XI

1486

Muhammad el Zagal era un hombre valeroso y de gran pericia militar. El anhelo de vengar la desolación de su hermano Muley Hacén en el lecho de muerte le concedió la victoria. Tomó Almería, donde asesinó a Yusuf y después, dirigió sus tropas hacia su otro sobrino.

La fortuna estaba de su parte y el ejército del caudillo liberado no pudo contener su ataque. Boabdil, su familia y sus amigos más allegados, así como los soldados que aún le eran fieles, emprendieron el exilio hacia tierras cristianas.

Córdoba se preparó para acoger a los fugitivos. Los reyes Isabel y Fernando salieron al encuentro de Boabdil y sus acólitos. Morayma ardía de ganas de abrazar a su pequeño . Esperaba que la misericordia de la soberana fuera tanta como los rumores difundían, para que le permitiera compartir esas jornadas con su retoño. Los mimos de su nuevo hijo, Yusuf, habían dado consuelo a su corazón marchito, pero sus brazos maternales seguían añorando al primogénito ausente.

Para su sorpresa, el infantico presidía el cortejo que les daba la bienvenida. Flanqueado por los reyes cristianos, su cuerpo erguido montaba el caballo que don Martín de Alarcón sujetaba. El pequeño resplandecía alegría y su aspecto era saludable. Su padre, Boabdil, se sorprendió de ver cómo había crecido. Era evidente que las ropas que le fueron entregadas cuando pasó a ser custodiado por los infieles ya resultaban inservibles. Los reyes Isabel y Fernando habían encargado vestuario nuevo, de gran lujo y exquisito gusto. Boabdil se congratuló de ver que su atuendo era moro; los infieles no solo habían respetado su dignidad, vistiéndole como al hijo de un sultán, sino también sus costumbres, manteniendo la usanza en sus atavíos.

Ahmed repartía la mirada entre sus dos progenitores. Morayma contenía a duras penas un llanto de felicidad y Boabdil sonreía con orgullo al continuador de la dinastía. A un gesto de la reina, don Martín de Alarcón ayudó al infantico a descender de su caballo. Morayma no aguardó indicaciones y desmontó con un gesto tan incontrolado que estuvo a punto de caer por tierra. Boabdil también bajó de su montura.

—¡Ahmed! —exclamó Morayma, irradiando felicidad—. ¡Hijo mío!

—¡Madre! —fue toda la respuesta del pequeño.

El encuentro fue emocionante. La reina Isabel no era una persona que se emocionara con facilidad, pero en esta ocasión lo hizo. Sintió, a través del estrecho abrazo y los múltiples besos que Morayma prodigaba a su hijo, la intensidad del amor maternal que renace después de una separación forzada. Pensó en su hija Isabel, que fue confiada al cuidado de su tía, doña Beatriz de Portugal, duquesa de Braganza, y sintió que una nostalgia olvidada le invadía.

Morayma permanecía enredada en su hijo , llorando y aspirando su aroma, tan perdido en estos dos años, tres meses y diez días, que habían estado distanciados. Sus manos se deslizaban mecánicamente por los rizos y el rostro de su pequeño. Este mantenía el abrazo, aunque su memoria apenas recordaba a la madre que hoy le colmaba de besos y de bellas palabras. Instantes después, Boabdil rozó el hombro de su esposa y esta se desasió de su pequeño para que pudiera saludar a su padre. Si Morayma estaba casi ausente de la memoria del hijo, Boabdil apenas había accedido a ella, pues sus múltiples ausencias, motivadas por las ofensivas bélicas, y su menor dedicación al cuidado de los hijos habían propiciado pocos encuentros íntimos entre padre e hijo. Ahmed solo sentía curiosidad hacia el caballero que hoy le miraba de frente, con las manos posadas sobre sus hombros.

—¡Hijo! —exclamó.

Ahmed no solo había crecido; también una mirada seria delataba una madurez interior adelantada. El padre le estrechó con fuerza, escondiendo el rostro entre sus rizos negros, para ocultar a los testigos su emoción. Boabdil trataba de descargar con este gesto toda la culpa que arrastraba desde que tuvo que trocar a su hijo a cambio de su libertad. También esperaba con esta sentida muestra de amor, compensarle de alguna manera por su sacrificio.

Don Martín de Alarcón aprovechó el distanciamiento de la madre para situarse a su lado. Con total discreción susurró unas palabras al oído de Morayma.

—Sus majestades han dispuesto una estancia para vos y vuestro hijo Ahmed. Podéis retiraros a ella. Nadie vulnerará la intimidad de vuestro encuentro.

Morayma miró a la soberana con ojos agradecidos. Hizo un gesto a Aixa para que ayudara a descender al pequeño Yusuf. No quería que el benjamín se viera desplazado de sus confidencias con Ahmed.

—Por aquí —dijo el preceptor, mientras extendía su brazo para señalar el camino.

Morayma se acercó a su marido, que regresó de inmediato a la realidad; se imponía cumplir las obligaciones de su rango y olvidar los anhelos de su corazón.

—Descansaréis antes de que discutamos las bases de nuestra alianza —dijo el rey Fernando.

—No puedo tomarme un descanso mientras mi trono esté siendo ocupado por un sultán usurpador. Sentémonos ahora mismo a diseñar una estrategia.

—Como gustéis —concedió el monarca.

Cuando estuvieron a solas, Morayma inquirió a Ahmed sobre su convivencia en tierras cristianas. En muchas ocasiones, su corazón había sufrido, presintiendo una conversión forzosa o unas formas más sibilinas de pláticas interesadas envueltas en sedas de amabilidad. Su hijo aún era un niño de corta edad y, por ello, susceptible de ser confundido. Sin embargo, las palabras de su pequeño la tranquilizaron. No solo no habían intentado provocar un cambio en su fe, sino que habían respetado sus costumbres y sus creencias.

Morayma le abrazó con ternura, sorprendida del poder de la naturaleza. La conversación de su hijo no solo resultaba inteligible, sino también cargada de bastantes atisbos de lógica.

—Los reyes —continuó él— son muy bondadosos conmigo. Y también don Martín de Alarcón. Las obligaciones de sus majestades no les permiten visitarme con frecuencia pero cuando esto sucede la reina me dedica múltiples atenciones y me colma de regalos.

Morayma quiso comprobar que su hijo no había sido tentado al cristianismo con argumentos tendenciosos disimulados bajo las lecciones que tomaba. Pero todas las preguntas que le planteó convergieron al mismo fin: los cristianos no habían tratado de atraerse al joven a su fe. Ella suspiró aliviada.

Se hizo un silencio, solo interrumpido por el juego aislado de Yusuf. El pequeñín permanecía ajeno a la conversación que se desarrollaba en la sala. Ahmed rompió el silencio para hacerle una confidencia a su madre.

—A veces —susurró él, ajeno a sus pensamientos—, la reina se enreda en mis brazos y me hace reír. Otras veces, son sus bromas las que provocan mis carcajadas.

Morayma sintió una punzada de celos en su corazón, molesta de que otra mujer compartiera momentos de complicidad con su hijo. Al instante se sintió arrepentida de su egoísmo; esos gestos habían hecho más llevadera la cautividad de su pequeño. El saberle querido y mimado despertaba su envidia, pero también su agradecimiento. Sin embargo, no pudo contener la pregunta.

—¿Me has… echado de menos?

Lo había pronunciado en voz baja, casi inaudible, como si temiera que Ahmed tuviera una negativa que darle. Este no advirtió las emociones que se habían dado cita en esa pregunta y ni siquiera supo contestar a su interrogante. Afortunadamente, don Martín de Alarcón interrumpió su plática para ofrecerles una fuente de comida y unas jarras colmadas de agua. El caballero se adentró en la estancia y con toda la premura de que fue capaz, depositó las viandas sobre la mesita colocada al efecto.

Morayma se sintió obligada a corresponder las atenciones que este caballero había tenido con su hijo.

—Os estoy enormemente agradecida por vuestra labor. Y quisiera manifestaros mi admiración por vuestra rectitud moral, al respetar la fe de Ahmed.

—Es la reina Isabel quien guía mi conducta. A ella debéis reconocérselo aunque, si preferís, puedo ser yo quien se lo transmita.

—No, de ninguna manera —se apresuró a añadir—. Yo misma le expresaré, con mucho gusto, mi gratitud.

El caballero asintió y se dirigió a la puerta; ella se vio sacudida por un impulso incontenible y lanzó la pregunta, sin haberlo meditado antes.

—Y Ahmed, ¿me ha echado de menos?

—¡Claro que sí, señora! Los primeros días lloró mucho y le costó encontrar reposo por las noches; os mencionaba continuamente y también a la sultana Fátima.

Un respingo sacudió la mente de Morayma, al tener que compartir de nuevo los sentimientos de su retoño con otra mujer.

—La reina —continuó él— se inquietó mucho al ver su abatimiento y todo su afán era procurarle distracciones que ofrecieran consuelo a su corazón. Durante esos días, compartieron muchos momentos juntos. La soberana le considera como si fuera hijo suyo; le llama “el infantico” —expresó con aire de complicidad.

Otra vez Morayma sintió una punzada dolorosa en su fuero interno, que pasó desapercibida a su interlocutor.

—Gracias —añadió Morayma.

Don Martín de Alarcón asintió y se giró para salir por la puerta.

Morayma reparó entonces en el pequeño Yusuf. A pesar de su presencia ruidosa, la madre había desplegado todas sus atenciones para el primogénito, relegando al olvido a su chiquitín. Con un cierto sentimiento de culpa, extendió los brazos hasta él y después llamó con su mano a Ahmed. Los tres se fundieron en un abrazo.

Pasó el tiempo. Días, semanas, meses… Morayma ignoraba cuánto había transcurrido desde su llegada a Córdoba pero le parecía que el presente se hubiera detenido en una dicha serena. La lejanía de sus raíces y sus costumbres le pesaba pero no tanto como para ansiar el regreso. Aquí, en esta tierra que recordaba el esplendor del que gozó el Califato, ella se sentía dichosa. La hospitalidad de los reyes cristianos era grande y sus obligaciones escasas, por lo que podía disfrutar con la compañía de sus pequeños y de su esposo.

Lo único que le producía desazón eran las arrugas que parecían haberse instalado en el ceño de Boabdil. El deambular nervioso de Aixa, que reflejaba la rabia que por dentro la carcomía, también la llenaba de inquietud. Sabía que el odio de su corazón no se había apagado con la derrota de Boabdil y la cautividad de Ahmed; el temor por la vida de los suyos era superado con creces por su rencor. Morayma se angustiaba con la convicción de que la sultana Fátima nunca cejaría en su empeño de derrotar a Muhammad XIII. Aixa sangraba una amalgama de rencor y humillación, al saber que Muhammad el Zagal había arrebatado a sus hijos los honores; a uno, para ser emir y a otro… para seguir con vida.

Morayma sufría porque conocía de las presiones que se cernían sobre Boabdil. Los reyes cristianos alentaban su alzamiento contra el nuevo emir y el espíritu combativo de Aixa le arengaba en el mismo sentido. Muley Hacén sonreiría desde su tumba y eso era algo que el orgullo de la sultana no podía digerir. Su esposo, tarde o temprano, iría a combatir a los suyos; Aixa sonreiría satisfecha, ciega a la idea de que eso podría suponer la ruina de su hijo… Afortunadamente, quiso Alá que Morayma estuviera cerca de su esposo aquella mañana que se produjo la plática entre Aixa y Boabdil. La madre portaba leños que encendían el fuego bélico del hijo. Agazapada tras la celosía, los oídos de Morayma fueron testigos mudos de la conversación que sus ojos no seguían. Su presencia pasó totalmente inadvertida a los dos interlocutores.

—Los habitantes —decía Aixa— del Albaicín se han alzado contra el Zagal. Ellos reconocen tu legitimidad y niegan obediencia al nuevo sultán. Sin embargo, su fidelidad se extinguirá si tú no les das una señal.

—¿Qué esperas de mí, madre? —preguntó solícito.

—Es el pueblo quien espera tu valor, Boabdil. Y yo también, como sarracena que vive en el exilio. Escucha, hijo, el levantamiento de tu pueblo precipita tu retorno. El rey Fernando está de acuerdo en apoyarte. Sus tropas combatirán también al Zagal. Este no podrá sofocar los dos frentes abiertos. Sus derrotas terminarán por precipitar su caída. Entonces, tú serás vitoreado por el pueblo como el emir de Granada.

—Mi pueblo no aceptará que el ejército infiel me apoye. Eso sería claudicar al vasallaje que quieren imponernos.

—¡No! Eso nunca. Tu fidelidad con los reyes cristianos es efímera, Boabdil. Tu lealtad tocará a su fin cuando restituyas tu poder. Entonces, te alzarás contra ellos.

—Pero… mi hijo … —objetó Boabdil.

Hacía ya tiempo que Morayma temblaba por la visión de lo que estas enardecidas palabras implicaban. Combatir a los cristianos era contravenir el acuerdo pactado en la liberación de Boabdil. Su hijo era retenido para garantizar la lealtad del padre a su palabra. Si Boabdil les enfrentaba, Ahmed no tenía ninguna posibilidad de… Morayma desterró estos pensamientos de su mente para que sus sollozos no delataran su presencia.

—Tus soldados arriesgan su vida por ti, porque tus pretensiones atraen el orgullo perdido de otras épocas que ya quedan demasiado lejos. Recuperemos el esplendor del pasado… pese a los sacrificios que ello suponga.

—Morayma se morirá si… —dijo Boabdil compungido.

—Ella es joven y su vientre fértil. El amor de Ahmed le compensará hasta que le engendres otros varones.

Morayma apretó los labios para no intervenir. La venganza de Aixa conllevaba un altísimo coste que ella no estaba dispuesta a consentir.

—Boabdil, escucha, mi dolor es tan fuerte como el tuyo —continuó ella—. Sabes bien de mi devoción por Ahmed. Sin embargo, puedo ver que él ha cambiado; su convivencia con los cristianos le hacen prisionero de sus sentimientos. ¡Algún día se alzará contra ti!

—Hizo una pausa estratégica antes de añadir el brillante colofón de su discurso—. Alá te ofrece el trono de Granada, pero has de demostrar que eres digno de él. Un emir apegado a sentimientos humanos es débil y no merece la honra de la gloria.

Aprovechando las disputas internas de los moros, el rey Fernando asestaba duros reveses. Su ejército, liderado por el gran capitán Gonzalo Fernández de Córdoba sembraba el desánimo entre los contrincantes; aunque el valor de los soldados no desmerecía las ingeniosas tácticas marciales. La villa de Alora había caído hacía un año y todo hacía pensar que una nueva plaza iba a conquistarse, a no ser que las fuerzas de Muhammad XIII pudieran contener su avance.

El ejército cristiano se proponía atacar Málaga. Era esta una ciudad importante que contaba con un contingente numeroso de soldados. Sin embargo, el emir, Muhammad el Zagal, encomendó a sus capitanes reforzar la guardia de la ciudad, temeroso de que se lograra una nueva victoria.

Hamet el Zegrí, gobernador de Ronda, fue uno de los que respondió al requerimiento. Su ciudad, gracias a su singular orografía contaba con una defensa natural. El ejército cristiano se abstendría de invadir Ronda pues su inexpugnable serranía les disuadiría, por lo que sus tropas se sumaron a las propias de Málaga y a las venidas desde distintos puntos del reino.

Los sarracenos de Málaga estaban impresionados y corajosos: cuando los infieles atacaran, verían su ataque repelido con una monumental fuerza, tan insospechada como temible.

Los días pasaron. Sorprendentemente, el ejército del rey Fernando no se hizo visible. ¿Habrían sabido de los refuerzos llegados a Málaga? ¿Tal temor les inspiraban los moros que ni siquiera se entregaban al combate? ¿Consentían los reyes cristianos semejantes muestras de cobardía?

Hamet el Zegrí, recibió un correo urgente; el emisario estaba extenuado por el esfuerzo realizado: los cristianos hacía días que habían cercado Ronda. La ciudad no podría resistir mucho tiempo. Hamet el Zegrí cayó de rodillas al suelo; su ciudad asediada mientras él se mofaba de la cobardía cristiana. Gruesas lágrimas caían por sus mejillas y ya no podía prestar atención al portador de la desgracia. Este estaba próximo a concluir su infortunio con el relato de su propia hazaña.

—...y de esa manera fue como logré burlar al ejército cristiano para venir a avisaros —concluyó.

El gobernador de Ronda seguía postrado de rodillas sin reprimir su llanto y presa de un mutismo absoluto. ¡Él sí que había sido burlado!

—¡Ay de mí! —gimió—. Mi ejército descansa, mientras que mi ciudad está a merced de las tropas enemigas.

—No resistirá mucho más tiempo, señor. Hace ya quince días que está cercada y las provisiones se agotan.

Hamet el Zegrí se incorporó con una savia renovada en sus venas. La pena había dado paso a la furia. Con un grito fiero, dispuso a su ejército para la partida. Era probable que llegara a tiempo aunque... sus posibilidades de victoria eran nulas. Sus tropas serían violentamente repelidas por el ejército cristiano, que se reposaba, bien pertrechado, en los campos de la serranía de Ronda. Hamet el Zegrí sabía que mandaba su ejército a un suicidio colectivo, pues el ritmo rápido que pensaba imponer a la caminata debilitarías sus fuerzas. Pero era preferible morir combatiendo que fallecer en vida...

Sus soldados se pusieron en pie. Apenas habían recorrido diez kilómetros cuando la noticia les sorprendió: Ronda se había rendido. A partir de ese día, Hamet el Zegrí ya no fue el mismo: el brillo de sus ojos azabaches se marchitó y su deambular cansino daba fe de que el ánimo se había retirado de su cuerpo.

Fray Hernando de Talavera escribió de nuevo a los franciscanos. Dentro de quince días se produciría la entrevista. Cristóbal Colón se preparó para el encuentro con su destino.

La reina Isabel esperaba, con nacida impaciencia, esta visita; hacía tiempo que se había despertado su curiosidad por la extraña empresa que el marinero se creía capaz de realizar… El rey Fernando, en cambio, había accedido sin entusiasmo; ni siquiera Portugal, tan afamada potencia marítima, había dado su beneplácito a este genovés. ¿Por qué ellos sí?

—Majestades —comenzó el genovés el día de la audiencia—, como sabéis, mi propósito es cruzar el mar Tenebroso para alcanzar las Indias.

—No ignoramos vuestros sueños, como tampoco sus peligros. Ningún marino ha regresado jamás del mar Tenebroso: las tormentas airadas les han hecho naufragar. Tampoco ninguna nave ha estado más de diez días sin tocar tierra, pero vosotros proponéis varios meses de navegación: moriréis de hambre y sed. Y eso sin mencionar las leyendas que hablan de temibles seres que pueblan esas aguas —replicó el rey.

—Ningún marino ha regresado nunca, pero yo lo haré —repuso con decisión—. Soy un experto navegante y, creedme, solo hay que culpar de los naufragios al mal gobierno del barco. Además, los nuevos inventos han mejorado mucho la navegación: el astrolabio, el sextante, las tablas planetarias y, sobre todo, las nuevas embarcaciones: las carabelas, con sus velas cuadradas, son naves ágiles y alcanzan gran velocidad. Y en cuanto a los alimentos, llevaré provisiones por un año.

—Si son alimentos frescos pueden corromperse y si no, sufriréis escorbuto —intervino la reina.

—Majestad, ni uno solo de mis marinos tendrá tiempo de desarrollar escorbuto: alcanzaremos tierra mucho antes. No tardaremos más de nueve meses en estar de vuelta.

—Ninguna nave puede navegar más de cuarenta días sin tocar tierra –objetó el rey Fernando.

—¡Pero el mar está surcado de islas, como las Canarias! Majestades, no os estoy hablando de un sueño, sino de una visión. ¡Es posible llegar a Cipango por el oeste!

—Sin embargo, Portugal no ha querido apoyaros... —replicó la reina Isabel.

—Tampoco os apoyó a vos en la Guerra de Sucesión y fue un lamentable error.

La respuesta de don Cristóbal Colón estaba cargada de atrevimiento. Un ligero murmullo inundó la sala, pero el genovés mantenía su mirada clavada en los monarcas. Todos los presentes esperaban una reacción airada de la reina; sin embargo, tras una breve pausa esta dejó escapar una sonrisa.

—Vuestras palabras son tan osadas... como ciertas –repuso—. Ciertamente, confiáis ciegamente en vuestro proyecto pues está claro que el deseo de conseguir apoyo os envalentona de tal manera.

Y un aprecio sincero por aquel navegante brotó en el corazón de la reina Isabel, que admiraba los espíritus valientes y sinceros de las personas que no temen hablar de frente.

—Sé bien de lo que estoy hablando —continuó un entusiasta Cristóbal—, navego desde los catorce años. ¡Y os aseguro que alcanzaré las Indias! Las corrientes marinas me llevarán a esas lejanas tierras y los vientos del norte me traerán de regreso. Con tres carabelas, unos 100 marineros y mi pericia capitaneando la nave, en nueve meses estaré de vuelta ante vos portándoos grandes noticias.

—No ignoro que estáis viudo y con un hijo pequeño. Tal vez sea la necesidad la que os hace tan osado... —apuntó el rey Fernando.

—La necesidad me hace ser prudente para no dejar a mi hijo huérfano, majestad.

Los reyes se miraron en silencio. Los ojos del monarca reflejaban escepticismo, pero los de ella... Su marido conocía bien esa expresión; Isabel se había contagiado del ímpetu de Cristóbal Colón.

—Desde hoy —fue Isabel quien rompió el silencio— la corona contribuirá con una pequeña ayuda a vuestros gastos, mientras una comisión de expertos valora vuestro proyecto. Si las conclusiones son satisfactorias, contaréis con mi apoyo para hacer realidad vuestro sueño: Castilla financiaría vuestro viaje, aunque no se produciría hasta ver culminada la empresa de Granada sentenció, dando por concluido este encuentro.

La despedida de estos dos grandes personajes fue con un intercambio de sonrisas. La reina Isabel estaba complacida por las respuestas de este navegante. Sus sueños parecían ciertamente imposibles de lograr pero ella, mejor que nadie, era testigo excepcional de los grandes logros que podían conseguirse con tesón. Recordó las palabras de fray Hernando de Talavera: “Si la empresa se lograra tendríais nuevos pueblos que cristianizar, para gloria de Dios”. Y este genovés parecía un loco, pero... ¿y si no lo fuera?

Cristóbal Colón, por su parte, estaba satisfecho de haber vencido las resistencias de los reyes. Una puerta a la esperanza se abría; una puerta que no tardaría en cerrarse...

La reina Isabel conversaba a solas con una dama. Doña Beatriz Galindo había sido llamada a presencia de la soberana, por sus singulares cualidades. La dama encaró esta inesperada entrevista con total incertidumbre, gran curiosidad y una pincelada de agitación.

La soberana no era amiga de los prolegómenos, por lo que abordó sin rodeos la cuestión.

—Como ya conoceréis, es nuestro deseo, del rey Fernando y mío, rodearnos de personas ilustradas que iluminen nuestros pasos. Os he mandado llamar a vos porque creo que podríais ejercer una influencia positiva en la corte.

—Me siento halagada, majestad —fue todo lo que ella se atrevió a responder.

—Sois hija de hidalgos, aunque su fortuna no acompaña su noble linaje.

Doña Beatriz Galindo bajó los ojos al suelo. La reina notó su turbación e interrumpió su discurso para confortar a su interlocutora.

—No os he mandado llamar para avergonzaros. No me importan tanto los orígenes de mis consejeros como su preparación. Y la vuestra ha sido esmerada, a juzgar por vuestros logros.

Doña Beatriz Galindo volvió a alzar la vista y la soberana continuó satisfecha.

—Os decía que las mermadas arcas de vuestros progenitores, junto a su numerosa prole, les convencieron para que vos vistierais los hábitos religiosos. A tal fin, han cuidado vuestra educación religiosa y vuestro conocimiento del latín.

—Así es —afirmó ella—. Mis padres no solo buscan mi sostenimiento, sino también mi dicha. El conocimiento del latín garantiza mi vida monacal plena, al permitirme comprender los rezos, las escrituras y los cánticos. Eso calma también mis ansias de profundizar en el conocimiento divino; no niego que el destino que mis padres han elegido para mí me agrada. Y que el estudio del latín ha despertado en mí la pasión por aprender.

—Sí, he oído de vuestras ansias por saber; dicen que vuestra curiosidad es insaciable.

Doña Beatriz Galindo dejó escapar una sonrisa, halagada por esos rumores que se difundían sobre su persona. No ignoraba el sobrenombre de “la Latina” con el que comenzaba a conocérsela. La reina se levantó y se dirigió a una mesa donde descansaba un libro cerrado. Su caminar no interrumpió su conversación.

—Sois una gran humanista, versada en la lectura de los textos clásicos. Creo que vuestra predilección es Aristóteles, de quien sois ferviente exegeta. También dicen que sois gran poetisa.

Doña Beatriz Galindo se sonrojó al oír esos cumplidos. La soberana volvió sobre sus pasos con el libro en la mano y se acercó a su acompañante, que la había seguido todo este tiempo con la mirada. La reina Isabel le tendió la obra y mientras ella lo colocaba sobre su regazo, añadió:

—Me deleito en cultivar mis ansias artísticas emulando la genial lírica del poeta Petrarca.

—Bien —afirmó la reina, mientras ocupaba su lugar en la silla real—. Quisiera que abrierais el libro por la página veintitrés y leyerais en voz alta el texto. Después, me lo traduciréis y argumentaréis vuestra opinión sobre lo que ahí está escrito.

Doña Beatriz Galindo reparó en el tratado que la soberana le había extendido y sonrió. Era la “Ética a Nicómano” de Aristóteles. La soberana se sentó y reclinó su espalda sobre el asiento, concentrándose en la lectura rítmica y fluida que la dama hacía de ese texto latino. Después, mantuvo el silencio mientras doña Beatriz exponía su crítica hacia lo que allí se trataba. La dama expuso sus conocimientos sobre Aristóteles, así como la crítica que de él hicieron los averroístas y Santo Tomás de Aquino. Remató su disertación con una opinión personal crítica que llenó de complacencia a la reina, no solo por su contenido sino también por la brillantez de su exposición: el tono firme, seguro y sincero de aquella dama confirmaba su presentimiento de que jugaría un gran papel como institutriz de las infantas.

Con esta prueba, había comprobado que era una humanista bien ilustrada; también, una mujer de alta moralidad y espíritu religioso.

—¿Habéis sido discípula de don Antonio Elio de Nebrija? ante el asentimiento de la dama, preguntó:- ¿Y qué opinión os merece?

—Es, sin duda, una persona muy versada en el latín y detesta la ignorancia de los que se creen doctos de la lengua romana o de nuestra lengua vernácula. A tal fin, se ha propuesto publicar un libro de gramática española, que difunda las reglas de un habla y una escritura correcta —y en voz baja añadió—: Algunos de los errores de sus compañeros de cátedra le provocan carcajadas.

Doña Beatriz Galindo relató una anécdota que don Antonio Elio de Nebrija le había confiado en una ocasión, que provocó la hilaridad de la soberana. Después se hizo un silencio que la soberana rompió a los pocos segundos.

—Me interesaría leer alguna de vuestras poesías, si no tenéis a mal.

—Me sentiré honrada —repuso doña Beatriz Galindo.

—Aunque tal vez necesite de vuestras lecciones para perfeccionar mis nociones de latín… —bromeó, tras lo cual volvió a su tono serio de antes—. También me gustaría discutir con vos a menudo sobre la tesis de los averroístas y los argumentos de Santo Tomás de Aquino. Podremos conversar en múltiples ocasiones, ahora que os trasladaréis a la corte, como preceptora de las infantas.

Doña Beatriz Galindo abrió los ojos con desmesura y una gran sonrisa iluminó su rostro.

—Os confieso —aclaró la soberana— que mi inclinación hacia vos nace tanto de vuestra preparación como de la honradez de vuestra alma. Como no ignoráis, no deseamos sentar en el Consejo Real a personas carentes de escrúpulos o de moral ambigua.

—Os estoy muy agradecida por la confianza que depositáis en mi persona y os demostraré que soy merecedora de ello —prometió la dama.

—Así lo espero —concluyó la reina Isabel—. Ahora, podéis retiraros para organizar vuestro traslado.

La dama se puso en pie y tras la protocolaria reverencia abandonó el castillo con una sonrisa en los labios. El destino había forjado para ella un futuro envidiable, aunque su propósito de ingresar en una orden religiosa no estaba cerrado, solo pospuesto.

El rey Fernando, animado por sus grandes éxitos militares intentó una empresa grande y arriesgada: la toma de Loja. Ahí había sido derrotado tiempo atrás por Boabdil, el mismo con el que ahora mediría sus fuerzas.

Boabdil y su ejército estaban parapetados en el castillo, esperando el avance enemigo. Ese castillo había sido protegido durante muchos años por su aliado y buen amigo Aliatar, el que fuera alcaide de esta fortaleza y padre de Morayma. Gracias a ello, conoció a la que hoy le había encadenado a sus besos, hace ya casi cuatro años, cuando él vino a enfrentar las tropas del rey cristiano. Desde ese día, la bella Morayma había llenado su mente de ilusiones, que se hicieron realidad el día que Aliatar aceptó los esponsales. El alcaide ya había advertido las intenciones de Boabdil, como también había sorprendido las miradas furtivas de su hija. Morayma, la encantadora joven de quince años, había tenido la fortuna de aspirar a reina mora.

Ahora, Aliatar descansaba bajo tierra, aunque no en paz. Quien puso tanto empeño en la contención del enemigo cristiano, se retorcería en la tumba por ser testigo inerme de las conquistas del rey Fernando; también se torturaría con el dolor de su dulce hija, sufriendo con cada marcha de su esposo, y ahora también mortificada por la lejanía de su pequeño.

Sin embargo, hoy Boabdil había jurado resarcirle las aflicciones pasadas.

—¿Por qué habéis aceptado combatir al rey Fernando, al lado de El Zagal?

La pregunta había sonado lejana, aunque se había pronunciado a su espalda. Boabdil miró por encima de su hombro. Al capitán que había inquirido no le debía una justificación, por lo que obvió el comentario y siguió sumido en sus pensamientos, sin aclararle por qué había firmado un acuerdo secreto con su tío. Más adelante, cuando la victoria fuese un hecho, le explicaría que Muhammad el Zagal aceptó reconocerle a él como emir de Granada, a cambio de gozar él del señorío de las zonas que desde siempre le habían apoyado. Por eso, Boabdil se había negado a liderar la insurrección contra el emir Muhammad XIII, que habían sido numerosas. A las protestas iniciales nacidas en el Albaicín pronto se sumaron las quejas de muchos habitantes de la zona nordeste del reino nazarí. Vociferaban la restitución del trono a su legítimo dueño: el emir Boabdil a quien ya todos conocían como el Rey Chiquito. El Zagal, presionado por las circunstancias, se avino a una concordia amistosa con su sobrino, que rebajara la tensión de reino nazarí, a la vez que aunara las fuerzas para combatir a los cristianos. La promesa de cederle el trono fue demasiado golosa para Boabdil.

La reacción del rey Fernando no se había hecho esperar. La alianza entre Boabdil y Muhammad el Zagal era una afrenta. Granada se resistía a someterse y eso solo podía responderse de una manera.

Boabdil esperaba, subido a la grupa de su purasangre, la llegada de los cristianos. Sus ojos enfocaban el horizonte, en el punto donde cielo y tierra se mezclaban en una confusa nube de polvo. Las huestes cristianas se acercaban. El rey nazarí siguió rumiando su rabia. Necesitaba despertar el dolor de su alma para blandir con furia su alfanje. Pensó en Morayma, anegada en lágrimas al saberle cautivo; revivió su rechazo, cuando su retoño fue entregado a cambio de su liberación; masticó el odio de Aixa, mortificada por los celos; imaginó a su vástago educándose en costumbres infieles; rememoró la humillación de sus derrotas y la cólera por verse prisionero; sintió la ira de Alá por saber en peligro sus dominios.

Sus ojos incandescentes inflamaban el aire y su aliento envenenado exhalaba valor. Boabdil apretó con tal fuerza su sable que sintió su empuñadura clavarse en la palma de su mano. ¡Su cuerpo estaba preparado para la batalla!

La contienda fue breve. No fue el azar, sino la brillante estrategia militar y el valor del caudillo que alentaba a sus filas lo que habían logrado la victoria del monarca aragonés. Y, de nuevo, Boabdil tuvo que soportar la humillación de ser apresado por el rey Fernando. Este escribió a su mujer Isabel, pidiéndola que se llegara hasta Loja, para compartir el éxito. Quería también reconocer públicamente su aportación en esta guerra, pues la reina Isabel, desde la retaguardia, había contribuido en proveer todas sus necesidades, en alentar a la lucha y en la atención a los heridos. El rey dio órdenes a su ejército de que la presentaran los honores debidos, pero su sorpresa fue mayúscula cuando al día siguiente los capitanes más importantes de su ejército…

Las esperanzas del genovés se ahogaron cuando la Comisión le dio la respuesta: sus cálculos estaban errados; la distancia entre Cipango y Castilla era mayor de la que él establecía; su empresa era inviable. ¡Castilla le negaba su apoyo!

—No os desaniméis! Y luchad por vuestros anhelos. Los grandes premios requieren de grandes esfuerzos —le aconsejó fray Antonio de Marchena.

—Andáis sobrado de razón —concedió Cristóbal Colón—. Sin embargo, mis dudas se concentran en la incertidumbre de a quien insistir. ¿Debo regresar a Portugal? ¿O, por el contrario, centrar mis trabajos en Castilla?

—Aquí, sin duda, amigo mío. Ya tenéis ganada la voluntad de fray Hernando de Talavera y de don Pedro González de Mendoza, además de otros muchos poderosos caballeros y… de este servidor.

—Vuestra humildad me desarma. Sois mi mejor apoyo y sostén —se hizo el silencio—. Por eso, quisiera encomendaros a mi pequeño Diego, mientras yo me presento en Salamanca, ante la Junta de ministros, geógrafos y marineros del Consejo de los reyes. Esta vez me haré acompañar de mi hermano Bartolomé. Sus amplios conocimientos y su dominio de las palabras obrarán una exposición más ilustrada que deshará todas las resistencias de los letrados en quienes los reyes han depositado su confianza.

El rey Juan II de Portugal lamentó los errores pasados. Los compromisos de su protegida Juana no habían fructificado; las alianzas de Portugal con Navarra y con Francia se habían esfumado, al igual que la paz convenida con Castilla en el tratado de Alcaçobas. Ahora la convivencia con los reyes vecinos era pacífica, pues estaban inmersos en otro frente, pero cuándo este tocara a su fin, quizá se alzarían contra él. Además, esta guerra santa, y las hábiles gestiones diplomáticas de Isabel y Fernando, les aseguraba el apoyo de muchos reinos cristianos. Portugal estaba en desequilibrio de fuerzas, dentro y fuera de la península. Había que hacer algo por mejorar su porvenir; debía jugar con astucia su mejor carta: su hijo Alfonso, el príncipe heredero a la corona de Portugal. Juan II de Portugal escribió una carta de compromiso matrimonial.

La reina Isabel se encaminaba a Loja para festejar la victoria, tal como su marido Fernando la había encomendado; su hija, la infanta Isabel la acompañaba, pues la reina aprovechaba cualquier ocasión para instruir a sus hijos en las obligaciones de los soberanos. No había llegado hasta la fortaleza, cuando algo que divisó a lo lejos acaparó su atención; un grueso de capitanes del ejército de su marido, pertrechados con sus armas de combate, les estaban esperando; el rey no estaba presente. ¿Qué significaba aquello? La reina, sin dejarse amilanar, espoleó con suavidad su montura y continuó su marcha; sin embargo, la infanta Isabel quedó paralizada, asustada por un mal presentimiento.

El cortejo de damas que con ella viajaban también se habían quedado retrasadas. De repente, la infanta Isabel se armó de valor y espoleó su caballo para alcanzar a su madre pero tan pronto como vio cuál era la reacción del ejército detuvo su equino y dejó a su madre en soledad.

La reina había llegado ya a la altura de los capitanes. Don Gonzalo Fernández de Córdoba dio la orden convenida y, todos ellos, al unísono, desmontaron de sus caballos e, hincando la rodilla en tierra, le presentaron sus armas con gran respeto y hondo sentimiento. La reconocían así como el alma de esta victoria y en un sitio tan lleno de sentido como era “la Peña de los Enamorados”.

A continuación, la acompañaron a pie hasta el encuentro con el rey Fernando; este la esperaba sumamente complacido, pues todos los honores para su esposa eran pocos.

Esa velada, en la soledad de su alcoba, la reina Isabel mostraba su agradecimiento a quien la proveía de tantas fuerzas:

—Dios —decía en su reclinatorio—:Tú no me diste la corona para que ejerciera el poder absoluto en mi propio beneficio, sino para que gobernara con justicia y clemencia. Y así lo he intentado. Los triunfos alcanzados no me envanecen, pues es la Providencia quien me apoya. En cuanto a mis errores, sé que habré de darte cuenta de ellos al final de los tiempos, como sé que tu juicio será más riguroso conmigo, pues grande es la responsabilidad que me diste en vida. Tú sabes, Señor, los motivos que mueven mi alma, como sabes que mi mayor deseo ahora es alcanzar la conquista de esos reinos moros para ensalzar tu nombre.

Por su parte, el rey Fernando también aprovechaba la quietud de la noche para mostrar su agradecimiento al Altísimo:

—Doy gracias al Cielo por la Divina Providencia que me ampara y me protege cada día. Doy gracias al apóstol Santiago, protector de los cristianos, por la ayuda que me presta en esta guerra santa. El invierno se acerca, las inclemencias del tiempo obligan a posponer la guerra; por eso, es nuestro deseo viajar hasta el Santo Sepulcro, en Santiago de Compostela, donde, como muestra de nuestro fervor hacia el santo apóstol, la reina Isabel y yo haremos construir el Hospital de los Peregrinos5.

Cerca de Loja, los habitantes de Montefrío se hacían eco de la llegada de la soberana. Conscientes de que no pasaría mucho tiempo hasta que el rey Fernando alzara sus armas contra ellos, se afanaban en encontrar una solución, pero el consenso era difícil. Los gritos se superponían y las propuestas de unos eran apabulladas por otros cuyas ideas no corrían mejor suerte. De pronto, una voz se alzó sobre las demás; un timbre sereno que prometía salvar sus vidas y sus pertenencias. Era una apuesta arriesgada, aunque atractiva, que implicaba a la reina Isabel.

Se hizo el silencio. Todos se hallaban seducidos por el tono grave pero melodioso de aquel anciano. Cuando acabó de exponer sus argumentos, una brisa de melancólico optimismo renovó los perturbados ánimos de los presentes. Se deshizo la reunión y todos se retiraron a sus moradas a descansar. La mayoría sentía un aprecio sincero por esa soberana magnánima, pero lo que estaban dispuestos a hacer les afligía el corazón. Pocos fueron los que conciliaron el sueño esa noche, sabedores de que su destino se decidiría la próxima jornada.

Al día siguiente, el anciano caballero, acompañado de dos jóvenes, se presentó en el campamento cristiano; rogaban platicar a solas con la reina Isabel. La noticia desconcertó a los monarcas. Al final, la soberana aceptó entrevistarse con ellos solamente si el rey Fernando presenciaba el encuentro. Ellos dudaron, pero asintieron.

En la soledad de la tienda el anciano se acercó a la soberana y con un rápido ademán se postró ante ella. Los otros dos la imitaron:

—Señora excelsa, os rogamos aceptéis la rendición de nuestro pueblo. Nuestra voluntad ya es vuestra.

La reina Isabel enmudeció. Su marido Fernando, en cambio, vociferó la noticia: ¡Montefrío se rendía! Y ¡ante la reina! No ante el rey-guerrero que arriesgaba su vida, no ante el valiente soberano que sembraba pavor en las filas enemigas, sino ante la piadosa soberana que mostraba clemencia con los vencidos.

5 Hoy, Parador Hostal de los Reyes Católicos.

Don Cristóbal Colón llegó a Córdoba, acompañado de su hermano. La Junta de Salamanca había desestimado los razonamientos de Bartolomé creyéndolos desatinados y poco juiciosos. ¡Sus cálculos contravenían las dimensiones del mundo! habían explicado.

—¡Ilusos! ¿Por qué no admiten que son ellos los que pueden andar errados? Se apoltronan en sus arcaicas nociones, sin abrir los ojos a las nuevas evidencias —rezongó Cristóbal Colón—. ¿Y por qué los reyes, que presumen de gozar de un Consejo erudito no se desapegan de sus encorsetados ministros?

—Hermano, sé razonable. Tu propósito exige barcos, marineros, provisiones… Son muchas doblas las que se arriesgan para lo que los ilustrados vaticinan que será un fracaso. Además, ¿qué monarca frivoliza la vida de sus súbditos entregándoles a una muerte segura?

—Segura no, solo probable —corrigió su interlocutor—. Y, a cambio, se alza en el horizonte un porvenir de gloria, riquezas, beneficios…
—¡Cristóbal! —pronunció Bartolomé con la voz hosca—. ¡Deja de soñar! Nadie nos cree y yo… —suspiró— no puedo prolongar mi estancia en estas tierras por más tiempo, ni puedo —bajó los ojos— continuar sosteniéndote.

—Entiendo —repuso el aludido.

—En cuanto se produzca le entrevista con la reina, regresaré a Portugal. Solo un compromiso definitivo por parte de la soberana mudaría mis planes.

Cristóbal Colón tiñó su rostro de gravedad.

—Juntos, lo lograremos —pronosticó.

La reina Isabel no tardaría en regresar de Loja. Su hijo, el príncipe Juan de Castilla, esperaba su regreso para homenajearla y el genovés quería aprovechar la oportunidad para insistir en su propósito. Es posible que cualquier otro se hubiera venido abajo por el informe desfavorable del Consejo Real, pero él no. Porque tenía algo más que un carácter inquebrantable; tenía, sobre todo, la ciega confianza en que su sueño era una visión. Sin amilanarse, se propuso insistir tantas veces fuera necesario hasta conseguir el apoyo de los reyes. Les seguiría en sus viajes y les ilusionaría en su proyecto; estaba convencido que ya se había atraído las simpatías de la reina. Su mirada, cuando se despidieron, le convencía de que ella iba a ser su benefactora.

Boabdil guió su purasangre hacia sus raíces. Acababa de ser liberado por segunda vez aunque, en esta ocasión, su entrega era menos generosa: los reyes Isabel y Fernando no le reconocían emir del reino de Granada, sino señor de las tierras del nordeste. A cambio, el rey Chiquito mantenía el compromiso de combatir al sultán que moraba la Alhambra: su tío Mamad XIII, el Zagal. El acuerdo parecía equilibrado. Boabdil entregaría Granada a cambio de los señoríos de Guadix, Almería, el Cenete, Baza, los Vélez, Purchena,Vera, Mojácar y la comarca del Andarax. Él se conformaría con el título de señor de esas tierras... si es que el monarca aragonés podía ganarlas.

Boabdil galopaba con la intriga escrita en su rostro. Ignoraba cómo recibirían los nazaríes su regreso, aunque lo que más le carcomía era pensar en Morayma. Rememoró su sufrimiento pasado, al tener que despojar a Ahmed de la protección de sus brazos y del calor de los suyos. Ahora, ignoraba qué argumentos esgrimiría para persuadir a su esposa de que él conseguiría la liberación de su vástago, cuando había pactado la entrega del otro, del tierno Yusuf, a cambio de su libertad.

El jinete azuzaba a su caballo para que el salvaje galope del equino lograra infundirle valor, hoy que le flaqueaba la confianza en sí mismo. Si difícil fue aglutinar combatientes bajo su alfanje, en su primera deuda, ahora sería iluso esperar que las filas se cerraran en torno suyo. Solo el apoyo de los cristianos le mantendría en el poder, una garantía que debía aprovechar para derrocar a Muhammad XIII, con quien hace un mes había sellado un pacto.

Y después, ¿qué? ¿Qué súbditos se plegarían a un emir aliado de los infieles? ¿Qué soldados confiarían en un caudillo tan vapuleado en el campo de batalla?

Aunque le amedrentaba más fallar en su propósito, pues ¿qué esposa sería complaciente con el que no conseguía devolverle a su hijo después de tres largos años?

Una congoja atenazó su corazón marchito. Fustigó a su caballo, a fin de que la brisa arrastrara sus pensamientos. El retumbar rítmico de los cascos de su montura le infundió algo de serenidad.

Por su parte, la fácil victoria de Montefrío había renovado las fuerzas del ejército cristiano en el momento más oportuno. El rey Fernando marchó contra Vélez-Málaga y la furia de sus huestes fue de tal fiereza, que el emir Muhammad XIII temió la avalancha sobre Granada y emprendió su huída a Málaga.

La Alhambra quedó deshabitada, sola a merced de su destino.

El rey Chiquito aprovechó el vacío de poder para reclamar el honor perdido, respaldado por los alcaides cristianos de Ílora y Moclín.

El rey Fernando dirigió su ejército contra Málaga. Hamat el Zegrí, el gobernador burlado de Ronda, peleó la defensa de esta ciudad con gran valor, espoleado por su derrota del pasado, pero sus fuerzas no podían demoler el asedio de los cristianos.

Don Francisco de Bobadilla, hermano de doña Beatriz, capitán de la guardia real, participaba con ahínco en este pulso. Era un caballero destacado por su arrojo al frente de su ejército; su buen hacer ya se había puesto de manifiesto en lances previos, junto a afamados caballeros de la corte cristiana, pues la contienda bélica con el reino nazarí había contribuido a aglutinar los ahíncos bélicos de los nobles en un objetivo común, al servicio de los reyes. Además, las compensaciones económicas eran tan grandes que todos se esforzaban por destacar su entrega; nadie quería quedar excluido del reparto de los nuevos territorios.

Esta vez, sin embargo, los combatientes debían esforzarse más. Los moradores de Málaga se resistían a claudicar. Muhammad el Zagal arengaba a sus tropas y Hamet el Zegrí amenazaba con una gran catástrofe si Málaga sucumbía a los infieles. El ejército cristiano se impacientaba y su caudillo, el rey Fernando, encolerizaba por una contienda tan prolongada. A tal fin, reunió a sus capitanes para tentar una última ofensiva, más arriesgada y agresiva. Y dio sus frutos.

Después de tres largos meses de asedio, Málaga se avenía al fin a claudicar. Aquella misma mañana, Hamet el Zegrí ondeó la bandera blanca. El ejército cristiano estalló en una ovación: el enemigo se rendía. El rey Fernando sentenció la condena a este pueblo insumiso, que había peleado con tal ardor, arriesgando las vidas de sus soldados: los habitantes de Málaga serían condenados a la pena de muerte; solo serían salvados aquellos que fueran empleados como esclavos. El viento trasladó este castigo ejemplar a lo largo de toda la geografía andalusí, para que los sarracenos estuvieran advertidos de la condena que sufrirían si oponían resistencia al ejército cristiano.

Hamet el Zegrí se rebelaba contra el destino que sufrirían sus valerosos súbditos y rogó a Muhammad XIII que le permitiera enviar al campamento cristiano unos diplomáticos que negociaran una paz más honrosa. El derrocado emir concedió esta petición con el semblante sombrío.

—Disponed lo que queráis. Yo ya no tengo más gobierno que mi propio cuerpo —expresó—. Tuve todo y todo lo perdí... hasta el afecto de mi difunto hermano, a quien no he podido vengar hasta el final.

—No habléis así. No os dejéis abatir por las adversas circunstancias. Alá es grande.

—Alá es grande, mas yo soy nada más que un insignificante ser perdido en la complejidad de sus sentimientos.

Hamet el Zegrí salió de la sala, incapaz de ofrecer consuelo. Su alma también estaba atenazada por la pena, aunque aún le quedaban fuerzas para pelear; no una lucha bélica, sino diplomática. La sola imagen de sus aguerridos soldados, sus mujeres y sus hijos regando con su sangre esta tierra sembrada de infortunios le generaba tal desazón que ardía por ofrecer un avenir más digno a los que, hasta hoy, habían creído en él.

Una reducida comitiva solicitó, a tal fin, audiencia con el rey Fernando que le fue concedida para la mañana del domingo. La reina Isabel estaría también presente.

La jornada llegó. Después de escuchar misa, los soberanos se prepararon para recibir a los emisarios de Hamet el Zegrí. Confundidos entre ellos, marchaban dos hombres armados. Tras las puertas de su ciudad quedó la esperanza de aquellos opositores que se negaban a claudicar.

Los diplomáticos entraron en la tienda donde se iban a celebrar las conversaciones; los dos conspiradores pudieron burlar la vigilancia y pertrecharse tras unos azarosos matorrales. Aparentemente, nadie había notado su presencia. Allí agazapados, los dos nazaríes escudriñaban los movimientos que se sucedían en la tienda de la negociación.

Doña Beatriz de Bobadilla acudió a esa reunión, consciente de que allí encontraría a su hermano Francisco, capitán de la guardia personal del rey. En el cruce de miradas, la dama le dio a entender que ansiaba comunicarle algo. ¿Tenía relación con la conversación que allí se desarrollaba? La marquesa de Moya se movía por el recinto con total discreción.

Una vez que los preparativos estuvieron concluidos, su tarea había finalizado, por lo que se dispuso abandonar la tienda. Su hermano la seguía con la mirada. Al llegar al extremo de la lona, la dama se giró y ladeó su cabeza para indicarle que la siguiera. Él estaba de pie, junto al soberano, con síntomas de aturdimiento, pues su hermana no ignoraba los riesgos de este encuentro, como tampoco desconocía que su presencia allí era necesaria. A pesar de que las medidas de seguridad eran excepcionales, él debía velar por la integridad de sus soberanos.

La dama permanecía en pie, mirándole. El rey Fernando, sentado en la silla que hacía las veces de trono, le hizo un gesto para que se inclinara. El capitán de la guardia real agachó el torso hacia el soberano. Este le conminó, en un susurro, que siguiera a doña Beatriz. Cuando el capitán levantó la cabeza, su mirada se topó con el rostro sonriente de la reina, que asentía con la cabeza.

Lleno de intriga, don Francisco de Bobadilla abandonó la estancia, en pos de doña Beatriz. El único secreto que podía ocultar la discreción de su hermana y del cual los monarcas eran partícipes, sería algún engaño urdido contra los sarracenos, lo que carecía de sentido teniendo en cuenta que ya habían sido vencidos.

Los dos nazaríes que aguardaban en el exterior vieron a una dama de porte altivo salir a paso presto; detrás la escoltaba un caballero. La suntuosidad de los ropajes de aquella señora revelaba su privilegiada posición.

Doña Beatriz de Bobadilla buscaba la intimidad de un recinto cerrado y no dudó en introducirse en las tiendas que servían de aposentos reales. Los dos sarracenos intercambiaron una sonrisa. No había duda de que se trataba de la reina Isabel. El campamento estaba en calma; la guardia real se concentraba en la tienda que hacía las veces de salón del trono.

La marquesa de Moya se giró para contemplar a su desconcertado hermano, que ya había franqueado la entrada de esa lona, con una esbelta sonrisa y un brillo especial en los ojos. Él nunca la había visto tan espléndida. ¡Parecía tan distinta! Su voz sonó fresca, como el canto de los pájaros a la alborada.

—Me hallo en estado de buena esperanza —anunció ella.

Él enarcó las cejas. En ese momento, reparó en una barriga más abultada de lo habitual y sonrió. No pudo añadir nada más. Todo sucedió muy rápido. Los dos sicarios habían caminado tras ellos y se habían adentrado en la tienda. Ninguno de los dos hermanos había advertido su presencia hasta que fue demasiado tarde.

Uno, inmovilizó al caballero y amordazó su boca; el otro, clavó una daga en el corazón de la dama que habían confundido con la reina Isabel. Al ver caer a su hermana por tierra, con una mácula carmesí inundando sus vestidos, don Francisco de Bobadilla recobró su vigor y logró desasirse del enemigo, que ya se había abalanzado al exterior de la tienda, tras los pasos de su compañero de fechoría.

El capitán de la guardia real se arrodilló frente a su hermana mientras los conspiradores huían a toda prisa. La marquesa de Moya estaba lívida y sin conocimiento; su hermano liberó la opresión de su pecho:

—¡A mí, los guardias! ¡Han matado a doña Beatriz! Los monarcas se miraron incrédulos y corrieron raudos al encuentro de su capitán. Algunos soldados se acercaron para apresar a los dignatarios de Málaga enviados por Hamet el Zegrí; otros, rodearon la tienda maldita, donde se había producido el asesinato; y los más, corrieron a la búsqueda de los malhechores.

La reina se postró ante su fiel amiga y rasgó sus ropas para cubrir sus heridas. La sangre seguía fluyendo y doña Beatriz de Bobadilla permanecía inerme. Se cerraron las negociaciones diplomáticas.

La fortuna quiso que el Hospital de campaña no se hubiera aún desinstalado, previendo un posible reinicio de las hostilidades, de forma que se le pudo ofrecer atención médica inmediata. La soberana se volcó en la atención de su amiga todo el tiempo que duró su convalecencia. El rey Fernando, por su parte, juró una temible venganza si la dama fallecía. Tiempo después, se aclaró que la maniobra había sido una acción aislada de unos disidentes moros. El propio Hamet el Zegrí se encargó de entregar a los líderes de aquella conspiración, pero el daño ya estaba inflingido.

La salud de la marquesa de Moya se fue fortaleciendo, aunque la sangre perdida había malogrado la gestación del bebé. La noticia de que sus atacantes habían sido apresados y ajusticiados no enaltecía su ánimo.

Los habitantes de Málaga sufrieron la sentencia que el rey Fernando había elegido. La clemencia de los reyes no se dejó sentir esta vez; el atrevimiento de los sarracenos de Málaga había sido demasiado osado.

Los cristianos, comandados por su soberano, se habían propuesto conquistar una a una las plazas que habían pactado con Boabdil. Por ello, ahora fijaron sus ojos en Baza.

El cerco comenzó en el mes de junio; la cercanía del verano no hizo desistir al rey Fernando; antes al contrario, el estío acrecentaría la necesidad de agua y si esta faltaba, la rendición sería fácil.

La tenacidad de los moros por mantener el envite dejó su huella en el tiempo: pasó la primavera... y el verano... y el otoño... La fuerza de su resistencia se hallaba en su fanática desesperación: entregar la ciudad ponía en grave peligro la pervivencia de Al-andalus: la imagen de la Alhambra profanada con una cruz y el repicar de una campana llamando a misa, llenaba de pesar sus corazones. Más valía morir de hambre que vivir saciado de cristiandad. Alá era grande y proveería por ellos.

El frío recrudecía el asedio, pero la ciudad no se rendía. El desánimo cundía por igual entre los dos bandos. Fueron muchos los soldados cristianos que desertaron, encaminando sus pasos a Sevilla. La población mora, sin escapatoria posible, soportaba con dignidad la dureza del invierno, aferrados a la esperanza de que el rey Fernando cesara el hostigamiento, pero este mantuvo su firmeza. No obstante, el vacío dejado por los desertores debía ser cubierto con nuevos guerreros. A tal fin, el monarca lanzó un llamamiento a los nobles: necesitaba más soldados para engrosar las filas de su ejército. Si no, la victoria se tambalearía.

No hubo respuesta. La reina Isabel enfureció. ¿Cómo podían negarse a apoyar al rey, que arriesgaba su vida por ampliar los dominios de Castilla? La soberana hizo saber que todos los hombres de edades comprendidas entre los veinte y los sesenta años debían acudir a la guerra. Empero, el llamamiento que la reina efectuó desde Jaén no fue suficiente.

Su marido pensó entonces que su presencia en Baza podía calentar los ánimos decaídos y la propuso presentarse en la villa. Gustosa de prestar el mejor servicio a su marido, la soberana procedió a cumplir el encargo. La llegada de la reina estaba prevista para el jueves y así se anunció al ejército;muchos creyeron que se trataba de una mentira del rey Fernando para arengar a sus soldados y sus almas continuaron el camino del desaliento.

El jueves amaneció frío, como correspondía al mes de noviembre. El monarca castellano-aragonés ordenó preparar el recibimiento que se produciría a media mañana. Seguían siendo muchos los escépticos que dudaban de sus palabras y muchos más los que enflaquecieron su ánimo cuando la mañana transcurrió sin novedad alguna.

Después del frugal almuerzo, cuando las espingardas rugían de nuevo con fuerza y la artillería elevaba su quejido ronco al cielo, una voz festiva se elevó por encima de los ruidos de la guerra.

—¡La reina se aproxima! ¡La reina está en Baza!

La noticia se extendió como la pólvora; unos a otros, los soldados transmitían a gritos la buena nueva.

Comenzó a caer una fina lluvia, que arrastró hasta el interior de la ciudad la alegría de los contrincantes; el asombro de los moros era grande. ¿La reina se había personado en el mismo campo de batalla? ¿En pleno invierno se exponía a los riesgos del viaje y a los peligros de la contienda? Los habitantes de Baza, sospechando oscuras intenciones del enemigo, hicieron caso omiso a esa tregua inesperada y mantuvieron altas sus defensas.

El horizonte aparecía empañado por una tenue neblina; el día era gris como hasta ahora habían estado los espíritus de los guerreros. El bando cristiano había enmudecido y detenido su ofensiva; todos los ojos oteaban el mismo punto. Se respiraba la tensión. Las filas enemigas seguían lanzando sus envites, pero nadie parecía sentir el peligro. De repente, apareció un pendón a lo lejos, señalando la llegada de una comitiva. La expectación creció; los labios de los soldados cristianos continuaron sellados hasta que… la silueta de la reina se recortó en el horizonte. La visibilidad era escasa, pero a nadie le cupo la menor duda. ¡La soberana estaba entre ellos! La dicha entre la tropa era enorme.

La explosión espontánea de júbilo causó tal estruendo que acalló los truenos marciales. El ejército infiel, llevado por la curiosidad, interrumpió el ataque para asomarse a las murallas. Desde allí, contemplaron el avance a paso lento y confiado de la reina Isabel y el coro de damas cortesanas que la acompañaban; entre ellas, la infanta Isabel. El efecto que quería causar la soberana sobre sus huestes fue logrado. Los soldados enmudecieron, atónitos ante la pureza virginal que desprendía su presencia; la feminidad de sus ropajes y sus graciosos movimientos seducían los corazones… de uno y otro bando.

La reina Isabel se fue acercando; los vítores y vivas crecían a cada paso. La lluvia se intensificó para repicar contra el suelo un aplauso bien merecido a la soberana. El agua salpicaba su rostro, acentuando el valor de su presencia. Ninguna dama detuvo su paso, ni expresó en su semblante protesta alguna contra el cielo por sus inclemencias. Al contrario, sus figuras caminaban erguidas sobre sus monturas, despidiendo un gran orgullo de poder desfilar ante el ejército que con tanto valor exponía sus vidas al peligro para ganar esas tierras.

Cuando al fin llegaron a la altura e la tropa, el cortejo detuvo su caballo. La expectación era enorme. Los soldados enmudecieron para escuchar a su soberana, tan viva de presencia y de ánimo. Con voz firme, esta pronunció una breve arenga que surtió el efecto deseado:

—No me iré de esta tierra hasta que se gane. Fue todo lo que dijo, pero suficiente para envalentonar a su ejército y llenar de temor al enemigo, sabedor de la energía indómita de la reina de Castilla. Acto seguido, la monarca dirigió su montura a través de todo el campo de batalla. Ni una sola amenaza se levantó contra ella. Las armas del enemigo estaban silenciadas, como si un mar de desaliento hubiera oxidado sus resortes. La reina cabalgó a paso lento por entre sus soldados; a quien acariciaba su mirada sentía renacer el valor perdido. El ejército y sus corazones le estaban siendo entregados; algunos, desde el otro lado de las murallas.

Por la noche, en la quietud del lecho conyugal, el rey Fernando agradeció aquel valeroso esfuerzo de su esposa… Aquel gesto valía más que todas las promesas de dádivas del soberano. A la mañana siguiente se iniciaron las negociaciones. Yahia Ainayar, el gobernador de la ciudad, se personó en el campamento cristiano con su hijo. Ellos deseaban ser los directos protagonistas de esta negociación, porque...

—Deseo que mi familia y yo seamos bautizaos —anunció Yahia Ainayar ante los atónitos reyes—. Deseamos abrazar la fe de vuestras excelencias. Vuestras obras han ganado nuestras almas.

Los monarcas permanecían mudos por la perplejidad. Su hijo, que también se encontraba presente, creyó necesario añadir unas palabras.

—No dudéis de la honestidad de nuestras intenciones. No nos mueve el interés de nuestro pueblo, sino el propio.

—Así se hará entonces —afirmó la reina.

—Sin embargo, el bautizo no se hará público hasta que la ciudad sea rendida. Eso evitará disturbios y… nuevas situaciones de peligro —sentenció el rey—. La ceremonia se oficiará en nuestra morada, secretamente, de manera que no lo sepan vuestros correligionarios hasta estar efectuada la entrega de Guadix.

La prudencia teñía las palabras del monarca y todos estuvieron de acuerdo en ello. Los ojos de doña María de Mendoza estaban fijos en aquel joven que había hablado. Su piel aceitunada, su pelo azabache, su olor a jazmín… embriagaban su ser, sin que ella pudiera explicárselo.

Al día siguiente, como estaba previsto, tuvo lugar la ceremonia secreta. Los reyes Isabel y Fernando fueron los padrinos de este sagrado sacramento. Yahia Ainayar tomó el nombre de don Pedro de Granada y su hijo, el de Alonso de Granada. El agua bendita mojó los rizos negros de éste, al tiempo que él dirigía una subrepticia mirada a doña María de Mendoza. La joven dama se turbó y apartó la vista, posándola en tierra. Unos ojos astutos habían sido testigo de este sorpresivo lance; la reina Isabel sonrió para sus adentros.

—Una vez que Baza sea rendida —anunció la soberana— os alojaréis en nuestra hacienda. Y es nuestro deseo, además, dotaros con una renta de cincuenta mil maravedís para vuestro sostén. Os haremos tratar como a los grandes caballeros de nuestros reinos, tal como vuestra persona y linaje merecen.

El ofrecimiento era bien generoso, pues solo los marqueses de Moya percibían una renta superior a la fijada para los recién conversos.

—Y una guardia personal de veinte hombres —añadió el rey Fernando—. Por supuesto, gozaréis de libertad para alojaros y residir en cualquiera de nuestras villas y ciudades.

—Vuestra magnanimidad es excesiva —expresó Yahia Ainayar.

El corazón de don Pedro de Granada lloraba en su fuero interno. La bondad de los reyes cristianos excedía lo que él había previsto y esto afirmaba su amor a la fe recién abrazada.

Meses después, los reyes serían testigos de otro sacramento sagrado: don Alonso de Granada y doña María de Mendoza unían sus almas a través del matrimonio. Los monarcas les concedieron el título de marqueses de Cervera.

Don Alonso de Granada se presentó el día de sus esponsales con una corona de arrayán que ofreció a la novia. Esta la colocó sobre su cabeza, sin poder ocultar su perplejidad. Cuando los recién casados se retiraron a sus aposentos, ella le soltó la pregunta que durante toda la jornada la había sometido a una gran curiosidad.

—¿Y esto? —indagó, señalando el singular regalo.

—Es una corona de arrayán, un arbusto originario del norte de Africa, con la que quería agasajarte en este día tan especial, por su valor simbólico.

—¿Y cuál es?

ÉL la abrazó con fuerza y la arrastró hasta el lecho. Sus labios ascendieron desde el cuello hasta el oído, obsequiándola con parsimoniosos besos. Al llegar a su destino, le susurró:

—Es el árbol del amor. Los griegos cuentan que Venus transformó a Mirra en este arbusto para esconderla de un pretendiente.

—Entonces será el árbol del rechazo o de la burla –objetó ella.

Su voz tenía un tinte infantil, provocado por las cosquillas que él depositaba sobre su rostro. Su esposo se hinchó al notar la turbación que sus besos despertaban en ella. La abrazó por la cintura y la obligó a colocarse sobre él.

—Te he traído este arbusto por el simbolismo que guarda en nuestra fe —dijo, acariciándole los hombros con sus manos.

—Contadme —gimió ella, complacida de la forma en que se había referido a sus nuevas creencias.

—Dicen que cuando Eva le entregó la manzana a su compañero Adán —hizo una pausa, obligado por la complejidad de los ropajes femeninos.

Doña María le ayudó a despojarla de sus prendas. La pasión que don Alonso le inspiraba repelía sus pudores y alejaba sus miedos. Él la hizo girar de nuevo, para situarla bajo su cuerpo y continuó su plática, al compás de sus besos y caricias.

—Cuando Eva le entregó la manzana, Adán le obsequió con una corona de arrayán.

Don Alonso se apoyó sobre sus manos para distanciarse de ella.

—Esta historia narra el origen de la humanidad, en las creencias de tu pueblo que ahora son mías también. Confío que esta convergencia sea la primera de un avenir repleto de —acercó su cuerpo al de su mujer— puntos de encuentro. Vos —añadió mientras movía su cuerpo en ademanes rítmicos— me habéis dado la fruta de la tentación y yo os he ofrecido la corona de mi amor, a cambio.

—Intercambio desigual, entonces. Yo salí ganando —comentó ella entre gemidos cortados.

—Seguro que no. Creo que la manzana iba también cargada de afecto, ¿no es así?

—Sí —expresó ella con un largo suspiro.

Él se desplomó simultáneamente sobre ella.

Vera, Mojácar, Mijas,Vélez Blanco,Vélez Rubio, Baza,Tabernas, Purchena, Guadix y Almería ya habían sido vencidas. Muhammad XIII entregó también su persona… El emir nazarí tuvo que mudar su efímero reinado por un indigno olvido. Llegada era la hora de que Boabdil el Chico cumpliera su parte del acuerdo: la entrega de Granada. Y los reyes respondieran con su compromiso: restituir la libertad de los pequeños Yusuf y Ahmed.

El rey Chiquito aún no había claudicado, no obstante, todas las señales apuntaban a ello.

A petición de su marido, la reina Isabel releyó en voz alta la carta que le había escrito el rey nazarí, en la que mostraba su respeto y admiración hacia…
—“… la magnífica, la excelsa reina, la sultana, la princesa de reyes y la más grande y noble de ellos. Pues no tenemos, después de Dios, otros auxilios que vuestra Real Alteza, de quien yo soy su vasallo. A vuestro servicio estoy.”
Estas palabras confirmaban al rey Fernando las intenciones de Boabdil. Y, de nuevo, era la reina Isabel en quien confiaban para entregarse.

Cerca de allí, otra cara mostraba también su rostro más risueño. Los rumores hablaban de que la guerra tocaba a su fin. Cristóbal Colón suspiró aliviado; ahora, el dinero de la corona podría gastarse en otra empresa que sirviera igualmente para honrar a Dios. A pesar de la oposición de la corte y de las reticencias del soberano, la reina Isabel había mostrado interés en revisar sus locas fantasías. La connivencia de los franciscanos de la Rábida, de su confesor y del cardenal Mendoza auguraba el apoyo de Castilla.

Cristóbal Colón se enfundó su sombrero y salió a la calle, con la esperanza envolviendo su capa, para encontrarse con su amada, Beatriz Enríquez. Horas después, regresaba a casa, con el rostro desencajado por el frío.

El genovés apretó el paso. La nieve creaba un paisaje gélido, al tiempo que ofrecía una bonita estampa para la fiesta de la Natividad. Sacó las manos de los bolsillos para soplarles un aliento cálido que las hiciera revivir. Con dedos trémulos se frotó la cara para alejar el frío de sus pómulos y de su nariz.

Abrió la puerta de la destartalada casa y encendió el fuego. Permaneció inmóvil, recreándose en el recuerdo de su bella Beatriz, que tanto dolor le causaba. ¡Su familia no apoyaba su relación! Él no era más que un desdichado que solo podía ofrecerle sueños, fantasías y… miseria. Los libros y mapas que dibujaba para ganarse la vida apenas garantizaban su sustento diario. Ella despreciaba los consejos de sus padres, burlando su vigilancia para encontrarse a solas con su amado, como el encuentro subrepticio que hoy había tenido lugar. El frío había apretado sus cuerpos, uno contra el otro, y la naturaleza había obrado el resto.

Cristóbal se dio la vuelta para ofrecer el cariñoso abrazo de la lumbre a su espalda, cuando reparó en la carta que descansaba sobre la mesa. Era de Bartolomé. La abrió con ansias. ¿Qué nuevas le ofrecería su hermano? ¿Habría aceptado Juan II de Portugal financiar su proyecto?

Un tinte de melancolía empañó su mirada. Bartolomé Díaz había coronado la vuelta a África. ¡Había superado el cabo Tormentoso6 y había alcanzado la costa oriental del continente africano!

Una nieve glacial cayó sobre su espíritu. Este gran logro era un lastre para sus esperanzas. Ahora sí que nunca lograría el apoyo de Portugal. Y quizá tampoco el de Castilla y Aragón.

Cristóbal Colón se enfundó de nuevo su sombrero y abrió la puerta de su casa. En ese momento, un fraile con la tonsura cubierta de nieve se adentró, sin pedir permiso. El frío de la tarde le había hecho olvidar las buenas maneras.

—¿Cristóbal Colón? —indagó.

—Sí, soy yo. ¿Qué se me requiere?

—Me envía fray Antonio de Marchena a buscaros. La reina Isabel admite revisar vuestro proyecto, una vez que se gane la guerra a los infieles. Hasta entonces, volverá a contribuir a vuestros gastos con una generosa subvención.

El genovés se quedó boquiabierto. Todos los augurios apuntaban a una pronta finalización de las hostilidades entre sarracenos y cristianos. Eso significaba que… una sonrisa se abrió paso en su rostro.

—Muchas gracias, amigo. ¿Gustáis de una sopa para calentar vuestro cuerpo?

—No, gracias. El alimento espiritual me basta; me regocijo con vuestra satisfacción. Quedad con Dios.

No imaginaba el genovés que su suerte iba a torcerse bien pronto, pues no muy lejos de allí una madre arengaba a su hijo.

Boabdil estaba meditabundo, cavilando los ásperos consejos de su madre que había enmudecido para permitirle un respiro. El emir suspiró abatido y Aixa se sintió obligada a increparle:

—Deja la aflicción para tu esposa y tú desenvaina tu alfanje. La imagen de su dulce Morayma, de mirada lúgubre y sonrisa umbría descorazonó aún más al rey Chico. Seis años llevaba la desdichada madre sufriendo la separación de sus hijos. Su mutismo reflejaba su resignación, aunque su pelo canoso y sus ojeras delataban una herida caliente.

6 Hoy, Cabo de Buena Esperanza.

El emir pasó su mano por la frente y masajeó sus arrugas. Aixa conocía bien el significado de ese gesto. Su hijo estaba tan preocupado como aturdido, por lo que seguiría las indicaciones de su madre. Esta salió, dejando al emir a solas con su dilema: o entregaba a su pueblo o... dejaba en desamparo a sus vástagos.

La infanta Isabel sonrió, con mirada ensoñadora. Ya tenía diecinueve años y era tiempo de casarse. La idea no le desagradaba, como tampoco el marido elegido; era joven, apuesto y heredero de una gran corona que, trenzada con Castilla y Aragón conseguiría una Hispania unida, el sueño más anhelado de sus padres, que ahora era también el de sus hijos. A pesar de los enfrentamientos pasados, la reina Isabel apreciaba de veras al reino vecino; no en vano, su madre, Isabel de Portugal, y su nodriza, eran oriundas de allí.

La infanta se alegraba de que su destino confluyera con su primer prometido, aquel a quien había entregado en Moura su corazón y sus ilusiones. Habían compartido ya muchas jornadas juntos, en la fortaleza de Moura, propiedad de la infanta Beatriz de Portugal, duquesa de Braganza.

Ella se complacía de que sus destinos volvieran a estar tejidos con la misma madeja, pues había llegado a apreciar, en aquel pasado lejano, a su prometido. La complicidad de su tía-abuela Beatriz había logrado este propósito, pues fueron numerosos los encuentros entre los dos jóvenes que ella propició. La duquesa esperaba que sus corazones participaran del destino que sus progenitores habían sellado.

La infanta Isabel rememoraba con placidez aquellas jornadas. El propósito de la duquesa de Braganza se cumplió. Alfonso también parecía participar del mismo arrebato explosivo, cada vez que sus miradas se encontraban.

Tal vez había sido su propia juventud, sensible e impresionable, la que veía en su prometido un cúmulo de virtudes; o quizá era el ansia de su alma por hallar dicha en un desposorio impuesto. Lo único cierto era que ella ardía por entregarse a los brazos del heredero luso.

—Isabel, no estáis prestando atención —reprochó doña Beatriz Galindo.

La reprimenda de su institutriz la despertó de sus ensueños.

—No esperéis grandes progresos de ella, doña Beatriz. Desde que le comunicaron su próximo enlace matrimonial deambula distraída por los corredores de palacio —comentó la infanta Juana, burlona.

—Eso no es cierto —protestó la aludida.

—¿Estás enamorada, hermana Isabel? —indagó la infanta Catalina.

Su pregunta había sido tan inocente como inesperada. El rostro de la aludida se tiñó de púrpura, mientras un titubeo escapaba de sus labios. Doña Beatriz Galindo iluminó su iris con un brillo placentero. La infanta Isabel, molesta por el protagonismo adquirido, trató de enmendar el curso de la conversación.

—No debierais desviaros de vuestra lección —objetó a la dama.

—Cierto —concedió la preceptora—. Hoy quería haceros reflexionar sobre cuestiones de política internacional.

Un mohín de fastidio inundó los rostros de las jóvenes pupilas, esperanzadas de que la sesión de hoy se empleara en diseccionar el alma de su hermana. La infanta María quiso abrir la boca para protestar, pero la dama alzó la mano y esta guardó silencio.

—Bien —propuso doña Beatriz Galindo—, empecemos por reflexionar sobre... ¡los atractivos del heredero portugués!

Las jóvenes prorrumpieron en una carcajada.

—Altamente perspicaz sois, doña Beatriz. Pues no son pocos los atributos de mi prometido —repuso la infanta Isabel, ya superados sus recelos.

—Entonces, ¿estáis enamorada? —inquirió la infanta Catalina por segunda vez.

—Creo que mis ojos pueden responder por mí —repuso la interpelada.

Doña Beatriz Galindo sonrió y permitió que las infantas saciaran su curiosidad, bombardeando a su hermana mayor con interrogantes que sus juveniles almas ansiaban liberar.