Daniela

Es una voz dulce que viene de lejos, del otro lado de la montaña, del otro lado de la vida, y me jala hacia su orilla, y me pide que vuelva allí donde crecen las rosas y las enredaderas, donde los árboles se tornan rojos y amarillos en otoño, donde las chimeneas crujen en invierno.

Cuando despierto, Ana habla con alguien por teléfono en inglés. Después de colgar me dice que Rodrigo averiguó con Fernando nuestro paradero y que ha llamado tres veces. Yo no oí el teléfono. Ana le contó de mi enfermedad. Si Rodrigo sigue intentando hablar conmigo, hay tres posibilidades: uno, se considera culpable y siente compasión por mí; dos, no quiere aparecer como un tipo insensible y enturbiar más su imagen; tres, de verdad me quiere. Mi madre también sabe. Ana la llamó. Ahora todos están enterados.

Ana en el baño intenta «refaccionarse la cara», como dice ella, porque al parecer no durmió muy bien. Yo la espero sentada sobre la cama para bajar juntas a tomar desayuno. Por la noche llovió y el cielo tiene un resplandor azulado que ciega. Es tanta la nitidez del aire que en los faldeos de la cordillera se distinguen pliegues rocosos y senderos. Desde niña que no veía algo así.

Es la hora de mayor concurrencia en el comedor. Una tropa de extranjeros, con apariencia de estrellas de rock de baja monta, se abalanza sobre el mesón de cereales, frutas, panecillos y demases. Entre las mesas distingo la inconfundible silueta de mi madre avanzando hacia nosotras. Mira a lado y lado con ese aire distante que le dan sus ojos a medio abrir. Nos ha visto, y ahora acelera la marcha. Esperaba encontrar su discreta elegancia, su traje siempre a tono con las circunstancias, pero no es así. Nada encaja hoy en su apariencia. Los pantalones que lleva puestos le quedan grandes, y su rostro pequeño y pálido parece arrinconado en el amplio cuello de su suéter. La falta absoluta de maquillaje, deja al descubierto unas diminutas manchas parduscas en su rostro. Lo que más me impresiona son sus ojos, que perfilados con una línea negra, se han vuelto dos hondos y sombríos orificios. Esto debe ser terrible para ella. Se sienta con nosotras e intenta una sonrisa, extiende la mano por sobre la mesa y con la cartera colgada del codo toma la mía sin decir palabra. Observo sus uñas perfectas y sus dedos que se estremecen al contacto de los míos, como si intentaran abarcar más de lo que es posible con un simple apretón de manos. Después de saludarla afectuosamente, Ana se levanta en busca de algo para comer. Mi madre la observa alejarse y hunde una mano en su pelo lanoso, un gesto lleno de gracia, que conozco bien y que debe haber adquirido en su juventud. Entonces me mira a los ojos. Los suyos colmados de lágrimas se ven muy intensos, su barbilla tiembla imperceptiblemente. No puedo dejar de mirarla. He crecido mirando sus cambios de expresión, pesquisando en ellos los menores indicios de consentimiento. Ella no puede hablar. Sé que si abre la boca se va a poner a llorar. Podría ayudarla, pero una inédita crueldad se apodera de mí; no quiero hacerle las cosas fáciles.

—Daniela… —balbucea mientras prende un cigarro—. ¿Sabe? Nada ni nadie es lo que aparenta. Ni usted, ni yo, ni su padre, ni Ana, nadie. Somos mucho más frágiles y más incoherentes.

Me quedo esperando a que continúe, que de alguna forma enlace lo que ha dicho con el momento presente, pero no dice nada más. Ana ha desaparecido. Un mozo nos sirve café. Después de tomarse el suyo de un envión, mi madre comienza a hablar nuevamente:

—¿Recuerda esa vez que se perdió en una tienda? —yo niego con la cabeza.

—Bueno, usted tenía cinco años, es difícil recordar cosas de esa edad. Fuimos a comprar un regalo de matrimonio y a vitrinear un poco; usted sabe, eso siempre me ha gustado —asiento con la cabeza, pero no sonrío—. Fue en una de las grandes tiendas. Empezaba la temporada y todos los rieles estaban llenos de cosas nuevas. Me estaba probando un vestido frente a uno de esos espejos de pared, sin realmente probármelo, solo mirando si me iba bien el colorido, cuando usted desapareció. Comencé a llamarla. Cuando me di cuenta de que no respondía y de que no la veía por ningún lado, me puse a correr llamándola como una desenfrenada. En un momento dado, una vendedora me detuvo y me preguntó qué me sucedía; yo no podía hablar, solo pronunciaba su nombre una y otra vez. Nunca había sentido tanto miedo en mi vida. De pronto la vi aparecer, venía de la mano de uno de los guardias. Me abalancé sobre usted llorando como una idiota. Me dije en ese instante que nunca más me sucedería, eso de perderla, porque sería yo quien más sufriría con esa pérdida. Pero ¿sabe? Lo más increíble es que usted nunca se movió de donde estábamos. Se quedó allí mismo, entre los rieles, escondida, tal vez mirando los colores de los vestidos, no sé, pero yo no la vi. Allí la encontró el guardia, en el exacto lugar donde yo creí que la había perdido.

Mi madre aplasta el cigarro en el cenicero y enciende otro.

—Le dije a Marcelina que le preparara su pieza. Encontré su guatero, el que tiene forma de oso. Si hace frío en la noche, Marcelina se lo va a poner.

—Veo que Ana le contó lo de Rodrigo.

—Sí.

—Supongo que debe estar feliz.

—No, para nada. Se lo prometo.

—Aunque le parezca increíble, yo sí.

—En ese caso, yo también.

—No sea ridícula, mamá —río por primera vez desde que estamos juntas en esta mesa. El rostro de mi madre hasta ahora en sombras, se ilumina levemente.

—Su padre estará aquí en un rato. Está destruido.

Siento rabia con sus palabras.

—Paula, la sicóloga que vi en Valparaíso, me dijo que no me hiciera responsable de los sentimientos de los otros —afirmo con sequedad.

—Sí. Tiene razón. Supongo que tendré que aprender tantas cosas.

—Supongo que sí.

Un silencio turbulento y compacto se abre entre nosotras. Mamá prende otro cigarro y desmigaja un trozo de pan. Desconcertante. Soy yo la que siempre ha triturado el pan sobre la mesa y ha sido ella quien siempre me ha criticado por hacerlo. Suspiro, es una necesidad física, como si al suspirar bajara por un segundo el telón y me concediera a mí misma una tregua. Una tregua que me da la energía para seguir con el siguiente acto.

Mirando hacia un punto indefinido del comedor, con el cigarro sujeto entre sus dedos, mi madre pregunta:

—Quiere mucho usted a Ana, ¿no es cierto?

—Sí —digo con cierta cautela—. Mucho. Me salvó la vida.

No puede ocultar mi madre el dolor —o la ira acaso— que mis palabras le provocan. Su boca se crispa y también su frente, y sus manos barren con demasiada energía su pelo hacia atrás. Ana, la perdida, la inmoral, la puta de la familia, me salvó la vida, y ella, la madre devota y perfecta, ni siquiera se dio cuenta, paradójico, ¿verdad?

Por el pasillo divisamos a mi padre y a Ana. Hace unos minutos que mi madre y yo guardamos silencio. Mi padre se sienta con nosotras, pero Ana se excusa de acompañarnos. Tiene que arreglar sus entuertos, nos dice, y me guiña un ojo, porque nosotros sí que tenemos un buen entuerto que arreglar. Es un desayuno lleno de preguntas que yo por instinto trato de aplazar hasta que estemos frente a la terapeuta. La desesperación de mi padre se asoma entre sus dientes, impidiendo que una palabra se enhebre con la otra.

Por la tarde, mi padre y mi madre me acompañarán a la clínica.

* * *

Tengo la impresión de que Ana estuvo aquí antes, porque Marina, la terapeuta, habla de ella como si la conociera. Nos hace pasar a una salita con muebles de mimbre y alfombra multicolor. Con mi consentimiento ella toma la palabra. Yo ya he escuchado el diagnóstico un sinfín de veces, pero para mis padres debe ser duro escuchar la historia y el peligro que corrí con mi última vomitona. Puedo ver de pronto la expresión de repugnancia que mi madre intenta encubrir con una sonrisa, pero también su pena y consternación. En un momento dado, Marina me pregunta cuándo comí por última vez. Es evidente que tiene un sexto sentido y que no será fácil engañarla. De hecho, desde que salí ayer del hospital no he probado bocado y eso me hace sentir especialmente eufórica. Me dice que intentaremos hacer el tratamiento sin internarme, pero si la cosa no marcha, tendré que permanecer en una clínica para que puedan controlarme. Me siento un animal salvaje que alguien con una cuerda intenta apresar. Me muevo de un lado a otro en la consulta, inquieta, como si la cuerda efectivamente existiera y yo con mi movimiento estuviera esquivándola. Con la celeridad de un rayo pasan por mi mente todas las posibles fórmulas para no subir de peso y al mismo tiempo aparentar que me estoy curando. Debo evitar a toda costa que me encierren, sería mi muerte.

Veo a mis padres allí sentados, indefensos ante Marina, y tengo la impresión de saber tan poco de ellos, mi padre con la cabeza gacha, como si lo estuvieran acusando de algún crimen, mi madre por ratos derrotada, por ratos intentando enderezarse en su silla y desplegar sin éxito una de sus sonrisas calmas, de esas que dicen, «no se preocupen, aquí no pasa nada, tengo todo bajo control». Y se me ocurre entonces que nos hemos pasado la vida sumergidos como icebergs, dejando tan solo al descubierto una mínima y artificiosa porción de nosotros mismos, y recién ahora hundimos la cabeza bajo el agua por apenas un segundo, lo suficiente para vernos en toda nuestra desnudez.

Volvemos a casa exhaustos y en silencio. En el auto papá enciende la radio. La clínica donde trabaja Marina queda en lo alto de una de las nuevas urbanizaciones. A medida que descendemos, el cerro va quedando atrás y aparece el río, luego el mall y sus luces que siempre fingen celebrar algo. Enfilamos por la Kennedy a la hora en que todos retornan a sus casas en dirección contraria a la nuestra. Atravesamos la plaza con su iglesia y sus árboles remozados, las vitrinas de las tiendas, iluminadas y solitarias, y las pocas casas que van quedando en pie entre un bosque de edificios, con sus rejas de fierro negro y sus perros también negros. Por la radio dicen que un cuerpo de mujer hinchado y blanco apareció flotando en el río Mapocho. Mamá la apaga. El auto de papá se desplaza silencioso. Una nave sellada que me devuelve a mi calle, a la luz blanca e inmutable de los faroles, a los jardines llenos de flores invernales, en suma, a lo conocido. Ante una señal de papá el portón automático se abre despacio. Yo desciendo en el acceso y miro el cielo. La noche está despejada. La luna en cuarto menguante se ve mucho más baja que el resto del cielo, como si se hubiera colgado del firmamento para decirnos algo.

Adentro de la casa, Marcelina nos aguarda con cara de circunstancia. Rodrigo me espera desde temprano. No ha querido moverse. Nuevamente esa arista de crueldad se apodera de mí. Arropada de un coraje que no conocía, me dirijo hacia mi pieza sin pasar por la sala, y le digo a Marcelina que por favor me excuse ante Rodrigo, que estoy demasiado cansada para verlo. Las tres posibilidades que barajé por la mañana con respecto a los sentimientos de Rodrigo están aún vigentes. Supongo que él mismo con el tiempo tendrá que mostrarme cuál de todas es la verdadera.

Miro por la ventana de mi pieza y entre las sombras aparece el jardín de mi madre. Por un instante pienso que tal vez, solo tal vez, logre saltar la empalizada y abandonar este precario borde del mundo. El cielo del atardecer en el norte y en el sur tiene un tono rojizo y purpúreo. Hace algunas semanas sin duda habría dicho que el cielo estaba manchado de sangre. Ahora diré que está colmado de pasión. ¿No es también roja la pasión acaso? ¿Y no es verde, como el jardín de mi madre, la esperanza?