reposaría de sus flaquezas.
Yusuf no pudo evitar que el recuerdo arrancara unos discretos sollozos de sus labios. Boabdil se acercó a él y posó su mano sobre el hombro.
—Llora, hijo mío —le aconsejó—. Las lágrimas aliviarán tu mal.
Su interlocutor se deshizo en un llanto, tan sentido, que apenas podía dirigir a su equino. El rey Chiquito agarró sus riendas y detuvo los equinos. Luego, descendió de su montura, alentando al hijo a hacer lo mismo y ambos se abrazaron.
Cuando Yusuf se hubo serenado, se liberó del abrazo paterno y se giró, para contemplar por última vez aquellas tierras a las que nunca más volvería, pero la humedad de sus ojos le empañaba la vista. Entonces cerró sus párpados e inspiró con fuerza el aroma de su cuna. El campo estaba quieto, rezumando el calor estival. Su nariz se sintió invadida por una seca brisa que le transportó a su infancia en Porcuna, a la fortaleza que les cobijó a Ahmed y a él durante tantos años. Su fantasía le devolvió la imagen de su hermano mayor: sus risas, sus juegos, su madurez para protegerle del dolor… Y después, sus templadas palabras para no malquerer a los padres que, lejos de abandonarles a su suerte, habían luchado por legarles el esplendor de los antepasados.
Yusuf suspiró agradecido; fue gracias a Ahmed que desterró el sentimiento de orfandad que arrugaba su corazón y pudo conocer la felicidad junto a aquella madre, tantos años lejana. Su hermano evitó que el rencor enturbiara las jornadas que compartió con Morayma. Y ahora se alegraba de que ella permaneciera junto a él, para que juntos pudieran disfrutar de los momentos de complicidad, que el mal hallado hado le había negado a su hermano. Esta idea alejó la congoja de su espíritu.
Yusuf cavó un pequeño foso en el suelo y derramó sus dos últimas lágrimas sobre él. Luego, las cubrió de tierra y dio orden a su padre de reanudar la marcha. Podía encarar su destino con ilusión; acababa de enterrar su dolor.
Quienes también continuaban su periplo eran las 17 naves comandadas por don Cristóbal Colón. Habían pasado ya cuatro meses desde que partieron de Cádiz cuando, en el señalado día de la Epifanía del año 1494, el Almirante dio orden de fundar su primera colonia, a la que bautizaron como “la Isabela”.
Mientras los aventureros en busca de fortuna se instalaban en ese paraje haciéndolo suyo, el genovés lideró una pequeña flota que partió a la búsqueda de tierra firme. Antes de partir se cuidó de subrayar que todos debían contribuir de manera similar a la construcción del asentamiento. Parecía que vengara su pasado de mendicidad abatiendo los aires de grandeza de los jóvenes nobles que les acompañaban.
La siguiente costa fue explorada con gran emoción. Pero la ilusión se truncó en desencanto cuando advirtieron que se trataba de una isla poblada por indígenas tan hospitalarios como pobres. Sus ropajes eran sencillos y sus abalorios naturales, confeccionados solo con plumas, conchas, pequeños esqueletos de crustáceos o piedras. No había atisbos de que eso fuera Cipango y, menos aún, de que ese vergel atesorara oro u otras piedras preciosas.
Don Cristóbal colón no se dejó invadir por el desaliento y mandó proseguir la búsqueda; los marineros, en cambio, empezaron a desconfiar de que estuvieran en el Extremo Oriente. La tierra de las especias parecía un espejismo. El genovés, ignorante de que se hallaba en el Caribe y que había descubierto un Nuevo Mundo, mantenía su convicción y, tal vez para anular las dudas de sus tripulantes o quizá para no perder la fe en sí mismo, reconocía lugares que Marco Polo identificó en sus viajes, como los montes Ofir de Salomón o el mítico reino de Saba, de donde él defendía que habían partido los Reyes Magos.
El genovés no se alejaba demasiado de la Isabela. Todas sus travesías partían y retornaban allí en un breve plazo de tiempo, pues sentía gran satisfacción de combinar su pericia marinera con el gobierno de sus dominios. Aunque, a cada regreso, el Almirante encontraba una nueva razón para encolerizar. Los voluntarios que regresaban junto a él le reprochaban, huraños, su fracaso en hallar tierra firme y los habitantes de la colonia le aguardaban para exponerle un sinfín de protestas.
—Los cultivos de la vid y de los cereales se malogran en esta tierra inhóspita —gruñía uno.
—Los indígenas nos contagian extrañas enfermedades que los médicos no saben sanar —exponía otro.
—Me niego a estropear mis nobles manos por más tiempo —rezongaba un tercero.
—Los indígenas no se avienen a ser bautizados —se quejaba un fraile.
Un hidalgo de mirada orgullosa y mente ilustrada fue capaz de sintetizar todas las quejas en una.
—Prometisteis que coronaríamos el Lejano Oriente pero nos hallamos en medio de un archipiélago, desprovisto de oro, gemas, seda o especias con las que comerciar. No permitís la propiedad de las tierras y exigís que se os entregue todo lo producido, por lo que los labradores no miman sus cosechas y los buscadores del dorado metal no se afanan en sus intentos. Tratáis a los nobles como plebeyos, ignorando su noble cuna. Y… —¡Ignorantes! —vociferó el Almirante—. Yo os mostraré al Gran Khan, si vuestra impaciencia no os cercena la existencia antes. Pero no soñéis con salir de vuestra miseria –bramó-. El comercio de todos los productos es monopolio de la corona castellana. A ellos irán a parar los beneficios de las riquezas que hallemos.
—A ellos y a vos —insinuó el hidalgo.
—¡Miserable! —tronó el Almirante—. Dadle cincuenta azotes y después untad su lengua con jabón, para limpiar las injurias vertidas por su boca.
Todos los presentes juzgaron el castigo desproporcionado, pero nadie osó emitir ninguna objeción.
—Y vos —encargó a un fraile— explicaréis a los indígenas su obligación de pagarnos un tributo.
Don Cristóbal Colón explicó al aturdido monje la cantidad de algodón y de polvo de oro que los nativos debían entregar semanalmente.
—Pero —titubeó el monje—, ¡no podrán hacer frente a ese desorbitado pago! El algodón que pensáis requisar será excesivo y, en cuanto al oro, no se halla en estos parajes.
—¡Claro que se encuentra! —replicó el Almirante—. Pero aún no lo hemos encontrado. Desde ahora, la mitad de los indígenas cribarán las aguas del río hasta dar con el preciado metal.
El clérigo asintió sin atreverse a poner voz a sus pensamientos. ¿La mitad de la población? Eso obligaba al trabajo de ancianos y niños. Tributos, ¿en base a qué? Hasta ahora, solo habían mostrado un comportamiento tiránico hacia los amables nativos, a quienes trataban como seres inferiores. Por otra parte, eran muchos los aborígenes que ya habían caído muertos presa de las enfermedades que ellos les contagiaban. Y otros tantos los que habían sido encarcelados por condenas que violaban sus derechos.
Los días pasaron y don Cristóbal Colón supuraba bilis cada vez con más frecuencia. A sus infructuosas búsquedas de Cipango se unía la esterilidad de esas tierras en metales preciosos o especias, de forma que su ansiado porcentaje sobre los beneficios no era pingüe, como él había soñado, sino ridículo.
¡Necesitaba a su hermano Bartolomé! Sus conocimientos le orientarían sobre el rumbo de sus próximas expediciones. Con ese motivo y con la necesidad de ver reforzado su poder, puesto que ya eran muchos los que se amotinaban a sus órdenes, preparó una flota de retorno, con la intención de pedir auxilio a los reyes. Apenas había pasado un mes desde que fundaron la Isabela, pero el caos era tal que el genovés temía por la pervivencia de esta colonia.
Los soliviantados eran tantos que el Almirante tuvo que autorizar la marcha de doce barcos, aunque la mitad de los que embarcaron eran indígenas rebeldes que don Cristóbal Colón deseaba exiliar de sus dominios y, para rentabilizar tal medida, ¡serían vendidos como esclavos! La maniobra tendría tantos detractores, aquí y allí, que el genovés se cuidó de procurar el mayor secreto posible a esa acción.
Las naves que partían a pedir socorro a los reyes estaban cuajadas de disidentes a sus despóticas decisiones y a sus abusivas prácticas, por lo que lejos de escucharse voces de auxilio en la corte, se elevaron airadas protestas contra el Almirante; y de tal magnitud que los monarcas enviaron en la expedición de socorro el encargo de que don Cristóbal Colón regresara a Castilla, para dar cuenta de sus métodos como gobernador.
Fue Bartolomé Colón quien se lo expresó a su hermano, cuando se reencontraron en aquellas lejanas islas. El genovés partió, dejando a Bartolomé como Gobernador.
Su llegada a la corte fue preparada con esmero. Se presentó vestido con un hábito franciscano, para resaltar su humildad y su talante misionero, y se hizo acompañar de decenas de indígenas, ataviados con tocados de plumas multicolores que dejaron boquiabiertos a los cortesanos. Los monarcas no se dejaron impresionar por las apariencias y juzgaron hechos más que palabras. Fue así como el juicio concluyó con una amarga condena para el genovés.
Los reyes Isabel y Fernando le privaron de todos los privilegios concedidos y desestimaron su regreso a las tierras descubiertas.
Don Cristóbal abrió los ojos con desmesura al escuchar el veredicto y suplicó a sus majestades clemencia. Reconoció las faltas más leves y juró enmendar su conducta, a la vez que les prometía hallar tierra firme, ahora que su hermano estaba en la Isabela. Los monarcas desoyeron sus ruegos y mantuvieron firme su postura.
Ante las protestas del destituido Almirante, la reina Isabel explotó su enojo por la venta de esclavos, práctica despreciable e inhumana, que vulneraba las voluntades reales y que, además, había sido realizada a sus espaldas. Uno a uno, explicó, fueron localizados los quinientos indígenas y liberados de su cautiverio. Puesto que los dueños se rebelaron a dejarles en libertad, la corona reintegró a sus compradores el dinero gastado en ellos, pese a la reprobación que la inmoralidad cometida suscitaba en la soberana. La reina Isabel no se valió de órdenes regias para obligar a los compradores a entregarle a esos aborígenes, sino que reintegró a cada propietario el precio de su esclavo y asumió las costas producidas por el viaje y el traslado de los indios a Sevilla, desde donde fueron embarcados para regresar a sus raíces.
La muerte siguió labrando su curso, en cualquier reino y a personas de toda condición.
En aquella mañana fría del mes de enero, el alma del cardenal Mendoza abandonó su cárcel corpórea y, con ella, las torturas que la enfermedad venía inflingiéndole desde hacía casi un año. Cinco días después de la Epifanía, el prelado gozó de su mayor anhelo: reposar su marchito cuerpo. La Natividad le había traído una tregua a su dolencia y el cardenal había disfrutado de gratos momentos de meditación.
Las plegarias trasladaron a su mente los lejanos días en que su salud le permitía recrearse en la oración. Pasó unas jornadas serenas, sin sentir el inexorable avance del dolor por su cuerpo. La confluencia del remanso en esas fechas tan cargadas de simbolismo, llenaron su corazón de dicha. Su alma vibró, sintiéndose de nuevo en comunión con el Altísimo y con esta plenitud religiosa se presentó la muerte en su lecho.
Los reyes lloraron la ausencia del cardenal. Don Pedro González de Mendoza se iba para siempre de su lado. Ya nunca más sonarían sus templadas palabras, ni sus prudentes recomendaciones. El cuerpo ya sin vida del gran cardenal reposaba con una expresión serena en aquella villa de Guadalajara.
La reina Isabel recordó sus grandes y expresivos ojos, cargados siempre de una mirada afectuosa, acogedora, que ahora permanecían yermos; sus labios carnosos, de perenne sonrisa, tan amable como enigmática; y su nariz aguileña, bien definida, que daba a su rostro una gentil presencia. Su semblante yacía plácido creando un gran contraste con su pelo casi negro, que el paso de los años no había conseguido clarear del todo. Su delgadez era extrema, reflejo del tormentoso declive de los últimos meses, pese a lo cual mantenía su apariencia beata. La Providencia llamaba a su lado al gran consejero y amigo.
Era el 11 de enero de 1495. La catedral de Toledo se preparó para acoger en su seno la sepultura de tan insigne caballero. Los reyes no quisieron dejar de formar parte de esta comitiva fúnebre y acompañaron a la familia mendocina durante todo el trayecto.
Cuando el sepulcro se selló, la soberana sintió que sus ojos se empañaban de un sabor salado. Su garganta se anudó para no dejar pasar la pena. Uno a uno, los presente fueron saliendo de la catedral de Toledo, en un traslúcido silencio. La reina solicitó permanecer sola, en la quietud del templo, para elevar una plegaria por el descanso de aquella gentil alma. Solo el rey Fernando permaneció a su lado, arrodillado frente al altar divino. La soberana sentía un hondo desasosiego por aquella pérdida que sembraba en su espíritu un gran vacío. La quietud del sagrado recinto lejos de reconfortar su alma acentuaba su desconsuelo.
También la parca vino a buscar ese mismo año a Don Beltrán de la Cueva. Su segunda esposa, la hija del duque de Alba, recibió las condolencias de los reyes, apenados por la muerte del que finalmente había virado a su favor, demostrando ser un caballero fiel, digno de confianza. Don Beltrán de la Cueva se había destacado en la guerra de Granada con una valiente participación, especialmente durante el cerco del corazón sarraceno.
La visión de Juana, la vencida, hizo su aparición en la mente de la soberana; atrás quedaban los años de intriga en que su rival suponía una seria amenaza. Ahora, los triunfos castrenses del rey Fernando habían consolidado el poder real, al tiempo que el buen gobierno y el carácter bondadoso de la reina había conquistado los corazones de sus súbditos. No obstante, mientras Juana, la religiosa de Coimbra, como gustaban llamarla en Portugal, viviera el peligro siempre permanecería latente. Olvidados rencores podrían encenderse de nuevo si la corona castellana cometía errores o si otra monarquía interesada los amparaba bajo su causa.
Poco tiempo después, las negras alas de la muerte se cernieron sobre las tierras aledañas. Los monarcas Isabel y Fernando fueron testigos del cambio de corona en el reino vecino. Moría el rey Juan II de Portugal, pasando el relevo a su primo Manuel, pues su único hijo, el príncipe Alfonso, había fallecido en aquella funesta caída de caballo.
Desde el primer momento, el nuevo soberano dio claras muestras de sus intenciones políticas. Atrás quedaban los osados años en que la corona portuguesa erraba su devenir con el abierto enfrentamiento a los reyes de Castilla. El momento presente exigía una apuesta por la solidez del reino y, por eso, el rey Manuel I de Portugal, planteó su deseo de desposarse con la infanta Isabel, primogénita del reino vecino.
La joven desoyó esa propuesta. No estaba en su ánimo sustituir el afecto de su desdichado marido por un afecto dudoso, cuajado en las mismas tierras que vieron germinar y florecer el amor pleno que se profesaron ella y el príncipe Alfonso. No. La infanta Isabel no condenaría su mente a revivir los dulces recuerdos del ayer, conduciendo así su felicidad venidera a un umbrío destierro.
El Papa Alejandro VI esperaba con impaciencia noticias del rey Fernando, mientras temblaba de rabia por la osadía de Carlos VIII. El soberano francés había iniciado una política agresiva al invadir Nápoles; era una amenaza para los cercanos dominios del Papado, pero también para Sicilia, el territorio que coronó rey al entonces príncipe Fernando. Alejandro VI esperaba que este no permaneciera impasible ante esta acción belicosa, aunque tenía sus dudas; tal vez la entrega desinteresada de Rosellón y Cerdanya había trocado la vieja rivalidad entre Francia y Aragón por afecto.
No obstante, Alejandro VI creía no errar al pensar que la reina Isabel sentía inclinación por este pontífice que un día estuvo como legado en tierras castellanas ayudando a encumbrarla al trono de Castilla; don Rodrigo Borgia, ahora el Papa Alejandro VI, creía haber dejado un buen recuerdo en las mentes regias.
Cuando leyó la misiva del Sumo Pontífice, el rey Fernando enrojeció de rabia. Si Carlos VIII había confiado en que podía comprar su inactividad política con los condados pirenaicos, estaba muy equivocado. Por su parte, la corte castellana le apoyó en el frente abierto contra Francia. El monarca aragonés había contribuido a los intereses de Castilla ante las pretensiones de la vencida Juana y en la Reconquista de Granada; ahora, la reina Isabel podía mostrar su agradecimiento apoyando la causa de Aragón. Además, no solo se trataba de ayudar a su marido en la defensa de los territorios de su corona, por ende, del legado de sus hijos, sino que cuestiones de índole moral atraían a la soberana a esta empresa: había que poner freno a la ambición del monarca francés y había que responder a la petición de ayuda del Papa. Por todo ello, la soberana no escatimó esfuerzos y dispuso para su marido Fernando una importante suma de dinero, un ingente número de soldados y al inestimable capitán Gonzalo Fernández de Córdoba.
¡Qué poco imaginaban los reyes que este era el principio de una serie de guerras que durante más de diez años les enfrentaría con Francia por el dominio de Nápoles!
El panorama político internacional podía volverse más complejo además ahora que sus hijos estaban en edad casadera… Era el destino que la época concedía a la dinastía real y la corte de los Reyes Católicos no era ajena a ello: los infantes permitían acordar alianzas matrimoniales que servían a los intereses de la corona.
El emperador Maximiliano I de Austria meditó la respuesta que debía ofrecer a los reyes Isabel y Fernando sobre la doble propuesta nupcial: sus hijos Felipe y Margarita desposados con los hijos Juan y Juana de los reyes Isabel y Fernando.
El acuerdo era equilibrado: Felipe ya era gobernador de los Países Bajos, además de archiduque de Austria; por su parte, el príncipe Juan era el heredero de un gran reino. La aceptación de este doble enlace matrimonial tenía consecuencias políticas inmediatas: estrechar lazos con Castilla y Aragón, a la vez que intimidar a Francia, que quedaría rodeada de territorios afines.¿Entendería el monarca francés este cerco como un hostigamiento? ¿Podría contribuir esta alianza a un reinicio de las hostilidades con Francia? ¿Era más útil a sus intereses la amistad con los monarcas Isabel y Fernando que con el rey Carlos VIII? Después de mucho sopesar las consecuencias, el rey germano se acercó al escritorio y redactó una breve misiva. Su decisión estaba tomada.
Los reyes católicos confiaban en que el doble desposorio se lograría; compartían con Maximiliano I de Austria algo más que unos hijos en edad de merecer: un cierto rencor a Francia a causa de una vieja disputa territorial. El emperador Maximiliano había estado en pugna con Luis XI tiempo atrás por el duquesado de Borgoña, unos dominios que pertenecían a su esposa, María de Borgoña y que el monarca francés se los quería disputar. Finalmente, se negoció la paz, acordándose un reparto del territorio borgoñés. Muertos Luis XI y María de Borgoña, los protagonistas de este enfrentamiento, los ánimos no se habían vuelto a caldear, aunque los reyes Isabel y Fernando creían que la hostilidad entre los dos países no se había aún enfriado.
El nuevo monarca portugués Manuel I, que la historia conocería como Manuel el Afortunado, insistía en su petición de mano. La afortunada se resistía, aunque cada vez sus recelos eran menores, pues pesaba su anhelo de volver a desposarse y dar así culminación a su yerma existencia. Contaba ya veinticinco años y permanecía viuda… y estéril, como la tierra de Castilla tras un crudo invierno, que ansiaba ser fecundada por el sol de la primavera.
El día era claro y apacible. Los pájaros entonaban cánticos magistrales que ascendían al cielo en una espiral melodiosa, para llenar de gozo las almas de los benditos. Era muy temprano. Apenas había extendido el astro solar sus finos dedos por la faz de la Tierra, cuando la primogénita se coló en el mayestático aposento de su madre.
La reina Isabel se sorprendió de esta visita inesperada y se apresuró a hacer entrar a la vacilante hija, que mostraba su semblante más tímido.
—¿Te encuentras bien? —se interesó la soberana, con evidentes signos de preocupación.
La infanta asintió con la cabeza; sus ojos estaban fijos en el suelo y solo se elevaron para expresar sus intenciones.
—Vine para comunicaros mi decisión —se armó de valor para añadir-: Acepto los esponsales con el rey Manuel I de Portugal.
La soberana la tomó del brazo y la animó a sentarse sobre el lecho. A continuación se sentó junto a ella y agarró su barbilla para obligarle a enfrentar su mirada. Cuando lo hubo logrado, la replicó.
—Escúchame bien, hija. No ignoras que de malograrse la descendencia de tu hermano, el príncipe Juan, tú serías la heredera al trono. Tu sangre Trastámara, entrelazada con la Avís de Portugal, forjaría un reino fuerte y unido. Sabes que esta es una vieja ambición que siempre hemos perseguido tu padre y yo. Sin embargo, no lastraremos tu dicha con un enlace que no sea de tu agrado.
La infanta permanecía con el semblante marchito, tratando de ocultar las lágrimas que pujaban por liberarse de sus ojos.
—Me agrada tu decisión —continuó la reina Isabel— pero mi corazón de madre no tendrá paz hasta conocer cuáles son los motivos que te alientan a ello.
—Madre —repuso la infanta—, mi espíritu ansía complacer al Señor con una vida fértil y velar por mi pueblo con un enlace favorable a la corona —suspiró—. No puedo seguir arrastrando mi pena.
El día estaba despertando. El angelical canto de las aves se iba difuminando con los ruidos matutinos. Unos atrevidos rayos se colaron en el real aposento para deshacer la penumbra que teñía el rostro de la infanta, quien seguía exponiendo sus reflexiones.
—He orado mucho —decía— para que Dios iluminara mi alma. Y puedo confesaros que mi decisión es firme, aunque haya momentos en que las dudas desarmen mi lucidez.
La reina Isabel se asombró del cambio obrado en su hija y su felicidad era inconmensurable al escuchar de labios de su hija que había sido el Señor quien había clareado su juicio. El fervor de sus vástagos era la principal enseñanza que la madre había querido inculcarles.
El enlace real se produjo. La infanta lucía una mirada brillante, más cimentada en el recuerdo de la ceremonia vivida con el príncipe Alfonso que en la emoción del presente. La imagen de su marido, empero, no ensombreció sus ojos, pues era el acicate que la impelía a contraer nupcias con Manuel, el único hombre capaz de transportarla al mismo reino que otrora perteneciera a su difunto esposo.
La infanta dejó de posar su mirada en el prelado para enfocar de manera subrepticia a su nueva pareja y, de nuevo, tuvo la fuerte convicción de que nadie podría llenar el vacío que había dejado el príncipe Alfonso, sin advertir que el paso del tiempo había mudado sus recuerdos y donde ahora evocaba amor hubo, en el ayer, una pasión adolescente, aliñada con la fuerte ilusión de ser la heredera de Portugal. Isabel creía haber idolatrado al príncipe Alfonso, olvidando la irritación que le producía su carácter débil y maleable, doblegado a la voluntad de su padre. Se rememoraba dichosa, pero sus caprichos juveniles habían sembrado la desdicha en su corazón. Su juventud y el trágico final de su historia romántica habían contribuido a idealizar la imagen del esposo, de suerte que, cuando tuvo ante sí a su pretendiente, el rey Manuel, lejos de descubrir al hombre de carácter firme y gran tesón de espíritu, solo advirtió arrogancia y ambición.
Ya de noche, cuando concluyó la intimidad del primer encuentro entre los recién desposados, la infanta Isabel se arrodilló sobre su reclinatorio y rogó a la Virgen para que su melancolía fuera llevadera. Meses más tarde, cuando conoció la soledad de su hermana Juana, agradeció que su vida permaneciera ligada a un reino tan cercano al suyo, en costumbres e intereses.
En agosto de 1496, tal y como estaba convenido, la reina Isabel, acompañada de sus hijos, viajó hasta Laredo. Solo faltaban a la cita su hermana Isabel, la nueva reina consorte de Portugal, y su padre, el rey Fernando, entregado a las obligaciones de su corona.
Cerca de la costa, el calor estival se hacía más soportable. Isabel miró a su hija Juana con dulzura y preocupación; mañana partiría hacia su nuevo hogar, aquel Flandes de clima hosco que parecía tan lejano.
La infanta Juana había permanecido callada todo el trayecto; el temor a su futuro incierto le atenazaba la garganta. Mañana iniciaría un viaje sin retorno, hacia tierras extrañas, de lengua desconocida y costumbres diferentes. Allí se celebrarían sus esponsales con el archiduque Felipe, en la más absoluta soledad, pues las penosas comunicaciones de la época impedían que la familia real asistiera al evento. Pese a que su madre se encargó de que la acompañara un cortejo de personas de su total confianza, entre las cuales se hallaba la hija de doña Beatriz de Bobadilla, la infanta sentía la soledad en la que se adentraba.
La soberana dio indicaciones a sus hijos de embarcar; ella les siguió de cerca, sin apartar la mirada de su pequeña. ¡Era tan joven! Aunque recordó que ella misma con dieciséis años ya había enfrentado circunstancias graves, sentía ansiedad ante el futuro de su hija, pues Juana no había heredado su carácter indómito. Todo lo contrario; era una muchacha sensible, introvertida, vulnerable... La reina Isabel descartó esos desalentadores pensamientos. Su retoño era también inteligente, perspicaz y atractiva, armas que le ayudarían a hablar con soltura el nuevo idioma, a asesorar al archiduque Felipe en cuestiones de estado y, Dios lo quisiera… a enamorar a su marido. La soberana rezaba por ello a menudo.
Una vez en el barco, la reina quiso estar a solas con su hija para darle los consejos que esperaba le ayudarían en su nueva vida. Madre e hija compartieron confidencias durante toda la jornada y parte de la noche. Juana agradeció que su madre permaneciera la última velada de su vida en Castilla junto a ella, y en aquel mismo barco que la habría de llevar tan lejos. La plática duró hasta que sus ojos se dejaron llevar del cansancio.
A la mañana siguiente, bien temprano, llegó el momento de la despedida. La reina Isabel hizo entrega a la infanta Juana de una carta, al tiempo que le decía:
—Ten, quiero que entregues esta carta al que será tu marido, el archiduque Felipe.
En ella, le confiaba a su futuro yerno sus deseos de que esa unión fuera duradera y de provecho, al tiempo que le trataba como a un hijo, instándole a que él tomara la misma confianza con ella. La madre del archiduque Felipe, María de Borgoña, hacía años que había fallecido, de forma que con este trato familiar y afectuoso la reina Isabel esperaba ganársele, en favor de su hija Juana. Después, disculpó de nuevo la ausencia del rey Fernando, volcado de lleno en la defensa de Sicilia. La guerra no entendía de afectos familiares.
Salieron a cubierta; el príncipe Juan y las infantas aguardaban en silencio. La reina Isabel les instó a despedirse de su hermana, mientras apartaba de su mente negros presagios, pues la hija que ahora partía debía navegar por aguas francesas para llegar a su destino.
Contempló a su hija con
dulzura. Juana demostraba una envidiable inteligencia, una vasta
cultura y una exquisita formación humanística. Estaba segura de que
jugaría un gran papel en la corte flamenca. Sin embargo, había algo
que la inquietaba… y era ese carácter tímido y reservado de Juana…
esa sensibilidad tan acusada…
El príncipe Juan fue el primero en darle su adiós a Juana; a
continuación, María y Catalina se acercaron a abrazarla y besarla.
Cuando acabaron, le llegó el turno a la madre; tratando de mantener
solemnidad regia, la soberana contuvo el llanto mientras le
despedía con palabras cariñosas. En el momento de besarla dos
lágrimas resbalaron por su rostro. La infanta Juana abrazó con
fuerza a su madre, en silencio, sin dejar de llorar; esta estrechó
el rostro de su hija entre sus dos manos y, mirándola fijamente a
los ojos, le expresó con la mirada todo aquello que sus labios eran
incapaces de articular. Después, depositó un largo beso en la
mejilla de su hija y, con los ojos empañados, se dio la vuelta y
descendió del barco.
La flota comenzó a zarpar. La infanta Juana permaneció en la cubierta del barco, viendo cómo se empequeñecían los cuerpos de su madre y de sus hermanos, a medida que la nave se alejaba de la costa. La joven se sentía desolada. A pesar de que varias damas la rodeaban para darle consuelo, Juana sentía el peso de la soledad que ya nunca la abandonaría... Era el 20 de agosto de 1496.
El cortejo real emprendió su camino hacia Burgos. La reina Isabel había decidido situar su corte lo más cerca posible de la costa, para recibir pronto las noticias sobre su pequeña. Desde la ciudad burgueña, se dispuso a organizar los preparativos para la otra boda real: su ángel, el príncipe Juan, contraería matrimonio con la archiduquesa Margarita de Flandes. La armada que surcaba el mar con su hija Juana traería a tierras castellanas a la hermana del archiduque, la prometida de su hijo Juan. Con este doble enlace, la alianza con el emperador Maximiliano I de Austria quedaba redoblada.
La reina sabía que tenía tiempo de sobra de organizar la ceremonia nupcial, pues hasta marzo no se esperaba la llegada de la prometida; no obstante, entregándose a esta actividad se distraía del desasosiego que le producía el recuerdo de su hija Juana y la desazón por estar tan lejos del campo de combate.
La fortuna, sin embargo, estuvo de parte aragonesa; el Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba, logró expulsar en este primer envite a los franceses de suelo italiano. En reconocimiento, el Papa Alejandro VI le concedió la Rosa de Oro, galardón reservado para príncipes y reyes. Y cargó también de honores a los reyes que tanto auxilio le habían prestado: el Papa les confirió el título de “Reyes Católicos”, con el que la historia les conocería.
Sin embargo, esta derrota no amilanó a Francia que mantuvo sus pretensiones sobre Nápoles durante más de una década. A la muerte de Carlos VIII, en 1498, le sucedió Luis XII pero el enfrentamiento se mantuvo. Esta pugna tan prolongada entre los dos reinos vecinos perpetuó las hostilidades, llegando a convertirse en parte de la herencia que los reyes dejaban a sus sucesores. Muchos años después de que los protagonistas de estas primeras contiendas hubieran muerto, la paz entre ambos países seguiría sin lograrse.
La infanta Juana trató de no dejarse intimidar por las inciertas circunstancias que le sobrevenían y buscó una distracción en sus conocimientos sobre la tierra a la que encaminaba su destino. Flandes era un territorio próspero, comercial e industrial y un buen nivel artístico. Grandes pintores flamencos gozaban de una merecida fama que se extendía más allá de su cuna natal: Jan van Eyck, Hugo van der Goes, Hans Memling, Rogier van der Weyden… Gracias a la colección de arte de su madre, la infanta conocía a todos estos artistas y anhelaba poder admirar más frescos salidos de sus pinceladas manos.
También Flandes era conocida, muy a su pesar, por el ambiente festivo y caballeresco que impregnaba la vida en la corte, desde que Felipe el Bueno, abuelo de María de Borgoña y, por ello, bisabuelo del que sería su esposo, había creado la Orden del Toisón de Oro. Desde entonces, los banquetes eran frecuentes, el lujo abundante y el protocolo asfixiante, lo que creaba un gran contraste con la vida austera y seria de la corte castellano-aragonesa. Sus padres no se entregaban al hedonismo ocioso, sino a una intensa y agitada actividad política, de la que ambos participaban equitativamente.
Para mostrarse a la altura de su prometido, Juana había sido proveída con un gran cortejo y un espléndido ajuar. Joyas que la reina Isabel nunca había lucido, y que reservaba para concertar buenos esponsales para sus hijas, acompañarían los lujosos vestidos y los soberbios tocados que engalanarían su persona para lucir en la corte foránea todo el esplendor de su candidez.
Además, la infanta había sido instruida para gobernar, de modo que el bienestar de su pueblo la inquietaba más que una placentera vida social. Sus padres, especialmente la reina Isabel, la habían educado para implicarse en las responsabilidades regias, no para derrochar sus caudales. El carácter hacendoso de sus padres era un ejemplo que ella confiaba poder emular, ignorante de que la energía indómita de su madre y el valor de su padre se mezclaban en ella con grandes dosis de sentimentalismo e introversión.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por don Diego Ramírez de Villaescusa, su capellán mayor, que fue a transmitirle la información que acababa de recibir del capitán del barco. A fin de no provocar al monarca galo, navegarían hacia el norte; se alejarían así de la costa francesa. La infanta Juana asintió, ajena al temporal que se avecinaba.
La comitiva se vio sorprendida por unos vientos más airados de lo esperado. Esto, unido a las fuertes corrientes, obligó a la comitiva real a hacer escala en Inglaterra. La gran flota naval atracó en la isla, dejando boquiabiertos a los lugareños; el despliegue de fuerzas que los reyes habían organizado para disuadir a Carlos VIII de un posible ataque era impresionante.
Eduardo VII, el monarca inglés, acogió a la infanta Juana y a su séquito tal como se merecía. Ella notó unas atenciones desmedidas en el soberano, como si estuviera prendado del brillo de sus ojos.
Tres días después, volvían a poner rumbo a su destino. Tras una travesía de algo más de un mes, por fin, arribaron a Flandes. El barco se detuvo, como también lo hizo la infanta Juana; una mezcla de alegría y desasosiego la invadió. Respiró hondo y, mientras trataba de serenarse, llamó a sus damas; deseaba arreglarse para causar buena impresión a su marido. Cuando ya estuvo preparada, dio orden de dejar entrar al archiduque Felipe; las damas salieron a cubierta y solo una de ellas se vio obligada a retornar; en su semblante se dibujaba una turbación que la infanta Juana no acertaba a explicar, pero que la inquietaba.
—Habla —ordenó.
—Pues... señora... —la dama no se atrevía a repetir lo que acababa de escuchar.
—¿Qué pasa? —inquirió con preocupación la infanta—. ¿Le ha sucedido algo a mi prometido?
—Señora... parece que... que no ha venido a... a recibirla.
—¿Quieres decir que está de camino, que se ha retrasado? —intentó aclarar la infanta Juana, aunque un presentimiento le hacía sospechar la verdad.
—No exactamente, señora... Parece que... que sois vos la que debe ir a su encuentro.
La decepción y la ira se apoderaron de la infanta Juana al mismo tiempo, pero trató de no dejarse turbar y con toda la calma que pudo fue capaz de transmitir su orden:
—En tal caso, nos pondremos en marcha de inmediato. Ahora, dejadme.
Tan pronto estuvo rodeada de soledad, la infanta reprimió un grito de rabia. ¿Cómo que su prometido no acudía a recibirla? ¿Rechazaba el matrimonio o es que la despreciaba a ella? Su juventud y su inexperiencia en temas de amor le hacían dudar. ¿Cómo encajar semejante desplante?
De momento, lo único que podía hacerse era acudir al encuentro del archiduque Felipe; en el trayecto tendría tiempo de preparar una contestación a tal ofensa.
De camino por tierras flamencas, la infanta Juana observaba el paisaje: verde, verde, verde. ¡Tan distinto de la tierra castellana, tan árida y seca! No creyó difícil poderse adaptar a su nuevo hogar; el frescor y la belleza que se respiraban le transmitían tranquilidad.
Los días transcurrieron, repletos de una rutinaria monotonía. A medida que avanzaban en su camino hacia el corazón de su nuevo hogar, el abatimiento hacía presa en la infanta Juana. Ahora entendía por qué era una tierra tan rica y fértil: la lluvia, la incesante lluvia, no concedía una tregua al pusilánime sol. ¡El sol! El astro que secaba los campos de Castilla también iluminaba el día, disipando los negros nubarrones de su alma. Pero allí, en Flandes, no había luz que alegrara su espíritu, ni calor que templara su alma.
Después de algo más de un mes, el trayecto llegó a su fin y se produjo el encuentro entre los dos prometidos que la historia apodaría como Felipe el Hermoso y Juana la Loca. Era el 12 de octubre de 1496. La boda debía celebrarse dos días después de esta fecha.
Cuando Felipe tuvo frente a sí a su prometida, su reacción fue inesperada y dejó atónita a la ya confundida Juana.
Tiempo después, la reina Isabel recibía con gran expectación la información sobre el viaje de su hija Juana. Doña María había recibido el encargo de informar a la soberana en cuanto se tuvieran noticias de ella. Hoy, la dama podía satisfacer la curiosidad de la soberana castellana.
—Majestad. Vuestra hija, la infanta Juana ha llegado sana y salva a su destino.
—¡Gracias a Dios! —suspiró la reina—. ¿Y qué más podéis contarme?
—El archiduque Felipe no pudo acudir a recibirla; sin embargo...
La dama no pudo acabar la información. La soberana interrumpió su relato presa de un gran asombro e ira.
—¿Cómo? ¿No fue a recibirla al puerto? ¿Acaso ignora el archiduque los riesgos que ha corrido su prometida para llegar hasta él? ¿Desconoce las tormentas oceánicas que amenazan con hundir hasta las más robustas naves? ¿O es que desprecia el peligro de las costas francesas? —rugió—. Este desplante resulta injurioso, viniendo del que se convertirá en su marido —y con tono angustiado se preguntó en voz baja—: Dios mío, ¿cómo se sentirá mi pequeña?
—Templaos, majestad —continuó la dama con una sonrisa—. El enlace ya se ha producido. Se comenta que en cuanto el archiduque Felipe conoció a vuestra hija solicitó que se celebraran los esponsales. Allí mismo, para… –se acercó con aire confidencial- ¡para poder tomar posesión de ella cuanto antes!
—Pero... —la reina no salía de su asombro.
—Cuentan que la infanta Juana estuvo de acuerdo con tal decisión. Majestad —añadió con voz ufana— dicen que al verse
¡se enamoraron! —y cambió a un tono solemne—. No obstante, en la fecha convenida tuvo lugar la ceremonia nupcial, con todos los honores y el boato que la infanta Juana se merece. Dicen que el lujo y la ostentación fueron grandes, tal como correspondía a una corte tan espléndida.
La reina Isabel rememoró su pasado, el momento en que conoció a su prometido Fernando. Saboreó la emoción de aquel encuentro y sonrió. La infanta Juana acababa de vivir una dicha similar. Con el archiduque Felipe enamorado, su hija tendría una vida plena... a pesar del sacrificio que suponía la separación de su familia y de su tierra natal. Suspiró aliviada, al comprobar que sus temores perdían fuerza.
La llegada de la archiduquesa Margarita de Flandes estaba prevista para esa jornada. El príncipe Juan se había trasladado a la costa con un gran cortejo para recibirla. Después, se trasladarían hasta Burgos, donde los reyes castellanos agasajarían a los nuevos allegados. Por mandato expreso de la reina, el recibimiento de la prometida había sido preparado con gran lujo. Esperaba así corresponder a las atenciones que su hija Juana habría tenido en Flandes. También estaba en su propósito que la hospitalidad de este reino complaciera a quien sería su reina consorte.
La reina Isabel esperaba con impaciencia la llegada de la archiduquesa. Se hubiera trasladado hasta Laredo si sus obligaciones se lo hubieran permitido, aunque no tanto por el deseo de recibir a la prometida, como por el anhelo de recibir cuanto antes nuevas de su hija Juana. Sin embargo, su inquietud se había disipado, como desparece la niebla fina de la mañana ante la promesa del sol, pues la vida de la infanta transcurría en una nube de plácida felicidad.
La sorpresa y la estupefacción de Juana por la pasión que parecía haberse desatado en el archiduque Felipe dejaron paso a una dicha sin igual. Su esposo resultó ser un hombre acogedor, cariñoso y muy gallardo. Su primer contacto había resultado cálido y le había dado a ella el afecto que necesitaba. A su lado se sentía una mujer sensual, atractiva, segura de su valía. ¡Juana no podía dar crédito a su fortuna!
En el puerto de la villa santanderina, el príncipe Juan vio acercarse la gran flota. El despliegue naval dispuesto por los monarcas castellanos para trasladar a la infanta Juana había sido inmenso. El heredero se sentía impresionado del poderío exhibido, más de lo que recordaba haberlo estado el día que acudieron a este mismo escenario a despedir a su hermana.
El barco que cobijaba a su prometida se iba aproximando, al igual que su impaciencia. El príncipe suspiró. El retrato que le habían hecho llegar cuando se acordaron los esponsales mostraba a una joven agraciada, de busto sugerente y mirada radiante. El heredero se había sentido dichoso de su suerte. Esperaba que el pintor flamenco hubiera respetado la realidad. Era notoria la fama de estos artistas pero en estos momentos de incertidumbre el príncipe se preguntaba si su popularidad era debida a la fidelidad de sus pinturas o a la pericia en disimular faltas.
Al fin, el barco atracó. La expectación del heredero era inconmensurable. Una hora después, que para él tuvo la duración de un día, una silueta femenina se recortó en la superficie del barco. El príncipe Juan se sorprendió de notar sus manos sudorosas y temblonas cuando advirtió que su prometida fijaba la mirada directamente sobre él. A pesar de la distancia y la falta de nitidez, la archiduquesa Margarita mantuvo la pose unos segundos. Su rostro inmóvil y sus ojos taladrantes le turbaron. Instantes después, la silueta se giró y deshizo sus pasos sobre la cubierta. La figura femenina había desaparecido de la vista del príncipe; iba a desembarcar. Sin embargo, tardó mucho en descender.
El príncipe Juan se sintió enojado. Aquella mujer parecía disfrutar manteniendo el suspense. Conducta impropia hacia su anfitrión, el heredero al trono de Castilla y Aragón, unos reinos ricos y poderosos que aseguraban el porvenir regalado de quien se mostraba tan esquiva. ¿Por qué la joven dilataba tanto su encuentro? Errada estaba si creía que con esa treta crecería la expectación del príncipe Juan; muy al contrario, la archiduquesa debería no retar la impaciencia del prometido, pues su juventud predecía un carácter impaciente y visceral.
Al fin, la figura de la dama volvió a hacerse visible. Con orgullosa altivez, avanzó con movimientos pausados hacia su prometido. A cada paso, su cuello despedía destellos fulgurantes que auguraban una gargantilla engarzada de piedras preciosas.
Aunque no llovía, el día estaba nublado, como era habitual en aquellas tierras septentrionales. Empero, el príncipe hubiera agradecido encarar a su prometida con el sol de la meseta; la luminosidad le hubiera procurado una excusa para ahuyentar la vista de la joven, quien no apartaba su mirada del heredero. El príncipe Juan se sentía intimidado; jamás había contemplado largo rato a una dama sin que esta no se hubiera turbado, delatando su rectitud. Estas muestras de pudor, en cambio, no parecían propias de su prometida Margarita. Ella parecía complacida en escudriñar el rostro de su futuro esposo, en un esfuerzo por sorprender sus gestos de admiración. El príncipe Juan sintió frustrar los deseos de la joven, ya que sus ojos eran incapaces de reflejar lo que su corazón no sentía. La archiduquesa Margarita estaba ataviada tan a la usanza y con tanta suntuosidad que atraía suspiros de admiración en las cortesanas que componían el cortejo del príncipe. Pero él solo sentía que las alhajas sustituían lo que la naturaleza no había proveído; su nariz afeaba el rostro que pudiera haber sido gracioso y su mirada orgullosa, casi desafiante, mermaba el interés del heredero, más seducido por la virtud que por la coquetería.
El prometido no quiso dejar constancia de esta desilusión en su primer encuentro y cuando la tuvo frente a sí fingió complacencia. Con unos modales exquisitos, recibió a la archiduquesa y a todo su séquito. Tras intercambiar los saludos de rigor, se pusieron en marcha para alcanzar la villa de Burgos, donde los monarcas castellanos esperaban su llegada.
El encuentro con la soberana produjo un impacto muy positivo en la joven. Sus ojos se vieron sorprendidos por la suntuosidad de las alhajas que la madre de su prometido le entregó. Conocía que los reinos de Castilla y Aragón eran poderosos, pero se criticaba tanto la austeridad de la corte y las rígidas normas que la reina Isabel había impuesto para contener el lujo desmedido que jamás habría podido imaginar que esta misma soberana atesorara unas joyas tan espléndidas y, menos aún, que fuera a mostrarse tan espléndida con quien aún era solo una promesa.
La reina Isabel advirtió el tamaño descomunal que adquirían los ojos de la archiduquesa cuando le tendió el cofre con aquellas riquezas. La mirada resplandeciente con que le agradeció su generosidad bastó para confirmarle que la heredera era una joven más, seducida por el valor de lo efímero. Hubiera gustado de una muchacha recatada y humilde, preocupada en más altos objetivos.
Sin embargo, aún era pronto para juzgarla y para reprobar lo que era un mal endémico en las damas de alta cuna, más ocupadas en engalanar sus cuerpos que en cultivar sus virtudes.
El contraste entre la reina Isabel, una mujer en la madurez de la vida, sobria y replegada a su mundo interior, poco amiga de las trivialidades y de las pasiones mundanas, con aquella joven vivaracha, alegre y expansiva, despreocupada, ataviada con gran ornato, no podría ser mayor.
A medida que transcurrió el tiempo junto a su prometida, el príncipe Juan se asombró de descubrir la brisa fresca que Margarita había arrastrado a la corte. Su conversación era amena y, cuando la ocasión lo propiciaba, picante. Su boca era portadora de una dicha incontenible, que regalaba a los que participaban de su conversación. Acompañaba sus palabras con explosiones de júbilo que dejaban al descubierto una sonrisa perfecta, de dientes bien contorneados y de color inmaculado. Sus movimientos eran gráciles a la vez que vigorosos, denotando una fuerte seguridad en sus propios encantos; tanta, que podía confundirse con petulancia. Su mirada era profunda, como si persiguiera descubrir en su interlocutor señales de admiración.
Las miradas del heredero desvelaban una pasión creciente por ella. La archiduquesa, atenta siempre a las manifestaciones de deseo de su prometido, sospechaba los intensos sentimientos que se habían ido despertando en él y se regocijaba con el dulce sabor de la pasión correspondida. Ella, desde el primer momento en que sus ojos se encontraron con él, reconoció que estaba enamorada. El heredero era un joven de porte altivo. La naturaleza había sido generosa con él, fusionando en su persona los mejores atributos de sus progenitores. Además, su esmerada educación y su galantería seducían a aquella dama ávida de coqueteo.
La reina no fue ajena a este cruce de sentimientos y se sintió altamente complacida, pues no deseaba sacrificar la felicidad de sus hijos con las alianzas políticas que sellaban sus esponsales.
Esta alegría compensaba el penar que le afligía la muerte de su madre, que había ocurrido en fecha reciente. No obstante, la soberana no dejó que la despedida de Isabel de Portugal enturbiara su felicidad. Otro asunto importante reclamaba su atención: la boda de su hijo Juan.
El enlace real se celebró en la fecha convenida; Burgos fue la ciudad elegida para tamaña ocasión. Los burgaleses ornamentaron sus casas y sus calles para recibir a los novios. La ceremonia nupcial fue suntuosa, pero cargada de sobriedad y carácter religioso. Los contrayentes no se olvidaron de encomendar sus esponsales a la Virgen, a la Madre celestial a quien suplicaban que regara su unión con una numerosa progenie. Durante toda la jornada, se sucedieron grandes festejos para celebrar el feliz acontecimiento. Al caer la noche, los recién casados se retiraron a su alcoba.
—Margarita y Juan —remarcó el rey Fernando en voz alta son jóvenes; los hijos no tardarán en llegar. Nuestra herencia está asegurada.