Daniela
A pesar de la lluvia, esta noche hay más gente que de costumbre. En los cristales empañados, las gotas forman surcos, semejantes al hilo de sudor que corre por la frente del barman. En nuestra mesa, un par de tipos que no conozco intentan medir sus fuerzas brazo contra brazo. Hay algo feroz y a la vez pueril en sus rostros. Cuando el más corpulento es vencido por el más débil, Rodrigo esgrime una sonrisa y luego saca una pequeña libreta del bolsillo de su chaqueta. Hace un par de meses que no se desprende de esa libreta. Ahí hace anotaciones y recopila gestos para su personaje, costumbre molesta, pues nunca se sabe cuándo una horrible expresión, de aquellas que uno ignora de sí mismo y desearía seguir ignorando, quedará inmortalizada. Él lo sabe y, por lo general, evita exhibirla en mi presencia. Aspiro mi cigarro y expulso el humo hacia su rostro. Rodrigo levanta la cabeza y por primera vez en la noche me mira con esa expresión atenta y envolvente que lo caracteriza. Basta una de sus señas para neutralizarme, para recordar —¿o imaginar?— que es a mí a quien ha elegido, y que todas esas mujeres revoloteando en torno a él le son indiferentes. Rodrigo vuelve a bajar la vista y termina de escribir. Una joven se acerca a nuestra mesa con una libreta similar a la suya. Al parecer, piensa que esa pertenencia en común le confiere el derecho a sentarse con nosotros. Es una mujer pequeña provista de unos senos que sobresalen formando un gran lomo de toro, esos que en las calles nos obligan a disminuir la velocidad. Con movimientos lánguidos y calculados enciende un cigarro y, sin que nadie le dirija la palabra, comienza a explayarse sobre las intimidades de un escritor chileno que vive en Sevilla.
Hace unos días mi padre me contó en su religiosa llamada semanal, que la tía Ana llegaba hoy. El domingo, para recibirla, habrá uno de aquellos abundantes y concurridos almuerzos familiares en la casa de mis padres. Nunca he entendido muy bien por qué insisten en reunirse, si lo cierto es que todos se aburren a muerte, no tienen de qué hablar y lo que pudieran decirse está enterrado bajo toneladas de convenciones.
Solo conozco a la tía Ana por una fotografía que tiene mi abuela en su velador. No obstante, esa única imagen ha ejercido desde siempre una extraña fascinación sobre mí. No he podido identificar exactamente qué me provoca ese efecto. Podría ser su postura desenfadada y alegre, o la ausencia total de tinieblas en su semblante, o quizás el sol estallando en el blanco del edificio a sus espaldas. Ahí, su mano enlaza a otra, la mano de un hombre que el circunstancial fotógrafo resolvió dejar en el anonimato. Quizás lo que me atrae sea la noción de que esa mujer tan diferente a mi madre, a sus amigas, a cualquier otra mujer que yo conozca, lleva mi apellido y es parte de mí. En el retrato, la tía Ana tiene prendido sobre su camiseta un escarabajo de plata. Yo tengo uno idéntico al suyo, que encontré en los anticuarios de la calle Brasil entre una decena de chucherías. A pesar de la resistencia de mi madre —según ella se trataba de un prendedor de absoluto mal gusto—, salí con él enganchado en la solapa.
La entrometida ha ganado terreno y, de ocupar una silla periférica, ahora está sentada frente a Rodrigo. Si bien sus esfuerzos por seducirlo son evidentes, él no le presta mayor atención. Rodrigo tiene la delicadeza de brindarme cada cierto tiempo una caricia en la mano, una mirada de complicidad o una sonrisa. De todas formas todo este juego me aburre y después de un rato me levanto, tomo mi vaso de Coca-Cola light y me dirijo hacia la barra, donde he divisado a Gabriel.
—¿No quieres algo más fuerte? —pregunta Gabriel, al tiempo que señala con la barbilla la mesa donde Rodrigo capta la atención del grupo.
—Estoy acostumbrada —le respondo.
Gabriel es mi mejor amigo. Se está quedando en nuestro departamento por unas semanas; yo misma lo invité después de que rompió con su última novia. Aunque es uno de los hombres más sólidos que he conocido, siempre aparece ante el mundo como si tuviera la fragilidad de un recién nacido.
Mi Coca-Cola está tibia y ha perdido todo indicio de efervescencia. En cualquier caso, no necesito un trago fuerte para pasar este momento. Para Rodrigo ser galán de teleseries no significa gran cosa. Con el dinero que gana en la televisión quiere montar su propia obra de teatro, y me ha prometido que yo seré su primera actriz.
Desde la puerta del Oasis, que alguien ha dejado entreabierta, un aire helado me llega a la garganta en discontinuas vaharadas, como si un gigante de hielo estuviera expulsando su aliento sobre mí. En la mesa, ya incapaz de refrenar sus instintos, la mujer ríe a voz en cuello, a punto de arrojarse a sus brazos. La mirada de Rodrigo la atraviesa para clavarse en mí. Yo bajo la vista. A pesar de considerar toda la situación inofensiva, no puedo evitar un escalofrío ante la sola noción de perderlo. Resuelvo irme, mañana tengo un largo y tedioso día de ensayos. La compañía de teatro a la cual pertenezco monta Edipo Rey. En la obra no soy más que un mensajero, pero he hecho creer a todos que tengo el papel principal, el de Yocasta. Nadie lo sabe, ni siquiera Rodrigo. Tomo mi chaqueta y al despedirme de Gabriel, él me dice que no llegará a dormir. No menciona dónde pasará la noche, pero distingo un halo de misterio en sus ojos, aunque también una expresión sostenida, como si fuera a decirme algo; en lugar de eso, me abotona el abrigo y luego me da un beso en la mejilla.
—Te veo mañana —me dice y se queda mirándome con esos ojos suyos que conozco desde niña y que me recuerdan los ojos tristes de los payasos, ocultos tras sus sonrisas hechizas. Ojalá encuentre pronto una novia porque a Gabriel no le sienta bien la soledad.
Salgo inclinada para que Rodrigo no me vea partir. Odio jugar el papel del aguafiestas. Sin embargo, alcanzo a avanzar diez pasos cuando lo siento apurado que me toma de la cintura y caminamos juntos hacia nuestro departamento.
* * *
Cuando llegamos, Rodrigo me abraza. Son cálidos sus brazos, dulce su aliento. Sus besos se hacen más fogosos y descienden por mi cuello hasta alcanzar mis minúsculos pezones. Estamos de pie contra la puerta, la dureza de su sexo se incrusta en mi ropa, sus manos sostienen mis caderas, las empujan hacia sí y avanzan buscando mi entrepierna. «Mi Yocasta», balbucea con la respiración entrecortada. Sus palabras penetran en mis oídos como esos taladros que perforan las calles. A mi primer gesto de distanciamiento, él recula.
—No importa —me dice sin rencor aparente—. Igual estoy atrasado, tengo que volver a la filmación, faltan unas escenas exteriores que hay que hacer de noche. No te importa, ¿verdad?
Yo le doy un beso y le digo que estoy tan cansada que pronto estaré durmiendo. Que se vaya, que se vaya al fin del mundo si quiere.
Hace justo un mes que inicié esta horrible farsa. Recuerdo que la mañana antes de partir a la audición de Edipo Rey, hicimos el amor. Después Rodrigo me encaminó hasta las puertas del teatro y fue precisamente allí donde me juró que yo tenía talento y que obtendría el rol de Yocasta. Me lo juró y, por un momento, le creí. Después no fui capaz. Simplemente no lo fui. Si descubriera mi insignificancia, mi ineptitud, mi falta de talento, Rodrigo me dejaría. El día que me dieron el papel de Angelo, el niño mensajero, Rodrigo llamó a todos nuestros amigos y celebramos hasta la madrugada mi rol de Yocasta. Tengo suerte que el director, un francés que fue invitado a montar esta obra, en su afán de protagonismo haya instituido en torno a ella un verdadero enigma. De esta forma, dice, se crean más expectativas. Pero, cuando todo se descubra, ¿qué mierda voy a hacer? No puedo pensar. Se me nubla la cabeza, me oscurezco. Quiero comer.
Apenas Rodrigo cierra la puerta, un hilo de saliva empieza a descender por mi labio inferior. A través de la ventana veo desaparecer su moto por la esquina de Mosqueto. Hay nubes negras en el cielo.
Tendré que bajar al almacén de Don Rata, un hombrecillo silencioso que desparrama su tedio sobre el mostrador de su madriguera siempre abierta, siempre atiborrada de golosinas un poco añejas y empolvadas. Es repugnante, pero no tengo otra opción. Bajo las escaleras corriendo. Cuando alcanzo la calle me detengo. No puedo aparecer así, Don Rata con sus ojos vigilantes descubrirá el sudor en mis manos, el corazón acelerado de ansiedad, mi boca seca añorando un alimento para enjuagarse. Debo guardar la calma, intentar una sonrisa, idear una buena estrategia. Hay un silencio irreal, debe ser el viento tibio y violento que levanta las hojas de los plátanos orientales anunciando la lluvia. De pronto siento unos pasos que en pocos segundos se hacen más fuertes. El frío que he sentido todo el día se agudiza. Escucho una voz de mujer que grita mi nombre. Alguien me ha descubierto. Quiero esfumarme, desaparecer, morir. Me doy vuelta. Veo sus ojos punzantes sobre los míos.
—¿No van al bar esta noche? —me pregunta. Ahora la reconozco, es una alumna de la escuela de teatro que siempre ronda a Rodrigo; la ahorcaría, pero no sé qué fuerza divina me detiene.
—Ya estuvimos ahí. Qué pena, te lo perdiste —le respondo con sequedad y me quedo mirándola. La chica esboza una sonrisa y desaparece con la misma rapidez con que surgió. Estoy nuevamente sola en la calle. Veo mi monstruoso reflejo proyectado sobre el escaparate; aparto la vista, respiro hondo y entro.
—Por suerte su almacén está siempre abierto —le digo a Don Rata—. Rodrigo acaba de decirme que invitó a una tracalada de amigos y no tengo nada que darles. ¡Imagínese, a esta hora! Quiero tres paquetes de papas fritas, de los grandes, y cinco de maní, ¿tiene otra marca que no sea ésta? Ah, y unos cuatro paquetes de ramitas, de esas saladas que tiene allá arriba, y esos quequitos envasados, unos seis estarán bien. Deme también un pan de molde, mantequilla y unos trescientos gramos de queso. Además, necesito un pote de helado, hay uno de chocolate con avellanas que dicen no está nada de mal, un par de paquetes de galletas para el café y tres botellas de Coca-Cola.
Si bien yo no bebo, saco dos botellas de vino para hacer la visita de mis amigos más creíble. Salgo con tres bolsas grandes de plástico, dos con alimentos y otra con botellas; el asistente de Don Rata me ayuda a subirlas hasta el quinto piso. Cuando cierro la puerta, mi corazón se vuelve a acelerar, de un envión vuelco las bolsas sobre la mesa, ruedan los bollos, el pan, los paquetes de maní. Los ojos se me nublan, me tiemblan las manos, abro con urgencia los envoltorios, quiero ver ese túnel de alimentos donde solo yo puedo entrar. Miro el reloj, tengo tres horas antes de que llegue Rodrigo, para ese entonces no deberá quedar ningún rastro de todo esto.
Con el primer paquete de papas fritas me dejan de temblar las manos, luego abro el segundo y el tercero, una galleta tras otra entran a mi boca, incluso antes de empezar a masticar la anterior. ¡Dios, qué bueno está esto! Paz, ansiada paz que llega en oleadas colmando mi cuerpo, y si osa abandonarme, la traigo de vuelta con unas diez cucharadas de helado, atiborrando también mi cabeza, adormeciéndome, anulando cualquier pensamiento, cualquier atisbo de culpa. «Quédate», susurro, «así estoy bien, comiendo hasta saciarme», un sorbo grande de Coca-Cola y una pausa, solo un par de segundos para respirar hondo… y luego los quequitos que están algo duros, pero qué importa, son muy dulces y remojados en la bebida se deslizan por mi garganta. Poco a poco aminoro el ritmo, tendida sobre la alfombra miro el techo y mastico lentamente un trozo de pan, mientras introduzco mi cuchara en el plato hondo donde restos de helado comienzan a licuarse, he tragado prácticamente todo y allá al fondo, aplastadas por la inmensa cantidad de alimento que he ingerido, yacen por fin aplacadas mis emociones. Y entonces entro en mi castillo. Es una mañana soleada y por las ventanas se cuela la luz, reflejando en el piso los dibujos de los vitrales coloridos: pequeñas flores púrpura y asteriscos azules, estrellas anaranjadas de seis y siete puntas, nubes celestes y esponjosas cuyo reflejo en el piso de hierbas se vuelve un gran cojín donde me arrellano y descanso…
Pero mi reposo no dura mucho. El viento se ha puesto a golpear en las ventanas, no las de mi castillo, las de allá, donde yace mi cuerpo insensible sobre el piso de la sala. El estómago hinchado me duele. No quiero abrir los ojos. Detente, sosiego, por favor no te vayas, acúname otro rato. No me dejes. Con las manos tanteo alrededor en busca de algún maní perdido, unas papas fritas que pudieron habérseme caído con el apuro, unas migajas de galleta, cualquier cosa que llene la última cavidad de mi cuerpo y me lleve de vuelta a mi castillo. Un relámpago ha cruzado el cielo partiéndolo en dos mitades. Miro hacia la ventana, no la mía, por donde entra el sol, sino que esta otra, la invernal. Un lado del cielo ha quedado iluminado, el otro en la penumbra. No puedo dejar de mirar ese trozo oscuro que se abre como una cripta, por donde caigo, caigo irremediablemente, como Alicia en el país de las pesadillas. Se ha puesto a tronar. Cierro los ojos y cuento, uno, dos, tres, cuatro, cinco, no sé por qué cuento, quizás para no escuchar la lluvia y los truenos golpeando los vidrios, para no advertir el andar de la muerte. A través de mis pupilas cerradas, se filtra la luz de una cuadrilla de rayos que siguen partiendo el cielo en mil pedazos, en mil hoyos oscuros por los que continúo cayendo.
De pronto el dolor perfora mi estómago, un aguijonazo me rompe, me abro paso hasta el baño con el cuerpo doblado hacia delante, lavo el dedo índice de mi mano izquierda y lo meto hasta el fondo de mi garganta. La comida apenas masticada y sin digerir sale de mi boca. Las olas de alimento recorren mi cuerpo en el sentido inverso y todo lo que dejé de sentir se transforma ahora en un vómito maloliente que se adhiere a mis dedos, a mi rostro, a la ropa. Después de unos minutos me seco la mano y vuelvo a hundirla en mi garganta. Repito el proceso dos veces más, hasta que el agotamiento puede más que mi afán y caigo de rodillas en las baldosas. Tengo un sabor amargo en la boca. Dejo caer la cabeza sobre el retrete, huelo muy mal, quisiera vomitar otra vez, pero estoy hueca por dentro. Siento las encías muertas por el ácido del vómito. Hace frío y mi cuerpo comienza a temblar. Me lo merezco, por haber perdido el control. Me levanto lentamente y golpeo el muro del baño con la mano empuñada hasta verla sangrar. No es gran cosa, aunque duele y eso es al fin y al cabo lo que una cerda como yo se merece. Me detengo, me apoyo contra el muro y cierro los ojos. Poco a poco mi respiración se vuelve más lenta y suave. Afuera llueve y yo estoy cubierta de mierda.
Tengo que sacar fuerzas para ocultar la evidencia. Me lavo los dientes con una pasta alcalina para atenuar el efecto del ácido. Limpio el baño, recojo los envoltorios diseminados en el piso de la sala, lavo mi ropa y la cuelgo sobre la cortina de la ducha. Me pongo un perfume barato. Hace tiempo que el papá renunció a regalarme frascos de Chanel N.º 5 que después encuentra alguien en el cuarto de mi nana Marcelina. Finalmente saco la pesa que guardo bajo mi cama y me subo desnuda. La báscula indica que no he subido ni un gramo. Ahora puedo dormir. Miro mi cuerpo en el espejo del cuarto: no cabe duda, soy una actriz, finjo que soy alguien, pero en realidad no soy nadie.
Por la ventana miro los plátanos orientales que, bajo la lluvia de plomo, han adoptado un tono grisáceo, como fantasmas huyendo de la luz.